domingo, 23 de febrero de 2014


NUNCA LLUEVE SOBRE EL SÁHARA

El reciente libro de Pedro M. Martínez, compuesto por 18 relatos, hace gala de la destreza narrativa del autor, quien recrea los hechos y personajes que marcaron su vida. Hay remembranzas que afloran con nitidez y precisión, y otros que se mueven en la línea exacta donde confluyen la realidad y la ficción. No cabe duda de que la memoria es una fuente inagotable en materia literaria y un crisol en el cual se funden las aventuras de la imaginación.

El autor, en una suerte de viaje en el tiempo y el espacio, nos invita al territorio de su infancia, donde constatamos el primer beso que le dio a la hija de la pipera, el trato cariñoso de su madre y la actitud afable de su padre, quien trabajaba en la construcción, suspendido como una alondra entre los andamios de madera. Asimismo, en Tarde de sábado, el primer relato de este fabuloso libro, nos familiarizamos con un tío flacuchento, enamorado y contador de historias de la Guerra Civil, y un profesor que maravilla a los alumnos con sus ocurrentes frases.

No podía faltar la presencia de su abuelo comunista, quien, además de hablar de vendavales y ciclones, estaba consciente de que hasta la madre naturaleza sabe que para progresar hay que destruir. El paso tranquilo del tiempo nunca ha cambiado nada. Es un hecho objetivo de la historia. Sabias las enseñanzas de este abuelo que, aparte de valorar los buenos muslos de una hembra, amaba el mar cantábrico y vivía obsesionado con el viento. El abuelo, protagonista inolvidable y simpático, sufrió también los abusos de la Brigada Político Social de Franco y pasó un tiempo en la cárcel de Oviedo, sin más acusaciones que las imputadas a quienes expresaban las ideas de los enamorados de la libertad y la justicia, y repetían de memoria las célebres frases del Manifiesto: Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo...

La escuela ocupa un lugar privilegiado entre los relatos, no sólo porque es la institución oficial de la enseñanza y el aprendizaje, sino también porque en ella se inculcan las ideas de las clases dominantes, las creencias religiosas y las supersticiones de antaño. De ahí que en El río petrificado se destaca el temor de un niño ante la muerte, sobre todo, cuando la maestra le confirma que los pecadores se van al Infierno, a sufrir durante toda la eternidad para espirar sus horribles pecados. Y que la única manera de evitar este cruel castigo es honrar a los padres y comulgar todos los domingos. Amar a Dios, a la Patria y al Caudillo.

La literatura, revestida con valores éticos y estéticos, permite canalizar de manera efectiva los sentimientos de protesta de quienes no comparten las normas establecidas por un régimen dictatorial ni los sermones de una Iglesia retrógrada. El autor, con la potestad de decisión sobre el destino de su obra, se convierte en un faro que ilumina el camino de la lógica y la razón, induciendo al lector hacia una temática que, con ingenio y conocimiento de causa, revela una de las etapas más sombrías de la historia contemporánea de España, donde la dictadura de Franco caló hondo en la mente y la conducta de millones de ciudadanos amordazados por la censura y amedrentados por los crímenes de lesa humanidad.

Pedro M. Martínez, con los atributos que caracterizan a un buen narrador, logra conjugar la imaginación y el verbo. Sus protagonistas, lejos de parecerse a los héroes inmortales de las películas, están hechos de carne y hueso, y, por eso mismo, son inmediatamente reconocidos por el lector que respira junto a ellos, como si se tratara de familiares o amigos que, urgidos por la necesidad de contar sus vidas, buscan la complicidad de alguien predispuesto a compartir sus tristezas y alegrías.

La inmigración latinoamericana se refleja en dos de los relatos. Ahí tenemos a la peruana Myriam Anita, asistente social en casa de un anciano, y a la ecuatoriana Aura Esthela, quien llegó a España como la mayoría de los indocumentados que, sin tener papeles de residencia ni de trabajo, abandonan sus países de origen en busca de mejores condiciones de vida, aun sabiendo que sus sueños pueden trocarse en pesadillas. Son personas que luchan día a día para llevarse el pan a la boca y enviar puntualmente las remesas a sus familias que depositan todas sus esperanzas en estos seres acostumbrados a la discriminación y al apelativo de “sudacas”. La soledad y el desarraigo del inmigrante están retratados vivamente en La soledad de la gata, que fue finalista en el segundo concurso de relatos de UGT y el Ayuntamien­to de Alcobendas, convocado bajo el lema Inmigración, emigración e interculturalidad.

