jueves, 21 de junio de 2018


LA MASACRE DE SAN JUAN EN PROSA

El Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi, dentro de sus actividades dedicadas a la promoción de la cultura minera y el registro de los materiales pertenecientes a la Comibol, edita la Serie de Literatura Minera, cuyo décimo segundo número, que tiene el propósito de mantener viva la memoria histórica del proletariado boliviano, está dedicado a la masacre de San Juan, que enlutó a las familias mineras en Llallagua, Siglo XX, Cancañiri y Catavi, en la madrugada del 24 de junio de 1967.

La presente selección de textos, intitulada La masacre de San Juan en prosa, es un nuevo aporte a la ya extensa historiografía en torno a un acontecimiento fratricida, que conmocionó a un país que vivía asolado por un régimen militar despótico, cuyos crímenes de lesa humanidad formaron parte de una de las etapas más sombrías de la historia nacional.

Reconocidos intelectuales bolivianos, como Guillermo Lora, Sergio Almaraz, Marcelo Quiroga Santa Cruz, René Zavaleta Mercado, Gregorio Iriarte y Armando Córdova Saavedra, coinciden en señalar que la masacre de San Juan se produjo como consecuencia de la existencia de un grupo insurgente, que inició sus acciones en marzo de ese mismo año en la zona de Ñancahuazú. El régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño, en su afán de justificar su política criminal, declaró que no hubo otra forma de frenar las acciones subversivas de los dirigentes mineros y los guerrilleros comandados por Ernesto Che Guevara.

En un trabajo como el presente no podía faltar la versión del filósofo francés Regis Debray, quien formó parte del foco armado de Ernesto Che Guevara en sus inicios y reafirmó la tesis de que el régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño usó el pretexto de la guerrilla para tramar, en colaboración con sus asesores norteamericanos, una estrategia militar que impidiera a cualquier precio una alianza orgánica entre mineros y guerrilleros.

Los autores, con solvencia y autoridad moral, se refieren a los antecedentes que dieron paso a la conocida masacre minera de San Juan, que dejó un reguero de heridos y un saldo de más de dos decenas de asesinados entre hombres, mujeres y niños.

Por otro lado, se consideró necesario incluir testimonios de primera mano, como el de Domitila Barrios de Chungara y la viuda de Rosendo García Maisman, y otros de carácter más literario, como el de Eliseo Bilbao Ayaviri, Diego Martínez Estévez, Víctor Montoya y el célebre escritor uruguayo Eduardo Galeano, quienes confirman que las tropas militares, aprovechándose de la fiesta del 23 de junio, tomaron por sorpresa los distritos mineros, donde la noche de San Juan se celebra con libaciones, bailes, juego artificiales y fogatas.

Tampoco es casual que el ejército haya intervenido la población civil de Llallagua y los campamentos mineros de Cancañiri, Siglo XX y Catavi, a las 04.40 de la madrugada, una vez que la mayoría de los trabajadores se habían retirado a descansar en sus hogares, dejando atrás las menguantes brasas de las fogatas y sin tener posibilidades de organizar una resistencia eficaz contra los uniformados, que estaban dispuestos a cumplir con su misión a sangre y fuego.


Por último, se incluyen los apuntes escritos por Ernesto Che Guevara en su famoso Diario, ya que dan una perspectiva de quien, a la distancia y por medio de las emisoras de radio, se informó de los sucesos de la masacre en Siglo XX-Catavi, donde se debía realizar un ampliado nacional minero el 24 de junio, con el objetivo de replantearle al gobierno un pliego de peticiones y reafirmar la unánime decisión obrera de apoyar a la guerrilla con víveres y medicamentos.

Esperemos que estos textos, que parecen describir una epopeya arrancada de las pesadillas, nos permitan mantener siempre viva en la memoria una de las tragedias más cruentas que registra la historia del movimiento obrero boliviano.

Cabe recordar que el pasado año, el mismo Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi, en su Serie de Literatura Minera, publicó una selección de poesías revolucionarias bajo el título de La noche de San Juan en versos, donde destacan autores como Jorge Calvimontes y Calvimontes, Nilo Soruco, Coco Manto, Alberto Guerra Gutiérrez y Grover Cabrera García, entre otros.
    
Los poetas reunidos en esa breve antología, aparte de recrear con la intensidad vibrante de sus versos una realidad dramática, que les tocó vivir a las familias mineras en carne propia, rescataron con innovación y creatividad la integridad de un país que, a pasar de los regímenes dictatoriales, las intervenciones militares y las masacres insensatas, supo luchar y resistir contra los enemigos de la soberanía nacional, bajo la hegemonía de los trabajadores de los centros mineros como Siglo XX, que fue escuela y escenario de eximios oradores y grandes líderes sindicales, como Federico Escóbar, César Lora, Isaac Camacho, Irineo Pimentel  y Domitila Barrios de Chungara, por citar a algunos de los más esclarecidos.

En esta oportunidad, y en el marco de las actividades programadas para los días 23, 24 y 26 junio en las poblaciones de Llallagua y SigloXX, se presentará esta nueva entrega del Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi, que viene promoviendo y difundiendo, conforme a sus propósitos altruistas en el ámbito cultural, la literatura vinculada a la realidad minera, como una forma de perpetuar la rica tradición de lucha de los trabajadores del subsuelo boliviano.

domingo, 10 de junio de 2018


EL GATO NEGRO

Todas las malditas noches, cuando El Solitario se acostaba vencido por el cansancio, el gato negro se le aparecía, como la sombra de un enorme felino, en los sótanos tenebrosos de las pesadillas. No lo dejaba en paz desde el día en que le quitó la vida de un manera espantosa, sin sospechar que un gato no sólo tiene siete vidas, sino ocho cuando éste retorna desde el más allá.

Lo cierto era que El Solitario, un hombre de aspecto desaliñado y conducta sádica, estaba cansado con los maullidos del gato negro, que lo despertaban en lo mejor del sueño. Tampoco soportaba sus ronroneos, que le penetraban a los oídos como las enervantes gotas de una pileta mal cerrada. A veces, aburrido de verlo tendido en la cama, acurrucándose cual un indefenso peluche, lo cogía por la cola y lo tiraba por los aires, pero el gato siempre caía de lo parado, como acostumbrado a doblegar las malas intenciones de su amo.

En cierta ocasión, mientras El Solitario le azuzaba con el palo de la escoba, el gato negro reaccionó instintivamente y, refugiándose en uno de sus mecanismos de defensa, pegó un salto retorciéndose en el aire y clavó sus garras en la cara de su amo, quien, a su vez, se retorció de dolor con la mano puesta sobre la sangrante herida. Desde entonces, El Solitario tenía una cicatriz zigzagueante en el pómulo derecho y unas ganas locas por deshacerse del peludo animal, que una noche se metió en su casa por casualidad.

No faltaron los días en que El Solitario, bañándolo con una mirada de odio y desprecio, pensaba que los gatos negros estaban asociados con los malos augurios. No en vano las personas supersticiosas, que se cruzaban de forma súbita con un gato negro en la calle, creían que estaban condenadas a sufrir infortunios, no sólo porque eran compañeros de las brujas, sino también porque representaban el oscuro espíritu de los demonios; por eso había que quemarlos vivos o despeñarlos desde lo alto de un cerro.

El Solitario no compartía la idea de que los gatos eran animales sagrados, como se imaginaban los antiguos egipcios, y mucho menos que eran dioses protectores de la buena salud y la fortuna. Tampoco había por qué venerarlos y mimarlos como lo hacían los budistas tibetanos, quienes los consideraban acompañantes en el tránsito obituario y que en la vida eran como hermanos del alma, sobre todo, si se los trataba con afecto y tolerancia.

