miércoles, 3 de mayo de 2017


EL OFICIO DE ESCRIBIR

Un escritor se entrega a la literatura como quien se entrega a una adicción inconfesable, ante la suspicacia de los padres que siempre desean que sus hijos tengan profesiones rentables, ya que un hijo dedicado a las bellas artes está casi siempre condenado a llevar una vida miserable, de incomprensión y, en el peor de los casos, de marginación.   

Sin embargo, la actividad literaria, además de revelarnos los secretos del oficio de contar historias reales y ficticias, nos permite explorar los abismos del ser humano, quien constituye el principal personaje de una obra de creación literaria, que suele moverse a caballo entre la realidad y la fantasía, entre la luz y las tinieblas, entre la veracidad y lo misterioso.

El escritor, a través de narrar diversas historias, accede a otras vidas y otras realidades, donde habitan los personajes creados por el poder de la imaginación, considerando que la vida imaginaria es más rica que la rutinaria. Los cuentos, por ejemplo, son una suerte de pantallazos entre la realidad y la ficción o como bien decía Borges: La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.

La imaginación, al ser un proceso más abstracto que concreto, no necesita de un objeto que esté presente en la realidad, pues se sirve de la memoria para manipular la información de modo que no dependa del estado actual del organismo. Así, la imaginación toma elementos antes percibidos y experimentados, y los transforma en nuevos estímulos y realidades.

El dominio de la escritura surge del constante ejercicio con la palabra y la fantasía que se hace cuento, un cuento que revela la realidad y la ficción que habita en el fuero interno de cada individuo; es más, la escritura es como cualquier otro oficio que se ejerce con la pasión del alma y la fuerza de la imaginación, aunque no siempre sea, como ya lo dijimos, una actividad redituable.

En lo que a mí respecta, gracias al ejercicio de la literatura, he comprendido que tengo una vida más humana y he profundizado mis ideales de justicia y libertad, aunque es cierto que, en repetidas ocasiones, me pregunté si en el contexto social en el que vivía, donde eran más los que pedían que los que daban, valía la pena dedicarse a la literatura; pero no me dejé vencer por el pesimismo y, a pesar de los escasos estímulos con que cuenta un narrador de historias, seguí escribiendo incluso a sabiendas de que los escritores, salvo muy pocas excepciones, no pueden vivir de su oficio de artesanos palabreros, por mucho de que fueran oficialmente reconocidos, debido a que en la inmensa fauna literaria son muchos los invitados pero muy pocos los elegidos.

Comprendí también que no bastaba con ser un brillante narrador y un excepcional expositor de ideas políticas. Lo esencial estribaba en ser un meticuloso observador de la realidad social y un auténtico intérprete de los sentimientos humanos; dos factores esenciales de la creación literaria que deben estar en perfecto equilibrio. Lo otro, lo que corresponde a los mecanismos socioeconómicos que generan cambios en una sociedad, no dependen de la genialidad de las obras literarias, sino de los sistemas políticos en función de gobierno.

Asimismo, y contrariamente a lo que muchos se imaginan, la literatura no es un quehacer de ociosos ni improvisados, que en épocas de depresión social y desocupación surgen como hongos después de las lluvias, sino una actividad que exige disciplina, responsabilidad y esfuerzo constante. Quizás por eso, una de las mayores preocupaciones del escritor es escribir cada vez más y mejor, convencido de que, a veces, el oficio de escribir resulta tan difícil como meter un elefante en una botella, sobre todo, cuando la magnitud de lo que se quiere contar no cabe en una simple hoja de papel.

Considero que el acto de escribir no es un hecho excepcional ni una virtud reservada sólo para unos pocos elegidos ni una tarea divina, habida cuenta de que cualquiera de nosotros podría crear historias o poemas que expresen sentimientos y pensamientos. Además, siempre he creído que todos tenemos algo de narradores, ya que nos pasamos los días contando a nuestros conocidos los episodios de nuestra vida, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.

Si la tradición oral le acompañó al hombre desde sus orígenes, entonces es lógico concebir la idea de que la necesidad de expresarse de manera oral o escrita no es un privilegio reservado sólo para los grandes literatos, sino una actividad que puede desarrollar cualquier ciudadano, así no tenga destellos de genialidad ni deje un notable legado literario para la posteridad.

Estoy consciente de que no todas las ideas llevadas al papel tienen un valor literario relativo, así estén escritas con sobriedad y transparencia, debido a que la obra de un autor es una suerte de hojarasca que es dispersada por el tiempo, y de la cual no queda sino aquello que tiene un cierto valor sustancial, aquello que se escribió con la experiencia vivida, con la lucidez de la mente y la sensibilidad del corazón.

Por otro lado, desde un principio supe que la escritura no es un oficio vano, sino una suerte de semillas que un día se siembran en el camino y que otro día se cosechan como frutos maduros. Esto ocurre cuando se escribe por puro gusto y no por buscar la fama ni la fortuna. Tampoco comparto la idea de que un escritor debe buscar su eternidad a través de la literatura, porque tengo la certeza de que la vida, con o sin el escritor, seguiría inevitablemente su curso; lo contrario, implicaría querer parar las agujas de un reloj para que no marquen las horas.

sábado, 15 de abril de 2017


JESUCRISTO, EL NAZARENO

Bastó mirar esta fotografía para comprender que los alfareros latinoamericanos venden tu imagen pintada con los mismos colores que representa su población tras más de quinientos años de colonización y mestizaje.

Esta misma fotografía me despertó la curiosidad de saber algo más sobre tu vida. Claro está, cómo no me voy a sentir intrigado por las proezas de quien era capaz de caminar sobre la superficie del agua, sin hundirse ni mojarse, que amainaba las tempestades con un soplo, que convertía el agua en vino y la tierra en pan, que saciaba la sed y el hambre de miles de personas con sólo cinco panes y dos pescados, que curaba a los enfermos y resucitaba a los muertos.

Sin embargo, varias de mis preguntas han quedado sin respuestas. Nadie puede explicarme, por ejemplo, cómo te concibieron por obra y gracia del Espíritu Santo en el vientre de María, una mujer que era virgen a pesar de tener marido y que siguió siendo virgen después del parto. Es misteriosa tu encarnación, por eso supongo que si eres el hijo de Dios, hecho hombre para redimir al género humano, no eres el hijo biológico de José, el carpintero y legítimo marido de tu madre, sino sólo su hijo adoptivo.

Tampoco se sabe la fecha exacta de tu nacimiento; unos dicen que fue durante el reinado de Augusto; otros, en cambio, aseveran que llegaste al mundo durante el gobierno de Herodes, el tirano de Judea y enamorado de Salomé, su bellísima hijastra, quien, a cambio de entregarle las llaves de su amor, le pidió la cabeza decapitada de Juan Bautista, el profeta que vivió en el desierto, alimentándose con saltamontes y miel salvaje, y quien, metido en las aguas del río Jordán, bautizó a los creyentes, anunciándoles con voz encendida: ¡El verdadero Mesías está ya en camino y pronto se hará el Reino de Dios!...

