viernes, 13 de mayo de 2016


MUSEO LEÓN TROTSKY

A pesar de no existir lengua capaz de describir las emociones del alma, debo confesar que sólo dos veces caminé con pies de plomo: cuando conocí a Guillermo Lora y visité el Museo León Trotsky, años después de que Nikita Kruschev leyó en el XX Congreso del Partido Comunista el sensacional informe sobre los crímenes perpetrados por Stalin y antes de que la Perestroika y el Tribunal Supremo de la antigua Unión Soviética decidieran rehabilitar a los viejos dirigentes bolcheviques, quienes fueron desterrados y asesinados durante las purgas de los años 30, acusados de contrarrevolucionarios, espías de la Gestapo y traidores de la revolución y el Estado socialistas.

La primera vez que llegué a México, en octubre de 1984, lo primero que resplandeció en mi mente fue la idea de visitar el escenario donde vivió y murió el artífice de la revolución bolchevique. Estando en Coyoacán, una tarde calurosa y polvorienta, me presenté en el Museo León Trotsky. 

No muy lejos de la entrada, en una de las columnas del garaje, había una placa de mármol en memoria a Robert Sheloon Harte, secretario de Trotsky, quien, durante el atentado tramado por la banda de Alfaro Siqueiros, fue herido, capturado y posteriormente asesinado.

En la mitad del jardín, sobre el tupido césped del prado, se levantaba majestuosa la tumba donde se guardaban las cenizas del autor de La revolución permanente y su esposa, y en una pared fronteriza, entre árboles y flores, estaban las puertas y ventanas blindadas, y las elevadas garitas que parecían apuntalar la inmensidad del cielo.

Luego de escrutar en derredor, crucé el patio a paso lento, como si el hecho de estar donde estuvo el organizador del Ejército Rojo, acosado por los mercenarios de Stalin, me reconfortara las ideas y fortaleciera la conciencia. Alcancé la puerta blindada, antecedida por un cuarto donde había una cama con un sarape artesanal, y entré en la recámara modesta y sencilla de Trotsky y Natalia. Adentro, busqué en las paredes los orificios provocados por el impacto de las balas. No atiné a contarlos porque mi mirada quedó clavada en la cama destrozada por las ráfagas.

En el estudio de Trotsky, tuve la sensación de que el tiempo se quedó fijo. Todo estaba intacto: los cuatro casquillos de bala, el estante con las obras escogidas de los clásicos del marxismo y una Enciclopedia Soviética de principios del siglo XX. También se conservaba la pequeña cama cubierta con un sarape, donde Trotsky solía descansar en sus horas de trabajo y, por supuesto, el escritorio arrimado contra una ventana por donde se filtraba la luz y el aire.

En ese cuarto me pareció sentir el latido de su corazón en cada cosa: en los papeles escritos de su puño y letra, en la lupa, en los libros apilados sobre el escritorio y en los cilindros de cera, que él usaba para grabar en el dictáfono. En ese pequeño escritorio, donde todas las cosas tenían un lugar específico, me llamó la atención sus lentes característicos yaciendo con los cristales rotos sobre una bandeja. A ratos, creía oír su voz como si me transmitiera el mensaje de que sus enemigos no eliminaron sus ideas con su muerte, porque no hay muerte que pueda contra la fortaleza de la conciencia.

Al salir del estudio, entré en el comedor, donde los muebles seguían conservando su ubicación y originalidad. Levanté la cabeza y, sobre el marco de la puerta de la cocina, observé los impactos de la ráfaga que los atacantes dispararon a quemarropa, intentando aminorar el denuedo del revolucionario y apoderarse de sus archivos y los originales de la biografía de Stalin, que Trotsky escribía con pelos y señales.

En la última sala había una biblioteca, donde trabajaban su secretaria y sus colaboradores. A la izquierda había un estante con los libros de su esposa Natalia y, en el estante de enfrente, los libros de trabajo de sus colaboradores, y muchas de las publicaciones que el líder bolchevique recibió en vida y que su mujer las ordenó con pasión y cuidado.

Cuando abandoné la biblioteca y gané el patio, bajo el sol que desparramaba la sombra de los árboles y las torres de observación, un peso extraño se apoderó de mis pies, mientras una voz que me seguía de cerca, arrastrándose desde el escritorio de Trotsky, me recordó que la experiencia que penetra por los ojos se perpetúa como llama encendida en la memoria. 

lunes, 9 de mayo de 2016


EL PODER Y LA CAÍDA DEL DICTADOR

El 11 de septiembre de 1973, en Chile, el país más largo y angosto de Suramérica, se produjo un sangriento golpe de Estado, protagonizado por el general Augusto Pinochet, quien, tras el asesinato del presidente constitucional Salvador Allende, se autoproclamó jefe supremo de la nación. Desde entonces, el general de ascendencia francesa, que de niño solía jugar con tambores y trompetas, que fue pésimo estudiante en la escuela y un militar mediocre en el Ejército, se convirtió en uno de los dictadores más abominables de la historia contemporánea.

Pinochet, estando en la cúspide del poder, usó todos los medios para acallar la protesta popular y borrar la imagen de Salvador Allende, cuyo legado está más vivo que nunca entre los desposeídos de esta tierra, donde la memoria colectiva, más poderosa que la resignación y la amnesia, no conoce barrotes que la encierren ni balas que la maten.

Todos recuerdan aún el día en que fue bombardeada La Moneda y la actitud heroica del presidente mártir, quien decidió no entregarse vivo a sus captores ni abandonar su puesto de combate, hasta que una bala lo desplomó cerca de una de las ventanas del palacio reducido a escombros, donde sus guardaespaldas lo encontraron tumbado en un sillón, la parte derecha del cráneo roto, la masa encefálica desparramada, el casco caído y la metralleta sobre las piernas. Pero nada pudo contra esa muerte, y menos el general golpista, pues los hombres fieles a su causa no sólo son glorificados por la historia, sino que permanecen vivos en el corazón de la gente.

Pinochet, acostumbrado a mandar al pueblo como en un cuartel, implantó una dictadura que, durante diecisiete años, cometió atropellos de lesa humanidad. Se prohibió los derechos civiles y los partidos políticos de izquierda, mientras el río Mapocho se llenaba de cadáveres, las cárceles de presos y los terrenos baldíos de desaparecidos.

Nadie que conociera al dictador, de cerca o de lejos, podía dudar de su carácter volcánico y sus instintos de criminal. Basta mirar el retrato donde aparece malencarado, con gafas oscuras, bigotes cursis y brazos cruzados, en medio de un ruedo de oficiales de estilo prusiano y miradas salvajes. Es fácil suponer que estos oficiales, dotados de una mentalidad tan autoritaria como la del general, aprendieron a la perfección la disciplina de la subordinación y constancia, bajo los lemas: Lealtad al jefe. Lealtad a la institución. Lealtad a la patria.

Cuando el dictador estaba malhumorado, los oficiales andaban en puntas, las nalgas prietas y los dientes apretados. La sola presencia del general les inspiraba silencio, respeto y temor. No me llenen las cachimbas, les advertía al menor disgusto, enseñando el puño y frunciendo el ceño. Entonces, los oficiales, teniéndolo por implacable, hacían lo que ordenaba el general, quizás no tanto por el cumplimiento del deber como por el agradecimiento de haber obtenido ventajas que jamás tuvieron.

