sábado, 12 de marzo de 2016


EL ANCHANCHU EN EL TELEFÉRICO

Eran las 10 de la noche de un día domingo, cuando me apresté a tomar la línea amarilla del teleférico en la estación Libertador o Chuqi Apu, para transportarme hasta la estación Mirador de Ciudad Satélite o Qhana Pata, ubicada en la región de las antenas de televisión en El Alto.

En el andén de la línea amarilla del teleférico, construido sobre la base de una arquitectura moderna, estaba un hombre de estatura menuda, con apariencia de anciano indefenso y vientre abombado; llevaba en la cabeza un sombrero plateado de copa baja y ala ancha; vestía con un traje de telas recamadas de oro y cocidos con hilos de plata.

Teniendo tanto dinero, por qué no toma un taxi o se compra un auto, me dije, mientras él me miraba con una sonrisa encantadora, como si quisiera conquistarme atravesándome con una de sus flechas de cupido. Yo me limité a bajar la mirada y, como quien siente miedo por lo extraño y desconocido, me sacudieron unos escalofríos como corrientes de agua helada zarandeándome todito el cuerpo.   

Cuando aparecieron las cabinas del teleférico, un sistema de transporte aéreo por cable que recorría en poco tiempo entre la zona sur de La Paz y la ciudad de El Alto, me metí de prisa en una de las cabinas vacías, en procura de alejarme de ese ser tan extraño que, desde que me vio, parecía seguirme los pasos sin perderme de vista, como un cazador persigue a su presa acechándole hasta hacerla caer en la trampa.

Me senté en un asiento que parecía un témpano de hielo. Por fin estoy solo, pensé, mirando los nueve asientos restantes en los que los pasajeros podían viajar cómodamente de una estación a otra. Pero luego advertí que estaba equivocado, porque antes de que se cerrara la cabina, se apareció de súbito el extraño hombre, quien se acomodó en el asiento que estaba junto a la puerta de acceso.

El hombre, de piel rechoncha y cuerpo deformado, se quitó el sombrero dejando al descubierto su cabeza enorme y calva. Como es natural, cada vez que él tendía su mirada sobre la ciudad inundada de luces, yo aprovechaba para mirarle de pies a cabeza. Así fue como me fijé en que tenía brazos cortos, manos velludas de mono y dedos con garras, pero lo que más me llamó la atención fue que, por el botapie derecho de su pantalón, se le salía una larga cola terminada en una escamosa mano, con la que podía tranquilamente atrapar y estrangular a cualquiera.

La cabina, suspendida a 3.600 metros sobre el nivel del mar, partió de la estación y avanzó por encima de las casas, cerca de las nubes y en medio de un gran cañón rodeado de impresionantes montañas, donde las calles angostas y empinadas parecían trepar por las laderas desafiando las leyes de la gravedad.

Mientras la cabina ganaba la distancia para llegar a la última estación, el hombre no dejaba de sonreírme con su boca enorme y alargada como el hocico de un cerdo, dejando entrever sus dientes blanquecinos y sus colmillos de vampiro. Yo no sabía cómo responder a sus sonrisas ni a su rostro socarrón, que empezaron a causarme un temor en el silencio de la cabina; peor aún, cuando noté que sus ojos, con cejas de pelos largos, cambiaban de colores de rato en rato, según los reflejos de las luces que llegaban desde afuera.

Durante el trayecto no subieron más pasajeros, de modo que viajamos solos, sentados frente a frente, sin dirigirnos la palabra, pero mirándonos de reojo, como dos personas que comparten un mismo sitio sin saber qué decirse. A ratos, no sabía cómo disimular mi miedo ni cómo esquivar sus miradas que parecían atravesarme como lanzas con puntas de fuego. Yo me limitaba a girar la cabeza de un lado a otro, como los turistas interesados por contemplar las diferentes facetas de Ciudad Maravillosa desde el teleférico urbano más alto del mundo, arrastrando sus miradas desde las cumbres nevadas del majestuoso Illimani hasta la impactante topografía de la zona sur de la Hoyada.

Antes de llegar a la última estación de la línea amarilla, el extraño hombre se puso de cuatro en medio de la cabina, me miró con una sonrisa encantadora y lanzó una carcajada similar al rebuzno de un asno. Yo me asusté tanto que me levanté del asiento como disparado por un resorte. Entonces él, al notar mi reacción y al verme con el rostro contraído por el pánico, arañó con sus garras los cristales de la cabina y se puso a llorar emitiendo maullidos de gato, probablemente, porque de ese modo quería tranquilizarme o, simplemente, porque quería demostrarme que no tenía intenciones de causarme daño alguno.

Yo volví a sentarme, pero con un miedo que aceleró mi corazón y me puso la piel de gallina. Cuando la cabina arribó al andén del teleférico, él se puso de pie con la velocidad de un rayo y yo me dispuse a salir lo antes posible, con la única idea de alejarme de su presencia, que me causaba una sensación de terror y desconfianza.

Apenas se abrió la puerta, me puso su fría mano sobre el hombro derecho y, presionándome la clavícula con sus afiladas garras, me detuvo sonriente, guiñándome con su ojo tornasolado.

No temas me dijo con una voz cantarina. Sólo quería divertirme un poco.

¡Ajá! –atiné a decir, al mismo tiempo que lo miraba de sesgo por encima del hombro.

Cuando dejé la cabina y encaminé mis pasos por el andén hacia la salida del teleférico, él me siguió de cerca, hablándome con un tono zalamero, y hasta parecía dispensarme un trato cortés con su apariencia de anciano indefenso; al menos, eso es lo que percibí en los gestos de su rostro y los movimientos de su cuerpo, que se tambaleaba de un lado a otro, como si cojeara de ambas piernas.

¿Dónde vives? –me preguntó con una sonrisa que parecía petrificada en sus abultados labios.

Muy cerquita de aquí –contesté.

Ya afuera, bajo una luna espantada por el ladrido de los perros, él se despidió haciendo señas con la mano y se fue por la Avenida Panorámica, hundiéndose en la noche y dejando huellas de cascos parecidos al de las cabras sobre el pavimento de la calle.

Yo me endilgué rumbo a la Avenida Cívica, no muy lejos del Mercado Satélite ni muy cerca del Hospital Holandés. Apenas entré en mi casa, le relaté a mi madre sobre mi encuentro con el extraño hombre, con quien compartí una cabina del teleférico. Ella me miró espantada, se persignó tres veces, escupió al piso pronunciando mi nombre y, soplándome con su aliento, dijo:

–Ese extraño hombre es el Anchanchu, m´hijito.

–¡¿El Anchanchu?! –exclamé–. ¿Y quién es el Anchanchu?

–Es un ser sobrenatural, una siniestra deidad en la cosmovisión andina, un enano maléfico que atrapa a los incautos con sus zalamerías, falsas promesas y sonrisas a flor de labios. Es más veloz que un zorro y más peligroso que un reptil venenoso. Lo que le falta en estatura le sobra en malicia...

Yo la escuché atentó y, de pronto, se me metió otra vez el miedo haciéndome erizar los vellos.

–Entonces es un ser dañino y malvado, ¿verdad?

–Así es, m`hijito –repuso–. El Anchanchu, cuando transita por los caminos, produce fenómenos atmosféricos y telúricos, como huracanes, remolinos de viento y tormentas que causan estragos y arrasan pueblos enteros. Es un ser demoniaco que causa enfermedades y epidemias a las personas que lo rehúyen con imágenes religiosas, y hasta les provoca la muerte a quienes rechazan sus caprichos; lleva la desolación a los hogares, destruye casas y sembradíos. Cuando elige a sus víctimas, primero les cautiva con su sonrisa y con su actitud melosa, después les roba su espíritu o ajayu y, al final, les arranca el corazón para satisfacer su hambre y les chupa la sangre para saciar su sed. Nadie que se le cruce en su camino está a salvo de sus malas intenciones. Incluso es capaz de engañar con su astucia y sagacidad a las personas más avisadas y precavidas.
Me quedé aterrado y, con la voz casi temblorosa, le pregunté:

–¿Y dónde vive el Anchanchu?