Cuando el gato negro estaba en la casa de la vecina, donde buscaba un poco de comida y cariño, El Solitario, que se quedaba más solo que un condenado, salía solo sólo un momento al patio, fumaba un cigarrillo y se decía así mismo: A mí me hace reír Edgar Alan Poe, no él sino la forma de cómo lo mató a su gato negro, encerrándolo en una de las paredes del cuarto.

Un día, harto de ver al gato tendido a sus pies, decidió quitarle la vida con la mayor saña que pueda imaginarse; lo atrapó por el pescuezo, le cortó la cola con una tijera, le despellejó la cabeza con chorros de agua hervida, le arrancó los ojos con la punta del cuchillo, le cortó la lengua en rodajas y, al final, le abrió el cuerpo desde el ano hasta el hocico, le arrancó las vísceras y así, con la panza abierta y estirado como un sapo, lo colgó del muro del patio, con las patas clavadas por herrumbrosos clavos.

Como podrán imaginarse, un tiempo después, el animal no tenía aspecto de gato, sino de un pedazo de pellejo secado al sol. Lo más grave era que el pobre gato negro murió de un modo despiadado, sin que nadie se diera cuenta, ni siquiera la vecina que lo quería con un auténtico sentimiento maternal.

El gato negro desapareció de un día para otro. La vecina no lo veía ya caminar por encima del muro ni saltar hacia el verde césped de su patio, aunque ella, como todos los días, le dejaba su comida en un platito de arcilla, esperanzada en tomarlo en sus brazos y acariciarlo con ternura. Ella, a diferencia de El Solitario, entendía que los gatos no sólo eran criaturas de compañía, sino que servían para cazar a los ratones en las habitaciones, como los perros servían para ser los centinelas de la casa. Entendía también que los gatos, aunque no tenían comidas hechas a su gusto, ni juguetes especiales, ni recipientes con arena, ni cepillos para tusarles la pelambre, se conforman con el cariño que se les dispensaba y con los restos de comida que se les daba cada día.

Lo que la vecina no sabía era que El Solitario, personaje siniestro con obsesiones perversas y tendencias sádicas, no era la persona más indicada para tener un gato en su casa, pues carecía de sensibilidad y empatía hacia otros seres vivos; más todavía, no sentía remordimientos de conciencia y hasta se excitaba y gozaba con el dolor ajeno, como si tuviera la necesidad de reafirmar su sentimiento de poder sobre la víctima, actuando con ira, saña y venganza. Por lo tanto, pedirle a El Solitario que cuide al gato era como pedirle al gato que cuide al canario.

Desde la vez en que el animal fue despellejado sin clemencia, las noches de descanso de su amo eran interrumpidas por maullidos y ronroneos, debido a que el gato negro se le aparecía en las pesadillas como un enorme puma, con garras y dientes afilados, reclamándole el porqué había sido brutalmente asesinado, si él, en su simple condición de mascota, nunca le había guardado rencor, ni siquiera cuando lo lanzaba al aire para asustarlo o cuando lo hería a puntapiés.

El Solitario, como toda persona asocial y agresiva, que se deshizo del animal doméstico con premeditación y ensañamiento, permanecía callado en el fondo de la pesadilla, sin sentir una pisca de culpa ni vergüenza, ya que para él, en su vida cotidiana, el felino era como cualquier otro objeto que se usaba y se desechaba. No obstante, con el transcurso del tiempo, la presencia del gato negro se hizo más frecuente y terrorífica en las pesadillas de El Solitario, quien, a pesar de rogarle a Dios que lo dejara dormir en paz, no lograba alejar de su mente al gato negro, que cada noche se le aparecía convertida en una fiera salvaje, sedienta por vengarse ojo por ojo y diente por diente.

Cuando El Solitario empezó a sentirse atormentado por la aparición y reaparición del gato negro, y al límite de perder la razón, decidió cambiar de actitud para siempre y poner fin a sus tortuosas pesadillas. Desclavó el pellejo, que permaneció en el muro del patio desde que la mascota dejó de respirar, y lo metió en una urna adquirida en una funeraria de animales. Luego excavó un hueco cerca de la puerta y enterró la pequeña urna, arrepentido y avergonzado, por primera vez en su vida, de su conducta cruel e inhumana. Al fin y al cabo, el gato negro no tuvo la culpa de que él, El Solitario, hubiese crecido en un hogar violento y hubiese sufrido maltratos desde su infancia.      

sábado, 9 de junio de 2018


EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE

Un compañero latinoamericano, al retornar a su país después de diez años en el exilio, se encontró con la enorme sorpresa de que su perro era el único ser que no lo había olvidado, pues el perro, según le contaron los inquilinos, no dejó de ladrar ni batir su cola desde cuando lo sintió llegar a la plaza del pueblo.

Esta anécdota, que él me la refirió en una de sus cartas, me recordó a Ulises, el héroe de la Odisea y rey de Ítaca, en la que el viejo perro Argos, agobiado por una misteriosa enfermedad y abandonado sobre un montón de boñiga, murió de felicidad al ver por última vez a su amo.

La anécdota me recordó también a mi perro, que murió atropellado por un auto que le partió el espinazo. Se llamaba Laika en homenaje al primer can lanzado al espacio en calidad de astronauta; era pelado como los perros de la puna, veloz como el perro Argos de Ulises, flaco como el perro galgo de don Quijote y bravo como el perro Buck de Jack London. Lo cuidé desde que era apenas un cachorro, desde que me lo regalaron envuelto en un aguayo. Él creció lamiéndome la cara y yo contemplándole sus brillantes ojos de azabache.

Con el paso del tiempo nos hicimos amigos inseparables, tan inseparables que mi madre nos servía la comida juntos y juntos nos bañaba en la batea. Lo apreciaba como a un hermano; era un perro obediente, hecho de instintos y reflejos condicionados. Nunca desacató las instrucciones que le impartía ni desoyó mi voz de mando. Yo levantaba la mano y él agitaba la cola, le disparaba con el índice y él se tiraba con las patas en alto. Así nos la pasábamos todo el rato, jugando como dos niños que se divierten hasta más no poder.

Por las mañanas me acompañaba a la escuela y por las tardes me esperaba sentado junto a la puerta, dispuesto a jugar con la pelota de trapo, que él escondía detrás de una tapia habida en el fondo del patio. Jugábamos hasta que la luna se mostraba en las alturas y mi madre nos llamaba a cenar. Después me ponía a hacer los deberes y él iba a recostarse en su caseta, desde cuya puerta vigilaba la casa con un ojo cerrado y el otro abierto.

Aunque era de regular tamaño, lucía una recia musculatura y unos colmillos afilados que infundían miedo y respeto. Lo pude comprobar el día en que nos atacó un bóxer de pelo corto y hocico chato, que tenía fama de ser depredador de peatones y jefe de una manada de perros sin dueño. El hecho ocurrió de un modo insólito. El bóxer, al vernos cruzar por la calle, se desprendió de la cadena corrediza que lo sujetaba de la collera y se lanzó al ataque, estremecido de furor y echando espuma por el hocico. Yo me quedé helado de pavor, pero mi perro, con los ojos ardientes como ascuas y el pecho resollándole más de lo habitual, se le enfrentó con una valentía admirable.

Por un instante, no muy lejos de mis ojos, se mordisquearon sin piedad, hasta que mi perro le hincó sus afilados colmillos en el pescuezo y lo revolcó en el suelo, como quien pone a prueba sus instintos salvajes. Pasado el incidente, en medio de un fino polvo que se disipaba en el aire, el perro bóxer se retiró con el rabo entre las patas y relamiéndose las heridas, mientras mi perro, dispuesto a defenderme y salvar su propio pellejo, se me acercó jadeante y con una mirada que parecía decirme: Soy el mejor amigo del hombre. Después corrió haciendo cabriolas y yo lo seguí a pasitrote, pensando que un perro valiente es más temible que el cancerbero de tres cabezas que guarda las puertas del infierno.   

