miércoles, 21 de marzo de 2018


EXÁMENES Y CALIFICACIONES

Si en una sociedad, regida por la ley de la selva, se premia al más fuerte y se castiga al más débil, entonces en la escuela se castiga al deficiente y se premia al excelente, que, como en todo sistema desigual, no siempre es el más creativo ni inteligente.

La posición privilegiada de ciertos alumnos no está determinada necesariamente por la vocación que tienen para el estudio, como por los conocimientos memorizados mecánicamente, sobre todo, cuando el sistema educativo está estructurado en función de una prueba, cuyos resultados, más que servir para evaluar los conocimientos del alumno, son una suerte de premio o castigo, en los que unos encuentran la frustración y otros la recompensa; más todavía, hay quienes memorizan la lección tres días antes del examen y quienes se olvidan tres días después.

No falta el profesor que utiliza el resultado de las pruebas para clasificar a los alumnos en buenos y malos, aun sabiendo que las notas no influyen en el proceso de enseñanza ni en la adquisición de conocimientos. Por lo tanto, las pruebas, como los llamados test de inteligencia (que miden la capacidad lingüística, la memoria mecánica, las coordinaciones sensomotoras y el grado de conocimientos adquiridos), son una trampa donde pueden caer incluso los alumnos más aplicados, pues toda prueba, basada en las teorías conductistas del Estímulo y la Respuesta (E-R), contiene preguntas que tienen una sola respuesta, cualquier otra alternativa, que no responda al pie de la letra lo que está escrito en el libro de texto, es inmediatamente anulada por el examinador, cuya única función consiste en seguir las pautas establecidas por los tecnócratas de la educación.

En cualquier caso, no se trata de usar los resultados de la prueba como premio o castigo, ya que el niño no actúa instintivamente como el perro de Iván Pavlov, que realiza sorprendentes piruetas gracias a la recompensa (caricias o azucarillo) ofrecida por su amo, sino como un ser humano complejo, cuya conducta está determinada no sólo por los castigos, las recompensas asociadas a su comportamiento y su capacidad intelectual, sino también por otros factores innatos y hereditarios ajenos a las teorías conductistas del Estímulo y la Respuesta (E-R).

Ya se sabe que la mayoría de los alumnos estudian por obligación y memorizan los conocimientos para el día del examen, con la esperanza de obtener la máxima calificación. El alumno sabe que el numerito impreso en la libreta de calificaciones, aparte de indicar el nivel de sus conocimientos, le servirá para proseguir sus estudios superiores, pero no porque estuviese consciente de que un día aplicará estos conocimientos en su vida real, sino porque este numerito le dará acceso a un título profesional, que le permitirá gozar de un estatus social y económico privilegiados.

En un sistema educativo acostumbrado a evaluar los conocimientos a base de un sistema compuesto de números o letras (generalmente en sentido ascendente), el alumno no es tanto lo que es, sino el número o la letra que tiene en la libreta de calificaciones. En este caso, las calificaciones se convierten en sus señas de identidad y lo clasifican como a deficiente o excelente.

El alumno que haya sido suspendido en una asignatura o esté castigado a repetir el año lectivo, sentirá un sensación de derrota y un complejo de inferioridad, que lo afectará por el resto de sus días. Tampoco faltarán quienes, por temor a enfrentarse a la furia de sus padres y a su propia vergüenza, tomen la extrema decisión de quitarse la vida; un drama social que, sin duda, se podría evitar con nuevas formas de evaluar el nivel de conocimientos del alumno.

Sin embargo, a la hora de poner las calificaciones, a nadie parece importarle que el alumno haya reprobado en el examen debido a que tenía problemas psicosociales tanto en la escuela como en el hogar. El profesor no tiene la función de contemplar al alumno en su micro y macro cosmos, sino, simple y llanamente, la obligación de cumplir con el programa escolar establecido, y el alumno la obligación de asimilar lo que debe y no lo que puede y, mucho menos, lo que quiere.

Una escuela que no contempla el aspecto emocional y la situación psicosocial del alumno y su entorno familiar, es también una institución donde suele aplicarse el bullying contra los alumnos más débiles y donde se utilizan las notas como instrumentos de poder, para infundir el miedo y el respeto hacia el profesor, quien, sujeto a su función de autoridad en el aula, decide la calificación que se merece cada alumno, indistintamente de cuales sean los resultados del proceso de enseñanza/aprendizaje.

Ahora bien, a pesar de todas las consideraciones, la sociedad ganaría con un sistema escolar donde el alumno deje de ser un receptor pasivo de los conocimientos y el profesor un simple transmisor del contenido de los libros de texto. Es justo que en una escuela democrática se elimine la sumisión del alumno y el autoritarismo del profesor. Es justo también que se elimine el criterio de que el alumno debe aprender y el profesor enseñar. En una escuela moderna es lógico que exista una enseñanza más reflexiva que memorística y un ambiente en que la motivación prevalezca sobre la obligación. En una escuela moderna y democrática, como bien decía Gregorio Iriarte: El protagonista ya no es el profesor, sino el alumno. Él es el constructor de su propio conocimiento. El mejor educador no es el que enseña muchas cosas, sino el que facilita y anima a que el alumno aprenda.

Por último, valga recordar que el proceso de aprendizaje del alumno es constante, desde el día en que nace hasta el día en que fallece; que aprende mejor por motivación que por imposición, que aprende de sus errores y con la ayuda de los medios didácticos a su alcance; que los conocimientos adquiridos en la escuela no son para el día del examen ni para la satisfacción de los padres, sino para que el propio alumno se realice tanto en el plano personal como profesional; que una educación forzada y autoritaria pueden destruir los propios procesos de desarrollo armónico de la personalidad humana y que, en consecuencia, las calificaciones de un alumno pueden ser tan injustas como injusta es la sociedad en la que vive.     

sábado, 24 de febrero de 2018


EL ARTIFICIO IDIOMÁTICO DE CLAUDE SIMON

Claude Simon nació en la isla de Madagascar, antigua colonia francesa, en 1913, y falleció el 2005 en París. Hijo de un oficial de marina, que murió a poco de estallar la Primera Guerra Mundial. Al quedar huérfano de madre, se marchó a vivir con sus abuelos y tíos en Perpiñán, en el sureste francés, donde su amor por la naturaleza encontró un ambiente propicio. Desde entonces, pasó la mayor parte de su vida junto a la capital de Rosellón, quizá por eso, se sentía un poco catalán y existan tantas referencias españolas en su obra. 

Cursó estudios de bachillerato en París y Oxford, y estudió pintura en la Academia del maestro cubista André Lhote. A los 23 años de edad, su curiosidad y busca de aventuras, lo llevaron a conocer Europa, atravesó la frontera y arribó a Barcelona en los albores de la guerra civil, donde participó junto a las tropas republicanas que luchaban por derrotar al fascismo e instaurar la democracia; un acontecimiento que, años después, recordaba con cierta nostalgia: Fueron muy pocos los días que permanecí, pero las imágenes aprehendidas en aquellos momentos no se han borrado de mi memoria. Para mí fue algo más que una decepción. Era muy joven, no tenía grandes conocimientos político y me daba cuenta de que nadie, ningún partido político se entendía.

Durante un tiempo se dedicó con ahínco a la pintura y fotografía, hasta que, como soldado de un regimiento de caballería, participó en la Segunda Guerra Mundial, donde cayó a manos de las tropas alemanas. En el traslado a un campo de prisioneros en Francia, consiguió fugarse y se afilió al movimiento de la Resistencia Francesa. Al cabo de este episodio, compró una propiedad en Salses, cerca de Perpiñán y se convirtió en un vinicultor amante de la pintura y la fotografía, antes de dedicarse a la creación literaria.