Mi madre, dándose cuenta de mi curiosidad y de mi lamentable estado de ánimo, contestó:

–Vive en las grutas de los cerros, en las quebradas de los ríos, en las casas abandonadas y cerca de los sitios arqueológicos como el Tiahuanaco. Aunque está acostumbrado a vivir en lugares sombríos y solitarios, algunos dicen haberlo visto andar por las calles de El Alto, mientras otros cuentan que, a altas horas de la noche, lo vieron viajar en las cabinas del teleférico, micros y colectivos, sobre todo, en los que circulan en horarios nocturnos y en las zonas alejadas de la ciudad.
Esa misma noche, después de que me despedí de mi madre y me metí a dormir en mi cuarto, escuché girar la manilla de la puerta, por donde entró el Anchanchu, con el cuerpo contrahecho y la sonrisa encantadora. Lo distinguí entre las penumbras gracias al reflejo de la luz de la luna, que se filtraba al cuarto por la ventana de cortinas corridas.

Lo vi avanzar hacia mí, que estaba con el cuerpo inmovilizado por alguna fuerza sobrenatural, que me tenía sujeto a la cama de pies y manos. El Anchanchu se sentó cerca de la almohada, de modo que podía verlo de cerca y hasta podía percibir el amargo olor de su aliento.

El Anchanchu me respiró cerca de la cara y se apoderó de mi alma, que abandonó mi cuerpo como en el trance de una terrible pesadilla. No obstante, todo lo que estaba sucediendo correspondía a la realidad y nada más que a la realidad, porque no estaba dormido ni estaba soñando. Quise moverme y pedir auxilio, pero permanecí quieto como un tronco caído. Él levantó las frazadas con un soplo y me miró sonriéndome como lo hizo en la cabina del teleférico. Me abrió el pecho con sus garras y me arrancó el corazón todavía palpitante y, degustando su olor y sabor, se lo tragó a grandes bocados. Después acercó su boca en forma de hocico hacia mi rostro y, enseñándome sus colmillos de vampiro, me chupó la sangre de los labios, introduciéndome su lengua de oso hormiguero en la concavidad de mi boca.

El Anchanchu, aparte de robarme el alma, me robó también la vida. Se limpió la sangre de los labios, cerró la boca como si ahogara un grito, se levantó y se retiró de la cama, abrió la puerta jalándola por la manilla, salió del dormitorio como un jorobado y se alejó por el pasillo con el silencio de un gato, hasta que desapareció detrás de la puerta que conducía a la avenida.

Al amanecer, lo único que mi madre vio, para su gran asombro, fue las huellas de unos pies descalzos que, más que parecerse a los de un ser humano, se parecían a las pezuñas hendidas de una cabra u otro animal ajeno a este mundo. Cuando entró en mi cuarto, lo único que encontró en la cama fue manchones de sangre en las sábanas y mi cadáver que yacía con el pecho abierto. Mi madre se estremeció de terror, estalló en sollozos y, volteándose para salir del cuarto y pedir auxilio, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡¡¡El An-chan-chu!!!... ¡¡¡El Anchanchu mató a mi hijo!!!... 

martes, 1 de marzo de 2016


HUASIPUNGO Y LA TRAGEDIA DEL  PONGO

Entre los autores de las novelas indigenistas descuella la figura del ecuatoriano Jorge Icaza, cuyas obras, impregnadas de un hondo compromiso social, intentan retratar la atroz vida de los pongos desde una perspectiva realista. Sin embargo, Huasipungo (parcela de tierra, 1938) es la novela que consagró internacionalmente a su autor.

El personaje de la novela, Alfonso Pereira, no deja de ser el prototipo del terrateniente ladino, quien vive de los bajos ingresos procedentes de su hacienda, donde trabajan sus pongos marcados por el sello de la miseria. Pereira es un individuo acostumbrado a vivir de las apariencias y bajo el yugo de la doble moral.

Cierto día, al enterarse de que su hija, desvirgada por un cholo sinvergüenza y criminal, pone en peligro el honor de la familia, decide retirarse a su hacienda con el propósito de huir de la chismografía de amigos y enemigos; pero, poco antes de ponerse en marcha, consigue dinero por intermedio de un deudo, quien le hace firmar un contrato con una compañía extranjera interesada en explotar la madera y el petróleo en Cuchitambo.

Éste es el argumento del que se vale Icaza para denunciar la ambición y el entreguismo del terrateniente, convertido en instrumento de la penetración y el saqueo imperialista en la región petrolera de la Cordillera Oriental. Cabe suponer que el desarrollo de la empresa implicaba, además de desalojar a los pongos de sus parcelas, explotar su fuerza de trabajo para abrir caminos en la zona occidental, donde varios indios mueren por la falta de alimentos y seguridad laboral.

Al terrateniente no le interesa la vida de los pongos, sino el afán de hacerse rico, una vez que cumpla su compromiso con Mr. Chapy, que era un gringo de esos que mueven el mundo con un dedo, ya que formaba parte de una clase social cuyo mérito fue arrastrar con sabiduría y maestría el carro de la civilización, al menos, en opinión de la incipiente burguesía nacional.

El camino, en torno al cual gira la tragedia de los indios en la novela, simboliza el encuentro y desencuentro tanto de dos culturas como de dos sistemas económicos diferentes: la feudal y la capitalista. Por el mismo camino que abren los pongos, entre el campo y la ciudad, ingresa la maquinaria de la empresa extranjera y el brazo armado de la oligarquía nacional, constituido por las tropas militares. La primera, para saquear los recursos naturales; la segunda, para reprimir cualquier brote de protesta organizada.

Es obvio que, en una sociedad semicolonial o semifeudal, el pongo esté considerado poco menos que como una bestia de carga, sin más derechos que la vida y la muerte, porque todo lo demás le pertenece al patrón. Así, cuando éste decide vender sus tierras, las vende indios y todo. El pongo no posee nada y las pocas cosas que posee, su mujer y sus hijos, son también puestos al servicio y la voluntad del terrateniente.

En Huasipungo, el personaje que representa a la clase explotada por el despotismo y la infamia es Andrés Chiliquinga, cuyo destino estaba marcado desde el día en que nació en tierra ajena. Este pongo, que trabaja de sol a sol, no sólo experimenta una sarta de desgracias a lo largo de su vida; por ejemplo, ve morir a su hijo de hambre, mientras su madre es obligada a ser la nodriza del hijo ilegítimo de Alfonso Pereira, el terrateniente inescrupuloso que atenta contras los derechos más elementales de los pongos.

Al cabo de un tiempo, Andrés Chiliquinga se fractura una rodilla que le impide trabajar y, como fuera poco, muere su esposa luego de ingerir un pedazo de carne podrida. Entonces, el pongo, que en principio está recluido en su soledad, estalla en una explosión de ira. Se rebela contra sus verdugos y su protesta se generaliza. Los indios, remontados en cólera, dan muerte al mayordomo.

El terrateniente Alfonso Pereira, al informarse del ataque perpetrado contra su subalterno, viaja a la ciudad en busca de apoyo de parte de las autoridades de gobierno. Y, claro está, como el ejército es el brazo armado de los poderes de dominación, no demora en intervenir la hacienda para aplastar la protesta a plan de bala.

Si bien es cierto que Jorge Icaza no penetra profundamente en el alma de sus personajes indios, es cierto también que en Huasipungo nos da muestras de su vasto conocimiento del ámbito rural, donde los pongos viven a merced de sus patrones; por una parte, debido a la ausencia de una convicción ideológica en su seno y, por la otra, debido a la falta de una organización política que represente sus intereses de clase. No es casual que, incluso después del decreto de la reforma agraria, sea posible constatar que un grueso sector del campesinado ecuatoriano se mantiene todavía al margen de los más elementales derechos humanos.

EL TSUNAMI DE LAS EDICIONES DIGITALES (*)

En la Era de las nuevas tecnologías de la información y comunicación, que ha revolucionado las formas de relacionarse entre individuos, se ha creado una red informática mundial al que, como por arte de magia, podemos acceder quienes disponemos de una computadora en la casa, el trabajo y la escuela. Es cuestión de encender la computadora, navegar por las redes digitales para buscar la información requerida, aun sin ser expertos en informática ni teóricos en ciencias de la comunicación.

