domingo, 21 de febrero de 2016


CUENTOS DE LA MINA EN ITALIANO

El libro de cuentos de Víctor Montoya, escritor paceño nacido en 1958, acaba de ser publicado en versión digital por la editorial italiana affinità elettive, con una llamativa portada en la que aparece la estatuilla del Tío de la mina.

En Cuentos de la mina, traducidos al italiano como Racconti dalla miniera, se recrean los mitos y las leyendas que giran en torno a un ser mitológico de carácter ambiguo, mitad dios y mitad demonio, que simboliza el sincretismo religioso y el mestizaje boliviano desde la época de la colonia.

El autor hace gala de las creencias y supersticiones que reinan en los Andes, donde sobreviven los ritos, usos y costumbres de las culturas originarias. En los cuentos se retrata la vida cotidiana de los mineros, sus luchas, sus tragedias, pero también sus creencias vinculadas al realismo mágico y la cosmovisión de las culturas indígenas, donde el Tío de la mina está considerado como el guardián de las riquezas minerales y el amo de los trabajadores del subsuelo.

El Tío es el protagonista principal en Cuentos de la mina. El autor nos quiere revelar desde un principio la pregunta: ¿Por qué el diablo se llamó Tío? La respuesta, narrada de una manera sorprendente y sobrenatural, la encontramos a lo largo de esta obra, donde se afirma que el Tío, en su estado demoníaco, hace suya a una chola de buen parecer, en quien engendra a un hijo que nace con el aspecto de iguana. Entonces el poder eclesiástico, al constatar que la criatura no es la hechura de Dios sino del diablo, condena a la madre y al hijo a arder en una hoguera. Es por eso que el diablo, según se relata en el cuento, actúa en venganza propia y causa estragos entre los pobladores, hasta que los mineros le suplican perdón por el asesinato de su legítimo heredero. El diablo recapacita, hace reaparecer los minerales en las galerías y decide llamarse Tío, a quien los mineros, como en una suerte de pacto, deben rendirle pleitesía ofrendándole sangre de llama blanca, hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

El libro fue traducido al italiano por Stefania Sinigaglia, quien, en una nota que acompaña a la primera edición, comentó: Me encontré con este libro de cuentos en una pequeña librería de Cochabamba. Yo había visitado la zona minera de Potosí, a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, donde me quedé muy impresionado con las condiciones de trabajo de los mineros, su vida y su familia (...) Tan pronto como vi el título: "Cuentos de la mina", me pareció que era un libro para mí. Y, después de leerlo, decidí, si no se había hecho hasta ahora, traducirlo para dar a conocer una realidad entretejida con el mito...

En Cuentos de la mina, como en toda obra de creación literaria, se explayan las modernas técnicas narrativas, a partir de un eje temático que pone en primera plana las vertientes más fascinantes del mundo minero, cuyas creencias están vinculadas tanto al paganismo de las culturas ancestrales como a la religión católica llegada al continente americano en las carabelas de los conquistadores ibéricos.

El libro, en Edizioni ae di Valentina Conti, está a disposición de los lectores en la página Web de affinità elettive: www.edizioniae.it

sábado, 20 de febrero de 2016


TEORÍAS DE LA VIOLENCIA HUMANA

La violencia existe desde siempre; violencia para sobrevivir, violencia para controlar el poder, violencia para sublevarse contra la dominación, violencia física y psíquica.

Los etólogos, en sus investigaciones sobre el comportamiento innato de los animales, llegaron a la conclusión de que el instinto agresivo tiene un carácter de supervivencia. Por lo tanto, la agresión entre los animales no es negativa para la especie, sino un instinto necesario para su existencia.

Charles Darwin, en su obra El origen de las especies por medio de la selección natural, proclamó al mono como el padre del hombre, arguyendo que sus instintos de lucha por la vida le permitieron seleccionar lo mejor de la especie y sobreponerse a la naturaleza salvaje. El mayor aporte de Darwin a la teoría evolucionista fue descubrir que la naturaleza, en su constante lucha por la vida, no sólo refrenaba la expansión genética de las especies, sino que, a través de esa lucha, sobrevivían los mejores y sucumbían los menos aptos. Solamente así puede explicarse el enfrentamiento habido entre especies y grupos sociales, apenas el hombre entra en la historia, salvaje, impotente ante la naturaleza y en medio de una cierta desigualdad social que, con el transcurso del tiempo, deriva en la lucha de clases.

El hombre, desde el instante en que levantó una piedra y la arrojó contra su adversario, utilizó un arma de defensa y sobrevivencia muchísimo antes de que el primer trozo de sílex hubiese sido convertido en punta de lanza. Una ojeada a la Historia de la Humanidad -dice Sigmund Freud-, nos muestra una serie ininterrumpida de conflictos entre una comunidad y otra, entre conglomerados mayores o menores, entre ciudades, comarcas, tribus, pueblos, Estados; conflictos que casi invariablemente fueron decididos por el cotejo bélico de las respectivas fuerzas (...) Al principio, en la pequeña horda humana, la mayor fuerza muscular era la que decidía a quién debía pertenecer alguna cosa o la voluntad de qué debía llevarse a cabo. Al poco tiempo la fuerza muscular fue reforzada y sustituida por el empleo de herramientas: triunfó aquél que poseía las mejores armas o que sabía emplearlas con mayor habilidad. Con la adopción de las armas, la superioridad intelectual ya comienza a ocupar la plaza de la fuerza muscular bruta, pero el objetivo final de la lucha sigue siendo el mismo: por el daño que se le inflige o por la aniquilación de sus fuerzas, una de las partes contendientes ha de ser obligada a abandonar sus pretensiones o su oposición (Freud, S., 1972, pp. 3.208-9).

Desde la más remota antigüedad, los hombres se enfrentaron entre sí por diversos motivos. En los últimos 5.000 años de la historia, la humanidad ha experimentado miles de guerras, y en todas ellas se han usado armas más poderosas que la fuerza humana. La historia de la humanidad es una historia de guerras y conquistas, donde el más fuerte se impone sobre el más débil, y que si de los textos de historia quitásemos las guerras, se convertirían en un puñado de páginas en blanco.

En la Edad de la Piedra, los mismos instrumentos ideados para defenderse de la naturaleza salvaje fueron trocados en armas de guerra. Después, cuando el hombre descubrió los metales, construyó armas más mortíferas que la honda y la lanza con punta de pedernal. Al irrumpir la pólvora en la historia, se fabricaron proyectiles para ser disparados por medio de un cañón. De modo que el arte de la guerra se perfeccionó entre el siglo XV y XVIII, con la progresiva consolidación del arma de fuego como factor decisivo en la contienda. El uso de la pólvora se extendió rápidamente a los campos de batalla y las armas tradicionales fueron sustituidas por arcabuces, mosquetes y cañones.