Desde entonces se acrecentó nuestro afecto mutuo y se prolongó hasta el día en que murió en mis brazos, tras ser atropellado por un auto que le partió el espinazo. Su muerte me causó un dolor inmenso, lloré y lo enterré en el fondo de una quebrada, donde no llegaba la corriente del río ni el silbido del viento.

Años después, cuando le conté esta historia a un amigo sueco, éste me miró con una chispa de ironía y preguntó:

–¿Es verdad que los perros de tu pueblo duermen en el patio?

–Sí –contesté–. Los perros no son objetos de adorno sino los candados de la casa, los guardianes de los bienes de sus dueños. Los perros, como los humanos, tienen sus derechos y sus deberes, y, aunque se los cuida y ama demasiado, no se les cepilla los dientes ni se les atusa el pelo. Los perros de mi pueblo no están acostumbrados a consumir alimentos envasados sino a comer lo que sobra en la olla o en la mano. Los perros de mi pueblo se crían a cielo abierto y no como pájaros enjaulados. No necesitan que nadie los sobreproteja ni les cambie el paño, pues son perros que responden a su propia naturaleza, sin que por esto dejen de ser los animales más nobles y los mejores amigos del hombre.

–Lo que es aquí –dijo resignado el amigo sueco–, el perro ha dejado de ser perro para convertirse en amo y señor de la casa. Por si fuera poco, los perros ya no ladran ni muerden, son perros modernos en una sociedad moderna.

–Así es –le dije–. Los perros son como los humanos, mientras más tienen, menos ladran.

viernes, 4 de mayo de 2018


LOS FLAMANTES EDIFICIOS DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL SIGLO XX

El primer día que me encontraba de visita en Catavi, en la antigua Casa Gerencia, me vi sorprendido por unos edificios que se construían entre gritos a voz en cuello y al ritmo de cumbias y bachatas, sin considerar que el estridente bullicio perturbaba la paz de los vecinos. Luego me informé de que estos edificios, parecidos a los que los niños construyen en sus juegos, con palitos de fósforos y ladrillos de lego, formarían parte de la Universidad Nacional Siglo XX, cuyo plantel administrativo, ante la falta de ambientes en las poblaciones aledañas, decidió apostar un considerable presupuesto en la construcción de esta importante infraestructura educativa, que constituiría una suerte de orgullo para los lugareños, quienes jamás dejaron de pensar en que la educación es uno de los caminos que conduce hacia el progreso y la liberación de un pueblo.

A medida que transcurrían los días, pude advertir que estos edificios, mientras se alzaban en dirección al cielo, tenían a los albañiles caminando en las alturas como malabaristas de circo, jugándose la vida a cada instante y desafiando la ley de la gravedad, con los pies en el vacío y desprovistos de indumentaria adecuada. Es decir, trabajaban sin equipos de seguridad laboral ni técnica, ya que no se desplazaban sobre andamios ni llevaban correas ni arneses para evitar un accidente que podía costarles la vida.

En honor a la verdad, sólo algunos usaban cascos de protección, muy parecidos a los que en otrora usaban los técnicos de la Empresa Minera Catavi. Otros, los más intuitivos y precavidos, llevaban a cuestas una bolsa para herramientas que, sujeta a la cintura con un grueso cinturón, les permitía tener a mano las herramientas de construcción, como el martillo, desarmador, pinzas, amarrador, plomada, cincel, espátula, escuadra y flexómetro dividido en centímetros y milímetros, y, como es natural, un cordel para materializar una línea recta sobre una parte de la construcción en curso.

Aun sin tener demasiados conocimientos en materia de arquitectura, entendía que el arquitecto era un profesional que se encargaba de proyectar, diseñar y dirigir la construcción de edificios, junto al maestro de albañilería que, a su vez, dirigía a los peones, dedicados al oficio de la construcción, reforma, renovación y reparación de viviendas y edificios, para cuyo efecto hacían uso de diversos materiales como el cemento, la arena, los ladrillos, la cal y otros, con el único propósito de poner de pie un establecimiento de gran envergadura, como era el caso de la universidad obrera que, al fin y al cabo, sería la expresión de la determinación de los trabajadores y el pueblo, que deseaban tener una institución educativa que representara a una población minera, que tenía una magnífica historia desde que empezaron a explotarse los yacimientos de estaño en las montañas de Llallagua y Siglo XX.

Acercase a esas construcciones, ascendiendo o descendiendo por una sinuosa ladera, era someterse a un inminente peligro; primero, porque la empresa constructora no cumplía con las medidas de seguridad para evitar que sus trabajadores corran el riesgo de perder la vida por un simple descuido y, segundo, porque no se veía por ningún lado retroexcavadoras, grúas ni vallas perimetrales, que separan la construcción de los espacios públicos, para guardar la seguridad de los transeúntes que pasaban y repasaban cerca de las obras en construcción. Sin embargo, se podía advertir la existencia de casetas para los vestuarios y el depósito de herramientas, como mezcladoras, mazos, palas, carretillas, cubos, serruchos, y una oficia para guardar los documentos referentes a la obra, como los planos, cálculos, memorias técnicas, etc.


A pesar de los altibajos y contratiempos, propios en las provincias y ciudades intermedias, los flamantes ambientes de la Universidad Nacional Siglo XX seguían avanzando con la obra gruesa, hasta que llegó el periodo en que se empezó con la obra fina. Entonces, los mismos albañiles, que antes parecían malabaristas de circo, se ocupaban de blanquear con cal y yeso las paredes, como maestros diestros en el manejo de una suerte de paletas triangulares, que utilizaban para extender la pasta sobre las superficies guarnecidas, alisando y comprimiendo la masa con el borde de la herramienta; en tanto otros, con las ropas raídas y manchadas con los materiales de construcción, se encargaban de sujetar los listones, puertas y ventanas, con grapas de metal disparadas por unos instrumentos similares a las pistolas de clavos.

A mi retorno de la ciudad de La Paz, después de un tiempo de ausencia, vi que los edificios estaban en su fase final, al menos aquél donde se exhibía un enorme cartel con la fotografía del rector de la universidad. Daba la sensación de que incluso intervenían otros profesionales encargados de la obra fina; unos ponían las baldosas y tapices, instalaban los lavabos, tazas de baño, puertas y ventanas; mientras otros se hacían cargo de instalar el agua potable, los transformadores de electricidad y los sistemas de seguridad contra incendios.

No cabe duda de que, al finalizar de este costoso y necesario proyecto, la empresa constructora se preguntará si los edificios cumplen con la idoneidad urbanística y la funcionalidad que requiere un establecimiento educativo. Para los demás, que no entendemos mucho sobre las técnicas empleadas en una obra arquitectónica plasmada sobre una superficie terrestre, es suficiente que los edificios, además de que su estructura estética sea digna de admiración y contemplación, cumplan con el propósito de satisfacer las necesidades de los docentes, estudiantes y administrativos de la Universidad Nacional Siglo XX.

viernes, 27 de abril de 2018


EL KIMSACHARANI

Pedrito, muchos años después de que abandonó su hogar, aún recordaba aquel increíble episodio de su infancia, cuando el kimsacharani se convirtió en una serpiente de tres cabezas.

El kimsacharani, hecho de cuero trenzado y con tres pequeños lazos terminados en nudos, era un instrumento de castigo que no podía faltar en su casa, donde su papá, un hombre gruñón que no aguantaba pulgas, estaba acostumbrado a cascarle cada vez que se portaba mal o cometía una travesura que no era de su agrado.

El kimsacharani era negro como las trenzas de su mamá y tenía un orificio en el mango. Pendía siempre de un clavo de acero, a la altura del dintel de la puerta de ingreso a la sala, y parecía un objeto tan sagrado como el crucifijo que estaba a su lado.