El ciberespacio es una suerte de biblioteca virtual en el que, con un simple clic en un motor de búsquedas, encontramos los libros de cualquier rincón del mundo, sin perder tiempo, ni ocupar espacio ni gastar un solo centavo, aparte de que nos permite descargar de Internet el título que nos interesa y disfrutar de su lectura en la pantalla estemos donde estemos: en la cama, el viaje, , el aula, la cocina o el parque, puesto que la literatura seguirá siendo buena o mala, sea en el soporte que sea, se lea en pergamino, papel o computadora portátil.

Las redes de Internet son espacios públicos de intercambio de información libre, de técnicas, cultura y conocimientos, de despliegue de una inteligencia colectiva en red y de articulación de personas y máquinas vinculadas a través de múltiples dispositivos en torno a la generación de información libre.

Este medio de comunicación contribuye también a la transmisión y democratización de las ideas y opiniones de los individuos. Nadie necesita ser periodista o comunicador social para emitir una opinión determinada, a favor o en contra, de lo establecido por un determinado gobierno. Tampoco es necesario ser escritor para crear una página Web o manejar una bitácora personal, sin temor a sufrir represalias ni censuras de parte de los sistemas de poder.

Entre las ventajas derivadas del uso de los lectores electrónicos se pueden citar las siguientes: 1). Con ellos se puede leer casi cualquier documento en cualquier lugar. 2). Los lectores más avanzados del mercado ofrecen conexión a Internet, con lo que pueden conectarse con los principales portales de venta de libros digitales, así como descargar las ediciones de diversas publicaciones convencionales. 3). Los lectores pueden bajar de la red cualquier información de manera rápida y efectiva.

Las polémicas encendidas entre los que están a favor y en contra de esta forma de comunicación electrónica son múltiples, como múltiples son las polémicas en torno al buen y mal uso de los medios de comunicación de masas. Los que argumentan en contra son, por lo general, personas de la tercera edad, quienes aseveran que los cibernautas son personas poco sociables e introvertidas. Es decir, el internauta, un neologismo que entró a formar parte del lenguaje coloquial desde fines del siglo XX, es un usuario habitual de las redes, un navegante solitario que, sin más instrumentos que una computadora a mano, no pierde la ocasión para navegar por Internet para relacionarse con el mundo exterior a través de las redes sociales, que le permite comunicarse con quienes comparten las mismas ideas y aficiones; una forma frecuente de relacionarse vía correo electrónico, celular inteligente, Facebook, Twitter o WhatsApp.

La situación actual de la ciberliteratura
En la actualidad, en los países más desarrollados, donde cada hogar cuenta con una o más computadoras y celulares inteligentes, las personas tienen una relación más frecuente con los medios virtuales que en los países en vías de desarrollo, como es el caso de Bolivia, donde un gran porcentaje de la población no tiene todavía acceso a este medio de información y comunicación.

Sin embargo, se notan los avances, por ejemplo, a través de la distribución gratuita de las laptops Quipus, que los alumnos usan en las escuelas y colegios. Ahora se requiere de que estos mismos alumnos, además de contar con una laptop en el aula, tengan acceso al menos a una computadora en el hogar para seguir sus estudios a través de los medios virtuales, sobre todo, cuando se sabe que en un futuro inmediato los estudios para varias profesiones se podrán seguir vía Skype, que es una red virtual de comunicación, donde tanto el profesor como los alumnos estarán conectados a  través de Internet.

El ciberespacio, asimismo, constituye un ámbito adecuado para la creación literaria, debido a que en él se puede publicar con gran facilidad y libertad. De ahí que la literatura, como resultado específico del uso de Internet y la edición digital de libros, se conoce entre los internautas con el nombre genérico de “ciberliteratura”. Se trata de una innumerable cantidad de libros cuyo diseño gráfico, tanto en la forma como en el contenido, permite emular la versatilidad del libro editado en soporte papel y de manera tradicional.

La poesía digital, sin ir muy lejos, tiene más lectores que el poemario impreso en papel, ya que las nuevas tecnologías la difunde de manera masiva a través de un medio digital (página Web, Blog, Facebook, Twitter, Youtube, WhatsApp, etc.), con las ventajas que antes no tenían los poetas que imprimían pocos libros y los distribuían sólo entre amigos y su país de origen, debido a los costos de envío por correo normal y la falta de mecanismos que permitieran su difusión más allá de las fronteras nacionales; en cambio en la actualidad, con los instrumentos que brindan las nuevas tecnologías de la informática y las editoriales digitales, es posible que un poeta pueda difundir su obra en cualquier país del mundo a través de las redes de Internet.

Este medio de comunicación se ha convertido en la gran alternativa para la producción cultural y literaria modernas, habida cuenta de que es un espacio de producción y escenario de visualización. Muchos son los escritores jóvenes que cuentan con su propia Weblog, a manera de diario, para difundir sus textos y actividades. Y no pocos ofrecen una interacción entre autor y lector una vez que publican sus libros en formato digital. Tampoco es raro que muchos de ellos participen en la elaboración de un texto o en la modificación, de los mismos, dependiendo de los objetivos que se tengan en la llamada “escritura colaborativa”.

Con todo, y a pesar de las ventajas ofrecidas por las nuevas tecnologías, la computadora fue señalada como un instrumento que amenazaba la capacidad creativa del escritor, de quien se creía que pensaba y escribía mejor con un tintero y una plumilla en la mano. Se dijo también que los libros digitales serían una amenaza para el libro en soporte papel, que las bibliotecas desaparecerían y la escritura electrónica generaría problemas ortográficos y gramaticales, que afectaría a los estudiantes en sus calificaciones correspondientes a las asignaturas de lenguaje y literatura. No obstante, estas afirmaciones se fueron disipando con el paso del tiempo y la Era digital ingresó con paso de parada en nuestra vida familiar, escolar y profesional.


¿La literatura digital desplazará al libro impreso?
Está claro que el libro impreso, como objeto manuable, con olor a tinta e incluso como ornamentación de una  biblioteca personal, no sucumbirá al avance de las nuevas tecnologías, pero tampoco detendrá la expansión de las ediciones digitales que, cada día y con mayor ímpetu cada vez, se multiplican como hongos después de las lluvias.

Ahora mismo se están creando una serie de bibliotecas virtuales en varios países, especializadas en temas y categorías específicas, que serán usadas en los futuros trabajos de investigación. Es decir, el usuario ya no tendrá la necesidad de asistir a una biblioteca pública y sentarse en una mesa para leer los libros e investigar, pues todo trabajo de investigación que antes se realizaba entre las cuatro paredes de una biblioteca, ahora se lo realizará entre las cuatro paredes de un hogar.

Claro que esto no impedirá la existencia de bibliotecas escolares, donde los niños se seguirán reuniendo para desarrollar diversas actividades relacionadas a los procesos de aprendizaje y socialización, porque una biblioteca escolar, con libros impresos en papel, con ilustraciones a todo color y en materiales formidables, seguirán siendo no sólo un patrimonio de la cultura nacional y universal, sino también objetos indispensables en el desarrollo del proceso educativo y la formación de los hábitos de lectura, con o sin la intervención de las nuevas tecnologías de información y comunicación.  

Los medios virtuales y la Literatura Infantil y Juvenil
Si Julio Verne se anticipó a su tiempo, con la invención de los submarinos y las naves espaciales, nosotros tenemos que adelantarnos, con la mente y la mirada puestas en el horizonte, para que las nuevas tecnologías no nos sorprendan con sus fabulosas invenciones.

Los medios de comunicación han evolucionado desde cuando el hombre era un primate, y se trasmitían los conocimientos de manera oral y de generación a generación, hasta una época en la que los niños y jóvenes pueden compartir los conocimientos a través de un correo electrónico, teléfono móvil o Skype.

Frenar esta avalancha de la tecnología moderna, será como querer frenar las agujas de un reloj para que no marquen las horas, minutos y segundos; por suerte, para unos, y por desgracia, para otros, las publicaciones digitales de obras clásicas de la Literatura Infantil y Juvenil, que cada vez sustituyen a los medios impresos de comunicación de masas, avanzan a pasos agigantados, como Pulgarcito con las botas de siete leguas, y pasa por nuestros ojos a vuelo de pájaro.
 
