sábado, 25 de junio de 2016


PALABRAS DE UN FICTICIANO ENCANTADO

La publicación de mi libro Fugas y socavones, lanzada por la editorial mexicana Ficticia, como el décimo volumen de la Colección Biblioteca de Cuento Anís del Mono, ha sido una buena ocasión para enlazar amistad con algunos amigos y reencontrarme con un México que, desde mi primera visita en 1984, no dejó de sorprenderme ni maravillarme.

La presentación del mencionado libro, tanto en el Centro Cultural El Nigromante en San Miguel de Allende como en la Casa del Libro de la UNAM, me permitió compartir opiniones y emociones con varios escritores que, aparte de su cordialidad y entusiasmo desmedido por el arte de la palabra escrita, tenían un vivo interés por la literatura de quien, a pesar de vivir en Suecia desde hace más de dos décadas, insiste en re-crear historias ambientadas en el altiplano boliviano.

Por eso mismo, estando ya de retorno en Estocolmo y en medio del frígido invierno, siento la necesidad de manifestarles mis agradecimientos, para que las palabras no se me escapen de la memoria y para evitar que mi hondo sentido de gratitud no se esfume en las penumbras del tiempo.

No era mucho lo que pensaba decirles, salvo lo sustancial como para quedarme con la conciencia tranquila y el regusto de saber que mi puño obedeció al dictado del corazón, como cada vez que me siento impulsado a manifestar las ideas que brotan desde lo más hondo de mi ser. 

He aquí, pues, las confesiones de un ficticiano encantado que, debido a las premuras del tiempo y los imprevistos de las circunstancias, no llegó a pronunciar las siguientes palabras:

La primera vez que escuché hablar de una ciudad virtual llamada Ficticia, no pensé dos veces en aventurarme en ella y, hechizado por sus fascinantes historias, me sujeté al timón de mi nave literaria y zarpé desde la Thulle de los vikingos. Navegué por la Red rumbo a la ciudad que ofrecía más riquezas que El Dorado, hasta que desembarqué en el Puerto Libre, con más ilusiones que las llevadas por Colón en sus carabelas y por Cortés en las alforjas de su caballo. La travesía, fraguada por las aventuras de la imaginación, se tornó en una verdadera odisea, pues llegué atado al mástil como Ulises, rehuyendo las voces encantadoras de las sirenas poéticas, quienes quisieron desviar mi rumbo, quizás, para evitar que compartiera con ustedes mi amistad y mis cuentos templados en los yunques de la realidad y la fantasía.


Como todo visitante, llegado de allende los mares, encontré en esta urbe moderna, secular y cosmopolita, una serie de niveles, zonas y recintos habitados por los fantasmas de la inventiva, y cuyas columnas y ventanas, expuestas a cielo abierto como las calzadas de la grandiosa Tenochtitlan, conducían al visitante de link en link, cautivándolo con el esplendor de su grandeza y su belleza, y con algunos cuentos que, una vez transmitidos por medios electrónicos, constituían motivos de asombro y maravilla.

Estando con ustedes constaté que no nos reuníamos como nuestros antepasados, alrededor del fuego ni en la boca de las cavernas, sino en una tertulia inolvidable, con bebidas espirituosas que, sabiendo tan exquisitas como el anís del mono, nos otorgaban la gracia de entrar en el reino de Dionisos, con la misma levedad con que Alicia ingresó al país encantando a través del espejo.

Ya se sabe que Ficticia, según refieren los mitos y leyendas, era un pájaro que concedía inmortalidad y procuraba dotes de narrador a quien lograba atraparlo en el sueño o en la realidad. Se cuenta que esa rara avis, que los aztecas comparaban con sus deidades ancestrales, lucía un plumaje de encendidos colores y una voz que, templando los violines del corazón, embelesaba también a los más diestros cuenteros, quienes enmudecían alrededor del fuego, donde se daban cita, noche tras noche, algunos seres ávida de escuchar cuentos de encantos y espantos.

Ahora, convertido en ciudadano honorable de Ficticia, me siento feliz de formar parte del concilio, de ese selecto grupo de ficticianos a la cabeza del cuentista y taurómaco Marcial Fernández, la fotógrafa Mónica Villa, el mago en cibernética Raúl José Santos y el cartógrafo y futbolista fanático Diego García del Gállego. Me siento feliz porque sé que Ficticia, gobernada por el dios lector, es una ciudad construida con más precisión que la mítica Babilonia y con tantos cuentos como los que conservó entre sus ruinas la biblioteca de Alejandría. Pero algo más, Ficticia, como toda ciudad virtual, exenta de cortinas de hierro, muros de Berlín y murallas chinas, tiene la virtud  de agruparnos a los ficticianos del más aquí y del más allá, con el único propósito de compartir lo que vimos y oímos, lo que pensamos y sentimos, lejos de la absurda noción de fronteras y del vocinglero chauvinismo, pues en esta comunidad literaria, a diferencia de lo establecido por el imperio de la globalización, se respeta la diversidad de voces, razas, credos y culturas.

En Ficticia se formó un rico mosaico multicultural y se erigió un templo mayor, donde actualmente se conjugan intereses comunes y donde todos, o casi todos, nos miramos la imagen en el espejo del otro; más todavía, Ficticia, como bien reza en su acta de fundación, no tiene afanes de lucro, salvo poner a salvo uno de las joyas más preciadas de la narrativa como es el cuento, una verdadera pieza de orfebrería cuando el artesano palabrero sabe trabajarla con la maestría de un joyero. No cabe duda, el cuento es -y será- el diamante labrado entre las piedras preciosas del cofre literario.

Por lo demás, ahora que pertenezco legítimamente a la comunidad de Ficticia, debo agradecerles por haberme acogido con los brazos abiertos, puesto que al retornar a la tierra de los vikingos, con el corazón agitado como un caballo al galope, me traje el recuerdo de un sueño convertido en realidad, un hermoso libro editado en la colección Biblioteca de Cuentos Anís del Mono y, algo que es fundamental en la vida, la sincera promesa de unos amigos que están dispuestos a conservar la amistad a pesar del tiempo y la distancia, poniendo en jaque a la indiferencia y procurando, una vez más, que la realidad supere a la fantasía.

Foto: De Izq. a der. Armando González, Víctor Montoya, Marcial Fernández y Leo Eduardo Mendoza.

viernes, 24 de junio de 2016


LAS FOGATAS DE SAN JUAN

Una ama de casa en el distrito minero de Siglo XX, que perdió a su marido en la masacre de San Juan, deseó, todos los días y todas las noches, la muerte del general René Barrientos Ortuño, hasta que una tarde, al escuchar el informativo en radio La Voz del Minero, se anotició del trágico fallecimiento del dictador tarateño. Entonces su alegría no conoció límites y saltó en el aire como una niña. Se quitó el delantal y corrió hacia la calle, donde levantó las manos al cielo y, con lágrimas de felicidad estallándole en los ojos, gritó a pulmón lleno:

–¡Ha muerto el dictador! ¡Ha muerto el dictador!...

La gente no tardó en aglomerarse alrededor de ella, quien no cesaba de gritar, con la mayor emoción de su alma, que el dictador había muerto como ella lo deseó desde la madrugada en que acribillaron a su marido.

–¡¡¡Ha muerto el dictador!!! –exclamaron los presentes, abrazándose con efusiva algarabía, como cuando se gana el mayor premio de la lotería.

En efecto, aquel domingo 27 de abril de 1969, cuando el helicóptero del dictador levantaba vuelo en la quebrada de Arque, donde arengó contra los Castro-comunistas y defendió el pacto militar-campesino, la hélice se enredó en el cable del telégrafo y el helicóptero, luego de dar giros como un moscardón herido, cayó envuelto en llamas. Así acabó el dictador, calcinado en la misma nave que le obsequiaron sus asesores del Norte.

