miércoles, 19 de septiembre de 2018


LAS REVELACIONES DEL TÍO EN CUENTOS DE LA MINA

Acaba de publicarse la segunda edición de Cuentos de la mina (Ed. Kipus, 2018), del escritor Víctor Montoya, con treinta y cinco cuentos de variada extensión y algunas fotografías que muestran la imagen del Tío de la mina, cuya estatuilla fue modelada por los propios trabajadores en los parajes donde acuden a pijchar o acullicar.

En Cuentos de la mina, escritos desde la visión del realismo fantástico, se recrean los mitos y leyendas que giran en torno al Tío; un ser mitológico de carácter ambiguo, mitad dios y mitad demonio, que simboliza el sincretismo religioso desde la época de la colonia.

Víctor Montoya hace gala de las creencias y supersticiones que reinan en la cosmovisión andina, donde sobreviven los ritos, usos y costumbres de las culturas originarias. En los cuentos se retrata la vida cotidiana de los mineros; sus luchas, tragedias y esperanzas, pero también sus tradiciones vinculadas al realismo fantástico y las consejas pagano-religiosas, donde el Tío de la mina está considerado como el guardián de las riquezas minerales y el amo de los trabajadores del subsuelo.

Su amante, la Chinasupay (diablesa), posee un fuerte atractivo erótico en el imaginario popular, aparece y desaparece misteriosamente en los sueños y las pesadillas de los mineros, quienes la temen tanto como al mismísimo Tío. Algunos incluso creen que la Chinasupay es la encarnación del Tío que, a modo de poner a prueba su poder de atracción sexual, se transforma en una mujer capaz de envilecer a los mineros solitarios y desprevenidos.


El Tío es el protagonista principal en Cuentos de la mina. El autor, desde un principio, intenta responder la siguiente pregunta: ¿Por qué el diablo se llamó Tío? La explicación, narrada de una manera sorprendente y lúcida, la encontramos a lo largo del libro, donde se afirma que el Tío, en su estado demoníaco, hace suya a una chola de buen parecer, en quien engendra a un hijo que nace con el aspecto de iguana. Entonces el poder eclesiástico, al constatar que la criatura no es la hechura de Dios sino del diablo, condena a la madre y al hijo a perder la vida en una hoguera. Es por eso que el diablo, según se relata en el libro, actúa en venganza propia y causa estragos entre los pobladores, hasta que los mineros le suplican perdón por el asesinato de su legítimo heredero. El diablo recapacita, hace reaparecer los minerales en las galerías y decide llamarse Tío, a quien los mineros, como en una suerte de pacto, deben rendirle pleitesía ofrendándole sangre de llama blanca, hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

La segunda edición, aumentado y corregida, obedece al gran interés de los lectores por interiorizarse en el fascinante mundo de las minas, que es el hábitat natural de ese personaje sobrenatural venerado por los mineros, quienes trabajan en las oscuras galerías, sin otra ilusión que ganarse el pan del día y salir con vida de las tenebrosas entrañas de la Pachamama.  

El libro, desde que se publicó por vez primera en Suecia (Ed. Luciérnaga, 2000), despertó un inusitado interés entre los lectores nacionales y extranjeros. Se ha traducido a varios idiomas y ha sido ampliamente comentado por la crítica literaria. En la contratapa de la segunda edición de Cuentos de la mina, a cargo del Grupo Editorial Kipus, se incluyen algunos comentarios destacando la temática del libro y la capacidad narrativa del autor.

En palabras del historiador y escritor argentino Fernando Soto Roland, el maravilloso libro de Víctor Montoya, ‘Cuentos de la mina, aclara desde la literatura todo aquello que los historiadores no podemos captar con la sencillez e inmediatez que es tan propia de los escritores de raza. Y Montoya ha probado sobradamente que lo es. En su obra, sin teorías venidas de otros oficios, el autor recrea con naturalidad el imaginario del minero boliviano a través de una serie de cuentos en donde quedan plasmadas las desdichas y esperanzas de ese colectivo humano utilizando como marco de encuadre a uno de los personajes más emblemáticos del sincretismo americano: ‘El Tío de la Mina’, dueño sobrenatural y soberano absoluto de la oscuridad y sus riquezas.

El escritor uruguayo Leonardo Rossiello, al cabo de leer el libro en su primera versión, no dudó en aseverar que leer ‘Cuentos de la mina’ significa sumergirse en el mundo sincrético de las creencias mineras de Bolivia. Los textos, como si fueran galerías de una mina, se van adentrando en las diferentes actualizaciones del sincretismo cultural que supone la figura y leyenda del ‘Tío’, así como su significación para los mineros.

No es menos interesante la opinión del poeta e investigador orureño Alberto Guerra Gutiérrez, quien, como todo conocedor del folklore nacional, los mitos y las leyendas mineras, afirmó en su comentario: Este libro es el fiel reflejo del pensamiento, los sentimientos, usos y costumbres que caracterizan a las poblaciones mineras bolivianas y su entorno físico andino, ya que los hechos en él relatados, se desarrollan en los centros mineros de Siglo XX, Potosí y Oruro, en cuanto a las manifestaciones mitológicas y legendarias que dan origen a acontecimientos culturales de extraordinaria magnitud, como el Carnaval de Oruro y los ritos litúrgicos propios de una religión ecléctica que rige en América desde el desenlace de la dominación española.


Para el escritor Alfonso Gumucio Dagron, que entró en contacto con el mundo minero como fotógrafo y documentalista, no cabe duda que Víctor Montoya rescata prolijamente las tradiciones y leyendas de la mina y se convierte en un cronista del mundo fantástico que emerge del socavón. Sus relatos son metáforas sobre la existencia fantasmal que se atribuye a los mineros más empobrecidos, muertos en vida por la silicosis y la ausencia de horizonte. Sin haber tenido la vivencia de penetrar en la mina es difícil describir con tanta propiedad esa sensación de ahogo, de oscuridad absoluta y de humedad sexual que se respira en los socavones.

Los comentarios citados líneas arriba, con apreciaciones analizadas desde distintos ángulos, coinciden en señalar que el libro, que aborda una temática propia de la nación boliviana, es un valioso aporte a la literatura de ambiente minero que, desde la publicación de En las tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza, conforma una vertiente importante en el contexto de las letras nacionales.

La literatura minera, con autores como Víctor Montoya, no solo ha ganado un espacio preponderante a lo largo del siglo XX, sino que se ha consolidado entre los lectores nacionales y extranjeros, quienes buscan una literatura que surja desde las mismas entrañas de la tierra, contándonos las tragedias y esperanzas de los mineros, pero también revelándonos el mundo mágico y mítico de la cosmovisión andina, donde el Tío de la mina, personaje ambiguo entre lo sagrado y lo profano, es venerado como el protector de las familias mineras y como el amo indiscutible de las riquezas minerales.