Algunos de los personajes, como Joaquín en La mano inocente, encarnan la pobreza en la cual estaban sentenciados a vivir los más desposeídos durante la posguerra. Los contrastes sociales eran tan evidentes que incluso los perros de las damitas de alcurnia tenían un trato más digno que los labradores del campo y los parias de la ciudad. Sin embargo, como no existe pobreza ni riqueza que resista la tentación de la carne, Joaquín se siente atraído por las voluptuosidades de una de las vecinas de su abuela. El autor describe con elegancia la lujuria del joven protagonista y la sensualidad de Engracia; una cuarentona de ojos verdes, que tiene el fuego de la pasión a flor de piel y un cuerpo apto para conducir a Joaquín hasta el umbral de las sensaciones más fuertes de la condición humana, con palabras que incitan al amor: Ven, mi cielo, te voy a enseñar algo que quieren hacer todos los hombres.

En El botones, que obtuvo el primer premio en el Certamen de Relato Breve de la Asociación Amigos del Foro Cultural de Madrid en 2006, se retoma el tema de la sexualidad masculina, recordándonos que la simple fotografía de una mujer desnuda provocaba aspavientos en una época en que la mojigatería moralizante era moneda corriente. En la España franquista, como es sabido por todos, se tuvo que esperar el “destape” y el retorno a la democracia, para que los curas se quitaran la venda de los ojos y los guardianes de las buenas costumbres conyugales aceptaran que la sexualidad es uno de los impulsos más naturales del ser humano. Y, por consiguiente, uno de los motores principales del arte en general y de la literatura en particular.    

Pedro M. Martínez,  como todo viajero ansioso por tragarse el mundo, nos cuenta, en Disparos en un parquín, las experiencias de un grupo de amigos que, metidos en un viejo Renault 12 azul, ven cruzar coches Mercedes y Volkswagen por las carreteras de Hamburgo, mientras escuchan la música de Serrat y José Luis Perales, sin más pensamiento que aspirar aire libre, forrar el estómago con bocatas, cervezas y descansar el cuerpo sobre colchonetas. De hecho, el relato está protagonizado por jóvenes dispuestos a vivir una aventura bien vivida y recorrer el mundo dentro de un coche destartalado. No era extraño que los jóvenes de los años ‘60 y ‘70 estuviesen decididos a ampliar sus conocimientos y conquistar nuevos horizontes para dejar de ser provincianos y considerarse ciudadanos de un mundo cada vez más moderno y globalizado.

Los viajes siguen y se prolongan en Nunca llueve sobre el Sáhara. De las carreteras asfaltadas de Alemania se pasa a la llanura de Marrakech y a las cumbres del Toubkal, donde los protagonistas escalan con la ayuda de crampones, cuerdas, piolet y la firme decisión de alcanzar la cima más elevada entre las paredes de hielo y experimentar la sensación de un pájaro de alto vuelo. La lectura, pasito a paso, se hace apasionante en “Toubkal”, que fue finalista en los Certámenes Literarios de la Universidad Popular de Alcorcón en 2005.

Por otra parte, de un modo consciente o inconsciente, el autor manifiesta su antifranquismo con perífrasis y expresiones inherentes en el texto y el contexto, como en los relatos El silencio del valle, El botones y Todos éramos iguales, menos uno. No faltan las escenas en las cuales se describen las fachas y los desmanes de los miembros de la Guardia Civil, sembrando el terror y el pánico entre los pobladores que se oponen a la dictadura sin más armas que el estoicismo y el silencio; un aspecto relevante en la obra de este escritor con vínculos familiares en Asturias, donde las fuerzas de oposición libraron las batallas más cruentas contra un régimen fascista que, con el respaldo del clero y la Falange, estaba decidido a perpetuarse en el poder como por mandato divino, mientras las cárceles y las fosas comunes se llenaban con los militantes de la izquierda republicana.

El último relato, que da nombre al libro, es una pieza literaria cuidadosamente hilvanada desde el principio hasta el final, sin más recursos que el manejo de un lenguaje efectivo que permite recrear, con soltura y lucidez, la entrañable relación existente entre un escritor entrado en años y una nieta intuitiva, cuya inteligencia simboliza el mensaje humanista metido en una botella de cristal, que, tras navegar a la deriva entre los libros de la gran industria editorial, llega a nuestras manos como cuando llegan las buenas noticias desde tiempos y lugares remotos.

Pedro M. Martínez, así como es capaz de convertir en materia literaria cualquier suceso de la vida real, con imágenes y palabras destinadas a revelar el alma humana, es también capaz de lucir un buen sentido del humor y una prosa llena de expresiones que están a medio camino entre las metáforas y las figuras de dicción.

Nunca llueve sobre el Sáhara, aunque incluye relatos publicados anteriormente en obras compartidas con otros autores, exige una relectura atenta no sólo porque es un mosaico rico en ejes temáticos y matices literarios, sino también porque confirma la madurez de un escritor que merece ser considerado con seriedad tanto por la crítica como por los lectores más exigentes de la actual literatura hispanoamericana.

