viernes, 27 de noviembre de 2015


UN ABOGADO EN EL INFIERNO

Emilio Negrón Degollado, abogado corrupto y mujeriego, cumplía la función de empleado público en el Ministerio de Justicia, donde ingresó a trabajar, por muñeca e influencia política, el mismo año en que egresó de la Facultad de Derecho, luciendo un anillo de oro y un diploma de Doctor en Jurisprudencia.

Era un hombre de refinados modales y atractiva presencia. No se sabía mucho de su pasado, pero sí el hecho de que se crió en un orfanato administrado por unas monjitas piadosas y que después estudió en un colegio vespertino, donde sacó su bachillerato con muchísimo esfuerzo, estudiando por las noches y trabajando de día como ayudante de albañilería.

Cuando ingresó a la universidad, con la arrogante obsesión de que algún día lo llamaran Doctor, se destacó como el mejor estudiante de su Facultad y como un mujeriego a carta cabal, hasta que por fin culminó sus estudios con un puntaje sobresaliente, que no sólo le ganó el respeto de los docentes, sino también la admiración de sus compañeros de graduación.

Al poco tiempo de estar trabajando en el Ministerio de Justicia, con un salario que le permitía darse extravagantes gustitos, se enroló en un grupo de jueces que lo condujeron por el camino de la perdición, pues su ética profesional se desmoronó como un castillo de naipes, apenas se vio envuelto en una trama de corrupción, como quien se mete, sin quererlo ni saberlo, en una suerte de callejón sin salida.

Una vez que formó parte del engranaje de la justicia injusta, hecha a golpes de soborno, chapucería y prevaricato, se dedicó a extorsionar a sus clientes más adinerados, siempre en contra de los litigantes de bajos recursos y a favor de los demandados que le pasaban fajos de billetes por debajo de la mesa.

El dinero que acumuló entre soborno y soborno, le sirvió para comprarse una lujosa casa y gozar de los privilegios reservados sólo para las familias de la alta sociedad; pero no conforme con esto, Emilio Negrón Degollado se dedicó a lavar los dólares del narcotráfico y a cubrir con una cortina de humo la burocracia y corrupción en las altas esferas de gobierno.

Con tantos privilegios que rodeaban su vida de soltero, y aunque no era enredador ni parlanchín como el resto de sus colegas, no tardó en enamorarse de la mujer más bonita que había visto nunca; una hijita de familia y de despampanante figura, pero como él no estaba satisfecho con una sola mujer, tenía también otras que habitaban bajo el mismo techo y compartían el mismo lecho.

Así vivió por mucho tiempo, contento y complacido con su vida profesional, hasta que un día, a poco de cumplir los cuarenta años de edad, se anotició de que uno de sus exclientes, a quien le hizo perder un litigio judicial a cambio de una coima que recibió de parte de la demandada, lo andaba buscando para matarlo con sus propias manos.

Emilio Negrón Degollado, aunque no guardaba en su interior ni una gota de odio, se puso a buen recaudo. Dejó de asistir al trabajo y dejó de salir de su casa. Pensó, en principio, que el tiempo lo remediaría todo, pero no fue así. De modo que se dio cuenta de que nada cambiaría el ritmo monótono de su vida que, aparte de ser rutinaria como la de un animal enjaulado, no tenía ningún sentido ni era espectacular como antes.

Las mujeres que compartían su vida, al verlo nervioso y preocupado como nunca, hacía mucho que sospechaban la verdadera razón de su encierro, pero prefirieron mantenerse con la boca cerrada para no importunarlo ni meter la pata en un asunto que no era de su entera incumbencia; mas no dejaban de preguntarse cuál era el miedo que le tenía a un pobre hombre que perdió un pleito y que, una vez que cumplió su condena en la cárcel, prometió vengarse de quien, en lugar de defender su causa ante los tribunales, lo traicionó como Judas por un fajo de billetes.

La vida de Emilio Negrón Degollado, que cambió de un día para otro, se hacía cada vez peor no sólo porque perdió a sus amantes, una a una, sino también porque aprendió a dormir con un ojo abierto y una mano puesta en una pistola Magnum capaz de atravesar un muro de concreto, por si acaso se le aparecía el excliente que una vez solicitó sus consejos jurídicos y le encomendó el asesoramiento en la disputa de un juicio legal que debía seguir contra su exesposa, sin sospechar que se trataba de un tinterillo corrupto y sobornable.

Estaba claro que los pleitos que atendió, bajo cohecho y en contra de lo establecido por las leyes, se trocaron en una conducta que le cambió la vida para siempre. Algunas veces, cuando estaba solo, deambulaba por la casa como un sonámbulo y, otras, cuando estaba en compañía de algunos de sus colegas, le venía una catarata verbal incoherente e impropia en un hombre a quienes todos tenían como a un abogado de aguda inteligencia y lenguaje cauteloso y medido.

Su situación emocional llegó a extremos lamentables, cuando se acostumbró al silencio de la soledad y a la idea de que su carrera profesional, que exhibía un delictuoso prontuario de corrupción y prevaricación, había llegado al final por la maldita suerte de haberse enrolado en un grupo de jueces comprometidos con los actos ilícitos de algunas autoridades de gobierno y las principales actividades del crimen organizado.

Así fue como una noche, mientras dormía con el cuerpo abotargado por las botellas de whisky que consumía copiosamente, con el fin de arrancarse los miedos instalados en su cuerpo y alivianar las culpas que le pesaban como rocas en la conciencia, se vio en la pesadilla cayendo en una fosa llena de lodo y fuego, como si una enorme mano lo arrastrara hacia el inframundo a través de un túnel que, de pronto, se abrió como un embudo en la faz de la tierra.

Parecía estar viajando en la eterna noche y, con una sensación que se experimenta sólo cuando se está al borde del abismo, vio delante de sus ojos una luz al rojo vivo, más candente que la brasa y más brillante que una estrella. Sabía, por las referencias bíblicas puestas en boca de un cura fanático, que los humanos que entraban en ese reino no volvían a salir con vida, porque tenían sólo un pasaje de ida pero no de vuelta.

¿Qué me está pasando?, se preguntaba Emilio Negrón Degollado en plena pesadilla, sin dejar de pensar en que la muerte es un horrible suceso para quienes pecaron en vida. ¿Por qué me castigan de esta cruel manera?, volvió a preguntarse como quien no mata ni una mosca; pero una voz, alzándose desde su interior, le contestó: Porque eres corrupto y transgresor, porque le quitas la venda a la Justicia y usas su balanza en beneficio propio; por eso estás sentenciado a purgar tus pecados entre las bestias del infierno, allí donde las almas perdidas sufren, sin perdón ni piedad, los siete tormentos en cuerpo y alma…

Poco después, encontrándose ya en la antesala del infierno, fue deslumbrado por el intenso resplandor de una tenebrosa recámara de fuego, habitada por monstruos feroces, con cuerpos de reptiles y cabezas de humanos. Ellos infligían a las almas condenadas los castigos más despiadados que imaginarse pueda. En el trasfondo de la recámara había otros esperpentos que, batiendo alas y colas, revoloteaban en un raudo alborotar, como una colonia de murciélagos espantados por otras abominables criaturas que, convertidas en animales rastreros, parecían las serpientes horripilantes y venenosas de las Gorgonas. 