Víctor Montoya, con su libro Cuentos de la mina, se sitúa entre los autores de la segunda mitad del siglo XX, que transitaron de la literatura del realismo social, en la que se proyectaron las luchas de reivindicación socioeconómica de los trabajadores,  hacia la literatura del realismo fantástico, que se ocupa de recuperar los mitos, leyendas y relatos que, casi en su integridad, giraban en torno a la figura del Tío de la mina.

Con Cuentos de la mina queda confirmado que el mundo minero sigue siendo una fuente inagotable de inspiración para los autores nacionales y una de las canteras que mejor se presta para construir una genuina obra literaria, que apasione a los lectores interesados en conocer las tragedias y maravillas atrapadas entre las altas montañas de los Andes, donde las galerías de una mina cuentan sus propias historias forjadas de realidad y fantasía.   

miércoles, 12 de septiembre de 2018


DE LA LETRA MANUSCRITA A LA ESCRITURA EN TABLET

Para nadie es desconocido que los niños y jóvenes de hoy recurran a la letra de imprenta ante la necesidad de una mayor claridad en la comunicación –principal objetivo de la enseñanza de la escritura-, debido a que la letra cursiva o manuscrita, así sea una impronta en la personalidad del individuo, se ha vuelto semilegible o totalmente ilegible, ante el uso generalizado de la letra de imprenta, que es la más usada en las nuevas tecnologías de comunicación.

La mayoría de los libros de texto y materiales educativos están impresos en letra de imprenta. En los documentos públicos o formularios se exige que las respuestas se escriban a máquina o en letra de imprenta, con la finalidad de evitar confusiones lexicales o gramaticales. Por ejemplo, cuando uno realiza un trámite oficial, el formulario para rellenar dice claramente: Rellene en letra de imprenta.

Tampoco es extraño que los libros de la literatura infantil y juvenil estén publicados en letra de imprenta, llamada también de molde, que es la más utilizada por las imprentas, editoriales y medios gráficos; un tipo de letra al cual están acostumbrados los lectores desde la época en que Johannes Gutenberg perfeccionó la técnica de la impresión con tipografía móvil, que abrió las posibilidades de editar varios ejemplares de manera efectiva y en poco tiempo.

Los libros de literatura infantil y juvenil que no están impresos en letra de imprenta, que es un tipo de letra preferido no solo por los lectores, sino también por los escritores y editores, corren el riesgo de no captar la atención de quienes visitan librerías, bibliotecas y ferias de libros. Los niños y jóvenes, casi sin excepciones, están acostumbrados a leer libros que tienen un tipo de letra clara y legible tanto en la cubierta como en las páginas interiores, como es el caso de los libros de textos que se emplean en la educación primaria y secundaria.

Las bibliotecas virtuales, que se encuentran en la red de Internet, tienen los libros digitalizados en letra de imprenta, no tanto por costumbre o mera casualidad, sino porque resultan más accesibles para los cibernautas, quienes buscan autores y obras presionando las teclas de la computadora, el Tablet o el Smartphone, que tienen el alfabeto en letra de imprenta.

Los docentes de la educación secundaria y universitaria observan que aproximadamente el 75% de sus alumnos escriben sus apuntes, deberes y tesis en letra de imprenta, y que es cada vez menos frecuente que escriban a pulso. Por lo tanto, lo que están haciendo es trabajar con un tipo de letra más discriminable desde el punto de vista de los ojos.

Es sabido por todos que el uso de la denominada letra cursiva o manuscrita ha sido desplazado por la letra de imprenta, que forma parte de los nuevos instrumentos de comunicación y los dispositivos electrónicos con los que juegan los niños. Esto implica que la escuela obligatoria tendrá que acomodarse a los avances de las nuevas tecnologías y enseñar los trazos de un único tipo de escritura, la de la letra de imprenta, y dedicarle menos tiempo a la enseñanza de la letra seguida o caligrafía cursiva.

De hecho, existen ya países donde la enseñanza de la caligrafía tradicional ha sido reemplazada por la enseñanza de la mecanografía, que es una de las herramientas que le permite al alumno dominar las nuevas exigencias del universo digital, que está cada vez más presente en las instituciones educativas y las relaciones sociales en general.

No es casual que los niños se comuniquen a diario mediante el uso del teclado del ordenador y los diferentes dispositivos incorporados en el teléfono móvil. De modo que los niños del siglo XXI no se comunican con sus semejantes mediante cartas o notas escritas a pulso, con lápiz y letras de caligrafía, sino mediante las nuevas tecnologías de información y comunicación que, además, están programadas en letra de imprenta.

Desde luego que no faltan las voces críticas que se empeñan en señalar que la enseñanza de la letra manuscrita es inherente a la educación escolar y a una cultura que tiene siglos de tradición en la que el lápiz y el papel han sido las principales herramientas de comunicación escrita. Sin embargo, lo que estas voces discordantes olvidan es el hecho de que los tiempos han cambiado y también las formas de comunicación. Incluso se ha constatado que los maestros que escriben en la pizarra en letra de imprenta, a diferencia de quienes escriben en cursiva, tienen la ventaja de ser mejor comprendidos por los alumnos, quienes deben copiar los apuntes del pizarrón en sus cuadernos o computadoras portátil.

En la actualidad, no es casual que los niños de cinco y seis años, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, aprendan a escribir sus primeras palabras pulsando en forma mecánica las teclas de un Tablet y no afianzando la destreza motriz con el uso del lápiz; es más, los niños conciben que todos los anuncios habidos en el mundo que los rodea no están escritos en letra cursiva sino en letra de imprenta que, por otra parte, les parece más familiar y les resulta más comprensible.

Esta realidad concreta hace pensar que el uso de la letra manuscrita para la enseñanza de la lectura y escritura no es algo universal, y que en países como Finlandia, Inglaterra o Estados Unidos imparten la enseñanza de la lectura y escritura inicial con estilos de letras parecidas a las de imprenta, porque los niños, de manera consciente o inconsciente, las discriminan con mayor facilidad, en vista de que las nuevas tecnologías de comunicación han irrumpido con fuerza tanto en las instituciones educativas como en los hogares, donde los niños ven los signos gráficos o grafemas en letra de imprenta no solo en las teclas de las computadoras y teléfonos móviles, sino también en los textos que aparecen en la pantalla de la televisión.