Pedrito no entendía cómo se podía exhibir, como si fuese una reliquia familiar, un objeto temido por los niños que sabían que este chicote de tres colas, conocido también como el Sambito, servía para educar a chicotazos a los hijos que cometían alguna falta o desobedecían las órdenes de sus padres, sin considerar que los niños, por razones físicas y emocionales, no debían ser sometidos a castigos crueles, inhumanos y degradantes.
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El papá de Pedrito, que se hacía pagar en casa las broncas que tenía con el jefe de su trabajo, estaba convencido de que los azotes que él recibió en su vida, desde que nació hasta que se casó, lo ayudaron a corregir sus malos hábitos y le enseñaron a tener una mejor vida familiar. Por eso mismo, nadie podía sacarle de la cabeza la idea de que no era bueno usar un chicote, confeccionado con el cuero curtido de una llama, para educar a los hijos inquietos y rebeldes.

Pedrito, siempre que dirigía su mirada hacia el kimsacharani, imaginándolo como un instrumento que inventó el diablo, sentía una sensación que le hacía estremecerse por dentro. Un solo chicotazo lo dejaba zapateando de dolor, con los pantalones mojados y los pelos de punta. Lo peor era que, mientras más se quejaba y lloraba, su papá descargaba toda su furia hasta dejarle con la espalda colorada como el tomate y las nalgas ardiéndole como si hubiese caído en un cubilete de brasas.

Así como su papá estaba acostumbrado a golpearlo, Pedrito estaba acostumbrado a recibir el castigo con los puños y los dientes apretados. Al final, sentía que todo su cuerpo, pequeño para su edad, estaba flagelado como el lomo de un jumento de carga. Algunas veces, cuando lo veía a su papá con el kimsacharani en la mano, decidido a sacarle lo malo y meterle lo bueno, se acordaba de los héroes de las películas, donde los protagonistas portaban un látigo que, luego de chasquear en el aire, golpeaba contra la humanidad del enemigo. Aunque su papá no era un arqueólogo aventurero, como Indiana Jones, usaba el kimsacharani con una impresionante destreza. Otra veces, cuando el castigo lo dejaba marcas en la piel, se acordaba del Zorro, de ese héroe enmascarado que, incluso cabalgando al galope sobre Tornado, podía marcar la letra Z con la punta de su látigo.


La vez que su papá lo azotó a las cuatro de la mañana, antes de irse al trabajo y por una travesura que hizo un día antes, Pedrito pensó cómo podía deshacerse del kimsacharani, hasta que se le ocurrió la idea de esconderlo en el baúl que estaba debajo de su cama; pero pensó un poco más y, de pronto, se dio cuenta de que el baúl no era el mejor sitio para hacer desaparecer un objeto de dimensiones considerables. Entonces se le vino otra idea más brillante: tirarlo al techo de paja, tal cual le explicó uno de sus compañeros de escuela, quien, un día que lo vio poniéndose saliva sobre sus heridas, le dijo:

Si no quieres que tu papá te pegue más, lo que tienes que hacer es lo siguiente: salir al patio de tu casa, ponerte de espaldas contra la pared, cerrar los ojos y, apuntando hacia el techo de paja, arrojar el kimsacharani por encima de tu cabeza.

Pedrito, esa misma mañana, apenas se levantó de la cama, se dirigió a la sala donde estaba colgado el kimsacharani, lo tomó con las manos temblorosas, salió al patio y, ¡zas!, se deshizo de ese instrumento de castigo que, de solo mirarlo, le ponía los pelos de punta y la piel de gallina.

Cuando su papá regresó del trabajo, buscó el kimsacharani como aguja en el pajar, pero no lo encontró. Preguntó a todos dónde estaba el Sambito, pero nadie le contestó, menos Pedrito que, a pesar de estar muerto de miedo, selló los labios, entornó los ojos y se limitó a negar con la cabeza.
   
Su papá buscó al Sambito por todas partes y, al no encontrarlo, se fue al mercado  para comprar otro. La vendedora, una señora gorda como la letra O y mala como una madrastra perversa, mientras le vendía un nuevo kimsacharani, le dijo que todo papá debía tener a mano ese objeto para hacerles chupar unito a los niños desobedientes y malcriados. Un solo chicotazo era suficiente para hacerles andar de puntitas.

Cuando Pedrito vio el nuevo kimsacharani colgado del mismo clavo donde estaba el anterior, el mismo que él arrojó al techo de paja de la cocina, se le estremeció el cuerpo y pensó que los castigos no habían terminado, no al menos como se lo explicó uno de sus compañeros de escuela.

Atormentado por los castigos que le propinaba su papá, Pedrito pensó que tenía que haber otra manera de deshacerse del kimsacharani. En eso nomás, como iluminado por una luz celestial, se le vino a la mente la idea de suplicarle al Supremo para que haga desaparecer al Sambito de una vez y para siempre.

Entonces se arrodilló al lado de su cama, apoyó los codos sobre la almohada y, juntando la palma de las manos, rezó todas las noches con los ojos cerrados, hasta que un día, cuando su papá iba a coger el kimsacharani para azotarlo como casi todos los días, éste voló de sus manos y, retorciéndose en el aire, se transformó en una serpiente de tres cabeza. Reptó con la velocidad de un rayo y desapareció en la hendidura del machihembrado de la sala.

Su papá, por primera vez en su vida, dio un salto atrás y pegó un grito de espanto. No podía creer lo que pasó con el kimsacharani delante de sus ojos; tenía el rostro de un pajarito aterrado y el cuerpo temblándole como pillado por una descarga eléctrica.

Pedrito, que estaba calladito en un rincón, con la espalda encorvada y los ojos con legañas, miró la escena con una enorme satisfacción, como si por primera vez estuviera libre de la crueldad de su papá, quien, desde ese milagroso día, dejó de comprar kimsacharanis y dejó de golpearlo, como si por fin hubiese entendido de que éste no era un chicote para educar a los niños, sino un instrumento que inventó el diablo para flagelar a los condenados al infierno. 

martes, 17 de abril de 2018


MONTOYA PRESENTARÁ DOS NUEVAS OBRAS EN LLALLAGUA

El prolífico escritor boliviano, en el marco de la celebración del Día Mundial del Libro, presentará sus más recientes creaciones: Retratos y Microficciones.

En el libro Retratos, el lector tiene la sensación de estar inmerso en una fascinante galería de cuarenta y cinco crónicas e imágenes, que recrean historias de vida a partir de pinturas como El yatiri, de Arturo Borda; Saturno devorando a sus hijos, de Francisco de Goya; Atardecer en el paseo Karl Johan, de Edvard Munch; Eva, de Fernando Botero; y La mujer barbuda, de José de Ribera.

Asimismo, el autor revela las impresiones que le causaron los retratos de personajes del ámbito cultural, deportivo y político, como el Gigante de Paruro, Ernesto Che Guevara, Julio Cortázar, los pies de Pelé, Ernesto Cavour, Augusto Pinochet y el Tío de mina, entre muchos otros.

En el libro Microficciones, ilustrado por el artista plástico Jorge Codas, el autor ofrece una serie de cuentos breves, donde la realidad y la fantasía se funden con una fuerza capaz de atrapar el interés del lector de principio a fin. Se trata de una estupenda selección de microcuentos que, narrados en pocas palabras, estimulan la imaginación y convocan a una reflexión necesaria.

El evento se llevará a cabo el lunes 23 de abril, en la Plaza de Armas de Llallagua, a Hrs. 16:00.

Los comentarios estarán a cargo de los profesores de literatura Rubén Marconi y Josué Moya. 

