sábado, 15 de diciembre de 2018


EL LENGUAJE POSESIVO Y PATRIARCAL

El lenguaje, que ha evolucionado a lo largo de la historia, modificándose conforme a los cambios experimentados en las estructuras socioeconómicas, es un vehículo de transmisión del pensamiento de una colectividad, que maneja códigos lingüísticos para expresar sus ideas, usos y costumbres.

Desde el remoto pasado, como consecuencia natural de la ideología patriarcal, se perpetuaron los patrones lingüísticos que empoderaron a los hombres como a la fuerza dominante en la sociedad, que convirtió a la mujer en ciudadana de segunda categoría, habida cuenta de que el lenguaje, al tratarse de una construcción sociocultural establecida durante milenios, es un legado que usan los humanos, indistintamente de la edad o identidad sexual, para comunicarse con sus semejantes.

El lenguaje sexista y patriarcal, en la mayoría de las culturas, se usa como un instrumento que favorece más al género masculino que al femenino, al margen de que las mujeres ocuparon tradicionalmente los escalones más bajos de la pirámide social, económica y cultural, mientras los hombres tenían el control de las instituciones que normaban la conducta de la convivencia ciudadana desde una perspectiva posesiva y machista, como si su palabra hubiese sido la única que tenía más autoridad y credibilidad ante la colectividad.

Aunque la dominación del hombre sobre la mujer se inició aproximadamente hace seis millones de años, cuando la agricultura dio una sobreproducción que requirió de otras fuerzas de trabajo, la formación de un ejército y un Estado, la supremacía del hombre se acentuó y reprodujo patrones sexistas ancestrales en el comportamiento humano.

Desde que se estableció la propiedad privada sobre la propiedad colectiva, la supremacía masculina se reflejó también en el manejo del lenguaje cotidiano y los individuos se acostumbraron a hablar de manera posesiva, incluso a creer que poseen sensaciones que ni siquiera son materiales, como el dolor, amor o problema. No en vano es frecuente escuchar la frase: Tengo un problema, como si la palabra problema fuese un elemento concreto que se posee y no una expresión abstracta de las dificultades.

Es lógico que en una sociedad donde no sólo se poseen bienes materiales para la satisfacción y el goce personal, sino también privilegios de los cuales gozan unos pocos a costa de otros, como los dueños de los medios de producción del sistema capitalista, donde unos cuantos se benefician de las ganancias generadas por la fuerza de trabajo de las mayorías, entre las que se encuentran las mujeres.

El concepto de posesión y la palabra tener se manifiestan, asimismo, en otros planos de la vida sociocultural. De modo que es natural que la gente diga: mi médico (y no el médico que me trata la enfermedad), mi profesor (y no el profesor que me enseña), mi arquitecto (y no el arquitecto que construye la casa), como si estos profesionales formaran parte de su propiedad privada, aunque la necesidad de poseer no es una facultad innata de los seres humanos, programada genéticamente desde la noche de los tiempos, sino una facultad adquirida en un contexto social determinado, donde las personas no sólo poseen bienes materiales, sino también personas, como si estas no fuesen sujetos sino objetos sin alma ni cerebro.

El Estado burgués, basado en la propiedad privada de los medios de producción y la desigualdad social, institucionalizó el supuesto derecho que tiene el hombre sobre la mujer. Se puede afirmar que el Estado tiene el ADN patriarcal y a nadie le resulta extraño que el hombre hable de la mujer como un bien privado o un objeto adquirido en un bazar.

Lo cierto es que el verbo tener se emplea siempre que se quiere hablar de manera posesiva. El hombre cuando se refiere a sus hijos habla como si fuesen su propiedad privada y cuando habla de la madre de sus hijos suele decir: mi mujer o mi esposa y no la mujer con quien comparto mi vida y es la madre de nuestros hijos. El hombre se hace la idea de que es dueño y amo de la mujer, como parte de una sociedad donde prima la propiedad privada y la mentalidad patriarcal.

El hombre cree poseer el cuerpo y los sentimientos de la mujer; cuando en realidad, los sentimientos, el cuerpo y los pensamientos le pertenecen solo a ella y que nadie puede convertir el amor ajeno en una propiedad privada. Sin embargo, en una sociedad patriarcal, el hombre cree haber privatizado todo como por mandato divino, incluso el amor y el dolor; sensaciones que no pueden verse ni tocarse y mucho menos poseerse, medirse o pesarse. Por lo tanto, lo que se llama tener dolor o tener amor no son más que expresiones simbólicas o metafóricas.

Si bien es cierto que la revolución industrial, que trajo consigo un inusitado desarrollo de la economía y la tecnología, incorporó a la mujer al sistema de producción capitalista, convirtiéndola en una obrera asalariada, es cierto también que la convirtió en un ser doblemente explotada, ya que el rol de la mujer, como madre y esposa, no puede analizarse al margen de la sociedad capitalista, que hizo de ella una esclava doméstica y una esclava de los medios de producción, aparte de que el Estado patriarcal, basado en la propiedad privada y la desigualdad social, institucionalizó el supuesto derecho que tiene el hombre sobre ella, cuya principal función consiste en procrear hijos, atender al marido y aportar, en el mejor de los casos, a la economía familiar.

El lenguaje machista y patriarcal es el reflejo de una sociedad construida de manera jerárquica y piramidal, donde los hombres ocupan la cúspide, con todos los privilegios y ventajas que les concede su condición de machos, y las mujeres ocupan la base de la pirámide social, sin más derecho que ser madres, esposas o hijas, aunque ellas sean -y siempre fueron- el motor que se mueve, desde el silencio y el anonimato, detrás de los hombres y de muchas de las ideas que transformaron las estructuras socioeconómicas y la vida cultural de las sociedades existentes hasta nuestros días.

jueves, 13 de diciembre de 2018


TRADICIONES NAVIDEÑAS

No hace mucho que el Tío, ni bien asomó el invierno y sintió el frío calándole hasta los huesos, me pidió que lo arropara con bufanda, gorro, poncho y botines de caña alta.

Cumplí con su pedido no solo por evitarle una pulmonía de mil demonios, sino porque tenía curiosidad por saber cómo se lo veía con una vestimenta diferente a su traje de Lucifer.

–¡Qué buen mozo! –exclamó mirándose, de arriba abajo, en el espejo–. Con esta pinta loca cualquiera puede conquistar el corazón de una sueca que busca un hombre exótico, capaz de encenderle la hoguera del amor en sus noches de invierno...
 
–No es tan fácil, Tío –aclaré, mientras destapaba la botella de vinglögg (vino para preparar ponche navideño), que compré para invitarle en su primer invierno en Suecia, aunque todavía no cayó la nieve ni el paisaje se vistió de novia.

El Tío, que posee la facultad de mirar a través de las paredes lo que hacen los vecinos, sintió desde hace días los olores de la Navidad, diferentes al de los gases malignos del interior de la mina. Y, al verme vaciar el contenido de la botella en una tetera puesta sobre una hornilla, con clavo de olor, canela y pasas de uva, se calentó las manos con el vaho de la respiración y preguntó:

–¿Por qué compraste vinglögg, cuando podías haber comprado el Casillero del Diablo?

–Porque es la bebida tradicional de la Navidad en Suecia. Se toma en invierno para aplacar el frío y templar el cuerpo –le expliqué mientras mecía con una cuchara las pasas, la canela y los clavos de olor en la tetera.