El pinochetismo no tiene la simplicidad brutal y clásica del régimen del Tirano Banderas. Es un fenómeno más complicado, más moderno, quizás más pavoroso, escribió Jorge Edwards. En efecto, el pinochetismo no sólo fue la apología de dictadores y tiranuelos que, enfundados en vistosos uniformes militares, usaron como pretexto de sus golpes de Estado la lucha contra la subversión y el comunismo, sino también como un móvil para amasar fortunas a costa del pueblo.

El exdictador, además haber sido un devoto de la Virgen del Carmen y un sagitario que lucía un anillo con su signo, creía que su buena suerte está ligada al número cinco: nació un día terminado en cinco (1915) y en 1945 tuvo sus primeras visiones antimarxistas, en el Ejército se lo destinó al regimiento de infantería número cinco. Se casó con doña Lucía (cinco letras), quien le dio cinco hijos. El general ascendió a mayor un día quince y ocupó la quinta planta del Ministerio de Defensa cuando Allende lo designó Comandante en Jefe del Ejército. Cuando llegó a ser dictador, fue proclamado Capitán General del Ejército y, desde entonces, exhibía cinco estrellas en las charreteras, ostentaba el quinto dan de kárate y la gorra más alta del ejército, exactamente cinco centímetros más alta que la de sus subordinados.

Pinochet, quien afirmó en 1975: Me voy a morir y elecciones no habrán, no cumplió con su sueño de perpetuarse como emperador, porque el pueblo chileno, consciente de que no hay dictaduras que duren cien años, lo desalojó de La Moneda, donde entró a sangre y fuego en septiembre de 1973 y de donde salió empujado por la voluntad popular en 1990, convencido de que no hay dictadura que ponga una lápida sobre la democracia ni balas que maten la libertad, pues todos los dictadores que un día asumen el poder violentando los Derechos Humanos, otro día conocen su estrepitosa caída.

sábado, 7 de mayo de 2016


LA VIOLENCIA ESCOLAR

La violencia en la escuela, al ser un fenómeno integrado en el contexto social, es una de las expresiones más naturales de una sociedad violenta. Por eso mismo, son cientos los alumnos que solicitan asistencia médica a consecuencia de los golpes recibidos en el patio o los corredores de la escuela; un hecho que, por su magnitud, alarma a los implicados en el sistema educativo, pero también a quienes, en cumplimiento de su deber de ciudadanos, están obligados a analizar las causas que motivan este ineludible problema.

Si se parte del principio de que la escuela es el reflejo de la sociedad y no una institución aislada de ella, entonces la espiral de violencia en las escuelas es un reflejo de la violencia social. El niño, como todo individuo, no hace otra cosa que proyectar en la escuela los conflictos psicosociales que experimenta en su entorno más inmediato como es el hogar.

La conducta del niño es un barómetro que permite constatar el ambiente familiar que lo rodea, considerando que las familias más aquejadas por la violencia corresponden a los sectores excluidos de la sociedad, donde abunda la desocupación, el alcoholismo y la violencia intrafamiliar; un entorno en el que, según cifras ofrecidas por los expertos en la materia, se cometen 16 casos de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes, y que el 90% de estos casos son cometidos por los propios progenitores.

Cuando la escuela, en uso de sus atribuciones, no logra resolver los conflictos por sí sola, es lógico que genere un debate general que cuestiona, en primer lugar, la función formadora de una de las instituciones más respetadas de la sociedad; peor aún cuando se cree que la solución de los problemas -tanto pedagógicos como disciplinarios- está en manos de la policía; una instancia que no genera recursos para combatir los hechos de violencia y que cae rendida a los pies de la burocracia y corrupción del poder judicial.

A la pregunta: ¿A qué se debe la violencia en las escuelas? La respuesta es única y concluyente: la violencia en la escuela se debe a la violencia social, cuyas causas son diversas y que no pueden ser resueltas de un modo inmediato, debido a la crisis existente en el poder judicial y el Estado de Derecho que, en lugar de proteger a los ciudadanos más vulnerables, independientemente de su raza y condición social, actúan bajo el lema del sálvese quien pueda.

Educación a palos

Siempre que se celebra el Día del Profesor, cada 6 de junio, en conmemoración a la fundación de la Normal de Maestros de Sucre en 1917, cabe preguntarse si acaso todos los profesores tienen el derecho a conmemorar ese día y ser agasajados tanto por los padres de familia como por los alumnos.

Pienso, sin temor a equivocarme, que no, pues existen individuos en los establecimientos educativos que no merecen ni siquiera ostentar el título de profesores, ya que, más que educadores de hombres libres y democráticos del presente y el futuro, son verdugos de los seres más indefensos de nuestra colectividad.

No es casual que en algunos establecimientos educativos existan profesores cuya incompetencia profesional en el campo psicopedagógico los conviertan en el terror de los niños, acostumbrados a soportar los castigos bajo las consabidas advertencias: No soy gente si no rompo cinco palos en un curso. Por lo tanto, no es casual que un niño, que recibió cinco golpes por haber tenido un ataque de hipo y haber jugado en el aula, declare textualmente: Me cargó en la espalda de otro compañero y ahí empezaron los golpes... en el quinto no pude más y lloré. Te has salvado por llorar, le dijo el profesor, quien tenía previsto darle 15 golpes, como era costumbre en él a la hora de descargar su desenfrenada furia.

¿Qué hubieran opinado Georges Ruma, el pedagogo belga, y el venezolano Simón Rodríguez, impulsores de la educación boliviana, al enterarse de que en la hija predilecta del Libertador todavía se ejerce la violencia contra los niños?

Los bolivianos seguimos mal en nuestro sistema educativo, donde hace falta aplicar con mayor rigor la ley de la justicia para procesar a quienes, sujetos a su conducta autoritaria y poco tolerante, cometen abusos físicos y psicológicos contra los alumnos.

Los maltratos, que incluyen las agresiones sexuales, van desde los jalones de orejas, pasando por las bofetadas y los pellizcos, hasta los golpes con objetos contundentes como ser monederos y llaveros. Las agresiones psicológicas se manifiestan a través de los gritos, insultos, amenazas, abusos de autoridad y otros, que se usan como métodos correctivos.

Cuando se les pregunta a las víctimas de la violencia: ¿A quiénes recurren para denunciar los maltratos? La mayoría responde que optan por el silencio en un contexto social donde aún no se aprendió a respetar ni defender los derechos legítimos de los niños, niñas y adolescentes, y donde la educación a palos está todavía considerada como un acto disciplinario.

En tales condiciones, pienso que la frase: El porvenir está en manos del maestro de escuela, es una verdad a medias, al menos cuando se aplica una política educativa que no estimula la formación permanente de los profesores, quienes se quejan de sus salarios de hambre y sus pésimas condiciones de trabajo.

La única garantía para superar estas deficiencias estriba en consolidar una escuela más democrática, moderna y equitativa, por un lado, y en concederles un mejor salario y mejores condiciones de trabajo a los profesores, por el otro. Sólo así se evitará tener una escuela donde prime la pasividad, apatía y falta de materiales didácticos.