Aunque todavía se hace hincapié en la enseñanza de la caligrafía, que es el ejercicio más tradicional en el proceso de aprendizaje de la escritura, es importante que los profesores estén conscientes de que las nuevas tecnologías de comunicación exigen que los alumnos aprendan dactilografía para usar con destreza las teclas de las computadoras, tabletas y celulares, que, por lo expuesto, tiene los dispositivos electrónicos y el alfabeto en letra de imprenta, no sólo porque están claramente separadas unas de otras, sino también porque es de fácil comprensión.

No cabe duda de que en un futuro próximo, los habitantes de la mayoría de las naciones se comunicarán escribiendo sus pensamientos en letra de imprenta; por una parte, influenciados por el uso masivo de la informática y la facilidad con que se disponen de medios electrónicos para producir escritos; y, por otra, debido a que cada vez se hace menos necesaria y frecuente la utilización de la letra cursiva que, en otrora, era indispensable para escribir a pulso.

Asimismo, los libros de literatura infantil y juvenil en general, en soporte papel o digital, estarán editados en letra de imprenta en su totalidad, obedeciendo a los avances de las nuevas tecnologías de información y comunicación, que llegaron para quedarse entre nosotros e innovar las viejas normas de lectura y escritura tradicional.

martes, 28 de agosto de 2018


MONTOYA EN LA IX FERIA NACIONAL DEL LIBRO EN LLALLAGUA

En la IX Feria Nacional del Libro en Llallagua, a efectuarse del 5 al 8 de septiembre de 2018, El Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi y la Asociación de Profesores de Literatura, presentarán la segunda edición del libro CUENTOS DE LA MINA, del escritor Víctor Montoya, cuya temática central gira en torno al mundo mágico y mítico del Tío, un personaje ambiguo entre lo profano y lo sagrado.

El acto contará con la actuación del Grupo de Teatro ALBOR, que puso en escena CUENTOS DE LA MINA, y que este año tuvo una exitosa presentación en varios países de Europa.

El evento se realizara el miércoles 5 de septiembre, en el auditorio de la Carrera de Odontología de la Universidad Nacional Siglo XX, a Hrs. 16:00.

Los organizadores agradecerán su gentil concurrencia.  

jueves, 23 de agosto de 2018


LA CONDESA SANGRIENTA

Isabel Báthory de Ecsed, nacida en Nyírbátor, Hungría, el 7 de agosto de 1560, se hizo famosa como la “condesa asesina”. Era hija de una de las familias más antiguas y distinguidas de Transilvania. Su infancia transcurrió en el castillo de Čachtice, ubicado en la colina de una montaña, y se dice que, de cuando en cuando, sufría ataques de epilepsia. A diferencia de otras niñas y adolescentes de su época, recibió una esmerada educación, no solo hablaba húngaro, latín y alemán, sino que atesoraba un bagaje cultural que sobrepasaba a la de la mayoría de los hombres de la más ilustre aristocracia.

A los doce años de edad, sus padres la comprometieron con su primo Ferenc Nádasdy, de  diecisiete años de edad, y, pocos años después, tras contraer matrimonio, se mudó al castillo de su joven esposo, quien, gracias a sus dotes físicos y mentales, se convirtió en uno de los guerreros más temibles del ejército de su padre, mientras la condesa Isabel Báthory de Ecsed, pasó a vivir rodeada de gran fastuosidad y en compañía de una servidumbre compuesta por hombres y mujeres que, con su sola presencia, llenaban el solitario castillo, que estaba enclavado entre las altas montañas de la aldea.

El esposo guerrero de la condesa, obligado a cumplir con su deber de jefe supremo de su ejército, debía participar en todas las batallas contra sus adversarios; una situación que, a su vez, lo obligaba a separarse de ella por largos periodos de ausencia. De modo que la condesa, cansada de esperar el retorno de su marido y aburrida de estar recluida en el castillo, inició prácticas lésbicas con algunas de sus siervas, a quienes las mordía salvajemente mientras mantenían relaciones íntimas. Cada vez que afloraban sus instintos más perversos, seguía el dictado de su propia imaginación con el único fin de procurarse placer y deleites carnales. Incluso, en cierta ocasión, se fugó del castillo para mantener una relación extramatrimonial con un joven de noble cuna, al que la gente del lugar lo conocían por el apodo de "El Vampiro", más por su aspecto extravagante que por su afición a beber sangre.

Su interés por las artes ocultas

Asimismo, para distraerse en sus ratos de ocio, se dedicó a las artes de esoterismo, rodeándose de una siniestra corte de brujos, hechiceros y alquimistas; una actividad a la que se dedicó con mayor interés desde que su marido, conocido como el “Caballero Negro” por su fiereza en los campos de batalla, murió de súbita enfermedad. Sin embargo, su interés por el esoterismo no era nada nuevo para la condesa, ya que varios miembros de su familia no sólo adoraban a Satanás, sino que eran adeptos a la magia negra, como lo era su propia nodriza, quien la inició en las prácticas brujeriles a espaldas de sus progenitores y desde su más temprana edad.

A medida que transcurrían los años, la condesa Isabel Báthory de Ecsed fue perdiendo el esplendor de su juventud y belleza; una realidad que se negó a aceptar por mucho de que  correspondía a las leyes de la naturaleza. Entonces, preocupada por los cambios en su aspecto físico, en una época en que una mujer de 44 años se acercaba peligrosamente a la ancianidad, acudió a los consejos de su vieja nodriza. Ésta la escuchó atentamente y, en procura de aliviarle uno de los dolores que atormentaban su alma, le indicó que el poder de la sangre y los sacrificios humanos daban muy buenos resultados en los hechizos de magia negra, y, a continuación, le aconsejó que si se bañaba con sangre de doncella, podría conservar su belleza hasta el día de su muerte.

Los baños de sangre

Una mañana, mientras era peinada delante del tocador por una doncella, sintió accidentalmente un fuerte tirón. Entonces la condesa, asaltada por una repentina ira, se giró sobre el taburete y le propinó una tremenda bofetada en la cara, provocando que la sangre nasal de la doncella salpicara su mano. Al poco rato, vio que la parte donde le salpicó la sangre parecía más suave y blanca que el resto de la piel.

“La vieja nodriza tenía razón”, se dijo, al constatar que la sangre de la doncella rejuvenecía los tejidos de la piel. Luego se levantó del taburete, se apartó del tocador y ordenó a la doncella a cortarse las venas dentro de una bañera, donde pudiera bañarse de cuerpo entero, a manera de probar los consejos sugeridos por la vieja nodriza.

