viernes, 7 de julio de 2017

José Martínez, Pastor Mamani, Víctor Montoya, Jaime Flores y Edgar “Huracán” Ramírez 

SE PRESENTÓ CRÓNICAS MINERAS EN LLALLAGUA

El pasado 23 de junio, en un solemne acto que tuvo lugar en la población minera de Siglo XX- Llallagua, se presentó Crónicas Mineras, la reciente obra del escritor Víctor Montoya, dentro del marco de las actividades realizadas con motivo de la conmemoración de los 50 años de la masacre de San Juan, que fue perpetrada por la entonces dictadura militar de René Barrientos Ortuño, en la madrugada del 24 de junio de 1967. 

Los responsables de presentar el libro, José Martínez, Jaime Flores López y Oliver Ayaviri, junto a los comentarios de Edgar Huracán Ramírez (jefe del Sistema de Archivo Histórico Minero de Comibol) y Pastor Segundo Mamani (Presidente de la Corte Suprema de Justicia), coincidieron en que Crónicas Mineras es una obra que tiene un enorme valor histórico, debido a que rescata una parte de la memoria colectiva de los mineros, a través de crónicas que giran en torno a las masacres mineras y la trayectoria de varios dirigentes sindicales del movimiento obrero boliviano.   

El autor, como todo cronista fiel a su época y sus ideas, conoció personalmente a varios de los protagonistas de su obra. Sus palabras son certeras y sus juicios válidos, pues una cosa es escribir sobre algo que se investiga en bibliografías y otra muy distinta sobre algo que se narra en primera persona y luego de haber conversado con los personajes retratados con un estilo periodístico elegante, introspectivo y revelador.

Cónicas Mineras es una buena y amena síntesis de algunos episodios históricos rescatados de la memoria de un pueblo que, en los periodos más trágicos de su pasado, soportó dictaduras militares, apresamientos, torturas, destierros y crímenes de lesa humanidad, pero que nunca renunció a sus sueños ni esperanzas de forjar una sociedad más justa y libre, donde todos los ciudadanos pudieran gozar de las prerrogativas del Estado de Derecho.

Víctor Montoya, escritor reconocido por su vasta producción literaria tanto a nivel nacional como internacional, no deja de sorprendernos con estas crónicas que, a diferencia de su obra narrativa en el género del cuento o la novela, lo muestran de cuerpo entero, con sus preocupaciones más íntimas y sus experiencia adquiridas en el seno de los mineros, a quienes los considera los mentores de sus fundamentos ideológicos. Él mismo, refiriéndose a la gran influencia que el mundo minero tuvo en su vida, afirmó: Los mineros han marcado a fuego mi vida y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia revolucionaria y les estoy eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros que forjaron mis ideales de justicia y ellos me enseñaron que la palabra libertad no es un concepto abstracto, sino un derecho fundamental que debe conquistarse para vivir en una sociedad más armónica y equitativa, donde todos seamos iguales y nadie sea más que nadie.
 
El autor del libro, afirmándose en el testimonio de mineros y palliris, de artistas plásticos y escritores, narra la dramática realidad de los trabajadores del subsuelo que, aun habiéndose constituido en el pilar fundamental del naciente capitalismo boliviano, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, se quedaron al margen de las ganancias millonarias de los barones del estaño y de los órganos del poder, cuyas políticas extractivistas y legislaciones al servició de la insipiente burguesía nacional y los consorcios imperialismo, crearon un enorme abismo entre unos que tenían todo y otros que no tenían nada.     

La estructura del libro es una suerte de galería, con hechos y personajes engranados en la historia del movimiento obrero boliviano del siglo XX. Las semblanzas de los líderes del sindicalismo nacional como César Lora, Isaac Camacho, Cirilo Jiménez o Domitila Barrios de Chungara, han sido trazadas a partir de los recuerdos que el autor conservó en su memoria desde la infancia. Asimismo, las trágicas escenas de las masacres mineras, como la del 21 de diciembre de 1942 en los Campos de María Barzola o la masacre minera de San Juan en la madrugada del 24 de junio de 1967 en Siglo XX, están escritas desde una perspectiva personal, pero sin eludir el testimonio colectivo, que es el principal soporte de cada uno de los textos.

Lourdes Peñaranda Morante, bibliotecóloga y responsable del Archivo Minero de Catavi, apunta en la introducción del libro: Esperemos que estas Crónicas Mineras, que nos entregan un puñado de finas estampas arrancadas de la veta más rica de la producción literaria del autor, sean un estímulo para rememorar las luchas sociales que permitieron conquistar mejores condiciones de vida y, al mismo tiempo, contribuyan a perpetuar la memoria histórica de los mineros, palliris y amas de casa, quienes, con legítimo derecho y autoridad moral, son los principales protagonistas en estas páginas escritas con la pasión del alma y el pensamiento anclado en el corazón.

martes, 4 de julio de 2017


LA MASACRE MINERA DE SAN JUAN EN VERSOS

La masacre de San Juan en versos, desplegada en pocas y selectas páginas, es una poética que gira en torno al fatídico episodio que enlutó a las familias mineras la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando el régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño, asesorado por la CIA y secundado por el Alto Mando Militar boliviano, decidió tomar por sorpresa las poblaciones de Llallagua, Siglo XX, Cancañiri y Catavi, con el pretexto de frenar la subversión extremista, arrestar a los dirigentes Castro-comunistas y evitar que los trabajadores realicen su ampliado minero, con el propósito de apoyar a la gesta guerrillera comandada por Ernesto Che Guevara en las montañas de Ñancahuazú.

Las tropas del regimiento Rangers, Camacho y 13 de Infantería, ingresaron a los campamentos mineros amparados por la oscuridad y disparando sus armas automáticas contra la población indefensa, justo a la hora en que unos se recogían a descansar y otros se alistaban para ingresar a trabajar en la primera punta. Los tiros de las ametralladoras, morteros y bazucas, que en principio se confundían con la detonación de los cohetillos y cachorros de dinamita, se escucharon por algunas horas en la población civil y los campamentos, como un estampido similar a los truenos infernales, mezclándose con el lamento de los heridos, el llanto de los niños y el grito de protesta de las amas de casa. Al cabo de la denominada Operación Pingüino y al nacer la alborada de aquel 24 de junio, en que el frío y el viento hacían crepitar la piel, las calles estaban regadas por raudales de sangre y los dolientes recogían cadáveres de hombres, mujeres y niños.

La poesía revolucionaria requiere no sólo de un razonamiento y argumentación convincentes, sino también de una exposición donde la melodía prosódica y la connotación semántica de las metáforas sean recursos válidos para exaltar el discurso poético, cuyo significado y significante están destinados a cumplir la función de transmitir las ideas libertarias de un modo esplendido y sin ambigüedades, como en esa poesía musicalizada por el cantautor Nilo Soruco, en la que sus versos, dedicados al dirigente Rosendo García Maisman, van más allá de las simples plegarias, hipérboles y alegorías, en un intento por reivindicar la intrépida actitud de un hombre que, luego de tocar la sirena del sindicato en señal de alarma, defendió el edificio y la radioemisora La Voz del Minero, armado con un fusil M-1, hasta que una bala le alcanzó en su humanidad y le arrancó la vida entre borbotones de sangre.