Emilio Negrón Degollado, con el ánima que abandonó su cuerpo durante el trance de la pesadilla, se enfrentó a un mundo donde los condenados padecían una muerte atroz, soportando una tormenta de fuego entre alaridos de dolor y crujir de dientes. A lo lejos, como en un abismo sin fondo y donde el fuego ardía vivamente, estaban las almas que, desprovistas de toda presencia divina, quedaron olvidadas, tragadas por el tiempo, sin más consuelo que vagar como fantasmas sombríos de un lado a otro, sin conciencia ni voluntad.

Mientras seguía cayendo con la velocidad de una piedra lanzada en el vacío,  escuchaba a los condenados gimiendo de desesperación y llamándole a gritos, hasta que el llanto de un bebé perforó sus oídos y un gato negro, que tenía los pelos como cerdas de puercoespín y la cola larga como la de un caballo, lanzó un maullido y cruzó por sus ojos con la velocidad de una jabalina.

La enorme fosa infernal estaba a punto de engullírselo para siempre, pero, en el último instante, una fuerza misteriosa lo detuvo abruptamente, como deteniéndolo con una valla llena de pulidas púas. Fue entonces que reaccionó de golpe y advirtió que estaba en el mismísimo reino de Satanás, el ser más temido que la muerte, el amo despiadado de las almas condenadas, el señor del inframundo y las tinieblas. Lo vio sentado en su trono de piedras preciosas, con una corona engastada en pedrería y desprendiendo lumbres por su traje de luces. Alrededor de su trono, en actitud de sumisa veneración, habían mujeres desnudas, con los senos colgados hasta la cintura y las lenguas largas como colas de saurios. Lo extraño de esta visión fantasmagórica era que las diablesas tenían las mismas caras y los mismos cuerpos de las amantes que lo acompañaron en su vida de mujeriego.

Emilio Negrón Degollado, que quedó levitando en el vacío, en medio del reino de Satanás, sintió un insoportable ardor en el cuerpo, como si lo azotaran los látigos de un huracán de fuego. Y allí donde ponía la mirada, no veía más que a los guardianes de las mazmorras del infierno, quienes, con cuernos en la frente y tridentes en la mano, giraban como niños traviesos en un carrusel, montados en carretas tiradas por veloces caballos negros.

Emilio Negrón Degollado se encontraba en el mismísimo vientre del inframundo, donde experimentó un vuelco en su conciencia, prometiéndose así mismo no volver a incurrir en la corrupción de la justicia humana. Entonces, ahí nomás, se hizo testigo de una horrible experiencia que lo dejó atónito: una víbora, más gruesa que una longaniza y más larga que una corbata, salió por su ano y, reptando entre sus adormecidas piernas, huyó ante su mirada absorta, mientras su corazón bombea la sangre como un volcán en erupción, obstruyéndole la respiración y golpeándole el pecho: ¡Boom, boom, boom…!

Luego se dio cuenta de que Satanás no estaba aún dispuesto a recibirlo en su reino, pues no le dirigió la mirada y mucho menos la palabra, así es que decidió retornar al mundo de los vivos, convertido en un profesional honesto y convencido de que no sería el mismo Emilio Negrón Degollado, el abogado ruin que en la pesadilla se precipitó en las cavernas del infierno, donde vio que los abogados y jueces corruptos, condenados por su propia conciencia, vagaban por túneles de fuego y azufre, como sombras sin destino ni oficio.

Luego ascendió hacia la vida, con los brazos extendidos como alas de pájaro y la mente atrapada por la desesperación de un náufrago que busca ganar la superficie, donde pueda respirar a pulmón lleno y ver el sol navegando en las alturas. De súbito, todavía presa del pánico, lanzó un chillido y despertó de la angustiosa pesadilla, que parecía haberse prolongado toda la noche, hasta que lo despertaron los primeros resplandores del alba.

Emilio Negrón Degollado había retornado a la vida, luego de haber visitado el infierno, para poder hablar al género humano sobre esto y dar testimonio de su experiencia. Contarles que mientras caía a pique en un fondo sin fondo, sentía cómo la vida se le escapaba del cuerpo y cómo sus pensamientos flotaban como globos alrededor de sus ojos. No había remedio que valga para los jueces y abogados corruptos, cuyas sórdidas vidas terminaban en un pozo en llamas, callejones de tormento y catacumbas de tortura, en los que cada tipo de agonía se diferenciaba según el grado de la condena.

En resumidas cuentas, recién comprendió que el infierno formaba parte, junto con el cielo y el purgatorio, de las opciones que nos deparaba la otra vida y que la mayoría de los espíritus que entraban allí, como muchos de sus colegas de cuello blanco, corbata y levita, eran personas que habían cometido delitos de diversa naturaleza y variado calibre.

No cabía duda de que Emilio Negrón Degollado, además de haberse llevado un susto del tamaño de la muerte, aprendió la mejor lección de su vida; por eso la mañana en que despertó de la pesadilla, con una angustia que le oprimía el pecho, decidió dejar de ser abogado del diablo y renunciar a su cargo en el Ministerio de Justicia, para luego dedicarse a trabajar como abogado de oficio, defendiendo las causas de los más pobres y necesitados. De nada le sirvió haber causado irreparables daños entre quienes acudieron a sus servicios, sólo por haberse dejado ganar por el hechizo del maldito dinero, que le sirvió un tiempo para vivir a cuerpo de rey, pero con la conciencia de haber actuado sin fe ni dignidad en todos los procesos a su cargo.

Ah, y si ahora los lectores se preguntan: ¿Y qué pasó con el hombre que prometió matarlo con sus propias manos?

La respuesta es única y concluyente: ésa es otra historia, que se las contaré otro día, con pelos, señales y todo.

jueves, 26 de noviembre de 2015


UN LIBRO DE LECTURA BREVE

Esta pequeña obra, de apenas 114 páginas y 50 microficciones, se deja leer de un tirón, como cualquier libro que quiere ganarle tiempo al tiempo y no restarle su escaso tiempo al lector. Lo que nos presenta Gonzalo Llanos Cárdenas, a diferencia de los cuentos de largo aliento, son narraciones que duran algo más que un suspiro. Ninguna de ellas llena una página y todas están ilustradas por el ingenio de este autor paceño que, desde un principio, nos sorprende un cachito con el intenso flash de sus textos e imagen, que se complementan en perfecta armonía como mellizas tomadas de la mano.

Esta antología de Cuento Feroz, que asusta con su título pero que entretiene con su contenido, no lleva un sello editorial, no al menos en su primera edición de 2011, aunque sabemos que una gran parte de su producción literaria fue publicada por la editorial El Aparapita, propiedad del periodista cultural y bibliógrafo Elías Blanco Mamani, reconocido promotor de la cultura y gran amigo de los amigos.

Para justificar la publicación de esta antología mínima, que reúne los mejores textos de tres libritos anteriores al que tenemos entre manos, el mismo autor explica en la presentación, que lleva el sugestivo título de Había una vez un cuento mínimo, las razones que le impulsaron a juntar sus mejores minicuentos en un solo libro: Escribí lo que se llamaría Cuento Feroz 1, el nombre viene del desafío que tiene cada cuento: sorprender al lector; fue un librito pequeño para cobijar el tamaño preciso de los cuentos. Y así, vinieron los lectores, los fans, los críticos, los sufrimientos, las observaciones y llegamos al Cuento Feroz 2, y luego al Cuento Feroz 3. Se formaron tres libritos que reunían más de un centenar de cuentos, por supuesto no todos buenos.