Claude Simon comenzó a escribir bajo la sombra de William Faulkner y Marcel Proust, influencias de las que, empero, se fue alejando de a poco, hasta derivar en la línea del nouveau roman (nueva novela), aunque él no compartía el criterio de quienes lo consideraban como el portaestandarte o máximo representante de este movimiento literario de los años sesenta, por la sencilla razón de que él rechazaba este denominativo, del mismo modo como rechazaba el término vanguardismo, ya que, según su criterio, la palabra crisis era la más apropiada para referirse a los giros que experimenta la literatura. Y no dudaba en afirmar: Nosotros nunca hicimos postulados, nos limitábamos simplemente a rechazar lo que había de repetitivo en la novela tradicional, sin ser psicólogos, moralistas ni filósofos; lo mismo hicieron Proust, Faulkner, Joyce, Conrad y otros antes de nosotros.

Este ser solitario y conmovido por las hecatombes bélicas, pasó su vida entre París y Salses, escribiendo con frenesí y cultivando vino añejo. Quienes lo conocían, contaban que se parecía a un monje medieval cada vez que empezaba a escribir un nuevo texto, pues se encerraba durante meses entre los gruesos muros de su casa, construida en 1753 en la pequeña plaza del pueblo.

En 1983, cuando se le otorgó el Premio Nobel al británico William Golding, que generó aspavientos entre los miembros de la Academia Sueca, Claude Simon exclamó resignado: Ya nunca me darán el Premio Nobel de Literatura. Sin embargo, la tarde del 17 de octubre de 1985, el secretario permanente de la Academia, Lars Gyllensten, dio a conocer su nombre como el laureado con el premio y leyó el siguiente comunicado: Se puede considerar el arte narrativo de Claude Simon como una suerte de representaciones de algo que vive en nosotros, querámoslo o no, comprendámoslo o no. Fuente de esperanza a despecho de toda crueldad y el absurdo que parecen caracterizar nuestra condición y que son expresadas en sus novelas con tanta claridad, penetración y profusión.

En realidad, el Premio Nobel fue un elogio no sólo a las obras de Claude Simon, que combinan la creatividad del poeta y la del pintor al dar profundo testimonio de la complejidad de la condición humana, sino también un merecido reconocimiento a la corriente de la llamada nouveau roman, integrada por Nathalie Sarraute, Roberto Pinget, Samuel Beckett, Robbe Grillet y Michel Butor, entre otros.

Claude Simon, aunque tuvo varios libros traducidos a otros idiomas, era un autor más conocido en el exterior que en su propio país, a pesar de las sesudas tesis elaboradas sobre su prosa en las universidades francesas. Desde luego que la concesión del Premio Nobel, a veces cargada de magia y potencia publicitaria, le abrió las puertas de un círculo de lectores conquistados, desde hacía tiempo, por otros autores galos que manejaban la misma pluma afilada de Marguerite Duras.

Su primera novela, Le tricheur (El tramposo), escribió a los veintiocho años de edad, pero se publicó recién en 1946. Esta obra, como muchas otras de su producción literaria, es fuertemente autobiográfica y está influida por las técnicas de la pintura y fotografía; recursos que le permitieron escribir como si pintara un cuadro y contemplara la vida no como un movimiento continuo, sino como una sucesión de imágenes fijas.

Claude Simon llamó la atención de la crítica recién en 1957, con su novela El viento, que testimonia su evolución estilística y alcanza su madurez creadora, aparte de que recuerda a Faulkner no sólo porque ambos tomaron parte de la guerra -el uno como piloto y el otro como soldado de caballería-, sino también por la innovación de un estilo que rompe con los cánones de la novela tradicional. El viento es un intento lúdico de la sintaxis y la morfología del lenguaje, a tal punto que la palabra cobra vida propia y el autor no es más que un medio de la fuerza creadora del idioma.       

En su novela L'Herbe (La hierba, 1958), en la que reafirma su progresión idiomática y su estilo barroco, cualquier lector paciente puede encontrar un laberinto de paréntesis, cortados, a su vez, por otros paréntesis, y todos ellos enmarcados dentro de un único paréntesis. Sus párrafos extensos, sin puntos ni comas, se parecen al lenguaje explayado en El otoño del patriarca, de García Márquez, y en Rayuela, de Julio Cortázar. Por lo tanto, este autor francés, como varios de los escritores hispanoamericanos, que experimentaron con la estructura del discurso narrativo, obliga a sus lectores a desperezarse y sentarse al escritorio, poco menos que para descubrir los secretos que encierran sus novelas

La Route des Flandres (La ruta de Flandes, 1960), que trata sobre la derrota militar francesa en 1940, mereció el premio Nouvelle Vague en 1961 y fue su primer libro traducido al español. La ruta, que no siempre es fácil de seguir, surge de sus vivencias en la guerra: la derrota, la muerte y el heroísmo absurdo. Está narrado en un ir y venir a través no sólo del tiempo, sino de personaje a personaje. En una misma frase cambia implícitamente el sujeto; es decir, lo que empieza sucediéndole a Raixach padre, continua sucediéndole a su hijo. Toda la novela transcurre en el recuerdo de Georges, durante algunas horas, una noche después de la guerra. Claude Simon, al igual que Proust, trabajó recreando estéticamente los recuerdos del pasado, un pasado con olor a sangre, pólvora y cadáveres, ya que para este  novelista, que fusionó en sus obras la creatividad del narrador y el pintor, los viajes por otros países y los conflictos bélicos tuvieron tanto significado como lo tuvieron para Ernest Hemingway y George Orwell; una experiencia que aflora en la literatura como un modo de recrear la memoria, sobre todo, esa memoria colectiva de lo que fue Europa antes y después de las dos Guerras Mundiales del siglo XX.


Alguna vez, al recordar los turbulentos años de su juventud, dijo: Yo soy ahora un hombre viejo, y como muchos habitantes de nuestra vieja Europa, la primera parte de mi vida ha sido bastante agitada: he sido testigo de una revolución, he hecho la guerra en condiciones particularmente penosas (pertenecí a uno de esos regimientos cuyos estados mayores sacrificaban fríamente a la avanzada), he sido hecho prisionero, he conocido el hambre, el trabajo físico hasta el agotamiento, me he fugado, he estado al borde de la muerte natural y violenta, he confraternizado con la gente más diversa, curas e incendiarios de iglesias, apacibles burgueses y anarquistas, filósofos y analfabetos, he conocido el mundo, y sin embargo, a los 72 años, no he podido todavía descubrir ningún sentido a todo ello si no es lo que creo que dijo Shakespeare: 'Si el mundo significa alguna cosa, es que no significa nada, salvo que es.

Los estudiosos de su obra coinciden en señalar que La ruta de Flandes sintetiza toda su creación literaria -Claude Simon es uno de esos autores al que no se le puede juzgar o premiar por un solo libro, sino por la totalidad de su obra-. En ella se aprecia la musicalidad casi sinfónica de su prosa y su dominio de las formas verbales del tiempo pasado, ante todo, el uso del presente participio que en francés está muy cerca del adjetivo.