Estas poesías de denuncia y protesta, que reflejan su propiedad expresiva en el manejo ético y estético del lenguaje, son las mejores manifestaciones de quienes dedican su tiempo y talento al oficio de hilvanar palabras que, una vez lanzadas como dardos de rebelión y reflexión crítica, encuentren ecos en la mente y el corazón de los lectores sensibles ante el dolor humano y las injusticias sociales.
 
El fuego de la palabra escrita, en un contexto herido y convulsivo, tiene una fuerza capaz de tocar las fibras íntimas del ser y trastocar las emociones alojadas en las galerías del alma. Esto ocurrió en el congreso de escritores realizado en la Universidad San Francisco Xavier de Chuquisa, el 26 de junio de 1967, donde el vate Jorge Calvimontes y Calvimontes provocó, durante la declamación de su poema La fogata de San Juan, la muerte por infarto del profesor Miguel Ángel Turdera Pereyra, quien se desplomó delante de las absortas miradas de un público de sentimientos abrumados y respiración en vilo.

Esta poesía de compromiso social, que transmite razonamientos y estados de ánimo, constituye una majestuosa sinfonía que se alza en crescendo para dejar constancia de que los crímenes de lesa humanidad no pueden quedar en el olvido ni en la impunidad. De ahí que el poeta que escriba y describa la trágica historia de la masacre, con las técnicas propias del género más exigente de la literatura, donde la belleza del poema depende de la pasión, capacidad y experiencia del autor, logrará crear una obra imperecedera, digna de un artista comprometido con el verbo y la realidad social.

Los poetas reunidos en esta breve antología, aparte de recrear con la intensidad vibrante de sus versos una realidad dramática, que les tocó vivir a las familias mineras en carne propia, saben rescatar con innovación y creatividad la integridad de un país que, a pasar de los regímenes dictatoriales, las intervenciones militares y las masacres insensatas, supo luchar y resistir contra los enemigos de la soberanía nacional, bajo la hegemonía de los trabajadores de los centros mineros como Siglo XX, que fue escuela y escenario de eximios oradores y grandes líderes sindicales, como Federico Escóbar, César Lora, Isaac Camacho y Domitila Barrios de Chungara, entre tantos otros.

En síntesis, al cumplirse medio siglo de la Masacre de San Juan, los poetas nos recuerdan, entre verso y verso, la necesidad de rescatar la memoria histórica de los mineros y rendirles un justo homenaje a los mártires caídos bajo el fuego fulminante de la bota militar, que sembró el pánico y el terror entre las fogatas menguantes del 24 de junio de 1967, que empezó siendo una fiesta tradicional y terminó cubriéndose de sangre, lágrimas y suspiros de hondo pesar.

lunes, 3 de julio de 2017


UNA VISIÓN INSÓLITA DE LA TORTURA

En una exposición fotográfica realizada en el Museo de la Edad Media en Estocolmo sobre el tema del castigo y la tortura medieval, me impactó la imagen de una mujer desnuda, quien, las manos y los pies atados debajo de las rodillas, yacía en posición fetal en el fondo de un recipiente de cristal, donde el agua parecía moverse como en un nivel, mientras ella sostenía el último atisbo de vida, los ojos y los labios apretados de pavor.

La imagen, que tenía el aspecto de una piltrafa humana conservada en formalina, representaba a una mujer acusada por el Santo Oficio de sostener pactos con el demonio y practicar actos de brujería, y, por eso mismo, condenada a una muerte lenta y atroz.

La Inquisición, cuyas bases fueron sentadas en el concilio de Verona en 1183, representó no sólo la concreción de una mentalidad retrógrada que impregnó la historia medieval, sino también a una maquinaria que hizo posible la proliferación de torturas y quemas de supuestos herejes, como todas las ejecuciones que seguían a los autos de fe, con sus hogueras y sus víctimas ataviadas con sambenitos
.
Las mujeres, acusadas de brujería, eran conducidas a las cámaras de tormento, donde los verdugos doblegaban la voluntad más firme. Se las mandaba a poner en potro, se les ligaba los brazos, las piernas y el cuerpo. Las torturaban hasta el suplicio y las hacían arder como antorchas en la hoguera. Para demostrar si una mujer era o no bruja, le pinchaban con espinas en las partes sensibles del cuerpo o la lanzaban a un caudaloso río, con las manos y los pies atados para dificultar el nado. Si la acusada era más liviana que el agua, si flotaba y no se hundía como una roca, estaba comprobado de que era bruja; pero si, por el contrario, no flotaba y se ahogaba, era absuelta de las acusaciones y se le daba cristiana sepultura.

Algunas sufrieron el dolor del empalamiento, que era todo un arte de tortura durante la Inquisición. Consistía en atravesar una estaca por el ano y sacarla por la boca. La estaca debía ser lo suficiente sólida para sostener el peso del cuerpo. Primero se redondeaba la punta y luego se la untaba con aceite, con el fin de procurar la muerte lenta de la víctima. Cuando se había introducido la estaca en el ano, la infortunada era levantada para que se hundiera gradualmente hasta quedar ensartada.

A las madres solteras las despeñaban de una montaña o las fondeaban en el lago, entretanto a las adúlteras, encadenadas de pies y manos, las paseaban por las calles y las desvestían en público, delante de los verdugos que hacían chasquear el látigo contra la piel.

La tortura más cruel, sin lugar a dudas, era la prueba del agua, que consistía en sumergir a la acusada en un recipiente, como en esa fotografía que me despertó los recuerdos del pasado, pues quien haya sufrido el tormento en carne propia, sabe que ese acto inhumano y despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido. Me refiero al submarino, a ese método de tortura al que fui sometido durante la dictadura militar de Hugo Banzer, y que consiste en sumergir al preso, colgado de los pies, encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente de aguas servidas.

¿Qué hizo tan temible a la Inquisición? Pienso que ese despotismo draconiano cuyos métodos se repitieron durante el nazismo y la Operación Cóndor: la represión sistemática, la censura y las torturas, que tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida y llevar el martirio al límite de las pesadillas. En este contexto, los latinoamericanos fuimos perseguidos y torturados por el simple delito de haber simpatizado con las ideas libertarias y habernos opuesto a la brutalidad de las dictaduras militares, del mismo modo como les ocurrió a quienes cuestionaron la función arbitraria de la Iglesia Católica durante la Inquisición, que desató una ola de persecución contra miles de llamados herejes, quienes acabaron sus días en la prisión, la tortura y la hoguera.