Los cuentos breves, como los concebidos por Gonzalo Llanos Cárdenas, requieren una economía de lenguaje y la capacidad de sintetizar una historia que, comprimida en su forma y contenido, pueda deslumbrar al lector con la misma fuerza que tiene un pantallazo instantáneo, cuyo principio y final se asemejan a un abrir y cerrar de ojos. El mismo autor, que da la impresión de ser un asiduo lector de los maestros del microcuento, está consciente de que este género literario cumple diversas funciones que son del interés tanto del escritor como del lector. No en vano se afirma en la contratapa: El cuento mínimo por su dinámica interna, audaz y violenta, como se la ha descrito, también es lúdica. El lector no sólo disfruta de una historia contada, además, imagina otras posibilidades que el cuento le sugiere. Es obra abierta. Es un texto que divierte y exige una respuesta creativa del lector, lugar donde radica su carisma.

Ya se ha dicho que los cuentos hiperbreves, más que ser un subgénero del cuento, manejan sus propios recursos y técnicas concernientes al arte narrativo que, en este específico caso, lo convierten en una suerte de microcosmos, con autonomía y luz propia, dentro de la constelación de la literatura universal; un género literario que no es nada moderno sino tan antiguo como la narración oral, y que, a lo largo de los siglos y en todas las culturas, se han tenido a innumerables cultores cuyo principal afán consistía en concentrar una historia, ya sea real o ficticia, en pocas palabras y en pocos minutos.

Los 50 textos que conforman esta mínima antología de Gonzalo Llanos Cárdenas, quien puso todo su empeño incluso en el cuidado de la edición del libro, no tienen otro propósito que entretenernos, al mejor estilo de los buenos creadores de este género literario, con los meteóricos chispazos de su fantasía y su verbo.

En la mayoría de las narraciones, que abordan temas inherentes a la condición humana y sus asuntos, los personajes aparecen retratados en situaciones adversas y diversas, donde las tristezas y alegrías se amalgaman con las ilusiones y esperanzas, como en un caleidoscopio que permite apreciar una infinidad de figuras que se yuxtaponen con sus más variados matices.

La zoología no podía estar ausente en este pequeño libro, por eso en algunos de los cuentos, a contraparte de las fábulas de Esopo o Samaniego, los animales, sin dictaminar sentencias ni enseñar moralejas, demuestran, a través de sus dichos y acciones, su naturaleza hecha de astucia y picardía, y con rasgos similares a la de los humanos.
 
En otros, revelándonos su carácter dado a la juerga y el humor, el autor juega con el doble sentido de las expresiones y con una ácida ironía, que afloran de manera natural, quizás con la intención de provocar una sonrisa espontánea entre los lectores. En El papito rey, por ejemplo, se narra: Todos los días, desde hace tres años, el padre y la madre se ponían juntos para mirar almorzar a su pequeño hijo. Esperando cualquier demanda, cualquier orden, cualquier rechazo. Pensaban que no debería sufrir de ninguna carencia como ellos sufrieron. Hasta que una mañana, el hijo feliz pidió a su madre que cerrara los ojos y el niño se orinó en la cara de la madre. Sorprendida la pareja recordó que ellos siempre fueron muy respetuosos con sus padres. Tomaron al niño y lo ahogaron.

Los microcuentos de este autor, que demuestra un diestro manejo del lenguaje coloquial y un obsesivo interés por comprimir las historias, son un buen ejemplo de que, a veces, todo lo bueno viene en formato pequeño, como si quisiera recordarnos que en el mundo de Liliput existían también seres que pensaban y sentían con alma de gigantes. Esto es lo que se aprecia en esta pequeña obra que, a pesar de su tamaño, es un libro hecho y derecho. 

Noticias del autor

Gonzalo Llanos Cárdenas, más conocido por el seudónimo de Golla, nació en La Paz, en 1964. Egresado de la Academia de Bellas Artes Hernando Siles. Cursó estudios de comunicación social en la Universidad Mayor de San Andrés. Como artista realizó varias exposiciones individuales. Fue ilustrador del semanario La Época. Profesor del Centro de Formación Técnica de Aldeas Infantiles SOS en Mallasa (2004-2005). Fue parte del Taller de Cuentos Correveidile. Dirigió el grupo de lectura de cuentos Los Chavelos. Es autor de cuatro libros de cuentos breves publicados como una suerte de serie bajo el título común de Cuento Feroz (2001-2011) y Circo de perros calientes (2014), con hermosas ilustraciones creadas por el mismo autor.

lunes, 5 de octubre de 2015


LAS MUJERES EN UN MUNDO DE DISCRIMINACIÓN

Los sistemas educativos del pasado acentuaron la discriminación contra la mujer. Apenas hubo mujeres entre los filósofos griegos, los juristas romanos, los teólogos cristianos o los médicos y matemáticos musulmanes medie­vales. Tampoco hubo mujeres entre los grandes pensadores y artistas del Renacimiento; una época que aportó muchísimo al patrimonio cultural de la humanidad, pero que no contribuyó en nada a la consideración social de la mujer, cuya historia estaba hecha de una larga opresión y sumisión a los valores patriarcales; incluso en la Edad Moderna, filósofos como Locke, Rousseau y Kant, la asignaron un rol de subordinada en la familia y la sociedad.

Las universidades, que son centros de investigación y transmisión de conocimientos acumulados por la humanidad, han sido durante siglos núcleos a los cuales tenían acceso sólo los hombres; en tanto las mujeres, que estaban vedadas de ingresar a las casas superiores de estudio, estaban excluidas del aprendizaje y los conocimientos que se impartían en sus aulas.

El derecho a la educación y formación profesional, que se convirtió por mucho tiempo en un privilegio reservado para los hombres, fue conquistado por algunas mujeres recién en el siglo XIX, tras el impulso de la revolución industrial. Sin embargo, fue tanta la demora en algunos países que, hasta mediados del siglo XX, las mujeres no podían acceder a enseñanzas como la ingeniería o arquitectura, profesiones ejercidas principalmente por los varones.

De hecho, negarle a la mujer una educación en igualdad de condiciones con el hombre era una discriminación flagrante y una frustración con irreparables consecuencias, sobre todo, si se considera que una educación adecuada podía haberle abierto las puertas a una profesión y, con ello, a la posibilidad de una autonomía social y una independencia económica tanto del padre como del marido.

La educación de la mujer, en varios países del mundo islámico, sigue siendo incipiente, y los conocimientos siguen siendo discrimina­torios y sexistas. Las mujeres no pueden estudiar en universidades ni elegir a sus autoridades, porque son tratadas como ciudadanas de segunda categoría y amas casa recluidas entre las cuatro paredes del hogar.

Los analistas del tema subrayan que la educación que se imparte en los países subdesarrollados sigue fomentando una discriminación sexista, que tiene su primer reflejo en la formación de actitudes y vocaciones desiguales frente a las opciones profesionales, lo mismo que en los países industrializados, donde las mujeres siguen eligiendo estudios que las sitúan en un puesto inferior dentro de la escala laboral.