La presentación de los libros cuenta con los auspicios de la Honorable Alcaldía Municipal, la Universidad Nacional Siglo XX  y el Archivo Histórico de la Minería Nacional/Regional Catavi.

martes, 10 de abril de 2018


TEODORA, LA PALLIRI DE LOS DESMONTES

Teodora es originaria del pueblo de Chayanta, tiene 35 años y seis hijos. Trabaja desde hace unos cinco años como palliri en los desmontes de Llallagua. Su faena, que comienza cuando el sol comienza a despuntar tras los cerros de Catavi, consiste en machucar y rescatar, martillo en mano y sin más armas que su coraje, las chispas de mineral incrustadas en las granzas que conforman los desmontes que, en realidad, constituyen poderosos reservorios de mineral, lo mismo que las lamas del K’enko, donde desembocaron los residuos del Ingenio Victoria de Catavi, una vez realizado el proceso de concentración del estaño, que debía ser embolsado en sacos de Calcuta antes de ser transportado hacia Estados Unidos o Inglaterra.
 
Teodora vive en una habitación que, más que habitación, parece una pocilga. Vive acompañada por sus hijos y sus animales domésticos. No conoce el agua potable, la luz eléctrica ni la cocina a gas. Sus pocos muebles son cajones de dinamita y no tiene más bienes que un paupérrimo salario, que no le alcanza ni para llenar el estómago de sus seis wawas.

Teodora, como la mayoría de las mujeres que trabajan en los desmontes, a cielo abierto y sin más herramientas que sus manos, forma parte de ese ejército de mujeres abandonadas por sus parejas. Su mamá murió con una enfermedad desconocida y su papá, desde que lo retiraron de la empresa a causa de su mal de mina, se dedicó a la bebida y murió con cirrosis.

Ella se juntó con su marido a los dieciséis años. Él la hizo ver las estrellas y le prometió un paraíso que nunca llegó a conocer. Sus hijos, que no son precisamente una bendición de Dios, llegaron uno tras otro, hasta que su esposo, que era flojo, machista, borracho, mujeriego y maltratador, un día se enroló con otra mujer más joven y la abandonó junto a sus pequeños hijos, sin dejarle un solo centavo para comprar la comida.

Por un tiempo se sintió sola y lloró hasta el cansancio, pero, al final, cayó en la cuenta de que no le quedaba otra que seguir luchando para mantener a sus hijos, quienes, a pesar de las innumerables privaciones y dolores de cabeza, son la mayor razón de su vida. Un día, sobreponiéndose a los prejuicios propios de un medio machista y patriarcal, sujetó sus trenzas debajo del sombrero de paja, se puso overol y se calzó botas de goma. Cargó su martillo y merienda en un aguayo, se despidió de sus hijos y salió a ganarse el pan del día en los desmontes, conocidos también con el nombre genérico de colas, que son los residuos de la producción minera y que durante varias décadas fueron acumulándose como cerros café-plomizos cerca de los campamentos mineros.

Desde entonces no ha dejado de soñar en un futuro mejor para ella y sus hijos. Quiere trabajar en el interior de la mina, así tendría más derechos y más ingresos; es decir, ganaría un salario más digno que el que gana como palliri; pero éste deseo es solo un sueño, que nunca se hará realidad. Teodora está consciente de que el privilegio de ser minera no le corresponde a ella, sino a las mujeres que perdieron a sus maridos a causa de la silicosis o en un accidente laboral de interior mina. 

A pesar de los pesares, está conforme con ser palliri, aunque tanto sacrificio no siempre es recompensado de manera justa, aparte de que tiene que trabajar en condiciones infrahumanas, desafiando las inclemencias del tiempo y en un ambiente donde está expuesta a peligros que acechan a cualquier hora del día. Así como no faltan los accidentes y enfermedades, tampoco faltan los malhechores que, al verla sola entre los pliegues de los desmontes, intentan abusarla por el simple hecho de ser mujer; por fortuna,  ella aprendió a defenderse con el martillo o la piedra que siempre carga en el bolsillo de la pollera.

Teodora tiene su puesto de trabajo, bajo el sol y bajo la lluvia, en la misma zona donde hasta la época de la llamada relocalización de 1985, se deslizaban pequeños vagones metaleros enganchados a unos andariveles de acero, de grueso calibre, bien tensados entre un extremo y otro. Los pequeños vagones, vistos a la distancia y recortados contra el cielo, no sólo parecían pequeñas naves extraterrestres, sino que transportaban, por encima de los campamentos mineros, los deshechos expulsados de la Planta Sink and Flaut hacia los desmontes de granza, donde las palliris, como Teodora, se ganaban el sustento diario rescatando las chispas de mineral con la pura fuerza de sus manos.

El poco dinero que gana como palliri, machucando granzas con estaño de baja ley, no equivale ni siquiera al salario básico vital, pero ella, que aprendió desde niña el arte de ahorrar centavo a centavo, sabe cómo administrar lo poco que gana, conforme alcance para el plato de comida y la educación de sus hijos.

Teodora no sabe leer ni escribir. Nunca asistió a la escuela. Toda su vida, más que ser vida, fue un infierno. Experimentó las discriminaciones sociales y raciales desde siempre. Vivió en carne propia la violencia intrafamiliar y trabajó desde que tenía uso de razón, tanto dentro como fuera del hogar. Ella es un eslabón más de una larga cadena de mujeres que dejan su vida en los campamentos mineros, como antes la dejaron sus padres y los padres de sus padres. Por eso sufre harto por dentro y se parte el lomo trabajando, con la ilusión de que sus hijos sigan estudiando. Ella le ruega a Dios para que ellos no sean mineros ni palliris como sus antepasados. Lo que Teodora quiere es que sus hijos se alejen, de una vez y para siempre, de esos sombríos socavones que, desde la época de la colonia, han sido verdaderos tragaderos de vidas humanas.  

viernes, 30 de marzo de 2018


EL FORASTERO

En el pueblo, desparramado en la ladera de una montaña árida y pedregosa, no había otra seña de identidad que una bocamina siempre negra y abierta que, vista a lo lejos y bajo los rayos del sol, parecía las fauces de un monstruo queriendo tragarse a los habitantes, cuya única esperanza estaba depositada en los buenos propósitos de un forastero que un día llegó montado en un caballo alazán, con la promesa de devolverle vida al pueblo, donde hacía mucho que el yacimiento de estaño se agotó como la leche en la teta de una mujer entrada en años.

Los habitantes asistieron a la asamblea organizada en la única y pequeña plaza, para discutir la propuesta del forastero, cuyo nombre extranjero era de difícil pronunciación y cuyo país estaba ubicado, según él mismo relató, en las remotas tierras de allende los mares.

El forastero tenía el pelo cobrizo, un ojo color de esmeralda y otro color de ébano, unos bigotes espesos y revueltos, como los que se ven en las películas sobre la vida de Búfalo Bill. Su estatura era imponente, sus ropas eran de cuero brilloso y en sus musculosos brazos resaltaban tatuajes parecidos a los que exhibían los marineros más avezados y forajidos de ultramar.

La asamblea transcurrió en orden, con la debida calma y mesura, y, por votación unánime, se resolvió que la mina volvería a reactivarse bajo la dirección del forastero, quien se comprometió a invertir todo el dinero que hiciera falta en la explotación de los yacimientos incrustados en la corteza terrestre.

Como es de suponer, el desprendimiento desinteresado de este hombre de aspecto extravagante, que a unos les caía simpático y les inspiraba confianza, no dejaba de intrigar a otros que, intuyendo que algo más se traía entre manos, ponían reparos a sus ideas altruistas y su conducta poco usual entre los pobladores.

Algunos se preguntaban, por ejemplo, cómo podía ser posible que un forastero de paso por un pueblo decida, así por así y de la noche a la mañana, devolverle vida a una montaña que, por medio de su bocamina, estaba clamando que la dejen en paz porque estaba agotada y no rendía más.