Ese mismo día, en que la noticia generó desmesuradas especulaciones, no faltaron las amas de casa que, como en una fiesta de comadres, hicieron correr la voz de que el general René Barrientos Ortuño murió como ellas lo desearon: devorado por el fuego de las fogatas de San Juan, como si se hubiese cumplido un sueño premonitorio, que todas incubaron en lo más profundo de su corazón.

–Barrientos ha muerto en su ley –dijo una voz en medio del tumulto–, viajando por el aire como todo militar de aviación.

–¡Cierra el pico, carajo! –se impuso otra voz–. No ha muerto en su ley, sino en un horno crematorio, como deben morir los enemigos del pueblo.

Para las amas de casa, que perdieron a sus seres queridos en la masacre de San Juan, el dictador no era el “General del Pueblo”, sino el “General de la Muerte”; el mismo milico que ordenó a sus subalternos, armados hasta los dientes, meter bala a sangre fría en Llallagua y Siglo XX.

Así fue como en la madrugada del 24 de junio de 1967, los uniformados del Ejército, deslizándose como perros de caza por las laderas del cerro, cercaron los campamentos mineros, donde se suponía que estaban los extremistas de izquierda, listos para encender la chispa de la lucha armada y sumarse a la guerrilla de los barbudos en Ñancahuazú.

El general René Barrientos Ortuño, decidido a  gobernar el país con mano de hierro, sabía que la mejor manera de liquidar a los subversivos era con el lenguaje de las armas. Por eso sus escuadrones de la muerte, amparados por la oscuridad y aprovechándose de la festividad de San Juan, abrieron fuego desde todos los frentes, mientras hombres, mujeres y niños caían como muñecos ensangrentados sobre el rescoldo de las fogatas de San Juan.

Eso sí, lo que no sabía el dictador, que tenía más muertos en su conciencia que galones en su uniforme militar, era que todas las fechorías se pagan en la vida, como él pagó sus crímenes el día en que su helicóptero se precipitó como una flameante antorcha, al mismo tiempo que una misteriosa voz le repetía: ¡Quien a fuego mata, a fuego muere!  

–¡El dictador ha muerto! –repitieron todos al unísono, sumándose al coro de gritos, que empezó con un solo grito, el grito de una ama de casa, quien escuchó la noticia por radio La Voz del Minero, sin sospechar que su grito de júbilo, al cabo de un tiempo, se transformaría en una marea de gritos apoderándose de Llallagua y Siglo XX.

La alegría era tan grande que, en el seno de las familias mineras, la luz de la esperanza volvió a filtrarse en sus vidas y los sueños de libertad volvieron a florecer en sus corazones, con la misma intensidad con que las amas de casa, en actitud de venganza por la masacre, le desearon la peor muerte al dictador: arder como los troncos arden en las fogatas de San Juan. 

lunes, 6 de junio de 2016


PATRIMONIO HISTÓRICO DE LOS MINEROS EN SIGLO XX

Estar en la histórica Plaza del Minero de Siglo XX, donde se rememora el glorioso pasado del movimiento obrero, implica situarse en un escenario que reúne todas las peculiaridades de un verdadero patrimonio histórico, que debe conservarse para la posteridad, como parte de la memoria colectiva de los trabajadores del subsuelo y como un monumento vivo de las luchas sociales que tuvieron lugar en este espacio abierto entre el edificio sindical y los campamentos mineros.

En este territorio de hombres y mujeres valientes, que ofrendaron sus vidas a la causa de los oprimidos que, desde la época de la industrialización minera, que introdujo un sistema de explotación de carácter capitalista, se organizaron los sindicatos para defender sus intereses de clase, convencidos de que la lucha contra la injusticia social y la pobreza estremecedora sólo sería posible mediante un programa de reivindicaciones socioeconómicas, como instrumento político del pensamiento ideológico y la unidad monolítica de los trabajadores.

En esta Plaza del Minero, testigo mudo de la larga tradición del sindicalismo revolucionario, se forjaron los mejores líderes del proletariado nacional y, desde el balcón del edificio sindical construido en piedra labrada, se pronunciaron discursos incendiarios contra la oligarquía minero-feudal, las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales, al son del estridente ulular de la sirena instalada en la parte superior del edificio, que servía para despertar a los obreros que ingresaban a trabajar en primera punta, para convocar a las marchas y asambleas y, como si fuera poco, para alertar a las familias mineras en épocas de represión política, masacres e intervenciones militares.

En esta plaza repleta de obreros, amas de casa, estudiantes y fuerzas vivas de la población de Llallagua, se trazaron los lineamientos estratégicos que debían seguir las bases para liberarse de la opresión imperialista. En esta plaza zumbaba el aire cada vez que detonaban los cachorros de dinamita y desde esta misma plaza se transmitían al vivo, a través de los micrófonos de Radio la Voz del Minero, los acontecimientos que se ponían al rojo vivo, mientras el clamor popular, entre pancartas y consignas de protesta, reafirmaba la decisión de luchar contra los gobiernos hambreadores y vende patrias.

Sin embargo, esta misma plaza, donde se erige el majestuoso monumento al minero, portando la perforadora en una mano y el fusil en la otra, existe menos lucidez que en los años dorados del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, ni siquiera el busto de César Lora y el monumento de Federico Escóbar Zapata, que representan la grandiosidad de los dirigentes revolucionarios de otros tiempos, ponen a salvo todo el legado histórico que se heredó a lo largo de un siglo. Todo parece indicar que las brumas del olvido, que se aproximan sigilosamente desde más allá de los cerros, están dispuestas a esconder bajo sus fúnebres mantos los símbolos más emblemáticos de la heroica clase obrera.

No es casual que esta situación de olvido responda, en gran medida, a la desidia de las autoridades ediles de este distrito minero y a la amnesia colectiva que, sin quererlo o sin saberlo, suele borrar los vestigios históricos de la memoria. Lo más grave es que esta plaza, que debía conservarse como un patrimonio histórico de los mineros en la región, corre el riesgo de convertirse en un simple mercado de enseres y artículos de compra-venta, sin considerar que aquí se concentraban los trabajadores en apoteósicas asambleas, que aquí se libraron batallas enconadas contra los guardianes de la oligarquía y que aquí se perpetraron masacres durante las dictaduras militares.


Siempre que uno retorna a esta plaza, atraído por la fuerza telúrica de su glorioso pasado, siente que el tiempo pasó de manera inexorable y que muchas cosas cambiaron desde el nefasto DS. 21060. Por ejemplo, da pena que los edificios de arquitectura moderna, levantados cerca del edificio sindical, se ciernan como gigantes espectros de ladrillos y cristales detrás del monumento al minero, pero da mucha más pena que las casetas de los comerciantes estén a punto de invadir los predios de la Plaza del Minero, con sus variados productos expuestos ante los transeúntes que pasan y repasan como si estuviesen en una calle cualquiera de una población cualquiera.

Aunque los guardianes de este patrimonio histórico aconsejan a las autoridades ediles no ceder ante la presión de los comerciantes, que privilegian sus intereses mezquinos en desmedro de los intereses colectivos, lo cierto es que los rentistas mineros, los miembros de la Federación Sindical de Trabajadores de Bolivia (FSTMB) y los ejecutivos de la Central Obrera Boliviana (COB), no deben bajar la guardia ni dar un paso atrás en su posición de resguardar los bienes de la clase obrera, que hoy constituyen una suerte de reliquias que se consiguieron con sacrificio, sangre y sudor.