Crece de manera galopante el número de lectores niños y jóvenes que, sentados en sus casas o un café Internet, recurren a las ediciones digitales para leer las joyas de la Literatura Infantil y Juvenil. No pagan por el papel impreso ni tienen necesidad de comprarlos en los quioscos; este ejercicio, en nuestra época, sólo sirve para estirar las piernas y hacer un poco de ejercicio, pero no para tener acceso a las obras literarias o las noticias del día, ya que éstas, en su versión digital, están a disposición de los lectores desde las primeras horas de la mañana. Basta con encender la computadora y navegar por la red para dar con las noticias, incluso antes de que éstas sean difundidas por radio y televisión.

La escuela ante los nuevos retos de la informática
Las nuevas tecnologías llegaron para quedarse y para renovar el sistema educativo tradicional, donde el profesor y los libros de texto eran los portadores y transmisores de los conocimientos que los alumnos debían asimilar; en cambio hoy, el principal portador del conocimiento humano es el disco duro de una computadora portátil, que los niños usan con una destreza que podía dejar turulatos al mismísimo Julio Verne y Albert Einstein.

La aplicación de las nuevas tecnologías en el sistema escolar, asimismo, evitará los dolores de cabeza de los profesores que, muchas veces, tienen que adivinar los manuscritos de algunos alumnos que escriben las palabras como garrapatas. Con la comunicación digital, los alumnos escribirán en letra de imprenta, que es legible para todos; un hecho que beneficiará a los profesores y alumnos, y hasta mejorará el nivel de rendimientos en los estudios, al menos esto demuestra un estudio que se realizó en las escuelas de Finlandia, donde los alumnos, gracias a las nuevas tecnologías y el uso de la letra de imprenta como alternativa universal, mejoraron sus calificaciones, puesto que no resulta lo mismo escribir con caligrafía cursiva que con letra de imprenta; es más, casi todo lo que se lee en la actualidad está escrito con letra de imprenta: los diarios, libros, anuncios, e-mails, SMS, etc. Y, en los países industrializados, los niños desde los primeros años de edad escolar están habituados a escribir en diferentes dispositivos electrónicos, porque en lugar de nacer con un pan bajo el brazo, nacen con una computadora portátil bajo el brazo.

En países como Finlandia, las lecciones de caligrafía tradicional dejarán paso a la enseñanza del teclado desde el primer año escolar. Es decir, en lugar de la caligrafía tradicional o el lenguaje escrito en la hoja de papel con el lápiz, los alumnos aprenden mecanografía, con el uso de los diez dedos en el teclado, ya que se considera que las nuevas tecnologías remplazaron la escritura a mano por el lenguaje electrónico que se escribe en la computadora.

Como es de suponer, este encendido debate sobre la escritura pone en tela de juicio si debería o no invertirse, horas y días, en la enseñanza de la buena caligrafía, tan típica de la enseñanza tradicional, que los profesores también califican a la hora de poner las notas, todo con el fin de que los alumnos adquieran una letra bonita, seguida y legible, y no con una desgarbada letra de doctor que, como es sabido por todos, sólo entienden otros doctores pero no el paciente.

A pesar del escepticismo de los profesores más tradicionales, que se sacrificaron por enseñar a sus alumnos la buena caligrafía, la incursión de las nuevas tecnologías en el sistema educativo trajo consigo una serie de transformaciones en los métodos didácticos de enseñanza, aunque no por esto empeoró el proceso educativo. No en vano Finlandia, que cuenta con una de las estructuras educativas más avanzada del mundo, tiene un sistema escolar competente y sus alumnos obtienen los mejores resultados en las evaluaciones de aprendizaje; en realidad, el rendimiento de los escolares finlandeses son los mejores en el marco de la Unión Europea, según las últimas encuestas de rendimiento escolar realizadas por el informe PISA de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).

Los niños de hoy, cuando sienten la necesidad de comunicarse con sus semejantes, no lo hacen a través de cartas escritas con plumilla ni tinta, como lo hacían nuestros antepasados, sino a través de los SMS-Online de sus celulares y los correos electrónicos que, de un modo general, están programados con letra de imprenta; un estilo que se hace cada vez más usual, aparte de que los mensajes escritos con puño y letra, como eran las cartas membretadas, han sido superados por los correos electrónicos, que cuentan con una capacidad de transmitir los mensajes de texto al instante y sin costos adicionales; razón por la que las empresas de correos tradicionales han quebrado en su negocio, sin otro aliento que dedicarse sólo a despachar paquetes y encomiendas, que no se pueden enviar por correo electrónico ni por teléfono móvil.


Investigación, producción y difusión
La investigación en el campo de la Literatura Infantil y Juvenil es una asignatura pendiente en nuestro medio, a diferencia de lo que ocurre en otros países donde se cuenta con especialistas e instituciones superiores de estudio, en las que se estudia este tema a nivel de licenciatura y doctorado; un significativo avance que ha permitido que la literatura infantil pase a ser la princesa de la literatura universal después de haber sido tratada y maltratada como una Cenicienta.

Esto debe convocarnos a la reflexión para que en Bolivia, que casi siempre avanza a la saga de otros países, se establezca una cátedra de Literatura Infantil y Juvenil en las universidades y normales, con el fin de propiciar no sólo la investigación de la Literatura Infantil y Juvenil, en general, sino también para ahondar en los temas y alcances de nuestra propia literatura, en particular.

Las nuevas tecnologías tienen que ser aprovechadas en beneficio de la literatura y los escritores que, debido a las razones impuestas por la oferta y la demanda en el mercado librero, no siempre encuentran editoriales dispuestas a financiar y promocionar la obra de un autor desconocido.

Aun conociendo estas vicisitudes propias de un mercado harto competitivo y selectivo, los escritores de Literatura Infantil y Juvenil no cuentan con el respaldo decisivo de las instituciones del Estado, aunque ésta es una de sus obligaciones: la de velar por la promoción de la literatura en los centros educativos, donde la formación estética de los alumnos es una inversión para el futuro de la nación, no sólo porque ellos garantizarán los sólidos cimientos de la vida cultural, sino también porque pondrán a salvo la identidad nacional.

Es imprescindible ponerse en la cresta de la ola digital, porque estamos viviendo una suerte de tsunami tecnológico que afecta a todo el planeta. Las nuevas tecnologías de información y comunicación han roto con las fronteras nacionales y han irrumpido en los hogares. De modo que no queda otro camino que montarnos sobre la cresta de la ola de expansión tecnológica para no quedarnos anclados en el pasado.

La difusión de la Literatura Infantil y Juvenil por medio de las ediciones digitales, a diferencia de lo que sucede con el libro impreso, ofrece más ventajas que desventajas, porque se suprimen los costos y es más accesible para los lectores interesados. Además, los niños de las sociedades modernas, a diferencia de los niños acostumbrados a la tradición oral, están más familiarizados con los medios digitales, como las redes sociales y la telefonía de última generación, a través de las cuales se comunican con sus amigos y en las cuales encuentran la información requerida por el sistema educativo.

Ya no necesita estar sentado  en un lugar específico para adquirir los conocimientos y tener acceso a la información, puesto que los conocimientos están almacenados en el disco duro de una computadora portátil, que ellos pueden usar estén donde estén; sentado, echado, parado o, simplemente, mientras se transportan de un lugar a otro.

En cuanto a la literatura infantil, lo niños encontrarán mayor satisfacción descargando de la red el libro de su preferencia, que, a su vez, incluye otro tipo de elementos multimedia, como el sonido, ilustraciones a todo color, imágenes en movimiento y efectos de audio, que harán mucho más dinámica la lectura de un cuento o poema.

Eso sí, con o sin las nuevas tecnologías de información y comunicación, se debe seguir fomentando la forma tradicional de producción de la Literatura Infantil y Juvenil, porque el libro impreso siempre tendrá su encanto difícil de ser remplazado por las ediciones digitales. Pues no es lo mismo darle un beso a una persona amada en vivo y en directo, que darle un beso a través de una pantalla táctil o una pantalla de cristal líquido, ¿verdad?

* El texto forma parte de la conferencia dictada por el autor en el VII Congreso Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, realizado en Oruro, entre el 9 y 10 de mayo de 2015. 

domingo, 21 de febrero de 2016


CUENTOS DE LA MINA EN ITALIANO

El libro de cuentos de Víctor Montoya, escritor paceño nacido en 1958, acaba de ser publicado en versión digital por la editorial italiana affinità elettive, con una llamativa portada en la que aparece la estatuilla del Tío de la mina.