Pedro M. Martínez (Madrid, 1951). Narrador y fotógrafo. Llegó a la escritura de la mano del Taller Literario de El Comercial, del que es uno de sus miembros fundadores, en cuyo trabajo participa desde el año 2000. Es director de la Revista Digital de Arte y Cultura Almiar, socio fundador de la Asociación de Revistas Digitales de España (A.R.D.E.) y socio del Círculo independiente Ñ de escritores (CiÑe). Militó en el sindicalismo y la política desde los años de la dictadura franquista.  Tiene relatos dispersos en publicaciones de América Latina y Europa.

lunes, 17 de febrero de 2014

ENCUENTRA TU ÁNGEL Y TU DEMONIO,
NOVELA DE GABY VALLEJO CANEDO

La novela Encuentra tu Ángel y tu Demonio, de Gaby Vallejo Canedo (Cochabamba, Bolivia, 1941), es un libro que seduce y deleita, porque contempla las distintas etapas por las que atraviesa su protagonista, y porque no está contada desde la perspectiva docta del psicoanalista, sino desde la pluma de una escritora que sabe anudar los cabos sueltos de la realidad y la fantasía, sin más recursos que una imaginación desbordante y un lenguaje sensual y efectivo.

Isaura, la protagonista, decide reconstruir los registros dispersos de la memoria y contar la apasionante historia de su vida, en primera instancia para sí misma, pero consciente de que el destinatario final será su primo Luis Darío, a quien le une un amor prohibido desde la infancia y un destino que nadie lo puede evitar, porque el amor es más grande que los prejuicios sociales y más fuerte que todas las razones del mundo. No en vano se aclara en la contratapa del libro: Las sensaciones de todos los sentidos, preferentemente placenteros, son recuperados por Isaura a través de la escritura. Se inicia en el momento en que la niña sale del túnel materno a la vida, para coger por primera vez el pezón materno, para ser atravesada por la palabra, el sabor, el sonido, la piel y por el descubrimiento de las tentaciones eróticas de la infancia.

En efecto, Isaura, con la sensibilidad que la caracteriza, empieza recordando las canciones de cuna, las palabras mágicas, los príncipes encantados y los cuentos que estimularon su fantasía. Y en medio de este caudal de recuerdos, atravesados por el vuelo de los pájaros, la fragancia de las flores y las corrientes del río, está su primo Luis Darío, cuya imagen parece acosarla hasta en los sueños, acariciándole las piernas, los senos y los labios, como si de veras lo llevara grabado en la retina de la memoria. Isaura, aunque siente un amor desmedido por él, vive con el temor de volver a incurrir en una relación que no sólo está condenada al fracaso y la frustración, sino también reñida con la conducta moral de una sociedad conservadora, donde la relación carnal entre primos -como el adulterio y la homosexualidad- es una actitud reprochable pero evidente.

Después se enfrenta a las experiencias de la escuela, donde además de aprender a leer y escribir, se asimilan los códigos ético-morales que inculcan los educadores de turno, como ese viejo religioso que, invocando las palabras de Dios, advierte: ¡Jamás hay que tocarse ni dejarse tocar aquellas partes íntimas del cuerpo! ¡Es pecado!, ¡¡¡Pecado!!! De modo que Isaura, sacudida en lo más íntimo de sus cavilaciones, empieza a considerar que su cuerpo está tentado por el diablo y que la relación amorosa con su primo es un pecado imperdonable, y que, por eso mismo, está condenada a sufrir los castigos más crueles entre las llamas del infierno.

Sin embargo, años después, cuando Isaura vuelve a ser tocada por su primo Luis Darío, acepta las vibraciones de un amor que transgrede la ley divina y, como rebelándose contra la filípica del profesor-cura, se dice a sí misma: Yo intuyo que hemos rozado el borde de algo pecaminoso, no permitido, cuyo gusto y peligro está allí, sin palabra, hablando por sí solo. Algo distinto a lo que los dos hemos sentido hasta ahora. Yo tengo nueve años. Él…dieciocho. A los nueve años descubro que los cuerpos, juntos, rozándose, tienen un terrible poder de atracción. Yo no quería que Luis Darío se apartara de mí. Esa fuerza nos estaba juntando. Todavía seducida por ese algo desconocido que quiere moverme de la cama. Todavía se abre aquello dulcemente, entre mis piernas. No me importa lo que quiso borrar el cura de mi cabeza, con las imágenes del infierno: gozo a Luis Darío y al deseo de juntarme a su cuerpo (pág. 37-38).

No cabe duda, Gaby Vallejo nos plantea, con inteligencia y destreza narrativa, un tema tabú cuyo erotismo es una sutil sugerencia que no entorpece el texto ni el contexto de la obra, sobretodo cuando describe las emociones del alma y las sensaciones del cuerpo, con una armonía que fluye a través del mínimo espacio que separa entre el discurso narrativo y la lectura atenta del lector, quien, desde el instante en que está inmerso en el texto escrito en tiempo presente, siente que la trama de la historia transcurre aquí y ahora.