En consecuencia, y sin mayores explicaciones ni preámbulos, es lógico deducir que esta plaza, lejos de convertirse en un centro del comercio informal y caótico, debe conservar su estatus de PATRIMONIO HISTÓRICO DE LOS MINEROS EN SIGLO XX. Toda opinión contraria a este sincero deseo compartido por los ex trabajadores de este combativo distrito del norte de Potosí, será considerada como un flagrante atentado contra la memoria histórica del movimiento obrero boliviano. 

viernes, 27 de mayo de 2016


PRESENTACIÓN DE LA REVISTA FUENTES

La revista FUENTES, con los auspicios del Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional y el Archivo Regional Catavi del Sistema de Archivo de COMIBOL, será presentada el viernes 20 de mayo, a Hrs 10:00, en el Salón de Espejos del Gobierno Autónomo Municipal de Uncía, con la partición del responsable de la publicación, Luis Oporto Ordóñez, el escritor Víctor Montoya y el burgomaestre Eduardo Patty Condori. El solemne acto contará también con la presencia de varias personalidades del ámbito político, social y cultural de la población de Uncía.

El número 42 de la revista FUENTES, editada bimestralmente por la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, destaca en sus páginas al médico y escritor chuquisaqueño Jaime Mendoza, quien vivió, a principios del siglo XX, en los centros mineros del norte de Potosí, donde trabajó como galeno en el hospital de la Empresa Minera de Simón I. Patiño y donde escribió su renombrada novela En las tierras del Potosí, cuya primera edición fue prologada por Alcides Arguedas y publicada en España en 1911.

La extensa crónica La casa de Jaime Mendoza en Uncía, que lleva la firma del escritor Víctor Montoya, nos ubica, desde una perspectiva personal, en la población donde residió Jaime Mendoza junto a su familia, relatándonos las circunstancias en las que pergeñó sus obras literarias y realizó sus investigaciones en el ámbito de la medicina, historia y geopolítica bolivianas.

Jaime Mendoza Gonzáles (Sucre, 1874 -1939), impulsado por su vena humanística y sus ideales al servicio de la justicia social, fue el primer escritor boliviano que incursionó en el llamado realismo social, abogando a favor de los trabajadores del subsuelo, quienes sufrían una despiadada explotación bajo un sistema de producción capitalista, que la empresa Patiño Mines and Enterprises Consolidated estableció en Uncía y Llallagua.

Jaime Mendoza, además de ejercer su profesión de médico, realizó varias labores sociales adicionales, como promover la creación de hospitales, centros deportivos y escuelas para los trabajadores y sus familias, que vivían en condiciones deplorables y sin más consuelo que la esperanza puesta en un futuro mejor; es más, la obra de este prolífico y polifacético autor, que refleja el antagonismo de las clases sociales y el dramatismo humano en el macizo andino, lo convierte en uno de los referentes fundamentales de la literatura de ambiente minero.

Tras su sentida muerte, acaecida el 26 de enero de 1939, tanto su ciudad natal como las poblaciones de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí fueron las herederas de un significativo legado cultural, que en la actualidad constituye una suerte de patrimonio intelectual a través de varias instituciones médicas y educativas que llevan su nombre a modo de perpetuar su memoria. No es menos importante la construcción de la Diagonal Jaime Mendoza, cuya carretera asfaltada unirá a varios departamentos que él mismo recorrió a lomo de mulas y caballos en su época, consciente de que el desarrollo integral del país dependía de la construcción de una conexión vial entre las tierras de oriente y occidente.

Cabe mencionar que en este mismo número, de 122 páginas diagramadas con esmero estético e ilustradas a todo color, se registran otros ensayos y artículos de interés general, como El juicio de residencia al gobernador Juan Victorino Martínez de Tineo, de Branka María Tanodi; La construcción del Ferrocarril Arica-La Paz (1904-1913), de Teodoro Salluco Sirpa; La vía histórica de Tunupa en el imaginario de los pueblos andinos, de Jaime Vargas Condori; El Programa Memoria del Mundo, de Julio Peña y Lillo; La accesibilidad en las bibliotecas latinoamericanas, de Robert Endean Gamboa; Chiquitos: historia de una pasión, de Alcides Parejas Moreno; Francis d´Avis: creador del Archivo Nacional de Bolivia, de Gastón Cornejo Bascopé; Fuentes: una revista imprescindible para la memoria del Sur, de Ada de Jesús de la Cantera Pérez, entre otros.

Está por demás señalar que la revista FUENTES, tanto por su forma como por su contenido, es uno de los vehículos más importantes de transmisión de lo más avanzado del pensamiento boliviano y latinoamericano desde que fue  fundada en septiembre de 2002, no sólo porque en sus páginas cuenta con colaboradores de reconocida trayectoria intelectual, sino también porque es una publicación que circula tanto a nivel nacional como internacional.

viernes, 13 de mayo de 2016


MUSEO LEÓN TROTSKY

A pesar de no existir lengua capaz de describir las emociones del alma, debo confesar que sólo dos veces caminé con pies de plomo: cuando conocí a Guillermo Lora y visité el Museo León Trotsky, años después de que Nikita Kruschev leyó en el XX Congreso del Partido Comunista el sensacional informe sobre los crímenes perpetrados por Stalin y antes de que la Perestroika y el Tribunal Supremo de la antigua Unión Soviética decidieran rehabilitar a los viejos dirigentes bolcheviques, quienes fueron desterrados y asesinados durante las purgas de los años 30, acusados de contrarrevolucionarios, espías de la Gestapo y traidores de la revolución y el Estado socialistas.

La primera vez que llegué a México, en octubre de 1984, lo primero que resplandeció en mi mente fue la idea de visitar el escenario donde vivió y murió el artífice de la revolución bolchevique. Estando en Coyoacán, una tarde calurosa y polvorienta, me presenté en el Museo León Trotsky. 

No muy lejos de la entrada, en una de las columnas del garaje, había una placa de mármol en memoria a Robert Sheloon Harte, secretario de Trotsky, quien, durante el atentado tramado por la banda de Alfaro Siqueiros, fue herido, capturado y posteriormente asesinado.

En la mitad del jardín, sobre el tupido césped del prado, se levantaba majestuosa la tumba donde se guardaban las cenizas del autor de La revolución permanente y su esposa, y en una pared fronteriza, entre árboles y flores, estaban las puertas y ventanas blindadas, y las elevadas garitas que parecían apuntalar la inmensidad del cielo.

Luego de escrutar en derredor, crucé el patio a paso lento, como si el hecho de estar donde estuvo el organizador del Ejército Rojo, acosado por los mercenarios de Stalin, me reconfortara las ideas y fortaleciera la conciencia. Alcancé la puerta blindada, antecedida por un cuarto donde había una cama con un sarape artesanal, y entré en la recámara modesta y sencilla de Trotsky y Natalia. Adentro, busqué en las paredes los orificios provocados por el impacto de las balas. No atiné a contarlos porque mi mirada quedó clavada en la cama destrozada por las ráfagas.

En el estudio de Trotsky, tuve la sensación de que el tiempo se quedó fijo. Todo estaba intacto: los cuatro casquillos de bala, el estante con las obras escogidas de los clásicos del marxismo y una Enciclopedia Soviética de principios del siglo XX. También se conservaba la pequeña cama cubierta con un sarape, donde Trotsky solía descansar en sus horas de trabajo y, por supuesto, el escritorio arrimado contra una ventana por donde se filtraba la luz y el aire.

En ese cuarto me pareció sentir el latido de su corazón en cada cosa: en los papeles escritos de su puño y letra, en la lupa, en los libros apilados sobre el escritorio y en los cilindros de cera, que él usaba para grabar en el dictáfono. En ese pequeño escritorio, donde todas las cosas tenían un lugar específico, me llamó la atención sus lentes característicos yaciendo con los cristales rotos sobre una bandeja. A ratos, creía oír su voz como si me transmitiera el mensaje de que sus enemigos no eliminaron sus ideas con su muerte, porque no hay muerte que pueda contra la fortaleza de la conciencia.