La Inquisición fue abolida en 1834, pero la tortura y la mentalidad que la alentó supo sobrevivirla. De ahí que en América Latina, por citar un caso de esta historia letal, sobran los dedos para contar las naciones cuyos gobiernos se abstuvieron de aplicar la tortura como instrumento de escarmiento y humillación.

Por otro lado, en medio de la violencia provocada por el terrorismo de Estado, han sido miles, quizás millones, quienes fueron sometidos al suplicio. En Uruguay, en tiempos de la dictadura, había un preso por cada 500 habitantes, en Paraguay se echaba en prisión al primero que opinaba en contra del régimen de Stroessner, en Chile la palabra tortura pasó a ser parte del lenguaje coloquial y en Argentina, donde innumerables presos desaparecieron en las mazmorras, todos los sectores de la sociedad resultaron afectados por la brutalidad de los aparatos represivos que pretendían combatir la subversión por medio de la tortura y el terror institucionalizado.    

Es suficiente pensar que la tortura, esta práctica atroz vigente en todo el mundo, sigue siendo el instrumento más eficaz para lograr la información requerida, para amordazar conciencias y sembrar el pánico entre quienes rompen las normas establecidas por los sistemas de dominación. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, es ejecutada por individuos que asumen la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran una bestia o un asesino potencial.

En todo caso, para cualquiera que haya sufrido las secuelas de la tortura, contemplar la imagen de una mujer asida y sumergida en el agua, no sólo es un golpe a la razón, sino también una suerte de radiografía de uno mismo, al menos cuando la fotografía tiene la fuerza de reproducir ese trauma personal que habita en el pozo de la memoria.   

martes, 20 de junio de 2017


LA MASACRE MINERA DE SAN JUAN EN VERSOS

El próximo 23 y 24 de junio, al cumplirse medio siglo de la masacre minera de San Juan, se realizarán actividades de homenaje en las poblaciones de Llallagua y Siglo XX, con la participación de personalidades del ámbito político y cultural, quienes rememorarán vehemente una memorable fecha para las familias mineras.

Para el sábado 24 está prevista la presentación de La masacre de San Juan en versos, una compilación de poemas cuyo eje temático gira en torno  al luctuoso acontecimiento escrito con sangre en las páginas de la historia del movimiento obrero boliviano.

La selección fue realizada por el escritor Víctor Montoya y publicada por el Archivo Regional Catavi que, dentro de sus actividades dedicadas a la promoción de la cultura minera y el registro de los materiales pertenecientes a la COMIBOL, viene editando desde 2016, bajo la responsabilidad de la bibliotecóloga Lourdes Peñaranda Morante, la denominada Serie de Literatura Minera.

Los poemas registrados en esta breve antología forman parte de la memoria histórica y son un regio testimonio para dejar constancia de que la masacre de San Juan, acaecida en la madruga del 24 de junio de 1967, no sólo fue un crimen de lesa humanidad que quedó en la impunidad, sino uno de los acontecimientos que mejor identificó al régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño, que movilizó a las tropas del ejército con el pretexto de frenar la realización del Ampliado Minero en el distrito de Siglo XX, donde se tenía previsto poner en vigencia el fuero sindical y apoyar a la guerrilla del Che.

La masacre de San Juan en versos, que forma parte de la Serie de Literatura Minera, es el primer intento de antología que logra reunir en un solo volumen a los autores cuya poesía revolucionaria, escrita con responsabilidad, sensibilidad y compromiso social, rinde un justo y merecido homenaje a los caídos entre el rescoldo de las fogatas de San Juan.

En el prólogo, que lleva la firma de Víctor Montoya, se explican las razones del porqué era necesario elaborar esta breve antología, que ahora llega a manos del lector, igual que un caleidoscopio donde las imágenes y versos se ensamblan con absoluta armonía, como cuando confluyen dos ríos en un mismo cauce.

Las poesías están ilustradas con las pinturas o dibujos de Miguel Alandia Pantoja, Jaime Mimo Sevillano, Walter Solón Romero, Mario Vargas Cuellar y Manuel L. Acosta. Entre los poetas incluidos en este material de alto contenido ético y artístico destacan Jorge Calvimontes y Calvimontes, Coco Manto, Alberto Guerra Gutiérrez y Nilo Soruco, entre otros.

El Archivo Regional Catavi, en su afán por rescatar el legado cultural y la memoria histórica de los mineros, no escatimó esfuerzos en la publicación de un nuevo número de su Serie de Literatura Minera, nada menos que con un ramillete de poemas que, lejos de las lágrimas y los lutos de congoja, son gritos de protesta, denuncia y resistencia combativa.

lunes, 19 de junio de 2017


PRESENTACIÓN DE CRÓNICAS MINERAS DE VÍCTOR MONTOYA

El Archivo Regional Catavi del Sistema de Archivo de la COMIBOL, en coordinación con el Comité Organizador de las actividades en homenaje a los 50 años de la Masacre de San Juan, presentarán el libro: Crónicas Mineras del escritor Víctor Montoya. El acto se realizará el viernes 23 de junio, a horas 16:00, en el auditorio de la Carrera de Odontología, Plaza del Minero de Siglo XX.

El reconocido narrador paceño, cuya creación literaria aborda el género de la novela, el cuento, el ensayo y la crónica periodística, relata algunos episodios de la realidad minera desde una perspectiva personal, pero sin apartarse de una rigurosa documentación, que registra la memoria histórica de uno de los sectores más combativos del proletario nacional.

Los líderes y caudillos mineros, como César Lora, Isaac Camacho, Cirilo Jiménez o Domitila Barrios de Chungara, están retratados de manera magistral en estas crónicas que revelan, enseñan y entretienen, junto a las fabulosas descripciones de las masacres ejecutadas por los gobiernos de la oligarquía minero-feudal y las dictaduras militares en varios distritos mineros, que constituyeron los baluartes de las luchas revolucionarias de los trabajadores y las valerosas amas de casa a lo largo de varios decenios.

Los textos reunidos en Crónicas Mineras, aparte de echar luces sobre algunos acontecimientos que pasaron desapercibidos en la historia de la minería del siglo XX, son auténticas piezas literarias que llaman poderosamente la atención del lector no solo porque rescatan la memoria colectiva, sino también porque recrean los códigos lingüísticos propios del habla popular.

Las Crónicas Mineras de Víctor Montoya, sin resquicios para la duda, es una obra digna de ser leída con la misma pasión con la que fue escrita. Estas crónicas, además de adentrarnos en las epopeyas de los personajes ataviados con botas, overoles y guardatojos, abordan con la misma lucidez la relación que mantuvieron escritores como Jaime Mendoza o pintores como Miguel Alandia Pantoja con el mundo mítico y trágico de los mineros.

El autor del libro, que vivió desde su infancia en los centros mineros del norte de Potosí, fue testigo de la masacre de San Juan, dirigente estudiantil y conoció en persona a varios de los líderes obreros que hoy forman parte de Crónicas Mineras; un libro que, de manera implícita, refleja las inquietudes políticas y el compromiso social de uno de los escritores más destacados de la moderna literatura boliviana.