En la novela Le Palace (El Palacio, 1962) no importa mucho que el texto prescinda de la puntuación o presente frases de más de mil palabras, tampoco que los adjetivos vayan de tres en tres o no se sepa con claridad a quién corresponde cada fragmento del diálogo, puesto que lo importante radicaba en rebuscar el instinto del lenguaje y procurar la estructuración de una prosa con afán de belleza, sin importar mucho la caracterización detallada de los personajes, que los monólogos interiores y las descripciones constituyen largos pasajes y que la trama carezca de argumento cronológico.

Lo curioso es que las primeras 50 páginas del original de esta novela, inicialmente publicada por Editions de Minuit en 1962, cuando fue enviada bajo anonimato por un admirador del Premio Nobel de Literatura, el escritor y pintor Serge Volle, a modo de experimentar cuáles eran las normativas que regían a los comités de lectura para seleccionar obras en las editoriales, constató que diecinueve editoriales la rechazaron, sin saber que esta famosa obra le pertenecía a Claude Simon. Los resultados hablan por sí solos: siete no respondieron y otros doce se negaron; uno de ellos descartó el texto, de acuerdo a Volle, debido a que las frases no tienen final, haciendo que el lector pierda totalmente el hilo, además de que la historia no permite el desarrollo de una trama real y que le faltan personajes bien caracterizados. Es decir, Serge Volle, residente en una pequeña aldea en Ardèche,  pudo comprobar que las editoriales buscan, en primer lugar, creaciones del corte best sellers, un tipo de literatura de fácil lectura en el que la trama tenga mayor significado que la calidad estética de la escritura. Desde luego que Volle no entendía ¿cómo se puede juzgar un libro leyendo solo la primera y la última página? Y, para ilustrar las normativas que rigen a los comités de lectura, el instigador o provocador de esta pequeña trampa consideró oportuno parafrasear a Marcel Proust, quien alguna vez dijo: Antes de escribir, sean famosos.

Histoire (Historia, 1964) es una novela parcialmente autobiográfica, que cuenta un día cualquiera en la vida de un hombre joven. Fue galardonada con el premio nacional Médicis en 1967 y editada en español en 1971. Se trata de la secuencia de una historia, que comienza sin comenzar (una de ellas tocaba cerca de la casa, así, sin mayúsculas y con ellas de nuevo ambiguo), y que tampoco tiene un desenlace o fin. Es una historia que tiene algo en común con el realismo mágico; es decir, con esa clave que no precisa dónde comienza la fantasía y dónde termina la realidad. Es parte de la idea de Claude Simon y de su escuela: no importa la anécdota. El narrador es un espectador neutral, los objetivos adquieren gran importancia y la sociología ninguna.

Tras la publicación de Historia, han visto la luz sus libros La Bataille de Pharsale (La batalla de Farsalia, 1969), Les Corps conducteurs (Los cuerpos conductores, 1971), Triptyque (Tríptico, 1973) y la novela Les Géorgiques (Las Geórgicas, 1981), que recrea episodios de la guerra civil española, es un libro apasionante, una suerte de franela salpicada de múltiples colores, una poesía escrita en prosa. Las escenas están trazadas con la mirada de un pintor, más que con la visión de un dramaturgo acostumbrado a los diálogos precisos y a los contextos concretos. Mi sintaxis es libre y mis párrafos largos, reconoció Claude Simon, porque los periodos y las frases cortas suponen un corte que no existe en la realidad mental.

Las Geórgicas, novela compleja y completa, no sólo causó asombro entre los lectores, sino entre los traductores; por ejemplo, C.G. Bjurström manifestó que la traducción de Las Geórgicas le resultó más difícil que traducir al francés la obra poética del sueco Gunnar Ekelöf; más todavía, algunos críticos, refiriéndose a su compleja estructura novelística, manifestaron que la lectura de sus libros, por su naturaleza y vocabulario, era un trabajo laborioso, confuso y hasta artificial. No en vano, Claude Simon se describió a sí mismo como un autor difícil, aburrido, ilegible y confuso.

Claude Simon, que murió a los noventa y uno años y publicó alrededor de una veintena de títulos, confesó que tenía tres dificultades en el instante de escribir: empezar la oración, continuar y terminar lo empezado; lo demás, estaba claro como el cristal, ya que la literatura habla siempre de las mismas cosas: el amor, la muerte, el paso del tiempo, la esperanza, el sufrimiento y la desilusión; pero lo que importa es la manera de decirlo, porque eso es lo que cambia y lo que permite que las mismas cosas se conviertan en cosas diferentes.

Con todo, este autor longevo, que publicó su última novela Le tramway (El tranvía, 2001), a los 88 años de edad, se esforzó por legarnos una obra autobiográfica y antibélica, como el testimonio de un hombre que, con la fuerza de la memoria y la pasión por la literatura, intentó rescatar la historia contemporánea de un continente devastado por las acciones genocidas del nazismo y las ideologías totalitarias del fascismo.   

sábado, 10 de febrero de 2018


UNA LITERATURA CON ALIENTO ALCOHÓLICO

Se entiende que hay una relación conflictiva entre borrachera y actividad creativa, como conflictiva es la relación amorosa entre un hombre y una mujer. De ahí que menudean las críticas que juzgan al músico más por los litros de alcohol que consume, que por su virtuosismo y la magnitud de sus composiciones; lo mismo que a un artista plástico se le juzga más por sus inclinaciones políticas o sus preferencias sexuales, que por la profunda calidad estética plasmada en sus creaciones pictóricas. 

Ni qué decir de los escritores que, en la visión pacata de algunos críticos ocasionales, son juzgados más por sus borracheras que por la trascendencia de su literatura, aun sabiendo que sus escritos, aparte de reflejar la autodestrucción emocional e intelectual de una personalidad sensible, es la auténtica expresión de una realidad social hecha de hipocresía y doble moral, que suele premiar a los ciudadanos ejemplares y castigar a las ovejas descarriadas del Señor

Sin embargo, para quienes tenemos una visión más tolerante y humana en torno a las adicciones de los creadores de la palabra escrita, la borrachera no es vano y mucho menos una absurda pérdida de tiempo, ya que la borrachera puede ser una fuente de inspiración y creación. No es casual que algún poeta, después de vencer las angustias de la resaca, haya creado lo siguiente: Copete nuestro que estás envasado,/ santificado sea tu grado,/ venga a nosotros tu alcohol,/ hágase tu voluntad,/ así en caja como en botella./ Danos hoy la chela de cada día,/ perdona a los que no toman/ como nosotros perdonamos/ a los que no convidan./ No nos dejes caer al suelo/ y líbranos del yogurt...

Quizás uno de los casos más emblemáticos de los escritores que combinaron su creatividad literaria con las botellas de aguardiente sea Charles Bukowski, nacido en Alemania en 1920 y fallecido en Estados Unidos en 1994, francotirador de las letras y mito underground, Hijo de un severo soldado yanqui y de una alemana de carácter frío, que radiografió con saña la vil mentira del sueño americano.

La leyenda cuenta que Bukowski entró en contacto con el olor del alcohol a través del aliento de su abuelo de ojos azules y brillantes, que lo levantaba en sus brazos para acariciarlo con la ternura que les hacía falta a sus padres. Algunos años más tarde, cuando alcanzó la pubertad, él mismo se llevó a la boca el gollete de la botella de whisky; una mamadera que le servía como sustituto del amor de sus padres y de la que nunca más se separaría por el resto de su vida.