Después vacié el humeante líquido en una taza y se la pasé al Tío, quien, al sentir el aroma del alcohol, se acomodó en su trono, con los ojos iluminados por la alegría y los dientes perlados por la sonrisa.

–Hummm... –musitó al primer sorbo, relamiéndose los labios–. Esto me recuerda al té con trago y al sucumbé, que se toman en las frígidas noches del altiplano boliviano.  

El Tío, que hasta entonces también vio los adornos de la Navidad en la vivienda de los vecinos, obedeció al natural impulso de su curiosidad y lanzó la pregunta:

–¿Qué simboliza ese arbolito de plástico, lleno de cintas, esferas, luces y regalos, que la gente tiene en el lugar más llamativo de su sala?

–Dicen que simboliza el árbol que Dios puso en el Paraíso –contesté–. De ese árbol cuelgan las frutas de la vida, representadas por manzanas, nueces, bizcochos y, en sentido figurativo, por adornos esféricos dorados y plateados, y luces multicolores que se encienden en vísperas de Noche Buena.

¡Noche Buena! ¿Cuándo es Noche Buena? –indagó atravesándome con la mirada y alisándose las barbas.

–El 24 de diciembre, que es la noche en que nació Jesucristo. Dicen que para redimir a los hombres de buena fe y construir un reino de paz y amor en la Tierra.

El Tío se quedó callado y dubitativo, quizás pensando en que él, en su condición de absoluto soberano de las tinieblas, era el único que sabía lo que era una noche buena y una noche mala. Luego aligeró otro sorbo de vinglögg, sin ch’allarle a la Pachamama, y dijo: 

–¿Y cómo se enteraron del nacimiento del Redentor de la humanidad?

–Por medio de una estrella que iluminó los cielos del Oriente. Los Reyes Magos, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, al enterarse del nacimiento del Macías en un pobre pesebre de Belén, acudieron, a lomo de camello, a adorarlo, llevándole preciosos regalos. La tradición cuenta que fueron guiados por la estrella hasta el mismo lugar donde su santa madre lo tenía entre sus brazos después de un parto indoloro, a diferencia del resto de las mujeres que fueron condenadas a parir con dolor debido al pecado cometido por Eva, quien fue echada del Edén por haber contrariado las palabras de su Creador y haber cedido a las tentaciones de la serpiente de Satanás.

–¡Ah, carajo! –prorrumpió–. Esto que me refieres parece un cuento de hadas. Pero, bueno, dejemos de hablar del Redentor y pasemos a otro tema. Cuéntame, por ejemplo, dónde y cómo pasaste tu primera Navidad en Suecia...

–En un hotel de refugiados políticos, donde me llevaron los policías de inmigración apenas pisé el aeropuerto de Estocolmo. El administrador del hotel alzó su copa de aguardiente y brindó por la felicidad y la buena suerte. Al pie del arbolito, que en realidad era la rama de un abeto natural, estaban los regalos empaquetados y amarrados con cintas multicolores. El administrador, un hombre alto, robusto y rubio como todos los vikingos, puso su taza en la mesa y, gritando el nombre de cada uno de los presentes, repartió los paquetes con un gesto amable y una sonrisa de ceja a oreja. A mí me tocó una bolsita de condones Black.

–¿Y para qué condones si no tenías ni mujer? –sonrió el Tío y sorbió el vinglögg con fruición.

No supe qué contestar. Me ruboricé como si el mismo vinglögg me hubiese quemado por dentro y, sin darle más chances, preferí proseguir con mi relato:

–Los niños estaban reunidos en otra sala, donde entró un hombre disfrazado de Papá Noel; tenía gorro, máscara con los pómulos rosados y barba blanca; un traje rojo que le daba la apariencia de estar embarazado y unos botines de cabritilla; llevaba una bolsa de regalos al hombro y una lista de nombres en la mano.

El Tío sopló el líquido humeante y preguntó:

–¿Y quién es ese personaje tan extraño, vestido de rojo como los demonios?

–Es Papá Noel –contesté–. Es el personaje central de estas fiestas de derroche y alegría, de farra y glotonería. Según la tradición escandinava, este viejito vive en los bosques nevados al norte de Finlandia, desde donde llega una vez al año, pero una sola vez, en un trineo tirado por renos. Los niños lo esperan con ansiedad, porque les trae los regalos con los cuales ellos sueñan todo el año. Antiguamente, aparecía por las chimeneas y, antes de desaparecer, depositaba los regalos debajo de las almohadas o dentro de los calcetines que los niños colgaban en la ventana. Mas ahora, que vivimos en una sociedad de consumo desenfrenado, los niños saben que Papá Noel no existe, pero igual lo esperan año tras año.

–Qué coincidencia. Papá Noel y yo nos parecemos mucho –dijo ensimismado–. Él da regalos a los niños y yo les doy el mineral como regalo a los mineros. Él  aparece y desaparece por las chimeneas, y yo aparezco y desaparezco en las galerías...

–Sí, Tío –le dije–, pero en algo más se parecen.

–¿En qué, pues?

–En que Papá Noel, a modo de castigo, no distribuye regalos a los niños desobedientes, como tú no concedes los pedidos a quienes no te respetan ni te rinden pleitesía.

–¡Bien dicho, carajo! –concluyó, tomándose con gusto el último sorbo de vinglögg.

martes, 11 de diciembre de 2018


EL PATRIARCADO INVISIBILIZÓ A LA MUJER

La sociedad, además de sostenerse sobre pilares socioeconómicos, está estructurada sobre la base de una tradición cultural y un sistema de normas éticas y morales, que responden a los intereses del patriarcado a través de ideas que se manifiestan por medio de determinados códigos lingüísticos, que no son otra cosa que construcciones culturales que se transmiten, de manera consciente e inconsciente, de padres a hijos y de hijos a nietos.

El sistema patriarcal institucionalizó el dominio masculino en el seno de la familia y, consiguientemente, proyectó este dominio en todos los ámbitos de la vida social. Desde entonces, la mujer ha sido ignorada en los procesos de cambios trascendentales que se han producido en las sociedades existentes hasta nuestros días y, como si fuera poco, la mujer ha sido invisibilizada en la historia como un elemento ajeno a los cambios hegemonizados por los hombres.

La invisibilización consistía en omitir la presencia de determinado grupo social, mediante la discriminación, el racismo, la xenofobia, la homofobia, el racismo o el sexismo; en el caso concreto que se aborda en esta nota, la invisibilización afectó particularmente a las mujeres en varios planos de la vida familiar y social, como ocurrió en la relación entre la mujer y el trabajo.

Desde hace varios siglos se ha impuesto una conceptualización de trabajo, que contemplaba como tal  solo a la actividad productiva que se desarrollada en el ámbito público, pero no así en el ámbito doméstico, donde el trabajo de la mujer no tenía remuneración y estaba considerado como una obligación familiar, debido, en gran medida, al hecho de que existía una antigua división del trabajo entre los sexos, en la que las mujeres debían hacerse cargo del trabajo doméstico, en tanto los hombres debían hacerse cargo del trabajo que se realizaba fuera de casa; es decir, en el ámbito público, donde las mujeres estaban ausentes hasta que irrumpió el sistema capitalista, que requirió de la fuerza de trabajo de hombres, mujeres y niños.