No se puede negar que esta obra, por el mismo tratamiento del tema, poco frecuente en la literatura boliviana, será motivo de controversias y hará fruncir el ceño a más de un lector, así la autora se esmere en aclarar que el amor de una niña de nueve años por un hombre de diecinueve, más que ser una aberración depravada de los sentidos, es un modo de someter a prueba uno de los instintos más fuertes de la condición humana.

La novela, al estilo de García Márquez e Isabel Allende, nos presenta situaciones y cuadros descriptivos que van más allá de la lógica y la realidad, sobretodo cuando Isaura adquiere poderes mentales o trascendentales, que la permiten transportarse como por arte de magia de un sitio a otro, o cuando el espíritu de su difunta hermana se le aparece entre ensueños, anunciándole que, al cumplir los cincuenta años de edad, volverá a los brazos de su primo Luis Darío. Así de fácil, Isaura, a poco de salir de un matrimonio de conveniencia, que la convierte en una “insípida dueña de casa”, vuelve a juntarse con su primo Luis Darío, el amor más grande de su vida y el final de su destino.

Por las páginas de Descubre tu Ángel y tu Demonio desfilan también una serie de personajes típicos y pintorescos del ámbito rural y urbano, como doña Rosalía, la vecina que vende golosinas en su tienda de caramelos; el loco que vive en la casa de la hacienda, pegando los recortes de los periódicos en las paredes de su habitación; doña Celestina y su sobrino Porfirio, un adolescente con quien Isaura mantiene una relación efímera, que no pasa más allá de los tímidos besos y los paseos por la Alameda, mientras en el Chaco estalla la guerra contra la hermana república del Paraguay; el capitán Galindo, que evita la ejecución de Luis Darío en plena línea de fuego; el médico cochabambino que corteja a Isaura detrás del biombo mientras al otro lado yace moribundo su marido; el viejo Mariano y la vieja María, quien, por ser la sirvienta más antigua en la casa de los Paz, conoce los recovecos de esta historia compleja y fascinante, que empieza como un juego inocente y termina como un detonante familiar.

Gaby Vallejo, con esta crónica que hace hincapié en las aventuras amorosas de una niña precoz, se aleja de su temática de carácter social, que caracteriza a sus anteriores novelas: Los vulnerables (1973), La sierpe empieza en cola (1991)  e !Hijo de opa! (1977), que mereció el Premio Nacional Erich Guttentag y posteriormente sirvió de guión a la película Los Hermanos Cartagena. Se tratan de novelas que, escritas con coraje civil y conocimiento de causa, han contribuido a denunciar las injusticias sociales y a testimoniar las tragedias de un país asolado por las dictaduras militares, el despotismo institucional y la violación a los Derechos Humanos. Asimismo, en su condición de educadora y docente investigadora en la Facultad de Humanidades de la Universidad Mayor de San Simón, en Cochabamba, es autora de varios libros dedicados a los jóvenes y niños, entre los que destacan: Juvenal Nina (1981), Detrás de los sueños (1987), Mi primo es mi papá (1989) y Si o no, así de fácil. De otro lado, aparte de ser miembro de la Academia Boliviana de la Lengua, es directora de la revista juvenil Chócale y directora de Teluria, revista del comité de Mujeres Escritoras del PEN Club Internacional.

Claro está que Gaby Vallejo, al igual que otras intelectuales cochabambinas, sigue el ejemplo de la insigne escritora Adela Zamudio (1854-1928), quien abogó por los derechos de la mujer y se enfrentó contra los cánones de la sociedad patriarcal, que impuso leyes para recluirla entre las cuatro paredes del hogar, sin darle otras opciones para realizarse en el plano social y cultural. No obstante, a pesar de los prejuicios y la discriminación, son varias ya las mujeres bolivianas que, gracias a un esfuerzo personal y méritos propios, se han destacado tanto en el mundo político como artístico. La prueba está en la Antología del cuento boliviano femenino (1997), elaborada por Manuel Vargas y publicada por la editorial Los Amigos del Libro; una excelente compilación de textos que dan una pauta de los temas y las técnicas narrativas que son afines a las escritoras bolivianas contemporáneas.

Gaby Vallejo, que destaca por su prolífica labor literaria entre esta pléyade de mujeres que han decidido romper con los atavismos de una cultura que las sujeta de pies y manos, no escribe como un hombre ni es una mujer de pelo en pecho, como dijeran irónicamente algunos de sus críticos, sino una mujer audaz en el panorama de la literatura boliviana, una mujer que escribe con la pasión del alma, derribando las vallas que separan a la literatura femenina de la masculina, que, por lo demás, es una imposición arbitraria de un sistema que tiende a mantener a raya la potencialidad creativa de la mujer, por el temor a que los hombres pierdan sus privilegios y posiciones de dominio.