Ya de joven, ganado por el hechizo de las palabras, sus noches eran de alcohol y sus días de biblioteca, donde descubrió las obras de Saroyan, Sinclair, Hemingway, Miller y muchos otros que le aportaron sapiencia y técnicas para aglutinar las palabras en una prosa afectiva y efectiva.

Después empezó su travesía por la ruta de la literatura redactando sus primeros relatos fantásticos en una máquina Remington negra, que los enviaba, una y otra vez, a algunas publicaciones donde no siempre eran bienvenidos, mientras él trabajaba en una oficina de correos transportando sacos de cartas; una experiencia que le sirvió como base para escribir su novela Cartero en 1971.

Su vida transcurrió en sombríos cuartuchos de California, Nueva York, Filadelfia y en un barriobajero de alcantarillas de Los Ángeles, donde aprendió a convivir con sus propios fantasmas, entre botellas de aguardiente y escándalos protagonizados durante sus apoteósicas borracheras, pero sin dejar de crear, en verso y en prosa, decenas de obras que escupió su máquina de escribir; el único instrumento al que se aferraba cuando estaba sobrio y tenía ganas de blasfemar contra todo y todos.

Al final, cuando los académicos tildaron su más de medio centenar de libros como obras de un borracho, él se rió sarcásticamente en sus narices y, sin titubear una pisca, confesó: Mi vida no ha cambiado, me limito a beber cosas distintas.

Otros poetas malditos, más por provocación que por presumir, lucían trajes al mejor estilo de los escritores dandis y suicidas, como lo fueron Lord Byron y Oscar Wilde. En estas lindes, donde la genialidad y la bohemia se dan la mano en armonía, no faltaron los escritores que se refugiaron en el alcohol y se entregaron a la alquimia para encontrar la piedra filosofal, como el eximio escritor sueco August Strindberg, de quien se decía que odiaba a las mujeres cada vez que sufría una crisis emocional o un irresistible ataque de celos.

Los escritores más pobres, que se ganaban el pan (y el vino) ejerciendo trabajos extraliterarios, mantenían una mejor relación con el vaso que con sus seres queridos. A veces perdían la compostura con la misma facilidad con que perdían el trabajo y la familia. Los escritores con prestigio, como Ernest Hemingway, incluso podían quitarse la vida pegándose un tiro en la cabeza, sin importarles la opinión de los críticos de pacotilla ni los prestigiosos premios que obtuvieron en vida.    

Entre los bolivianos abundaron los autores que bebieron hasta terminar tirados en la intemperie, al amparo de la noche y en algún callejón de la ciudad, como Jaime Saenz que se adentró en el submundo de la ciudad bebiendo como maldito y en compañía de los aparapitas, o como Víctor Hugo Visacarra, quien transitaba por los sórdidos recovecos de la ciudad maravilla en busca de bodegas a media luz, donde pudiera saciar su sed de alcohol o curar su ch’aki fulero, con sorbitos de alcohol aguado y junto a los recluidos en el submundo de una sociedad hecha a golpes de apariencias y doble moral, donde el alcohólico está -y siempre estuvo- condenado a la exclusión social tanto por leyes humanas como divinas.

A lo largo de la historia de la humanidad, muchos autores han tenido una relación estrecha con el alcohol, algunos incluso han hecho de su adición una forma de vida artística y han creado obras literarias con un cigarrillo en los labios y una copa en la mano, como Baudelaire, Rulfo, Dario, Onetti, Allan Poe, Faulkner, Dostoievski, Dylan Thomas y un lago etcétera.

No cabe duda de que estos adorables escritores, que vivieron sus infiernos bajo los efectos de la bebida y luego los contaron en las páginas de sus libros, estaban conscientes de que lo más importante era, después de haberse precipitado en los toneles de aguardiente, volver a trepar por sus empinadas paredes, alcanzar el borde, salir con vida a la superficie y transmitir una sabiduría que sólo se aprende tras haber tocado fondo o haberse zambullido en las bebidas espirituosas, donde dicen que se encuentra el cofre de luces y sombras que un día perdió el diablo.

lunes, 8 de enero de 2018


ALGO MÁS SOBRE EL CUENTO

Está claro que el cuento presenta varias características que lo diferencian de otros géneros narrativos, a pesar de que muchos lo confunden con el relato, que es la narración de un determinado acontecimiento, sin trama ni mayores aspiraciones estéticas, ya que el narrador relata algo que ha visto u oído casi siempre en primera persona, como si él mismo fuese el personaje principal del acontecimiento que narra al mejor estilo de los cronista del periodismo escrito.
 
El cuento, habiendo sido una de las formas más antiguas de la narración oral, se ha convertido en uno de los géneros literarios más modernos, que estimula la vena creativa de innumerables cultores y cautiva a millones de lectores de todas las latitudes y edades.

Los estudiosos consideran que el nombre del género cuento apareció a principios de 1300 para denominar a las narraciones cortas, como es el caso de El Decamerón, compuesto de varias narraciones breves que, en principio, se los conoció como novelas. En El Decamerón, dividido en diez episodios, se relatan las aventuras de cinco damas y cinco caballeros que huyeron de Florencia tras la peste que asoló la ciudad, y que, refugiándose en una casona de campo y a manera de pasar el tiempo, cada uno de ellos cuenta diez historias por turno.

Desde luego que este género literario tuvo otros precursores desde mucho antes de que se escribiera El Decamerón, como son las sagas islandesas o escandinavas, que cuentan, en episodios cortos, los mitos de creación del reino de Odín. Otro ejemplo lo tenemos en Las mil y una noches, donde se abordan temas fantásticos del mundo árabe, con personajes que protagonizan aventuras en la que se yuxtaponen los elementos de la realidad y la ficción.

En prosa, en opinión de la mayoría de los escritores, no hay género literario más perfecto que el cuento, no sólo porque sus atributos más importantes son la brevedad e intensidad, sino también porque es un medio eficaz para narrar historias reales o ficticias, con un lenguaje intenso que puede parecerse a un poema escrito con gran economía de palabras.

El cuento, por su extensión y el manejo de las modernas técnicas literarias, está escrito para ser leído de principio a fin, en pocas páginas y en poco tiempo; quizás por eso, en opinión de García Márquez: El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como el de empezar una novela. Además, según recomendaciones del maestro: el cuento no tiene principio ni fin: fragua o no fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y la ajena enseñan que en la mayoría de las veces es más saludable empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura.

Esta necesidad de concentración, que obliga al narrador a elegir sólo aspectos fundamentales e imprescindibles para estructurar un cuento, hace, a su vez, que el lector se vea obligado a mantener un estado de máxima atención, para no perder el hilo de la narración y comprender mejor los recursos literarios que manejó el autor para condensar una historia en pocas páginas.

En un buen cuento todo es importante y cada palabra tiene su propio valor, y el lector tiene derecho a someterla a un análisis exigente, incluso microscópico. En el cuento, a diferencia de la novela, la intensidad en la narración es por sí misma uno de sus valores más peculiares. No en vano Julio Cortázar afirmó: Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige.

Si el cuento del siglo XIX solía elegir como tema un momento decisivo en la vida del personaje, el cuento del siglo XX elige, frecuentemente, un momento cualquiera, incluso un suceso sin importancia. Tampoco existe un personaje específico o un final en el que todo queda definitivamente sentado y resuelto para el protagonista, ya que lo importante no radica sobre qué o quién se escribe, sino la forma cómo se escribe; pero, sobre todo, que el autor que cultiva el género literario del cuento esté consciente de que su oficio, de corto pero intenso aliento, consiste en narrar una buena historia, que se parezca a la poesía en su brevedad y a la novela en su estructura.