Cuando los adivinos y sacerdotes le anunciaron a Herodes que habías nacido en un pesebre de Belén, con la misión de gobernar a tu pueblo e instaurar un imperio de paz y de amor, Herodes se sobrecogió de asombro y, acosado por el pánico, mandó a degollar a los niños menores de tres años, temeroso de que el príncipe de la paz, anunciado por las profecías, hubiese ya nacido cerca de sus narices. Lo demás es puro cuento, y tú lo sabes bien. Te salvaste del filo de la espada por milagro y por milagro fuiste a dar en Egipto y otra vez en Nazaret. Pero lo que no queda claro es la fecha de tu nacimiento. Si los investigadores de las Sagradas Escrituras dicen que Herodes murió cuatro años antes de tu nacimiento, entonces habría que deducir que naciste algunos años antes de la muerte de Herodes. Es decir, la llamada Era común, que también lleva tú nombre, está cronológicamente mal calculada.

Los cuatro evangelios, así como no revelan varios detalles de cómo viviste hasta los 30 años de edad, aparte de la suposición de que ejercías de carpintero como tu padre adoptivo y diestro polemista contra los fariseos y saduceos, tampoco revelan qué idiomas hablabas, además de ese dialecto cercano al hebreo, que te identificaba como a Galileo. Algunas veces pienso que, por ser el hijo de Dios, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles, dominabas todas las lenguas que él mismo las confundió por castigo en la Torre de Babel. Otras veces me sigo preguntando si acaso hablabas el griego y el latín; de no haber sido así, ¿en qué idioma te comunicabas con el procurador romano Poncio Pilato y en qué idioma conversabas con los forasteros que cruzaban tu camino? ¿Conocías La República de Platón y El Estado de Aristóteles? ¿Sabías algo sobre los dioses del Olimpo y las tragedias griegas?... Los evangelios no me dan las respuestas por mucho que las busco sobre líneas y entre líneas. De modo que, recogido en mis dudas e interrogantes, me veo obligado a sacar mis propias conclusiones, que no siempre son coherentes ni satisfactorias.

Si aún no lo sabías, te anuncio que eres un Jesucristo hecho a imagen y semejanza de cada pueblo, raza y cultura. Tal vez por eso, en los mercados de la América mestiza se venden Jesucristos blancos y Jesucristos morenos, ya que en los cuatro evangelios, donde se citan tus palabras y se describen tus milagros, no se menciona casi nada sobre tu aspecto físico. Nadie parece saber si fuiste alto o bajo, gordo o flaco; si tenías el pelo negro o rubio, rizado o lacio. Ningún apóstol te ha descrito con ese lujo de detalles tan propio en los protagonistas de los novelistas o dramaturgos, aunque algunos pintores intentaron retratarte con la melena desgreñada y la barba crecida, el cuerpo magro y el rostro macilento, una imagen a la que nos fuimos acostumbrando con el correr de los siglos.

Los cuatro evangelios, escritos probablemente entre los años 70 y 80 después de tu muerte y resurrección, se refieren sólo a los dos o tres últimos años de tu vida pública, en los cuales escogiste a tus apóstoles y predicaste verdades profundas, perseguido por tiranos y fariseos, quienes consideraban tus palabras un fenómeno sacrílego de peligrosa agitación y, lo que es peor, no veían en ti al redentor de la humanidad, sino al simple impostor que, vestido en harapos, se mezclaba con los pordioseros, las prostitutas y los pecadores. Por lo tanto, el Mesías esperado por el pueblo hebreo no eras tú, que decías haber llegado para liberarnos del pecado original, sino en ese otro que llegaría ataviado como un verdadero rey, dispuesto a sentarse en su trono para gobernar a su pueblo.

Los tres años que predicaste contra viento y marea, infundiendo una sencillez y una pureza sin par, no fueron suficientes para hacerte profeta en tu propia tierra ni para salvarte del suplicio final, pues en una de tus visitas a Jerusalén, la ciudad prometida, fuiste delatado por uno de tus doce apóstoles y hecho prisionero por Poncio Pilato, quien, por medio de un consenso en el que tus enemigos votaron en contra de tu libertad, te condenó a morir crucificado entre dos ladrones. O sea que a los 33 años de edad, tú, Hombre y Dios a la vez, recorriste el largo camino del Gólgota, sin poderte salvar de la cruz, los látigos y la corona de espinas.

Desde entonces, tú, que asumiste el castigo por nosotros los pecadores y sacrificaste tu vida para salvarnos de las calamidades, te has convertido en el talismán de los falsos profetas, en cuyas iglesias usan tu imagen y tu nombre para predicar evangelios ajenos a los que nos legaron tus apóstoles, quienes, fieles a las sabias enseñanzas de su Maestro, nos acercaron a uno de los testimonios más trascendentales de todos los tiempos.

Por todo lo expuesto, no importa que me quede suspendido entre las dudas, o me cambien las preguntas cuando ya tengo las respuestas, puesto que estoy convencido de que a veces, como bien decía Jorge Luis Borges, son más importantes los enigmas que las explicaciones.

viernes, 14 de abril de 2017


TRECE TESTIMONIOS DEL EXILIO

La editorial francesa L´Harmattan publicó el libro Paroles d’exil (Palabras de exilio, 2017), un volumen que compendia trece entrevistas a escritoras y escritores latinoamericanos, quienes no sólo fueron víctimas de la represión y la violencia del terrorismo de Estado, sino que también vivieron en la diáspora del exilio tras el advenimiento de las dictaduras militares en América Latina.

Las escritoras y escritores fueron entrevistados entre octubre de 2014 y marzo de 2016, con el propósito de registrar, con sus propias palabras, un testimonio personal y colectivo de una de las etapas más sombrías de la historia de un continente que fue asolado por los gobiernos que, dejando a su paso un reguero de muertos, heridos y desaparecidos, se encaramaron en el poder entre 1960 y 1990.

Los autores, que son de Chile, Uruguay, Argentina, Bolivia, Paraguay y Brasil, evocan las circunstancias de su forzada partida del país de origen, las secuelas del sufrimiento físico y psicológico provocadas por la sistemática represión política, la capacidad de adaptación en el país que los acogió en condición de exiliados y el vigor de su escritura como arma de denuncia y protesta.

Entre los escritores entrevistados, y cuyas obras fueron traducidas al francés, figuran Isabel Allende, Carlos Liscano, Eduardo Galeano, Zoé Valdés, Sergio Zamora y Víctor Montoya, entre otros. Algunos de ellos retornaron al país que los vio nacer después del rescate de la democracia cautiva, en tanto otros permanecieron en su segunda patria, que es el país que los acogió solidariamente en los peores momentos de su vida ciudadana. 


Las entrevistas fueron realizadas por la periodista francesa Marianne Boscher-Gontier, nacida en 1956, cerca de París, donde reside desde hace cuarenta años. Las traducciones al francés corresponden al profesor y traductor franco-español Mathieu Vicens, nacido en 1981, en Burdeos, hijo de madre vietnamita y padre hispano. La ilustración de la cubierta y los retratos de los escritores fueron plasmados por el diseñador argentino Agustín Herrera.

