LA INSACIABLE CATALINA LA GRANDE
¿Cuán cierto será la especulación de que la emperatriz
Catalina II de Rusia murió
debido a un ataque al corazón tras hacerse penetrar por un caballo? Esta controvertida pregunta ha tenido varias respuestas, desde las más
ingenuas hasta las más morbosas, desde el día en que fue enterrada en San
Petersburgo, con gran solemnidad entre los nobles a los que favoreció tanto en
la vida pública como privada.
Los
biógrafos dan cuenta de que la emperatriz de ascendencia polaca, cuya educación
fue impartida por tutores franceses y alemanes influidos por los ideales de la Ilustración, no era una mujer físicamente atractiva pero sí una mujer culta
o, como ella misma se definió, una filósofa en el trono. Abandonó el luteranismo impuesto por su
padre y se convirtió a la Iglesia Ortodoxa Rusa. En junio de 1762 fue proclamada emperatriz y
consiguió dirigir durante 34 años el destino de
una de las naciones más importantes de su época.
Se sabe que sus gustos estéticos se expresaban a
través del arte pictórico, la ópera y la literatura. En sus tiempos libres
escribió poemas, cuentos, piezas de teatro y compuso óperas. Ejerció un
mecenazgo cultural para rescatar a las mentes más lúcidas del ámbito artístico
en Rusia. No en vano el Museo del Ermitage de San Petersburgo, que en la
actualidad constituye una de las mayores pinacotecas y museos de antigüedades del mundo, comenzó con pinturas y esculturas de su colección privada,
en las que invirtió cuantiosas sumas de dinero provenientes de su caja fuerte y
de las arcas del Estado.
El arte la apasionaba tanto como el sexo, que
mandó a construir una habitación secreta en el palacio, decorada con muebles, cuadros
y esculturas que mostraban escenas eróticas y pornográficas, en las que no
faltaban, al mejor estilo de las elucubraciones sexuales del Marqués de Sade,
violaciones, pedofilia ni zoofilia.
La prensa registró el dato
de que durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo de soldados soviéticos, que
incursionó en uno de los palacios de Tsárskoye Seló, residencia de la familia imperial cerca de San Petersburgo, descubrió
una fastuosa habitación repleta de objetos eróticos que eran de propiedad de la
emperatriz, cuyas extrañas costumbres sexuales llevó a los historiadores a crear una leyenda que sobrevivió hasta
nuestro días.
Los soldados, asombrados por el insólito hallazgo,
decidieron tomar fotografías de su interior, más por curiosidad que por dejar
un documento gráfico para la posteridad. Por desgracia, algunas de las imágenes
se perdieron durante la contienda bélica, pero las pocas que se salvaron del
fragor de la guerra fueron suficientes para demostrar que la emperatriz
Catalina II tenía en su poder una de las colecciones de arte erótico más
importantes del siglo XVIII.
En las fotografías se pueden apreciar paredes decorada
con falos de diferentes formas y
tamaños, un mobiliario constituido por sillas, escritorios y pantallas
que, junto a vulvas y penes tallados en madera, explayaban escenas
pornográficas realizadas por algunos de los artistas rusos que gozaban de la
confianza de Catalina La Grande, un sobrenombre tan grande como los
consoladores gigantes que se encontraron en la habitación privadas de la soberana.
Catalina La Grande, en su larga historia amorosa,
contrajo nupcias con el duque Pedro, a los 16 años de edad, pero su matrimonio
fue un fracasó desde el primer día, debido a la inmadurez e impotencia de su
marido, al que sustituyó en su fragorosa vida sexual con Sergéi Saltykov,
Charles Hanbury Williams y Estanislao II Poniatowski, sin contar a sus
numerosos amantes y cortesanos, muchos de los cuales se aprovecharon no sólo de
su cuerpo y su gloria, sino también del poder político que heredó de su esposo
Pedro III, quien, seis meses después de haber accedido al trono y haber sido
proclamado zar, fue depuesto y asesinado por una fracción liderada por Grigori
Orlov, quien fue también uno de los tantos amantes de Catalina.