Así comenzó su obsesión de bañarse en la sangre de las siervas más jóvenes del castillo. Les vendaba los ojos, las metía en el cuarto de baño, las desnudaba, las sentaba dentro de la bañera, les cortaba la vena yugular haciendo brotar la sangre y las asesinaba con armas punzocortantes, todo para perpetuar su belleza y su eterna juventud.

Pero, ¿por qué se apoderó de ella esta obsesión? La leyenda cuenta que la condesa vio, a su paso por un pueblo, a una anciana decrépita y se burló de ella. Entonces la anciana, ante su burla, se volvió y la maldijo diciéndole que, aun siendo de fino abolengo, también envejecería y se vería como ella algún día.

En busca de la eterna juventud

Cuando la sangre de sus siervas no era suficiente para impedir que su piel envejeciera al paso de los años, salía del castillo en una carroza negra y fantasmal, tirada por cuatro caballos que hacían retumbar sus casos con las piedras del camino. Los aldeanos vieron durante años la carroza de la condesa, la misma que, en compañía de la vieja nodriza, recorría las aldeas en busca de jóvenes, a quienes engañaban prometiéndoles un empleo como sirvientas en el castillo.


Se rumoreaba que, algunas veces, la misma condensa, con gran amabilidad, acudía a casas de los plebeyos para asegurar a los parientes de las jóvenes un prometedor futuro. Si la mentira no resultaba, se procedía al rapto sedándolas o azotándolas hasta que eran doblegadas a la fuerza. Una vez dentro del castillo, las jóvenes eran maniatadas dentro de la bañera y acuchilladas a sangre fría por la propia condesa, quien sentía un placer sádico al ver que sus víctimas se desangraban y llenaban la bañera, mientras en el fondo de su mente perversa resonaban las palabras tentadoras de la nodriza: "belleza y juventud eternas".

Al cabo de bañarse, y para que el tacto áspero de las toallas no frenase el poder de rejuvenecimiento de la sangre, ordenaba que un grupo de sirvientas elegidas por ella misma lamiesen su piel. Si estas mostraban repugnancia o recelo, las mandaba torturar hasta la muerte en los sótanos del castillo, pero si reaccionaban de forma favorable, las recompensaba con prendas, joyas y favores.

A las doncellas más sanas y de mejor aspecto, las encerraba en los calabozos del sótano durante años, con la finalidad de extraerles, mediante leves incisiones y cuando en cuando, pequeñas porciones de sangre que la condesa bebía en copas de cristal esmerilado; más todavía, bebía la sangre de sus víctimas, incluso cuando éstas aún estaban vivas, ya que el simple derramamiento de sangre le proporcionaba un gran placer, tanto como el mismo goce sexual.

La protesta de los aldeanos

Los aldeanos vivían estremecidos por los gritos de suplicio que, a cualquier hora del día o la noche, provenían desde el interior del castillo, cuyos gruesos muros guardaban misteriosos secretos. Si los padres de las víctimas preguntaban por ellas, recibían la respuesta de que estaban bien tratadas en los aposentos del castillo y que no tenían el porqué preocuparse, aunque los gritos de suplicio no cesaban y seguían inundado la aldea. 

Al final, alarmados de que algo extraño sucedía con las jóvenes doncellas, que entraban por el portón para no volver a salir con vida, empezaron a rondar por las inmediaciones del castillo, en cuya parte posterior, que parecía un vertedero, encontraron innumerables vísceras humanas, pero ni un solo cadáver, ya que la condesa, interesada en las artes ocultas, ordenaba que los restos de sus víctimas fuesen entregados a los hechiceros del castillo, convencida de que los huesos de una doncella eran los mejores insumos para realizar hechizos y sesiones de magia negra.

Para los aldeanos no cabía la menor duda de que el castillo estaba maldito y que, además de ser una encubierta residencia de brujos y vampiros, era un recinto diabólico en cuyos calabozos se cometían espantosos crímenes para complacer los deseos enfermizos de la condesa, quien utilizaba la sangre de sus jóvenes sirvientas y pupilas.

Si bien estaban dispuestos a buscar justicia, para compensar el dolor de las familias que perdieron a sus hijas, no sabían cómo enfrentarse a una poderosa familia, sobre todo, cuando la sospechosa era una persona distinguida e influyente en los círculos de la realeza.

Los aldeanos sostuvieron reuniones clandestinas, con el propósito de denunciar el secuestro de muchachas entre 9 y 16 años, que desaparecieron detrás de los muros del castillo, hasta que un día, inclinándose hacia la noción más certera, tomaron la decisión unánime de hacer pública su protesta. Acudieron a la autoridad del rey Matías II de Hungría, quien, atendiendo la denuncia de los aldeanos, mandó que una tropa de soldados irrumpiera en el castillo para encontrar algunas evidencias que imputaran a la condesa Isabel Báthory de Ecsed.

Los terribles hallazgos en el castillo

Cuando los soldados tumbaron el portón e ingresaron como una tromba en el castillo, la condesa, entre alaridos de socorro, los conminó a salir por donde habían entrado, pero ellos, sin dejarse intimidar, rastrillaron todos los ámbitos y recovecos, abriéndose paso entre la vieja nodriza, hechiceros, alquimistas y otros servidores de la mujer más cruel de Hungría.

Los soldados, deslizándose por los pasillos y las habitaciones del castillo, hallaron el cuerpo desangrado de una chica en el piso del salón; a otra mujer desnuda en la bañera, a quien le habían agujereado el cuerpo con objetos punzantes para extraerle la sangre. En una recámara a media luz levantaron el cuerpo de una tercera mujer, que todavía estaba viva, a pesar de haber sido salvajemente torturada. De los calabozos del sótano rescataron a niñas y jóvenes, con innumerables heridas infligidas en las últimas semanas, y en los alrededores del castillo exhumaron un montón de cadáveres sin cabeza y con los miembros mutilados.

El juicio contra los acusados

Una vez que los soldados cumplieron con su cometido, la condesa Isabel Báthory de Ecsed y sus colaboradores fueron aprehendidos y encerrados en el mismo castillo, donde los miembros del tribunal de justicia se quedaron boquiabiertos al escuchar de cómo se cometieron los múltiples crímenes; sobre todo, cuando la condesa, acusada de ser responsable de una serie de crímenes, no sólo confesó que había asesinado, con la complicidad de sus hechiceros y verdugos, a más de 612 jóvenes y haberse bañado, a lo largo de seis años, en "ese fluido cálido y viscoso afín de conservar su hermosura y lozanía", sino que también había gozado de sus orgías lésbicas y de haber matado con sus propias manos o mediante sangrientos rituales a las doncellas que desobedecieron sus órdenes. 