A pesar de que ya pasaron los tiempos en que los naturalistas, como Rousseau, proclamaban la exclusión de las mujeres de la vida intelectual, negándoles la posibilidad de recibir enseñanza superior, la mayoría de quienes acceden a estudios superiores eligen ramas tradicionalmente femeninas. Por ejemplo, más de la mitad de las mujeres estudian profesiones relacionadas con sus instintos maternales y sólo un mínimo porcentaje elige ramas relacionadas con el sector técnico o industrial.

A la segregación estudiantil le sigue la discriminación salarial, un fenómeno que se refleja también en el ámbito político, donde las mujeres tienen menos participación que los hombres. Según un informe de la Unión Internacional Parlamentaria (UIP), publicado en 1991, de los 178 países considerados naciones independientes, sólo el 11% de los escaños parlamentarios estaban ocupados por mujeres, y en 93 países no había una sola ministra; lo que implica que, pese a las últimas conquistas alcanzadas en el proceso de igualdad, las mujeres mantenían un lugar marginal en las esferas de gobierno y ocupaban puestos vinculados a la educación, cultura, bienestar social, asuntos de la niñez y de género.

En el campo político, la mujer ha sido siempre con­siderada un elemento secundario, como la colaboradora del varón, del marido, y no como un sujeto capaz de trazar los lineamientos ideológicos y dirigir los acontecimientos transformadores del proceso histórico.

Es evidente que en la actualidad, tras varias reformas en el ámbito de género, la situación laboral de las mujeres ha cambiado considerablemente. Si antes, debido a los prejuicios sociales, apenas una mínima parte de ellas participaba en los movimientos políticos y sindicales -actividades consideradas por la opinión pública como propias de los hombres-, hoy en día la realidad es diferente, puesto que las mujeres, al menos en los países más desarrollados, participan más activamente en los puestos de mando de las esferas políticas, sociales, económicas y culturales.

Otro aspecto de la discriminación contra la mujer es el acoso sexual, un fenómeno condicionado por la jerarquía laboral que, dicho de otro modo, podría calificarse como uso y abuso del poder basado en una situación de predominio masculino en el trabajo, donde el sexo está tan presente como el reloj de fichar.


No es raro leer en la prensa el siguiente anuncio: Se busca una secretaria de buena presencia. El hecho de que la apariencia física de una secretaria sea más valorada que su competencia profesional, recuerda siempre al dicho popular que reza: Dos tetas tiran más que dos carretas; una clara discriminación sexista, que tiene su primer reflejo en la formación de actitudes y vocaciones desiguales frente a las opciones profesionales.

En algunos países, que viven a caballo entre la mentalidad feudal y el trasnochado desarrollo capitalista, la discriminación femenina está tan vigente como el resto de las discriminaciones sociales, económicas y raciales, así los gobiernos se empeñen en demostrar que se tratan de naciones modernas, donde se respetan y protegen los derechos más elementales de la mujer.

En todo caso, leer un anuncio discriminatorio contra la mujer, sea ésta de la condición social que sea, es motivo suficiente para reflexionar sobre el rol machista de los señores que prefieren una secretaria de buena presencia y, consiguientemente, sobre el rol de las secretarias como víctimas del acoso sexual.

Desde el instante en que las mujeres se integraron al sistema de producción social, son innumerables quienes, aparte de ser víctimas de la violencia en el hogar, son sometidas a presiones y coacciones no deseadas. Las encuestas revelan que la mitad de las trabajadoras se han sentido acosadas alguna vez, unas más que otras, por miradas lascivas, ges­tos insinuantes, tocamientos y agresiones físicas violentas.

Asimismo, se sabe que la mayoría de estas agresiones físicas o verbales han quedado en el anonimato, debido a que las víctimas no se atreven a denunciar este atentado contra la dignidad y los derechos de la mujer, ya sea por miedo a la publicidad, al marido, a los hijos o, simplemente, por miedo a perder su fuente de trabajo.

Cuando se emplea a una secretaria de buena presencia, se piensa en dos cosas: primero, en atraer más clientela o hacer más llamativo el negocio; segundo, en tener a mano una secretaria que pueda hacer en la oficina lo que la esposa no puede hacer en la casa. De modo que, una vez más, esta conducta indecorosa recuerda el consabido dilema que se experimenta en las relaciones laborales: si la secretaria de buena presencia quiere retener su puesto de trabajo, debe acceder a las insinuaciones de sus superiores; y si por algún motivo a la secretaria se le ocurre denunciar este atropello, el acosador, amparado en la ley del más fuerte, se defiende como un gallo en su corral y declara que la causante del hostigamiento fue la secretaria, quien vestía faldas cortas, blusas escotadas y pantalones ajustados.

Mas no por esto se le absolverá al acusado ni se dejará de pensar en que los señores que buscan secretarias de buena presencia sean, por acción u omisión, acosadores en potencia, una suerte de potros desbocados que atentan contra la dignidad y los derechos de la mujer trabajadora. 

jueves, 1 de octubre de 2015


CONVERSACIONES CON EL TÍO DE POTOSÍ

El libro de Víctor Montoya fue publicado recientemente por el Grupo Editorial Kipus de Cochabamba. Según informó el autor, se trata de la segunda edición de esta obra literaria, ya que la primera salió a luz bajo los auspicios del Gobierno Autónomo Municipal de Potosí en 2013.
  
El protagonista principal de los relatos es el Tío de la mina, un ser ambivalente entre lo profano y lo sagrado, que habita desde los tiempos de la colonia en los tenebrosos socavones del Cerro Rico de Potosí. Es una de las deidades mitológicas más emblemáticas de la cosmovisión andina y un personaje fantástico del mundo minero, donde los mitos y las leyendas se ensamblan de manera extraordinaria con las creencias y tradición de las culturas ancestrales.

En Conversaciones con el Tío de Potosí se destila una irreverencia inusual y un sentido del humor cargado de una fuerte dosis de transgresiones éticas y morales, sin que por ello los pensamientos dejen de ser embellecidos por la imaginación y enardecidos por el alma de quien, sin más recursos que la honestidad y el rescate de la memoria colectiva, intenta encandilar la mente incluso de los escépticos acostumbrados a cuestionar la cuasi verosimilitud de las obras construidas sobre los andamios de la realidad y la fantasía.

El Tío de la mina, sentado frente a su interlocutor y dispuesto a deleitar con la versatilidad del verbo, no deja de sorprender con su sabiduría en cada una de las conversaciones en las que fluyen las ideas con una enorme carga emocional, mientras la magia de la palabra permite que el Tío, quien reúne todos los atributos de un personaje literario, aparezca retratado desde una perspectiva humana, como si de veras fuera un individuo de carne y hueso.

En la treintena de relatos que componen el libro, donde los diálogos están hilvanados con un lenguaje coloquial, cruzamientos narrativos, contrapuntos e intertextualidades, el lector podrá familiarizase con las creencias y hábitos de los mineros, en los cuales destacan el carnaval pagano-religioso, la ch’alla como ritual de ofrenda y agradecimiento a la Pachamama, la divinidad que entrega los frutos de su vientre a sus hijos terrenales, y las ceremonias de adoración al Tío por parte de quienes, sentados alrededor de su trono, a la usanza de los mitayos de antaño, le rinden pleitesía ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente. 

viernes, 25 de septiembre de 2015


LA MALQUERIDA Y EL DIABLO

En un pueblito encajonado en la serranía, que parecía esculpido en las rocas y bañado por el polvo del tiempo, las callejuelas eran desérticas y el silencio, bajo un cielo permanentemente encapotado, era similar a la de un camposanto abandonado, hasta que, una mañana de cerrada llovizna, en que el viento soplaba como nunca, llegó un hombre montado a caballo.