En Cuentos de la mina, traducidos al italiano como Racconti dalla miniera, se recrean los mitos y las leyendas que giran en torno a un ser mitológico de carácter ambiguo, mitad dios y mitad demonio, que simboliza el sincretismo religioso y el mestizaje boliviano desde la época de la colonia.

El autor hace gala de las creencias y supersticiones que reinan en los Andes, donde sobreviven los ritos, usos y costumbres de las culturas originarias. En los cuentos se retrata la vida cotidiana de los mineros, sus luchas, sus tragedias, pero también sus creencias vinculadas al realismo mágico y la cosmovisión de las culturas indígenas, donde el Tío de la mina está considerado como el guardián de las riquezas minerales y el amo de los trabajadores del subsuelo.

El Tío es el protagonista principal en Cuentos de la mina. El autor nos quiere revelar desde un principio la pregunta: ¿Por qué el diablo se llamó Tío? La respuesta, narrada de una manera sorprendente y sobrenatural, la encontramos a lo largo de esta obra, donde se afirma que el Tío, en su estado demoníaco, hace suya a una chola de buen parecer, en quien engendra a un hijo que nace con el aspecto de iguana. Entonces el poder eclesiástico, al constatar que la criatura no es la hechura de Dios sino del diablo, condena a la madre y al hijo a arder en una hoguera. Es por eso que el diablo, según se relata en el cuento, actúa en venganza propia y causa estragos entre los pobladores, hasta que los mineros le suplican perdón por el asesinato de su legítimo heredero. El diablo recapacita, hace reaparecer los minerales en las galerías y decide llamarse Tío, a quien los mineros, como en una suerte de pacto, deben rendirle pleitesía ofrendándole sangre de llama blanca, hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

El libro fue traducido al italiano por Stefania Sinigaglia, quien, en una nota que acompaña a la primera edición, comentó: Me encontré con este libro de cuentos en una pequeña librería de Cochabamba. Yo había visitado la zona minera de Potosí, a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, donde me quedé muy impresionado con las condiciones de trabajo de los mineros, su vida y su familia (...) Tan pronto como vi el título: "Cuentos de la mina", me pareció que era un libro para mí. Y, después de leerlo, decidí, si no se había hecho hasta ahora, traducirlo para dar a conocer una realidad entretejida con el mito...

En Cuentos de la mina, como en toda obra de creación literaria, se explayan las modernas técnicas narrativas, a partir de un eje temático que pone en primera plana las vertientes más fascinantes del mundo minero, cuyas creencias están vinculadas tanto al paganismo de las culturas ancestrales como a la religión católica llegada al continente americano en las carabelas de los conquistadores ibéricos.

El libro, en Edizioni ae di Valentina Conti, está a disposición de los lectores en la página Web de affinità elettive: www.edizioniae.it

sábado, 20 de febrero de 2016


TEORÍAS DE LA VIOLENCIA HUMANA

La violencia existe desde siempre; violencia para sobrevivir, violencia para controlar el poder, violencia para sublevarse contra la dominación, violencia física y psíquica.

Los etólogos, en sus investigaciones sobre el comportamiento innato de los animales, llegaron a la conclusión de que el instinto agresivo tiene un carácter de supervivencia. Por lo tanto, la agresión entre los animales no es negativa para la especie, sino un instinto necesario para su existencia.

Charles Darwin, en su obra El origen de las especies por medio de la selección natural, proclamó al mono como el padre del hombre, arguyendo que sus instintos de lucha por la vida le permitieron seleccionar lo mejor de la especie y sobreponerse a la naturaleza salvaje. El mayor aporte de Darwin a la teoría evolucionista fue descubrir que la naturaleza, en su constante lucha por la vida, no sólo refrenaba la expansión genética de las especies, sino que, a través de esa lucha, sobrevivían los mejores y sucumbían los menos aptos. Solamente así puede explicarse el enfrentamiento habido entre especies y grupos sociales, apenas el hombre entra en la historia, salvaje, impotente ante la naturaleza y en medio de una cierta desigualdad social que, con el transcurso del tiempo, deriva en la lucha de clases.

El hombre, desde el instante en que levantó una piedra y la arrojó contra su adversario, utilizó un arma de defensa y sobrevivencia muchísimo antes de que el primer trozo de sílex hubiese sido convertido en punta de lanza. Una ojeada a la Historia de la Humanidad -dice Sigmund Freud-, nos muestra una serie ininterrumpida de conflictos entre una comunidad y otra, entre conglomerados mayores o menores, entre ciudades, comarcas, tribus, pueblos, Estados; conflictos que casi invariablemente fueron decididos por el cotejo bélico de las respectivas fuerzas (...) Al principio, en la pequeña horda humana, la mayor fuerza muscular era la que decidía a quién debía pertenecer alguna cosa o la voluntad de qué debía llevarse a cabo. Al poco tiempo la fuerza muscular fue reforzada y sustituida por el empleo de herramientas: triunfó aquél que poseía las mejores armas o que sabía emplearlas con mayor habilidad. Con la adopción de las armas, la superioridad intelectual ya comienza a ocupar la plaza de la fuerza muscular bruta, pero el objetivo final de la lucha sigue siendo el mismo: por el daño que se le inflige o por la aniquilación de sus fuerzas, una de las partes contendientes ha de ser obligada a abandonar sus pretensiones o su oposición (Freud, S., 1972, pp. 3.208-9).

Desde la más remota antigüedad, los hombres se enfrentaron entre sí por diversos motivos. En los últimos 5.000 años de la historia, la humanidad ha experimentado miles de guerras, y en todas ellas se han usado armas más poderosas que la fuerza humana. La historia de la humanidad es una historia de guerras y conquistas, donde el más fuerte se impone sobre el más débil, y que si de los textos de historia quitásemos las guerras, se convertirían en un puñado de páginas en blanco.

En la Edad de la Piedra, los mismos instrumentos ideados para defenderse de la naturaleza salvaje fueron trocados en armas de guerra. Después, cuando el hombre descubrió los metales, construyó armas más mortíferas que la honda y la lanza con punta de pedernal. Al irrumpir la pólvora en la historia, se fabricaron proyectiles para ser disparados por medio de un cañón. De modo que el arte de la guerra se perfeccionó entre el siglo XV y XVIII, con la progresiva consolidación del arma de fuego como factor decisivo en la contienda. El uso de la pólvora se extendió rápidamente a los campos de batalla y las armas tradicionales fueron sustituidas por arcabuces, mosquetes y cañones.

La guerra, que es un producto de la violencia y el deseo de poder, está generada por los instintos agresivos de la psicología humana. Ya en julio de 1932, cuando Albert Einstein -el físico cuyas teorías sobre la relatividad y la gravitación universales revolucionaron el mundo de la ciencia- le preguntó a Sigmund Freud: ¿Qué podría hacerse para evitar a los hombres el desastre de la guerra? El padre del psicoanálisis, en una carta fechada en septiembre de 1932, le respondió: Usted expresa su asombro por el hecho de que sea tan fácil entusiasmar a los hombres para la guerra, y sospecha que algo, un instinto del odio y de la destrucción, obra en ellos facilitando ese enardecimiento. Una vez más, no puedo sino compartir sin restricciones su opinión. Nosotros creemos en la existencia de semejante instinto, y precisamente durante los últimos años hemos tratado de estudiar sus manifestaciones. Permítame usted que exponga por ello una parte de la teoría de los instintos a la que hemos llegado en el psicoanálisis después de muchos tanteos y vacilaciones. Nosotros aceptamos que los instintos de los hombres no pertenecen más que a dos categorías: o bien son aquéllos que tienden a conservar y a unir -los denominados ‘eróticos’, completamente en el sentido del Eros del ‘Symposion’ platónico, o ‘sexuales’, ampliando deliberadamente el concepto popular de la ‘sexualidad’-, o bien son los instintos que tienden a destruir y a matar: los comprendemos en los términos ‘instintos de agresión o de destrucción’. Como usted advierte, no se trata más que de una transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente conocida y quizá relacionada primordialmente con aquella otra, entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el terreno de su ciencia (...) Con todo, quisiera detenerme un instante más en nuestro instinto de destrucción, cuya popularidad de ningún modo corre pareja con su importancia. Sucede que mediante cierto despliegue de especulación, hemos llegado a concebir que este instinto obra en todo ser viviente, ocasionando la tendencia de llevarlo a su desintegración, de reducir la vida al estado de la materia inanimada. Merece, pues, en todo sentido la designación de instinto de muerte, mientras que los instintos eróticos representan las tendencias hacia la vida. El instinto de muerte se torna instinto de destrucción cuando, con la ayuda de órganos especiales, es dirigido hacia fuera, hacia los objetos. El ser viviente protege en cierta manera su propia vida destruyendo la vida ajena (...) De lo que antecede derivamos para nuestros fines inmediatos la conclusión de que serán inútiles los propósitos para eliminar las tendencias agresivas del hombre. Dicen que en regiones muy felices de la Tierra, donde la naturaleza ofrece pródigamente cuanto el hombre necesita para su subsistencia, existen pueblos cuya vida transcurre pacíficamente, entre los cuales se desconoce la fuerza y la agresión. Apenas puedo creerlo, y me gustaría averiguar algo más sobre esos seres dichosos. También los bolcheviques esperan que podrán eliminar la agresión humana asegurando la satisfacción de las necesidades materiales y estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad. Yo creo que esto es una ilusión (...) Por otra parte, como usted mismo advierte, no se trata de eliminar del todo las tendencias agresivas, humanas, se puede intentar desviarlas, al punto que no necesiten buscar su expresión en la guerra (...) Pero con toda probabilidad esto es una esperanza utópica. Los restantes caminos para evitar indirectamente la guerra son por cierto más accesibles, pero en cambio no prometen un resultado inmediato que uno se moriría de hambre antes de tener harina (Freud, S., 1972, pp. 3.210-14).