La guerra, que es un producto de la violencia y el deseo de poder, está generada por los instintos agresivos de la psicología humana. Ya en julio de 1932, cuando Albert Einstein -el físico cuyas teorías sobre la relatividad y la gravitación universales revolucionaron el mundo de la ciencia- le preguntó a Sigmund Freud: ¿Qué podría hacerse para evitar a los hombres el desastre de la guerra? El padre del psicoanálisis, en una carta fechada en septiembre de 1932, le respondió: Usted expresa su asombro por el hecho de que sea tan fácil entusiasmar a los hombres para la guerra, y sospecha que algo, un instinto del odio y de la destrucción, obra en ellos facilitando ese enardecimiento. Una vez más, no puedo sino compartir sin restricciones su opinión. Nosotros creemos en la existencia de semejante instinto, y precisamente durante los últimos años hemos tratado de estudiar sus manifestaciones. Permítame usted que exponga por ello una parte de la teoría de los instintos a la que hemos llegado en el psicoanálisis después de muchos tanteos y vacilaciones. Nosotros aceptamos que los instintos de los hombres no pertenecen más que a dos categorías: o bien son aquéllos que tienden a conservar y a unir -los denominados ‘eróticos’, completamente en el sentido del Eros del ‘Symposion’ platónico, o ‘sexuales’, ampliando deliberadamente el concepto popular de la ‘sexualidad’-, o bien son los instintos que tienden a destruir y a matar: los comprendemos en los términos ‘instintos de agresión o de destrucción’. Como usted advierte, no se trata más que de una transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente conocida y quizá relacionada primordialmente con aquella otra, entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el terreno de su ciencia (...) Con todo, quisiera detenerme un instante más en nuestro instinto de destrucción, cuya popularidad de ningún modo corre pareja con su importancia. Sucede que mediante cierto despliegue de especulación, hemos llegado a concebir que este instinto obra en todo ser viviente, ocasionando la tendencia de llevarlo a su desintegración, de reducir la vida al estado de la materia inanimada. Merece, pues, en todo sentido la designación de instinto de muerte, mientras que los instintos eróticos representan las tendencias hacia la vida. El instinto de muerte se torna instinto de destrucción cuando, con la ayuda de órganos especiales, es dirigido hacia fuera, hacia los objetos. El ser viviente protege en cierta manera su propia vida destruyendo la vida ajena (...) De lo que antecede derivamos para nuestros fines inmediatos la conclusión de que serán inútiles los propósitos para eliminar las tendencias agresivas del hombre. Dicen que en regiones muy felices de la Tierra, donde la naturaleza ofrece pródigamente cuanto el hombre necesita para su subsistencia, existen pueblos cuya vida transcurre pacíficamente, entre los cuales se desconoce la fuerza y la agresión. Apenas puedo creerlo, y me gustaría averiguar algo más sobre esos seres dichosos. También los bolcheviques esperan que podrán eliminar la agresión humana asegurando la satisfacción de las necesidades materiales y estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad. Yo creo que esto es una ilusión (...) Por otra parte, como usted mismo advierte, no se trata de eliminar del todo las tendencias agresivas, humanas, se puede intentar desviarlas, al punto que no necesiten buscar su expresión en la guerra (...) Pero con toda probabilidad esto es una esperanza utópica. Los restantes caminos para evitar indirectamente la guerra son por cierto más accesibles, pero en cambio no prometen un resultado inmediato que uno se moriría de hambre antes de tener harina (Freud, S., 1972, pp. 3.210-14).

Para Nicolás Maquiavelo, lo propio que para Friedrich Nietzsche, la violencia es algo inherente al género humano y la guerra una necesidad de los Estados; en tanto para los padres del socialismo científico, la violencia, aparte de ser un producto de la lucha de clases, es un medio y no un fin, puesto que sirve para transformar las estructuras socioeconómicas de una sociedad, pero no para eliminar al hombre en sí. Consideran que existe una violencia reaccionaria, que usa la burguesía para defender sus privilegios, y otra violencia revolucionaria, que tiende a destruir el aparato burocrático-militar de la clase dominante y socializar los medios de producción.

Cuando los marxistas plantean que la lucha de clases genera la violencia, y la violencia es el motor que permite la transformación cualitativa de la sociedad, admiten que la transición del capitalismo al socialismo requiere cambios radicales en las relaciones de producción. Empero, hay que recordar también que el imperio de la fuerza, que el marxismo está dispuesto a aceptar favorablemente, con objeto de liberar a los hombres de la servidumbre económica y establecer las condiciones en que deben basarse las relaciones verdaderamente morales, no va dirigido contra los individuos, sino contra una clase y las instituciones en que fundamenta su posición dominante (Ash, W., 1964, p. 146).

Si bien es cierto que el marxismo justifica los medios para alcanzar los fines, llegando al límite de favorecer el uso de la violencia revolucionaria para liberar a los oprimidos y abolir la propiedad privada de los medios de producción, es cierto también que, una vez abolida la lucha de clases, la violencia deja de ser un medio que justifica el fin.

Los psicoanalistas consideran que la violencia es producto de los mismos hombres, por ser desde un principio seres instintivos, motivados por deseos que son el resultado de apetencias salvajes y primitivas. Los pequeños -señala Anna Freud-, en todos los períodos de la historia, han demostrado rasgos de violencia, de agresión y destrucción (...) Las manifestaciones del instinto agresivo se hallan estrechamente amalgamadas con las manifestaciones sexuales (Freud, A., 1980, p. 78).

El instinto de agresión infantil, según Anna Freud, aparece en la primera fase bajo la forma del sadismo oral, utilizando sus dientes como instrumentos de agresión; en la fase anal son notoriamente destructivos, tercos, dominantes y posesivos; en la fase fálica la agresión se manifiesta bajo actitudes de virilidad, en conexión con las manifestaciones del llamado Complejo de Edipo.

Sigmund Freud y Konrad Lorenz coinciden en la idea de que la agresión puede descargarse de maneras diferentes. Por ejemplo, practicando algún deporte de lucha libre o rompiendo algún objeto que está al alcance de la mano. Si Lorenz aconseja que el amor es el mejor antídoto contra la agresividad, Freud afirma que los instintos de agresión no aceptados socialmente pueden ser sublimados en el arte, la religión, las ideologías políticas u otros actos socialmente aceptables. La catarsis implica despojarse de los sentimientos de culpa y de los conflictos emocionales, a través de llevarlos al plano consciente y darles una forma de expresión.

Se dice que el niño, incluso el más inocente y pacífico, tiene sentimientos destructivos o instintos de muerte, que si son dirigidos hacia adentro pueden conducirlo al suicidio, o bien, si son dirigidos hacia fuera, pueden llevarlo a cometer un crimen. La agresividad del niño, asimismo, puede ser estimulada por el rechazo social del cual es objeto o por una simple falta de afectividad emocional, puesto que el problema de la violencia no sólo está fuera de nosotros, en el entorno social, sino también dentro de nosotros; un peligro que aumenta en una sociedad que enseña, desde temprana edad, que las cosas no se consiguen sino por medio de una inhumana y egoísta competencia. El otro no se nos presenta, en nuestra educación para la vida, como un cooperador sino como un competidor, como un enemigo. A esto se suman los medios de comunicación que, en su afán de propagar la violencia incluso en el juego y los deportes, estimulan el instinto de agresión de los niños.

Según el psicólogo Robert R. Sears, los niños que sufren castigos físicos y psíquicos son los que demuestran mayor agresividad en la escuela y en las actividades lúdicas, que los niños que se desarrollan en hogares donde la convivencia es armónica. Para Sears, como para los psicólogos que tomaron algunos conceptos del psicoanálisis, la agresión es una consecuencia de las frustraciones y prohibiciones con las cuales tropiezan los niños en su entorno. Cuando el niño reacciona con agresividad es porque quiere manifestar su decepción frente a la madre o frente al contexto social que lo rodea.