Ahora bien, si algún lector se pegunta: ¿Cuándo sabe el escritor que un cuento es bueno? La respuesta sería la que dio el maestro García Márquez: Es un secreto del oficio que no obedece a las leyes de la inteligencia sino a la magia de los instintos, como sabe la cocinera cuando está bien la sopa.

lunes, 1 de enero de 2018


CATAVI, GLORIA Y OLVIDO

Llegar a Catavi después de tres décadas de ausencia es como retornar de un largo viaje por tierra y por mar, sobre todo, cuando se tiene la sensación de que uno vuelve al sitio donde tiene anclado una parte de su vida y su pasado. No está por demás referirles que la primera idea que me asaltó a la mente fue la de recorrer por el mismo tramo que había frecuentado en mi infancia y adolescencia, algunas veces bajo los azotes de la lluvia, otras veces bajo el abrasante sol del mediodía y, si recuerdo bien, también entre las corrientes de viento helado, que levantaban nubes de polvo y zarandeaban el follaje de los árboles.

La empresa minera de Simón I. Patiño
 
La población de Catavi, centro administrativo de la empresa minera de Simón I. Patiño en el pasado y submunicipio del gobierno municipal de Llallagua en la actualidad, tiene su propia historia desde mucho antes de que en esta región se construyeran las oficinas administrativas del principal industrial boliviano, quien trajo al país la más avanzada tecnología de explotación minera y contrató a los mejores ingenieros, geólogos y técnicos extranjeros para convertir a su empresa en el centro neurálgico de la producción mundial de estaño.

Simón I. Patiño, como todo hombre de negocios de talla internacional, a medida que fue adquiriendo acciones en las minas de Malasia y Canadá; a medida que invertía en las fundiciones de Inglaterra y Alemania; a medida que creaba oficinas en Nueva York y París, mandó construir, tanto en las márgenes del río como en las laderas de los cerros de Catavi, todo un complejo de edificaciones al servicio de su empresa, donde no faltaban los chalets modernos para sus asesores y empleados, una sede social para el esparcimiento y la vida nocturna, un baño turco con aguas termales, que brotaban de las rocas con propiedades curativas, campos deportivos y el primer y más lujoso teatro de la zona, que todavía lleva su nombre en alto relieve y en la parte superior del frontis.

La compañía Patiño Mines & Enterpreses Consolidated. Inc, ubicada en una llanura polvorienta y pedregosa, fue en la primera mitad de la centuria pasada el bastión de la economía nacional y Simón I. Patiño, que formó parte del superestado minero-feudal, con gobiernos que le servían como perros falderos, amasó fortunas a costa de los trabajadores, quienes sacrificaban sus pulmones para extraer el metal del diablo desde las entrañas de la montaña.


Desde la Gerencia de la Empresa Minera Catavi, rodeada por la pobreza de los campamentos mineros y las comunidades indígenas dispersas, se administró una de las diez empresas más grandes del planeta y se decidió el destino político del país hasta el estallido de la revolución nacionalista de 1952.

En las pampas de Catavi, más conocidas con el nombre de Campos de María Barzola, se ejecutó una masacre minera el 21 de diciembre de 1942, cuando las tropas del ejército, por órdenes expresas del gobierno al servicio de la oligarquía minero-feudal, dispararon sus armas contra una masa de manifestantes que, con las banderas desplegadas y un pliego petitorio en las manos, marchaban rumbo a la Gerencia de Catavi, sin otro propósito que pedir la atención a sus justas demandas.

Las principales calles de la población

Caminar por las calles de Catavi, desde la Plaza Triangular que, los días viernes y a espaldas de los deteriorados campos deportivos, se llena de vecinos y comerciantes minoristas, es volver a revivir la grandeza de un glorioso pasado, pero también una de las peores maldiciones que le tocó vivir a esta población minera: el olvido.

Ya nada es lo mismo desde el DS 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro dictó en 1985, ocasionando que miles de familias abandonaran los campamentos y se marcharan rumbo a otros derroteros, para sobrevivir a la crisis económica que sacudió los cimientos de la nación, tras el descenso de los precios del estaño en el mercado internacional y el inicio de un ciclo de gobiernos neoliberales.

A más de tres décadas de aquel infausto Decreto Supremo, que provocó la muerte estatal de la minería nacionalizada y puso fin al sindicalismo revolucionario, los habitantes que decidieron permanecer en Catavi, contra todo pronóstico y a pesar de todo, viven en algunas casas que, como melladas por el paso inexorable del tiempo, parecen desmoronarse poco a poco. Desde luego que este panorama desolador es diferente al de ese Catavi de antaño que, a diferencia de las poblaciones aledañas, parecía un verdadero vergel, con un clima benigno que permitió el desarrollo de especies forestales, que los técnicos gringos, expertos en minería, se dedicaron a cultivar en un terreno yermo, con la intención de hacer más llevadera y saludable su estadía entre los abruptos cerros del altiplano.


Los chalets y las lujosas viviendas, como la Casa Gerencia, tenían sus propios jardines, ornamentados con una diversidad de flores, como rosas, gladiolos, tulipanes, girasoles y otros. No faltaban los campamentos que contaban con amplios huertos, donde incluso se producían tubérculos, legumbres y hortalizas. Tampoco faltaban las calles donde los transeúntes podían descansar bajo la sombra de los eucaliptos, pinos, abetos y árboles de sauce llorón.

A lo largo de la Avenida Bolívar

Llegar a la calle principal de Catavi, luego de bajar por un caminito serpenteante y asfaltado, es recobrar las esperanzas perdidas, porque se ve mayor movimiento de gente, que da la impresión de que en la población todavía se respira vida, gracias al funcionamiento de algunas de las carreras de la Universidad Nacional Siglo XX, que tiene en marcha la construcción de nuevos edificios, con salones amplios y equipos de última generación, destinados a mejorar las condiciones de trabajo de los docentes y la calidad educativa de los estudiantes.

Sin embargo, en la Avenida principal, bautizada con el nombre del libertador Simón Bolívar, no pueden disimularse, enfrente de las colinas artificiales de lama, levantadas durante décadas con los residuos del concentrado de mineral en el Ingenio Victoria, las desoladas dependencias del antiguo Hospital Minero y el Hospital del Niño Albina Patiño que, en sus épocas de oro, fueron las más grandes y mejor equipadas del país, como lo fue la Escuela de Enfermería. ¡Todo un orgullo de los cataveños!


En la Casa Gerencia, actualmente destinada a albergar los documentos del Archivo Histórico Minero, destacan los pinos y abetos decorando la entrada principal. Ya no es la misma mansión donde vivían, a cuerpo de rey, los gerentes de la compañía Patiño Mines & Enterpreses Consolidated. Inc, a pesar de las restauraciones que se la hicieron con miras a convertirla en el futuro Museo Minero de Catavi.

Al lado de esta mansión, con habitaciones de techos altos, jardín interior y vastos salones, están las deterioradas oficinas de la Gerencia, que desde la nacionalización de las minas en octubre de 1952, sirven a la estatal Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL). En sus locales, tantas veces saqueados y desmantelados, se conserva todavía el escritorio y los principales muebles que usaron los jerarcas de la administración del magnate minero, junto a un antiguo teléfono de cableado, que les permitía comunicarse con La Paz y el puerto de Arica.