El autor

Víctor Montoya (La Paz, 1958). Escritor, periodista cultural y pedagogo. Durante la dictadura militar de los años 70 fue perseguido, torturado y encarcelado. Estando en la prisión escribió su libro de testimonio Huelga y represión. Fue exiliado a Suecia en 1977. Dirigió las revistas literarias PuertAbierta y Contraluz. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías nacionales y extranjeras. Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.

ME PODRÁN MATAR, PERO NO MORIR

Te buscan para matarte, le dice su padre por décima vez. Ella cuenta las nueve cicatrices de su cuerpo y contesta: Me podrán matar, pero no morir...

Al levantar la cabeza entre paredes calcáreas, se enfrenta al rostro salvaje de sus torturadores. Uno de ellos, el más corpulento, bigote poblado y pistola al cinto, le sonríe mirándole a los ojos. ¿Así que tú eres la inmortal?, dice, mientras le quita los zapatos, el cinturón, los botones y el reloj, para que no pueda huir ni sepa qué hora o qué día es.

Le cubren los ojos con una venda y la conducen asida de los brazos por un pasillo. Ella se mueve apenas, como caminando en falso al borde de un precipicio. La introducen en una habitación que apesta a muerte. La desnudan a zarpazos y le arrancan la venda de los ojos.

Por un tiempo, dificultada todavía por la luz hiriente, observa a hombres que entran, salen y entran, y a un perro que bate la cola. El animal tiene el hocico babeante. Huele. Lame. Se aleja y se mete entre las piernas de su amo. En la habitación contigua, mira una mesa con mandos electrónicos: un reflector, un recipiente, una radio, un catre y varios ganchos con cadenas en la pared. Al otro lado de la ventana hay una calle oscura y fría, donde el viento sopla con una violencia capaz de levantar piedras y arrojarlas contra las puertas.

Un torturador se le acerca por la espalda y la encapucha. Otro le manosea el cuerpo y la esposa las muñecas. Comienza el ritual de la tortura. Primero es el simulacro de fusilamiento, después el submarino en el recipiente de orines y escupitajos. La inclinan y sumergen en la bañera, tirando de sus pezones con ganchos de hierro. Ella, a punto de asfixiarse, abre la boca y se desmaya.

Le retiran la capucha…

Recobra el conocimiento y escucha voces lejanas, como despertando de una pesadilla. Está atada al somier, los brazos y las piernas abiertas. Clava la mirada en el techo y tiene la sensación de estar flotando a cielo abierto. La sombra de un hombre cruza por sus ojos y una brasa de cigarrillo desciende hasta su pecho. Ella lanza un alarido y ellos suben el volumen de la radio.

Le recorren la picana de punta a punta. La picana tiene dos cables bien trenzados, bien empalmados. Aplican un cable en la boca y el otro en el ano. A la primera descarga, ella siente estallar su cabeza y cuerpo como vuelto esquirlas. Seguidamente, los hombres y el perro la violan hasta reventarla por dentro. No conformes con esto, unos le orinan en la cara y otros le descargan golpes de culata. La levantan esparciendo su sangre en el vacío y la arrastran por unos pasillos hasta la última celda; allí queda incomunicada, con las manos esposadas a la pared y sin más consuelo que pan y agua.

Cuando despierta de su pesadilla, mira un rayito de luz atravesando la oscuridad de la celda. Se toca el cuerpo que parece inexistente y, con un hilo de sangre en los labios, repite: Me podrán matar, pero no morir...

LA REALIDAD MINERA EN LAS CRÓNICAS DE MONTOYA 

El libro de Víctor Montoya, publicado por el Grupo Editorial Kipus, está compuesto por fotografía y textos relacionados con los principales protagonistas de la historia del movimiento obrero boliviano. Se trata de una ponderable obra que contribuye al estudio de los aspectos más individuales y anecdóticos del contexto minero.

El reconocido narrador paceño, cuya creación literaria aborda el género de la novela, el cuento, el ensayo y la crónica periodística, relata algunos episodios de la realidad minera desde una perspectiva personal, pero sin apartarse de una rigurosa documentación, que registra la memoria histórica de uno de los sectores más combativos del proletario nacional.

Los líderes y caudillos mineros, como César Lora, Isaac Camacho, Cirilo Jiménez o Domitila Barrios de Chungara, están retratados de manera magistral en estas crónicas que revelan, enseñan y entretienen, junto a las fabulosas descripciones de las masacres ejecutadas por los gobiernos de la oligarquía minero-feudal y las dictaduras militares en varios distritos mineros, que constituyeron los baluartes de las luchas revolucionarias de los trabajadores y las valerosas amas de casa a lo largo de varios decenios.

Los textos reunidos en Crónicas Mineras, aparte de echar luces sobre algunos acontecimientos que pasaron desapercibidos en la historia de la minería del siglo XX, son auténticas piezas literarias que llaman poderosamente la atención del lector no solo porque rescatan la memoria colectiva, sino también porque recrean los códigos lingüísticos propios del habla popular.

Las Crónicas Mineras de Víctor Montoya, sin resquicios para la duda, es una obra digna de ser leída con la misma pasión con la que fue escrita. Estas crónicas, además de adentrarnos en las epopeyas de los personajes ataviados con botas, overoles y guardatojos, abordan con la misma lucidez la relación que mantuvieron escritores como Jaime Mendoza o pintores como Miguel Alandia Pantoja con el mundo mítico y trágico de los mineros.

El autor del libro, que vivió desde su infancia en los centros mineros del norte de Potosí, fue testigo de la masacre de San Juan, dirigente estudiantil y conoció en persona a varios de los líderes obreros que hoy forman parte de Crónicas Mineras; un libro que, de manera implícita, refleja las inquietudes políticas y el compromiso social de uno de los escritores más destacados de la moderna literatura boliviana.

viernes, 26 de mayo de 2017


LA CAMA

Leyendo el Kâma-sûtra volví a pensar en la importancia que tiene la cama, donde se hace el amor y se pasa casi la mitad de la vida. Además, quién no ha soñado alguna vez con dormir en una cama reclinable, redonda y giratoria, con una estructura maciza de madera lacada, un colchón confortable que tenga un alma de resortes, una almohada rellenada con plumas de ganso y una colcha suave como la piel de mujer.

En el Kâma-sûtra, ese famoso tratado sobre el arte de amar, el sabio Vatsyayana nos refiere las condiciones que debe reunir la cama para hacer más agradable la relación conyugal y ensayar las sesenta y cuatro posturas distintas de la cópula carnal, en medio de un dormitorio que responde a las necesidades del cuerpo y del alma. Según Vatsyayana, para que la pasión erótica sea aventura inolvidable, la casa debe estar situada cerca de una fuente de agua rodeada por un jardín; debe tener habitaciones, fragantes de perfumes, con una cama blanda algo más baja en su parte central, con guirnaldas y ramos de flores sobre ella, un dosel por encima y dos almohadas, una a la cabecera y otra a los pies.