Los miembros del tribunal de justicia, conforme al grado de culpabilidad de los acusados, dictaminaron el castigo de decapitación para la vieja nodriza y las siervas. La condesa, que pasaría a la historia como una asesina en serie, fue condenada a cadena perpetua en sus propios aposentos: los albañiles sellaron puertas y ventanas, dejando tan sólo un pequeño orificio para pasarle algunos desperdicios como comida y un poco de agua.

Desde entonces, ella no podía tejer ni coser, y mucho menos leer. Perdió hasta la noción del tiempo, porque no se la permitió ver la hora. Estaba como encerrada en una tumba, sin intentar comunicarse con nadie, sin ni siquiera ver la luz del sol ni pronunciar la mínima palabra. De pronto, dejó de comer y beber, hasta que uno de los vigilantes la vio tirada en el piso, boca abajo. Estaba muerta después de haber pasado cuatro largos años encerrada; el acta de defunción tenía la fecha del 21 de agosto de 1614, cuando la condesa Isabel Báthory de Ecsed contaba con 54 años de edad.

sábado, 11 de agosto de 2018


EL RETORNO DE VÍCTOR MONTOYA

El escritor boliviano retorna al campo literario con dos libros bajo el brazo.

El Grupo Editorial Kipus acaba de poner a consideración de los lectores Retratos y Microficciones, de un autor que no deja de sorprendernos con su prolífica labor de narrador versátil y comprometido con la problemática social.

Los libros, Retratos y Microficciones, aunque corresponden a géneros literarios distintos, son inconfundibles tanto por el estilo como por el tratamiento de los temas, que identifican a un escritor cuya impronta es harto conocida en el ámbito de las letras nacionales.

Víctor Montoya lleva cuatro décadas dedicado a forjar una serie de obras que, gracias a un amplio despliegue de recursos técnicos, transitan por los territorios de la realidad y la ficción, sin más pretensión que estimular la fantasía y el gusto estético de los lectores interesados en desentrañar los meandros de una literatura que aborda temas de carácter universal.

RETRATOS

En Retratos, la singular obra de Víctor Montoya, el lector tendrá la sensación de estar inmerso en contextos fascinantes, donde las artes visuales funcionan no sólo como simples ilustraciones, sino como ejes centrales en torno a los cuales se reconstruyen escenarios poco habituales y se recrean insólitas historias de vida.

En los textos, tratados con una técnica narrativa que oscila entre la crónica periodística y el relato literario, se tejen los cabos sueltos de la realidad y la ficción a partir de un fabuloso mosaico de pinturas célebres, como El yatiri, de Arturo Borda; Saturno devorando a sus hijos, de Francisco de Goya; Atardecer en el paseo Karl Johan, de Edvard Munch; Eva, de Fernando Botero; La mujer barbuda, de José de Ribera, entre otras.

En opinión del escritor venezolano Jorge Gómez Jiménez: El lector descubrirá, en las páginas que siguen, el mapa de la inspiración de Víctor Montoya. Es sabido que toda imagen es una válvula natural para la mente del observador; Montoya -como buen cronista- se permite mostrarnos lo que sucede cuando las compuertas de su memoria son liberadas por estas imágenes, algunas de las cuales forman parte del bagaje universal, mientras que otras pertenecen a ámbitos más restringidos y, para la mayoría de nosotros, desconocidos.

Una vez más, con una extraordinaria composición de cuarenta y cinco textos y retratos, el escritor nos hace vibrar de emoción y conocimientos.

MICROFICCIONES

El autor de esta miscelánea de Microficciones, acostumbrado a valorar lo efímero en el arte narrativo, nos pone en marcha contra el reloj y apuesta por una literatura futurista, cuyas innovadoras técnicas responden a las exigencias de un mundo moderno, donde el tiempo es plata y la prosa breve es oro.

Los microcuentos reunidos en este ameno libro, prolijamente ilustrado por el artista paraguayo Jorge Codas, son verdaderas piezas de orfebrería y se parecen a un felino veloz y cimbreante, constituido más por músculos que por grasa; una concepción que hace hincapié en el dominio de los complejos recursos inherentes a las Microficciones, conforme el hilo argumental tenga coherencia, los protagonistas sean verosímiles y, como en todo cuento bien contado, tenga un principio que atrape el interés del lector y un desenlace inesperado que lo encandile.

Víctor Montoya, en un intento por reducir a los dinosaurios al tamaño de los insectos, pone a prueba su capacidad de síntesis, re-creando, con pasmosa naturalidad, situaciones diversas por medio de personajes nacidos en el maravilloso universo de la fantasía, donde estas Microficciones, narradas en pocas líneas, comienzan en la condensación semántica y culminan en el instante de la revelación.


martes, 7 de agosto de 2018


¿SUECIA?

Como muchos latinoamericanos que nunca salieron de sus países de origen ni abrazaron las esperanzas de llegar a Europa, debido a la pobreza y la mentalidad provinciana, ignoraba la ubicación geográfica exacta de cada una de las naciones del Viejo Mundo.

Así, en mis años mozos, cuando aún no había culminado mis estudios de secundaria y me encontraba encerrado entre los gruesos muros de la cárcel, desconocía olímpicamente la existencia de Suecia, acaso ni se me pasó por la mente que estuviese ubicada en el techo del mundo y que un día llegaría a constituir mi segunda patria, pues desde cuando llegué en calidad de refugiado político, me abrió sus brazos solidarios y me adoptó como a uno más de sus ciudadanos, con las mismas responsabilidades y los mismos derechos.

Al cumplirse tres décadas desde cuando pisé esas tierras, como un conquistador sin espada ni coraza, llegó el instante de contarles que, una mañana de cielo despejado y aire fresco, el carcelero, fumando como todos los días, me entregó un sobre por la ventanilla de la celda.

–Es la segunda carta que te llega desde el extranjero –dijo–. No sabía que tenías tantos contactos...

Abrí el sobre con una sensación extraña y verifiqué que la carta, proveniente de la oficina de Amnistía Internacional en Estocolmo, me confirmaba que un grupo de trabajo decidió adoptarme como a uno de sus presos de conciencia y que pronto me enviarían los pasajes, con la fecha y hora exactas de mi partida.

Ese día no comí ni salí de la celda. Me lo pasé pensando en el viaje y en ese país desconocido.

Por la noche, acurrucado en un rincón de la celda, no pude relajarme ni entregarme al sueño. No me abandonaba la inquietud de saber dónde quedaba Suecia, un nombre que en mis oídos sonaba a Suiza. Así amanecí, sin pegar las pestañas y con el deseo irresistible de preguntárselo al carcelero, quien, antes de ingresar a trabajar como agente en el Ministerio del Interior, decía haber dado la vuelta al mundo a bordo de un trasatlántico.