Por otro lado, no cesan de aflorar teorías que rechazan la idea de la violencia como instinto innato, afirmando que la agresividad no es más que un fenómeno adquirido en el contexto social. Los naturalistas, a diferencia de Freud y Lorenz, sostienen que una de las peculiaridades de la especie humana es su educabilidad, su capacidad de adaptación y su flexibilidad; factores que permiten -y permitieron- la evolución de la humanidad, desde que el hombre dejó de vivir en los árboles y en las cavernas. De ahí que en las comunidades primitivas, donde los grupos humanos estaban constituidos por treinta o cincuenta individuos, los elementos agresivos no hubiesen prosperado. En esas comunidades, cuyas actividades principales eran la recolección y la caza, la ayuda mutua y la preocupación por los demás -la cooperación- no sólo eran estimadas, sino que constituían condiciones estrictamente necesarias para la supervivencia del grupo.

Muchos de los naturalistas, que afirman que el hombre nunca fue agresivo ni imperfecto desde su nacimiento, tienen como cabecera la Biblia, en cuyo primer libro, Génesis, se describe la creación de un mundo exento de maldades y sufrimientos. El sexto día en que Dios crea al hombre y la mujer, a su imagen y semejanza, los hace perfectos en cuerpo y alma, pero ni bien caen en la tentación de una criatura maligna (Satanás), Adán y Eva son expulsados del paraíso por desobedecer lo que el Creador les dejó dicho: Que no comieran del árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo. Fue entonces cuando Dios, refiriéndose a la serpiente, le dijo: Tú eres la maldita entre todos los animales domésticos y entre todas las bestias salvajes del campo. Sobre tu vientre irás y polvo comerás todos los días de tu vida (...) Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre la descendencia de ella. Él te magullará en la cabeza y tú le magullarás en el talón. Y, dirigiéndose a Eva, sentenció: Aumentaré en gran manera el dolor de tu preñez; con dolor de parto darás a luz hijos, y tu deseo vehemente será por tu esposo, y él te dominará. En efecto, cuando Adán y Eva tuvieron descendientes, éstos nacieron cargados de pecados y fueron imperfectos como sus progenitores. Caín encarnaba ya la violencia y, con su agresión irrefrenable, degolló a su hermano Abel, para así dar nacimiento a la violencia humana.

En el siglo V, San Agustín -el teólogo que escribió La ciudad de Dios- arguyó que el Creador no era el responsable de que exista el mal, sino el hombre, ya que Dios -el autor de las cualidades humanas y no de los vicios- creó al hombre recto; pero el hombre, habiéndose hecho corrupto por su propia voluntad y habiendo sido condenado justamente, engendró hijos corruptos y violentos. Entonces, del mal uso del libre albedrío se originó el proceso del mal.

En el siglo XVI, el protestante francés Juan Calvino pensaba, al igual que San Agustín y Martín Lutero, que algunos seres humanos estaban predestinados por Dios a ser hijos herederos del reino celestial; en tanto otros, cuya naturaleza humana fue corrompida por el pecado original, estaban destinados a ser los recipientes de su ira y a padecer la condenación eterna.

En el siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau sostenía la teoría de que el hombre era naturalmente bueno, que la sociedad corrompía esta bondad y que, por lo tanto, la persona no nacía perversa sino que se hacía perversa, y que era necesario volver a la virtud primitiva. Es bueno todo lo que viene del Creador de las cosas: que todo degenera en las manos del hombre. Es decir, la actitud de bondad o de maldad es fruto del medio social en el cual se desarrolla el individuo.

El psicólogo Albert Bandura, de acuerdo con el filósofo francés, estima que el comportamiento humano, más que ser genético o hereditario, es un fenómeno adquirido por medio de la observación e imitación. En idéntica línea se mantiene Ashley Montagu, para quien la agresividad de los hombres no es una reacción sino una respuesta: el hombre no nace con un carácter agresivo, sino con un sistema muy organizado de tendencias hacia el crecimiento y el desarrollo de su ambiente de comprensión y cooperación.

John Lewis, en su libro Hombre y evolución, rebate la teoría sobre la agresividad innata, señalando que no existen razones para suponer que el hombre sea movido por impulsos instintivos, ya que no existe testimonio antropológico alguno que corrobore esa concepción del hombre primitivo considerado como un ser esencialmente competitivo. El hombre, al contrario, ha sido siempre, por naturaleza, más cooperativo que agresivo. La teoría psicológica de Freud, afirmando la indiscutible base agresiva de la naturaleza humana, no tiene validez real alguna (Lewis, J., 1968, p. 136).

Helen Schwartzmann, estudiando la antropología del juego en una isla del Océano Pacífico, constató que los niños no estaban familiarizados con la connotación semántica de las palabras ganar/perder, en vista de que el juego para ellos implicaba un modo de ponerse en contacto con el mundo circundante, una actividad alegre, llena de fantasía y exenta de vencedores y vencidos. Esto demuestra que la competencia, al no formar parte de la naturaleza del juego, es propia de las sociedades modernas, donde se incentiva a diario el espíritu de competencia entre individuos.

No es casual que los instintos agresivos del hombre estén reflejados en gran parte de la literatura, desde Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, hasta El señor de las moscas, de William Golding -premio Nobel de Literatura 1983-, quien en su novela narra la conducta salvaje de un grupo de niños ingleses que, luego de sobrevivir a un accidente de aviación en una isla desértica, intentan organizar su propia sociedad lejos del mundo adulto y de los valores ético-morales de la cultura occidental.

Una vez que fracasan en su intento, se transforman en arquetipos de cazadores salvajes y primitivos, cuya única ley es el odio y la violencia, como si la sociedad moderna hubiese virado hacia su pasado más remoto, pues el terror cósmico y el deseo de dominación suprimen las normas éticas y morales, para dar rienda suelta a los instintos atávicos latentes bajo las costumbres civilizadas.

William Golding, convencido de la maldad intrínseca del ser humano, manifestó en cierta ocasión: Mi novela es un intento de analizar los defectos sociales o las normas que rigen los defectos de la naturaleza salvaje, puesto que la sociedad y los hombres están programados genéticamente para el sadismo y la violencia.

Agreguemos a todo esto el pensamiento de George Friedrich Nicolai, quien, en su libro Biología de la guerra, apunta: La guerra en las sociedades humanas es una supervivencia de los instintos de agresividad que arrastra nuestra especie desde las lejanías de su genealogía zoológica a la cual se debe oponer la urgencia de remodelar la convivencia humana en un factible proceso de superhumanización, reemplazando los ciegos y violentos instintos por el sereno gobierno de la razón.

Con todo, la discusión sobre el carácter innato o adquirido de la violencia humana, por ser motivo de controversias, seguirá ocupando la lúcida mente de los pensadores antes de alcanzar su punto final, debido a que, a diferencia de Rousseau, Bandura, Lewis y otros, el filósofo inglés Thomas Hobbes, tres siglos antes que Sigmund Freud, sentenció que la humanidad tiene una agresividad innata. Mucho después, los etólogos Konrad Lorenz, Karl Von Frisch y el holandés Nikolaas Tinbergen, comparando la conducta animal y humana, detectaron que la agresividad es genética, y que el instinto de agresión humana dirigido hacia sus congéneres es la causa de la violencia contemporánea.  