Al salir del estudio, entré en el comedor, donde los muebles seguían conservando su ubicación y originalidad. Levanté la cabeza y, sobre el marco de la puerta de la cocina, observé los impactos de la ráfaga que los atacantes dispararon a quemarropa, intentando aminorar el denuedo del revolucionario y apoderarse de sus archivos y los originales de la biografía de Stalin, que Trotsky escribía con pelos y señales.

En la última sala había una biblioteca, donde trabajaban su secretaria y sus colaboradores. A la izquierda había un estante con los libros de su esposa Natalia y, en el estante de enfrente, los libros de trabajo de sus colaboradores, y muchas de las publicaciones que el líder bolchevique recibió en vida y que su mujer las ordenó con pasión y cuidado.

Cuando abandoné la biblioteca y gané el patio, bajo el sol que desparramaba la sombra de los árboles y las torres de observación, un peso extraño se apoderó de mis pies, mientras una voz que me seguía de cerca, arrastrándose desde el escritorio de Trotsky, me recordó que la experiencia que penetra por los ojos se perpetúa como llama encendida en la memoria. 

lunes, 9 de mayo de 2016


EL PODER Y LA CAÍDA DEL DICTADOR

El 11 de septiembre de 1973, en Chile, el país más largo y angosto de Suramérica, se produjo un sangriento golpe de Estado, protagonizado por el general Augusto Pinochet, quien, tras el asesinato del presidente constitucional Salvador Allende, se autoproclamó jefe supremo de la nación. Desde entonces, el general de ascendencia francesa, que de niño solía jugar con tambores y trompetas, que fue pésimo estudiante en la escuela y un militar mediocre en el Ejército, se convirtió en uno de los dictadores más abominables de la historia contemporánea.

Pinochet, estando en la cúspide del poder, usó todos los medios para acallar la protesta popular y borrar la imagen de Salvador Allende, cuyo legado está más vivo que nunca entre los desposeídos de esta tierra, donde la memoria colectiva, más poderosa que la resignación y la amnesia, no conoce barrotes que la encierren ni balas que la maten.

Todos recuerdan aún el día en que fue bombardeada La Moneda y la actitud heroica del presidente mártir, quien decidió no entregarse vivo a sus captores ni abandonar su puesto de combate, hasta que una bala lo desplomó cerca de una de las ventanas del palacio reducido a escombros, donde sus guardaespaldas lo encontraron tumbado en un sillón, la parte derecha del cráneo roto, la masa encefálica desparramada, el casco caído y la metralleta sobre las piernas. Pero nada pudo contra esa muerte, y menos el general golpista, pues los hombres fieles a su causa no sólo son glorificados por la historia, sino que permanecen vivos en el corazón de la gente.

Pinochet, acostumbrado a mandar al pueblo como en un cuartel, implantó una dictadura que, durante diecisiete años, cometió atropellos de lesa humanidad. Se prohibió los derechos civiles y los partidos políticos de izquierda, mientras el río Mapocho se llenaba de cadáveres, las cárceles de presos y los terrenos baldíos de desaparecidos.

Nadie que conociera al dictador, de cerca o de lejos, podía dudar de su carácter volcánico y sus instintos de criminal. Basta mirar el retrato donde aparece malencarado, con gafas oscuras, bigotes cursis y brazos cruzados, en medio de un ruedo de oficiales de estilo prusiano y miradas salvajes. Es fácil suponer que estos oficiales, dotados de una mentalidad tan autoritaria como la del general, aprendieron a la perfección la disciplina de la subordinación y constancia, bajo los lemas: Lealtad al jefe. Lealtad a la institución. Lealtad a la patria.

Cuando el dictador estaba malhumorado, los oficiales andaban en puntas, las nalgas prietas y los dientes apretados. La sola presencia del general les inspiraba silencio, respeto y temor. No me llenen las cachimbas, les advertía al menor disgusto, enseñando el puño y frunciendo el ceño. Entonces, los oficiales, teniéndolo por implacable, hacían lo que ordenaba el general, quizás no tanto por el cumplimiento del deber como por el agradecimiento de haber obtenido ventajas que jamás tuvieron.

El pinochetismo no tiene la simplicidad brutal y clásica del régimen del Tirano Banderas. Es un fenómeno más complicado, más moderno, quizás más pavoroso, escribió Jorge Edwards. En efecto, el pinochetismo no sólo fue la apología de dictadores y tiranuelos que, enfundados en vistosos uniformes militares, usaron como pretexto de sus golpes de Estado la lucha contra la subversión y el comunismo, sino también como un móvil para amasar fortunas a costa del pueblo.

El exdictador, además haber sido un devoto de la Virgen del Carmen y un sagitario que lucía un anillo con su signo, creía que su buena suerte está ligada al número cinco: nació un día terminado en cinco (1915) y en 1945 tuvo sus primeras visiones antimarxistas, en el Ejército se lo destinó al regimiento de infantería número cinco. Se casó con doña Lucía (cinco letras), quien le dio cinco hijos. El general ascendió a mayor un día quince y ocupó la quinta planta del Ministerio de Defensa cuando Allende lo designó Comandante en Jefe del Ejército. Cuando llegó a ser dictador, fue proclamado Capitán General del Ejército y, desde entonces, exhibía cinco estrellas en las charreteras, ostentaba el quinto dan de kárate y la gorra más alta del ejército, exactamente cinco centímetros más alta que la de sus subordinados.

Pinochet, quien afirmó en 1975: Me voy a morir y elecciones no habrán, no cumplió con su sueño de perpetuarse como emperador, porque el pueblo chileno, consciente de que no hay dictaduras que duren cien años, lo desalojó de La Moneda, donde entró a sangre y fuego en septiembre de 1973 y de donde salió empujado por la voluntad popular en 1990, convencido de que no hay dictadura que ponga una lápida sobre la democracia ni balas que maten la libertad, pues todos los dictadores que un día asumen el poder violentando los Derechos Humanos, otro día conocen su estrepitosa caída.

sábado, 7 de mayo de 2016


LA VIOLENCIA ESCOLAR

La violencia en la escuela, al ser un fenómeno integrado en el contexto social, es una de las expresiones más naturales de una sociedad violenta. Por eso mismo, son cientos los alumnos que solicitan asistencia médica a consecuencia de los golpes recibidos en el patio o los corredores de la escuela; un hecho que, por su magnitud, alarma a los implicados en el sistema educativo, pero también a quienes, en cumplimiento de su deber de ciudadanos, están obligados a analizar las causas que motivan este ineludible problema.

Si se parte del principio de que la escuela es el reflejo de la sociedad y no una institución aislada de ella, entonces la espiral de violencia en las escuelas es un reflejo de la violencia social. El niño, como todo individuo, no hace otra cosa que proyectar en la escuela los conflictos psicosociales que experimenta en su entorno más inmediato como es el hogar.

La conducta del niño es un barómetro que permite constatar el ambiente familiar que lo rodea, considerando que las familias más aquejadas por la violencia corresponden a los sectores excluidos de la sociedad, donde abunda la desocupación, el alcoholismo y la violencia intrafamiliar; un entorno en el que, según cifras ofrecidas por los expertos en la materia, se cometen 16 casos de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes, y que el 90% de estos casos son cometidos por los propios progenitores.

Cuando la escuela, en uso de sus atribuciones, no logra resolver los conflictos por sí sola, es lógico que genere un debate general que cuestiona, en primer lugar, la función formadora de una de las instituciones más respetadas de la sociedad; peor aún cuando se cree que la solución de los problemas -tanto pedagógicos como disciplinarios- está en manos de la policía; una instancia que no genera recursos para combatir los hechos de violencia y que cae rendida a los pies de la burocracia y corrupción del poder judicial.