No cabe duda de que este libro, que constituye un valioso documento de la historia contemporánea, fue elaborado por dos apasionados de la literatura latinoamericana y dos intelectuales interesados por rescatar la memoria viva de los escritores que fueron perseguidos, torturados, encarcelados y exiliados por el único delito de haberse opuesto a la ideología de exterminio y violencia de los regímenes antidemocráticos, que vulneraron los derechos humanos y cometieron crímenes de lesa humanidad.

Por lo demás, el exilio político no es un acto heroico ni una forma de vida que valga la pena recomendar a las futuras generaciones. Como bien decía Eduardo Galeano: Nadie es un héroe por haber abandonado el país, nadie es patriota por permanecer allí. El exilio es, simple y llanamente, un destierro que se debe asumir con los puños y dientes apretados, porque es el último refugio al que uno acude para poner a salvo su vida, constantemente amenazada por un sistema político totalitario que no tolera la libertad de expresión ni respeta la dignidad humana.

jueves, 13 de abril de 2017

EL MAGO DE LA BOTELLA


Otra vez frente al Diablo, el corazón acongojado y la botella de aguardiente en la mano.

–Desde el maldito día en que empezaste a beber como un condenado, has perdido la dignidad y el decoro –me regañó el Diablo–. No eres ya el mago de la palabra, sino el mago de la botella.

Me estremecí al oír sus palabras. Suspiré y me quedé callado. Lo miré desde abajo y él me devolvió la mirada con desprecio, mientras sus colmillos, afilados y de blanco esmalte, centelleaban como la ascua de sus ojos. 

–Has llegado al extremo en que tu tufo espanta a la gente y sólo atrae a las moscas –dijo el Diablo, en tanto yo procuraba mantener el gollete de la botella en los labios–. Primero has perdido tu casa y tu trabajo, después a tus hijos y a tus amigos. A tu mujer nunca la perdiste, porque nunca la tuviste. Ella se burló de tus nobles sentimientos y te puso cuernos conmigo. De nada sirvió que le entregaras tu amor y le demostraras tu fidelidad de perro. Ahora es tarde, demasiado tarde. No pararás de beber hasta que la muerte te encuentre tirado en el piso cual un miserable diablillo entre los diablos...

Permanecí callado pero sin derramar lágrimas, aunque sus reproches me dolían en el cuerpo y en el alma, con la misma intensidad con que le duele a cualquiera que no tiene el corazón de piedra ni el puño de hierro.

Aligeré otro sorbo y, moviéndome como la llama de una vela mecida por un soplo, le pregunté entre hipo e hipo:

–¿Y qué debo hacer para dejar la botella y volver a ser el mago de la palabra?

–Debes sobreponerte a tus debilidades, liberarte de los fantasmas del pasado, superar las frustraciones del presente y tender tu mirada altiva en el horizonte del porvenir. Sólo así lograrás vencer las tentaciones del alcohol que, tal cual habrás constatado, son mucho más fuertes que mis propias tentaciones.

–Si me ayudas –supliqué sintiendo que la angustia me devoraba por dentro–, estoy dispuesto a darle un giro a mi vida, desterrar la botella y volver a ser un ratón de bibliotecas; es más, quiero que me conviertas otra vez en el mago de la palabra, aunque tú sabes, en lo más hondo de tu ser, que no soy una maquinaria de palabras, sino un artesano que me rompo las manos para escribir lo poco que escribo, con un esfuerzo que a veces me deja postrado como a todo aquel que padece la enfermedad de las palabras. Pero eso sí, y esto también lo sabes bien, estoy dispuesto a consagrarme como el mago de la palabra, a seguir escribiendo los dictados de la razón y del corazón, y, de pasadita, seguir escribiendo tus dictados que, de un tiempo a esta parte, me traen de cabeza como a un loco de remate. Pero con todo, quiero que conviertas la botella en un tintero y me devuelvas las ganas para continuar escribiendo lo que pienso y siento.

–Si ése es tu deseo, retirarte del vicio y no caer en un tonel sin fondo, así lo haré –dijo el Diablo–. Te concederé tu deseo como el genio de la lámpara maravillosa concedió los deseos de Aladino, pero..., pero con una condición...

–¿Qué condición?

–Que me rindas tributo y no me reclames tu alma, porque tu destino no está ya en tus manos sino en las mías; más aún ahora que convivo contigo noche y día, en tu casa y en tu cuerpo.

–¡¿Cómo?! –retrocedí tambaleante, mirando doble y la botella todavía en la mano.

–Sí –reafirmó el Diablo–. A estas alturas de nuestra relación, tu vida vale más que la mía. Eres mis cinco sentidos y mi voz. Eres mi carne, mis huesos y mi sangre. Además, a diferencia de lo que ocurrió entre Fausto y Mefistófeles, tú no me vendiste tu alma a cambio de conservar una eterna juventud, sino que yo te la arrebaté desde el primer día en que me viste, en mi estado más natural, en la galería principal de la mina en Siglo XX. ¿Recuerdas?..., ¿recuerdas?

Me quedé atónito, cabizbajo, hasta que de pronto, como quien retorna a la sobriedad bañado por un cubetazo de agua fría, reflexioné un instante y repliqué:

–Si la condición para volver a ser el mago de la palabra es que te entregue mi vida y te rinda tributo por el resto de mis días, entonces prefiero seguir siendo el mago de la botella así me cargue la muerte.

–¡No seas pendejo! –gruñó el Diablo, con el rostro encendido como por las llamas del infierno–. ¿Cómo puedes permitir que el alcohol se lleve tu vida? ¿Cómo puedes creer que el mal de borrachera sólo se cura con la muerte? En lugar de vivir cual fantasma errante, agarrado de la botella como un crío de su mamadera, piensa en que si me sigues idolatrando, tendrás lo que andas buscando, no sólo salud, dinero y amor, sino también la capacidad de convertir en literatura todo lo que toques; de desnudar tu alma como los poetas, de transformar tus pensamientos más profundos en metáforas alucinantes, de atravesar los corazones enamorados como los flechazos de Cupido; en fin, serás un mago entre los magos de la palabra y no un pobre diablillo entre los diablos...

Fue entonces cuando me cargué de coraje, alcé el tono de la voz y dije:

–No es el alcohol el que se lleva mi vida, ni el que me roba el alma. Eres tú, solamente tú, quien anda metido en el fondo de la botella como el genio andaba metido en la lámpara de Aladino...

El Diablo me miró por el rabillo del ojo, con un aire de solemne superioridad, y sentenció:

–Si quieres dejar de ser el mago de la botella y volver a ser el mago de la palabra, y seguir escribiendo cada día como si fuese el último de tu vida, ya sabes, no tienes otro remedio que someterte a mis designios y temerme como el siervo le teme al amo, porque quien teme al diablo, no teme a la muerte...

–Quizás sea cierto –dije acercándome hacia él, mientras un sudor pegajoso cundía en la palma de mis manos–. Me rendiré a tus pies y me someteré a tu voluntad, pero sólo hasta que se me rompa la botella y tú desaparezcas de mi vida como por ensalmo.