Bibliografía

Ash, William: Marxismo y moral. Ed. Era, S. A., México, 1969.
Biblia: Ed. Watchtower Bible and tract society of New York, 1979.
Freud, Anna: El desarrollo del niño. Ed. Paidós Ibérica, Barcelona, 1980.
Freud, Sigmund: Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte. Obras Completas, Tomo VI. Ed. Alianza, Madrid, 1985.
Golding, William: El señor de las moscas. Ed. Alianza, Madrid, 1985.
Lewis, John: Hombre y evolución. Ed. Grijalbo, S. A., México, 1968.

jueves, 18 de febrero de 2016


LA FANTASÍA EN EL IMAGINARIO POPULAR

En culturas como la boliviana, donde se mantienen vivas las creencias pagano-religiosas, los habitantes tienen la mente proclive a las supersticiones y la cotidianeidad está transversalmente atravesada por la tradición oral, cuya sabiduría cultural se transmite de padres a hijos, de adultos a niños, a través de leyendas, mitos, cantos, oraciones, fábulas, refranes, conjuros y otras formas de manifestación de la oralidad, que ha sido desde siempre una de las mejores formas de preservar los conocimientos ancestrales y transmitirlos como testimonios de épocas pretéritas a las nuevas generaciones, con la finalidad de que éstas enriquezcan su bagaje cultural con los aportes del ingenio popular.

No existe un solo individuo que no haya alimentado su fantasía con las narraciones de la tradición oral, puesto que en todos los hogares se cuentan historias de espanto y aparecidos, con las que disfrutan tanto los niños como los adultos. Los cuentos de terror o de fenómenos paranormales siempre fueron una fuente de la que bebieron los escritores, porque contienen temas y personajes que nos son familiares desde la cuna hasta la tumba.

Personajes fantásticos
Desde la más remota antigüedad, todas las civilizaciones crearon a sus personajes fantásticos, concediéndoles atributos que los diferenciaban de los simples mortales. Ahí tenemos a los titanes y dioses mitológicos, que poseían poderes sobrenaturales y una vida contextualizada en dimensiones extraterrenales.

Muchos de estos personajes ficticios, creados por la fantasía de los hombres primitivos y modernos, han llegado a formar parte de las comunidades urbanas y rurales debido a que tienen una poderosa fuerza de atracción, que nos permiten cumplir nuestros sueños y deseos a través de las aventuras y desventuras que ellos protagonizan en el mundo fantástico que los rodea, casi siempre estructurado sobre la base de una imaginación que transgrede los límites del racionalismo y la lógica formal.
  
Los personajes fabulosos, hechos de magia y fantasía, rompen con las franjas temporales y espaciales de un modo particular, ya que poseen la facultad de morir y resucitar, de aparecer y desaparecer, de transformase en entes materiales e inmateriales y, sobre todo, la facultad de ser dioses y hombres y a la vez; una dicotomía que forma parte de su esencia desde el instante en que fueron creados como tales por la imaginación de los simples mortales que, desde la edad primitiva de las civilizaciones, tuvieron siempre la necesidad de creer que existen, en otras dimensiones, seres más poderosos que los individuos del mundo terrenal.

La literatura anclada en la oralidad
No es casual que los hombres primitivos, con una fantasía similar a la de los niños, hayan sido capaces de crear a los dioses y demonios, con la finalidad de proyectar su propio fuero interno, que luego se fue transmitiendo de boca en boca y de generación en generación, hasta llegar a nuestros días como un legado de nuestro pasado histórico.


Las narraciones fantásticas no son una invención de los escritores modernos, sino de los cultores de una antigua tradición literaria anclada en la oralidad de las viejas culturas de Oriente y Occidente, pero también de las culturas  precolombinas, como en el caso de América Latina. Lo que quiere decir que la explicación empírica de la realidad, con una sobredosis de ficción, siempre ocupó la mente de los hombres en todas las épocas y culturas.

Lo interesante es que las narraciones de la tradición oral, de un modo general, son similares en todas las culturas, así éstas no hayan establecido un contacto directo. Lo que hace suponer que los individuos, indistintamente del lugar geográfico y la época, compartían las mismas necesidades de despejar las dudas concernientes a los fenómenos físicos de la naturaleza, los instintos naturales de la condición humana, los misterios de la vida, la muerte y, por supuesto, la  existencia de otras formas de vida después de la muerte; de lo contrario, no se creería en la existencia de una vida en el más allá ni en el espíritu de los individuos que, después de muertos, retornan como condenados al reino de los vivos.

La memoria colectiva
Todas estas creencias fascinantes del ingenio popular son elementos que sirven como base en la re-creación de una obra literaria que, más que ser el producto de una poderosa mente creadora, resulta ser el compendio de la memoria colectiva; es decir, la tradición oral convertida en literatura. No obstante, a pesar de esta evidencia, existen todavía quienes aseveran que las obras de carácter fantástico son creaciones auténticas y originales de los tiempos modernos; una afirmación que, desde luego, está lejos de la verdad, puesto que la literatura fantástica, en su forma oral y escrita, existió desde siempre. Por lo tanto, como enseña el sabio proverbio: No hay nada nuevo bajo el sol.

Todos los escritores, de un modo consciente o inconsciente, son plagiadores de los autores y las obras que los precedieron en su proceso de aprendizaje escritural. Esto lo reconocen, con la mano en el pecho, incluso los autores más prestigiosos de la literatura universal, conscientes de que el imaginario popular, desde los albores de la comunidad primitiva, fue el principal generador de narraciones que pretendían mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común.

La tradición oral 
La tradición oral latinoamericana, desde su pasado milenario, tuvo innumerables Iriartes, Esopos y Samaniegos que, aun sin saber leer ni escribir, transmitieron las fábulas de generación en generación y de boca en boca, hasta que aparecieron los compiladores de la colonia y la república, quienes, gracias al buen manejo de la pluma y el tintero, perpetuaron la memoria colectiva en las páginas de los libros impresos, pasando así de la oralidad a la escritura y salvando una rica tradición popular que, de otro modo,  pudo haber sucumbido en el tiempo y el olvido.

No se sabe con certeza cuándo surgieron estas fábulas cuyos protagonistas están dotados de voz humana, mas es probable que fueron introducidas en América durante el siglo XVI, no tanto por las huestes de Hernán Cortés y Francisco Pizarro, sino, más bien, por los esclavos africanos traídos como mercancía humana, pues los folklorólogos detectaron que las fábulas de origen africano, aunque en versiones diferentes, se contaban en las minas y las plantaciones donde existieron esclavos negros; los cuales, a pesar de haber echado por la borda a los dioses de la fecundidad para evitar la multiplicación de esclavos en tierras americanas, decidieron conservar las fábulas de la tradición oral y difundirlas entre los indígenas que compartían la misma suerte del despojo y la colonización. Con el paso del tiempo, estas fábulas se impregnaron del folklore y los vocablos típicos de las culturas precolombinas.

El imaginario popular
Algunas fábulas de la tradición oral son prodigios de la imaginación popular, imaginación que no siempre es una aberración de la lógica, sino un modo de expresar las sensaciones y emociones del alma por medio de imágenes, emblemas y símbolos. En tanto otras, de enorme poder sugestivo y expresión lacónica, hunden sus raíces en las culturas ancestrales y son piezas claves del folklore, pues son muestras vivas de la fidelidad con que la memoria colectiva conserva el ingenio y la sabiduría populares.

El folklore es tan rico en colorido, que Gabriela Mistral estaba convencida de que la poesía infantil válida, o la única válida, era la popular y propiamente el folklore que cada pueblo tiene a mano, pues en él encontramos todo lo que necesita, como alimento, el espíritu del niño. En efecto, los niños latinoamericanos no necesitan consumir una literatura alienante y comercial llegada de Occidente, ya que les basta con oír las historias de su entorno en boca de diestros cuenteros, que a uno lo mantienen en vilo y lo ponen en trance de encanto, sin más recursos que las inflexiones de la voz, los gestos del rostro y los movimientos de las manos y el cuerpo.