A la pregunta: ¿A qué se debe la violencia en las escuelas? La respuesta es única y concluyente: la violencia en la escuela se debe a la violencia social, cuyas causas son diversas y que no pueden ser resueltas de un modo inmediato, debido a la crisis existente en el poder judicial y el Estado de Derecho que, en lugar de proteger a los ciudadanos más vulnerables, independientemente de su raza y condición social, actúan bajo el lema del sálvese quien pueda.

Educación a palos

Siempre que se celebra el Día del Profesor, cada 6 de junio, en conmemoración a la fundación de la Normal de Maestros de Sucre en 1917, cabe preguntarse si acaso todos los profesores tienen el derecho a conmemorar ese día y ser agasajados tanto por los padres de familia como por los alumnos.

Pienso, sin temor a equivocarme, que no, pues existen individuos en los establecimientos educativos que no merecen ni siquiera ostentar el título de profesores, ya que, más que educadores de hombres libres y democráticos del presente y el futuro, son verdugos de los seres más indefensos de nuestra colectividad.

No es casual que en algunos establecimientos educativos existan profesores cuya incompetencia profesional en el campo psicopedagógico los conviertan en el terror de los niños, acostumbrados a soportar los castigos bajo las consabidas advertencias: No soy gente si no rompo cinco palos en un curso. Por lo tanto, no es casual que un niño, que recibió cinco golpes por haber tenido un ataque de hipo y haber jugado en el aula, declare textualmente: Me cargó en la espalda de otro compañero y ahí empezaron los golpes... en el quinto no pude más y lloré. Te has salvado por llorar, le dijo el profesor, quien tenía previsto darle 15 golpes, como era costumbre en él a la hora de descargar su desenfrenada furia.

¿Qué hubieran opinado Georges Ruma, el pedagogo belga, y el venezolano Simón Rodríguez, impulsores de la educación boliviana, al enterarse de que en la hija predilecta del Libertador todavía se ejerce la violencia contra los niños?

Los bolivianos seguimos mal en nuestro sistema educativo, donde hace falta aplicar con mayor rigor la ley de la justicia para procesar a quienes, sujetos a su conducta autoritaria y poco tolerante, cometen abusos físicos y psicológicos contra los alumnos.

Los maltratos, que incluyen las agresiones sexuales, van desde los jalones de orejas, pasando por las bofetadas y los pellizcos, hasta los golpes con objetos contundentes como ser monederos y llaveros. Las agresiones psicológicas se manifiestan a través de los gritos, insultos, amenazas, abusos de autoridad y otros, que se usan como métodos correctivos.

Cuando se les pregunta a las víctimas de la violencia: ¿A quiénes recurren para denunciar los maltratos? La mayoría responde que optan por el silencio en un contexto social donde aún no se aprendió a respetar ni defender los derechos legítimos de los niños, niñas y adolescentes, y donde la educación a palos está todavía considerada como un acto disciplinario.

En tales condiciones, pienso que la frase: El porvenir está en manos del maestro de escuela, es una verdad a medias, al menos cuando se aplica una política educativa que no estimula la formación permanente de los profesores, quienes se quejan de sus salarios de hambre y sus pésimas condiciones de trabajo.

La única garantía para superar estas deficiencias estriba en consolidar una escuela más democrática, moderna y equitativa, por un lado, y en concederles un mejor salario y mejores condiciones de trabajo a los profesores, por el otro. Sólo así se evitará tener una escuela donde prime la pasividad, apatía y falta de materiales didácticos.

Si se considera que el porvenir de la patria está en manos del profesor de la escuela, entonces, cabría preguntarse: ¿Quiénes educaron a los políticos corruptos que tanto criticamos y a los profesores que hacen de tiranuelos de nuestros niños? La respuesta la tenemos todos y cada uno de nosotros.

Por lo demás, las instancias pertinentes de la educación boliviana tienen el deber de dar a conocer los derechos y las obligaciones de los niños y adolescentes; hacer que estos derechos sean difundidos por los medios de comunicación a modo de instrucción y sean respetados por todos los ciudadanos.

Se debe admitir que las intenciones de mejorar la situación de los alumnos y los preceptos de la educación boliviana andan por buen camino. Desde el punto de vista pedagógico, y gracias al empeño por enmendar los errores del pasado y el presente, se están logrando avances significativos, como haber cuestionado el uso obligatorio del uniforme escolar y haber aprobado una ley que prohíbe las tareas escolares en vacaciones, salvo que las actividades fuera del aula sean motivadoras, variadas, ágiles y adecuadas a las posibilidades del alumno y a su realidad familiar y social, sin comprometer el descanso que le corresponde.

Una escuela menos autoritaria

La escuela no siempre va hacia el encuentro de los niños, sino que, por el contrario, son los niños quienes van hacia el encuentro de la escuela, donde se enfrentan a las normas y sistemas pedagógicos establecidos por los tecnócratas de la educación. Lo único que tienen que hacer los niños es adaptarse a las condiciones que le presenta la institución educativa, cuya única función es la de impartir los conocimientos establecidos en los programas de educación.

La escuela es una suerte de máquina clasificadora que exime a los alumnos provenientes de hogares normales, en tanto sucumbe a los alumnos provenientes de hogares problemáticos. No es casual que la escuela haga más hincapié en los resultados de las pruebas o exámenes, clasificando a los alumnos en excelentes y deficientes, que en los programas de prevención de los factores psicosociales.

Los problemas escolares son, asimismo, consecuencias de la incompetencia profesional y pedagógica de algunos profesores, quienes, aparte de desconocer los elementos más básicos de la psicología infantil y juvenil, tropiezan con los alumnos que exigen de él no sólo los conocimientos que debe impartir, sino también la comprensión y la tolerancia, en un marco de motivación y respeto mutuo.

Los alumnos saben, intuitivamente, que el buen profesor es aquel que educa a los alumnos en un marco democrático, respetando la libertad de opinión y las inquietudes de cada uno. El profesor, en su función de adulto y educador, es el responsable no sólo del proceso de enseñanza/aprendizaje, sino el responsable de forjar la personalidad del educando, con la participación activa de los padres de familia y los demás profesionales que conforman el tejido social de la escuela

La actitud rebelde de ciertos alumnos suele ser una respuesta al autoritarismo escolar y a la incompetencia profesional del profesor que, en la mayoría de los casos, está más centrado en transmitir los conocimientos que en atender los conflictos sociales existentes en el aula, aun sabiendo que los alumnos clasificados como deficientes provienen de los sectores más vulnerables de una sociedad desigual y competitiva.

La experiencia enseña que un profesor incompetente, sin previos conocimientos pedagógicos y psicológicos, está destinado a fracasar en una escuela que refleja los conflictos de una sociedad donde impera la violencia y la inseguridad ciudadana. En estos casos, como en todo lo concerniente a la crisis estructural del sistema imperante, no basta con aplicar normas disciplinarias -y menos recurrir a los registros de la policía-, intentando desalojar la violencia que se metió en las aulas.

De nada sirve que la institución escolar se convierta en un reformatorio destinado a imponer a rajatabla la disciplina y el respeto hacia la autoridad, ya que la ola de violencia en la escuela no es más que un síntoma del malestar social que sacude los cimientos de toda la sociedad, donde prevalecen las leyes de los más fuertes sobre los débiles.