En los estamentos de poder, la ideología de la supremacía masculina excluyó a la mitad de la humanidad, representada por las mujeres, quienes fueron tratadas como sujetos de ideas cortas y cabelleras largas, que hablaban mucho pero que no decían nada, que eran incapaces de aportar con inteligencia propia al desarrollo de las naciones. Los hombres las preferían como madres, esposas, amantes y, en el peor de los casos, como animales de carga.

El sistema patriarcal no sólo tuvo una intención discriminadora contra la mujer, sino el propósito de confirmar la supremacía del hombre, que controlaba todos los poderes de dominación socioeconómicos; es más, en varias culturas se limitó la participación de las mujeres en la formación de los sistemas educativos, donde la enseñanza de las ciencias humanísticas y tecnológicas estaban reservadas exclusivamente para los hombres 

El patriarcado, al ser una construcción cultural, dividía la vida social en una esfera pública y otra privada. La esfera pública correspondía al dominio masculino, mientras la esfera privada correspondía al mundo femenino; una realidad que instituyó la idea de que la mujer no podía ser excelente como “académica” sino como “ama de casa”. Por lo tanto, su obligación debía ser la de aprender a cocinar, asear, bordar, cuidar a los hijos y atender al marido. Se le negó la oportunidad a ocupar una posición superior al hombre en la vida social, política, económica y cultural. No podía votar ni postularse a cargos jerárquicos dentro de la administración pública y gubernamental. La mujer, simple y llanamente, debía cumplir el rol de secundar al hombre como su sombra, de manera sumisa y sin levantar la voz.

Ella siempre estuvo marginada y relegada a asuntos propios de su supuesta naturaleza: concebir hijos, cuidar a los ancianos y ocuparse de los quehaceres domésticos. No en vano los nombres de muchas profesiones estaban en género masculino, porque estas profesiones no eran ejercidas por las mujeres, quienes, estaban destinadas a quedarse en casa por normas patriarcales, prejuicios machistas y tradiciones culturales.



miércoles, 21 de noviembre de 2018


LA PRIMERA NOVELA MINERA EN BOLIVIA

Jaime Mendoza Gonzáles (Sucre, 1874 – 1939). Médico, escritor, docente y político. Ejerció su profesión en los hospitales de Uncía y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, donde conoció de cerca la dramática realidad de los trabajadores mineros, quienes son los protagonistas de su novela En las tierras del Potosí (1911), cuyas páginas reflejan los antagonismos sociales y las paupérrimas condiciones de vida de los indígenas y mestizos proletarizados.

Jaime Mendoza, durante su larga estadía en Uncía, vivió en una casa ubicada en la zona 2 de la antigua calle Libertad (hoy calle 9 de Abril), donde escribió las primeras obras de su vasta producción científica y literaria. En esa misma casa, que actualmente está considerada como una atracción turística por el Gobierno Autónomo Municipal de Uncía, nacieron sus hijos Martha y Gunnar.

La obra de este prolífico escritor chuquisaqueño, que inició el ciclo del llamado realismo social minero en la literatura boliviana, constituye, por su fuerza narrativa y su sobrecogedora denuncia de las injusticias sociales, un indispensable documento histórico-literario sobre el sistema de explotación capitalista de principios del siglo XX, que dio origen a las organizaciones sindicales revolucionarias y provocó las primeras masacres mineras, como la que tuvo lugar en la plaza principal de Uncía, el 4 de junio de 1923, por órdenes de la jerarquía castrense y el beneplácito de un gobierno al servicio de los intereses pro-imperialistas de la oligarquía minero-feudal.

Jaime Mendoza es uno de los escritores bolivianos que, a pesar de las críticas y controversias que generó su obra, contribuyó decisivamente al conocimiento de la dramática realidad de quienes, condenados a enfrentarse a la vorágine de los tenebrosos socavones, estaban obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un mísero salario.

Pero, en realidad, ¿quién era Jaime Mendoza? No fue campesino ni proletario, sino un médico de clase media, que ejerció su profesión en Llallagua, y quien, conmovido por la tragedia de los hombres del subsuelo, empezó a describir sus vivencias desde su propia perspectiva. Es decir, su novela es la expresión del intelectual de clase media, quien emigra desde Chuquisaca hacia las minas de estaño, tras la búsqueda de nuevas experiencias profesionales y, quizás, también en busca de mejores horizontes de vida.

Estas experiencias se reflejan En las tierras del Potosí, cuya temática está marcada por el realismo social de su época, aunque, en opinión de sus críticos, Mendoza no llegó a penetrar en el alma de los mineros ni llegó a conocer las condiciones de trabajo en el interior de la mina. De ahí que su novela, publicada por primera vez en España, en la imprenta de un amigo catalán, carece de los principales elementos que caracterizan a las obras contextualizadas en las galerías de la mina, por una parte, y de recursos estilísticos mejor logrados en el campo literario, por otra.

No en vano el mismo autor, refiriéndose a las circunstancias en la que escribió su novela, dijo: La escribí con un lápiz; la escribí de pasada, andando por los cerros de los lugares mineros en que ha transcurrido una buena parte de mi vida; la escribí sin dar ninguna importancia a lo que iba haciendo; la escribí sin tener en cuenta ningún precepto literario, sin molestarme a pensar si hacía cuadros reales, ni acordarme siquiera de la sintaxis, la prosodia, la ortografía... Luego añadió: Por eso aquel libro es como un libro inculto, rudo, ingenuo, es cierto, pero ingenuo en demasía; libres, si pero demasiado libre. Muchos lo han calificado de libro fuerte. Puede ser, pero ustedes bien lo saben: la fuerza no siempre está aparejada con la gracia, con la suavidad, con la delicadeza. La fuerza, con frecuencia está acompañada con la brutalidad.

A pesar de los puntos débiles señalados por los críticos, Jaime Mendoza es –y seguirá siendo– el primer escritor boliviano que pensaba lo que sentía y escribía con el alma puesta en cada una de las palabras, que le brotaban a cascadas cada vez que se proponía revelar la realidad nacional sin temor a perder la dignidad ni la vida. Estaba convencido de que su profesión de médico estaba al servicio de los más necesitados y su vocación de escritor era un instrumento al servicio de los ideales más nobles de la humanidad.

Jaime Mendoza pertenece a ese reducido grupo de escritores que, sobreponiéndose a los tropiezos y adversidades, no dudan en poner a prueba de fuego sus creaciones literarias, sin importarles mucho la opinión de sus detractores que, con razón o sin ella, se ocupan de menoscabar el esfuerzo de un intelectual que no sólo rompe con las vallas de su origen social, sino que se arrima, por convicción y sensibilidad, a la realidad de los desheredados de la historia y los marginados de las esferas del poder político y económico.

De modo que este autor -de talla pequeña, endeble, casi lampiño, pálido, de aspecto tímido, de prematura calvicie y voz queda, como lo describió Alcides Arguedas cuando lo conoció en una taberna de París, donde algunos bolivianos se reunían a beber cerveza-, era un hombre de pocas palabras pero de muchas ideas; las mismas que le bullían incesantemente en la cabeza, impulsándolo a verter sus pensamientos en letras de molde. 