Si se considera que el porvenir de la patria está en manos del profesor de la escuela, entonces, cabría preguntarse: ¿Quiénes educaron a los políticos corruptos que tanto criticamos y a los profesores que hacen de tiranuelos de nuestros niños? La respuesta la tenemos todos y cada uno de nosotros.

Por lo demás, las instancias pertinentes de la educación boliviana tienen el deber de dar a conocer los derechos y las obligaciones de los niños y adolescentes; hacer que estos derechos sean difundidos por los medios de comunicación a modo de instrucción y sean respetados por todos los ciudadanos.

Se debe admitir que las intenciones de mejorar la situación de los alumnos y los preceptos de la educación boliviana andan por buen camino. Desde el punto de vista pedagógico, y gracias al empeño por enmendar los errores del pasado y el presente, se están logrando avances significativos, como haber cuestionado el uso obligatorio del uniforme escolar y haber aprobado una ley que prohíbe las tareas escolares en vacaciones, salvo que las actividades fuera del aula sean motivadoras, variadas, ágiles y adecuadas a las posibilidades del alumno y a su realidad familiar y social, sin comprometer el descanso que le corresponde.

Una escuela menos autoritaria

La escuela no siempre va hacia el encuentro de los niños, sino que, por el contrario, son los niños quienes van hacia el encuentro de la escuela, donde se enfrentan a las normas y sistemas pedagógicos establecidos por los tecnócratas de la educación. Lo único que tienen que hacer los niños es adaptarse a las condiciones que le presenta la institución educativa, cuya única función es la de impartir los conocimientos establecidos en los programas de educación.

La escuela es una suerte de máquina clasificadora que exime a los alumnos provenientes de hogares normales, en tanto sucumbe a los alumnos provenientes de hogares problemáticos. No es casual que la escuela haga más hincapié en los resultados de las pruebas o exámenes, clasificando a los alumnos en excelentes y deficientes, que en los programas de prevención de los factores psicosociales.

Los problemas escolares son, asimismo, consecuencias de la incompetencia profesional y pedagógica de algunos profesores, quienes, aparte de desconocer los elementos más básicos de la psicología infantil y juvenil, tropiezan con los alumnos que exigen de él no sólo los conocimientos que debe impartir, sino también la comprensión y la tolerancia, en un marco de motivación y respeto mutuo.

Los alumnos saben, intuitivamente, que el buen profesor es aquel que educa a los alumnos en un marco democrático, respetando la libertad de opinión y las inquietudes de cada uno. El profesor, en su función de adulto y educador, es el responsable no sólo del proceso de enseñanza/aprendizaje, sino el responsable de forjar la personalidad del educando, con la participación activa de los padres de familia y los demás profesionales que conforman el tejido social de la escuela

La actitud rebelde de ciertos alumnos suele ser una respuesta al autoritarismo escolar y a la incompetencia profesional del profesor que, en la mayoría de los casos, está más centrado en transmitir los conocimientos que en atender los conflictos sociales existentes en el aula, aun sabiendo que los alumnos clasificados como deficientes provienen de los sectores más vulnerables de una sociedad desigual y competitiva.

La experiencia enseña que un profesor incompetente, sin previos conocimientos pedagógicos y psicológicos, está destinado a fracasar en una escuela que refleja los conflictos de una sociedad donde impera la violencia y la inseguridad ciudadana. En estos casos, como en todo lo concerniente a la crisis estructural del sistema imperante, no basta con aplicar normas disciplinarias -y menos recurrir a los registros de la policía-, intentando desalojar la violencia que se metió en las aulas.

De nada sirve que la institución escolar se convierta en un reformatorio destinado a imponer a rajatabla la disciplina y el respeto hacia la autoridad, ya que la ola de violencia en la escuela no es más que un síntoma del malestar social que sacude los cimientos de toda la sociedad, donde prevalecen las leyes de los más fuertes sobre los débiles.

Con todo, para superar los problemas de la escuela -entre otros, el de la violencia debe cambiarse no sólo la actitud autoritaria de ciertos profesores, sino también ajustar los programas de enseñanza/aprendizaje a la realidad contextual del alumno. Es decir, a la realidad social existente fuera de las aulas, puesto que la escuela no puede -ni debe- mantenerse al margen de una sociedad que requiere de su participación para resolver los conflictos que, de un modo general, afectan negativamente en el proceso educativo.

viernes, 6 de mayo de 2016


LA MEMORIA HISTÓRICA DE LOS MINEROS

Cuando se habla de rescatar la memoria histórica de un pueblo, en base a la memoria colectiva conservada en la oralidad, se lo hace con el propósito de preservar los hechos memorables olvidados por la historia oficial, para que se conozcan y se los perpetúe para la posteridad, con el afán de que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos conozcan el pasado histórico de sus padres, abuelos y tatarabuelos.

En el mejor de los casos, se trata de escribirlos y describirlos en los libros de texto, para que los estudiantes lean en las escuelas y colegios la verdadera historia de un país, donde los vencedores fueron los únicos que escribieron su versión en los textos de historia, dejando de lado la versión de los vencidos que, desde los tiempos de la colonización, fue reducida a la categoría de relatos pueblerinos; razón por la que se conservó sólo en la tradición oral, transmitiéndose de generación en generación, pero sin ocupar el legítimo lugar que le corresponde en los libros de texto destinados a los estudiantes.
  
En los nuevos tiempos de cambio, gracias a una política incluyente de todos los sectores sociales de un país pluricultural, es necesario reescribir los libros de textos en las asignaturas de historia, considerando que no sólo los blancos y mestizos fueron los héroes de la patria, sino también los indígenas y los trabajadores mineros, cuyas luchas sociales por conquistar mejores condiciones laborales y de vida, les costó mucha sangre en los diversos enfrentamientos y masacres, una sangre con la que se deben de escribir las memorables páginas de la historia menospreciada por los vencedores.

Los estudiantes bolivianos, como parte de su educación y formación personal, deben leer y analizar las obras cuyos temas están en relación a la historia de la minería, para saber que la inhumana explotación de los mineros, a partir del descubrimiento del Cerro Rico de Potosí en 1545, se intensificó con la extracción de los yacimientos de plata que, en lugar de beneficiar a los bolivianos, sirvió para consolidar el desarrollo económico de las monarquías europeas, que durante siglos amasaron fortunas gracias al saqueo de los recursos naturales y las míseras condiciones de vida de los mitayos; una realidad que no cambió ni con las luchas independentistas del continente americano, ya que las minas sólo cambiaron de dueño en la época republicana, al pasar de manos de la corona española a manos de los empresarios privados, como fue el caso de las oligarquías representadas por los barones del estaño, quienes, desde fines del siglo XIX, convirtieron las minas en su feudo privado y dieron rienda suelta a la intervención de los consorcios imperialistas, que forjaron una poderosa industria minera sobre los hombros de los trabajadores, condenados a vivir en la pobreza y a morir con los pulmones reventados por la silicosis.    

Tampoco sirvió de mucho la nacionalización de las minas en 1952, ya que tres décadas más adelante, el mismo gobierno movimientista que sepultó a la oligarquía minero-feudal, apoyándose en los planteamientos revolucionarios de la Tesis de Pulacayo, acabó con el sindicalismo revolucionario y provocó la relocalización masiva de los trabajadores en 1985, una vez que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro lanzó el DS. 21060, que tuvo consecuencias funestas para el movimiento obrero boliviano, aparte de que las minas quedaron exhaustas después de una desenfrenada explotación que vació sus recursos; de modo que en la actualidad, a despecho de su grandioso pasado, los mineros están resignados a trabajar mucho a cambio de nada o casi nada, ya que las minas no rinden como antes ni ellos pueden darse el lujo de no separar la plata del antimonio o el estaño de la pirita.