Debe haber un taburete sobre el cual colocar los ungüentos para la noche, botes que contengan colirio y productos para perfumar la boca. Es decir, para el sabio hindú, la cama deja de ser una simple hamaca, un mullido de paja o un armazón -en el cual se ponen jergón, colchón, sábanas, mantas, colcha y almohadas-, para trocarse en un objeto que estimula la fantasía sexual y despierta la pasión erótica, sobre todo, sabiendo que tanto el hombre como la mujer tienen los mismos deseos y derechos a la hora de meterse en la cama, donde todos los lados son igual de importantes, al menos si se tiene la intención de poner en práctica, además del estilo de misionero, las sesenta y cuatro posturas distintas recomendadas en el Kâma-sûtra.

La cama, desde tiempos inmemoriales, es un pequeño escenario donde se dan cita no sólo los acróbatas y contorsionistas del arte de amar, sino también los hombres y las mujeres comunes que necesitan relajarse del cansancio y buscar el placer sexual con los medios que están a su alcance. La cama es, pues, un territorio donde el acto sexual adquiere dimensiones sacramentales, como el rito hindú, en el cual una pareja, antes de acostarse, debe asearse el cuerpo, limpiarse los dientes, aplicarse ungüentos y perfumes. El hombre debe afeitarse la cabeza, la cara y lavarse el miembro desde los testículos hasta la glande; en tanto la mujer, aparte de asear cuidadosamente sus intimidades, colorear sus ojos y labios, debe lubricarse con aceite y adornar su cuerpo con alhajas.

Evolución de la cama

La cama ha sido -y seguirá siendo- una de las mejores y necesarias invenciones del hombre, quien, incluso antes de erguirse de su condición de primate, buscó un sitio para pasar las horas de sueño, aunque primero inventó la almohada y después la cama. Transcurrió mucho tiempo antes de que el hombre primitivo dejara de dormir en camastros de hojas y hamacas de raíces trenzadas.


En la Biblia, Jacobo tenía una piedra de cabecera y en la China antigua se usaban almohadas hechas con cañas de bengala. Pasito a paso, las almohadas adquirieron patas y también un cielo que las tapa. Los emperadores hicieron de la cama su segundo trono, y desde allí, desde esas camas, que lucían patas con garras de leones, impartían órdenes a sus súbditos, allí se apoltronaban para conversar, comer, beber, amar, dormir y morir con la felicidad metida en el alma.

Los baldaquines del renacimiento, más que camas, parecían casas y las camas brocadas, talladas en la época barroca, podían servir como escenarios para orgías perpetuas. No obstante, entre estas camas, la que se lleva la rosa, por su tamaño y forma, es la mencionada por William Shakespeare en uno de sus dramas; la cama tiene una superficie de once metros cuadrados y se dice que en ella durmió Charles Dickens. En la actualidad, esta cama se conserva como pieza rara en un Museo Británico.

Las camas no siempre han sido iguales a lo lago de la historia, sino diferentes de época a época y de cultura a cultura. Esquematizando, se puede mencionar la cama sencilla del tipo griego, una superficie plana sobre cuatro patas; la cama redonda, donde duermen varias personas juntas; la cama turca, sin cabecera y a modo de sofá sin respaldo ni brazos; la cama vientre, cerrada como una habitación de paneles que separan del mundo y corresponde al período medieval; la cama con baldaquines, que decoran el sueño vestido de lujo y protegen de las agresiones externas; la cama abierta, donde sólo se protege la cabeza de la pared y los pies del vacío.

En el siglo XV aparecen las primeras camas con paneles y columnas ricamente ornamentadas. Esta moda permanece hasta el siglo XVII. En el atrio del siglo XVIII se aligeran los brocados y vuelve a surgir la madera. Cabeceras y columnas talladas pueden verse tras los satenes y tafetanes. Con Luis XVI se vuelve a la cama simple, de sencilla elegancia y trazo neoclásico, con cabecera y pie tapizados. Hay camas que transmiten ideologías en su ornamentación para remarcar la importancia social de su usuario, como las construidas durante la revolución francesa, donde renacen los drapeados y las camas se llenan de símbolos, lanzas y gorros frígidos, o la que construyó Fabergén en plata y con cuatro esculturas móviles para cuidar los sueños eróticos de un maharaja caprichoso.


En Europa, hasta la Edad Media, no se distinguía el sitio para dormir de las otras habitaciones de la casa, a diferencia de lo que sucede en la época moderna, en la que el dormitorio es un espacio físico independiente y cuya función no sólo está destinada a relajar el cansancio del cuerpo, sino a hacer del sueño una realidad y del amor una fantasía. En tal virtud, las recámaras y dormitorios son los sitios más atractivos de una casa, pues allí se concentra el calor del hogar y allí se refugian los individuos desde el nacimiento hasta la muerte.

La manía de escribir en la cama

Entre la variada gama de escritores que ostentan diversas manías, yo me identifico con quienes tienen la manía de escribir en la cama, pues es el único espacio, de dos metros por dos, donde el individuo habita por completo y saca a traslucir su estado más natural, aparte de que es un mueble indispensable donde comienza y termina el ciclo de la vida. No en vano Vicente Aleixandre, Marcel Proust y Juan Carlos Onetti cerraron el ciclo de su creación literaria en la cama. Tampoco se puede negar que Don Quijote -como su creador- pergeñó sus aventuras en la cama, que Miguel de Unamuno y Ramón María del Valle-Inclán recibían a sus amigos en la cama, o que Oscar Wilde escribió sus mejores obras en posición horizontal, al igual que Marcel Proust, quien reposaba hasta pasado el mediodía, escribiendo y corrigiendo sus manuscritos. Por eso la cama de Proust, en la cual pasó las tres cuartas partes de su vida, estaba siempre destendida, salpicada de folios y hojas sueltas que delataban su caligrafía menuda. Pasaba más tiempo en la cama que en el escritorio, ordenando sus asuntos y peleando con la máquina para terminar una crónica sin firma, en medio de un silencio que le era necesario para escribir lejos del ruido mundano y a espaldas del tiempo.


Las camas y recámaras, en todas las épocas, han tenido su debida importancia. En 1620, la marquesa de Rambouillet convirtió su recámara en un salón literario, donde reunía a sus amigos en célebres tertulias. En México, Frida Kahlo pintó algunos de sus autorretratos postrada en la cama, mirándose en el espejo empotrado en el techo de su recámara. Por cuanto la cama no sólo sirve para retozar y dormir, sino también para nacer, crear, amar y morir, tal cual reza el proverbio: En la cama duerme el Rey y duerme el Papa, porque de dormir nadie se escapa.