Encuentra tu Ángel y tu Demonio (1998), sin resquicios para la duda, es un buen ejemplo de la actual narrativa boliviana, donde varios de los escritores, libres de prejuicios sociales y tabúes sexuales, están recreando temas eróticos que hasta hace poco eran censurados por la moral religiosa y la doble-moral de las instituciones culturales, al menos, si las obras estaban escritas por mujeres. Mas ahora que parecen soplar los vientos de la modernidad, las mujeres se han lanzado a revelar su ángel y su demonio, con una lucidez que se aprecia en la nueva novela de Gaby Vallejo, quien vive abrazada a la ilusión de escribir algunas obras más en este nuevo milenio.

viernes, 14 de febrero de 2014


LAS SERPIENTES

No sé exactamente por qué guardé este dibujo entre los recortes de mi archivo, quizás sea porque me trae a la memoria una serie de asociaciones relativas a la maravilla y el peligro, o, simple y llanamente, porque todavía me persigue la imagen espeluznante de esa serpiente que, por esos extraños azares del destino, vi sobre los rieles del ferrocarril de Orcoma, un pueblo de Cochabamba donde viví cuando era niño.

La serpiente, gorda como el tronco de un árbol, yacía dividida en tres partes bajo el sol que caía inundando la tarde. Los curiosos, quienes se dieron cita desde las horas de la mañana, hicieron un ruedo para contemplar de cerca al animal que perdió la vida entre las herrumbrosas ruedas de la locomotora. Me abrí paso entre la gente y, a poco de salir adelante, me enfrente a una realidad que me hizo erizar los pelos, pues la serpiente tenía la cabeza del tamaño de un cordero, los dientes ganchudos en la mandíbula superior y unas rayas negras que le cruzaban a lo largo del lomo; era una serpiente enorme, al menos así me parecía, tan enorme que cuando los pobladores, cuchillos y machetes en mano, se dieron a la tarea de cuartearla, se supo que el carnicero del pueblo no vendió su mercadería por varios días.

Desde entonces, la imagen de esa serpiente se negó a abandonarme. Se metió en mis sueños con una nitidez escalofriante, persiguiéndome con toda su ferocidad y belleza, como si de veras formara parte de mi cuerpo. Lo cierto es que tampoco puedo ni quiero olvidarla, así me siga espantando como cuando miraba a los diablos en el Carnaval de Oruro, donde los danzarines, imitando a los demonios del infierno, lucían serpientes en las máscaras, con una ferocidad semejante a la cabellera de Medusa. Además, la máscara de diablo que le regalaron a mi madre, y que ella colgó como adorno en la pared del cuarto, me causaba un miedo acosador por las noches, sobre todo a la hora de dormir, como empujándome hacia un abismo iluminado por lo fantástico y lo diabólico.

Después supe que la serpiente fue la tentadora del género humano. Según la versión bíblica, cuando el mundo flotaba todavía en el vacío, Dios dijo: Que se haga la luz, que se haga el agua y que se hagan los animales en la tierra, en el aire y en el agua. Después creó al hombre de un montoncito de tierra, le dio vida con su divino aliento, le quitó una costilla y con ella hizo a la mujer, quien fue tentada por la serpiente que le dio de comer la fruta prohibida del Paraíso. Una vez que Adán y Eva se hicieron pecadores por comer del árbol del saber, del bien y del mal, fueron echados del jardín del Edén y condenados a errar por el mundo. Pero como Dios no estaba conforme con el pecado original en el cual incurrieron las criaturas hechas a su imagen y semejanza, condenó a Eva a ser la sierva del marido y a soportar con dolor la gestación y el parto, mientras que a la serpiente, criatura maligna del demonio, le dijo: Tú eres la más maldita entre todos los animales, polvo comerás y sobre tu vientre irás por el resto de tu vida.

Pero mayor fue mi temor cuando supe que la Biblia daba cuenta de otros animales cornudos, como en el relato del Apocalipsis, donde el dragón está simbolizado por un monstruo parecido a una serpiente con muchos cuernos, que mata y devora a otros animales, aparte de rebelarse contra la palabra de Dios y enfrentarse al arcángel San Miguel, quien lo vence en un feroz combate y lo expulsa del reino de los cielos.

Los dragones, aunque parecen cuadrúpedos, no dejan de ser reptiles. La palabra griega que los designa (drakon) también significa serpiente. La serpiente cornuda aparece en la alquimia latina del siglo XVI como cuadricornutus serpens (serpiente de cuatro cuernos), símbolo de Mercurio y antagonista de la Trinidad cristiana. Después están los dragones alados de la mitología asiática, donde este animal fabuloso, con patas, cuernos y cola de saurio, es tenido por divinidad del bien, pero también temido como Pitón, la serpiente monstruosa que, según cuenta la leyenda griega, tenía cien cabezas y cien bocas que vomitaban fuego, y que, aun siendo el guardián del viejo oráculo de la Tierra en la fuente de Castalia, fue muerto por las flechas de Apolo en el monte Parnaso, a cuyo pie se alzaban la ciudad y el templo de Delfos, donde Apolo, el joven héroe, de larga cabellera y rara hermosura, presidía el concierto de las Musas, a quienes consagró su vida y su gloria.