La moraleja en las fábulas
Desde tiempos muy remotos, los hombres han usado el velo de la ficción o de la simbología para defender las virtudes y criticar los defectos; y, ante todo, para cuestionar a los poderes de dominación, pues la fábula, al igual que la trova en la antigua Grecia o Roma, es una suerte de venganza del esclavo dotado de ingenio y talento. Por ejemplo, el zorro y el conejo, que representan la astucia y la picardía, son dos de los personajes en torno a los cuales gira la mayor cantidad de fábulas latinoamericanas. En Perú y Bolivia se los conoce con el nombre genérico de Cumpa Conejo y Atoj Antoño. En Colombia y Ecuador como Tío Conejo y Tía Zorra y en Argentina como Don Juan, el Zorro y el Conejo.


Los personajes de las fábulas representan casi siempre figuras arquetípicas que simbolizan las virtudes y los defectos humanos, y dentro de una peculiar estructura, el malo es perfectamente malo y el bueno es inconfundiblemente bueno, y el anhelo de justicia, tan fuerte entre los niños como entre los desposeídos, desenlaza en el premio y el castigo correspondientes.

En la actualidad, las fábulas de la tradición oral, que representan la lucha del débil contra el fuerte o la simple realización de una travesura, no sólo pasan a enriquecer el acervo cultural de un continente tan complejo como el latinoamericano, sino que son joyas literarias dignas de ser incluidas en antologías literarias, por cuanto la fábula es una de las formas primeras y predilectas de los lectores, y los fabulistas los magos de la palabra oral y escrita.

De Homero a García Márquez
La llamada literatura fantástica de nuestros tiempos, con personajes monstruosos y temas que abordan situaciones fabulosas, tiene sus referentes en autores y obras que se escribieron mucho antes de la Era cristiana, como el Poema de Gilgamesh, donde intervienen gigantes, dioses y hechos sobrenaturales. Asimismo, en los poemas épicos de Homero, particularmente en la Ilíada y Odisea,  donde se describen numerosos episodios protagonizados por personajes mitológicos y criaturas fabulosas, que no existen en la realidad pero si en el imaginario popular o en la cosmovisión de un universo ficticio narrado con verosimilitud, intentando convencer al lector de que es posible lo imposible, como ocurre en los cuentos de Las mil y una noches, que no tienen autor conocido, debido a que provienen de la tradición oral, como todos los cuentos compilados por Charles Perrault y los Hermanos Grimm.

Tampoco es casual que los escritores del llamado realismo mágico, desde Juan Rulfo hasta García Márquez, hayan encontrado su fuente de inspiración en varias de las narraciones del mundo bíblico, donde aparecen personajes con asombrosos poderes sobrenaturales y se describen episodios insólitos que, más que haber existido en la realidad, parecen haber sido arrancados de las páginas de una novela del género fantástico.

De modo que la narrativa fantástica de nuestros tiempos honda sus raíces en los relatos de la tradición oral, en las cuales los cuenteros natos, para lograr personajes debidamente caracterizados y argumentos sostenibles, dieron verosimilitud interna a lo fantástico o irreal, como en la retórica destinada a convencer de que lo negro es negro y lo blanco es blanco. Por eso mismo, los personajes y temas, plasmados en universos fantásticos de la forma más convincente y clara posibles, se acercan a los pensamientos y sentimientos de los oyentes y lectores, quienes se interesan, se identifican y se reconocen en las historias narradas con los recursos concebidos por la imaginación, capaz de mostrar que existen hechos reales que tienen una connotación fantástica, como existen hechos fantásticos que forman parte de la realidad cotidiana.

lunes, 4 de enero de 2016


HANS CHRISTIAN ANDERSEN,
UN CISNE DE ALTO VUELO

Vida en la pobreza

Hans Christian Andersen (Odense, 1805-Copenhague, 1875) nació en el seno de una familia humilde, cuyo ámbito estaba signado por la suciedad y la pobreza, la promiscuidad y la prostitución. Su abuelo paterno era loco y su abuelo materno mitómano patológico.

El niño Hans Christian sentía pavor cada vez que veía a su abuelo paterno deambulando por las calles de Odense. En su autobiografía, El cuento de mi vida, apuntó que sólo una vez le dirigió la palabra, y que su abuelo, en estado de delirio, le contestó con palabras ininteligibles, como refiriéndose al vacío.

Su abuela materna ejerció la prostitución y tuvo tres hijas para tres maridos. Las tres experimentaron una infancia llena de sobresaltos y sobrevivieron a pan y agua. La mayor empezó vendiendo su cuerpo y acabó siendo propietaria de un burdel en Copenhague. La otra fue Anne Marie, la madre de Hans Christian.

Los primeros testimonios refieren que su madre fue abnegada e indulgente con sus hijos, cumplidora con los quehaceres domésticos y que su pequeña familia era una de las más prósperas del barrio; en tanto otros testimonios revelan que fue mujer de vida alegre, que tuvo una hija fuera del matrimonio, que doblaba en edad a su marido y era adicta al alcohol.

Su padre, Hans Andersen, era zapatero remendón y persona racional, quien creía más en la bondad humana que en los milagros de la divinidad. No fue esposo ideal pero sí un padre ejemplar. Durante el día, mientras estaquillaba suelas, estimulaba la fantasía de su pequeño hijo con relatos de la tradición oral, y en las noches de insomnio, sentado al borde de la cama, leía en voz alta los cuentos adaptados de Las mil y una noches, antes de que Hans Christian se entregara a merced del sueño, con las maravillosas aventuras de Simbad, el marino.

Algunas veces jugaba solo en el cuarto y otras se marchaba al campo a contemplar la naturaleza, pues era un niño de carácter tímido y retraído. Pasaba más tiempo con sus títeres que con sus amigos, aunque ya entonces intuía que un día llegaría a ser famoso, si no era como cantor, al menos como actor o escritor. Nunca puso en duda su talento artístico. La prueba está en que siendo muy niño se construyó un pequeño teatro, donde hacía de actor y espectador, valiéndose del soliloquio y la imaginación.

Cuando murió su padre a la edad de 34 años, y era velado en la cocina en medio de un silencio sepulcral, recuerda que su madre, una mujer inculta y supersticiosa, le señaló la garganta de su padre y dijo: Allí están las huellas de las uñas del demonio que vino a llevárselo. Esa escena diabólica lo acosó a lo largo de su vida, y, mientras más viejo se hacía, era mayor el temor que sentía a perder el juicio de la razón como su abuelo.

Hans Christian terminó la escuela de pobres con pésimos resultados en lectura, escritura y matemáticas. De modo que su madre, quien contrajo segundas nupcias con otro zapatero remendón, no se hizo más ilusiones que hacer de su hijo un buen sastre, pues si aprendió a coser ropas para sus títeres, cómo no podía confeccionar trajes para las personas mayores. Así, al asomar al umbral de la adolescencia, trabajó en una fábrica textil, alternando ese oficio con el canto, hasta que cierto día escuchó la voz del capataz, quien, refiriéndose a su actitud afeminada, le dijo: Tú no eres un hombre, sino una virgen, una expresión que desató la risa de sus compañeros y la furia de Hans Christian, quien abandonó el trabajo sin mayores explicaciones.

En Odense asistió a algunas representaciones teatrales, las cuales lo motivaron a probar su vida como actor. Además, el timbre de su voz, su fantasía para improvisar los diálogos y sus movimientos espontáneos, eran recursos a su favor. Él mismo reconoció después que todo lo que oía en sus cantares, en la declamación de sus versos y en los monólogos, lo indujeron a pensar que había nacido para el teatro; allí se haría famoso con un poco de ingenio y otro poco de paciencia. 