Es imprescindible la elaboración de nuevos libros de texto en las asignaturas de historia que, por resolución del Ministerio de Educación, deben aplicarse en el sistema escolar, para enseñarles a los estudiantes, de un modo didáctico y coherente, que los mineros, a diferencia de lo que creen las personas de alta alcurnia, no son los parias de la ciudad, los alcohólicos, los indios desclasados, los rebeldes sin causa ni los hijos degenerados del diablo, sino los luchadores de una clase social que, además de haber constituido la columna vertebral de la economía nacional durante siglos, dio verdaderas lecciones de coraje y sacrificio, sin otro objetivo que el de forjar una sociedad más justa y soberana, donde todos vivan mejor y con mayor dignidad.
  
Los estudiantes, aparte de compenetrarse en la memoria histórica de los mineros, están obligados a conocer los tenebrosos socavones que fueron -y siguen siendo- tragaderos de vidas humanas. Y así no fuesen declarados patrimonios de la humanidad por su valor histórico, es necesario sentir de cerca la realidad dantesca de una mina, para comprender que el cigarro, la coca y el alcohol, no son elementos que los mineros consumen por vicio, sino para poder soportar las condiciones inhumanas de trabajo.

Los mineros, desde siempre y casi sin ninguna seguridad laboral, exponían sus vidas a los peligros y la muerte, debido al ámbito insalubre de las galerías, la falta de herramientas apropiadas, la proliferación de gases tóxicos y los derrumbes capaces de aplastarlos y bloquear el acceso a los parajes; toda una odisea que los gigantes de las montañas, acostumbrados a batallar a diario contra las rocas, podían superar a fuerza de voluntad y su fe puesta en el Tío, un ser mitológico de la cosmovisión andina, en el que ellos depositan todas sus esperanzas, aun sabiendo que, después de diez años de trabajo, su salud estará irreparablemente dañada por el ingrato polvo de las paredes rocosas que penetra en sus pulmones, petrificándolos hasta provocarle una muerte entre vómitos de sangre.

Los países andinos como Bolivia, aproximadamente desde mediados del siglo XIX, fueron incorporados a la economía capitalista mundial y sometidos a los designios de los países industrializados, que usaron y abusaron de las naciones subdesarrolladas, que durante mucho tiempo se debatieron en una pobreza estremecedora, como si hubiese sido justo el control político, económico y cultural de una minoría sobre una mayoría. No se debe olvidar que los campesinos fueron los pongos de los dueños de tierras y haciendas, las clases medias vivieron en la desolación y los mineros, con una larga historia de explotación, sobrevivieron con salarios mínimos, que no alcanzaba para cubrir la canasta familiar ni con la existencia de las pulperías, esos almacenes de la empresa minera donde las amas de casa se abastecían con los artículos de primera necesidad, para evitar que sus hijos se mueran de hambre.

Es preciso añadir que las madres, esposas e hijas de los mineros, no dejaron de clamar a los cuatro vientos justicia y libertad, con un ímpetu que cada vez se convertía en un poderoso clamor popular, en el que convergían las voces de quienes, desde la resistencia organizada contra los poderes de dominación, estaban convencidos de que la libertad es inseparable de la justicia social. En este contexto, las mujeres mineras son dignas de ocupar un sitial de honor en las páginas de la historia nacional, porque fueron capaces de convertirse de amas de casa en armas de casa, como las cuatro mujeres mineras que, tras una huelga de hambre iniciada junto a sus pequeños hijos en diciembre de 1977, tumbaron a una de las dictaduras más despiadadas de todos los tiempos.

Asimismo, no es casual que las palliris y amas de casa, con su problemática social y familiar, estén presentes como protagonistas en la literatura de ambiente minero. Se las encuentra en las crónicas de la colonia, en los documentales de historia del cine y la televisión, en los cuentos de René Poppe y Víctor Montoya, en la novela En las tierra del Potosí, de Jaime Mendoza; Socavones de angustia, de Fernando Ramírez Velarde; Metal del diablo, de Augusto Céspedes; El precio del estaño, de Néstor Taboada Terán, entre otros.

Los estudiantes, a través de los libros de historia, novelas, cuentos y poemas, deben enterarse de que la democracia de la cual gozan hoy, se la deben en parte a ellas, que supieron luchar a brazo partido, a trancas y barrancas, para que sus hijos no vivieran despojados de dignidad y derechos, para que no repitieran la historia del pasado colonial ni sufran los tormentos de las dictaduras militares.

El sistema escolar es un canal idóneo para contribuir en la información y formación de los estudiantes que necesitan conocer la historia del movimiento obrero boliviano, no sólo por obligación patriótica y cultura general, sino también porque los mineros son los artífices de una gran parte de la historia de todos los bolivianos que, de una manera injusta y deliberada, no está debidamente registrada en los libros de texto que se estudian en las escuelas y colegios; una desidia que esperemos sea enmendada lo más pronto posible, para no cargar en la conciencia el inconmensurable peso de la ignorancia y el olvido.

lunes, 4 de abril de 2016


SOY NIETO DE CHOLAS, ¿Y QUÉ?

Desde mi más tierna infancia, siempre me sentí fascinado por las cholas que presumen de su elegancia y belleza, de sus coloridos atuendos, del orgullo de su raza de bronce y, sobre todo, de su coraje para sobreponerse a los golpes de la vida; ellas, con todos sus atributos de cholas, son las verdaderas magníficas de la belleza boliviana. No son originales pero sí originarias y auténticas, y, por añadidura, diferentes a las chotitas de las familias bien, o de los sectores de élite de la clase media baja que, a cualquier precio y atrapadas por los patrones occidentales de belleza, desean parecerse -o se parecen- a las gringuitas europeas o norteamericanas, no sólo en el estilo de vida y en el modo de expresarse en spanglish, sino también en los cánones de la apariencia física, porque se tiñen el pelo a rubio platinado o a color ladrillo y se blanquean a piel hasta quedar como t’antawawas remojadas en agua. 

Mis abuelas, tanto por el lado materno como paterno, fueron apuestas mujeres de mantas y polleras; en sus ojos se reflejaban las costumbres y características del encuentro entre el viejo y nuevo mundo, que conformó una suerte de sincretismo religioso y un mestizaje racial y cultural, donde lo ancestral y lo occidental se fundieron para dar nacimiento a una nueva raza, que no era blanca ni india, ni criolla ni nativa, sino un hibrido compuesto por la fusión biológica entre los habitantes del más aquí y del más allá.

Con el transcurso de los años, mientras estudiaba historia en la secundaria y respiraba aires de patriotismo, comprendí que las vestimentas usadas por mis abuelas, mezcla de la indumentaria indígena y europea, fueron impuestas durante la colonia a una parte de las mujeres bolivianas, quienes, a pesar del despojo y los atropellos cometidos contra los indios, ostentaban con orgullo su identidad mestiza y sus vestimentas inspiradas por los trajes usados por las españolas de la época.