Cuando el carcelero abrió la puerta, con el fin de ventilar la celda, aproveché para dispararle la pregunta:

–¿Sabes dónde queda Suecia?

–Allí donde el diablo perdió el poncho –contestó, mientras encendía un cigarrillo y su mirada recorría la celda.

–¿Suecia es lo mismo que Suiza?

–Suiza es el país donde están los bancos y los relojes –dijo–, donde se habla francés, italiano y alemán, pero no suizo.

–Entonces, ¿Suecia y Suiza son países diferentes?

–Claro que sí, huevón. Suecia es el último paraíso en la Tierra, donde hay mujeres de pelo rubio y ojos azules como el cielo, que andan desnudas en verano y abrigadas con pieles en invierno. Además, si Suiza está en la parte central de Europa, Suecia está cerca del Polo Norte.

–¿Entonces Suecia es el país donde viven los esquimales?

–No –contestó categórico–. En Suecia no hay pingüinos patinando sobre el hielo ni osos polares tendidos en la punta de un iceberg. Suecia es el país donde primero habitaron los vikingos y después los inmigrantes con sus reyes y sus reinas. Actualmente es una sociedad moderna. Allí está la cuna del Absolut Vodka, de la LM Ericsson, de IKEA, de la Volvo...

–¿Y en qué más se diferencian Suiza y Suecia? –pregunté cortándole la palabra.

–Suiza es un país con cadenas montañosas como Bolivia, en cambio Suecia es un archipiélago lleno de lagos, bosques y canales, donde la gente vive en medio de la abundancia. En otras palabras, confundir el nombre de Suecia con Suiza es como confundir el canal de Panamá con el canal... Ya sabes de quién, ¿no?

Lo miré confundido, sin saber si me lo decía en broma o en serio.

El carcelero, fumando y sin moverse, me miró con un halo de sospecha y dijo:

–¿Y por qué me preguntas tanto?

–Porque Amnistía Internacional me ofreció asilo político en Suecia.

–Así que te irás al país de los vikingos –asintió. Lanzó una bocanada de humo cerca de mi cara y prosiguió–: Y me puedes decir, ¿quién te espera allí?

Quedé mudo por un instante. Luego contesté:

–No lo sé. Apenas tengo una dirección y un número telefónico.

El carcelero se retiró de la puerta. Arrojó la colilla del cigarrillo y dijo:

–El exilio, a veces, es como un viaje sin retorno, como un pasaje de ida pero no de vuelta...

Lo seguí con la mirada, hasta que desapareció en la celda contigua, donde metieron a otro preso, las manos esposadas y la cabeza encapuchada. 

jueves, 19 de julio de 2018


LAS AVENTURAS DE UN FUMADOR

Las aventuras de un fumador se inician casi siempre en el umbral de la adolescencia, cuando se ha perdido el hábito de sonarse la nariz en el dorso de la mano y descubrirse el crecimiento del vello púbico. En mi caso, me inicié fumando las colillas que mi abuelo aplastaba en un cenicero de metal bruñido.

Recuerdo que una noche, inolvidable en mi vida, como tantas otras de mi adolescencia, entré en el cuarto de mi abuelo para prestarme sus lentes, con cuyos cristales más gruesos que la base de una botella, veía metamorfosearse los objetos a mi alrededor; experiencia que me fascinaba tanto como tumbarme de espaldas a cielo abierto y contemplar las estrellas.

Sin embargo, esa noche fue una de las pocas veces que no pude satisfacer mi deseo, puesto que él mismo los usaba mientras leía un periódico a pocos centímetros de sus ojos.

—Buenas noches, abuelo —le saludé, con una mirada que englobaba su cuerpo y el crucifijo que pendía de la pared.

Mi abuelo, al oír mi voz, se sentó en el borde de la cama, me golpeó con su aliento y me acarició la mejilla con su barba cortada en abanico.

Después encendió un cigarrillo negro, sin filtro, fumó con dilección y echó una bocanada de humo que se disipó en el ámbito. Se vistió a tientas y salió del cuarto. Yo permanecí al lado del velador, las pupilas avispadas y contando las colillas aplastadas en el cenicero. Entonces me invadió la tentación de fumar por vez primera, atraído por la curiosidad y la aventura. Alargué el brazo para coger la colilla y, sin que nadie me viera, corrí hacia el patio trasero de la casa, donde había un descampado desigual y pedregoso.

Estando allí, solo y  bajo un cielo cuajado de estrellas, encendí la colilla y la chispa resplandeció iluminándome los dedos. Absorbí con fruición, el humo me penetró hasta los pulmones y la brasa de la colilla me quemó la punta de los labios.

Cuando terminé de fumar, una extraña sensación se apoderó de mi cuerpo; mi cabeza parecía girar en sistema de rotación, mis extremidades languidecieron y mis ojos empezaron a ver los objetos como si estuviera con los lentes de mi abuelo. Al cabo de un rato sentí arcadas, como accesos de tos, y terminé lanzando la cena por doquier. A la hora de dormir no pude conciliar el sueño; tenía un sabor amargo en la boca y martillazos de dolor en la cabeza. Así, con los ojos dilatados, juré no volver a fumar sino hasta alcanzar la mayoría de edad.

No obstante, al día siguiente, volví al cuarto de mi abuelo para robarle otra colilla del cenicero. Recorrí la habitación con la mirada y, al constatar que mi abuelo no volvía aún de su paseo habitual, me acerqué al velador de puntillas, presto a coger una colilla. En ese trance, a mis espaldas, escuché la voz de mi abuelo:

—¿Qué estás haciendo? —dijo—. ¡No sabías que una gota de nicotina puede matar un caballo, o que tus pulmones pueden acabar como una coladera!

Yo me quedé perplejo, con la mirada extraviada en el vacío. Me disculpé y salí a paso resuelto, sin comprender por qué fumaba él, sabiendo que los cigarrillos podían despacharlo al otro lado de la vida.

El día que murió mi abuelo, no por fumador sino por viejo, pensé que había acabado mi aventura de fumador. Pero no, al contrario, recién empecé a fumar decididamente, entre el temor a ser descubierto por mis padres y los vertiginosos dolores de cabeza. Al final aprendí a echar el humo por la boca y la nariz, y a dialogar mientras fumaba, como si hablara con voz de humo. También aprendí a no quemarme los dedos con las cerillas ni los labios con las colillas.