Cuando murió su madre de delírium tremes en un asilo de su ciudad natal, Hans Christian se vio obligado a sobrevivir solo. A los 14 años, sin otra propiedad que su prodigiosa fantasía, abandonó su casa en Odense y se mudó a Copenhague, esperanzado en trabajar en algún grupo de teatro. Pero ni bien llegó a la capital, nadie quiso saber de él ni de sus proyectos. Pasó hambre y frío en un gueto, compartiendo su suerte con los más necesitados, hasta que en 1822 conoció a Jonas Collin, quien, convencido del talento de su amigo, decidió ayudarlo en su cometido. Para empezar, le consiguió una beca en la escuela latina de Slagelse, considerando su deficiente destreza en la lectura y escritura.

El joven Hans Christian, golpeado por el mundo capitalino, en trance de bailarín, cantor y actor, se instruyó gracias al respaldo económico de su benefactor. Venció los exámenes de bachillerato a los 23 años y asumió en serio su vocación literaria. Escribió poemas, entretuvo a los niños narrándoles cuentos y, en sus horas libres, recortó siluetas de libros y revistas, para luego pegarlas en unos cuadernos, junto a versos y cuentos breves.

Escritor de los niños

Hans Christian Andersen modernizó el cuento popular a partir de su mundo existencial y la realidad cotidiana. Él, como todo gran escritor, concedió vida a todo lo que imaginaba, como un niño concede vida a sus juguetes.

En los albores de su vocación literaria, sus cuentos comenzaban de la manera clásica: Érase una vez... había una vez... hace muchos años.... Pero después, cuando encontró su propio estilo, usó frases vinculadas con la naturaleza: ...¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer... ¡Qué hermoso estaba el campo! Era verano...

En la extensa producción de Andersen no se encuentran cuentos que hagan reír, sino cuentos que plantean la crueldad y la ternura de un modo sutil. Ahí tenemos El patito feo, cuyo tema, que refleja el fuero interno de su autor, es una suerte de alegoría autobiográfica. Los cuentos de Andersen son tristes, a veces demasiado tristes, pero el hondo lirismo de su prosa, más su capacidad para recrear atmósferas de gran intensidad poética, tornan mansamente suave ese dolor que, así depurado, culmina casi siempre en un final feliz, como suelen terminar los cuentos infantiles.

Para Andersen fue difícil separar la leyenda de la historia y la realidad de la fantasía. Él recreó estéticamente los cuentos populares escuchados en su infancia, en las cámaras de tejer, las cosechas de campiña y los barrios del pobrerío. No se limitó a transcribir los cuentos de la tradición oral al estilo de Charles Perrault y los hermanos Grimm, sino que les dio un tratamiento literario para atrapar la atención de los lectores.

Es digno destacar que, durante mucho tiempo, Andersen estuvo influenciado no sólo por Perrault y los Grimm, sino también por los hermanos Orsted, cuyos trabajos en el campo de las ciencias naturales le sirvieron para asimilar los conceptos: Det gode, det skönne og det sade (Lo bueno, lo bello y lo feo).

El mito, la leyenda y la historia, son materias primas que Andersen transformó en verdaderas joyas literarias. La estructura de sus cuentos es simple y su eje temático gira en torno a las clásicas contradicciones humanas. Nadie como él supo penetrar en ese calidoscopio misterioso que es el mundo de los seres y las cosas. Aborda una temática múltiple de la condición humana: el amor, el dolor, la necesidad, el orgullo, el egoísmo, la crueldad, el dualismo; en fin, llega a plantear hasta la problemática del bien y del mal con todos sus recovecos (Elizagaray, M-A., 1975, p. 90).

El joven Andersen recogió sus mejores cuentos en el folleto Eventyr i fartalte för barns (Cuentos para los niños). Y, a partir de entonces, no dejó de publicar otros que serían traducidos a diversos idiomas e ilustrados por artistas de reconocida trayectoria, como es el caso de Wilhem Petersen y Lorens Frolich.

Entre 1835 y 1872 escribió 156 cuentos, casi todos destinados a los niños. Al mismo tiempo, aparte de esta abundante colección de cuentos, que son verdaderas obras maestras en su género, publicó los libros: Melodías del corazón, El improvisor, El cuento de mi vida, Líricas, Fantasías y bosquejos y Álbum sin rostros. Todos ellos con un estilo claro y sencillo, al alcance tanto de los niños como de los adultos.

Andersen escribió en sociolectos correspondientes al código lingüístico restringido del proletariado y al código elaborado de la aristocracia. Según sus biógrafos, en el instante de escribir sus vivencias y contradicciones internas, pensaba en el sociolecto que aprendió de su madre y escribía en el sociolecto que se prestó de la aristocracia, un estilo que influyó a varios escritores escandinavos, a August Strindberg y Selma Logerlöf, entre otros.

Se dice con justa razón que Dinamarca produjo al fénix de los escritores para niños, pues cada vez que Andersen escribía cuentos, tenía presente al niño en su mente. Esto trasluce una carta que le envió a Ingemann, en 1835, en la cual confesó que escribía sus cuentos como si se los contara directamente a los niños, aunque no gustaba tenerlos a su alrededor, probablemente, porque él mismo fue un niño maltratado y desolado, que recurrió a la fantasía para defenderse de su entorno.

Fama y desventura

Hans Christian Andersen, en principio, escribió más para satisfacer a Jonas Collin que a sus lectores, quizás por eso escribió tantos cuentos dedicados a la familia Collin, los mismos que no vacilaron en despreciarlo por su fealdad física; desprecio que Andersen volcó con maestría en su cuento El patito feo, en el cual describe su propio destino, ese destino cenicientesco de quien nace entre las clases más bajas y vuela como un cisne hasta los salones de la aristocracia.

Nadie pensó, hasta 1830, que este hombre de nariz prominente y curva, piernas largas, brazos delgados y pasitrote ridículo, llegaría a ser un día el escritor más famoso de la literatura infantil y el príncipe de los escritores para niños. Elías Bredsdorff, uno de sus mayores biógrafos, dice: En términos modernos, Andersen era un hombre nacido en el seno de un semiproletariado carente de toda conciencia de clase, pero en su vida privada se elevó a la altura de la más refinada aristocracia (Zipes, J., 1984, p. 88).

Jamás dejó de sentir vergüenza de su origen de clase. En junio de 1850, apuntó en su diario: un vagabundo miserable estaba en el puerto. Sentí temor de que me reconociera, temor de que me insultara y dijera que era un paria ascendido a una casta superior (Enquist, P-O., 1984, p. 12). Mas el vagabundo no le dirigió la palabra ni la mirada, pues aparentemente sabía que ese hombre de sombrero alto, abrigo negro, bastón en mano, tuvo siempre delirios de grandeza y la ciega ambición de vivir en la opulencia.

Su fama, más que darle satisfacciones, le provocaba espasmos. Estaba consciente de que ni el rey ni el Papa se escapaban de sus escritos. Señores y vasallos leían sus cuentos en las calles y las recámaras, mientras en él cundía la soledad y la angustia; una actitud que, contrariamente a lo que muchos se imaginan, no le impedía sentir ganas de compartir su vida con una mujer, así sea por contados minutos.