Las mantas y polleras de mis abuelas

Mi abuela Eugenia Ortuño, con quien pasé una gran parte de mi infancia en la población minera de Llallagua, era una chola de regio porte y de carácter indomable a la hora de dar la cara ante las adversidades que, a veces, amenazaban con sacudir los cimientos de la convivencia familiar. De ella aprendí que no existen imposibles ni obstáculos que no puedan vencerse si uno los enfrenta con perseverancia y fuerza de voluntad, del mismo modo como ella, acostumbrada a las labores campestres, aprendió a labrar la tierra con sus manos para luego cosechar los frutos de su propio esfuerzo.


Recuerdo que siempre que sentía frío, sea de noche o sea de día, me arrimaba contra su pecho y ella me arropaba con su gruesa manta de flecos largos, como cuando una gallina mete a su polluelo debajo sus tibias alas, sin más intención que ofrecerle calor y protección; era entonces que la abrazaba con todas mis fuerzas, mientras ella me acaricia la cabeza como el lomo de un gato y yo sentía el olor característico que desprendía su manta tejida con lana de oveja o alpaca.

No está por demás decir que de mis abuelas aprendí las claves más íntimas de la convivencia humana, que ellas, a su vez, lo aprendieron en el diario batallar y no en los libros que se leen en las instituciones educativas, porque los grandes aprendizajes de la vida no se aprenden en las aulas ni en los libros de texto, sino a través de la experiencia que depara la vida con satisfacciones y desilusiones.

Así fueron mis abuelas, como la mayoría de las mujeres bolivianas, abnegadas y cariñosas como madres y esposas; por eso estoy orgulloso de saber que provengo de mantas, sombreros y polleras, y que, afortunadamente, soy ciudadano de un país plurinacional, donde cohabitan varias lenguas, razas, culturas y creencias; toda una diversidad compendiada en un solo abanico de unidad.

Ellas hicieron sentirme como parte de una cultura que bulle en mis venas, expresándose en mis rasgos y el color de mi piel. De ahí que mi noción de patria no es un amasijo de banderas ni himnos dedicados a los héroes montados a caballo, sino algo más vital como la impronta de identidad impuesta por una comunidad que te acoge como a uno de los suyos, como si toda la comunidad fuese una suerte de familia a la que siempre se puede volver andes por donde andes.

Mi abuela materna, Celia Escóbar, era oriunda de Chayanta, provincia del norte de Potosí, que, en los tiempos de esplendor de la colonia, fue el asentamiento de los conquistadores ibéricos en busca de fortunas y el escenario principal de las sublevaciones indígenas de fines del siglo XVIII, acaudilladas por el rebelde Tomás Katari contra los súbditos de la corona española.


Según referencias de la saga familiar, mi abuela fue mestiza y bisnieta de uno de los caciques del corregidor de la Real Audiencia de Charcas. Ella, a diferencia de las mujeres indígenas, tenía un cutis que delata una cierta preponderancia de la raza blanca. Los ojos negros y vivaces conjugaban con el brillo azabache de sus cejas y su abundante cabellera, peinada con Chajraña (pequeño amarro de paja brava usado como peine) y partida en dos trenzas agarradas con tullmas (cordelillos de lana para amarrarse las trenzas).

No cabe dudas que mi abuela fue una moza atractiva y elegante, pero, aun así, soportaba las miradas despectivas de las señoritas de alta alcurnia, aunque supongo que a ella no le importaba ni incomodaba, pues estaba consciente de su natural belleza, su capacidad de exhibir con donaire sus sombreros de fieltro, sus mantillas de vicuña y sus polleras que, caídas hasta las pantorrillas y batidas por los vientos, producían un frufrú cada vez que se contoneaba al caminar.

Mi abuela Celia Escóbar, como se puede apreciar en una fotografía que se tomó en vida junto a parientes y amigas, luce un sombrero de copa alta hecha de fibra procedente de Guayaquil y muy parecido al de las cholas cochabambinas; vestía enaguas con encajes, blusas de seda, jubones con cuello rígido, polleras plisadas en el vuelo y confeccionadas de tela gruesa, botines de media caña y mantas tejidas con ovillos de lana de camélidos, como para soportar los gélidos vientos del altiplano, que en los crudos días del invierno calaban hasta los huesos.

Las emblemáticas cholas de la literatura

Cuando alcancé la mayoría de edad, me las imaginaba a mis abuelas como a las cuatro Claudinas, las emblemáticas cholas de la literatura boliviana, quienes supieron embelesar con su belleza a los señoritos de clase media, hasta someterlos a los designios de sus caprichos para luego arrastrarlos por las calles del desengaño y la amargura.

Estas obras, que describen las experiencias del enamoramiento de una chola y que, en algunos casos gira en torno a una historia de amor que culmina en tragedia, son Claudina (1855), de José Simeón de Oteiza; En las tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza; La Misk’i Simi (la de la boca dulce, 1921), de Adolfo Costa du Rels y La Chaskañawi (la de los ojos de estrella, 1947), de Carlos Medinaceli.


Las cuatro Claudinas de la literatura nacional, de un modo consciente o inconsciente, conforman el arquetipo de la chola boliviana, pues éstas son dueñas de una gracia femenina inconfundible, de un carácter indócil y un orgullo que hace gala de su estirpe; no en vano sus pretendientes de las urbes modernas, sobreponiéndose a los prejuicios sociales y raciales de las clases altas, sucumben ante los encantos de las cholitas de miradas seductoras y cuerpos esculturales, hasta que, arrastrados por un amor traicionado o no correspondido, caen en los bajos fondos de la desilusión y la borrachera. 

Mis abuelas, aunque de un modo indirecto estaban vinculadas a la explotación de minerales, no tuvieron nada que ver con la elaboración de la chicha ni con su expendio en los locales instalados en las calles de las poblaciones mineras del norte de Potosí, pero eso sí, puedo estar seguro de que fueron hembras templadas por la vida campestre y dueñas de una insoslayable belleza física, al menos así se las ve en las amarillentas fotografías que las muestran con sus mejores atuendos de mujeres mestizas.

Las heroínas anónimas de la historia

Las mujeres de mantas y polleras, a lo largo de la historia nacional, han marcado con su presencia importantes episodios de dignidad y coraje. Y, aunque forman parte de las heroínas anónimas, supieron estar a la altura de las luchas revolucionarias durante la colonia y la república, dando muestras de su valentía a prueba de balas y sacrificios. Ellas nos demostraron que la sabiduría de un pueblo no se aprende en los libros académicos, sino en los vaivenes de la vida vivida y sufrida, que es una escuela sin pupitres ni pizarras, pero sí con lecciones que llenaban el alma de esperanzas, iluminando el porvenir de las futuras generaciones, de sus hijos y de los hijos de sus hijos.

La mujer chola es uno de los pilares firmes de la sociedad boliviana, no sólo por su increíble capacidad para el trabajo, sino también por su temperamento apasionado en el amor, y porque ella, mejor que nadie, tiene instintivamente un alto sentido de sacrificio como madre y esposa. Ella es, a pesar de los prejuicios de carácter patriarcal, el alma de la familia y la llama de la esperanza, la persona que lo da todo por todos y la principal administradora de la economía del hogar.