Los curiosos asomaron la cara a la ventana y, entre el chapoteo provocado por el pasitrote del animal, vieron a un jinete que avanzaba con la cabeza gacha, como enfrentándose a las ráfagas de la lluvia. Nadie le vio la cara, porque llevaba el sombrero alón calado hasta las cejas y el cuello de la chaqueta suspendida hasta el pabellón de las orejas.

Los vecinos, una vez que cesó la lluvia y el pueblo retornó a la rutina, se enteraron de que el jinete se apeó en la puerta de la Malquerida, una cholita joven, coqueta y apetecida, que llegó al pueblo una vez que contrajo matrimonio con un muchacho del lugar, quien, por razones de trabajo, vivía en una mina cercana, donde pasaba al menos cinco días a la semana, pensando en su esposa, la Malquerida, y en el dinero que necesitaba para cancelar las deudas contraídas en los preparativos de la boda.

La Malquerida, presa de su orgullo y altanería, nunca se llevó bien con los vecinos desde el primer en día que se instaló en la modesta casa que su esposo heredó de sus padres; por eso, como suele ocurrir en un pueblo chico, acostumbrado a las tradiciones comunitarias del ayni y la mink’a (relación y trabajo recíprocos), la tenían aislada como a una enferma en cuarentena y le apodaron la Malquerida.

Cuando su marido retornó del trabajo, como todos los viernes al caer la noche, los amigos lo abordaron en la callejuela llena de neblina y le contaron que, durante su ausencia, un desconocido, que llegó montado a caballo, se apeó delante de su casa, donde su joven esposa, ataviada con sus mejores atuendos de chola, le hizo pasar como si lo hubiese conocido desde siempre, y que desde entonces no se los volvió a ver ni de noche ni de día.

El joven minero, un mocetón de contextura musculosa, ojos diminutos y nariz aguileña, apenas recibió la mala noticia como un balde de agua fría, sintió un aturdimiento que, por un instante, se apoderó de sus sentidos. Luego se ruborizo como una estufa encendida, pero no de celos, sino de coraje. Se despidió de los amigos y se endilgo hacia su casa arreando la neblina por delante. ¿Cómo pudo meterme cuernos a tres meses de nuestro matrimonio?, se dijo,  a medida que avanzaba deslizándose por el terreno barroso. Si todo lo que me contaron es cierto, entonces es una falta de respeto a mi persona, una conducta reprochable y un acto inaudito que no tiene perdón de Dios...

Se plantó delante de la puerta de su casa, sacó el llavero de la bolsa de Calcuta, colgada de su hombro derecho, y, decidido a descubrir infraganti a su esposa en una situación de infidelidad, entró en la habitación salpicando el piso con las botas llenas de barro. Ahí nomás, un súbito ventarrón, que surgió de la nada, lo suspendió en el aire, lo sopló como a una pluma y lo sacó volando por la ventana, hasta tumbarlo de espaldas en el lodo del patio, cerca de la pocilga de los cerdos.

El minero, con algunas rasmilladas que le ardían en la espalda como si le hubiesen echado puñados de brasa candente, se quedó aterrado por lo que acababa de suceder, pero una vez que se cargó de valor, se puso de pie, dispuesto a entrar otra vez en su casa, para saber qué demonios estaba pasando en su interior, donde todo quedó patas arriba; los muebles, las fotografías del día de la boda y hasta los mecheros de acetileno.

Su esposa no dio señales de vida, por cuanto supuso que estaría en el dormitorio, ajena a todo lo acontecía a su alrededor. Empujó la puerta y, al abrirse con un enervante chirrido en las bisagras, diviso a un hombre sentado sobre la cama, con una sonrisa que lo iluminaba todo; tenía la cabellera recogida en cola de caballo, sombrero alón, mostachos de caballero de fina estampa, traje de gamuza negra y botas con espuelas en los talones. Junto a él yacía su esposa, la Malquerida, tendida sobre un círculo de sangre todavía fresca, con las polleras levantadas hasta la cintura, las piernas abiertas y las trenzas alborotadas sobre la cara. Aunque respiraba, daba la impresión de estar muerta, habitada por un espíritu maligno o transportada a otras dimensiones.

–Así que por fin llegaste –dijo el desconocido, y, seguidamente, emitió algunas palabras en lenguas pretéritas.

El minero, intentado apaciguar el tormento nacido en su alma, le preguntó quién era, y el desconocido, que seguía sentado sobre la cama, con los ojos encendidos por su presencia, le contestó:

–Eso qué importa por ahora, si la maldición, como la muerte, entra por igual en la choza de los pobres que en la mansión de los ricos.

El minero no supo qué decir, pero estaba seguro que el hombre que tenía enfrente no era un simple mortal, sino un ser con propiedades sobrehumanas, pues era cuestión de escucharlo un instante para darse cuenta que era dueño de una mente prodigiosa, que deslumbraría a cualquiera que lo viera u oyera.

–¿Qué quieres con mi mujer? –preguntó el minero–. ¡Entrégamela tal cual la encontraste!…

–No te la entregaré –contestó–. Ahora es mía, solamente mía.... Ella me pertenece desde antes de que se revolcara contigo, desde que sucumbí ante los bajos instintos de mi cuerpo, desde entonces no puedo resistirme a sus caricias ni palabras y ando como perdido en los furtivos juegos de su lujuria.

–Eso no puede ser. Ella es mi esposa y tienes que devolvérmela antes de que cometa una locura... –suplicó el minero, golpeándole con los puños en el pecho.

El desconocido, consciente de que el odio se alimenta de los celos y los celos de un corazón herido, se echó a reír como burlándose de su adversario. Después lo apartó de un manotazo y desafió:

–¡Acércate y tómala! Si ella te sigue amando, te elegirá; de lo contrario, la dejarás en paz y permitirás llevármela hasta mi reino, que está construido debajo de nuestros pies, como una mina llena de fuego, azufre y tormento.

–¿Por qué me haces esto?

–Porque fui el primero en trajinar su cuerpo y quitarle su honor. La noche que la hice mía, entre los matorrales donde ella salió a desaguar, las luces del cielo fueron las únicas testigos de aquel desaforado amor que me dejó en vilo.

El minero, a esas alturas de la disputa, parecía haber perdido la cordura, al extremo de que al desconocido empezó a verlo en varias formas y tamaños, como si su imagen no correspondiera a la realidad, sino a una ilusión óptica, capaz de producir un desorden en el cerebro, como cuando se consume varias copas de licor, hasta que se produce una distorsión de los objetos; por eso, a ratos, lo veía como a una bestia infernal y, a ratos, como a una persona normal.

–Si eres valiente, quítamela de una vez –dijo el desconocido, hipnotizándolo con la mirada.

–No lo puedo hacer, si apenas puedo moverme y hablar –se justificó. Seguidamente, añadió–: Tú tienes que ser el diablo, ¿verdad?

El desconocido asintió con la cabeza y volvió a sonreír, pero esta vez dejando entrever las brillantes gemas engastadas en sus colmillos.