La emperatriz, que tenía una libido insaciable y poco
común entre las mujeres de la corte, prefería mantener relaciones sexuales con
sus amantes más jóvenes, como fueron Aleksandr Dmítriev-Mamónov y el príncipe Zúbov, 40 años menor que ella. Sin embargo, como ningún hombre
podía satisfacer sus deseos ardientes, hasta dejarla caer rendida en la cama
como a una guerrera exhausta en el campo de batalla, inclinó sus sentimientos
de atracción erótica hacia los caballos, cuya principal virtud, que los
diferencia de los hombres, es el grosor y la longitud de su quinta pata.
¿Cómo pudo haber surgido en su vida sexual este deseo
de zoofilia? Es cuestión de imaginar que todo pudo haber comenzado en uno de
los corredores de su caballeriza, donde contempló a un caballo que, haciendo
gala de su considerable alzada e impresionante musculatura, penetraba su
robusta erección entre las grupas de una yegua en celo.
Lo
más probable es que Catalina sintió una irresistible excitación al ver cómo el
animal cortejaba a la yegua, levantando sus cascos del suelo y dando coces en
el aire, y cómo, momentos previos a la monta, acariciaba con su hocico el
cuello de la yegua, mordisqueándole la crin y frotándose contra ella; poco
después, cómo la yegua, excitada por las bruscas caricias del semental y en una
actitud de sumisión total, apartaba la cola hacia un costado y, separando sus patas
posteriores, entregaba la concavidad de su grupa para que el semental pudiera
acceder a su interior y descargar un torrente de semen que, no cabe duda, dejó
impresionada a la emperatriz de imaginación voluptuosa, a tal extremo que la
escena la hizo concebir la perversa idea de aparearse con un caballo.
Catalina La Grande pasó a la historia por expandir y modernizar el imperio ruso durante su
reinado, pero también por su condición de soberana con aires despóticos. Aunque
afianzaba la tolerancia religiosa y proclamaba su amor por los ideales de
libertad e igualdad, que se propagaron como reguero de pólvora en Europa, no
dudaba en censurar las publicaciones que no eran de su agrado y en exiliar a
sus opositores políticos.
A
veces, para fortalecer su posición en el trono, además de usar su inteligencia,
ponía en juego sus armas de mujer, con el fin de asegurar la lealtad de sus
colaboradores, los mismos que, sacrificando su castidad en el altar de la
política, eran sus consejeros y amantes a la vez.
Durante su reinado sometió a la Iglesia Ortodoxa al Estado, mejoró
la sanidad y fomentó la educación con la creación de
escuelas y academias para los hijos de la nobleza, basadas en las ideas filosóficas del pensador inglés Jhon Locke, a quien lo consideraba el padre del empirismo y liberalismo modernos. Tampoco es desconocida su
amistad con el enciclopedista francés Denis Diderot y con el filósofo Voltaire,
con quien mantuvo una larga relación epistolar, al igual que con varios de los philosuhes de la Ilustración europea, cuyas teorías fundamentales abogaban por el poder de la razón, la ciencia y el respeto hacia la humanidad.
Cuando Catalina La Grande falleció el 17 de
noviembre de 1796, unos dijeron que su muerte se produjo tras sufrir una
fulminante apoplejía cuando se disponía a tomar un baño, mientras otros
aseveraron que cayó en su alcoba a poco de sentir el fuerte impacto de un ataque al corazón. Sin embargo, los más
fantasiosos, haciendo alusión a su imagen de mujer promiscua, contaron
que falleció por un desgarro y
perforación en el colon, al ser penetrada por un caballo palomino de crin
blanca y pelaje brilloso, porque, al fin y al cabo, como reza el dicho
popular: El caballo es siempre grande, ande o no ande.
Con todo, lo único cierto es que Catalina II de Rusia,
conocida también como La Grande, se apagó a los 67 años de edad, como
corresponde a una emperatriz que tuvo una vida apasionante y un insaciable
apetito sexual que, contra viento y marea, cumplió con la ley científica de que
los humanos estamos programados genéticamente para ser polígamos y no monógamos
como predican los religiosos del más diverso pelaje.