Con todo, para superar los problemas de la escuela -entre otros, el de la violencia debe cambiarse no sólo la actitud autoritaria de ciertos profesores, sino también ajustar los programas de enseñanza/aprendizaje a la realidad contextual del alumno. Es decir, a la realidad social existente fuera de las aulas, puesto que la escuela no puede -ni debe- mantenerse al margen de una sociedad que requiere de su participación para resolver los conflictos que, de un modo general, afectan negativamente en el proceso educativo.

viernes, 6 de mayo de 2016


LA MEMORIA HISTÓRICA DE LOS MINEROS

Cuando se habla de rescatar la memoria histórica de un pueblo, en base a la memoria colectiva conservada en la oralidad, se lo hace con el propósito de preservar los hechos memorables olvidados por la historia oficial, para que se conozcan y se los perpetúe para la posteridad, con el afán de que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos conozcan el pasado histórico de sus padres, abuelos y tatarabuelos.

En el mejor de los casos, se trata de escribirlos y describirlos en los libros de texto, para que los estudiantes lean en las escuelas y colegios la verdadera historia de un país, donde los vencedores fueron los únicos que escribieron su versión en los textos de historia, dejando de lado la versión de los vencidos que, desde los tiempos de la colonización, fue reducida a la categoría de relatos pueblerinos; razón por la que se conservó sólo en la tradición oral, transmitiéndose de generación en generación, pero sin ocupar el legítimo lugar que le corresponde en los libros de texto destinados a los estudiantes.
  
En los nuevos tiempos de cambio, gracias a una política incluyente de todos los sectores sociales de un país pluricultural, es necesario reescribir los libros de textos en las asignaturas de historia, considerando que no sólo los blancos y mestizos fueron los héroes de la patria, sino también los indígenas y los trabajadores mineros, cuyas luchas sociales por conquistar mejores condiciones laborales y de vida, les costó mucha sangre en los diversos enfrentamientos y masacres, una sangre con la que se deben de escribir las memorables páginas de la historia menospreciada por los vencedores.

Los estudiantes bolivianos, como parte de su educación y formación personal, deben leer y analizar las obras cuyos temas están en relación a la historia de la minería, para saber que la inhumana explotación de los mineros, a partir del descubrimiento del Cerro Rico de Potosí en 1545, se intensificó con la extracción de los yacimientos de plata que, en lugar de beneficiar a los bolivianos, sirvió para consolidar el desarrollo económico de las monarquías europeas, que durante siglos amasaron fortunas gracias al saqueo de los recursos naturales y las míseras condiciones de vida de los mitayos; una realidad que no cambió ni con las luchas independentistas del continente americano, ya que las minas sólo cambiaron de dueño en la época republicana, al pasar de manos de la corona española a manos de los empresarios privados, como fue el caso de las oligarquías representadas por los barones del estaño, quienes, desde fines del siglo XIX, convirtieron las minas en su feudo privado y dieron rienda suelta a la intervención de los consorcios imperialistas, que forjaron una poderosa industria minera sobre los hombros de los trabajadores, condenados a vivir en la pobreza y a morir con los pulmones reventados por la silicosis.    

Tampoco sirvió de mucho la nacionalización de las minas en 1952, ya que tres décadas más adelante, el mismo gobierno movimientista que sepultó a la oligarquía minero-feudal, apoyándose en los planteamientos revolucionarios de la Tesis de Pulacayo, acabó con el sindicalismo revolucionario y provocó la relocalización masiva de los trabajadores en 1985, una vez que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro lanzó el DS. 21060, que tuvo consecuencias funestas para el movimiento obrero boliviano, aparte de que las minas quedaron exhaustas después de una desenfrenada explotación que vació sus recursos; de modo que en la actualidad, a despecho de su grandioso pasado, los mineros están resignados a trabajar mucho a cambio de nada o casi nada, ya que las minas no rinden como antes ni ellos pueden darse el lujo de no separar la plata del antimonio o el estaño de la pirita.

Es imprescindible la elaboración de nuevos libros de texto en las asignaturas de historia que, por resolución del Ministerio de Educación, deben aplicarse en el sistema escolar, para enseñarles a los estudiantes, de un modo didáctico y coherente, que los mineros, a diferencia de lo que creen las personas de alta alcurnia, no son los parias de la ciudad, los alcohólicos, los indios desclasados, los rebeldes sin causa ni los hijos degenerados del diablo, sino los luchadores de una clase social que, además de haber constituido la columna vertebral de la economía nacional durante siglos, dio verdaderas lecciones de coraje y sacrificio, sin otro objetivo que el de forjar una sociedad más justa y soberana, donde todos vivan mejor y con mayor dignidad.
  
Los estudiantes, aparte de compenetrarse en la memoria histórica de los mineros, están obligados a conocer los tenebrosos socavones que fueron -y siguen siendo- tragaderos de vidas humanas. Y así no fuesen declarados patrimonios de la humanidad por su valor histórico, es necesario sentir de cerca la realidad dantesca de una mina, para comprender que el cigarro, la coca y el alcohol, no son elementos que los mineros consumen por vicio, sino para poder soportar las condiciones inhumanas de trabajo.

Los mineros, desde siempre y casi sin ninguna seguridad laboral, exponían sus vidas a los peligros y la muerte, debido al ámbito insalubre de las galerías, la falta de herramientas apropiadas, la proliferación de gases tóxicos y los derrumbes capaces de aplastarlos y bloquear el acceso a los parajes; toda una odisea que los gigantes de las montañas, acostumbrados a batallar a diario contra las rocas, podían superar a fuerza de voluntad y su fe puesta en el Tío, un ser mitológico de la cosmovisión andina, en el que ellos depositan todas sus esperanzas, aun sabiendo que, después de diez años de trabajo, su salud estará irreparablemente dañada por el ingrato polvo de las paredes rocosas que penetra en sus pulmones, petrificándolos hasta provocarle una muerte entre vómitos de sangre.

Los países andinos como Bolivia, aproximadamente desde mediados del siglo XIX, fueron incorporados a la economía capitalista mundial y sometidos a los designios de los países industrializados, que usaron y abusaron de las naciones subdesarrolladas, que durante mucho tiempo se debatieron en una pobreza estremecedora, como si hubiese sido justo el control político, económico y cultural de una minoría sobre una mayoría. No se debe olvidar que los campesinos fueron los pongos de los dueños de tierras y haciendas, las clases medias vivieron en la desolación y los mineros, con una larga historia de explotación, sobrevivieron con salarios mínimos, que no alcanzaba para cubrir la canasta familiar ni con la existencia de las pulperías, esos almacenes de la empresa minera donde las amas de casa se abastecían con los artículos de primera necesidad, para evitar que sus hijos se mueran de hambre.

Es preciso añadir que las madres, esposas e hijas de los mineros, no dejaron de clamar a los cuatro vientos justicia y libertad, con un ímpetu que cada vez se convertía en un poderoso clamor popular, en el que convergían las voces de quienes, desde la resistencia organizada contra los poderes de dominación, estaban convencidos de que la libertad es inseparable de la justicia social. En este contexto, las mujeres mineras son dignas de ocupar un sitial de honor en las páginas de la historia nacional, porque fueron capaces de convertirse de amas de casa en armas de casa, como las cuatro mujeres mineras que, tras una huelga de hambre iniciada junto a sus pequeños hijos en diciembre de 1977, tumbaron a una de las dictaduras más despiadadas de todos los tiempos.

Asimismo, no es casual que las palliris y amas de casa, con su problemática social y familiar, estén presentes como protagonistas en la literatura de ambiente minero. Se las encuentra en las crónicas de la colonia, en los documentales de historia del cine y la televisión, en los cuentos de René Poppe y Víctor Montoya, en la novela En las tierra del Potosí, de Jaime Mendoza; Socavones de angustia, de Fernando Ramírez Velarde; Metal del diablo, de Augusto Céspedes; El precio del estaño, de Néstor Taboada Terán, entre otros.