El minero cambió el tono en la voz y, como si estuviese delante de la muerte, balbuceó:

–Si tú eres el príncipe de las tinieblas, el que lo puede y lo sabe todo, entonces será en vano disputar contigo el amor de una mujer y enfrentarme a tus poderes satánicos…

El  diablo soltó una breve carcajada, apoyó los puños sobre la cama y se incorporó con la levedad de una pluma.

El minero, aunque sentía un inmenso dolor al saber que perdería a su esposa para siempre, como si dejara caer de sus manos una preciada perla, se dio por vencido y aceptó su derrota con resignación. Ni qué hacer, con ella lo perdió todo, ¡todo! Todo lo que fue un gran amor, terminaría muy pronto en el infierno. Miró en derredor, dio media vuelta en dirección a la puerta y salió de su casa, con lágrimas en los ojos y un hondo pesar en los sentimientos. Escuchó a sus espaldas un suspiro que parecía maldecirlo, pero él no volvió la mirada y tomó un rumbo desconocido, como quien corre sin llegar a ninguna parte.

El diablo levantó el cuerpo semidesnudo de la Malquerida, la sacó del dormitorio como un costal de papas, ganó la callejuela a zancadas y la aseguró con una cincha de cuero sobre las grupas del caballo, un extraño animal que solía esperar a su amo con los arreos encima, sin beber agua ni probar forraje alguno.

En el pueblo no había un alma y el tiempo parecía haberse detenido de manera inexplicable. El diablo montó de un brinco y, rompiendo el espeso manto de la neblina, cabalgó por donde vino, hasta desvanecerse como una misteriosa criatura, mientras a lo lejos, detrás de los cerros, se desataba una tempestad entre truenos y relámpagos. 

martes, 22 de septiembre de 2015

Paulino Joaniquina junto a la tumba del ex primer ministro sueco Olof Palme

CON LA MÚSICA EN LAS VENAS

A don Paulino Joaniquina lo conocí en un campamento de refugiados de Suecia, a mediados de los años 70, pidiéndoles a sus compañeros volver a la patria prometida, donde estaba la lucha por la dignidad, el pan y la justicia.

Don Paulino sabía que, el día en que se encendiera la chispa de la revolución, él sería el primero en empuñar el fusil y tomar el timón de la nave que conduciría a los oprimidos hacia la toma del poder, así fuese navegando en sangre.

Don Paulino aprendió a empuñar el fusil tan bien como empuñaba la guitarra; por eso, en los días de fiesta, carnavales, matrimonios y bautizos, los mineros, guardatojo en mano y corazón embriagado, cantaban y bailaban el huayño, la cueca y el bailecito, que don Paulino interpretaba en la concertina, el piano, la guitarra, el charango o en el instrumento que tuviera a mano.

Don Paulino era una orquesta andante, de cuyas manos florecía un ramillete de canciones, mientras las lágrimas asomaban a sus ojos y los recuerdos acudían a su mente, gritándole que no se olvide de los enfrentamientos que libró contra los guardianes de la oligarquía y las dictaduras militares, a veces, plomo contra dinamita, porque esas historias, además de constituir un testimonio personal, formaban parte de la memoria colectiva, de esa memoria ausente en las páginas de la historia oficial.

Hasta antes de ser relocalizado (eufemismo que quiere decir: despedido de la mina y echado a la calle), el año que se impuso el Decreto Supremo 21060, trabajó como perforista en la mina San José de Oruro, hincando el barreno de la máquina Denver contra la roca dura, para luego taladrarla salpicándose la cara con lama y copajira. Sin embargo, a pesar de haber trabajado durante años con la perforadora, que lo sacudía de punta a punta, no perdió el pulso para escribir con letra Palmer ni la gracia de hacer bailar sus dedos sobre las teclas del piano y los trastes de la guitarra.

Don Paulino no sacaba la música de los bolsillos, sino de los secretos del corazón, pues su corazón era como una cajita resonante de sentimientos y melodías, que apenas se abría no se volvía a cerrar. La música estaba metida en sus venas como los filones de estaño en las galerías. Y, claro está, como la música le bullía en la mismísima sangre, le salía desde el fondo del corazón y se le escapaba a borbotones por los dedos.

Don Paulino era el minero que conoció la abundancia de niño y la pobreza de adulto. Primero bebió leche de cabra y chupó las pulpas del carnero. Después bebió la melancolía de la chicha y masticó el polvo de la mina. Así, con los pulmones petrificados por las partículas de sílice y la conciencia combativa, se enfrentó a sus enemigos entre discurso y discurso. Conoció la cárcel, la tortura y el destierro, y por donde anduvo, desgranando su conciencia traducida en palabras, llevó la música nacional a cuestas, ejecutando los instrumentos que encontraba a su paso.

Era un placer acompañarle a don Paulino, porque se cantaba y se contaban historias de mineros, de esos titanes del subsuelo, donde el que no le ch’allaba al Tío ni le rendía pleitesía a la Pachamama, no cantaba ni bailaba al ritmo de don Paulino, ya que para él, que aprendió a ejecutar los instrumentos desde chico, la música y la conciencia eran hermanas mellizas que habitaban en cada hombre. La música es la mejor expresión estética de los sentimientos –decía–, de los corazones sensibles, y que sólo siendo sensible se puede sentir el dolor humano y detectar la injusticia desde el extremo más izquierdo de la izquierda…

Cierto día, mientras preparaba su retorno a la patria prometida, al seno de sus compañeros relocalizados, quienes vivían en los barrios periféricos de las grandes urbes, habló de lucha y música, de sus años como dirigente minero y del exilio que le arrebató a la madre de sus siete hijos. Así había sido el destino –decía–, triste para unos y alegre para otros…

Don Paulino Joaniquina retornó a su natal Oruro, pero luego de un tiempo, aquejado por un golpe en la cabeza que le atacó al cerebro, y atraído por el cariño de sus hijos que formaron familia en Suecia, volvió a establecerse en la ciudad portuaria de Gotemburgo, donde terminó sus días tirado en un hospital y, poco después, en un cementerio del país que lo acogió en calidad de refugiado político, lejos de la mina San José y de la tierra prometida, donde el pueblo y sus compañeros seguían luchando por conquistar la democracia y la justicia social. 

lunes, 14 de septiembre de 2015


MONTOYA EN LA VI FERIA DEL LIBRO EN LLALLAGUA

El escritor Víctor Montoya estará presente en la VI Feria Nacional del Libro en el municipio potosino de Llallagua, donde dictará una conferencia en torno a La literatura minera y presentará su libro Conversaciones con el Tío de Potosí. Está invitado por el Archivo Histórico Minero Regional Catavi, cuya labor, aparte de recuperar la documentación de la empresa Patiño Mines & Enterpreses y la Comibol, está orientada a promocionar la cultura minera en todos sus ámbitos.

La Feria tendrá una duración de tres días, entre el 16 y el 19 de septiembre, bajo el lema:
El libro… con ciencia y tecnología, aunque esto no implica que todas las actividades estarán destinadas exclusivamente a los interesados en el campo de las ciencias y la tecnología, puesto que los responsables de la Feria dieron a conocer que promoverán este evento cultural convencidos de que leer es cultivar y cultivas es crear; una frase que involucra a todos los implicados en fomentar el hábito de la lectura y en difundir la literatura nacional.
 