Para Nicolás Maquiavelo, lo propio que para Friedrich Nietzsche, la violencia es algo inherente al género humano y la guerra una necesidad de los Estados; en tanto para los padres del socialismo científico, la violencia, aparte de ser un producto de la lucha de clases, es un medio y no un fin, puesto que sirve para transformar las estructuras socioeconómicas de una sociedad, pero no para eliminar al hombre en sí. Consideran que existe una violencia reaccionaria, que usa la burguesía para defender sus privilegios, y otra violencia revolucionaria, que tiende a destruir el aparato burocrático-militar de la clase dominante y socializar los medios de producción.

Cuando los marxistas plantean que la lucha de clases genera la violencia, y la violencia es el motor que permite la transformación cualitativa de la sociedad, admiten que la transición del capitalismo al socialismo requiere cambios radicales en las relaciones de producción. Empero, hay que recordar también que el imperio de la fuerza, que el marxismo está dispuesto a aceptar favorablemente, con objeto de liberar a los hombres de la servidumbre económica y establecer las condiciones en que deben basarse las relaciones verdaderamente morales, no va dirigido contra los individuos, sino contra una clase y las instituciones en que fundamenta su posición dominante (Ash, W., 1964, p. 146).

Si bien es cierto que el marxismo justifica los medios para alcanzar los fines, llegando al límite de favorecer el uso de la violencia revolucionaria para liberar a los oprimidos y abolir la propiedad privada de los medios de producción, es cierto también que, una vez abolida la lucha de clases, la violencia deja de ser un medio que justifica el fin.

Los psicoanalistas consideran que la violencia es producto de los mismos hombres, por ser desde un principio seres instintivos, motivados por deseos que son el resultado de apetencias salvajes y primitivas. Los pequeños -señala Anna Freud-, en todos los períodos de la historia, han demostrado rasgos de violencia, de agresión y destrucción (...) Las manifestaciones del instinto agresivo se hallan estrechamente amalgamadas con las manifestaciones sexuales (Freud, A., 1980, p. 78).

El instinto de agresión infantil, según Anna Freud, aparece en la primera fase bajo la forma del sadismo oral, utilizando sus dientes como instrumentos de agresión; en la fase anal son notoriamente destructivos, tercos, dominantes y posesivos; en la fase fálica la agresión se manifiesta bajo actitudes de virilidad, en conexión con las manifestaciones del llamado Complejo de Edipo.

Sigmund Freud y Konrad Lorenz coinciden en la idea de que la agresión puede descargarse de maneras diferentes. Por ejemplo, practicando algún deporte de lucha libre o rompiendo algún objeto que está al alcance de la mano. Si Lorenz aconseja que el amor es el mejor antídoto contra la agresividad, Freud afirma que los instintos de agresión no aceptados socialmente pueden ser sublimados en el arte, la religión, las ideologías políticas u otros actos socialmente aceptables. La catarsis implica despojarse de los sentimientos de culpa y de los conflictos emocionales, a través de llevarlos al plano consciente y darles una forma de expresión.

Se dice que el niño, incluso el más inocente y pacífico, tiene sentimientos destructivos o instintos de muerte, que si son dirigidos hacia adentro pueden conducirlo al suicidio, o bien, si son dirigidos hacia fuera, pueden llevarlo a cometer un crimen. La agresividad del niño, asimismo, puede ser estimulada por el rechazo social del cual es objeto o por una simple falta de afectividad emocional, puesto que el problema de la violencia no sólo está fuera de nosotros, en el entorno social, sino también dentro de nosotros; un peligro que aumenta en una sociedad que enseña, desde temprana edad, que las cosas no se consiguen sino por medio de una inhumana y egoísta competencia. El otro no se nos presenta, en nuestra educación para la vida, como un cooperador sino como un competidor, como un enemigo. A esto se suman los medios de comunicación que, en su afán de propagar la violencia incluso en el juego y los deportes, estimulan el instinto de agresión de los niños.

Según el psicólogo Robert R. Sears, los niños que sufren castigos físicos y psíquicos son los que demuestran mayor agresividad en la escuela y en las actividades lúdicas, que los niños que se desarrollan en hogares donde la convivencia es armónica. Para Sears, como para los psicólogos que tomaron algunos conceptos del psicoanálisis, la agresión es una consecuencia de las frustraciones y prohibiciones con las cuales tropiezan los niños en su entorno. Cuando el niño reacciona con agresividad es porque quiere manifestar su decepción frente a la madre o frente al contexto social que lo rodea.

Por otro lado, no cesan de aflorar teorías que rechazan la idea de la violencia como instinto innato, afirmando que la agresividad no es más que un fenómeno adquirido en el contexto social. Los naturalistas, a diferencia de Freud y Lorenz, sostienen que una de las peculiaridades de la especie humana es su educabilidad, su capacidad de adaptación y su flexibilidad; factores que permiten -y permitieron- la evolución de la humanidad, desde que el hombre dejó de vivir en los árboles y en las cavernas. De ahí que en las comunidades primitivas, donde los grupos humanos estaban constituidos por treinta o cincuenta individuos, los elementos agresivos no hubiesen prosperado. En esas comunidades, cuyas actividades principales eran la recolección y la caza, la ayuda mutua y la preocupación por los demás -la cooperación- no sólo eran estimadas, sino que constituían condiciones estrictamente necesarias para la supervivencia del grupo.

Muchos de los naturalistas, que afirman que el hombre nunca fue agresivo ni imperfecto desde su nacimiento, tienen como cabecera la Biblia, en cuyo primer libro, Génesis, se describe la creación de un mundo exento de maldades y sufrimientos. El sexto día en que Dios crea al hombre y la mujer, a su imagen y semejanza, los hace perfectos en cuerpo y alma, pero ni bien caen en la tentación de una criatura maligna (Satanás), Adán y Eva son expulsados del paraíso por desobedecer lo que el Creador les dejó dicho: Que no comieran del árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo. Fue entonces cuando Dios, refiriéndose a la serpiente, le dijo: Tú eres la maldita entre todos los animales domésticos y entre todas las bestias salvajes del campo. Sobre tu vientre irás y polvo comerás todos los días de tu vida (...) Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre la descendencia de ella. Él te magullará en la cabeza y tú le magullarás en el talón. Y, dirigiéndose a Eva, sentenció: Aumentaré en gran manera el dolor de tu preñez; con dolor de parto darás a luz hijos, y tu deseo vehemente será por tu esposo, y él te dominará. En efecto, cuando Adán y Eva tuvieron descendientes, éstos nacieron cargados de pecados y fueron imperfectos como sus progenitores. Caín encarnaba ya la violencia y, con su agresión irrefrenable, degolló a su hermano Abel, para así dar nacimiento a la violencia humana.