Por otro lado, aparte de su nombre, su país de origen y su vida cotidiana en la casa donde estaba hospedado, nadie conocía otros antecedentes del forastero, salvo que era un hombre acaudalado y un aventurero que conocía el mundo entero mejor que la palma de sus manos.

Cuando los mineros empezaron a horadar las rocas, el forastero, con la luz de sus ojos que desprendían lumbres en la oscuridad, les iba enseñando cuál era la dirección que debían tomar, para luego ir abriendo los rajos palmo a palmo, hasta llegar a lo más profundo de la montaña.

El laboreo minero, que se reinició en la bocamina abandonada, se prolongó durante días, semanas y meses. En principio no encontraron más que vetas con minerales de baja ley y algunas aleaciones compuestas de plata, pirita, plomo y zinc, hasta que un buen día, a cientos de metros bajo la superficie y cuando los ánimos empezaban a menguar, dieron con unos filones de estaño que, alumbrados por  la luz mortecina de las lámparas, parecían anacondas brillando con luz propia en la impenetrable oscuridad. Sólo entonces, todos arrojaron el guardatojo por los aires, brincaron de júbilo y se alistaron para ch’allar el fabuloso hallazgo.

Así fue como el pueblo, que antes estaba como largado de la mano de Dios, volvió a cobrar nuevos bríos y requirió de más fuerza de trabajo. Los mineros, que abrían rajos y galerías, destrozando las rocas a plan de palas, picos, barrenos y dinamitas, recobraron la dignidad y se llenaron los bolsillos con las ganancias provenientes de la explotación minera.

En poco tiempo, la mayoría de los habitantes, que tenían las esperanzas perdidas y muy poco que comer, se convirtieron en prósperos comerciantes. Las calles se llenaron de tiendas y los niños volvieron a sonreír, como cuando las flores vuelven a brotar en un marchito jardín. O sea que la presencia del forastero fue un signo de buen augurio y prosperidad.

Todos sabían que el auge económico se debía a la minería, pero lo que no sabían era que el forastero, quien no volvió a salir de la mina desde la última vez que ingresó sin compañía, era el mismísimo Tío disfrazado de forastero, porque cuando los mineros lo buscaron como aguja en el pajar, creyendo que se había precipitado en un buzón o que había perdido la vida debajo de un enorme planchón de roca, advirtieron que en el paraje de la galería más profunda, de donde emanaba una luz parecida a una aureola color naranja, se divisaba la silueta de un hombre sentado en un sillón.

Cuando los mineros se acercaron al lugar y lo miraron de cerca, se quedaron sin palabras y con una sensación aterradora atravesada en el cuerpo, porque el hombre al que andaban buscando, a ese forastero que un día llegó cabalgando al pueblo y que otro día dispuso su fortuna para reactivar la mina, estaba desnudo y petrificado en un trono de roca, con un aspecto diabólico que evocaba al príncipe de las tinieblas, ya que en las chispas de su mirada se reflejaban las llamas del infierno y en sus cuernos se escondían los poderes mágicos de su reino.

–Soy el Tío de la mina –se presentó con voz estruendosa–. Les concederé todo lo que me pidan, siempre y cuando se porten bien conmigo, rindiéndome pleitesía y ofrendándome hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

–¿Y todo eso por qué? –preguntó uno de los mineros, temblando de pies a cabeza.

–Porque soy el amo de ustedes y el dueño de los minerales –contestó deslumbrándoles con el fuego de sus ojos.

A poco de que todos se enteraron de la verdadera identidad del forastero, no tuvieron más remedio que profesarle respeto y cariño, convencidos de que de él dependía la felicidad o la desgracia de una familia en el pueblo. 

miércoles, 21 de marzo de 2018


EXÁMENES Y CALIFICACIONES

Si en una sociedad, regida por la ley de la selva, se premia al más fuerte y se castiga al más débil, entonces en la escuela se castiga al deficiente y se premia al excelente, que, como en todo sistema desigual, no siempre es el más creativo ni inteligente.

La posición privilegiada de ciertos alumnos no está determinada necesariamente por la vocación que tienen para el estudio, como por los conocimientos memorizados mecánicamente, sobre todo, cuando el sistema educativo está estructurado en función de una prueba, cuyos resultados, más que servir para evaluar los conocimientos del alumno, son una suerte de premio o castigo, en los que unos encuentran la frustración y otros la recompensa; más todavía, hay quienes memorizan la lección tres días antes del examen y quienes se olvidan tres días después.

No falta el profesor que utiliza el resultado de las pruebas para clasificar a los alumnos en buenos y malos, aun sabiendo que las notas no influyen en el proceso de enseñanza ni en la adquisición de conocimientos. Por lo tanto, las pruebas, como los llamados test de inteligencia (que miden la capacidad lingüística, la memoria mecánica, las coordinaciones sensomotoras y el grado de conocimientos adquiridos), son una trampa donde pueden caer incluso los alumnos más aplicados, pues toda prueba, basada en las teorías conductistas del Estímulo y la Respuesta (E-R), contiene preguntas que tienen una sola respuesta, cualquier otra alternativa, que no responda al pie de la letra lo que está escrito en el libro de texto, es inmediatamente anulada por el examinador, cuya única función consiste en seguir las pautas establecidas por los tecnócratas de la educación.

En cualquier caso, no se trata de usar los resultados de la prueba como premio o castigo, ya que el niño no actúa instintivamente como el perro de Iván Pavlov, que realiza sorprendentes piruetas gracias a la recompensa (caricias o azucarillo) ofrecida por su amo, sino como un ser humano complejo, cuya conducta está determinada no sólo por los castigos, las recompensas asociadas a su comportamiento y su capacidad intelectual, sino también por otros factores innatos y hereditarios ajenos a las teorías conductistas del Estímulo y la Respuesta (E-R).

Ya se sabe que la mayoría de los alumnos estudian por obligación y memorizan los conocimientos para el día del examen, con la esperanza de obtener la máxima calificación. El alumno sabe que el numerito impreso en la libreta de calificaciones, aparte de indicar el nivel de sus conocimientos, le servirá para proseguir sus estudios superiores, pero no porque estuviese consciente de que un día aplicará estos conocimientos en su vida real, sino porque este numerito le dará acceso a un título profesional, que le permitirá gozar de un estatus social y económico privilegiados.

En un sistema educativo acostumbrado a evaluar los conocimientos a base de un sistema compuesto de números o letras (generalmente en sentido ascendente), el alumno no es tanto lo que es, sino el número o la letra que tiene en la libreta de calificaciones. En este caso, las calificaciones se convierten en sus señas de identidad y lo clasifican como a deficiente o excelente.

El alumno que haya sido suspendido en una asignatura o esté castigado a repetir el año lectivo, sentirá un sensación de derrota y un complejo de inferioridad, que lo afectará por el resto de sus días. Tampoco faltarán quienes, por temor a enfrentarse a la furia de sus padres y a su propia vergüenza, tomen la extrema decisión de quitarse la vida; un drama social que, sin duda, se podría evitar con nuevas formas de evaluar el nivel de conocimientos del alumno.

Sin embargo, a la hora de poner las calificaciones, a nadie parece importarle que el alumno haya reprobado en el examen debido a que tenía problemas psicosociales tanto en la escuela como en el hogar. El profesor no tiene la función de contemplar al alumno en su micro y macro cosmos, sino, simple y llanamente, la obligación de cumplir con el programa escolar establecido, y el alumno la obligación de asimilar lo que debe y no lo que puede y, mucho menos, lo que quiere.

Una escuela que no contempla el aspecto emocional y la situación psicosocial del alumno y su entorno familiar, es también una institución donde suele aplicarse el bullying contra los alumnos más débiles y donde se utilizan las notas como instrumentos de poder, para infundir el miedo y el respeto hacia el profesor, quien, sujeto a su función de autoridad en el aula, decide la calificación que se merece cada alumno, indistintamente de cuales sean los resultados del proceso de enseñanza/aprendizaje.