La VI Feria Nacional del Libro está organizada por el Ministerio de Culturas y Turismo, el Gobierno Autónomo Municipal, la Universidad Nacional Siglo XX, la Dirección Distrital de Educación y la Defensoría del Pueblo-Regional Llallagua, entre otros. Asimismo, se confirmó la participación de decenas de empresas editoriales que ofertarán una variedad de propuestas bibliográficas para niños, jóvenes y adultos.

La conferencia y presentación del libro de Víctor Montoya, conocido por sus libros que abordan la temática minera, está programada para el jueves 17 de septiembre, a Hrs. 17:00, en el Coliseo Paulina Medrano de Siglo XX. La responsable del Archivo Minero Regional Catavi, Lourdes Peñaranda Morante, manifestó que las obras de Víctor Montoya estarán a la venta en el stand del Archivo, donde el autor firmará sus libros y conversará con los lectores. 

martes, 8 de septiembre de 2015


LUCHADOR OBRERO EN LA PORTADA DE UN LIBRO

Esta hermosa fotografía está impresa en el libro Interior mina de René Poppe, quien, luego de haber trabajado un tiempo en Siglo XX, entendió que para identificar al obrero del subsuelo boliviano no había mejor rostro que el de Víctor Siñani. En efecto, este hombre orgulloso de su raza de bronce, además de haber sido minero, fue uno de los dirigentes campesinos del norte de Potosí, donde compartió las luchas y la suerte de sus hermanos de clase, consciente de que la tierra era para quien la trabajaba, como el trigo era el pan de quien sembraba la semilla.

Víctor Siñani aparece en esta fotografía con la mirada perdida en la galería y el rostro iluminado por la lámpara del guardatojo; tiene los pómulos prominentes y la nariz expresiva. La letra R, que luce en la pechera de su chaqueta, podía ser tranquilamente la abreviatura de la palabra: Revolución. La chaqueta es de gamuza y diablo-fuerte, muy fina para ser usada en el laboreo de la mina, pero de seguro que a él no le importaba este detalle, salvo trabajar duro para llevar el pan a la boca de sus hijos.

Por su origen campesino, era una persona a quien le gustaba la verdad cruda, incluso violenta, y aunque era de carácter taciturno, pronunciaba palabras de asombro cada vez que transmitía una idea. Daba la sensación de decir mucho diciendo poco. Víctor Siñani correspondía a esa estirpe de hombres del altiplano que, siendo parcos en la palabra y desconfiados con los desconocidos, no podía compartir sus pensamientos con quienes no compartían su realidad ni su tiempo.

Fue legendario luchador porista, no sólo porque supo permanecer fiel a sus ideas políticas, sino también porque supo batirse, fusil y dinamita en mano, contra los enemigos de los obreros y campesinos. De sus hazañas se cuentan innumerables anécdotas. No es para menos, en enero de 1960, fue uno de los que encabezó la toma de la plaza de Huanuni, donde los mineros entraron repentinamente, como una tromba arreada por el viento. Pelearon duro y parejo contra los carabineros, hasta hacerlos desertar de sus trincheras. Así es, cuando los khoyalocos empiezan el ataque no hay Cristo que los detenga.

Este minero de recio temple se enfrentó contra las dictaduras militares. Sobrevivió a las jornadas de Sora-Sora, en 1964; a la masacre de San Juan, en 1967; al golpe militar de Hugo Banzer, en 1971. De sus hazañas y su coraje daban cuenta sus compañeros más cercanos: El Victuquito, donde ponía el ojo, ponía la bala, dejando fuera de combate a cuantos se le ponían enfrente. Es decir, lo que no podía resolver a golpes de palabra, lo resolvía a tiros.

A mediados de 1976, tras el fracaso de la huelga general indefinida decretada por la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), fue perseguido y apresado en la ciudad de Oruro, torturado y encarcelado. Los sicarios del gobierno sabían que Víctor Siñani tenía una larga trayectoria como dirigente minero-campesino. Era uno de sus representantes más genuinos, el que se mantuvo fiel a los intereses de su clase, sin claudicar sus principios políticos ni ser tránsfugo como los elementos amarillos. Estaba convencido de que pese al cierre de las minas y los decretos antipopulares de 1985, los mineros señalarían el camino de lucha que conduciría a la nación oprimida a liberarse de los látigos del imperialismo y del despotismo de sus lacayos nativos. Mientras tanto, recluido en su condición de relocalizado, esperaba con irresistible paciencia el primer campanazo de la asonada final, como quien estaba acostumbrado a acatar las medidas de la acción directa de masas, consciente de que la emancipación de los trabajadores sería obra de los mismos trabajadores.

Víctor Siñani era uno de esos hombres que, por su propia naturaleza, atraía la atención de los intelectuales pequeños burgueses, quienes intentaban descubrir los recónditos secretos que guardaba este militante obrero, pues aparte de estar hecho a golpes de explotación y miseria, alcanzó un alto grado de conciencia ideológica. En él hizo carne el programa de la vanguardia revolucionaria del proletariado y en él se proyectaron como ecos los gritos de protesta de obreros y campesinos.

En los días festivos se lo veía en las chicherías de Llallagua, ya en la calle Modesto Omiste (donde mueren los valientes) o en la calle Ballivián. Le bastaba un charango para hacer zapatear a las mozas de Chayanta y Pocoata, quienes, polleras plisadas, mantillas al hombro y sombreritos ladeados, batían palmas para que don Víctor rasgueara el charango al ritmo de las tonadas nortepotosinas. A veces se lo escuchaba cantar, con voz de lamento y dolor, el wuayño dedicado a su camarada y compañero César Lora: Los mineros lloran sangre/ por la muerte de un obrero/ ése ha sido César Lora/ asesinado en San Pedro./ Para el minero no hay justicia/ para el minero no hay perdón/ más bien tratan de aplastarlo/ capitalistas sinvergüenzas... Después, charango en mano y guardatojo en alto, se lo escuchaba gritar: ¡Vivan los mineros, carajo! ¡Gloria a César Lora e Isaac Camacho!...

No era casual, Víctor Siñani, desde cuando abandonó el campo y se proletarizó en las minas, siguió los pasos de César Lora, por quien sentía una franca admiración y respeto. Creía ciegamente en sus palabras y acciones, pues sabía que él hablaba con sabiduría popular y con el corazón en la boca, y sus hechos estaban encaminados a conquistar una sociedad más justa y equitativa, donde no exista ya más lamento ni clamor ni dolor. Tanta era su confianza depositada en el caudillo obrero que, muchas veces, quiso creer que era el único hombre en la tierra capaz de hacer posible que los trabajadores sean los dueños absolutos de su destino, que los ojos de los ciegos se abran, que los oídos de los sordos se destapen y la lengua de los pobres se desate con alegría. Mas todo este sueño se tornó en pesadilla, cuando el 29 de julio de 1965, los chacales del dictador René Barrientos Ortuño, por órdenes expresas de la Junta Militar y la CIA., asesinaron a César Lora, con un disparo en la frente y una sentencia que decía: Muerte a los subversores.