Desde la época colonial, si bien las cholas no empuñaron las armas en los procesos revolucionarios, al menos fueron el espíritu que alentó el ánimo de los insurrectos. Ellas fueron las luchadoras sociales que, en los campos de batalla, las barricadas y los momentos decisivos del combate, cumplieron con las tareas de cuidar a los enfermos, heridos y muertos, asumiendo la función de enfermeras, aguateras, mensajeras, sepultureras y compañeras sobre cuyos hombros descansaba todo el peso y responsabilidad de velar por el bienestar de la familia, que era parte integrante de una colectividad con aspiraciones de libertad y sentido de patria común.

Desde antes del nacimiento de la república, las cholas se enfrentaron a las tropas realistas impulsadas por el deseo de romper con las cadenas de la opresión colonial, como lo hizo la jubonera Simona Josefa Manzaneda, quien luchó con bravura en la guerra de la independencia, en la que sufrió vejámenes y humillaciones por su condición de chola, y que hoy se la recuerda con respeto y cariño junto a otros mártires de la revolución paceña de 1809, exactamente como a todas las heroínas de la Coronilla retratadas por Nataniel Aguirre en su novela Juan de la Rosa.

Miles fueron las cholas que ofrendaron su vida a la causa de la independencia americana y miles las mujeres amas de casa, esposas de los trabajadores mineros que, organizadas en sus propios comités y sindicatos, participaron en las contiendas contra los guardianes de la oligarquía minero-feudal. Algunas cayeron en las masacres, como la palliri María Barzola, quien, en diciembre de 1942,  encabezó una marcha obrera rumbo a la gerencia de Catavi, por entonces propiedad de la empresa Patiño Mines Enterprices Consolidated, con la firme decisión de conquistar mejores condiciones de vida para los trabajadores y sus familias.

Las cholas en el Estado Plurinacional

Ahora que estamos en otro tiempo, ahora que las ideas sobre la equidad de género se van plasmando en realidades concretas, con leyes contundentes contra el maltrato a las mujeres y un buen porcentaje de asambleístas de mantas y polleras en las esferas decisivas del gobierno, sólo me queda augurarles éxitos en el desarrollo de sus proyectos, esperanzado en que tengan siempre el derecho a participar en igualdad de condiciones en el ámbito familiar y profesional.


Cuando Bolivia se atrevió a reconstruir su identidad nacional y a reescribir la historia oficial, mis abuelas no tuvieron la oportunidad de participar en el proceso de cambio. No alcanzaron a vivir en carne propia la fundación del nuevo Estado Plurinacional, ni a elegir a las asambleístas de sombreros, mantas y polleras, quienes ingresaron al Palacio Quemado por la puerta grande y gracias al voto popular, para ejercer como ministras, senadoras y diputadas en un parlamento en el cual se ensamblan de manera inexorable las diferentes culturas, como en un mosaico parecido a los hermosos diseños de mantas y aguayos.

Las cholas del siglo XXI, conscientes de su dignidad y sus legítimos derechos, actúan con mayor decisión en la vida social, económica y cultural; ni qué decir de la actividad política, en cuyo territorio han empezado a ocupar importantes cargos públicos, en virtud a su experiencia adquirida en las organizaciones sociales, sus estudios, su capacidad de trabajo y su interés por defender los derechos de sus compañeras que durante siglos fueron discriminadas por ser mujeres, por su origen de raza y su condición de cholas, como si la vestimenta y el color de la piel fuesen obstáculos para superarse como ciudadanos en un país multicultural, donde todos tienen los mismos derechos y las mismas responsabilidades, al menos si se toman en cuenta las normas establecidas en la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia.

Estoy seguro de que mis abuelas, que no tuvieron otro destino que ser amas de casa, hubieran estado felices de constatar que en el actual gobierno existen mujeres representantes de los movimientos sociales, como son las Bartolinas, porque a través de ellas hubieran expresado los sentimientos y pensamientos que incubaron en lo más profundo de su ser, aunque, debido a la realidad que les tocó vivir, mis abuelas nunca llegaron a las primeras páginas de la prensa escrita ni aparecieron en la pantalla de la televisión, que por mucho tiempo estuvo reservado sólo para las chotitas blanconas, de ojos claros, bonitas caras y bonitos cuerpos.

Sin embargo, cuando mi abuela Eugenia estaba todavía en vida, irrumpió en la televisión la cholita Remedios Loza, con su Tribuna Libre del Pueblo, y a ella le siguen otras preciosas cholitas que, en su condición de comunicadoras profesionales, brillaron con luz propia en las pantallas, metiéndose en las casas con sus elegantes indumentarias y sus melodiosas voces que narraban las noticias tanto en español como en las lenguas originales de nuestros ancestros, que ellas aprendieron en el pecho materno desde el día de su nacimiento. 

Por éstas y muchas otras razones más, siempre que alguien me pregunta con sorna sobre los orígenes de mi ascendencia, le contestó sin titubear un solo instante: Soy nieto de cholas, ¿y qué?. No sólo porque estoy orgulloso de pertenecer a un contexto social que constituye una de las piedras angulares de la identidad e integridad bolivianas, sino también porque las quise con profundo cariño; un cariño que mis abuelas supieron devolverme con amor maternal, sin límites ni condiciones, procurando que, más que sentirme como un simple nieto, me sintiera como un hijo predilecto, como si de veras me hubiesen parido entre mantas y polleras.

viernes, 1 de abril de 2016


DOMITILA, UNA MUJER DE LAS MINAS

A doña Domi, como la llamaban cariñosamente los vecinos, la conocía desde siempre, desde cuando vivía en el distrito minero de Siglo XX y vendía salteñas en una canasta de mimbre, a poco de elaborarlas con la ayuda de sus pequeñas hijas, quienes mondaban las papas y arvejas antes de marcharse a la escuela. Por entonces no era ya palliri*, sino dirigente del Comité de Amas de Casa. Corrían los años 70 y el país atravesaba por una de las etapas más sombrías de su historia.
  
En algunas ocasiones coincidimos en las manifestaciones de protesta contra la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez y en las apoteósicas concentraciones en la Plaza del Minero, donde está el monumento al minero, la estatua de Federico Escóbar Zapata, el busto de César Lora y el edificio del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, desde cuyo balcón pronunciábamos discursos antiimperialistas; ella en representación de las amas de casa y el que firma esta crónica en representación de los estudiantes de secundaria de la provincia Rafael Bustillo y como presidente del Colegio Primero de Mayo.

También recuerdo a su anciano padre, benemérito de la Guerra del Chaco y progenitor de seis hijas en su primer matrimonio. Don Ezequiel, jubilado de la empresa minera y preocupado siempre por la manutención del hogar, se dedicaba a recorrer por las calles de Llallagua, ofreciendo ropas de casa en casa. Lo interesante del caso es que, además de vender prendas de vestir, llevaba la palabra evangelizadora de Cristo hasta los hogares más humildes.

Lo conocí un día que vino a ofrecernos pantalones guararapes. Mi madre lo hizo pasar a la sala y, luego de probarme algunos, compramos uno al contado y otro al fiado. Cuando le dije que el botapie de uno de los pantalones me quedaba demasiado largo, él se brindó a subirlo en un santiamén con sus divinas manos de sastre. Ese mismo día, ni bien se hubo marchado, con la amabilidad y el respecto que lo caracterizaban, le comenté a mi madre que don Ezequiel tenía la misma barbita que el viejo Trotsky. Mi madre esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.