Ahora bien, a pesar de todas las consideraciones, la sociedad ganaría con un sistema escolar donde el alumno deje de ser un receptor pasivo de los conocimientos y el profesor un simple transmisor del contenido de los libros de texto. Es justo que en una escuela democrática se elimine la sumisión del alumno y el autoritarismo del profesor. Es justo también que se elimine el criterio de que el alumno debe aprender y el profesor enseñar. En una escuela moderna es lógico que exista una enseñanza más reflexiva que memorística y un ambiente en que la motivación prevalezca sobre la obligación. En una escuela moderna y democrática, como bien decía Gregorio Iriarte: El protagonista ya no es el profesor, sino el alumno. Él es el constructor de su propio conocimiento. El mejor educador no es el que enseña muchas cosas, sino el que facilita y anima a que el alumno aprenda.

Por último, valga recordar que el proceso de aprendizaje del alumno es constante, desde el día en que nace hasta el día en que fallece; que aprende mejor por motivación que por imposición, que aprende de sus errores y con la ayuda de los medios didácticos a su alcance; que los conocimientos adquiridos en la escuela no son para el día del examen ni para la satisfacción de los padres, sino para que el propio alumno se realice tanto en el plano personal como profesional; que una educación forzada y autoritaria pueden destruir los propios procesos de desarrollo armónico de la personalidad humana y que, en consecuencia, las calificaciones de un alumno pueden ser tan injustas como injusta es la sociedad en la que vive.     

sábado, 24 de febrero de 2018


EL ARTIFICIO IDIOMÁTICO DE CLAUDE SIMON

Claude Simon nació en la isla de Madagascar, antigua colonia francesa, en 1913, y falleció el 2005 en París. Hijo de un oficial de marina, que murió a poco de estallar la Primera Guerra Mundial. Al quedar huérfano de madre, se marchó a vivir con sus abuelos y tíos en Perpiñán, en el sureste francés, donde su amor por la naturaleza encontró un ambiente propicio. Desde entonces, pasó la mayor parte de su vida junto a la capital de Rosellón, quizá por eso, se sentía un poco catalán y existan tantas referencias españolas en su obra. 

Cursó estudios de bachillerato en París y Oxford, y estudió pintura en la Academia del maestro cubista André Lhote. A los 23 años de edad, su curiosidad y busca de aventuras, lo llevaron a conocer Europa, atravesó la frontera y arribó a Barcelona en los albores de la guerra civil, donde participó junto a las tropas republicanas que luchaban por derrotar al fascismo e instaurar la democracia; un acontecimiento que, años después, recordaba con cierta nostalgia: Fueron muy pocos los días que permanecí, pero las imágenes aprehendidas en aquellos momentos no se han borrado de mi memoria. Para mí fue algo más que una decepción. Era muy joven, no tenía grandes conocimientos político y me daba cuenta de que nadie, ningún partido político se entendía.

Durante un tiempo se dedicó con ahínco a la pintura y fotografía, hasta que, como soldado de un regimiento de caballería, participó en la Segunda Guerra Mundial, donde cayó a manos de las tropas alemanas. En el traslado a un campo de prisioneros en Francia, consiguió fugarse y se afilió al movimiento de la Resistencia Francesa. Al cabo de este episodio, compró una propiedad en Salses, cerca de Perpiñán y se convirtió en un vinicultor amante de la pintura y la fotografía, antes de dedicarse a la creación literaria.

Claude Simon comenzó a escribir bajo la sombra de William Faulkner y Marcel Proust, influencias de las que, empero, se fue alejando de a poco, hasta derivar en la línea del nouveau roman (nueva novela), aunque él no compartía el criterio de quienes lo consideraban como el portaestandarte o máximo representante de este movimiento literario de los años sesenta, por la sencilla razón de que él rechazaba este denominativo, del mismo modo como rechazaba el término vanguardismo, ya que, según su criterio, la palabra crisis era la más apropiada para referirse a los giros que experimenta la literatura. Y no dudaba en afirmar: Nosotros nunca hicimos postulados, nos limitábamos simplemente a rechazar lo que había de repetitivo en la novela tradicional, sin ser psicólogos, moralistas ni filósofos; lo mismo hicieron Proust, Faulkner, Joyce, Conrad y otros antes de nosotros.

Este ser solitario y conmovido por las hecatombes bélicas, pasó su vida entre París y Salses, escribiendo con frenesí y cultivando vino añejo. Quienes lo conocían, contaban que se parecía a un monje medieval cada vez que empezaba a escribir un nuevo texto, pues se encerraba durante meses entre los gruesos muros de su casa, construida en 1753 en la pequeña plaza del pueblo.

En 1983, cuando se le otorgó el Premio Nobel al británico William Golding, que generó aspavientos entre los miembros de la Academia Sueca, Claude Simon exclamó resignado: Ya nunca me darán el Premio Nobel de Literatura. Sin embargo, la tarde del 17 de octubre de 1985, el secretario permanente de la Academia, Lars Gyllensten, dio a conocer su nombre como el laureado con el premio y leyó el siguiente comunicado: Se puede considerar el arte narrativo de Claude Simon como una suerte de representaciones de algo que vive en nosotros, querámoslo o no, comprendámoslo o no. Fuente de esperanza a despecho de toda crueldad y el absurdo que parecen caracterizar nuestra condición y que son expresadas en sus novelas con tanta claridad, penetración y profusión.

En realidad, el Premio Nobel fue un elogio no sólo a las obras de Claude Simon, que combinan la creatividad del poeta y la del pintor al dar profundo testimonio de la complejidad de la condición humana, sino también un merecido reconocimiento a la corriente de la llamada nouveau roman, integrada por Nathalie Sarraute, Roberto Pinget, Samuel Beckett, Robbe Grillet y Michel Butor, entre otros.

Claude Simon, aunque tuvo varios libros traducidos a otros idiomas, era un autor más conocido en el exterior que en su propio país, a pesar de las sesudas tesis elaboradas sobre su prosa en las universidades francesas. Desde luego que la concesión del Premio Nobel, a veces cargada de magia y potencia publicitaria, le abrió las puertas de un círculo de lectores conquistados, desde hacía tiempo, por otros autores galos que manejaban la misma pluma afilada de Marguerite Duras.

Su primera novela, Le tricheur (El tramposo), escribió a los veintiocho años de edad, pero se publicó recién en 1946. Esta obra, como muchas otras de su producción literaria, es fuertemente autobiográfica y está influida por las técnicas de la pintura y fotografía; recursos que le permitieron escribir como si pintara un cuadro y contemplara la vida no como un movimiento continuo, sino como una sucesión de imágenes fijas.

Claude Simon llamó la atención de la crítica recién en 1957, con su novela El viento, que testimonia su evolución estilística y alcanza su madurez creadora, aparte de que recuerda a Faulkner no sólo porque ambos tomaron parte de la guerra -el uno como piloto y el otro como soldado de caballería-, sino también por la innovación de un estilo que rompe con los cánones de la novela tradicional. El viento es un intento lúdico de la sintaxis y la morfología del lenguaje, a tal punto que la palabra cobra vida propia y el autor no es más que un medio de la fuerza creadora del idioma.       