Por lo que a mí respecta, y sin el menor rubor en la cara, debo confesar que durante mucho tiempo tuve la manía de escribir en la cama. A veces, entre el sueño y la creación literaria, me asaltaba la extraña sensación de parecerme a un sultán, aunque no estaba rodeado de mujeres adornadas con joyas y velos, sino apenas de almohadas que relajaban la tensión de mi cuerpo. Por las mañanas, al incorporarme en la cama, pegaba un salto hacia la silla del escritorio, y lo primero que hacía era coger mi pipa, llenarla de tabaco, llevármela a la boca y encenderla para que la fragancia del humo revoloteara entre las paredes del escritorio, que a la vez hacía de dormitorio. A un lado de la cama estaba el estante rojo empotrado en la pared, con los libros al alcance de la mano; y, al otro, el escritorio negro sobre el cual tenía el Pequeño Larousse y el diccionario de sinónimos, un papel a medio escribir metido en el rodillo de la máquina y una computadora en cuya pantalla se reflejaban los movimientos más ridículos que ejecutaba en la cama.

De modo que escribir en la cama es también una manía de escritor, quizás un vicio secreto sobre el cual todos prefieren callar, por temor a perder el pudor y la amistad, o quedarse definitivamente anclados en el aislamiento y la soledad que, al fin y al cabo, es la única y mejor compañera de quienes tienen la manía de escribir.

sábado, 20 de mayo de 2017


TANIA, LA GUERRILLERA INOLVIDABLE

Cuando Tamara Bunker (Tania) llegó a Bolivia en noviembre de 1964, con el nombre de Laura Gutiérrez, de nacionalidad argentina y profesión etnóloga, en la frontera andina se le anticipó un viento que hablaba la lengua aymara.

Tania vivió en La Paz dando la apariencia de ser una persona pudiente y, valiéndose de su vasta cultura e inteligencia, empezó a hilar amistad con personalidades afines a la cúpula del gobierno. Así, camuflada, se mantuvo por mucho tiempo, sin que nadie sospechara de ella, ni siquiera los presidentes René Barrientos Ortuño y Alfredo Ovando Candia, junto a quienes emerge su imagen en una fotografía captada durante una concentración campesina.

Al iniciar la fase de preparación y organización de la lucha armada, Tania era ya un engranaje indispensable en el desarrollo del trabajo urbano de la guerrilla, aunque la idea general de su utilización por el Che –recuerda Harry Villegas (Pombo)– no era de que participara directamente en la ejecución de acciones, sino que, dadas las posibilidades de conexiones en las altas esferas gubernamentales y dentro de los medios donde se podía obtener algún tipo de información estratégica y de importancia táctica, dedicarla abiertamente a este tipo de tarea y mantenerla como reserva, desde el punto de vista operativo, que en un momento determinado fuera necesario utilizar a una persona que no fuese sospechosa, contándose con alguien confiable para poder realizar el ocultamiento de algunos compañeros e incluso la recepción de algún mensajero que viniese con algo extremadamente importante.

En diciembre de 1966, en vísperas de Año Nuevo, Tania y Mario Monje llegaron al campamento guerrillero, donde los esperaba el Che. Su llegada fue un verdadero júbilo para todos, no sólo porque la conocían desde Cuba, sino también porque llevó consigo grabaciones de música latinoamericana.

En esa ocasión, el Che habló primero con Tania y después con Monje. A Tania le dio la instrucción de viajar a Argentina para entrevistarse con Mauricio y Jozami, y citarlos al campamento. A Monje, que pretendía detentar el mando supremo de la lucha armada, le dijo: la dirección de la guerrilla la tengo yo y en esto no admito ambigüedades, porque tengo una experiencia militar que tú no tienes. A lo que Monje contestó: mientras la guerrilla se desarrolle en Bolivia, el mando absoluto lo debo tener yo (...) Ahora si la lucha se efectuara en Argentina, estoy dispuesto a ir contigo aunque no más fuera para cargarte la mochila.

Apenas Tania cumplió su misión, sorteando los diversos obstáculos, retornó acompañada, entre otros, de Ciro Bustos (sobreviviente de la guerrilla de Salta). Y desacatando las instrucciones del Che, quien la ordenó no regresar a Camiri porque corría el riesgo de ser detectada, condujo en su jeep a Régis Debray, Ciro Bustos y otros, a la Casa de Calamina en Ñancahuazú.

Éste fue su tercer y último viaje a la base guerrillera, puesto que a partir de entonces se incorporaría a la lucha armada. Es decir, a compartir con sus compañeros todo cuanto aprendió en Cuba. El Che, considerándola una combatiente más, le entregó un fusil M-1.

Su adaptación al medio geográfico fue asombrosamente rápida, a pesar del terreno abrupto. Había momentos en que hubo que colgarse por sogas –dice Pombo–, en que hubo que gatear, prácticamente, arañando sobre las rocas, y podemos decir con toda sinceridad que Tania lo hizo en muchísimos casos con más efectividad que algunos compañeros, que, siendo hombres, tampoco estaban adaptados a este tipo de condiciones de vida.


No obstante, meses después, debido a su delicado estado de salud, el Che la dejó en el grupo de la retaguardia, donde habían algunos elementos considerados resacas, y donde el valor estoico de Tania sirvió de ejemplo a varios de sus compañeros, junto a quienes, cuatro meses más tarde, caería acribillada en la emboscada de Vado del Yeso.

A fines de agosto de 1967, la tropa guerrillera, comandada por Vilo Acuña Núñez (Joaquín), salió al Río Grande y, orillándolo, llegó al cabo de una jornada a la casa de Honorato Rojas, de quien, meses antes, dijo el Che: El campesino está dentro del tipo; capaz de ayudarnos, pero incapaz de prever los peligros que acarrea y por ello potencialmente peligroso.

Cuando la retaguardia contactó a rojas, nadie pensó que la delación de este cobarde los arrojaría bajo el fuego enemigo. En efecto, el día en que fue apresado junto a otros campesinos, se comprometió a colaborar con las tropas del regimiento Manchego 12 de Infantería.

Por la noche, los guerrilleros durmieron en la casa del campesino y, al despuntar el alba, se retiraron, previo al acuerdo de que al día siguiente los guiaría, por un paso corto, hacia el Vado del Yeso.

Esa misma noche, una compañía de soldados, dirigida por el capitán Mario Vargas, marchó en dirección al Masicuri Bajo. Al otro día, el jefe del destacamento discutió los últimos detalles del plan con Rojas. Usted haga lo que los guerrilleros le han pedido –le dijo–. Pero hágalos cruzar el Vado exactamente donde yo le diga y no más tarde de las tres.

El 31 de agosto, a la hora convenida, los guerrilleros se encontraron con el campesino, quien les guió un trecho y les indicó el Vado. De súbito, la columna guerrillera hizo un alto y el teniente Israel Reyes (Braulio), como presintiendo el holocausto anunciado, dijo: Hay muchas pisadas por este lugar. El campesino, dubitativo, contestó: Son mis hijos vigilando a los chanchos.