Así lo hizo, con firmeza y sin vacilación, sin inmutarse por las opiniones de sus detractores ni las bravatas de sus adversarios, a quienes aprendió a mirarles de frente, desde detrás de los cristales de sus anteojos, que le daban un aire de intelectual ilustre y personalidad respetable. Todo lo demás, tanto en su vida como en su obra, se dio por añadidura, tras un tesonero trabajo que le ganó un sitial privilegiado entre los escritores más connotados del parnaso boliviano.

jueves, 25 de octubre de 2018


EL NIÑO VÍBORA

La partera de una comunidad campesina, requerida por la urgencia de un nuevo ser que estaba en camino, se preparó para asistir a una mujer solitaria que, según los comentarios de sus vecinos, fue vejada y embarazada por un desconocido.
 
La joven madre, tras pujar con infinito dolor, dio a luz a un niño cuyo aterrador aspecto, de solo mirarlo, dejaba a cualquiera con la boca abierta y el corazón estremecido de pavor.

Cuando la partera lo tomó en sus manos, liberándolo de la placenta y cortándole el cordón umbilical, se dio cuenta de que la criatura nunca llegaría a caminar como los seres normales; tenía deformaciones en el rostro y el cuerpo; sus ojos brillaban con intensidad, su lengua estaba hendida y tenía los colmillos montados sobre el labio inferior. Su piel estaba cubierta de escamas y sus extremidades estaban atrofiadas y pegadas contra el tronco, de modo que, al no tener brazos ni piernas normales, estaría obligado a reptar de por vida, impulsándose con la fuerza de la espalda y el abdomen.

La partera, a lo largo de su vida, había visto a varios seres deformes, monstruos que eran exhibidos en espectáculos circenses, abortos de la naturaleza, pero a ninguno como éste que superaba a cualquier humano de apariencia extraña.

Así que un día, preocupada por el futuro del niño, decidió preguntarle a la joven madre qué había comido o bebido mientras estaba en gestación, ésta le contó que la deformación de su hijo podía ser el fruto de una maldición de la víbora, que le causó un arrebato de susto y que ella, tras empuñar un machete y sujetar su abultado vientre con una mano, la partió en tres. Luego levantó los pedazos, que seguían retorciéndose en medio de un charco de sangre, y los arrojó al patio para que se los comieran los perros; los cuales, un día después, vomitaron sus vísceras y murieron con los ojos en blanco.

Pero eso no fue todo lo que contó la madre soltera. Lo peor era que el espíritu de la víbora se le metió en el cuerpo, porque desde el instante en que la mató, sintió que la criatura se movía como dándole coletazos, como si estuviese atormentada por el demonio, como si en lugar de llevar un niño en su vientre, llevara un reptil moviéndose todo el tiempo.

La partera le escuchó asombrada, boquiabierta y no dijo nada. A la hora de despedirse, la consoló entre los brazos y le recomendó que tuviera mucha paciencia con la criatura, quien, por su propia condición, requeriría de mucha atención, paciencia y cariño.

La madre hizo todo lo imposible por darle una atención esmerada, aunque muy pronto se dio cuenta que su hijo no quería mamar la leche de su pecho ni comer los purés de frutas, verduras y tubérculos que se lo preparaba con la esperanza de maximizar su ingesta de proteínas.

El niño-víbora vivía arrastrándose por toda la casa. Sorbía el agua derramada del cántaro y se divertía persiguiendo a los bichos que se movían en los oscuros recovecos del patio.

No pasó mucho tiempo hasta el día en que su madre lo vivió sacando la lengua para cazar una mosca que revoloteaba a su alrededor. Fue entonces que concibió la idea de darle a comer cucarachas, ranas, caracoles, moscas, ratones y pájaros, que ella misma atrapaba en una red que instaló entre los frondosos árboles del patio.

Así creció la criatura, deslizándose sobre su abdomen. No dormía en la cama, sino en un canasto que más  parecía la guarida de un animal salvaje. Tampoco comía en la mesa, sino en el piso de la cocina, donde su madre le servía un plato lleno de bichos y gusanos que parecían tallarines retorciéndose de un lado a otro.

Cada vez que lo miraba por encima del hombro, arrastrándose como una enorme oruga a sus pies, se le venía a la mente la víbora que se metió en el cobertizo de la casa y que ella, luego de divisarla, cogió el machete y la acometió a golpes, hasta dejarla dividida en tres.

Los vecinos del niño-víbora lo miraban como a un monstruo infernal. Algunos incluso creían que poseía poderes ocultos y que podía causar desgracias irreparables en la comunidad campesina. Por eso el más anciano, pensando en la posibilidad de salvar al pueblo de las desgracias y peligros, reunió a una secta religiosa, para que se hiciera cargo de acabar con la vida de esta criatura del mal.

Los más fanáticos de la secta, aprovechándose del descuido de la madre, persuadieron al niño-víbora para que les siguiera hasta el patio trasero de la iglesia, donde, como en un macabro ritual diabólico, lo ataron, completamente desnudo, contra un pedestal de concreto. A pesar de que seguía con vida, le arrancaron los ojos, la lengua y el corazón. A continuación, lo descuartizaron para arrojar los trozos en una improvisada fogata, donde el fuego, avivado por los soplos del viento, hacía crepitar los troncos y fardos de leña.

La madre del niño-víbora, al enterarse de lo que le hicieron a su hijo, lloró acongojada, maldijo a los asesinos desde el fondo de sus entrañas y terminó enterrándose viva.

Tiempo después, la comunidad campesina fue víctima de un castigo que nunca se supo de dónde llegó. Los ríos se secaron y las tierras de cultivo se esterilizaron. Los habitantes se marcharon del pueblo y las casas abandonadas se convirtieron en escondrijos de reptiles de todos los colores, formas y tamaños.

martes, 16 de octubre de 2018


PRESENTACIÓN DE “CUENTOS DE LA MINA” EN ORURO

El jueves 18 de octubre, a Hrs. 19:00, se presentará la segunda edición del libro “Cuentos de la mina”, del escritor Víctor Montoya, en la Casa de la Cultura Simón I. Patiño.

Los comentarios estarán a cargo de Guillermo Dalence Salinas (exdirigente de la Federación de Mineros y exministro de minería del Estado Plurinacional de Bolivia), Jorge Encinas Cladera (poetas, dramaturgo y narrador) y Antonio Revollo Fernández (abogado, docente, investigar y antropólogo).

Los interesados están cordialmente invitados a esta velada literaria-cultural, que cuenta con los auspicios del Museo Simón I. Patiño y la Universidad Técnica de Oruro.  

lunes, 15 de octubre de 2018


MONTOYA EN LA FERIA DEL LIBRO DE COCHABAMBA

En el marco de la XII Feria Internacional del Libro de Cochabamba, y por invitación de la escritora Gaby Vallejo Canedo, responsable de la Biblioteca Thuruchapitas y el IBBY-Bolivia, Víctor Montoya dictó una conferencia en torno a la “Literatura infantil y juvenil en la Era de las publicaciones digitales”, ante un público de jóvenes y adultos que llenaron la sala el sábado 13 de octubre de 2018.