Todavía recuerdo aquella tarde de verano ardiente de 1974, en que Víctor Siñani, seguido por un piquete de mineros, se endilgó al cementerio de Llallagua, al otro lado de pampa María Barzola, con el propósito de desalojar los restos de César Lora, en cuyo nicho se pensaba sepultar el féretro de su finado padre. Víctor Siñani, apenas llegamos al cementerio, cuyas paredes parecían descolgarse de una colina hacia el fondo del río, abrió el nicho con martillo y cincel, arrastró el cajón de madera hacia sí y pidió que nos retiráramos del lugar por el temor a que la fetidez del cadáver, en estado de descomposición, nos provocara una enfermedad. Nosotros cumplimos su pedido, mientras él permaneció allí, solo, en cuclillas y dispuesto a desclavar el cajón con la punta de un cuchillo. Se cubrió la nariz con la chaqueta y, a poco de descubrir el cadáver de César Lora, que a una década de su asesinato seguía conservando las facciones de su rostro, se levantó de golpe y dijo: Aún no es tiempo de desalojar este cadáver. Después, con los ojos a punto de estallar en lágrimas, volvió a clavar el cajón y a cerrar el nicho a cal y canto.

Víctor Siñani (Victuquito, para los amigos), así como aparece retratado en esta fotografía, que hoy forma parte de la portada de un libro, era un minero de pura cepa y un militante ejemplar, como todo revolucionario que no se vende ni se alquila.

miércoles, 2 de septiembre de 2015


UNA ANTOLOGÍA NECESARIA

Estos cuentos, escritos con el vértigo de la pasión y la fuerza de la inteligencia, están destinados al niño que habita en nosotros, al que se niega a abandonarnos y nos contempla desde el fondo del alma.

Cada autor, como atrapado en el torbellino de los recuerdos, incursiona en los territorios invadidos por la infancia, intentando reconstruir las astillas dispersas de la memoria, o simplemente, con el franco propósito de traslucir las aventuras, pasiones, sentimientos y pensamientos de quienes, más allá de ser rescatados de las brumas del olvido, son los protagonistas principales de estas piezas de incalculable valor humano y literario.

Es aquí donde los cuentistas, encumbrados con su mayor sensibilidad, nos deslumbran con un estilo personal y un certero dominio del discurso narrativo, aun a riesgo de asomarnos a las lindes de la literatura infantil, que de hecho constituye un género distinto a las intenciones que motivaron la elaboración de esta antología.

A la pregunta: ¿Por qué una antología de El niño en el cuento boliviano? La respuesta es muy sencilla: porque considero que la infancia constituye el cimiento de la personalidad humana, la etapa más noble y sensitiva que nos depara la vida. No en vano reza el sabio proverbio: El niño es el padre del hombre, pues nosotros, los adultos, somos lo que fuimos de niños. Quien no tenga un punto de referencia en los años de la infancia, debe considerarse un individuo sin pasado ni futuro, y por eso mismo, un desatino de la razón y una fatalidad del destino.

El único criterio que se usó en la selección de los cuentos, al margen de la inherente calidad literaria que se exige en este tipo de publicaciones, fue el hecho de que los temas, cuyos escenarios están ambientados en el campo, las minas y las ciudades, estuviesen contemplados desde la perspectiva de los niños y niñas, quienes, gracias al poder de su imaginación, son capaces de captar las vibraciones más sutiles de su entorno, observando con perspicacia los atavismos ancestrales y las costumbres familiares, debido a que la sensibilidad es uno de los hilos conductores de la condición humana, sobre todo, cuando ésta se halla en pleno proceso de desarrollo.  

De otro lado, valga advertir que ciertos cuentos, aparte de reflejar el panorama multicultural del país, recrean el lenguaje popular, salpicando el texto con interferencias del quechua y el aymara, en una suerte de pirotecnia lingüística que enriquece los matices léxicos y sintácticos de una lengua.

En algunos cuentos, cuyos temas son disímiles en su forma y tratamiento, están retratados los niños marginados de las grandes urbes: los huérfanos, mendigos, canillitas, lustrabotas, los que no tienen nombre ni hogar, los que maduran antes de tiempo como si estuviesen hechos a golpes de crueldad y tragedia. En otros, en cambio, aparecen los niños de la clase media empobrecida, los niños de las minas y el campo, donde están presentes la discriminación social y racial, la violencia y el menosprecio. Se tratan de cuentos que, además de contener un alto valor ético y estético, nos convocan vehemente a la reflexión y a la toma de conciencia, como si los autores, a tiempo de exagerar intencionalmente el grotesco social, criticando los aspectos más crudos de la realidad, desearan transformar la situación de los niños que pertenecen a las clases menos privilegiadas de la sociedad imperante, donde el atropello a los Derechos del Niño, junto a la pobreza y el autoritarismo, es una ley contundente que habla su propio lenguaje.

Varios de los cuentos, expuestos con sobriedad y transparencia, nos dejan con el aliento suspendido, pues parecen nacidos del alma de su autor con el mismo dolor que implica el parto. Son cuentos que, narrados en primera persona y con experiencias personales y colectivas, se convierten en gritos de desesperación y denuncia. No obstante, es interesante observar que en medio de la tragedia social, que en Bolivia se torna en un doloroso problema nacional, se filtra el rayito mágico de la fantasía, permitiéndole a cada niño y niña mantener encendida la llama de la esperanza y el goce emocional que le proporciona la actividad lúdica, donde los deseos, palabras, imágenes y sueños siguen su propio cauce, al margen de la realidad existencial y el mundo racional de los adultos.

La antología reviste no sólo la importancia de haber sido publicada en Suecia, como una contribución a la difusión de la literatura boliviana, sino también la importancia de reunir, en un solo volumen, el tema de la infancia en la cuentística del siglo XX, con la esperanza de que la narrativa boliviana, tantas veces ausente en la constelación de la literatura latinoamericana, tenga un mejor porvenir en el presente milenio, en provecho de los autores que dedican su tiempo y talento al arte de la palabra escrita.

Asimismo, la presente antología, lejos de tener un afán de lucro, es una suerte de reconocimiento y agradecimiento a los escritores que se empeñan -y se empeñaron- en rescatar los sentimientos más sublimes de un pueblo, cuyos valores culturales apenas trascienden más allá de sus fronteras.

En lo que a mí respecta, me complace el simple hecho de haber compilado estos cuentos de mi tierra, donde no pocos escritores descuellan como excelentes intérpretes del alma infantil. Éstos son los cuentos que cautivaron mis inquietudes de lector y éstos son los autores que inspiraron, con su palabra y aliento, la elaboración de este volumen que ahora deposito en sus manos, como un cofre lleno de esperanzas y sorpresas literarias.

Los 35 autores incluidos en la antología son: Germán Araúz Crespo, Virginia Ayllón, René Bascopé Aspiazu, Adolfo Cáceres Romero, Zenobio Calizaya Velásquez, José Camarlinghi, Adolfo Cárdenas Franco, Homero Carvalho Oliva, Jorge F. Catalano, Oscar Cerruto, Carlos Condarco Santillán, Gary Daher Canedo, Porfirio Díaz Machicao, Alfonso Gamarra Durana, Wálter Guevara Arze, Alfonso Gumucio Dragón, Marcela Gutiérrez, Jesús Lara, Roberto Laserna, Alfredo Medrano, Víctor Montoya, Jaime Nisttahuz, Blanca Elena Paz, Edmundo Paz Soldán, Giancarla de Quiroga, Rosario Quiroga de Urquieta, Raúl Rivadeneira Prada, Ramón Rocha Monroy, Oscar Soria Gamarra, Jorge Suárez, Grover Suárez García, Gaby Vallejo Canedo, Manuel Vargas, César Verduguez Gómez y Víctor Hugo Viscarra.