Los guerrilleros caminaron un trecho y, antes de que el sol declinara a su ocaso, el campesino se despidió dándoles la mano. Luego se alejó sin volver la mirada, mientras su camisa blanca servía como señal a los soldados agazapados en las márgenes del río, prestos a presionar el dedo en el gatillo.

El capitán Vargas, al detectar a los guerrilleros entre los árboles que sombreaban el sendero, levantó los prismáticos a la altura de sus ojos y divisó la imagen física de Tania; era una mujer blanca en medio de la estepa verde, delgada por las privaciones de la lucha. Llevaba pantalones moteados, botines de soldado, blusa desteñida, mochila y fusil al hombro.

La distancia entre las tropas se hizo cada vez más corta. Braulio se internó en la emboscada y los soldados apuntaron sus armas contra los guerrilleros.

Braulio fue el primero en sentir el roce tibio del agua. Volteó la cabeza y, machete en mano, ordenó cruzar el río. Tania avanzaba en la retaguardia, antecedida por un guerrillero boliviano a quien el Che lo llamó resaca. Cuando se hubieron sumergido en el agua -excepto José Castillo-, con la mochila pesada y sosteniendo el arma sobre la cabeza, el capitán Mario Vargas impartió la orden de abrir fuego.

Los tiros vibraron como alambres tensos y, en medio de un torbellino de agua y cuerpos, los combatientes fueron cayendo en ademanes de fuga. Quienes no murieron en la primera descarga, se dejaron arrastrar por la corriente o se zambulleron. Braulio, haciendo ágiles contorsiones, disparó contra un soldado que estaba en el flanco, mientras los otros fallecían dando tiros en el aire. Tania intentó manipular su fusil con destreza, pero una bala le atravesó el pulmón y la tendió sobre el remanso.

Entre las ropas chamuscadas, la sangre y los cadáveres, quedaron dos prisioneros y otro que se escabulló en la maleza, hasta que una patrulla de rastrillaje dio con él y lo acribilló en el acto.

Al cabo de la masacre, los soldados, que disparaban todavía contra todo bulto que flotaba en el agua, no dieron con el cadáver de Tania. El médico José Cabrera Flores (Negro), al verla herida, quiere salvarla y se deja arrastrar por la corriente. El médico sale a la orilla arrastrando el cuerpo de la guerrillera. Verifica que está muerta, abandona el cadáver y vaga por los senderos, hasta que lo encuentran por el rastreo de los perros. El médico es asesinado por el sanitario de la patrulla que lo capturó.

Los soldados prosiguen la búsqueda de Tania y, a los siete días, encuentran su cadáver en la orilla. Se encontró también la mochila, con algo que tanto quiso a lo largo de su vida: la música latinoamericana.

Concluida la misión, los soldados inician su marcha hacia Vallegrande, con los cuerpos de los guerrilleros atados a largas ramas.

El capitán Mario Vargas es condecorado con galones y promovido a Mayor de ejército por su fulgurante carrera militar y, al mismo tiempo, es víctima de trastornos psíquicos y pesadillas angustiosas, en las que ve a Tania incorporándose con el fusil en alto, dispuesta a vengar su muerte.

Bibliografía consultada

Guevara, Ernesto-Che: Obras 1957-1967. I. La acción armada. Ed. François Maspéro, París, 1970.
Lara, Jesús: Guerrillero Inti. Ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1971.
Peredo-Leigue, Guido-Inti: Mi campaña junto al Che. Ed. Siglo XXI, México, 1979.
Rojas, Martha. Rodríguez, Mirta: Tania, la guerrillera inolvidable. Ed. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1974. 

viernes, 5 de mayo de 2017


EL AUTOCARRIL AL CAPONE DE PATIÑO

Este autocarril de antaño, que los ferroviarios vieron pasar y repasar delante de sus ojos, con la boca abierta y el aliento sostenido en la garganta, se encuentra en el Museo Ferroviario del Municipio de Machacamarca, a unos 30 km. al sur sobre la carretera interdepartamental Oruro-Potosí, donde se exhiben algunas reliquias de la época dorada de la historia del ferrocarril y el auge de la minería en Bolivia.

Un oasis en pleno altiplano

La población de Machacamarca, ubicada en la provincia Pantaleón Dalence, parece tener más árboles que habitantes, es una suerte de oasis en pleno altiplano, con numerosos árboles frutales flanqueados por álamos, sauces, pinos y cipreses que, además de ornamentar las adoquinadas calles, cobijan el trino de distintas aves que arrullan y revolotean entre sus ramas.

Está claro que los empleados alemanes, estadounidenses e ingleses de la Empresa Minera de Simón I. Patiño, para hacer más llevadera su prolongada estadía en estas inhóspitas tierras, llenas de polvo, grava y viento, se dieron a la tarea de arborizar la meseta, que en otrora parecía un territorio desolado como un desierto. Incluso se cuenta que los pobladores, en su mayoría de ascendencia indígena, se hacían regalar gajos para plantarlos en sus patios, con la esperanza de que un día tuvieran una exuberante vegetación y la sensación de estar viviendo en una zona subtropical, asediados por el rebalse de las aguas del río Desaguadero y la laguna Uru-Uru.


No cabe duda de que la antigua estación de trenes de Machacamarca, emplazada en la llanura desde 1913 a 1921, contribuyó al transporte de las cargas de mineral, a falta de buenas carreteras para el tráfico vehicular, entre los centros mineros del norte de Potosí y la capital del folklore boliviano.

En la actualidad, en la misma estación donde antes funcionaba la maestranza del ferrocarril, atravesada por un laberinto de rieles que se pierden en el horizonte, se encuentra el Museo Ferroviario en una especie de galpón de techo alto y paredes forradas con calamina, que abrió sus puertas al público el 13 de julio de 2005.

Las reliquias del Museo Ferroviario

El Museo, actualmente administrado por la Alcaldía Municipal, es una verdadera atracción turística, capaz de transportarnos, a través de una interesante colección de piezas de incalculable valor histórico, hacia el memorable pasado de la industria minera del país, que tuvo su mayor apogeo durante las primeras décadas del siglo XX.

En el Museo Ferroviario, no muy lejos de los árboles de frondoso follaje y herrumbrosos desechos olvidados sobre los rieles, se exponen locomotoras de diferentes modelos y tamaños, unos vagones que, durante la Guerra del Chaco, sirvieron también para transportar a los soldados bolivianos hacia los frentes de batalla, una maestranza donde se realizaban trabajos de mantenimiento de la empresa ferroviaria, con torno, martillo eléctrico mecánico, prensa y otras herramientas muy bien conservadas y, para rematar el recorrido por sus ambientes colmados de maquinarias y recuerdos, una muestra de fotografías antiguas que reflejan la memoria de los trabajadores y sus familias.