En su alocución, Montoya sostuvo que en el actual proceso de enseñanza/aprendizaje y en todos los niveles del sistema educativo irrumpieron las nuevas tecnologías de información y comunicación, que han revolucionado las formas de relacionarse entre individuos y que se ha creado una red informática mundial al que, como por arte de magia, pueden acceder quienes disponemos de una computadora en la casa, el trabajo o la escuela.

Víctor Montoya dijo también que las nuevas tecnologías llegaron para quedarse y para renovar el sistema educativo tradicional, donde el profesor y los libros de texto eran los portadores y transmisores de los conocimientos que los alumnos debían asimilar; en cambio hoy, el principal portador del conocimiento humano es el disco duro de una computadora portátil, que los niños usan con una destreza que podía dejar turulatos al mismísimo Julio Verne y Albert Einstein.

La difusión de la Literatura Infantil y Juvenil por medio de las ediciones digitales (página Web, Blog, Facebook, Twitter, Youtube, WhatsApp, etc.), a diferencia de lo que sucede con el libro impreso, ofrece más ventajas que desventaja. Además, los niños de las sociedades modernas, a diferencia de los niños acostumbrados a la tradición oral, están más familiarizados con los medios digitales, como las redes sociales y la telefonía de última generación, a través de las cuales se comunican con sus amigos y en las cuales encuentran la información requerida por el sistema educativo.

Los niños y jóvenes encontrarán mayor satisfacción descargando de la red el libro de su preferencia, que, a su vez, incluye otro tipo de elementos multimedia, como el sonido, ilustraciones a todo color, imágenes en movimiento y efectos de audio, que harán mucho más dinámica la lectura de un cuento o poema. Por lo tanto, crece de manera galopante el número de lectores niños y jóvenes que, sentados en sus casas o un café Internet, recurren a las ediciones digitales para leer las joyas de la Literatura Infantil y Juvenil, enfatizó Montoya en las VI Jornadas de Lectura y  Literatura  Infantil.

miércoles, 19 de septiembre de 2018


LAS REVELACIONES DEL TÍO EN CUENTOS DE LA MINA

Acaba de publicarse la segunda edición de Cuentos de la mina (Ed. Kipus, 2018), del escritor Víctor Montoya, con treinta y cinco cuentos de variada extensión y algunas fotografías que muestran la imagen del Tío de la mina, cuya estatuilla fue modelada por los propios trabajadores en los parajes donde acuden a pijchar o acullicar.

En Cuentos de la mina, escritos desde la visión del realismo fantástico, se recrean los mitos y leyendas que giran en torno al Tío; un ser mitológico de carácter ambiguo, mitad dios y mitad demonio, que simboliza el sincretismo religioso desde la época de la colonia.

Víctor Montoya hace gala de las creencias y supersticiones que reinan en la cosmovisión andina, donde sobreviven los ritos, usos y costumbres de las culturas originarias. En los cuentos se retrata la vida cotidiana de los mineros; sus luchas, tragedias y esperanzas, pero también sus tradiciones vinculadas al realismo fantástico y las consejas pagano-religiosas, donde el Tío de la mina está considerado como el guardián de las riquezas minerales y el amo de los trabajadores del subsuelo.

Su amante, la Chinasupay (diablesa), posee un fuerte atractivo erótico en el imaginario popular, aparece y desaparece misteriosamente en los sueños y las pesadillas de los mineros, quienes la temen tanto como al mismísimo Tío. Algunos incluso creen que la Chinasupay es la encarnación del Tío que, a modo de poner a prueba su poder de atracción sexual, se transforma en una mujer capaz de envilecer a los mineros solitarios y desprevenidos.


El Tío es el protagonista principal en Cuentos de la mina. El autor, desde un principio, intenta responder la siguiente pregunta: ¿Por qué el diablo se llamó Tío? La explicación, narrada de una manera sorprendente y lúcida, la encontramos a lo largo del libro, donde se afirma que el Tío, en su estado demoníaco, hace suya a una chola de buen parecer, en quien engendra a un hijo que nace con el aspecto de iguana. Entonces el poder eclesiástico, al constatar que la criatura no es la hechura de Dios sino del diablo, condena a la madre y al hijo a perder la vida en una hoguera. Es por eso que el diablo, según se relata en el libro, actúa en venganza propia y causa estragos entre los pobladores, hasta que los mineros le suplican perdón por el asesinato de su legítimo heredero. El diablo recapacita, hace reaparecer los minerales en las galerías y decide llamarse Tío, a quien los mineros, como en una suerte de pacto, deben rendirle pleitesía ofrendándole sangre de llama blanca, hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

La segunda edición, aumentado y corregida, obedece al gran interés de los lectores por interiorizarse en el fascinante mundo de las minas, que es el hábitat natural de ese personaje sobrenatural venerado por los mineros, quienes trabajan en las oscuras galerías, sin otra ilusión que ganarse el pan del día y salir con vida de las tenebrosas entrañas de la Pachamama.  

El libro, desde que se publicó por vez primera en Suecia (Ed. Luciérnaga, 2000), despertó un inusitado interés entre los lectores nacionales y extranjeros. Se ha traducido a varios idiomas y ha sido ampliamente comentado por la crítica literaria. En la contratapa de la segunda edición de Cuentos de la mina, a cargo del Grupo Editorial Kipus, se incluyen algunos comentarios destacando la temática del libro y la capacidad narrativa del autor.

En palabras del historiador y escritor argentino Fernando Soto Roland, el maravilloso libro de Víctor Montoya, ‘Cuentos de la mina, aclara desde la literatura todo aquello que los historiadores no podemos captar con la sencillez e inmediatez que es tan propia de los escritores de raza. Y Montoya ha probado sobradamente que lo es. En su obra, sin teorías venidas de otros oficios, el autor recrea con naturalidad el imaginario del minero boliviano a través de una serie de cuentos en donde quedan plasmadas las desdichas y esperanzas de ese colectivo humano utilizando como marco de encuadre a uno de los personajes más emblemáticos del sincretismo americano: ‘El Tío de la Mina’, dueño sobrenatural y soberano absoluto de la oscuridad y sus riquezas.

El escritor uruguayo Leonardo Rossiello, al cabo de leer el libro en su primera versión, no dudó en aseverar que leer ‘Cuentos de la mina’ significa sumergirse en el mundo sincrético de las creencias mineras de Bolivia. Los textos, como si fueran galerías de una mina, se van adentrando en las diferentes actualizaciones del sincretismo cultural que supone la figura y leyenda del ‘Tío’, así como su significación para los mineros.

No es menos interesante la opinión del poeta e investigador orureño Alberto Guerra Gutiérrez, quien, como todo conocedor del folklore nacional, los mitos y las leyendas mineras, afirmó en su comentario: Este libro es el fiel reflejo del pensamiento, los sentimientos, usos y costumbres que caracterizan a las poblaciones mineras bolivianas y su entorno físico andino, ya que los hechos en él relatados, se desarrollan en los centros mineros de Siglo XX, Potosí y Oruro, en cuanto a las manifestaciones mitológicas y legendarias que dan origen a acontecimientos culturales de extraordinaria magnitud, como el Carnaval de Oruro y los ritos litúrgicos propios de una religión ecléctica que rige en América desde el desenlace de la dominación española.