Los estudiantes, a través de los libros de historia, novelas, cuentos y poemas, deben enterarse de que la democracia de la cual gozan hoy, se la deben en parte a ellas, que supieron luchar a brazo partido, a trancas y barrancas, para que sus hijos no vivieran despojados de dignidad y derechos, para que no repitieran la historia del pasado colonial ni sufran los tormentos de las dictaduras militares.

El sistema escolar es un canal idóneo para contribuir en la información y formación de los estudiantes que necesitan conocer la historia del movimiento obrero boliviano, no sólo por obligación patriótica y cultura general, sino también porque los mineros son los artífices de una gran parte de la historia de todos los bolivianos que, de una manera injusta y deliberada, no está debidamente registrada en los libros de texto que se estudian en las escuelas y colegios; una desidia que esperemos sea enmendada lo más pronto posible, para no cargar en la conciencia el inconmensurable peso de la ignorancia y el olvido.

lunes, 4 de abril de 2016


SOY NIETO DE CHOLAS, ¿Y QUÉ?

Desde mi más tierna infancia, siempre me sentí fascinado por las cholas que presumen de su elegancia y belleza, de sus coloridos atuendos, del orgullo de su raza de bronce y, sobre todo, de su coraje para sobreponerse a los golpes de la vida; ellas, con todos sus atributos de cholas, son las verdaderas magníficas de la belleza boliviana. No son originales pero sí originarias y auténticas, y, por añadidura, diferentes a las chotitas de las familias bien, o de los sectores de élite de la clase media baja que, a cualquier precio y atrapadas por los patrones occidentales de belleza, desean parecerse -o se parecen- a las gringuitas europeas o norteamericanas, no sólo en el estilo de vida y en el modo de expresarse en spanglish, sino también en los cánones de la apariencia física, porque se tiñen el pelo a rubio platinado o a color ladrillo y se blanquean a piel hasta quedar como t’antawawas remojadas en agua. 

Mis abuelas, tanto por el lado materno como paterno, fueron apuestas mujeres de mantas y polleras; en sus ojos se reflejaban las costumbres y características del encuentro entre el viejo y nuevo mundo, que conformó una suerte de sincretismo religioso y un mestizaje racial y cultural, donde lo ancestral y lo occidental se fundieron para dar nacimiento a una nueva raza, que no era blanca ni india, ni criolla ni nativa, sino un hibrido compuesto por la fusión biológica entre los habitantes del más aquí y del más allá.

Con el transcurso de los años, mientras estudiaba historia en la secundaria y respiraba aires de patriotismo, comprendí que las vestimentas usadas por mis abuelas, mezcla de la indumentaria indígena y europea, fueron impuestas durante la colonia a una parte de las mujeres bolivianas, quienes, a pesar del despojo y los atropellos cometidos contra los indios, ostentaban con orgullo su identidad mestiza y sus vestimentas inspiradas por los trajes usados por las españolas de la época.

Las mantas y polleras de mis abuelas

Mi abuela Eugenia Ortuño, con quien pasé una gran parte de mi infancia en la población minera de Llallagua, era una chola de regio porte y de carácter indomable a la hora de dar la cara ante las adversidades que, a veces, amenazaban con sacudir los cimientos de la convivencia familiar. De ella aprendí que no existen imposibles ni obstáculos que no puedan vencerse si uno los enfrenta con perseverancia y fuerza de voluntad, del mismo modo como ella, acostumbrada a las labores campestres, aprendió a labrar la tierra con sus manos para luego cosechar los frutos de su propio esfuerzo.


Recuerdo que siempre que sentía frío, sea de noche o sea de día, me arrimaba contra su pecho y ella me arropaba con su gruesa manta de flecos largos, como cuando una gallina mete a su polluelo debajo sus tibias alas, sin más intención que ofrecerle calor y protección; era entonces que la abrazaba con todas mis fuerzas, mientras ella me acaricia la cabeza como el lomo de un gato y yo sentía el olor característico que desprendía su manta tejida con lana de oveja o alpaca.

No está por demás decir que de mis abuelas aprendí las claves más íntimas de la convivencia humana, que ellas, a su vez, lo aprendieron en el diario batallar y no en los libros que se leen en las instituciones educativas, porque los grandes aprendizajes de la vida no se aprenden en las aulas ni en los libros de texto, sino a través de la experiencia que depara la vida con satisfacciones y desilusiones.

Así fueron mis abuelas, como la mayoría de las mujeres bolivianas, abnegadas y cariñosas como madres y esposas; por eso estoy orgulloso de saber que provengo de mantas, sombreros y polleras, y que, afortunadamente, soy ciudadano de un país plurinacional, donde cohabitan varias lenguas, razas, culturas y creencias; toda una diversidad compendiada en un solo abanico de unidad.

Ellas hicieron sentirme como parte de una cultura que bulle en mis venas, expresándose en mis rasgos y el color de mi piel. De ahí que mi noción de patria no es un amasijo de banderas ni himnos dedicados a los héroes montados a caballo, sino algo más vital como la impronta de identidad impuesta por una comunidad que te acoge como a uno de los suyos, como si toda la comunidad fuese una suerte de familia a la que siempre se puede volver andes por donde andes.

Mi abuela materna, Celia Escóbar, era oriunda de Chayanta, provincia del norte de Potosí, que, en los tiempos de esplendor de la colonia, fue el asentamiento de los conquistadores ibéricos en busca de fortunas y el escenario principal de las sublevaciones indígenas de fines del siglo XVIII, acaudilladas por el rebelde Tomás Katari contra los súbditos de la corona española.


Según referencias de la saga familiar, mi abuela fue mestiza y bisnieta de uno de los caciques del corregidor de la Real Audiencia de Charcas. Ella, a diferencia de las mujeres indígenas, tenía un cutis que delata una cierta preponderancia de la raza blanca. Los ojos negros y vivaces conjugaban con el brillo azabache de sus cejas y su abundante cabellera, peinada con Chajraña (pequeño amarro de paja brava usado como peine) y partida en dos trenzas agarradas con tullmas (cordelillos de lana para amarrarse las trenzas).

No cabe dudas que mi abuela fue una moza atractiva y elegante, pero, aun así, soportaba las miradas despectivas de las señoritas de alta alcurnia, aunque supongo que a ella no le importaba ni incomodaba, pues estaba consciente de su natural belleza, su capacidad de exhibir con donaire sus sombreros de fieltro, sus mantillas de vicuña y sus polleras que, caídas hasta las pantorrillas y batidas por los vientos, producían un frufrú cada vez que se contoneaba al caminar.

Mi abuela Celia Escóbar, como se puede apreciar en una fotografía que se tomó en vida junto a parientes y amigas, luce un sombrero de copa alta hecha de fibra procedente de Guayaquil y muy parecido al de las cholas cochabambinas; vestía enaguas con encajes, blusas de seda, jubones con cuello rígido, polleras plisadas en el vuelo y confeccionadas de tela gruesa, botines de media caña y mantas tejidas con ovillos de lana de camélidos, como para soportar los gélidos vientos del altiplano, que en los crudos días del invierno calaban hasta los huesos.

Las emblemáticas cholas de la literatura

Cuando alcancé la mayoría de edad, me las imaginaba a mis abuelas como a las cuatro Claudinas, las emblemáticas cholas de la literatura boliviana, quienes supieron embelesar con su belleza a los señoritos de clase media, hasta someterlos a los designios de sus caprichos para luego arrastrarlos por las calles del desengaño y la amargura.

Estas obras, que describen las experiencias del enamoramiento de una chola y que, en algunos casos gira en torno a una historia de amor que culmina en tragedia, son Claudina (1855), de José Simeón de Oteiza; En las tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza; La Misk’i Simi (la de la boca dulce, 1921), de Adolfo Costa du Rels y La Chaskañawi (la de los ojos de estrella, 1947), de Carlos Medinaceli.