Así transcurrió mi infancia, hasta cuando llegó el día en que me vi asaltado por la experiencia de la curiosidad y el aprendizaje. En el colegio entré en contacto con las aventuras de El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, el dibujante, escritor y piloto francés que, a principios de la Segunda Guerra Mundial, desapareció misteriosamente a bordo de su aeroplano cerca de la costa de Marsella. El narrador cuenta que una vez, cuando éste tenía seis años de edad, contempló la ilustración de una serpiente-boa que se tragaba una fiera salvaje; un impacto visual que no sólo le hizo reflexionar sobre las aventuras y los peligros de la selva, sino también le motivó a dibujar una serpiente-boa engulléndose a un elefante. Empero, el día en que enseñó su obra maestra a los adultos, preguntándoles si acaso les asustaba su dibujo, ellos, metidos en su mundo lógico y racional, le contestaron al unísono: ¿Por qué habrá de asustarse de un sombrero? Entonces Antoine de Saint Exupéry, extrañado por el modo de razonamiento de los adultos, intentó explicarles que su dibujo no representaba un sombrero, como parecía a simple vista, sino una serpiente-boa digiriendo un elefante.

De modo que la serpiente no sólo era el símbolo del mal, sino también una imagen emblemática del saber y la fuerza, con la cual se identificaban muchos pueblos primitivos, y el símbolo de la moderna química orgánica, pues el químico alemán August von Stradonitz Kekulé, investigando la estructura molecular del benceno, soñó con una serpiente que se mordía la cola; una imagen onírica que le permitió deducir que la estructura del benceno era un anillo cerrado de carbono.

Más adelante supe que las serpientes, al menos en ciertas culturas, eran consideradas animales domésticos y adorados como dioses. Así, la Serpiente Emplumada es una divinidad mitológica presente en la tradición cultural de numerosos pueblos mesoamericanos, debido a que está considerada como el dios del agua y la lluvia. En el México precolombino, por ejemplo, se adoraba a Quetzalcóatl, la divinidad de los aztecas, la serpiente engastada en preciosas plumas de quetzal, que un día se embriagó e incurrió en el pecado de la carne, y al morir, quemado en una hoguera, su corazón ascendió al cielo identificándose con la estrella Venus, mientras sus cenizas se alejaron en una balsa de culebras por la ruta de los volcanes, prometiendo volver otro día por donde nace el sol, con la felicidad en sus alas y la venganza en sus escamas.

En la cosmovisión andina, la serpiente (katari en aimara, amaru en quechua) es una deidad que está relacionada con el rayo (illapa) y con el agua, que corre por los canales de irrigación, ríos y vertientes. Se dice también que todo lo que compone la vida está escrito en las escamas de Amaru, la serpiente alada, con ojos cristalinos, hocico rojizo, cabeza de llama y cola de pez. Tiene la propiedad de ser una serpiente voladora que, al igual que Kukulkan o Quetzalcóatl, cumple la función de ser una deidad comunicadora entre el cielo y la tierra. Asimismo, debido a la fortaleza y vitalidad que representa la serpiente en la cultura de los Andes, dos de los caudillos indígenas, que lucharon contra la dominación española durante la colonia, asumieron el seudónimo de Túpac Amaru y Túpac Katari, como símbolo de la rebelión indígena tanto en Perú como en Bolivia.

El dragón de la mitología china, a diferencia de los dragones de la mitología occidental, no echaba llamas sino nubes por la boca; tenía la cabeza de camello, los cuernos de ciervo, los ojos de demonio, las orejas de buey, el pescuezo de serpiente, la piel escamada, la panza parecida a las ostras, las patas de tigre y las garras de águila. No obstante, en el mundo mitológico se lo representaba con propiedades humanas. Su elemento principal era el agua y poseía poderes sobrenaturales sobre la lluvia y los ríos, los lagos y las tormentas. El dragón, en su función de espíritu protector, formaba parte del mundo de los inmortales y mantenía relaciones con los dioses, quienes lo usaban para cabalgar por los cielos.

Si el león era el símbolo de las monarquías europeas, el dragón era el símbolo de los emperadores chinos, quienes se retrataban sentados sobre él y acompañados del ave Fénix. El dragón pasó a formar parte de la vida cotidiana de los pueblos asiáticos; en su honor se celebran fiestas cada quincena del primer mes del año y en su honor se representa la danza del dragón, una antigua tradición que se conserva viva hasta nuestros días. 