El Diablo, aunque intentó inclinarse hacia atrás, recibió una repugnante tufarada en el rostro. Luego, malhumorado, frunció el entrecejo en actitud de reproche. Me clavó su mirada diabólica, se restregó las manos ante el fuego de sus ojos y, consciente de tenerme atrapado en sus redes, se dispuso a decirme algo, pero...

En ese instante, cuando la botella se me resbaló de la mano y saltó en pedazos contra el piso, desperté de un sueño alborotado, el cuerpo terriblemente machucado y una resaca pidiéndome a gritos hacer aparecer más botellas destiladas por el Diablo.

sábado, 11 de marzo de 2017


EL NÁUFRAGO

Desde que el náufrago sobrevivió milagrosamente a la tragedia y arribó a la isla a bordo de una pequeña lancha, impulsándose con los brazos como si fuesen remos, los nativos se preocuparon por cuidar de su salud y bienestar. Lo consideraban un ser nacido de las espumas del mar. Incluso le entregaron a una joven mujer para que le diera descendientes y le complaciera en sus más íntimas necesidades.
 
El náufrago, que poseía alma de aventurero y una genuina curiosidad por conocer más de lo debido, se adaptó rápidamente a los usos y costumbres de una comunidad de tradiciones milenarias, cuyos habitantes, cobrizos de piel y recios de cuerpos, aunque sólo tenían un taparrabos como única prenda, estaban ataviados con ornamentos de oro; un material con el que forraban sus templos y en el que fundían la imagen de sus dioses, que eran tantos que incluso algunos confundían sus nombres.

Cuentan que el mismo náufrago, que fue encontrado exhausto sobre las finas arenas de la costa, una noche en que la luna se hundió como un deslumbrante balón entre las encrespadas olas, estaba impresionado de ver a los nativos con tantas joyas, que los convertía en los seres más afortunados de este planeta; una realidad que él jamás soñó ni imaginó cuando se embarcó en la carabela portuguesa, que zarpó del puerto de Lisboa rumbo a tierras desconocidas, y cuyos tripulantes, tras vencer intermitentes huracanes y espesos sargazos, se fueron a pique antes de avistar la isla, que si bien era hermosa, era también en extremo peligrosa.   

Algunas zonas de la isla, aparte de presentar una vegetación tropical, estaban llenas de desfiladeros, pantanos y ciénagas, poco o nada explorados por los propios nativos, que no se atrevían a penetrar en sus entrañas, debido al temor de que en esas tierras, infestadas de bichos inmundos y voraces cocodrilos, pertenecían a una fiera con forma de alacrán, patas con tenazas y una larga cola con la que estrangulaba a sus presas que osaban ingresar en los territorios de su dominio.

El náufrago no tardó en darse cuenta que estaba en una comunidad hecha de mitos y leyendas, donde todos creían en que las serpientes tenían espíritu y las tarántulas eran la reencarnación de las mujeres que abandonaron a sus hijos y maridos, de manera que no era raro que creyeran también en que un pájaro, con características de ave rapaz y vuelo rápido, produjera rayos y truenos antes de que se desatara una endemoniada tempestad capaz de inundar las aldeas y cambiar el curso de los ríos.

No en vano los niños que veían a un animal nocturno, como la lechuza o el murciélago, sobrevolando por encima de la aldea a plena luz del día, imaginaban que podía ser un chamán que se transformó en ese animal durante una sesión ritual en la cual se ponía en contacto con los dioses tutelares y el espíritu de los seres que moraban en el reino de los muertos.

El náufrago, aun sabiendo que las atroces muertes en la isla no se daban por armas de guerra, sino por las tenazas y colmillos de una fiera de aspecto espeluznante, se dejó vencer por la curiosidad y decidió internarse en una de las zonas prohibidas, con la intención de encontrarse cara a cara con esa fiera temida y mitificada por los nativos. Estaba convencido de que él saldría ileso de esa nueva aventura, atenido a que era un mensajero de Dios y que, por eso mismo, era inmune a morir de una manera inusual y despiadada.

El náufrago se endilgó por una boscosa cañada, hasta que llegó a un pantanoso río, donde todo parecía tener vida. Avanzó como si caminara por arenas movedizas, apoyándose en una rama de considerable tamaño y grosor. La fiera, al escuchar sus pasos que parecían chapotear en el fango, se escondió detrás de un macizo tronco, desde donde acechó al náufrago, quien se fue internando más y más en un sitio lleno de alimañas y animales acuáticos, hasta que, de pronto, la fiera se le apareció con una impresionante voltereta, lanzó un espantoso bramido y lo atacó de manera fugaz y violenta. El náufrago, orinándose en los pantalones, empezó a rezar como si las plegarias pudieran salvarlo de la muerte; entretanto la fiera, enseñándole sus colmillos y chasqueando su cola como chicote de caporal, lo sujetó por los brazos y las piernas y le rompió el espinazo con sus tenazas. Después lo jaló a la orilla del río, donde troceó su cuerpo a mordiscos, sacudiéndolo de un lado a otro, mientras la sangre entintaba el agua y los restos de carne saltaban por doquier.

Los isleños más viejos, al enterarse de que el náufrago no retornó de los dominios de la fiera, cuya dentadura era capaz de demoler el esqueleto de un solo mordisco, dedujeron que su espíritu acabó reencarnándose en un enorme cocodrilo, como quien se mete en el interior en un animal salvaje, con el cual no sólo se identifica de manera emocional, sino que también adquiere su aspecto y textura física. Por cuanto había que suponer que el espíritu del náufrago, que dejó de ser lo que era, pasó a convertirse en un animal cuya piel, cubierta de duras escamas desde la cabeza hasta la cola, parecía una armadura protectora hecha de rocas, que sus extremidades pasaron a ser sus patas en forma de paletas y que su boca se le alargó como un hocico forrado de dientes poderosos y afilados.

Uno de los chamanes de la comunidad, atribuyéndose el mérito de haberlo visto durante un trance de alucinación, contaba que el espíritu del náufrago vivía en un río cubierto de una frondosa vegetación, que más parecía una alfombra verde tendida sobre la superficie del agua, que casi siempre estaba echado sobre un montículo de tierra firme como un lagarto petrificado, con la boca abierta y los dientes expuestos a la luz del sol, donde algunas aves, paseándose dentro de su alargada mandíbula, le extraían los insectos y le escarbaban los restos de carne incrustados entre sus dientes. Además, el náufrago, convertido en cocodrilo, no sólo poseía dentadura en su mandíbula inferior y superior, sino también en la cola, en los nudos de las patas y en otras articulaciones del cuerpo.

Cuando se metía en el agua, los demás cocodrilos y animales acuáticos lo trataban como a un hermano. Tenía un fino oído y una visión increíble, pues podía divisar a su presa a varios kilómetros de distancia. Aunque su cuerpo era pesado y se arrastraba con la panza colgada al ras del suelo, podía desplazarse con rapidez en los terrenos pantanosos, empujándose con sus patas cortas, cuyos dedos estaban unidos por membranas que le permitían nadar con la destreza de los palmípedos silvestres.