En 1975, cuando doña Domi viajó invitada a la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, organizada por las Naciones Unidas y realizada en México, se supo la noticia de que su voz y figura destacaron en el magno evento, donde, en franca oposición a las reivindicaciones de las lesbianas, prostitutas y feministas de Occidente, explicó que la lucha de la mujer no era contra el hombre y que su liberación no sería posible al margen de la liberación socioeconómica, política y cultural del pueblo. Doña Domi estaba convencida de que la lucha por la liberación consistía en cambiar el sistema capitalista por otro, donde los hombres y las mujeres tengan los mismos derechos a la vida, la educación y el trabajo. Dejó claro que la lucha por conquistar la libertad y la justicia social no era una lucha entre sexos, entre el macho y la hembra, sino una lucha de la pareja contra un sistema socioeconómico que oprime indistintamente al hombre y a la mujer.

Por otro lado, disputándose los micrófonos con sus adversarias, dijo que en una sociedad dividida en clases no sólo había una diferencia entre la burguesía y el proletariado, sino también una diferencia entre las mismas mujeres; entre una académica y una empleada doméstica, entre la mujer de un magnate y la mujer de un minero, entre una que tiene todo y otra que no tiene nada. Así fue cómo las sonadas intervenciones de doña Domi, en su condición de esposa de un minero, madre de siete hijos y dirigente del Comité de Amas de Casa, produjeron un fuerte impacto entre las feministas más recalcitrantes, debido a que sus palabras transmitían el saber popular y todo lo que aprendió tanto en los sindicatos mineros como en las escuelas de la vida.

La educadora y periodista brasileña Moema Viezzer, deslumbrada por el poder de la palabra oral de una mujer simple, que sabía simplificar las teorías más complejas en torno a la lucha de clases y la emancipación femenina, decidió seguirla hasta el campamento minero de Siglo XX, con el firme propósito de continuar escribiendo el libro Si me permiten hablar... Testimonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia, que, a poco de ser publicado en México y traducido a varios idiomas, se convirtió en la obra más leída entre las feministas del más diverso pelaje.

Los trabajadores mineros, en sus triunfos y derrotas, contaban siempre con el apoyo incondicional de sus mujeres e hijos, quienes actuaron como sus aliados naturales de clase desde los albores del sindicalismo boliviano. Por eso mismo, volví a coincidir con doña Domi en el Congreso Nacional Minero de Corocoro, inaugurado el 1 de mayo de 1976; ocasión en la que planteó la necesidad de organizar una Federación Nacional de Amas de Casa, afiliada a la Central Obrera Boliviana (COB), mientras los trabajadores clamaban por sus justas demandas, exigiendo al gobierno el respeto del fuero sindical y la amnistía general.

Semanas más tarde, derrotada la huelga minera en junio de 1976, y ocupada militarmente la población de Llallagua y Siglo XX, la encontré en el interior de la mina, donde los dirigentes nos habíamos refugiado de la sañuda persecución que desató el gobierno. Doña Domi estaba en el último mes de embarazo y su vientre parecía un enorme puño de coraje. Entonces, por razones de salud, se decidió sacarla a un lugar seguro para que diera a luz en mejores condiciones. Después se supo que tuvo mellizos; una nació viva y el otro nació muerto, probablemente, afectado por los gases tóxicos de la mina, pues cuando lo sacaron de su vientre, el niño estaba casi en estado de descomposición.

A principios de enero de 1978, cuando ya me encontraba exiliado en Suecia, su nombre volvió a saltar a prensa una vez que se incorporó a la huelga de hambre iniciada por cuatro mujeres mineras y sus catorce hijos en el Arzobispado de la ciudad de La Paz. La huelga, que estalló el 28 de diciembre de 1977, tenía el objetivo de exigir al gobierno la democratización del país, la reposición en sus trabajos de los obreros despedidos, el retiro de las tropas del ejército de los centros mineros y la amnistía irrestricta para los dirigentes políticos y sindicales. Se trataba de una lucha heroica y sin precedentes, ya que nadie se imaginaba que una huelga iniciada por Aurora de Lora, Nelly de Paniagua, Angélica de Flores y Luzmila de Pimentel pudiese tumbar a una dictadura militar, que estaba decidida a mantenerse en el poder por mucho tiempo.

Pasaron los días y los acontecimientos históricos cambiaron de rumbo: las cuatro mujeres -respaldadas por los curas, obreros, estudiantes y campesinos que fueron sumándose a la huelga de hambre en diferentes puntos de la sede de gobierno, más las olas de protesta que crecieron como la espuma en el territorio nacional- doblaron la mano dura del general Hugo Banzer Suárez, quien cedió en sus posiciones y decidió convocar a elecciones generales para el 9 de julio de 1978. De este modo, una vez más, doña Domi y las valerosas mujeres mineras demostraron al mundo que una chispa en el polvorín puede provocar una enorme explosión social y, sobre todo, enseñaron la lección de que no existen dictaduras que puedan contra la voluntad popular.

Años más tarde, ya en Estocolmo, nos reencontramos y abrazamos. Todo sucedió tras el sangriento golpe de Estado protagonizado por Luis García Meza y Luis Arce Gómez en julio de 1980, justo cuando ella participaba en una Conferencia de Mujeres en Copenhague. Sabíamos que el sangriento golpe, que dejó un reguero de muertos y heridos, tras la toma, a mano armada, del edificio de la Federación de Mineros, estaba financiado por los narco-dólares y que en los operativos actuaron los paramilitares reclutados por el nazi y Carnicero de Lyón Klaus Barbie, con el propósito de liquidar físicamente a los agitadores de la izquierda, como lo hicieron con Marcelo Quiroga Santa Cruz y otros mártires del movimiento obrero y popular.
 
La noticia del golpe, justo en momentos en que se recuperaba la democracia secuestrada por otro régimen de facto, nos indignó y conmocionó hasta las lágrimas. Entonces decidimos organizar un mitin en Kungsträdgården (El Jardín del Rey), desde donde partimos juntos, entre banderas y pancartas, en una marcha de protesta que ganó las principales calles de Estocolmo. Después compartimos con doña Domi la alegría de conocerlo y escucharlo a Gabriel García Márquez el año en que le concedieron el Premio Nobel de Literatura, cuando habló ante cientos de latinoamericanos exiliados y leyó uno de sus cuentos en el salón de actos de la LO (Central Obrera Sueca), en el crudo invierno de 1982.


En Suecia, al margen del derecho a la reunificación familiar que le permitió reunirse con sus hijos, constató que las mujeres latinoamericanas se rebelaron contra su pasado de servidumbre y sumisión, amparadas por las leyes que defendían sus derechos más elementales, en igualdad de condiciones con el hombre. Estaba, acaso sin saberlo, en una nación que había superado las desigualdades de género y derribado los pilares del sistema patriarcal. La emancipación de la mujer pasó del sueño a la realidad y el decantado feminismo de los años 60, a diferencia del chauvinismo machista, se transformó en una de las fuerzas decisivas en el seno de la izquierda sueca, que combinaba la lectura de los clásicos del marxismo con las obras de Alexandra Kollontai, Simone de Beauvoir, Alva Myrdal y otras luchadoras que poseían una inteligencia capaz de desarmar a cualquiera.