Como es de suponer, al descubrir que la serpiente tenía otras connotaciones en las culturas y religiones ajenas a Occidente, me puse a pensar en que la versión bíblica no era la única ni la más sagrada. Pero mayor fue mi sorpresa al saber que entre las tribus de la Amazonía, donde los hombres viven en simbiosis con la naturaleza y respetan la vida de los animales como a su propia vida, existen chamanes que aseveraban haberse encontrado con el espíritu de las serpientes muertas, como cuando Hamlet se encontró con el espíritu de su padre en el drama de Shakespeare.

En la actualidad, la creencia de que las serpientes son animales de mal augurio y criaturas del demonio ha dejado de tener sentido, sobre todo, desde que los zoólogos empezaron a construir terrarios para exhibirlos como especies raras pero no peligrosas, como ocurre en el terrario de Skansen, en Estocolmo, donde vi de cerca a una hermosa serpiente que, arrastrándose lentamente en su hábitat artificial, me dirigió una mirada triste, como diciéndome: Aquí me tienen, arrancado de mi medio natural y metido en esta caja de cristal, donde unos me miran con admiración y otros con insoportable espanto.

martes, 4 de febrero de 2014

HUGO MOLINA VIAÑA,
EL ETERNO POETA DE LOS NIÑOS

Hugo Molina Viaña (Oruro, 10 de octubre de 1931 – La Paz, 13 de noviembre de 1988). Profesor y escritor de literatura infantil. Egresó de la Escuela Nacional de Maestros de Sucre y prosiguió estudios de especialización en Venezuela y Costa Rica. Trabajó en las escuelas de Oruro, La Paz y en varios distritos mineros, donde publicó boletines literarios que tuvieron una amplia recepción.

Se desempeñó como libretista en la radio de la Universidad Técnica de Oruro y ejerció como empleado público en el Departamento Nacional de Currículum del Ministerio de Educación (1969-1987). Fue uno de los organizadores de la segunda generación del Grupo Literario Gesta Bárbara, co-fundador del Comité Nacional de Literatura Infantil, presidente de la sección boliviana de la Organización Internacional para el Libro Infantil y Juvenil (IBBY), colaborador de varias publicaciones internacionales y nacionales, como Presencia Literaria y GOYI, suplemento estudiantil del diario Hoy.

A lo largo de su vida asistió, como invitado especial, a Congresos, Encuentros y Seminarios de escritores de Literatura Infantil y Juvenil. Obtuvo, asimismo, merecidos reconocimientos, como el Premio Literario de la Escuela Nacional de Maestros (1948), Nacional de Literatura Minera-Comibol (1964), Nacional de Poesía de la Universidad Técnica de Oruro (1965), Juegos Florales Leonísticos Nacionales (Comité de Damas Club de Leones, Oruro, 1967), Premio Internacional Hans Cristian Andersen de IBBY por sus obras Vicuncela (1978) y El Duende y la marioneta (1982).

Este poeta de espíritu soñador, que siendo adulto sentía y pensaba como niño, no sólo defendió los derechos de la infancia, sino que consagró su vida a la creación de una literatura que atrapara el mundo fantástico de aquellos pequeños lectores que le tocaban como tiernas aves su corazón. No en vano escribió una brillante obra por y para los niños, consciente de que uno de los alimentos espirituales para ellos era la poesía y la narrativa, que llegaba con fulgor y ternura a lo más profundo del espíritu infantil.

La revista nacional Educación, evocando las fibras más sensibles del poeta eterno de los niños, señala en uno de sus números: Los niños se apoderan en forma inmediata y con agrado de su poesía, porque las cualidades que encierra se integran con naturalidad a los intereses del mundo infantil. Así, Molina Viaña es el poeta militante que le hacía falta a la niñez boliviana, él escribe para los niños sin importarle la opinión que puedan tener los adultos sobre su poesía que, como don espiritual, se desliza secretamente entre él y los niños.

En su abundante poesía, llena de sabiduría, simbología y metáforas sencillas, destacan las composiciones dedicadas a la meseta andina, donde el autor vivió desde su infancia, soñando con los vegetales y animales de su entorno. De este modo nació su poemario Martín Arenales, desde cuyas páginas –en las cuales desfilan, en finos versos, los animales más comunes de nuestra geografía- lanza un mensaje pedagógico para la protección y conservación de la fauna boliviana, como la del quirquincho (armadillo), animal típico de los arenales de Oruro.

Hugo Molina Viaña, al igual que Óscar Alfaro, dedicó su vida y obra a los pequeños lectores, desde el instante en que se preocupó, en su condición de educador nato, por el futuro de la niñez, que se merece la atención de las autoridades gubernamentales, pero también de los profesores y padres de familia, ya que en la población infantil están los cimientos del futuro de la nación. Tampoco se cansó de fustigarles a los maestros con certeras palabras: Educadores de Bolivia, escuchad el latido de los poetas para que ellos contribuyan a la educación del gusto estético de la Escuela, porque de ellos es el reino de la infancia (…) Es imprescindible subrayar que la poesía formará el alma del niño en su educación ética y estética, contribuyendo al desarrollo de una personalidad. La poesía nutre su vida espiritual y de relación. La creación en el niño está a flor de piel. Crea en sus sueños. Crea en sus juegos. Crea en su propio lenguaje, maneja la sílaba y la palabra con su interés lúdico.