Para el escritor Alfonso Gumucio Dagron, que entró en contacto con el mundo minero como fotógrafo y documentalista, no cabe duda que Víctor Montoya rescata prolijamente las tradiciones y leyendas de la mina y se convierte en un cronista del mundo fantástico que emerge del socavón. Sus relatos son metáforas sobre la existencia fantasmal que se atribuye a los mineros más empobrecidos, muertos en vida por la silicosis y la ausencia de horizonte. Sin haber tenido la vivencia de penetrar en la mina es difícil describir con tanta propiedad esa sensación de ahogo, de oscuridad absoluta y de humedad sexual que se respira en los socavones.

Los comentarios citados líneas arriba, con apreciaciones analizadas desde distintos ángulos, coinciden en señalar que el libro, que aborda una temática propia de la nación boliviana, es un valioso aporte a la literatura de ambiente minero que, desde la publicación de En las tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza, conforma una vertiente importante en el contexto de las letras nacionales.

La literatura minera, con autores como Víctor Montoya, no solo ha ganado un espacio preponderante a lo largo del siglo XX, sino que se ha consolidado entre los lectores nacionales y extranjeros, quienes buscan una literatura que surja desde las mismas entrañas de la tierra, contándonos las tragedias y esperanzas de los mineros, pero también revelándonos el mundo mágico y mítico de la cosmovisión andina, donde el Tío de la mina, personaje ambiguo entre lo sagrado y lo profano, es venerado como el protector de las familias mineras y como el amo indiscutible de las riquezas minerales.

Víctor Montoya, con su libro Cuentos de la mina, se sitúa entre los autores de la segunda mitad del siglo XX, que transitaron de la literatura del realismo social, en la que se proyectaron las luchas de reivindicación socioeconómica de los trabajadores,  hacia la literatura del realismo fantástico, que se ocupa de recuperar los mitos, leyendas y relatos que, casi en su integridad, giraban en torno a la figura del Tío de la mina.

Con Cuentos de la mina queda confirmado que el mundo minero sigue siendo una fuente inagotable de inspiración para los autores nacionales y una de las canteras que mejor se presta para construir una genuina obra literaria, que apasione a los lectores interesados en conocer las tragedias y maravillas atrapadas entre las altas montañas de los Andes, donde las galerías de una mina cuentan sus propias historias forjadas de realidad y fantasía.   

miércoles, 12 de septiembre de 2018


DE LA LETRA MANUSCRITA A LA ESCRITURA EN TABLET

Para nadie es desconocido que los niños y jóvenes de hoy recurran a la letra de imprenta ante la necesidad de una mayor claridad en la comunicación –principal objetivo de la enseñanza de la escritura-, debido a que la letra cursiva o manuscrita, así sea una impronta en la personalidad del individuo, se ha vuelto semilegible o totalmente ilegible, ante el uso generalizado de la letra de imprenta, que es la más usada en las nuevas tecnologías de comunicación.

La mayoría de los libros de texto y materiales educativos están impresos en letra de imprenta. En los documentos públicos o formularios se exige que las respuestas se escriban a máquina o en letra de imprenta, con la finalidad de evitar confusiones lexicales o gramaticales. Por ejemplo, cuando uno realiza un trámite oficial, el formulario para rellenar dice claramente: Rellene en letra de imprenta.

Tampoco es extraño que los libros de la literatura infantil y juvenil estén publicados en letra de imprenta, llamada también de molde, que es la más utilizada por las imprentas, editoriales y medios gráficos; un tipo de letra al cual están acostumbrados los lectores desde la época en que Johannes Gutenberg perfeccionó la técnica de la impresión con tipografía móvil, que abrió las posibilidades de editar varios ejemplares de manera efectiva y en poco tiempo.

Los libros de literatura infantil y juvenil que no están impresos en letra de imprenta, que es un tipo de letra preferido no solo por los lectores, sino también por los escritores y editores, corren el riesgo de no captar la atención de quienes visitan librerías, bibliotecas y ferias de libros. Los niños y jóvenes, casi sin excepciones, están acostumbrados a leer libros que tienen un tipo de letra clara y legible tanto en la cubierta como en las páginas interiores, como es el caso de los libros de textos que se emplean en la educación primaria y secundaria.

Las bibliotecas virtuales, que se encuentran en la red de Internet, tienen los libros digitalizados en letra de imprenta, no tanto por costumbre o mera casualidad, sino porque resultan más accesibles para los cibernautas, quienes buscan autores y obras presionando las teclas de la computadora, el Tablet o el Smartphone, que tienen el alfabeto en letra de imprenta.

Los docentes de la educación secundaria y universitaria observan que aproximadamente el 75% de sus alumnos escriben sus apuntes, deberes y tesis en letra de imprenta, y que es cada vez menos frecuente que escriban a pulso. Por lo tanto, lo que están haciendo es trabajar con un tipo de letra más discriminable desde el punto de vista de los ojos.

Es sabido por todos que el uso de la denominada letra cursiva o manuscrita ha sido desplazado por la letra de imprenta, que forma parte de los nuevos instrumentos de comunicación y los dispositivos electrónicos con los que juegan los niños. Esto implica que la escuela obligatoria tendrá que acomodarse a los avances de las nuevas tecnologías y enseñar los trazos de un único tipo de escritura, la de la letra de imprenta, y dedicarle menos tiempo a la enseñanza de la letra seguida o caligrafía cursiva.

De hecho, existen ya países donde la enseñanza de la caligrafía tradicional ha sido reemplazada por la enseñanza de la mecanografía, que es una de las herramientas que le permite al alumno dominar las nuevas exigencias del universo digital, que está cada vez más presente en las instituciones educativas y las relaciones sociales en general.

No es casual que los niños se comuniquen a diario mediante el uso del teclado del ordenador y los diferentes dispositivos incorporados en el teléfono móvil. De modo que los niños del siglo XXI no se comunican con sus semejantes mediante cartas o notas escritas a pulso, con lápiz y letras de caligrafía, sino mediante las nuevas tecnologías de información y comunicación que, además, están programadas en letra de imprenta.

Desde luego que no faltan las voces críticas que se empeñan en señalar que la enseñanza de la letra manuscrita es inherente a la educación escolar y a una cultura que tiene siglos de tradición en la que el lápiz y el papel han sido las principales herramientas de comunicación escrita. Sin embargo, lo que estas voces discordantes olvidan es el hecho de que los tiempos han cambiado y también las formas de comunicación. Incluso se ha constatado que los maestros que escriben en la pizarra en letra de imprenta, a diferencia de quienes escriben en cursiva, tienen la ventaja de ser mejor comprendidos por los alumnos, quienes deben copiar los apuntes del pizarrón en sus cuadernos o computadoras portátil.

En la actualidad, no es casual que los niños de cinco y seis años, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, aprendan a escribir sus primeras palabras pulsando en forma mecánica las teclas de un Tablet y no afianzando la destreza motriz con el uso del lápiz; es más, los niños conciben que todos los anuncios habidos en el mundo que los rodea no están escritos en letra cursiva sino en letra de imprenta que, por otra parte, les parece más familiar y les resulta más comprensible.

Esta realidad concreta hace pensar que el uso de la letra manuscrita para la enseñanza de la lectura y escritura no es algo universal, y que en países como Finlandia, Inglaterra o Estados Unidos imparten la enseñanza de la lectura y escritura inicial con estilos de letras parecidas a las de imprenta, porque los niños, de manera consciente o inconsciente, las discriminan con mayor facilidad, en vista de que las nuevas tecnologías de comunicación han irrumpido con fuerza tanto en las instituciones educativas como en los hogares, donde los niños ven los signos gráficos o grafemas en letra de imprenta no solo en las teclas de las computadoras y teléfonos móviles, sino también en los textos que aparecen en la pantalla de la televisión.