En el siglo V, San Agustín -el teólogo que escribió La ciudad de Dios- arguyó que el Creador no era el responsable de que exista el mal, sino el hombre, ya que Dios -el autor de las cualidades humanas y no de los vicios- creó al hombre recto; pero el hombre, habiéndose hecho corrupto por su propia voluntad y habiendo sido condenado justamente, engendró hijos corruptos y violentos. Entonces, del mal uso del libre albedrío se originó el proceso del mal.

En el siglo XVI, el protestante francés Juan Calvino pensaba, al igual que San Agustín y Martín Lutero, que algunos seres humanos estaban predestinados por Dios a ser hijos herederos del reino celestial; en tanto otros, cuya naturaleza humana fue corrompida por el pecado original, estaban destinados a ser los recipientes de su ira y a padecer la condenación eterna.

En el siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau sostenía la teoría de que el hombre era naturalmente bueno, que la sociedad corrompía esta bondad y que, por lo tanto, la persona no nacía perversa sino que se hacía perversa, y que era necesario volver a la virtud primitiva. Es bueno todo lo que viene del Creador de las cosas: que todo degenera en las manos del hombre. Es decir, la actitud de bondad o de maldad es fruto del medio social en el cual se desarrolla el individuo.

El psicólogo Albert Bandura, de acuerdo con el filósofo francés, estima que el comportamiento humano, más que ser genético o hereditario, es un fenómeno adquirido por medio de la observación e imitación. En idéntica línea se mantiene Ashley Montagu, para quien la agresividad de los hombres no es una reacción sino una respuesta: el hombre no nace con un carácter agresivo, sino con un sistema muy organizado de tendencias hacia el crecimiento y el desarrollo de su ambiente de comprensión y cooperación.

John Lewis, en su libro Hombre y evolución, rebate la teoría sobre la agresividad innata, señalando que no existen razones para suponer que el hombre sea movido por impulsos instintivos, ya que no existe testimonio antropológico alguno que corrobore esa concepción del hombre primitivo considerado como un ser esencialmente competitivo. El hombre, al contrario, ha sido siempre, por naturaleza, más cooperativo que agresivo. La teoría psicológica de Freud, afirmando la indiscutible base agresiva de la naturaleza humana, no tiene validez real alguna (Lewis, J., 1968, p. 136).

Helen Schwartzmann, estudiando la antropología del juego en una isla del Océano Pacífico, constató que los niños no estaban familiarizados con la connotación semántica de las palabras ganar/perder, en vista de que el juego para ellos implicaba un modo de ponerse en contacto con el mundo circundante, una actividad alegre, llena de fantasía y exenta de vencedores y vencidos. Esto demuestra que la competencia, al no formar parte de la naturaleza del juego, es propia de las sociedades modernas, donde se incentiva a diario el espíritu de competencia entre individuos.

No es casual que los instintos agresivos del hombre estén reflejados en gran parte de la literatura, desde Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, hasta El señor de las moscas, de William Golding -premio Nobel de Literatura 1983-, quien en su novela narra la conducta salvaje de un grupo de niños ingleses que, luego de sobrevivir a un accidente de aviación en una isla desértica, intentan organizar su propia sociedad lejos del mundo adulto y de los valores ético-morales de la cultura occidental.

Una vez que fracasan en su intento, se transforman en arquetipos de cazadores salvajes y primitivos, cuya única ley es el odio y la violencia, como si la sociedad moderna hubiese virado hacia su pasado más remoto, pues el terror cósmico y el deseo de dominación suprimen las normas éticas y morales, para dar rienda suelta a los instintos atávicos latentes bajo las costumbres civilizadas.

William Golding, convencido de la maldad intrínseca del ser humano, manifestó en cierta ocasión: Mi novela es un intento de analizar los defectos sociales o las normas que rigen los defectos de la naturaleza salvaje, puesto que la sociedad y los hombres están programados genéticamente para el sadismo y la violencia.

Agreguemos a todo esto el pensamiento de George Friedrich Nicolai, quien, en su libro Biología de la guerra, apunta: La guerra en las sociedades humanas es una supervivencia de los instintos de agresividad que arrastra nuestra especie desde las lejanías de su genealogía zoológica a la cual se debe oponer la urgencia de remodelar la convivencia humana en un factible proceso de superhumanización, reemplazando los ciegos y violentos instintos por el sereno gobierno de la razón.

Con todo, la discusión sobre el carácter innato o adquirido de la violencia humana, por ser motivo de controversias, seguirá ocupando la lúcida mente de los pensadores antes de alcanzar su punto final, debido a que, a diferencia de Rousseau, Bandura, Lewis y otros, el filósofo inglés Thomas Hobbes, tres siglos antes que Sigmund Freud, sentenció que la humanidad tiene una agresividad innata. Mucho después, los etólogos Konrad Lorenz, Karl Von Frisch y el holandés Nikolaas Tinbergen, comparando la conducta animal y humana, detectaron que la agresividad es genética, y que el instinto de agresión humana dirigido hacia sus congéneres es la causa de la violencia contemporánea.  

Bibliografía

Ash, William: Marxismo y moral. Ed. Era, S. A., México, 1969.
Biblia: Ed. Watchtower Bible and tract society of New York, 1979.
Freud, Anna: El desarrollo del niño. Ed. Paidós Ibérica, Barcelona, 1980.
Freud, Sigmund: Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte. Obras Completas, Tomo VI. Ed. Alianza, Madrid, 1985.
Golding, William: El señor de las moscas. Ed. Alianza, Madrid, 1985.
Lewis, John: Hombre y evolución. Ed. Grijalbo, S. A., México, 1968.

jueves, 18 de febrero de 2016


LA FANTASÍA EN EL IMAGINARIO POPULAR

En culturas como la boliviana, donde se mantienen vivas las creencias pagano-religiosas, los habitantes tienen la mente proclive a las supersticiones y la cotidianeidad está transversalmente atravesada por la tradición oral, cuya sabiduría cultural se transmite de padres a hijos, de adultos a niños, a través de leyendas, mitos, cantos, oraciones, fábulas, refranes, conjuros y otras formas de manifestación de la oralidad, que ha sido desde siempre una de las mejores formas de preservar los conocimientos ancestrales y transmitirlos como testimonios de épocas pretéritas a las nuevas generaciones, con la finalidad de que éstas enriquezcan su bagaje cultural con los aportes del ingenio popular.

No existe un solo individuo que no haya alimentado su fantasía con las narraciones de la tradición oral, puesto que en todos los hogares se cuentan historias de espanto y aparecidos, con las que disfrutan tanto los niños como los adultos. Los cuentos de terror o de fenómenos paranormales siempre fueron una fuente de la que bebieron los escritores, porque contienen temas y personajes que nos son familiares desde la cuna hasta la tumba.

Personajes fantásticos
Desde la más remota antigüedad, todas las civilizaciones crearon a sus personajes fantásticos, concediéndoles atributos que los diferenciaban de los simples mortales. Ahí tenemos a los titanes y dioses mitológicos, que poseían poderes sobrenaturales y una vida contextualizada en dimensiones extraterrenales.

Muchos de estos personajes ficticios, creados por la fantasía de los hombres primitivos y modernos, han llegado a formar parte de las comunidades urbanas y rurales debido a que tienen una poderosa fuerza de atracción, que nos permiten cumplir nuestros sueños y deseos a través de las aventuras y desventuras que ellos protagonizan en el mundo fantástico que los rodea, casi siempre estructurado sobre la base de una imaginación que transgrede los límites del racionalismo y la lógica formal.
  
Los personajes fabulosos, hechos de magia y fantasía, rompen con las franjas temporales y espaciales de un modo particular, ya que poseen la facultad de morir y resucitar, de aparecer y desaparecer, de transformase en entes materiales e inmateriales y, sobre todo, la facultad de ser dioses y hombres y a la vez; una dicotomía que forma parte de su esencia desde el instante en que fueron creados como tales por la imaginación de los simples mortales que, desde la edad primitiva de las civilizaciones, tuvieron siempre la necesidad de creer que existen, en otras dimensiones, seres más poderosos que los individuos del mundo terrenal.

La literatura anclada en la oralidad
No es casual que los hombres primitivos, con una fantasía similar a la de los niños, hayan sido capaces de crear a los dioses y demonios, con la finalidad de proyectar su propio fuero interno, que luego se fue transmitiendo de boca en boca y de generación en generación, hasta llegar a nuestros días como un legado de nuestro pasado histórico.