Aquí mismo, entre el legado histórico del ferrocarril boliviano, se encuentra estacionada la primera locomotora alemana que arribó a la ciudad de Oruro (1912), la locomotora a vapor No. 12 (1944), la locomotora Sulzer No. 20 (1956) y, entre estas imponentes bestias forjadas en hierro, lo que más llama la atención del visitante es el lujoso autocarril Al Capone, que perteneció al barón del estaño Simón I. Patiño.

El autocarril del magnate minero

El motorizado Buick modelo 1938, que fue importado desde Estados Unidos hasta Machacamarca en 1940, debía cumplir la función de transportar al magnate minero hacia las localidades de Uncía y Llallagua, donde las minas de estaño lo habían convertido de un muerto de hambre en un hombre de negocios a escala mundial.

El autocarril, que se desplazaba como una periquita por las pampas y faldas de los cerros, atravesando por puentes y túneles construidos a base de alta ingeniería, fue bautizado con el nombre de Al Capone, por la semejanza con el automóvil que usaba el capo de los gánsteres de Chicago, con la diferencia de que el vehículo adquirido por Patiño fue adaptado para su desplazamiento sobre rieles y no sobre ruedas de caucho.

El autocarril Al Capone, adquirido por Simón I. Patiño para viajar hacia las minas que lo entronaron como al Rey del Estaño, fue devuelto por Ferrocarril Andina (FCA) a las autoridades del Municipio de Machacamarca, para que fuera expuesto como una reliquia en el Museo, junto a una rigurosa documentación que registraba los siguientes datos: Fabricante Buick, tipo Sedan, año de construcción 1938, procedencia alemana, fue puesto en servicio sobre cuatro ruedas de fierro en 1940, su peso es de 3.69 toneladas, velocidad máxima de 80 kilómetros por hora, está hecho de acero y con asientos de cuero.

Este portento de la creación humana, digno de ser exhibido en cualquier museo del mundo, para el deleite de los curiosos que desean conocer los curiosos gustos de un hombre forrado de dinero, está compuesto de una carrocería Fisher Body Corp. Job No. 8630, Body No. 355; dos faroles delanteros, un asiento delantero, un asiento trasero, dos asientos auxiliares, cuatro puertas, un tablero de control y un miriñaque. El motor es a gasolina 8L (8 cilindros), sistema de arranque, sistema de admisión de aire, sistema de escape, sistema de alimentación, sistema de refrigeración, sistema eléctrico. La transmisión cuenta con una caja de velocidad automática, una corona, un cardan, frenos, bogue delantero y eje trasero. Todo lo demás, está hecho sólo para mirar y no tocar.

El Cadillac de Al Capone

Estando al lado de este fabuloso coche, en cuyo laqueado uno puede reflejarse de cuerpo entero como en un límpido espejo, es difícil no pensar en el mítico gánster estadounidense Alphonse Gabriel Capone, más conocido como Al Capone o Scarface (Cara cortada), apodo que recibió debido a la cicatriz provocada en una riña por faldas en la que su rival le cortó tres veces la cara con una navaja de resplandeciente filo.


En los años 20 de la pasada centuria, Al Capone, convertido en el Rey del Hampa, puso bajo su dominio los negocios ilícitos de la ciudad de Chicago, como eran el tráfico de bebidas alcohólicas, el manejo de casas de citas y salones de juegos de azar. De modo que en 1927, burlado el control policial y generando temor entre sus adversarios de los bajos fondos, amasó una fortuna que ascendió a los cien millones de dólares, una ganancia ilícita que le permitió, entre otras cosas, adquirir un Cadillac Town Sedan V8 en 1928.

Desde entonces, la historia del coche de Al Capone se hizo extensa debido a que era uno de los primeros blindados que se camuflaba entre los automóviles de la policía y algunos ejecutivos por su inconfundible color, pintado en verde con los pasos de rueda en negro, igual que otros 85 autos del Departamento de la Policía de Chicago.

El coche blindado a prueba de balas, perteneciente al mafioso más mentado del crimen organizado, se deslizaba sobre sus ruedas con una potencia de 90 caballos de fuerza y una caja de trasmisión manual de tres velocidades. Entre sus puntos fuertes del Cadillac estaban los vidrios antibala, con una pulgada de espesor; tenía sirenas y emisoras; sus cuatro frenos eran de tambor y la suspensión trasera de ballestas semielípticas; en la parrilla delantera llevaba ocultas un par de luces rojas intermitentes y en la ventanilla trasera tenía un orificio para sacar el cañón de una ametralladora liviana y disparar ráfagas a diestra y siniestra

Cuando Al Capone fue detenido por la policía en 1931, acusado por evasión de impuestos y posteriormente condenado a pasar el resto de sus días en la prisión de mayor seguridad llamada Alcatraz, el coche fue confiscado y pasó de mano en mano, paseándose por las carreteras de diferentes países. No faltan quienes aseveran que incluso el expresidente de los Estados Unidos, Franklin Roosevelt, llegó a usar el famoso Cadillac del gánster más famoso de todos los tiempos.

Un extravagante deseo

Desde luego que ese Cadillac, que tenía blindajes con planchas de acero en el interior y vidrios de una pulgada de espesor, no fue el que llegó a manos del barón del estaño, sino otro que intentaba replicar el modelo del original. Por cuanto el autocarril de Simón I. Patiño no estaba equipado como el Cadillac de Al Capone, no tenía el mismo peso ni el mismo color.

Se sobreentiende que el carrocero alemán fabricó esta maravilla para concretizar una de las extravagantes ilusiones del potentado minero, quien, embobado de ver que sus ganancias se multiplicaban en los tableros de la bolsa de valores de los bancos europeos y norteamericanos, no sabía en qué dilapidar su dinero. Así que un buen día, se le ocurrió la idea de darse el gustito de comprar un autocarril para que pudiera recorrer, como deslizándose por una autopista continental, por las pampas y laderas de los cerros del altiplano, cuyos yacimientos de estaño lo convirtieron en uno de los diez multimillonarios del mundo.


Al contemplar el autocarril Al Capone de Simón I. Patiño, que es una de las piezas más apreciadas del Museo Ferroviario, es posible imaginarse que cuando el Rey del Estaño ocupaba el asiento del conductor, lo primero que hacía era aferrarse al volante y manipular la palanca de la caja de cambios, al menos para tener la sensación de que era él quien conducía y determinaba la dirección del coche, aunque éste se movía casi por si solo sobre las paralelas instaladas de manera fija entre una estación y otra.

Si algunos se preguntan por qué el magnate minero mandó a fabricar un coche parecido al Cadillac de Al Capone, lo más probable es que las respuestas sean tantas como tantos son los visitantes del Museo, aunque yo me quedo con sospecha de que este autocarril, cuyos principales atributos eran la elegancia y la velocidad, le fascinó a Simón I. Patiño desde que se enteró que con este coche, diseñado al mejor estilo de los mafiosos norteamericanos, no sólo le serviría para huir de la pobreza como una fugaz liebre, sino también porque él sería el único en lucir este formidable objeto en un país que bostezaba de hambre.