Aunque todavía se hace hincapié en la enseñanza de la caligrafía, que es el ejercicio más tradicional en el proceso de aprendizaje de la escritura, es importante que los profesores estén conscientes de que las nuevas tecnologías de comunicación exigen que los alumnos aprendan dactilografía para usar con destreza las teclas de las computadoras, tabletas y celulares, que, por lo expuesto, tiene los dispositivos electrónicos y el alfabeto en letra de imprenta, no sólo porque están claramente separadas unas de otras, sino también porque es de fácil comprensión.

No cabe duda de que en un futuro próximo, los habitantes de la mayoría de las naciones se comunicarán escribiendo sus pensamientos en letra de imprenta; por una parte, influenciados por el uso masivo de la informática y la facilidad con que se disponen de medios electrónicos para producir escritos; y, por otra, debido a que cada vez se hace menos necesaria y frecuente la utilización de la letra cursiva que, en otrora, era indispensable para escribir a pulso.

Asimismo, los libros de literatura infantil y juvenil en general, en soporte papel o digital, estarán editados en letra de imprenta en su totalidad, obedeciendo a los avances de las nuevas tecnologías de información y comunicación, que llegaron para quedarse entre nosotros e innovar las viejas normas de lectura y escritura tradicional.

martes, 28 de agosto de 2018


MONTOYA EN LA IX FERIA NACIONAL DEL LIBRO EN LLALLAGUA

En la IX Feria Nacional del Libro en Llallagua, a efectuarse del 5 al 8 de septiembre de 2018, El Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi y la Asociación de Profesores de Literatura, presentarán la segunda edición del libro CUENTOS DE LA MINA, del escritor Víctor Montoya, cuya temática central gira en torno al mundo mágico y mítico del Tío, un personaje ambiguo entre lo profano y lo sagrado.

El acto contará con la actuación del Grupo de Teatro ALBOR, que puso en escena CUENTOS DE LA MINA, y que este año tuvo una exitosa presentación en varios países de Europa.

El evento se realizara el miércoles 5 de septiembre, en el auditorio de la Carrera de Odontología de la Universidad Nacional Siglo XX, a Hrs. 16:00.

Los organizadores agradecerán su gentil concurrencia.  

jueves, 23 de agosto de 2018


LA CONDESA SANGRIENTA

Isabel Báthory de Ecsed, nacida en Nyírbátor, Hungría, el 7 de agosto de 1560, se hizo famosa como la “condesa asesina”. Era hija de una de las familias más antiguas y distinguidas de Transilvania. Su infancia transcurrió en el castillo de Čachtice, ubicado en la colina de una montaña, y se dice que, de cuando en cuando, sufría ataques de epilepsia. A diferencia de otras niñas y adolescentes de su época, recibió una esmerada educación, no solo hablaba húngaro, latín y alemán, sino que atesoraba un bagaje cultural que sobrepasaba a la de la mayoría de los hombres de la más ilustre aristocracia.

A los doce años de edad, sus padres la comprometieron con su primo Ferenc Nádasdy, de  diecisiete años de edad, y, pocos años después, tras contraer matrimonio, se mudó al castillo de su joven esposo, quien, gracias a sus dotes físicos y mentales, se convirtió en uno de los guerreros más temibles del ejército de su padre, mientras la condesa Isabel Báthory de Ecsed, pasó a vivir rodeada de gran fastuosidad y en compañía de una servidumbre compuesta por hombres y mujeres que, con su sola presencia, llenaban el solitario castillo, que estaba enclavado entre las altas montañas de la aldea.

El esposo guerrero de la condesa, obligado a cumplir con su deber de jefe supremo de su ejército, debía participar en todas las batallas contra sus adversarios; una situación que, a su vez, lo obligaba a separarse de ella por largos periodos de ausencia. De modo que la condesa, cansada de esperar el retorno de su marido y aburrida de estar recluida en el castillo, inició prácticas lésbicas con algunas de sus siervas, a quienes las mordía salvajemente mientras mantenían relaciones íntimas. Cada vez que afloraban sus instintos más perversos, seguía el dictado de su propia imaginación con el único fin de procurarse placer y deleites carnales. Incluso, en cierta ocasión, se fugó del castillo para mantener una relación extramatrimonial con un joven de noble cuna, al que la gente del lugar lo conocían por el apodo de "El Vampiro", más por su aspecto extravagante que por su afición a beber sangre.

Su interés por las artes ocultas

Asimismo, para distraerse en sus ratos de ocio, se dedicó a las artes de esoterismo, rodeándose de una siniestra corte de brujos, hechiceros y alquimistas; una actividad a la que se dedicó con mayor interés desde que su marido, conocido como el “Caballero Negro” por su fiereza en los campos de batalla, murió de súbita enfermedad. Sin embargo, su interés por el esoterismo no era nada nuevo para la condesa, ya que varios miembros de su familia no sólo adoraban a Satanás, sino que eran adeptos a la magia negra, como lo era su propia nodriza, quien la inició en las prácticas brujeriles a espaldas de sus progenitores y desde su más temprana edad.

A medida que transcurrían los años, la condesa Isabel Báthory de Ecsed fue perdiendo el esplendor de su juventud y belleza; una realidad que se negó a aceptar por mucho de que  correspondía a las leyes de la naturaleza. Entonces, preocupada por los cambios en su aspecto físico, en una época en que una mujer de 44 años se acercaba peligrosamente a la ancianidad, acudió a los consejos de su vieja nodriza. Ésta la escuchó atentamente y, en procura de aliviarle uno de los dolores que atormentaban su alma, le indicó que el poder de la sangre y los sacrificios humanos daban muy buenos resultados en los hechizos de magia negra, y, a continuación, le aconsejó que si se bañaba con sangre de doncella, podría conservar su belleza hasta el día de su muerte.

Los baños de sangre

Una mañana, mientras era peinada delante del tocador por una doncella, sintió accidentalmente un fuerte tirón. Entonces la condesa, asaltada por una repentina ira, se giró sobre el taburete y le propinó una tremenda bofetada en la cara, provocando que la sangre nasal de la doncella salpicara su mano. Al poco rato, vio que la parte donde le salpicó la sangre parecía más suave y blanca que el resto de la piel.

“La vieja nodriza tenía razón”, se dijo, al constatar que la sangre de la doncella rejuvenecía los tejidos de la piel. Luego se levantó del taburete, se apartó del tocador y ordenó a la doncella a cortarse las venas dentro de una bañera, donde pudiera bañarse de cuerpo entero, a manera de probar los consejos sugeridos por la vieja nodriza.

Así comenzó su obsesión de bañarse en la sangre de las siervas más jóvenes del castillo. Les vendaba los ojos, las metía en el cuarto de baño, las desnudaba, las sentaba dentro de la bañera, les cortaba la vena yugular haciendo brotar la sangre y las asesinaba con armas punzocortantes, todo para perpetuar su belleza y su eterna juventud.