El afamado Club Social, que hoy tiene las ventanas con vidrios rotos y las paredes agrietadas, fue uno de los recintos más apreciados de la Empresa Minera Catavi, porque aquí se daba cita la crema y nata de la empresa y se realizaban las fiestas sociales; los hombres asistían ataviados con frac y las mujeres con prendas de lujosa costura. El ingreso de los obreros y empleados de bajo rango estaba terminantemente prohibido por órdenes de los capos. En el exclusivo ambiente del Club Social, que contrastaba con la miserable forma de vida de las familias mineras, desfilaban garzones que servían platillos para los gustos más refinados y un trencito de destilados importados desde Europa, mientras una orquesta contratada para la ocasión amenizaba la fiesta hasta el amanecer.

El Teatro y el Ingenio Victoria

En pleno centro de la Avenida Bolívar, como en un lugar de preferencia, se yergue el portentoso Teatro Simón I. Patiño, que fue construido en piedra labrada, como para que perdurara toda una eternidad. Aunque ahora está descuidada y rodeada de basura, donde merodean los perros hambrientos y pastan las ovejas a su regalado gusto, sigue siendo el monumento que testimonia la grandeza de la Era del Estaño.


A unos pasos más allá, como expuesto sobre una plataforma de mampuesto y argamasa, está el establecimiento del colegio Junín, que antes funcionaba en el primer edificio que se construyó en la pampa María Barzola. Enfrente, donde estaban las instalaciones del Ingenio de tratamiento de minerales Victoria (bautizado con este nombre en honor a una de las reinas de Inglaterra), se lee un letrero que dice: Al infierno no le temo porque sé que en ese infierno se encuentra el anhelo que tanto quiero y por mi patria Bolivia ofrendaré… ¡¡¡Mierda!!! ¡¡¡Carajo!!! En efecto, aquí está acantonada una de las tropas del Regimiento de Infantería Illimani de la población de Uncía, cuyos soldados, que entran y salen por un enorme portón, parecen centinelas custodiando los pocos bienes que quedaron en la Empresa Minera Catavi después del DS 21060; una medida draconiana que provocó el inminente cierre de las minas y una forzosa relocalización, que por poco no dejó a Catavi reducida a una población fantasma cubierta de polvo y arenisca.

De la Cooperativa Multiactiva a la Plaza 6 de Agosto

Caminando en dirección a la Plaza 6 de Agosto, es inevitable no advertir, al costado derecho, la infraestructura de la Cooperativa Multiactiva, antecedida por una caseta de serenería y una valla metálica como puerta de acceso hacia un terreno de producción compartida, donde cientos de trabajadores desarrollan una febril actividad para ganarse el pan del día; al costado izquierdo, sobre una pendiente terrosa y exenta de vegetación, permanece mudas las paredes de la panadería, con sus ventanillas desvencijadas y sus puertas trancadas por dentro y por fuera. De la pulpería, que hasta hace treinta años atrás estaba atestada de gente que acudía a sus almacenes para proveerse de los alimentos de primera necesidad, no queda más que el recuerdo de los tiempos en que Catavi era una población envidiada por otros centros mineros del país.


En la curva cerrada del camino, frente a la puerta de acceso a la Cooperativa Multiactiva, funciona un Garaje de Reparación, donde el visitante es sorprendido por el estridente ruido de los fierros, combos y martillos, que los trabajadores matizan con risas y voces altisonantes. Desde allí es posible divisar el local de Radio 21 de Diciembre, que no dejó de transmitir programas musicales e informativos desde el día de su inauguración, y la plaza principal de Catavi, encuadrada por casitas con paredes de adobe y techos de calaminas de zinc, habitadas por las familias que decidieron permanecer en el lugar, a pesar del cierre de las minas y la relocalización de los trabajadores, que dejó casi en ruinas esta histórica población minera, que constituyó el centro motor de la industria estañífera más sólida y vibrante de América Latina y el mundo.

La piscina y los baños termales

En la parte baja de la Plaza 6 de Agosto, lejos del verdor del parque y venciendo un campamento en ruinas y un edificio destinado a las personas de la tercera edad, están los baños termales de Catavi, al pie de una montaña con formas antropomórficas y antecedidos por la célebre piscina Primero de Mayo, que otrora cobijó a los campeones de la natación nacional e internacional. No son pocos los cataveños que, suspirando con profunda nostalgia y un cierto halo de orgullo, recuerdan a sus mejores nadadores con nombres y señas, como si fueran los héroes de una gloriosa época en la que se defendió con dientes y garras el nombre de esta población minera, situándola con letras de molde en el mapa de Bolivia.


No muy lejos de la piscina, al otro lado de un río que discurre por debajo de un puente, están los balnearios de aguas termales y curativas, que brotan de las rocas volcánicas entre burbujas y soplos de vapor. En los predios de este populoso lugar, concurrido por propios y extraños, y cuyas aguas son aprovechadas al máximo, se ve una hilera de movilidades que transportan a los bañistas que requieren de sus servicios a cualquier hora del día y de la noche.

Aquí, en estos balnearios abrazados por el cauce de dos ríos de aguas turbias, termina el recorrido de cualquier visitante que tiene la curiosidad de conocer las grandezas y miserias de una población minera que, si las autoridades municipales se empeñan en sacarle provecho a su memoria histórica, su multifacética cultura y su singular topografía, puede convertirse en una redituable región turística, junto a las poblaciones vecinas de Uncía, Llallagua, Cancañiri y Siglo XX, donde existen muchas reliquias que ver y un caudal de lecciones que aprender tanto dentro como fuera de los socavones, donde se explotaron las vetas de estaño más ricas del planeta.

Para quien escribe estas líneas, al final de la jornada, un ligero recorrido por Catavi fue suficiente para volver a sentir, como en los tiempos idos, el deseo de quedarse a vivir en estas legendarias tierras del norte de Potosí, donde no todo lo que brilla es plata y mucho menos oro. 

domingo, 24 de diciembre de 2017

ORIGEN Y EVOLUCIÓN DEL LENGUAJE

Para que los individuos de una colectividad puedan comunicarse y entenderse, tienen que regirse por las reglas de un idioma, estructurado sobre la base de normas gramaticales, sintácticas, semánticas y otras de carácter lógico. Quien niegue este sistema de reglas, no conseguirá más que generar palabra y frases -no ideas- que resultarán ilógicas e incongruentes para los demás.

El lenguaje humano, compuesto de palabras, es social porque todos los individuos de una comunidad recurren al mismo idioma para comunicarse entre sí, habida cuenta que cada signo o palabra representa una idea común para todos. Por eso el lenguaje no sólo es una facultad social, sino también una auténtica necesidad del ser humano.

A pesar de las innumerables investigaciones realizadas, no se sabe con certeza cuándo y cómo nació el lenguaje, esa facultad que el hombre tiene para comunicarse con sus semejantes, valiéndose de un sistema formado por el conjunto de signos lingüísticos y sus relaciones. Aunque muchos investigadores tratan de echar luces sobre este misterio, sus resultados no pasan de ser más que meras especulaciones. Empero, por la observación de los gritos de ciertos animales superiores, algunos creen que tales gritos fueron los cimientos del lenguaje hablado.

La evolución del lenguaje

Desde el punto de vista antropológico y etnológico, es indudable que el lenguaje articulado constituye una de las manifestaciones características que separan al hombre de los seres irracionales. Éstos últimos expresan y comunican sus sensaciones por medios instintivos, pero no hablan, a diferencia de los seres dotados de conciencia. Por lo tanto, si tuviésemos que añadir un sexto sentido a los cinco tradicionales, sin duda alguna ésta sería el habla, ya que la lengua, además de servir para el sentido del gusto y otras funciones cotidianas, tiene la aplicación de emitir sonidos articulados, una particularidad que, como ya dijimos, nos diferencia de los animales inferiores con los que compartimos: vista, oído, tacto, olfato y gusto.