En su novela L'Herbe (La hierba, 1958), en la que reafirma su progresión idiomática y su estilo barroco, cualquier lector paciente puede encontrar un laberinto de paréntesis, cortados, a su vez, por otros paréntesis, y todos ellos enmarcados dentro de un único paréntesis. Sus párrafos extensos, sin puntos ni comas, se parecen al lenguaje explayado en El otoño del patriarca, de García Márquez, y en Rayuela, de Julio Cortázar. Por lo tanto, este autor francés, como varios de los escritores hispanoamericanos, que experimentaron con la estructura del discurso narrativo, obliga a sus lectores a desperezarse y sentarse al escritorio, poco menos que para descubrir los secretos que encierran sus novelas

La Route des Flandres (La ruta de Flandes, 1960), que trata sobre la derrota militar francesa en 1940, mereció el premio Nouvelle Vague en 1961 y fue su primer libro traducido al español. La ruta, que no siempre es fácil de seguir, surge de sus vivencias en la guerra: la derrota, la muerte y el heroísmo absurdo. Está narrado en un ir y venir a través no sólo del tiempo, sino de personaje a personaje. En una misma frase cambia implícitamente el sujeto; es decir, lo que empieza sucediéndole a Raixach padre, continua sucediéndole a su hijo. Toda la novela transcurre en el recuerdo de Georges, durante algunas horas, una noche después de la guerra. Claude Simon, al igual que Proust, trabajó recreando estéticamente los recuerdos del pasado, un pasado con olor a sangre, pólvora y cadáveres, ya que para este  novelista, que fusionó en sus obras la creatividad del narrador y el pintor, los viajes por otros países y los conflictos bélicos tuvieron tanto significado como lo tuvieron para Ernest Hemingway y George Orwell; una experiencia que aflora en la literatura como un modo de recrear la memoria, sobre todo, esa memoria colectiva de lo que fue Europa antes y después de las dos Guerras Mundiales del siglo XX.


Alguna vez, al recordar los turbulentos años de su juventud, dijo: Yo soy ahora un hombre viejo, y como muchos habitantes de nuestra vieja Europa, la primera parte de mi vida ha sido bastante agitada: he sido testigo de una revolución, he hecho la guerra en condiciones particularmente penosas (pertenecí a uno de esos regimientos cuyos estados mayores sacrificaban fríamente a la avanzada), he sido hecho prisionero, he conocido el hambre, el trabajo físico hasta el agotamiento, me he fugado, he estado al borde de la muerte natural y violenta, he confraternizado con la gente más diversa, curas e incendiarios de iglesias, apacibles burgueses y anarquistas, filósofos y analfabetos, he conocido el mundo, y sin embargo, a los 72 años, no he podido todavía descubrir ningún sentido a todo ello si no es lo que creo que dijo Shakespeare: 'Si el mundo significa alguna cosa, es que no significa nada, salvo que es.

Los estudiosos de su obra coinciden en señalar que La ruta de Flandes sintetiza toda su creación literaria -Claude Simon es uno de esos autores al que no se le puede juzgar o premiar por un solo libro, sino por la totalidad de su obra-. En ella se aprecia la musicalidad casi sinfónica de su prosa y su dominio de las formas verbales del tiempo pasado, ante todo, el uso del presente participio que en francés está muy cerca del adjetivo.

En la novela Le Palace (El Palacio, 1962) no importa mucho que el texto prescinda de la puntuación o presente frases de más de mil palabras, tampoco que los adjetivos vayan de tres en tres o no se sepa con claridad a quién corresponde cada fragmento del diálogo, puesto que lo importante radicaba en rebuscar el instinto del lenguaje y procurar la estructuración de una prosa con afán de belleza, sin importar mucho la caracterización detallada de los personajes, que los monólogos interiores y las descripciones constituyen largos pasajes y que la trama carezca de argumento cronológico.

Lo curioso es que las primeras 50 páginas del original de esta novela, inicialmente publicada por Editions de Minuit en 1962, cuando fue enviada bajo anonimato por un admirador del Premio Nobel de Literatura, el escritor y pintor Serge Volle, a modo de experimentar cuáles eran las normativas que regían a los comités de lectura para seleccionar obras en las editoriales, constató que diecinueve editoriales la rechazaron, sin saber que esta famosa obra le pertenecía a Claude Simon. Los resultados hablan por sí solos: siete no respondieron y otros doce se negaron; uno de ellos descartó el texto, de acuerdo a Volle, debido a que las frases no tienen final, haciendo que el lector pierda totalmente el hilo, además de que la historia no permite el desarrollo de una trama real y que le faltan personajes bien caracterizados. Es decir, Serge Volle, residente en una pequeña aldea en Ardèche,  pudo comprobar que las editoriales buscan, en primer lugar, creaciones del corte best sellers, un tipo de literatura de fácil lectura en el que la trama tenga mayor significado que la calidad estética de la escritura. Desde luego que Volle no entendía ¿cómo se puede juzgar un libro leyendo solo la primera y la última página? Y, para ilustrar las normativas que rigen a los comités de lectura, el instigador o provocador de esta pequeña trampa consideró oportuno parafrasear a Marcel Proust, quien alguna vez dijo: Antes de escribir, sean famosos.

Histoire (Historia, 1964) es una novela parcialmente autobiográfica, que cuenta un día cualquiera en la vida de un hombre joven. Fue galardonada con el premio nacional Médicis en 1967 y editada en español en 1971. Se trata de la secuencia de una historia, que comienza sin comenzar (una de ellas tocaba cerca de la casa, así, sin mayúsculas y con ellas de nuevo ambiguo), y que tampoco tiene un desenlace o fin. Es una historia que tiene algo en común con el realismo mágico; es decir, con esa clave que no precisa dónde comienza la fantasía y dónde termina la realidad. Es parte de la idea de Claude Simon y de su escuela: no importa la anécdota. El narrador es un espectador neutral, los objetivos adquieren gran importancia y la sociología ninguna.

Tras la publicación de Historia, han visto la luz sus libros La Bataille de Pharsale (La batalla de Farsalia, 1969), Les Corps conducteurs (Los cuerpos conductores, 1971), Triptyque (Tríptico, 1973) y la novela Les Géorgiques (Las Geórgicas, 1981), que recrea episodios de la guerra civil española, es un libro apasionante, una suerte de franela salpicada de múltiples colores, una poesía escrita en prosa. Las escenas están trazadas con la mirada de un pintor, más que con la visión de un dramaturgo acostumbrado a los diálogos precisos y a los contextos concretos. Mi sintaxis es libre y mis párrafos largos, reconoció Claude Simon, porque los periodos y las frases cortas suponen un corte que no existe en la realidad mental.

Las Geórgicas, novela compleja y completa, no sólo causó asombro entre los lectores, sino entre los traductores; por ejemplo, C.G. Bjurström manifestó que la traducción de Las Geórgicas le resultó más difícil que traducir al francés la obra poética del sueco Gunnar Ekelöf; más todavía, algunos críticos, refiriéndose a su compleja estructura novelística, manifestaron que la lectura de sus libros, por su naturaleza y vocabulario, era un trabajo laborioso, confuso y hasta artificial. No en vano, Claude Simon se describió a sí mismo como un autor difícil, aburrido, ilegible y confuso.

Claude Simon, que murió a los noventa y uno años y publicó alrededor de una veintena de títulos, confesó que tenía tres dificultades en el instante de escribir: empezar la oración, continuar y terminar lo empezado; lo demás, estaba claro como el cristal, ya que la literatura habla siempre de las mismas cosas: el amor, la muerte, el paso del tiempo, la esperanza, el sufrimiento y la desilusión; pero lo que importa es la manera de decirlo, porque eso es lo que cambia y lo que permite que las mismas cosas se conviertan en cosas diferentes.

Con todo, este autor longevo, que publicó su última novela Le tramway (El tranvía, 2001), a los 88 años de edad, se esforzó por legarnos una obra autobiográfica y antibélica, como el testimonio de un hombre que, con la fuerza de la memoria y la pasión por la literatura, intentó rescatar la historia contemporánea de un continente devastado por las acciones genocidas del nazismo y las ideologías totalitarias del fascismo.