Cuando detectaba a su presa por medio de las vibraciones y cambios pequeños en la presión del agua, se sumergía con las fosas nasales cerradas y la boca abierta; mientras sus ojos, con el iris color plateado y la pupila vertical como la de los gatos, podían ver con la misma nitidez tanto en el día como en la noche, y su retina, que reflejaba la luz de la luna, hacía que sus ojos brillen en la oscuridad como chispas de fuego.

Si tenía que recorrer distancias largas, adoptaba un paso alto; levantaba el cuerpo del suelo y corría como un lagarto en un terreno pantanoso, y cuando se empeñaba en capturar a su presa, que huía espantada al advertir su presencia, podía galopar y alzarse sobre sus patas traseras, como si relinchara apoyándose sobre su musculosa cola, que, estando metida dentro del agua, le permitía impulsarse como una lanchita a motor, sin apenas hacer ruido ni alborotar la superficie del pantanoso río.

Así fue como el espíritu del náufrago, convertido en un cocodrilo por las fuerzas misteriosas habidas en las zonas prohibidas de la isla, pasó a formar parte de las leyendas de los nativos, quienes contaban que el animal era tan grande que podía engullirse a una persona de un solo bocado.

Decían que era tan peligroso, que apenas la sombra de otro animal, que caminaba por la orilla pantanosa del río, tocaba la superficie del agua, podía ser atrapado por una feroz dentellada y luego ser ahogado debajo del agua. Y si la presa luchaba por sobrevivir, el cocodrilo volvió a emerger a la superficie, donde daba giros de la muerte, retorciéndose hasta que la presa, que se volteaba junto con él de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, terminaba siendo devorado como una miserable salchicha.

Los nativos transmitían por tradición oral la leyenda de que el náufrago, que un día encontró la muerte en las tenazas y colmillos de una temible fiera, y cuyo espíritu se reencarnó en otro animal del pantanoso río, fue el único cocodrilo que sobrevivió al fuego de los volcanes y a los maremotos que modificaron la geografía de la isla desde mucho antes de que los conquistadores europeos se asentaran en las tierras del Caribe. 

jueves, 2 de marzo de 2017


ASTRID LINDGREN, ÍCONO DE LA LITERATURA INFANTIL

La escritora Astrid Lindgren, cuyo nombre completo es Astrid Anna Emilia Ericsson, nació en la granja de Näs, cerca de Vimmerby (Småland), al sureste de Suecia, el 14 de noviembre de 1907. Fue la segunda hija de un matrimonio de campesinos. Su infancia, según sus propias confesiones, fue feliz y estuvo llena de protección, gracias al amor recíproco que hubo entre sus padres a lo largo de sus vidas.

Los hermanos Ericsson, interrumpiendo sus momentos de juego, tenían que ayudar en la granja; una obligación que les otorgó el sentido del deber, la responsabilidad y, sobre todo, la autoestima, al mismo tiempo que disfrutaban del aire libre y de los ejercicios físicos que les exigía la labor agraria. Quizás por eso, Astrid Lindgren, recordando sus años de infancia, consideraba que la vida en el campo le permitió cultivar el cuerpo, la mente y la imaginación.

No cabe duda de que la célebre autora creció entre animales silvestres y carruajes tirados por caballos, tal y como apunta en su libro Mina påhitt (Mis invenciones). Fue en la granja de sus padres que Astrid Lindgren desarrolló una sensibilidad especial hacia la condición humana y la naturaleza; un espíritu ecologista y de respeto hacia la madre tierra que, de manera implícita o explícita, se reflejan vivamente en las páginas de su obra literaria.

Las vivencias como material literario

Está claro que las experiencias de su infancia ensombrecieron cualquier otra experiencia posterior en su vida. Nunca perdió a la niña que habitaba en su interior ni dejó de usar los recuerdos de su infancia como vitales recursos en la elaboración de sus libros, cuyos temas y  personajes, tanto niños como adultos, están ambientados en una naturaleza llena de bosques, lagos y paisajes que, para los lectores no escandinavos, parecen escenas arrancadas de los cuentos de hadas. 

Nunca perdió la referencia de los olores, colores, imágenes, sonidos y sentimientos que experimentó de niña, y su escritura proyecta la misma intensidad y frescura con que un infante descubre el mundo, mientras le encanta trepar a los árboles, subir a los tejados y hacer travesuras junto a los niños del barrio o la escuela. De ahí que no es casual que los lectores de su obra se vean transportados a la época y el lugar donde transcurrió su infancia. Ella recordaba vivamente y con lujo de detalles cómo era ser una niña campesina y cuáles eran sus preferencias y deseos a distintas edades.

Todos sus personajes de ficción –sobre todo Pippi– están dotados de una imaginación y creatividad poderosas, que son dos de los elementos más característicos del desarrollo emocional e intelectual del niño, quien no sólo explora en su entorno para comprenderlo mejor, sino también para representarlo e incorporarlo en su actividad lúdica. Los críticos especializados en su obra coinciden en señalar que la literatura lindgreniana está inspirada en las aventuras y la felicidad de su infancia, que transcurrió en la pequeña provincia de Småland.


Cuando Astrid Lindgren tenía 18 años de edad, su infancia y adolescencia se acabaron tras un inesperado embarazo, pero no por esto dejó de vestirse a la moda, ni dejó de disfrutar del jazz ni dejó de bailar las populares músicas de la época. No deseaba casarse con el padre de su hijo y prefirió considerarse madre soltera. Se dice que fue la primera muchacha en Vimmerby que se cortó el pelo por encima de los hombros en actitud de rebeldía; una conducta que pronto causaría revuelo entre los suyos y despertaría los chismes entre los habitantes del pueblo, obligándola a marcharse de casa y refugiarse en Estocolmo, la capital sueca, donde tomó cursos de mecanografía para convertirse en secretaria y luego trabajar en una oficina. 

Los inicios de una exitosa carrera

En 1934 empezó a escribir historias navideñas y otros textos breves que, luego de meterlos en un sobre, los envía a la redacción de los diarios locales. Astrid Lindgren jamás escribió bajo los dictámenes de la moda o el capricho de un editor, sino empujada por la irrefrenable necesidad interior de expresarse por medio de la palabra escrita.

Escribió su primer libro a los 38 años sobre una niña rebelde, llamada Pippi Calzaslargas, que surgió en los días en que su hija Karin, de siete años de edad, se enfermó de neumonía. Mientras estaba convaleciente, le pidió a su madre que le relatara las fascinantes historias de Pippi Calzaslargas, una huérfana de 9 años que, además de tener una descomunal fortaleza física, vivía con un caballo y un mono como únicos compañeros. Se trataba, en realidad, de una personaje de ficción basada en las experiencias que tuvo la autora en su infancia y cuyas acciones estaban contextualizadas en la pintoresca región de Småland, donde el invierno se llena de nieve, la primera estalla en flores multicolores y el verano exhibe una exuberante naturaleza, con sus lagos de cristalinas aguas, sus casas de madera pintadas de rojo, sus estrechos callejones y sus empinadas calles.