En Francia compró el lecho de una prostituta turca, pero su intención no llegó más allá de la conversación. No le movió ni un pelo durante la noche, pero se enteró por boca de ella cómo se iluminaba Constantinopla en el cumpleaños de Mohamed. Y, tras oír esa historia, similar a los relatados por Scheherazade en Las mil y una noches, sintió una huracanada de ternura y lástima en el corazón. La situación de la prostituta le traía reminiscencias del pasado, recordándole a su tía y su abuela, y le provocaba una pena tan grande al saber que la prostituta, en cualquier instante y lugar, se entregaría al primer postor.

Andersen estuvo varias veces enamorado, y las sensaciones de esos amores platónicos formaron parte de sus cuentos. La última mujer a quien ofreció su amor fue la cantante Jenny Lina, musa que lo inspiró a escribir El ruiseñor. Cuando la cantante se enteró de las pretensiones del poeta, quien vivía aquejado de su fealdad, le envió un espejo de regalo. El poeta enamorado se miró la cara por todos los costados y comprendió el significado del mensaje.

En el ocaso de su vida, su mayor temor era que lo enterraran vivo, ya sea por enemistad o por descuido, por eso dejó recomendado que, el día en que cerrara definitivamente los ojos, le cortaran una vena para comprobar que estaba muerto y que no había peligro de enterrarlo vivo.

¿Era hijo de nobles?

El historiador Jens Jørgensen, rector de la escuela Slagelse de Copenhague, institución en la cual cursó estudios el célebre cuentista danés, publicó la biografía Hans Christian Andersen: una verdadera leyenda, que  provocó una serie de controversias en el ámbito literario de su país. Según los datos que aporta Jørgensen, los padres de Andersen no eran un zapatero y una fregona, como se ha afirmado tradicionalmente, sino el príncipe Christian Fredrik y la baronesa finlandesa Elise Ahlefeldt-Laurvig.

Sin embargo, a pesar de los argumentos esgrimidos por el autor de la biografía, esta tesis ha sido silenciada por la crítica especializada, lo que no impide que Jørgensen tenga algunas pruebas a su favor y se haga varias preguntas: ¿Por qué Andersen fue bautizado por un cura y no por el vicario como los demás niños pobres de Odense? ¿Por qué era el único niño de su clase que tenía privilegios en la escuela? ¿Por qué el hijo de un zapatero pobre podía ir al castillo de Odense y jugar con el príncipe Frits, quien posteriormente se constituyó en el rey Fredrik VII? ¿Por qué fue becado a la escuela latina de Slagelse? ¿Por qué fue nombrado oficial siendo aún estudiante en Kongens Livkorps, un título militar que sólo se concedía a los hijos de la nobleza?

Si bien es cierto que estas preguntas pueden tener innumerables respuestas, también es cierto que los datos proporcionados en el libro avalan el análisis del historiador Jørgensen, quien, tras escarbar en documentos no oficiales, llegó a la conclusión de que los verdaderos padres de Andersen fueron el príncipe Christian Fredrik, de 18 años de edad, y la baronesa finlandesa Elise Ahlefeldt-Laurvig, de 16 años de edad, quienes, luego de mantener una relación prematura y secreta, tuvieron un hijo que nació el 1 de abril de 1805, el mismo que, debido a las concepciones morales de la época, fue entregado en calidad de hijo adoptivo a una pareja de zapateros en Odense.

Aunque se cree que Andersen era hijo de cuna real, su obra fue inspirada por la realidad que rodeó su vida. Como creció en medio de la pobreza, la desolación y las necesidades materiales, era sensible incluso a los dibujos o grabados que representaban niños pobres, motivos que, además de tocarle las fibras íntimas, constituyeron el argumento de varios de sus cuentos. Nunca pudo desprenderse de su pasado y de los temas afines a la pobreza, incluso viviendo en medio de la abundancia y siendo ya un escritor reconocido, no era ajeno al sufrimiento de la gente. Por eso su cuento La niña de las cerillas, basado en la pobreza y la desolación de un grabado, que le envió el redactor de un almanaque pidiéndole que se inspirara en él, fue escrito en un ambiente de lujo principesco en Copenhague.

Ya se sabe que Andersen intentó ser bailarín, cantor, actor, dramaturgo y poeta. Pero fracasó porque su destino le señaló otro camino. Él no podía llegar a ser otra cosa que cuentista, un oficio en el cual se elevó como un cisne de vuelo alto, desde cuando publicó su primer volumen de cuentos para niños, en 1835. Desde entonces, gracias a su talento y su dedicación, ha cautivado con sus cuentos a millones de niños alrededor del mundo.

Bibliografía

-Andersen, Hans Christian: Den fula Ankungen (Introducción de Per Olof Enquist), Ed. Boxa, Lund, 1984.

-Elizagaray, Marina Alga: En torno a la literatura infantil, Ed. Unión de Escritores y Artistas de Cuba, La Habana, 1975.

-Zipes, Jack: Saga och samhälle, Ed. Mannerheim & Mannerheim, Bromma, 1984.

viernes, 1 de enero de 2016


LA REENCARNACIÓN

Desde el día en que entró a trabajar en la mina, lo destinaron a la sección Block-caving, para realizar un trabajo en extremo peligroso e insalubre. La galería estaba llena de buzones y buzones, y el minero, enfrentándose a la muerte en su condición de lamero, estaba encargado de hacer chorrear la carga hasta el nivel 650, con la ayuda de barretas y explosiones de dinamita.

El minero, que empezó como chambón y aprendió las mañas del trabajo de la mano del cabecilla de su cuadrilla, un antiguo obrero que atesoraba todo el saber y la experiencia, concibió la idea de que la única forma de salir con vida de la galería era suplicándole protección al Tío, suprema deidad del mundo subterráneo, bueno con los buenos y malo con los malos.

El lamero, después de chispear la guía, conectada al fulminante y al cartucho de dinamita, llutada en la roca o en la carga atascada en el buzón, salía corriendo de la galería al grito de: ¡Tiro! ¡Tiro! ¡Tiro!..., para evitar que nadie fuera sorprendido por la explosión ni nadie fuera a dar al otro lado de la vida por un simple descuido.

Una vez ejecutado el desembolso de la carga, que se precipitaba a través de los buzones produciendo un ruido de mil demonios, la galería se llenaba de una masa compacta de polvo, que no permitía ni siquiera distinguir al compañero a dos metros de distancia. De modo que lo único que el lamero respiraba durante la jornada eran las partículas de polvo.

A cinco años de haber trabajado en una galería insalubre, jugándose la vida con la muerte, tenía los pulmones dañados por el mal de mina y el cuerpo prematuramente envejecido, hasta que empezó a toser de manera convulsiva y a escupir coágulos de sangre, como si sus pulmones se le estuvieran escapando por la boca.

El minero estaba acostumbrado a entregar su fuerza de trabajo a cambio de un salario de hambre, mientras otros amasaban fortunas a costa de quienes arrojaban sus pulmones petrificados por la silicosis. Quizás por eso, en los momentos del pijchu, cuando la cuadrilla se reunía en el paraje del Tío, no faltaban los obreros que, sintiéndose víctimas de una despiadada explotación, le reprochaban al amo de los minerales por no ayudarlos a mejorar su condición de vida ni de trabajo, a pesar de las ofrendas que le dejaban cada vez que estaban pijchando a su lado.

Esta fue la razón del porqué el minero, afectado por el mal de mina como todo lamero, no resistió a un ataque de cólera, se vació una botella de alcohol aguado y, asegurarse de que nadie lo viera ni se diera cuenta de su ausencia, se dirigió al paraje del Tío, llevándose en las manos un combo de 25 libras.
    