Doña Domi comprendió rápidamente que las suecas, a pesar del consumismo y la falta de calor humano, habían conquistado ya varios de sus derechos desde principios del siglo XX. En 1919 se les concedió el derecho a votar y años después el derecho al divorcio, en 1938 se legalizó el uso de los anticonceptivos, en 1939 se promulgó una ley que prescribía que las mujeres no podían perder su trabajo debido al embarazo, parto o matrimonio. En 1947 se tuvo a la primera mujer en el gobierno y en 1974 se estableció la normativa de que ambos padres tenían derecho a un total de 390 días para cuidar a sus hijos, recibiendo el 80 % del salario; más todavía, en 1975 se legalizó el derecho al aborto sin costo para todas las mujeres y en los años 80 entró en vigor la primera ley contra la discriminación por razones de género en el sistema educativo y el ámbito laboral, además de que la mujer ya no tenía la necesidad de elegir entre su familia y la carrera profesional, gracias a un amplio sistema de seguro social y asistencia infantil.

Así fue cómo doña Domi, sin perder las perspectivas de que otro mundo era posible, asimiló la lección de que si en este país pudieron conquistase las reivindicaciones femeninas pasito a paso, ¿por qué no iba a ser posible lograr lo mismo en otros países, donde las mujeres desean convertir sus pesadillas en sueños y sus sueños en realidad?

Con esta pregunta y su nueva experiencia de vida, que le permitió vislumbrar que tanto las mujeres como los hombres pueden gozar de los mismos derechos y las mismas responsabilidades, empezó a planificar su retorno a Bolivia tras la recuperación de la democracia, para reinsertarse en el seno del movimiento popular que pugnaba por asumir las riendas del poder político.

Dejó a sus hijos en Suecia y acudió al llamado de la Pachamama, para seguir luchando por un futuro más digno que el presente. Eso sí, esta vez más convencida de que para lograr la liberación de la mujer no sólo hacía falta cambiar las infraestructuras socioeconómicas de un país, sino también las normativas de la convivencia ciudadana y la mentalidad de la gente. Y, aunque en el pasado fue perseguida, encarcelada y torturada, doña Domi se negó a callar y volvió a pedir la palabra para seguir hablando contra las injusticias sociales, con la misma convicción y el mismo coraje de siempre, ya que su testimonio personal es, por antonomasia, una gran enseñanza de vida y de lucha. Si no me lo creen, los invito a leer: Si me permiten hablar…, de Moema Viezzer; y ¡Aquí también, Domitila, de David Acebey; dos libros que sintetizan lo mejor del pensamiento de una de las mujeres más emblemáticas de la historia del sindicalismo boliviano.

Durante la recuperación de la democracia, leí en la prensa boliviana que se presentó como candidata a la Vicepresidencia y que los votos de los electores no fueron suficientes para encumbrarla en el Palacio Quemado. Esto, sin embargo, no le bajó la moral y ella siguió su lucha con la misma actitud tesonera de siempre. Ahora ya sabemos que no llegó a ser vicepresidenta, ni ministra ni senadora de la república, ni siquiera durante el proceso de cambio del Estado Plurinacional.

Nadie niega que doña Domi, tanto en la palabra como en la acción, fue la indiscutible líder del poderoso Comité de Amas de Casa. Sus discursos, hechos de fuego y de pasión ardiente, eran incendiarios a la hora de referirse a los atropellos de lesa humanidad que cometían los regímenes dictatoriales, que sembraban el pánico y el terror cada vez intervenían militarmente los distritos mineros, dejando varios muertos y heridos en las calles y los campamentos.

Nunca dejó de protestar contra el saqueo imperialista, en una nación que siendo tan rica es tan pobre a la vez, ni nunca se postró ante las amenazas de quienes la golpeaban en las mazmorras de las dictaduras. Siempre mantuvo la frente altiva y el corazón palpitante al lado de un pueblo que clamaba libertad y justicia.

Doña Domi estaba hecha de copajira y fibra minera, no sólo porque fue hija de un minero, sino también porque fue la esposa de otro minero; por sus poros brotaba el sudor de las palliris y en sus manos se expresaba el sacrificio de una mujer acostumbrada a redoblar las jornadas para cumplir con los quehaceres domésticos y familiares. Vivía para trabajar y trabajaba para que los hombres y las mujeres aprendieran a defender sus derechos más elementales.

Me dio mucha pena ver la foto en la cual aparecía con una pañoleta en la cabeza, después de que en ella hiciera mella una enfermedad terminal y un tratamiento de quimioterapia. Pero aun así, se la notaba sonriente ante la cámara, como burlándose de la muerte, como riéndose de quienes le deseaban lo peor, porque una mujer como doña Domi, que aprendió a capearle a la vida en las buenas y en las malas, era ya entonces una mujer inmortal, puesto que su lucha, sus palabras, su ejemplo, sus experiencias y su ansias de justicia quedarían para siempre entre nosotros, con nosotros, como las llamas que se avivan en la memoria colectiva y el testimonio histórico de un país cansado de esperar en la cola de la historia.

Doña Domi se nos fue el 13 de marzo de 2012, entre sollozos y corazones acongojados por su partida, entre hombres, mujeres y niños que asistieron a su velorio y luego a su sepelio. No podemos negar que en los últimos años de su vida pasó algo recluida entre el dolor, el silencio y, por qué no decirlo, en una suerte de olvido por parte de quienes un día la consideraron su compañera de lucha y otro día la abandonaron debido a los celos y las mezquinas ambiciones de algunos que se adjudicaban el mérito de ser luchadores sociales sin ni siquiera merecerlo.

Su testimonio Si me permiten hablar…, que resume las ideas y los sentimientos de esta indomable mujer de las minas, seguirá siendo una lectura obligatoria para las mujeres de Bolivia, América Latina y los países del llamado Tercer Mundo. En sus páginas resuena la voz de una mujer que, dueña de una honda sabiduría popular, criticaba las concepciones del feminismo trasnochado, que ve en el hombre al enemigo principal y no en el sistema capitalista, y reivindicaba la verdadera emancipación de las mujeres que, junto con los hombres, debían forjar una sociedad más libre y equitativa, basada en los principios de la solidaridad y el respeto a los Derechos Humanos.

No cabe duda que doña Domi tendrá siempre, por méritos propios, un sitial privilegiado en los campamentos mineros, en las granzas de los desmontes y en los tenebrosos socavones de Siglo XX, donde reina todavía el Tío de la mina, que es el dueño absoluto de las riquezas minerales y el amo de los mineros, de esos titanes de las montañas que aprendieron a pelear contra las rocas, a brazo partido y dinamita en mano, con el mismo ímpetu con el que aprendieron a enfrentarse a sus enemigos de clase, al mando de los sindicatos revolucionarios cuyos líderes, al igual que doña Domi, dieron lecciones de humanismo, dignidad combativa y democracia participativa.

GLOSARIO
Copajira: Agua mezclada con residuos minerales, de color amarillo o plomizo, proveniente de los relaves de la mina.

Palliri: Mujer que, a golpes de martillo, tritura y escoge los trozos de roca mineralizada en los desmontes (depósito de residuos de la mina considerados estériles, pero que, en realidad, constituyen importantes reservas por contener estaño).