Astrid Lindgren, sin pensar demasiado, plasmó en hojas de papel las fabulosas historias sobre Pippi Calzaslargas, para obsequiárselas a su hija Karin el día de su décimo cumpleaños. Ese mismo año, 1944, como empujada por una fuerte intuición de que su literatura tendría un brillante porvenir, envió el manuscrito a la prestigiosa editorial Ruben & Sjögren, que no demoró en rechazarlo por contener episodios que no se ajustaban a la realidad de los niños suecos y, sobre todo, porque abordaba situaciones controversiales que atentaban contra la moral de quienes estaban educados bajo las normativas de la religión protestante.


La autora no se dejó intimidar por la crítica de los lectores de la editorial y siguió escribiendo historias arraigadas en una rica tradición popular, con muchos chistes, relatos y anécdotas, que ella escuchó en su infancia tanto en su entorno familiar como social, hasta que, tiempo después, se presentó a un concurso de literatura infantil, en el que obtuvo un segundo premio, más la publicación de su primer libro Cartas de Britta Mari. De modo que, entusiasmada por el premio, revisó el manuscrito de Pippi Calzaslargas y lo presentó en 1945 a la misma editorial que lo había rechazado un año antes; más todavía, Astrid Lindgren no sólo logró que se publicara el libro, sino que trabajó como editora en esa misma editorial entre 1946 y 1970, promocionando obras destinadas al público infantil y juvenil.

La trascendencia de su obra

Está por demás decir que su consagración llegó tras la publicación de Pippi Calzaslargas y una serie de libros para niños que, gracias a su singular estilo y calidad literaria, se tradujeron a decenas de idiomas y se vendieron en todo el mundo. En la actualidad, está considerada como una de las escritoras más trascendentales de la literatura infantil del siglo XX.

Los temas de sus libros, lo mismo que sus protagonistas, son irreverentes según los cánones de la educación retrógrada y moralista. No obstante, su narrativa, acorde a las necesidades emocionales y la fantasía infantil, se estableció como una lectura que despertó el interés de los pequeños lectores. Sus protagonistas son, unas veces, fuertes e inteligentes, y, otras veces, débiles y con dudas. En sus libros sobre Pippi Calzaslargas, como en la trilogía Los niños de Bullerbyn (1946), se respira un aire de humor anárquico y una rebeldía contra el autoritarismo familiar y escolar. La autora, consciente de que la literatura es un medio a través del cual puede transmitirse el respeto a los derechos humanos, jamás dejó de manifestar su defensa decidida de los valores de la paz, el ecologismo y el feminismo.

Entre sus obras cabe destacar también la serie de cuatro libros protagonizados por Emil, un niño que vive en una granja y que, en una popular adaptación televisiva, fue rebautizado como Miguel el travieso; la celebradas historia sobre El Superdetective Blomkvist (1946), una saga sobre un niño detective, que contiene reflexiones profundas sobre la relación entre niños y adultos, y otras obras como Karlsson del tejado (1955), Mío, mi pequeño Mío (1954), Vacaciones en Saltkrakan (1964), Los Hermanos Corazón de León (1973) y Ronja, la hija del bandolero (1981), sólo para citar algunas.


Sus obras le ganaron prestigio internacional y le hicieron merecedora del Premio Hans Christian Andersen, considerado el Nobel de Literatura Infantil y Juvenil, en 1958; recibió el galardón Nils Holguerson, en 1950; el Premio Nacional de Literatura de Suecia, en 1957; la Medalla de Oro de la Academia Sueca, en 1971; el Premio de la Paz, otorgado por los libreros alemanes; el Premio Internacional del Libro de la UNESCO, en 1993; el Premio Right Livelihood, llamado también Premio Nobel Alternativo, que concede el parlamento sueco, en 1994.

Una fundación en su memoria

Astrid Lindgren falleció de una infección viral el 28 de enero de 2002, en su casa ubicada en Dalagatan, en un céntrico barrio de Estocolmo, donde vivió desde los años 40 de la pasada centuria. Poco después de su deceso, su residencia se convirtió en museo y lugar de atracción turística, lo mismo que la casa donde nació, en Vimmerby, cuyos barrios y campos fueron los escenarios donde trascurrió su infancia y adolescencia, y que hoy son mundialmente conocidos, debido a que en este sureño pueblo de Suecia tienen su medio de acción la mayoría de los personajes de su vasta y magnífica obra literaria.

Asimismo, el gobierno sueco decidió instituir un premio en su memoria, destinado a destacar a los escritores, narradores orales, promotores de lectura e ilustradores de Literatura Infantil y Juvenil de todos los países del mundo. El premio Astrid Lindgren Memorial Award (ALMA), administrado por Kulturrådet (Consejo Nacional de Cultura) desde 2002, asciende a los cinco millones de coronas suecas, que anualmente se otorga a los premiados en la ciudad de Estocolmo, con la presencia de destacadas personalidades del ámbito cultural y literario. 

lunes, 27 de febrero de 2017


LO MÁS IMPORTANTE

Si alguien me preguntara: ¿Qué es lo más importante en tu vida? La respuesta sería concluyente: Las cosas más cercanas, entrañables y sencillas; por ejemplo, mi madre que me trajo al mundo y me orientó durante los primeros años de mi vida, que me dio su aliento en los momentos difíciles y me invitó sus sabrosas comidas, que eran como para chuparse los dedos; mis hermanos que me brindan su apoyo cuando se los pido, mis hijos que me arropan con su cariño y alegría en mis horas de tristeza, mis amigos que siempre están ahí cuando más los necesito; mi padre que, sin ser carpintero de oficio, construyó con sus manos la cama donde duermo, la silla donde me siento y el estante donde están mis libros.

Y como todo individuo acostumbrado a la vida gregaria, a convivir con la comunidad y la familia, necesito del apoyo decidido de la persona que, en las buenas y en las malas, está siempre a mi lado. En este caso, mi compañera sentimental es más importante que todos los gobiernos del mundo, ya que ella no sólo me proporciona confianza y seguridad, sino que, además, me ofrece su amor incondicional que es el bien más preciado al que aspira todo ser humano.

Los gremios de segunda categoría

Fuera y dentro de las cuatro paredes de mi hogar, aunque muchos opinen lo contrario, necesito los servicios de los llamados profesionales de los gremios de segunda categoría. Es decir, puedo prescindir de los cirujanos, abogados, arquitectos, matemáticos e ingenieros, pues a ellos los necesito menos que a la caserita del mercado, al cocinero, sastre, panadero, peluquero, tendero, zapatero, cerrajero y otros que, sin lucir rimbombantes rótulos en sobre el pecho, suelen ayudarme a resolver los problemas más frecuentes y cotidianos.

No tengo la costumbre de medir a los profesionales por los años que se quemaron las pestañas estudiando, aquejados por la enfermedad de la titulitis, todo por conquistar un papelito o diploma que les concede un título profesional, con la esperanza de mejorar su estatus social y económico en una sociedad competitiva y materialista, hecha a golpes de categorías, clasificaciones y discriminaciones.