Las cuatro Claudinas de la literatura nacional, de un modo consciente o inconsciente, conforman el arquetipo de la chola boliviana, pues éstas son dueñas de una gracia femenina inconfundible, de un carácter indócil y un orgullo que hace gala de su estirpe; no en vano sus pretendientes de las urbes modernas, sobreponiéndose a los prejuicios sociales y raciales de las clases altas, sucumben ante los encantos de las cholitas de miradas seductoras y cuerpos esculturales, hasta que, arrastrados por un amor traicionado o no correspondido, caen en los bajos fondos de la desilusión y la borrachera. 

Mis abuelas, aunque de un modo indirecto estaban vinculadas a la explotación de minerales, no tuvieron nada que ver con la elaboración de la chicha ni con su expendio en los locales instalados en las calles de las poblaciones mineras del norte de Potosí, pero eso sí, puedo estar seguro de que fueron hembras templadas por la vida campestre y dueñas de una insoslayable belleza física, al menos así se las ve en las amarillentas fotografías que las muestran con sus mejores atuendos de mujeres mestizas.

Las heroínas anónimas de la historia

Las mujeres de mantas y polleras, a lo largo de la historia nacional, han marcado con su presencia importantes episodios de dignidad y coraje. Y, aunque forman parte de las heroínas anónimas, supieron estar a la altura de las luchas revolucionarias durante la colonia y la república, dando muestras de su valentía a prueba de balas y sacrificios. Ellas nos demostraron que la sabiduría de un pueblo no se aprende en los libros académicos, sino en los vaivenes de la vida vivida y sufrida, que es una escuela sin pupitres ni pizarras, pero sí con lecciones que llenaban el alma de esperanzas, iluminando el porvenir de las futuras generaciones, de sus hijos y de los hijos de sus hijos.

La mujer chola es uno de los pilares firmes de la sociedad boliviana, no sólo por su increíble capacidad para el trabajo, sino también por su temperamento apasionado en el amor, y porque ella, mejor que nadie, tiene instintivamente un alto sentido de sacrificio como madre y esposa. Ella es, a pesar de los prejuicios de carácter patriarcal, el alma de la familia y la llama de la esperanza, la persona que lo da todo por todos y la principal administradora de la economía del hogar.

Desde la época colonial, si bien las cholas no empuñaron las armas en los procesos revolucionarios, al menos fueron el espíritu que alentó el ánimo de los insurrectos. Ellas fueron las luchadoras sociales que, en los campos de batalla, las barricadas y los momentos decisivos del combate, cumplieron con las tareas de cuidar a los enfermos, heridos y muertos, asumiendo la función de enfermeras, aguateras, mensajeras, sepultureras y compañeras sobre cuyos hombros descansaba todo el peso y responsabilidad de velar por el bienestar de la familia, que era parte integrante de una colectividad con aspiraciones de libertad y sentido de patria común.

Desde antes del nacimiento de la república, las cholas se enfrentaron a las tropas realistas impulsadas por el deseo de romper con las cadenas de la opresión colonial, como lo hizo la jubonera Simona Josefa Manzaneda, quien luchó con bravura en la guerra de la independencia, en la que sufrió vejámenes y humillaciones por su condición de chola, y que hoy se la recuerda con respeto y cariño junto a otros mártires de la revolución paceña de 1809, exactamente como a todas las heroínas de la Coronilla retratadas por Nataniel Aguirre en su novela Juan de la Rosa.

Miles fueron las cholas que ofrendaron su vida a la causa de la independencia americana y miles las mujeres amas de casa, esposas de los trabajadores mineros que, organizadas en sus propios comités y sindicatos, participaron en las contiendas contra los guardianes de la oligarquía minero-feudal. Algunas cayeron en las masacres, como la palliri María Barzola, quien, en diciembre de 1942,  encabezó una marcha obrera rumbo a la gerencia de Catavi, por entonces propiedad de la empresa Patiño Mines Enterprices Consolidated, con la firme decisión de conquistar mejores condiciones de vida para los trabajadores y sus familias.

Las cholas en el Estado Plurinacional

Ahora que estamos en otro tiempo, ahora que las ideas sobre la equidad de género se van plasmando en realidades concretas, con leyes contundentes contra el maltrato a las mujeres y un buen porcentaje de asambleístas de mantas y polleras en las esferas decisivas del gobierno, sólo me queda augurarles éxitos en el desarrollo de sus proyectos, esperanzado en que tengan siempre el derecho a participar en igualdad de condiciones en el ámbito familiar y profesional.


Cuando Bolivia se atrevió a reconstruir su identidad nacional y a reescribir la historia oficial, mis abuelas no tuvieron la oportunidad de participar en el proceso de cambio. No alcanzaron a vivir en carne propia la fundación del nuevo Estado Plurinacional, ni a elegir a las asambleístas de sombreros, mantas y polleras, quienes ingresaron al Palacio Quemado por la puerta grande y gracias al voto popular, para ejercer como ministras, senadoras y diputadas en un parlamento en el cual se ensamblan de manera inexorable las diferentes culturas, como en un mosaico parecido a los hermosos diseños de mantas y aguayos.

Las cholas del siglo XXI, conscientes de su dignidad y sus legítimos derechos, actúan con mayor decisión en la vida social, económica y cultural; ni qué decir de la actividad política, en cuyo territorio han empezado a ocupar importantes cargos públicos, en virtud a su experiencia adquirida en las organizaciones sociales, sus estudios, su capacidad de trabajo y su interés por defender los derechos de sus compañeras que durante siglos fueron discriminadas por ser mujeres, por su origen de raza y su condición de cholas, como si la vestimenta y el color de la piel fuesen obstáculos para superarse como ciudadanos en un país multicultural, donde todos tienen los mismos derechos y las mismas responsabilidades, al menos si se toman en cuenta las normas establecidas en la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia.

Estoy seguro de que mis abuelas, que no tuvieron otro destino que ser amas de casa, hubieran estado felices de constatar que en el actual gobierno existen mujeres representantes de los movimientos sociales, como son las Bartolinas, porque a través de ellas hubieran expresado los sentimientos y pensamientos que incubaron en lo más profundo de su ser, aunque, debido a la realidad que les tocó vivir, mis abuelas nunca llegaron a las primeras páginas de la prensa escrita ni aparecieron en la pantalla de la televisión, que por mucho tiempo estuvo reservado sólo para las chotitas blanconas, de ojos claros, bonitas caras y bonitos cuerpos.

Sin embargo, cuando mi abuela Eugenia estaba todavía en vida, irrumpió en la televisión la cholita Remedios Loza, con su Tribuna Libre del Pueblo, y a ella le siguen otras preciosas cholitas que, en su condición de comunicadoras profesionales, brillaron con luz propia en las pantallas, metiéndose en las casas con sus elegantes indumentarias y sus melodiosas voces que narraban las noticias tanto en español como en las lenguas originales de nuestros ancestros, que ellas aprendieron en el pecho materno desde el día de su nacimiento. 

Por éstas y muchas otras razones más, siempre que alguien me pregunta con sorna sobre los orígenes de mi ascendencia, le contestó sin titubear un solo instante: Soy nieto de cholas, ¿y qué?. No sólo porque estoy orgulloso de pertenecer a un contexto social que constituye una de las piedras angulares de la identidad e integridad bolivianas, sino también porque las quise con profundo cariño; un cariño que mis abuelas supieron devolverme con amor maternal, sin límites ni condiciones, procurando que, más que sentirme como un simple nieto, me sintiera como un hijo predilecto, como si de veras me hubiesen parido entre mantas y polleras.