De otro lado, el animal no es capaz de planificar sus acciones, puesto que toda su conducta instintiva está determinada por su sistema de reflejos condicionados e incondicionados. La conducta humana, en cambio, se define de forma absolutamente diferente. La situación típica del individuo es el proceso de planteamiento y solución de tal tarea por medio de la actividad intelectual, que se vale no sólo de la experiencia individual, sino también de la experiencia colectiva. Consiguientemente, el hombre, a diferencia de los animales inferiores, sabe planificar sus acciones, y el instrumento fundamental para tal planificación y solución de las tareas mentales es el lenguaje. Aquí nos encontramos con una de sus funciones más elementales: la función de instrumento del acto intelectual, que se expresa en la percepción, memoria, razonamiento, imaginación, etc.

Se supone que el hombre primitivo, que vivía en las oscuras cavernas hace por lo menos cien mil años atrás, hacía simples gestos acompañados de gritos e interjecciones, a la manera de ciertos animales, hasta que pasó a designar oralmente a las personas y cosas de su entorno. Esta designación de las ideas mediante sonidos conformó la piedra angular en el desarrollo cultural y social del hombre primitivo, ya que supone un aumento sin precedentes en la capacidad de abstracción. De modo que el hombre primitivo, dotado de la facultad de hablar, podía comunicarse con sus semejantes y darse a entender. Así habían nacido las primeras palabras, coincidiendo con el empleo de los primeros utensilios. Desde entonces, el lenguaje no sólo es el instrumento prodigioso que permite la comunicación entre los seres humanos, sino la memoria transgeneracional que permite a los miembros de una colectividad compartir sus conocimientos y experiencias a través de la articulación de sonidos.

La diversidad de lenguas

Con el transcurso del tiempo, los hombres primitivos empezaron a vivir en pequeños grupos familiares, usando un lenguaje que era de uso exclusivo del grupo, con palabras que expresaban una idea común para todos. Poco a poco se fueron reuniendo en comunidades más grandes, formando tribus y poblados. Algunos grupos se desplazaron a lugares más o menos lejanos buscando nuevos territorios donde se podía encontrar caza y pesca, mientras otros se trasladaron en busca de regiones más cálidas, generalmente junto a los ríos, donde construyeron sus chozas y consolidaron su lengua materna. Valga aclarar que si los habitantes de un lugar carecían de relaciones con los de otros, no es nada probable que usaran el mismo lenguaje para comunicarse entre sí, lo que hace suponer que desde el principio hubo varias lenguas, y no una sola lengua madre como generalmente creen los defensores del mito bíblico sobre la Torre de Babel.

En cualquier caso, se debe añadir que la evolución del lenguaje ha sido paralela a la evolución del hombre desde la más remota antigüedad. Los idiomas que abundan en la actualidad, agrupados en las ramas de un mismo tronco lingüístico, siguen causando controversias entre los investigadores, puesto que el estudio del origen del lenguaje es tan complejo como querer encontrar el eslabón perdido en el proceso de humanización de nuestros antepasados.

UNA MUÑECA LLAMADA MATRIOSHKA

La famosa muñeca rusa, que responde al nombre de Matrioshka, se dice que fue secuestrada a los japoneses; no la imagen sino la idea: un juguete en forma de un sabio campechano y malicioso, que era el monje japonés Fukurumu, dentro de cuyo cuerpo se alojaban otros fukurumitos de menor tamaño.

La leyenda cuenta que, a finales del siglo XIX, Alexei Manontov (1841-1918), propietario de la prestigiosa tienda moscovita Educación de Niños, obsesionado por el maravilloso juguete de porcelana, lo compró en la isla japonesa de Honshu y se lo llevó dentro de la maleta hasta el país de los zares, con la intención de sorprender a su querida esposa con esta figurilla que no tardaría en popularizase en Moscú.

Desde luego que no faltaron los comentarios que aseveraban que la primera Matrioshka había sido hecha por un monje ruso y cristiano que vivió en las islas japonesas, quien torneó a mano tacos de madera, a manera de volcar su nostalgia por la patria en una muñeca que, una vez pintada y decorada con vivos y cálidos colores, terminó representando la imagen de una mujer aldeana ataviada con vestimentas típicas de la cultura rusa.

Los colaboradores de Alexei Manontov, impresionados por las características de la muñeca que se replicaba en otras más pequeñas, la bautizaron con el nombre de Matrioshka, diminutivo del nombre femenino matriona, que proviene del latín mater (madre de familia); un nombre apropiado que simbolizaba la fertilidad y se asociaba a la madre de una familia numerosa. De esta forma surgió el nombre de la muñeca que, desde principios del siglo XX, llegó a ser la reina de los suvenires rusos y emblema del arte nacional.

La Matrioshka, independientemente del lugar donde tuvo su origen, es diferente al resto de las mujeres del mundo, ya que es una muñeca que está hueca por dentro, conforme puedan caber en su interior otras muñecas de menor tamaño. En 1998 se fabricó la Matrioshka más grande; tenía una altura de metro y medio y dentro de su estructura se alojaban 72 muñequitas. Sin embargo, este récord fue abatido por otra Matrioshka de sólo 90 centímetros, en la que cabían 75 muñecas, cada una de ellas talladas con una precisión meticulosa.

El pintor Sergei Maliutin, diseñador de juguetes para niños, dibujó una reproducción del juguete japonés al estilo ruso, que luego fue torneado en un taco de tilo por Vasiliy Zvezdochkin en un taller de artesanías en Abramtsevo, al norte de Moscú, dándole a la muñeca un aspecto de campesina rusa, de cuerpo ovalado, rostro redondo y ojos radiantes, vestida con diferentes prendas, como un sarafán (vestido de tirantes largos), kosovorotkas (blusas abotonadas a un lado) y un colorido pañuelo que dejaba entrever un mechón de su rubia cabellera, como repeinada con glicerina.

Las Matrioshkas rusas, solicitadas por los turistas como suvenires en las tiendas moscovitas, están hechas de madera, siendo el tilo la más usada debido a su ligereza y textura blanda. El maestro artesano, quien determina cuándo es el momento idóneo para talar la madera, lo secciona transversalmente en dos partes y lo mantiene al aire durante un año como mínimo, antes de trabajar la pieza inferior y superior de la muñeca.

El maestro artesano, como todo artista de prodigiosa imaginación, utiliza pocas pero indispensables herramientas, entre las cuales se incluye el torno y los cinceles de varios tamaños. La primera figura en ser tallada es la más pequeña, siendo ésta la única pieza entera de toda la serie. El proceso, hecho a ojo de buen cubero y sin tomar medidas de ninguna índole, continúa hasta que se hayan concluido todas las muñecas divididas en dos piezas, una inferior y otra superior. A continuación se ahuecan ambas partes, de modo que otra muñeca encaje sin problemas en su interior.

La decoración de la Matrioshka, con pinturas al óleo, témperas o acuarelas, se caracteriza por ser variopinta, con elementos decorativos en la vestimenta y los jarrones que sostienen en las manos. Las muñecas interiores son iguales entre sí, aunque pueden diferenciarse en la expresión del rosto o en el  tipo de jarrón que sostienen. A veces, las más pequeñas de la serie tienen un tamaño tan reducido, que el decorador, además de poseer experiencia y vista aguzada, debe usar una lupa para verlas con nitidez antes de pintarles los ojos, la nariz y la boca.