El Tío lo miró desde su trono y no se inquietó para nada. Conocía de antemano el motivo de su presencia y las razones de su enojo. El minero, borracho y encolerizado, levantó varias veces el combo por encima del guardatojo y, golpe tras golpe, destrozó la estatuilla del Tío.

–¡Del polvo vienes y al polvo volverás! –le gritaba, mientras blandía el combo con ambas manos, una y otra vez, hasta hacer saltar en pedazos la diabólica imagen del Tío.

Lo que el minero no vio, en el momento en que destrozaba al supuesto responsable de su desgracia, era que el espíritu del Tío abandonó la estatuilla y se refugió en un rincón del paraje, a la espera de que su atacante terminara de descargar su furia y luego se retirara del paraje, llevándose el combo con el que lo embistió salvajemente.

Cuando el minero volvió a su hogar, le contó a su esposa que, encorajinado por la borrachera, la frustración y la impotencia de soportar una subsistencia miserable, destrozó a combazos la estatuilla del Tío.

–¡Jesús, María y José! –fue lo único que atinó a exclamar su esposa, persignándose delante de las estampitas de santos y vírgenes colocadas en una repisa empotrada en la pared.

El minero hizo un gesto de desaliento y, rindiéndose ante el cansancio y la borrachera, se tumbó sobre la cama, sin quitarse las botas ni la ropa de trabajo. Al poco rato, con el cerebro sumido en las tinieblas de una estremecedora pesadilla, se le apareció la imagen intangible del Tío, como un ente incorpóreo que sobrevivió a la destrucción de su cuerpo.

–Nadie puede desalojarme de la mina, por mucho que destroce mi estatuilla –le dijo, clavándole una mirada ardiente–. Por eso sigo vivo, delante de tus ojos, dispuesto a meterme en tu cuerpo cuando a mí me dé la gana...

El minero se quedó mudo y quieto, se empapó en sudor frío y en lágrimas de espanto. Estaba claro que la simple inmovilidad de su cuerpo era suficiente para deducir que su estado de ánimo no era idéntico al de la vigilia y que, debido a fuerzas ajenas a la voluntad humana, sentía un vacío por dentro, como si su alma, durante el trance de la pesadilla, le hubiese abandonado para emprender un viaje al más allá, sin que él pudiera hacer nada para atraerlo de vuelta.

Al día siguiente, poco antes del alba, despertó de la pesadilla al primer toque de la sirena, se levantó sin hacer ruidos, cogió su bolsa de Calcuta, con los enseres necesarios para cumplir con una nueva jornada. No se despidió de su esposa ni de sus hijos, abrió y cerró la puerta. Se encaminó rumbo a la bocamina, pero sin dejar de pensar en que de nadie sirvió que su esposa se santiguara ni que tuvieran una herradura de caballo en la puerta, que él mismo puso contra los malos augurios y los espíritus malignos, porque el Tío, acostumbrado a desafiar los mandatos divinos, como si quisiera imponer siempre su propio mandato en medio de una lucha entre el Bien y el Mal, se aparecía igual que la luz y el aire, allí donde nadie lo invitaba y donde menos se lo esperaba.

Al llegar a la galería de la sección Block-caving, donde era conocido como el lamero más intrépido entre sus compañeros, lo primero que hizo, incluso antes de quitarse la bolsa de Calcuta, fue dirigirse al paraje del Tío, curioso por ver los estragos que causó en su arrebato de rabia y borrachera. Alumbró con la lámpara el lugar donde estaba el trono del Tío y no divisó más que escombros: botellas rotas de aguardiente, cigarrillos, serpentinas, mixturas y hojas de coca esparcidas como por un torbellino. De la estatuilla no quedó nada, salvo los pedazos de roca a la que fue reducida a combazos.

El minero estaba sorprendido por su violento accionar, aunque estaba consciente de que su osadía tendría consecuencias funestas, tratándose nada menos que del Tío, quien no perdonaba a las personitas que se atrevían a insultarlo y a ponerle las manos encima. En efecto, ni bien el minero se dispuso a salir del paraje, no pudo mover los pies, como si una fuerza sobrenatural las sujetara desde el fondo de la tierra. Estaba sobrecogido por el susto, sin comprender lo que sucedía con su cuerpo; tenía la cara compungida, los ojos llorosos y los nervios en estado de pánico; en vano abrió la boca para gritar y pedir auxilio, su voz no se escuchó y se quedó atorada en su garganta. En eso nomás, un ventarrón caldeado se metió en el paraje y el minero, como atrapado en el ojo de un huracán, fue despojado de sus ropas y quedó como Dios lo trajo al mundo. Después vino lo peor, ya que ante la luz de la lámpara, iluminándolo desde el guardatojo tirado en el suelo, sintió que algo candente le penetró en el cuerpo, como empalándolo en una estaca recién sacada del fuego.

En el paraje estallaron carcajadas diabólicas y al minero, que experimentaba un repentino trastorno de los sentidos, le salieron cuernos en la frente y afilados colmillos en la boca; su lengua se le hizo gorda como la de una vaca y sus orejas largas como las de un burro; sus cabellos se tornaron en rubios y sus ojos echaron lumbres en la oscuridad; los dedos de las manos y los pies se transformaron en pezuñas; su piel se hizo rechoncha y espantosa; su cuerpo se deformó hasta el límite del horror y hasta su miembro viril adquirió dimensiones sobrehumanas.

El minero sufrió una metamorfosis más dolorosa que un suplicio infernal, hasta que encarnó todos los atributos del Tío, desde los cuernos hasta las pezuñas de los pies. Así fue como el espíritu del amo de los socavones, que se salvó de los combazos y se quedó intacto, se reencarnó con una tremenda ferocidad en el cuerpo material del minero, quien, desde ese instante, estaba más conectado con las catacumbas del demonio que con el reino celestial de Dios.

Sus compañeros de cuadrilla, al no saber dónde se había metido, lo buscaron en los buzones de las diferentes galerías, y, al no encontrar otros rastros que sus desgarradas ropas en el paraje del Tío, lo dieron por desaparecido, como a tantos otros que, una vez que entraron a la mina, no volvieron a salir a la luz del día.

Desde esa vez, en la sección Block-caving, donde los mineros se enfrentaban ojo a ojo con la muerte, no vieron más al lamero, descolgando la carga con barretas y dinamitas, ni escucharon sus resonantes gritos de: ¡Tiro! ¡Tiro! ¡Tiro!..., aunque algunos tenían la sospecha de que la nueva estatuilla del Tío, que apareció de la noche a la mañana en el paraje donde pijchaban a diario, era el mismo minero que, pensando en darle muerte al soberano de la mina, acabo entregándole su vida y su cuerpo, en el que se reencarnó el espíritu del Tío, con la misma crueldad con que castiga a quienes le faltan al respeto y no le rinden tributo ni pleitesía antes de penetrar en los laberintos de su dominio.

Glosario

Acullicar: Masticar hojas de coca.

Carga: Rocas, mineral y tierra mezclados que se vacían en el buzón.

Lamero: Obrero que descuelga la “carga” de mineral atascada en los buzones, colocando entre las rocas cartuchos de dinamita.

Mal de mina: Nombre popular de la silicosis.

Llutar: Sujetar con barro la masa de dinamita en la abertura de la roca o en la “carga” atascada en el buzón.

Pijchar: Masticar hojas de coca.

Pijchu: Acullico de coca.

Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas. Su estatuilla es de greda y rocas, está colocada en el lugar de paso obligado de los mineros.