Toda vez que iba al cine, con mi enamorada o sin ella, me sentaba en la última hilera de asientos, donde algunas parejas se besaban desaforadamente. Era el único sitio donde podía fumar sin temor a ser descubierto o reconocido, pues nadie me miraba ni me censuraba.

En el cine, a oscuras y entre susurros amorosos, era donde de veras me sentía a gusto, porque me hacía consciente de que yo no era el único fumador del mundo, pues hasta los actores de segunda categoría fumaban como locomotoras. Por ejemplo, en las películas basadas en pasajes de la Segunda Guerra Mundial se veían tantos cigarrillos como proyectiles, y en las del Oeste, que eran las que más me gustaban, se mostraba al vaquero como modelo de fumador, sobre todo, a Clint Eastwood, quien, montado sobre un caballo, fumaba un puro que no se le caía de la boca ni cuando un tiro lo desplomaba como costal de papas.

Durante la función, mi boca no exhalaba más que monóxido de carbono, sin sospechar que la nicotina, al llegar a mis pulmones, se vertía libremente en mi caudal sanguíneo, y que en fracción de segundos, transportada por mi sangre, llegaba a mi cerebro, quitándome las energías y el apetito.

Ahora que he dejado de fumar, no quiero ni pensar que lo que un día empezó como una aventura, otro día podía haber terminado como una pesadilla, como terminó la vida de tantos fumadores anónimos, quienes soltaron su última bocanada al saber que tenían cáncer en los pulmones o la laringe; enfermedades cardiovasculares o, simple y llanamente, una vida que se apagó igual que una vela. Por lo demás, el fumador ha sido siempre temido como una chispa en el polvorín o como un suicida que de a poco se quita la vida.

jueves, 5 de julio de 2018


UN LIBRO ESCRITO CON AMOR Y NOSTALGIA

Al autor de libro Cancañiri, cuando quiso rescatar las memorias de su pasado, dominado por la nostalgia y los recuerdos de la infancia, no le quedó otra alternativa que recurrir a una bibliografía que lo ayudara a conocer mejor la historia de sus orígenes y ancestros, de los cuales sentirse orgulloso hasta el día de la muerte, ya que sin una identidad cultural, sin una conciencia de clase, sin un testimonio registrado en los anales de la historia, uno corre el riesgo de perder las brújulas de la vida y dejar que la memoria sucumba bajo los polvos del olvido.

El libro Cacañiri, aparte de rememorar el pasado con la ayuda de una amplia galería de fotografías, tanto de antaño como actuales, es una cronología de hechos y personajes que identifican a este distrito del norte de Potosí, que durante el siglo XX jugó un papel importante en el desarrollo de la industria estañífera de la Empresa Minera Catavi.

Antes de proseguir, me gustaría aclarar que, desde hace tiempo, tenía ganas de escribir un breve comentario sobre el libro del Prof. Jorge Moya Oporto, quien a mucha honra se considera Llamacancheño (del canchón de llamas), por haber nacido en Cancañiri, donde su padre trabajó como jefe de punta en la Sección Beza de interior mina, entre 1937 y 1965; una período en el que produjo la masacre de Catavi en los campos de María Barzola (1942), la revolución y nacionalización de las minas (1952) y el golpe de Estado protagonizado por René Barrientos Ortuño (1964). 

Como toda obra que entrega datos históricos, con precisiones socioeconómicas, hace hincapié en la ubicación geográfica del municipio de Llallagua, el impulso industrial del potentado Simón I. Patiño, el desarrollo del sindicalismo revolucionario en la región, el excelente sistema educativo de los niños en la escuela Tomás Frías y de los jóvenes en el colegio Primero de Mayo. Asimismo, completa los capítulos del libro con la mención de los personajes más connotados de los campamentos, los reencuentros de los residentes cancañireños en Cochabamba y otras ciudades, y, junto con todo esto, el rescate de anécdotas, mitos y leyendas de la memoria colectiva.

Varios de los recuerdos estampados en el libro, sin resquicios para la duda, se ajustan a la verdad del cronista, así el tiempo melle en la frágil memoria y muchos de los recuerdos se empañen de subjetividad. Sin embargo, en el libro que nos ocupa llama la atención cómo el corazón puede mantener intacto lo que se amó alguna vez y cómo la memoria puede reproducir los instantes más placenteros de la vida, Por lo tanto, no es casual que el Prof. Jorge Moya Oporto pueda abordar con lucidez los momentos más gratos de su infancia, como el desayuno escolar, la celebración de las festividades patrias y las aventuras de un grupo de amigos que, luego de ch’acharse (escaparse de clases), se atreven a trepar por las escarpadas laderas del cerro, hasta que uno de ellos se accidenta tras resbalar en una roca y caer cuesta abajo.

En la actualidad, cualquiera que suba a Cancañiri, por una cimbreante carretera, polvorienta e inundada de sol, que los trabajadores denominaron Avenida Juan Lechín Oquendo, se enfrentara a las ruinas de un pasado tan glorioso como los campamentos de las poblaciones mineras de Siglo XX y Catavi, escenarios constantes de las luchas obreras que, en medio de descargas de fusiles y dinamitas, culminaron tanto en victoriosas hazañas como en sangrientas derrotas.

En Cancañiri, enclavado en las faldas del Cerro Azul, se abrió una bocamina que en las primeras décadas de la centuria pasada estuvo administrada por la Compañía Estanífera de Llallagua, en poder de empresarios chilenos, quienes tuvieron que defenderse, incluso con armas de fuego en la mano, de las amenazas del magnate minero Simón I. Patiño, quien tenía interés de adueñarse, a cualquier precio, de la bocamina de Cancañiri, en cuyos predios se emplazó un avanzado taller de maestranza, una pulpería, una compresora para bombear aire a los inhóspitos socavones y, como no podía faltar, algunos campamentos con viviendas alineadas unas detrás de otras, donde los trabajadores vivían en condiciones no siempre favorables.

En la aridez del cerro, situado aproximadamente a 4.091 msnm, se ven todavía algunas casas de barro y mampuesto, donde todos hacen esfuerzos por sobrevivir a la miseria y hacer frente a las adversidades de una naturaleza agreste y dura. Cerca de la bocamina, en una suerte de plataforma a punto de descolgarse de una elevada pendiente, está la hilera de casuchas donde se venden enseres relacionados con el laboreo minero, desde dinamitas hasta hojas de coca. No faltan los improvisados comedores, en las dependencias de la antigua maestranza, donde los trabajadores pueden desayunar o servirse un plato de comida.