Las narraciones fantásticas no son una invención de los escritores modernos, sino de los cultores de una antigua tradición literaria anclada en la oralidad de las viejas culturas de Oriente y Occidente, pero también de las culturas  precolombinas, como en el caso de América Latina. Lo que quiere decir que la explicación empírica de la realidad, con una sobredosis de ficción, siempre ocupó la mente de los hombres en todas las épocas y culturas.

Lo interesante es que las narraciones de la tradición oral, de un modo general, son similares en todas las culturas, así éstas no hayan establecido un contacto directo. Lo que hace suponer que los individuos, indistintamente del lugar geográfico y la época, compartían las mismas necesidades de despejar las dudas concernientes a los fenómenos físicos de la naturaleza, los instintos naturales de la condición humana, los misterios de la vida, la muerte y, por supuesto, la  existencia de otras formas de vida después de la muerte; de lo contrario, no se creería en la existencia de una vida en el más allá ni en el espíritu de los individuos que, después de muertos, retornan como condenados al reino de los vivos.

La memoria colectiva
Todas estas creencias fascinantes del ingenio popular son elementos que sirven como base en la re-creación de una obra literaria que, más que ser el producto de una poderosa mente creadora, resulta ser el compendio de la memoria colectiva; es decir, la tradición oral convertida en literatura. No obstante, a pesar de esta evidencia, existen todavía quienes aseveran que las obras de carácter fantástico son creaciones auténticas y originales de los tiempos modernos; una afirmación que, desde luego, está lejos de la verdad, puesto que la literatura fantástica, en su forma oral y escrita, existió desde siempre. Por lo tanto, como enseña el sabio proverbio: No hay nada nuevo bajo el sol.

Todos los escritores, de un modo consciente o inconsciente, son plagiadores de los autores y las obras que los precedieron en su proceso de aprendizaje escritural. Esto lo reconocen, con la mano en el pecho, incluso los autores más prestigiosos de la literatura universal, conscientes de que el imaginario popular, desde los albores de la comunidad primitiva, fue el principal generador de narraciones que pretendían mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común.

La tradición oral 
La tradición oral latinoamericana, desde su pasado milenario, tuvo innumerables Iriartes, Esopos y Samaniegos que, aun sin saber leer ni escribir, transmitieron las fábulas de generación en generación y de boca en boca, hasta que aparecieron los compiladores de la colonia y la república, quienes, gracias al buen manejo de la pluma y el tintero, perpetuaron la memoria colectiva en las páginas de los libros impresos, pasando así de la oralidad a la escritura y salvando una rica tradición popular que, de otro modo,  pudo haber sucumbido en el tiempo y el olvido.

No se sabe con certeza cuándo surgieron estas fábulas cuyos protagonistas están dotados de voz humana, mas es probable que fueron introducidas en América durante el siglo XVI, no tanto por las huestes de Hernán Cortés y Francisco Pizarro, sino, más bien, por los esclavos africanos traídos como mercancía humana, pues los folklorólogos detectaron que las fábulas de origen africano, aunque en versiones diferentes, se contaban en las minas y las plantaciones donde existieron esclavos negros; los cuales, a pesar de haber echado por la borda a los dioses de la fecundidad para evitar la multiplicación de esclavos en tierras americanas, decidieron conservar las fábulas de la tradición oral y difundirlas entre los indígenas que compartían la misma suerte del despojo y la colonización. Con el paso del tiempo, estas fábulas se impregnaron del folklore y los vocablos típicos de las culturas precolombinas.

El imaginario popular
Algunas fábulas de la tradición oral son prodigios de la imaginación popular, imaginación que no siempre es una aberración de la lógica, sino un modo de expresar las sensaciones y emociones del alma por medio de imágenes, emblemas y símbolos. En tanto otras, de enorme poder sugestivo y expresión lacónica, hunden sus raíces en las culturas ancestrales y son piezas claves del folklore, pues son muestras vivas de la fidelidad con que la memoria colectiva conserva el ingenio y la sabiduría populares.

El folklore es tan rico en colorido, que Gabriela Mistral estaba convencida de que la poesía infantil válida, o la única válida, era la popular y propiamente el folklore que cada pueblo tiene a mano, pues en él encontramos todo lo que necesita, como alimento, el espíritu del niño. En efecto, los niños latinoamericanos no necesitan consumir una literatura alienante y comercial llegada de Occidente, ya que les basta con oír las historias de su entorno en boca de diestros cuenteros, que a uno lo mantienen en vilo y lo ponen en trance de encanto, sin más recursos que las inflexiones de la voz, los gestos del rostro y los movimientos de las manos y el cuerpo.

La moraleja en las fábulas
Desde tiempos muy remotos, los hombres han usado el velo de la ficción o de la simbología para defender las virtudes y criticar los defectos; y, ante todo, para cuestionar a los poderes de dominación, pues la fábula, al igual que la trova en la antigua Grecia o Roma, es una suerte de venganza del esclavo dotado de ingenio y talento. Por ejemplo, el zorro y el conejo, que representan la astucia y la picardía, son dos de los personajes en torno a los cuales gira la mayor cantidad de fábulas latinoamericanas. En Perú y Bolivia se los conoce con el nombre genérico de Cumpa Conejo y Atoj Antoño. En Colombia y Ecuador como Tío Conejo y Tía Zorra y en Argentina como Don Juan, el Zorro y el Conejo.


Los personajes de las fábulas representan casi siempre figuras arquetípicas que simbolizan las virtudes y los defectos humanos, y dentro de una peculiar estructura, el malo es perfectamente malo y el bueno es inconfundiblemente bueno, y el anhelo de justicia, tan fuerte entre los niños como entre los desposeídos, desenlaza en el premio y el castigo correspondientes.

En la actualidad, las fábulas de la tradición oral, que representan la lucha del débil contra el fuerte o la simple realización de una travesura, no sólo pasan a enriquecer el acervo cultural de un continente tan complejo como el latinoamericano, sino que son joyas literarias dignas de ser incluidas en antologías literarias, por cuanto la fábula es una de las formas primeras y predilectas de los lectores, y los fabulistas los magos de la palabra oral y escrita.

De Homero a García Márquez
La llamada literatura fantástica de nuestros tiempos, con personajes monstruosos y temas que abordan situaciones fabulosas, tiene sus referentes en autores y obras que se escribieron mucho antes de la Era cristiana, como el Poema de Gilgamesh, donde intervienen gigantes, dioses y hechos sobrenaturales. Asimismo, en los poemas épicos de Homero, particularmente en la Ilíada y Odisea,  donde se describen numerosos episodios protagonizados por personajes mitológicos y criaturas fabulosas, que no existen en la realidad pero si en el imaginario popular o en la cosmovisión de un universo ficticio narrado con verosimilitud, intentando convencer al lector de que es posible lo imposible, como ocurre en los cuentos de Las mil y una noches, que no tienen autor conocido, debido a que provienen de la tradición oral, como todos los cuentos compilados por Charles Perrault y los Hermanos Grimm.

Tampoco es casual que los escritores del llamado realismo mágico, desde Juan Rulfo hasta García Márquez, hayan encontrado su fuente de inspiración en varias de las narraciones del mundo bíblico, donde aparecen personajes con asombrosos poderes sobrenaturales y se describen episodios insólitos que, más que haber existido en la realidad, parecen haber sido arrancados de las páginas de una novela del género fantástico.

De modo que la narrativa fantástica de nuestros tiempos honda sus raíces en los relatos de la tradición oral, en las cuales los cuenteros natos, para lograr personajes debidamente caracterizados y argumentos sostenibles, dieron verosimilitud interna a lo fantástico o irreal, como en la retórica destinada a convencer de que lo negro es negro y lo blanco es blanco. Por eso mismo, los personajes y temas, plasmados en universos fantásticos de la forma más convincente y clara posibles, se acercan a los pensamientos y sentimientos de los oyentes y lectores, quienes se interesan, se identifican y se reconocen en las historias narradas con los recursos concebidos por la imaginación, capaz de mostrar que existen hechos reales que tienen una connotación fantástica, como existen hechos fantásticos que forman parte de la realidad cotidiana.