En un país dividido entre unos que tienen mucho y otros que tienen poco, donde el nacimiento de un hombre es más celebrado que el nacimiento de una mujer, el ser humano no vale tanto por lo que es, sino por lo que tiene: un título profesional, un inmueble confortable, un automóvil de lujo y una sagrada familia. No en vano reza el dicho popular: Tanto tienes, tanto vales. De modo que allí donde hay higos, hay amigos, y donde no hay higos, hay sólo enemigos.

De artistas y artesanos

Si de categorías profesionales se habla, para mí se sitúan en la cúspide aquellos que, tradicionalmente, están en la base de la pirámide social, como el carpintero que es un artesano de maravillosas manos, que aprendió las técnicas de su padre desde que se inició como aprendiz. Sin embargo, aunque algunos lo llaman maestro, sigue siendo un simple artesano, así su talento y experiencia lo conviertan en un artista consumado.

En Bolivia, como en otros países donde reina la escala de valores del mejor y del peor, es común subestimar al profesional que carece de un diploma académico; pero si un europeo o norteamericano hace lo mismo que el artesano boliviano, es considerado artista, así no interprete lo real o plasme lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos, sonoros u otros medios de las llamadas bellas artes, ya que el artesano, conforme a la definición del Diccionario de la Real Academia de la Lenguas Española, es quien ejercita un oficio meramente mecánico y hace por su cuenta objetos de uso doméstico imprimiéndoles un sello personal, a diferencia del obrero fabril.

Si pienso de este modo será porque no estoy de acuerdo con las categorías que separan a los unos de los otros según el título profesional que ostentan, o, quizás, porque estoy hecho más de cosas pequeñas que de cosas grandes. De ahí que los artesanos de oficios varios son imprescindibles en mi vida, que es similar a la de los ciudadanos de a pie, que requieren más de los profesionales de los gremios de segundas categoría, porque comen y beben todos los días, pero no todos los días asisten a una clínica quirúrgica ni todos los días mandan a construir una casa.

Todos somos igual de importantes

No sé si estoy equivocado en mis apreciaciones, pero sostengo que todos los ciudadanos somos igual de importantes para la colectividad en la que vivimos, siempre y cuando contribuyamos en ella con lo que mejor sabemos hacer, independientemente del tipo de profesión que ejerzamos en la vida pública, donde nadie está por demás y donde todos somos necesarios para resolver los múltiples problemas que aquejan a hombres y mujeres, a niños y adultos.

Considero, asimismo, que el progreso de una nación se alcanza con empatía y solidaridad, pensando más en el bienestar de los otros que en el bienestar de uno mismo, pues no es lo mismo servir al país que servirnos del país. Y, aparte de lo señalado, lo más importante es que cada uno de los individuos unamos nuestras fuerzas e iniciativas para forjar una sociedad donde todos podamos vivir en armonía, respetando los principios de los Derechos Humanos y la democracia participativa, habida cuenta de que nuestras diferencias, si nos lo proponemos de manera consciente, podrían complementarse y convertirse más en ventajas que en desventajas, ¿o qué opina usted, atento lector?  

viernes, 24 de febrero de 2017


EL INTENDENTE MUNICIPAL DE LLALLAGUA

Cuando retorné a la ciudad de Llallagua, después de muchos años de ausencia, vi en todos los noticieros de la televisión local la imagen de un hombre uniformado, que respondía al nombre de Arturo Bautista. Poco después me enteré de que era el intendente municipal, quien se ocupaba de organizar operativos para controlar el ordenamiento del tráfico vehicular y la calidad de los alimentos en los mercados; una actividad que, a su vez, consistía en reubicar a los vendedores ambulantes y minoristas en nuevos campos feriales, para evitar que realicen su actividad comercial allí donde los peatones tenían dificultades para transitar de un lado a otro, ya que tanto los transportistas como los comerciantes avasallaban arbitrariamente las aceras y calzadas.

Un personaje visible en la ciudad

Desde aquella primera ocasión en que lo vi en la pantalla chica, se me hizo una costumbre verlo casi todos los días en los noticieros, informando sobre las peripecias de su trabajo a los pobladores, quienes, de tanto verlo y escucharlo, lo conocen como si fuera un miembro más de su familia, así no sepan cuántos años tiene y en qué calle vive, si tiene o no familia, si disfruta de algún pasatiempo fuera de su trabajo y si está o no conforme con su labor de intendente municipal.

Arturo Bautista, como todo funcionario del orden público, lleva una libreta de apuntes en el bolsillo y una cartilla con las ordenanzas bajo el brazo; luce la seriedad de una autoridad con potestad y está siempre ataviado con su uniforme de “policía municipal”, para que no lo confundan con cualquier hijo de vecino. Aunque en su caso, no creo que nadie lo confunda con el cartero, el heladero o el oficial de la Escuela de Policías, habida cuenta de que, de tanto aparecer en los informativos de la televisión local, se ha convertido no sólo en un personaje visible, sino que también en una parte del ornamento de la ciudad, donde brilla con su presencia, su inconfundible uniforme de color azul, engalanado con sus inscripciones bordadas en el brazo y el pecho de su chamarra, la gorra con visera calada hasta las cejas y la mirada al acecho de los infractores.

Siempre que se lo ve merodeando por plazas y calles, unas veces solo y otras junto a sus compañeros de la Intendencia, causa revuelo entre los infractores reincidentes que, apenas lo divisan a la distancia, se ponen con los nervios de punta y esconden la cabeza como el avestruz, en un intento por esquivar el control de los intendentes, porque saben que ellos, que son las máximas autoridades del orden público, tienen carta blanca para hacer cumplir las ordenanzas municipales con todo el peso de la ley.

Con las ordenanzas municipales en mano

El amigo Arturo Bautista, en cumplimiento de sus atribuciones, intenta socializar y aplicar a raja tabla las normas de urbanismo establecidas por la Intendencia, que es el brazo operador del Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua, no sin antes discutir con los comerciantes, transportistas y propietarios de locales de expendió de comidas y bebidas alcohólicas que, como en acto de desacato y rebeldía, incumplen olímpicamente las ordenanzas municipales, como si estuvieran en tierra de nadie, donde no impera la ley sino el libre albedrío.

Una tarde, mientras el autotransporte hacía de las suyas en la Plaza 6 de agosto, lo detuve en seco y, extendiéndole la mano amiga, lo felicité por su encomiable labor. Él apretó mi mano y me agradeció por el gesto.

–Así estés rodeado de varios enemigos entre los transportistas y comerciantes, puedes contar con mi apoyo y solidaridad –le dije con franqueza–. Yo pienso también que es necesario imponer el orden, la limpieza y el reordenamiento vehicular…

Él asintió con un movimiento de cabeza y, despidiéndose de prisa, como estresado por el cumplimiento del deber, prosiguió su camino calle abajo, con un montón de tareas pendientes, como controlar el comercio informal, inspeccionar el tráfico vehicular, supervisar el precio y la calidad de los alimentos, para garantizar la inocuidad alimentaria de la población que, acéptese o no, es la más favorecida por la acción de la unidad de la Intendencia municipal.
   