En 1900, la esposa de Alexei Manontov presentó la muñeca en la Exhibición Universal de París. El juguete ganó la medalla de bronce y despertó el interés del público. Después del éxito en la exposición, comenzó el verdadero boom de la Matrioshka y Manontov recibió pedidos para fabricar esta muñeca en cantidades industriales. Desde entonces, la insuperable Matrioshka llegó a convertirse en la gran embajadora rusa en todo el mundo.

No cabe duda de que la imagen de esta muñeca, que plasma la sonrisa de las simpáticas mujeres rusas, ataviadas con vestidos estampados con flores, pájaros y estrellas de vivos colores, sea la mejor expresión de una cultura donde la mujer aldeana, además de lucir con orgullo los atributos de su raza, es el eje fundamental de una sociedad donde la madre carga a sus hijos en el vientre, como la Matrioshka carga a sus réplicas en el hueco de su cuerpo.

domingo, 3 de diciembre de 2017


HOMENAJE A LOS CREADORES LATINOS EN SUECIA

Algunas olas migratorias, provocadas por circunstancias adversas en la historia contemporánea, van a dar en puertos insospechados lejanos. Éste es el caso de los cientos de miles de latinoamericanos que, cabalgando sobre las olas de un éxodo forzado, desembarcaron en las tierras de Odín.

Algunos de ellos, que destacaron como genuinos trabajadores de la cultura, no están ya con nosotros. La muerte se los llevó al más allá, sin dejarnos más consuelo que la resignación y el recuerdo; pero un recuerdo que persiste en la memoria gracias a su talento creativo, con el cual fueron capaces de forjar obras que perdurarán para siempre no sólo por ser auténticas creaciones del alma, sino también por tratarse de manifestaciones artísticas que se sobreponen a las barreras del tiempo y el espacio.

Estas personalidades del ámbito cultural latinoamericano, obligados a dejar sus territorios tras el advenimiento de las dictaduras militares, asumieron con dignidad su condición de asilados políticos luego de haber sufrido la persecución, la cárcel y el destierro. No se doblegaron ante el terrorismo de Estado ni ante las dificultades que les impuso la nueva realidad; al contrario, con la frente en alto y afrontando el desarraigo, continuaron con su compromiso social a favor de los más desfavorecidos y no dejaron de crear obras que, con los aciertos y desaciertos propios de la imaginación, hoy constituyen un valioso aporte tanto en Suecia como en sus países de origen.

Algunos de ellos anclaron y quemaron sus naves para siempre antes de atracar en los puertos de esa lejana Thule, como Sergio Canut de Bon (poeta chileno), René Rodríguez (escritor chileno), Rafael Bellange (escultor chileno), Gastón Villamán (cantautor chileno), Jeremías Penayo (editor paraguayo), Carlos Geywitz (poeta chileno) y el boliviano Edwin Salas Russo (Carasabe, Santa Cruz, 1954 -1992).

Edwin Salas Russo falleció de una enfermedad incurable en el Hospital de Huddinge, Estocolmo, según informó su esposa Carina Amnér, madre de sus tres hijos. Este boliviano ejemplar, además de haber realizado una amplia labor en el campo literario, se desempeñó en tareas de investigación en la Escuela Superior Real Técnica de Estocolmo, ciudad en la que residió desde 1973, tras huir del golpe militar que se consolidó en Chile. Publicó los poemarios: Conversación con personas extrañas (1983), Delolvido (1986) y Dosenuno (1990). Tradujo al español la obra Indios y blancos del científico sueco Erland Nordenskiöld. Fue miembro y fundador del Grupo Cultural Noche Literaria y uno de los organizadores del Primer Encuentro de Escritores Bolivianos en Europa, que se llevó a cabo en septiembre de 1991. El deceso de Edwin Salas Russo implicó una pérdida irreparable tanto para las letras bolivianas como para la colonia de residentes bolivianos en Suecia, entre los que se destacó por su generosidad y su labor desinteresada puesta al servicio de la difusión de los valores culturales de su país.


Otros, al igual que los viejos elefantes que prefieren dejar sus restos en su propio panteón, decidieron retornar a la tierra que los vio nacer para descansar en paz, como Aníbal Sampayo (cantautor uruguayo), Carlos Bongcam (escritor chileno), Jaime Barrios Peña (escritor guatemalteco) y Mario Romero (Tucumán, Argentina, 1943 - 1998), cuya vida fue el vivo reflejo de un ser sensible, creativo y comprometido con la realidad social.

Mario Romero, aunque vivía con la desesperanza de no volver a ver los paisajes de su tierra natal, porque la muerte se lo privaría, como las dictaduras militares le privaron el derecho de vivir en paz, cumplió con su sueño de retornar a su Tucumán tantas veces añorado y soñado en las nieves y los lagos de un país escandinavo que dejó de ser lo que era. Estaba consciente de que el destino le jugaría una mala pasada y que la muerte le cortaría las alas en la plenitud de su poesía, pero estaba también consciente de que volvería a sentir, así sea al borde de la muerte, el afecto de sus parientes y amigos, quienes, sin resquicios para la duda, lo tendrán eternamente en el recuerdo, así no vuelvan a estrecharle la mano ni a dirigirle la palabra.

A nosotros, los latinoamericanos que lo conocimos en la diáspora del exilio, sólo nos queda agradecerle por su tolerancia y desprendimiento desinteresado hacia los amigos, con quienes compartió aquello que él plasmó en una de sus poesías, luego de haber leído la tarjeta postal que le llegó desde Madrid en 1982: Que la poseía nos salve mientras pueda. Claro está, su poesía ya lo puso a salvo, y el niño que habitaba en él se quedó entre nosotros, para quererlo y protegerlo. Ahora sólo falta que sus versos sean dispersados como hojarascas por el viento y lleguen a las manos de quienes los leerán, amarán y conservarán como a los hijos de su alma.

No cabe duda de que a estos creadores latinoamericanos, cuya enorme sensibilidad humana los convirtieran en destacados trabajadores de la cultura, se los recordará siempre en Suecia, con lo mejor que sabían hacer en el campo de las artes plásticas, la música y la literatura. Por eso mismo, estoy seguro que un buen día sus obras y sus vidas formarán parte de alguna institución cultural que rastreará sus huellas para dejar constancia de su paso por este país cada vez menos ancho y más ajeno.

Aunque vivieron muchos años en Suecia, ejerciendo oficios diversos para ganarse el sustento diario, se sentían profundamente latinoamericanos, incluso a la hora de cultivar su arte, como quienes, de un modo consciente o inconsciente, saben que sus obras son el mayor testimonio de sus vidas; un testimonio que no sólo servirá para reconstruir la historia de la diáspora latinoamericana, sino también para que las futuras generaciones sepan las razones por las cuales llegaron a poblar esas tierras tan distintas y tan distantes de las suyas.

Rendirles un sincero y sentido homenaje es poco menos que una obligación para quienes tuvimos el privilegio de compartir con ellos lo bueno y lo malo que depara una vida en el exilio, sin saber que el destino, a veces, da un pasaje de ida pero no de vuelta, tal como ocurrió con algunos de los compañeros mencionados, quienes legaron sus obras para la posteridad, pero que dejaron sus restos en las tierras de Odín.