Pero, ¿por qué se apoderó de ella esta obsesión? La leyenda cuenta que la condesa vio, a su paso por un pueblo, a una anciana decrépita y se burló de ella. Entonces la anciana, ante su burla, se volvió y la maldijo diciéndole que, aun siendo de fino abolengo, también envejecería y se vería como ella algún día.

En busca de la eterna juventud

Cuando la sangre de sus siervas no era suficiente para impedir que su piel envejeciera al paso de los años, salía del castillo en una carroza negra y fantasmal, tirada por cuatro caballos que hacían retumbar sus casos con las piedras del camino. Los aldeanos vieron durante años la carroza de la condesa, la misma que, en compañía de la vieja nodriza, recorría las aldeas en busca de jóvenes, a quienes engañaban prometiéndoles un empleo como sirvientas en el castillo.


Se rumoreaba que, algunas veces, la misma condensa, con gran amabilidad, acudía a casas de los plebeyos para asegurar a los parientes de las jóvenes un prometedor futuro. Si la mentira no resultaba, se procedía al rapto sedándolas o azotándolas hasta que eran doblegadas a la fuerza. Una vez dentro del castillo, las jóvenes eran maniatadas dentro de la bañera y acuchilladas a sangre fría por la propia condesa, quien sentía un placer sádico al ver que sus víctimas se desangraban y llenaban la bañera, mientras en el fondo de su mente perversa resonaban las palabras tentadoras de la nodriza: "belleza y juventud eternas".

Al cabo de bañarse, y para que el tacto áspero de las toallas no frenase el poder de rejuvenecimiento de la sangre, ordenaba que un grupo de sirvientas elegidas por ella misma lamiesen su piel. Si estas mostraban repugnancia o recelo, las mandaba torturar hasta la muerte en los sótanos del castillo, pero si reaccionaban de forma favorable, las recompensaba con prendas, joyas y favores.

A las doncellas más sanas y de mejor aspecto, las encerraba en los calabozos del sótano durante años, con la finalidad de extraerles, mediante leves incisiones y cuando en cuando, pequeñas porciones de sangre que la condesa bebía en copas de cristal esmerilado; más todavía, bebía la sangre de sus víctimas, incluso cuando éstas aún estaban vivas, ya que el simple derramamiento de sangre le proporcionaba un gran placer, tanto como el mismo goce sexual.

La protesta de los aldeanos

Los aldeanos vivían estremecidos por los gritos de suplicio que, a cualquier hora del día o la noche, provenían desde el interior del castillo, cuyos gruesos muros guardaban misteriosos secretos. Si los padres de las víctimas preguntaban por ellas, recibían la respuesta de que estaban bien tratadas en los aposentos del castillo y que no tenían el porqué preocuparse, aunque los gritos de suplicio no cesaban y seguían inundado la aldea. 

Al final, alarmados de que algo extraño sucedía con las jóvenes doncellas, que entraban por el portón para no volver a salir con vida, empezaron a rondar por las inmediaciones del castillo, en cuya parte posterior, que parecía un vertedero, encontraron innumerables vísceras humanas, pero ni un solo cadáver, ya que la condesa, interesada en las artes ocultas, ordenaba que los restos de sus víctimas fuesen entregados a los hechiceros del castillo, convencida de que los huesos de una doncella eran los mejores insumos para realizar hechizos y sesiones de magia negra.

Para los aldeanos no cabía la menor duda de que el castillo estaba maldito y que, además de ser una encubierta residencia de brujos y vampiros, era un recinto diabólico en cuyos calabozos se cometían espantosos crímenes para complacer los deseos enfermizos de la condesa, quien utilizaba la sangre de sus jóvenes sirvientas y pupilas.

Si bien estaban dispuestos a buscar justicia, para compensar el dolor de las familias que perdieron a sus hijas, no sabían cómo enfrentarse a una poderosa familia, sobre todo, cuando la sospechosa era una persona distinguida e influyente en los círculos de la realeza.

Los aldeanos sostuvieron reuniones clandestinas, con el propósito de denunciar el secuestro de muchachas entre 9 y 16 años, que desaparecieron detrás de los muros del castillo, hasta que un día, inclinándose hacia la noción más certera, tomaron la decisión unánime de hacer pública su protesta. Acudieron a la autoridad del rey Matías II de Hungría, quien, atendiendo la denuncia de los aldeanos, mandó que una tropa de soldados irrumpiera en el castillo para encontrar algunas evidencias que imputaran a la condesa Isabel Báthory de Ecsed.

Los terribles hallazgos en el castillo

Cuando los soldados tumbaron el portón e ingresaron como una tromba en el castillo, la condesa, entre alaridos de socorro, los conminó a salir por donde habían entrado, pero ellos, sin dejarse intimidar, rastrillaron todos los ámbitos y recovecos, abriéndose paso entre la vieja nodriza, hechiceros, alquimistas y otros servidores de la mujer más cruel de Hungría.

Los soldados, deslizándose por los pasillos y las habitaciones del castillo, hallaron el cuerpo desangrado de una chica en el piso del salón; a otra mujer desnuda en la bañera, a quien le habían agujereado el cuerpo con objetos punzantes para extraerle la sangre. En una recámara a media luz levantaron el cuerpo de una tercera mujer, que todavía estaba viva, a pesar de haber sido salvajemente torturada. De los calabozos del sótano rescataron a niñas y jóvenes, con innumerables heridas infligidas en las últimas semanas, y en los alrededores del castillo exhumaron un montón de cadáveres sin cabeza y con los miembros mutilados.

El juicio contra los acusados

Una vez que los soldados cumplieron con su cometido, la condesa Isabel Báthory de Ecsed y sus colaboradores fueron aprehendidos y encerrados en el mismo castillo, donde los miembros del tribunal de justicia se quedaron boquiabiertos al escuchar de cómo se cometieron los múltiples crímenes; sobre todo, cuando la condesa, acusada de ser responsable de una serie de crímenes, no sólo confesó que había asesinado, con la complicidad de sus hechiceros y verdugos, a más de 612 jóvenes y haberse bañado, a lo largo de seis años, en "ese fluido cálido y viscoso afín de conservar su hermosura y lozanía", sino que también había gozado de sus orgías lésbicas y de haber matado con sus propias manos o mediante sangrientos rituales a las doncellas que desobedecieron sus órdenes. 

Los miembros del tribunal de justicia, conforme al grado de culpabilidad de los acusados, dictaminaron el castigo de decapitación para la vieja nodriza y las siervas. La condesa, que pasaría a la historia como una asesina en serie, fue condenada a cadena perpetua en sus propios aposentos: los albañiles sellaron puertas y ventanas, dejando tan sólo un pequeño orificio para pasarle algunos desperdicios como comida y un poco de agua.

Desde entonces, ella no podía tejer ni coser, y mucho menos leer. Perdió hasta la noción del tiempo, porque no se la permitió ver la hora. Estaba como encerrada en una tumba, sin intentar comunicarse con nadie, sin ni siquiera ver la luz del sol ni pronunciar la mínima palabra. De pronto, dejó de comer y beber, hasta que uno de los vigilantes la vio tirada en el piso, boca abajo. Estaba muerta después de haber pasado cuatro largos años encerrada; el acta de defunción tenía la fecha del 21 de agosto de 1614, cuando la condesa Isabel Báthory de Ecsed contaba con 54 años de edad.