Algunos de los cooperativistas tienen los guardatojos y las lámparas rentadas, mientras otros, desprotegidos de toda seguridad social y laboral, ingresan a la mina persignándose, sin saber si saldrán o no con vida, ya que trabajan en condiciones precarias, arrastrándose como gusanos en los angostos parajes y sin contar con herramientas propias del sistema de producción capitalista.

El autor nos recuerda que en este mismo sitio, entre la maestranza y la pulpería, se desarrollaba una frenética actividad comercial y cívica en otros tiempos. Casi siempre estaba llena de peatones que iban y venían en todas direcciones. Aquí se realizaban los desfiles escolares en las fechas patrias y aquí se encontraba el Club Miners, con mesas de pingpong y de billar, que fueron el orgullo de los cancañireños, quienes incluso contaban con un equipo de básquet y de fútbol en todas las categorías. En la actualidad, el edificio del Club  Miners está en ruinas y de la etapa dorada del deporte no quedó nada, salvo los recuerdos en la mente de sus antiguos morados, quienes no dejan de relatar sus vivencias con lágrimas en los ojos.

Este libro quedará como el testimonio de una época en la que Cancañiri era un distrito que tenía vida propia, con más de dos mil habitantes que, tras la búsqueda de nuevos horizontes de vida y fuentes de trabajo, llegaron a poblar este cerro, en cuyas faldas se formaron familiar y nacieron innumerables niños y niñas, que conformaron las nuevas generaciones de jóvenes revolucionarios que, a pesar de las nefastas consecuencias de la relocalización de 1985, no olvidaron el legado de sus padres, que se enfrentaron con estoicismo a los regímenes más nefastos de la historia nacional.

Ahora solo queda felicitar al autor por haberse dedicado, con esfuerzo tesonero y genuina pasión, a reunir los testimonios personales y los datos dispersos de la historia de Cacañiri, porque no solo servirá para rememorar el glorioso pasado de uno más de los pueblos del estaño, sino también porque constituirá un valioso material de consulta para quienes deseen conocer, a través de la lectura, las vicisitudes de muchas vidas recluidas en esos campamentos mineros que, hoy por hoy, no son más que ruinas pobladas por fantasmas.

martes, 3 de julio de 2018


CON EL MIEDO EN LAS MUELAS

Una mañana, al regresar de una fiesta, me enfrenté a una noticia inesperada, que parecía hecha a la medida de esa expresión popular que dice: Después del gusto, viene el susto, pues me enteré que tenía hora con la dentista. Se me erizaron los pelos y se me heló la sangre. De modo que, acosado por el temor que me infundían los odontólogos, médicos y hospitales, pasé la noche sin poder conciliar el sueño, cavilando en esa tortura anunciada que la dentista, tras una llamada telefónica, le dejó como recado a mi madre.

Si la fobia a los dentistas no es un fenómeno innato ni hereditario, sino un choque emocional provocado en algún momento de la vida, entonces el mío se hizo realidad el día en que la doctora de mi pueblo, una mujer regordeta y ajena a toda consideración psicológica y sensibilidad humana, tuvo el coraje de operarme sin anestesia la falange del dedo anular, mientras yo berreaba y pataleaba en los brazos de mi madre, a quien, a pesar de estar a mi lado, sujetándome la mano con todo el furor de sus fuerzas, la sentí como ausente, porque no dijo una sola palabra y dejó que la doctora  -esa bestia del tamaño de un buque- me suturara la herida como si fuese la rotura de una tela.

Desde entonces me resistía al consultorio de médicos y odontólogos, pues de sólo verlos enfundados en mandiles blancos y el estetoscopio colgándoles del cuello, me invadían los recuerdos más desagradables del pasado, sobre todo, ese trauma que arrastraba desde la infancia y que me perseguía hasta en los laberintos de la pesadilla.

Cada encuentro con la dentista era como un encuentro con la mismísima muerte, pues cuando la tenía cerca, muy cerca, me daba la sensación de que hasta sus ojos color cielo y su barbijo cubriéndole sus labios de granate formaban parte de ese instrumental que se usaba para arrancar las muelas del juicio o limpiar las picaduras; esa suerte de tortura que, casi siempre, me dejaba con la piel de gallina y el cuerpo empapado en sudor.

A la hora prevista, y después de haber caminado un montón de cuadras debido a un bloqueo de caminos, me presenté en la clínica maldiciendo a los treinta y dos huesecillos que tenía engastados en las mandíbulas, sin poder concebir cómo una mujer tan bella podía tener las manos tan torpes y los nervios templados como el acero.

En fin, resignado de saber que los dientes no sólo sirven para lucir una sonrisa o sufrir un dolor indecible, entré en el gabinete de blancas paredes y relucientes instrumentales, con el miedo metido en las muelas. La dentista, a poco de saludarme con indiferencia, se sentó en la silla giratoria y me acercó la pantalla como si me fuese a descubrirme el alma en el fondo de la boca. Me recliné sobre el sillón, mientras miraba los instrumentos pendientes sobre mi cabeza, listos para ser introducidos en mi boca abierta de ceja a oreja.

Aunque la lámpara reflectora me daba a los ojos, no dejaba de mirar el aspirador de saliva, la jeringuilla de agua y aire, la escupidera y el plato de instrumentos, donde estaban las pinzas y tenazas, desafiantes como garras de metal. Cuando la dentista me introdujo la lámpara endoscópica y me escarbó los dientes de muela a muela, sentí la primera violación odontológica, después vino todo lo demás: la radiografía y los ganchos que, una vez sujetos en los carrillos, me mantuvieron igual que al pez cogido por el anzuelo. La fresa chirriante chocó contra la pulpa de mi muela comida por la caries, y yo, al límite de perder la razón, me salí de mí mismo, hasta que sentí que la dentista me aplicó una amalgama que más parecía una masa de dinamita en el agujero de una roca abierta por el taladro.

Al cabo de media hora, cuando me levanté de la silla, enjugándome el sudor que me brotó en la frente, la dentista se acercó al escritorio y me extendió un papelito junto al cual debía cancelar por la consulta. Yo aparté la mirada intentando esconder las lágrimas y, sin poder mover la mandíbula, me alejé por el pasillo, cabizbajo y pensando en que nada es gratis en este mundo, ni la tortura del dentista ni el maldito dolor de muelas.

Al fin y al cabo, retorné a mi rutina diaria, pero sin dejar de recordar las palabras de mi madre, quien, alguna vez que me vio mirándome las muelas en el espejo, suspiró a mis espaldas, como soplándome en la nuca, y dijo: los dientes son como los colmillos de los animales salvajes, duelen cuando salen y cuando se pierden, pero sirven para comer.