Sin embargo, para cualquiera que ande y desande por las calles principales de Llallagua, parece que de nada sirve el haber socializado las ordenanzas municipales, el haber concientizado a los comerciantes y conductores de autos “chutos”, ya que la anarquía y el desorden siguen a la orden del día, ante la mirada pasiva de los ciudadanos de a pie.

Los operativos en calles y mercados

Arturo Bautista, que controla las calles en horario diurno y nocturno, da la impresión de tener la mano dura y ser dueño de una personalidad insobornable, aunque en el fondo de su alma es un ser sencillo y sensible. Si actúa de manera implacable es simplemente por cumplir con su trabajo, que está respaldado por las ordenanzas municipales que deben cumplirse por las buenas o por las malas.


Sus operativos tienen la finalidad de poner orden en la ciudad, limpiando las calles de vendedores que ejercen el comercio informal y exigiendo orden en el tránsito vehicular, para que los peatones, tanto niños como adultos, tengan mayor espacio para movilizarse de una calle a otra y de una acera a otra. Y no como ocurre ahora que, tanto los conductores como los tenderos, obstruyen el paso de los peatones, quienes tienen que pelearse cotidianamente con los transportistas y comerciantes, que congestionan el espacio público como si fuese su propiedad privada y no un bien colectivo de toda la población.

Los miembros de la Intendencia, que no hacen otra cosa que exigir disciplina, higiene y responsabilidad, son los más criticados y vilipendiados por transportistas y comerciantes, que no dudan en agredirles verbalmente, como una forma de poner resistencia a la incautación de sus productos comerciales o negarse a pagar las sanciones pecuniarias, que les duele en el bolsillo y en el alma, aun sabiendo que su modo de proceder infringe la normativa municipal y que se merecen una sanción estipulada por ley.

Controles “sorpresa” en locales clandestinos

En cierta ocasión, cuando le hicieron una entrevista en uno de los canales de la televisión local, Arturo Bautista contó que durante ese día realizaron un control “sorpresivo” del manipuleo de los alimentos y el estado de los mismos. Demostró, con pruebas contundentes en la mano, que decomisó algunos productos que no contaban con el registro sanitario y tenían la fecha de vencimiento caducada. Habló con voz dubitativa y con un gesto que denotaba cierta desilusión, lo que me hizo suponer que no tuvo un buen día ni una tarea fácil, y que se ganó más enemigos entre los comerciantes, quienes son capaces de vender incluso piedras del río como si fueran piedras preciosas.

Cuando un día lo encontré en la terminal de autobuses, sin su uniforme de “policía municipal”, lo aborde por la espalda y aproveché para reiterarle mis agradecimientos por la tesonera labor que realiza contra viento y marea. Él se sorprendió al verme y me contó que estaba con permiso del trabajo. Fue entonces que le pregunté en son de broma:

–Dime una cosa, Arturo. Si todos los días te buscas tantos insultos y enemigos entre los infractores de la ley, ¿qué te dice tu esposa cuando llegas a casa? Supongo que no siempre estás de buen humor, ¿verdad? ¿O las broncas te las haces pagar con ella?...

Él, asediado por mis preguntas, se limitó a esbozar una sonrisa amable, dio un paso atrás y nada me contestó.

En una población en constante crecimiento demográfico, es normal que proliferen los bares clandestinos y las cantinas nocturnas, que funcionan sin licencia en las zonas periféricas de la ciudad, donde los jóvenes, bajo los efectos de las bebidas espirituosas, protagonizan escenas de escándalo y hasta de violencia desenfrenada. Es entonces que la unidad de la Intendencia desata una “batida” en bares y cantinas. De las inspecciones “sorpresas” no se salvan las discotecas ni los karaokes que tienen las puertas abiertas hasta altas hora de la noche; cuando en realidad, según reza la ordenanza, está prohibido que los locales de servicio público atiendan a los clientes después de las once de la noche.

Una labor para precautelar la salud ciudadana

Si la unidad de la Intendencia, en sus regulares recorridos, más conocidos como “peinados”, encuentra a un propietario que no cuenta con su licencia de funcionamiento legal otorgado por el gobierno municipal, pasan a requisar el local de rincón a rincón y, si por alguna casualidad detectan bebidas alcohólicas adulteradas y de dudosa procedencia, no vacilan en confiscarlos para preservar la seguridad de los consumidores que, muchas veces, por falta de control, se vacían las botellas de “veneno” entre pecho y espalda.

Arturo Bautista, en su afán por mejorar el sistema administrativo de los comerciantes y precautelar la salud de la ciudadanía, realiza operativos de inspección en los mercados en los que, casi siempre, encuentra productos alimenticios en mal estado, que son una verdadera amenaza contra el bienestar de los consumidores; al menos, si nos atenemos a las determinaciones de las instituciones encargadas en el verificativo del control de los productos alimenticios. Por si fuera poco, en estos operativos no están libres del control ni las balanzas; si las encuentran descalibradas o “robadas”, debido a que las vendedoras tienen el objetivo de ganar un poco más a costa del desequilibrio, las decomisan hasta que las vendedoras se comprometen a no volver a vulnerar las ordenanzas emitidas por la Alcaldía.  

No pocas veces se lo vio inspeccionar restaurantes y puestos de comida ligera. Si éstos presentan un ambiente insalubre, falta de higiene en la manipulación de los alimentos o cocinas en pésimas condiciones, decomisa las ollas, platos, vasos y utensilios que no cumplen con los mínimos requisitos de salubridad. Y para que nadie le reclame por los objetos decomisados, creyendo que él y sus colegas se los llevan a casa o los venden en un “mercado negro”, Arturo Bautista convoca a la prensa para demostrar que los mismos son reducidos a nada por las ruedas de un camión de alto tonelaje.

Un ejemplo como funcionario municipal

El intendente Arturo Bautista, al margen de ser persona reservada y hasta reticente, da la impresión de ser un empleado público honesto, modesto e insobornable, como muy pocos individuos en una sociedad atravesada transversalmente por la corrupción y la desidia. Es, sin lugar a dudas, uno de los pocos funcionarios municipales que cumple con su deber a pie juntillas, sin esperar que nadie lo alague ni lo premie. Lo importante es hacer cumplir las sanciones estipuladas por el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua, acomodándose a la altura de quienes, en las buenas y en las malas, haga calor o haga frío, están siempre dispuestos a emprender una batalla para que el municipio tenga un aspecto más atractivo y presentable.

Por lo demás, desde el día en que nos conocimos en persona, nos saludamos cada vez que nos cruzamos en la calle, como si fuésemos dos viejos amigos, dos Quijotes empeñados en seguir luchando contra molinos de viento. No será fácil reordenar el comercio ni el transporte, pero tampoco será imposible. Todo dependerá de que todos y cada uno de los pobladores hagamos conciencia de que una ciudad ordenada y limpia es siempre un poquito mejor que una ciudad desordenada y sucia.