No está por demás sugerir que sus libros El Duende y la marioneta y Martín Arenales, que explayan una hermosa prosa lírica, deben ser leídos por los niños de Bolivia, como tampoco está por demás recordar que alguna institución cultural se haga cargo de editar su ensayo La Escuela de Negro Pabellón, en el cual plantea la necesidad de aplicar una pedagogía del amor en cada escuela donde reina la amargura y el dolor. 

Asimismo, es oportuno señalar que su hijo Gonzalo Molina Echeverría, quien trabaja como archivista e investigador en la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional de Bolivia, con sede en la ciudad de La Paz, está preparando una bibliografía completa y una biografía de Hugo Molina Viana, cuya figura cimera en las letras orureñas es digna de ser destacada en todos los ámbitos culturales de la ciudad que lo vio nacer. Esperemos que las instancias pertinentes apoyen la edición de la biografía y que las autoridades edilicias, por medio del Honorable Concejo Municipal, determinen perpetuar su nombre con una calle, una plaza, un establecimiento educativo o una institución cultural; es lo menos que se puede hacer para rendirle un justo homenaje a este escritor que dedicó su vida a la educación boliviana y su talento a la literatura infantil.

Apuntes bibliográficos

Poesía: Palacio del Alba (1955); Lucero de Seda (1956); Martín Arenales (1963), Bonquis y sus Canciones (1965); Ratonela (1974); Viajeros del espejo (2007); Martín Pescador (2007); Pilicitu Pilinín (2008); Poemas para llevar en la mochila (2010); El Duende y la Marioneta (1970); Vicuncela (1977); El País de Nunca Jamás. Expomágica (1979, 1981 Catálogo: ilustraciones de Marcelo Arduz Ruiz); La Niña de la Glorieta (1987); El Reino de Nomeolvides (2007). Cuento: Ratonciélago y otros cuentos (2008); El diario de un gato (2008); El quirquincho y su caparazón (2008); El quirquincho Bolita y otros cuentos (2010). Ensayo: La Poesía, los niños y su mundo (1969). Antología: El Mundo del Niño Poemas I (1968); Selección del cuento boliviano para niños (1969); Breve Antología de la Poesía Infantil de la Región Andina (1974); Adivina..., adivinador (1987).

lunes, 27 de enero de 2014

SERGIO CANUT DE BON,
EL POETA COLÉRICO DE RINKEBY

Es difícil imaginar el panorama de la poesía latinoamericana en Suecia sin la presencia de un personaje extravagante como Sergio Canut de Bon, quien le ponía color a la vida burlándose de la muerte. Era un conversador ameno y sabía sacarle partido a las tertulias, donde sus anécdotas parecían juegos de pirotecnia. Sus sentencias concisas, hechas con ingenio y humor cáustico, constituyeron el lado fuerte de su creación literaria, quizá porque a través de ellas quería expresar la verdad -su verdad- de una manera breve, rotunda y poética.

Canut de Bon, acostumbrado a la reflexión moral e intelectual, era gran admirador de Salvador Allende, Luis Emilio Recabarren y fiel simpatizante de la revolución cubana. No en vano uno de sus libros está dedicado al comandante Fidel Castro Ruz, seguida de una frase que agregó entre paréntesis: Lo que Yo habría deseado ser. Se le conocían algunas actividades políticas como militante del Partido Socialista y se denominaba presidente de LAIFE (Sociedad de Escritores, Artistas e Intelectuales Latinoamericanos en el Exilio); una organización que, sin afanes de lucro ni representaciones jurídicas, hacia circular de cuando en cuando una Hoja informativa entre amigos y afiliados.

Cuando lo conocí personalmente, a principios de los años 80, ya me habían contado de sus ocurrencias irreverentes en el barrio de Rinkeby, donde graffiteó en los puentes y frontis más visibles: ¡Viva Canut de Bon! o ¡Arriba Canut de Bon! Asimismo, cuando algunos le echaron la talla por su excesivo ego, él volvió a los mismos lugares y, allí donde antes había escrito: ¡Viva Canut de Bon! o ¡Arriba Canut de Bon!, escribió con puño firme: ¡Muera Canut de Bon! o ¡Abajo Canut de Bon! Y, para no darles el gustito a todos, se podía leer en las paredes de las iglesias luteranas la sentencia: ¡Dios ha muerto! ¡Qué viva Canut de Bon!

La primera vez que lo visité en su apartamento, me enseñó un enorme mapa de Sudamérica que tenía en la pared de su sala, mientras me relataba sus hazañas de caminante que hacía camino al andar. Pasé por tu país -afirmó con expresión risueña-. Me gusta su gente y la majestuosidad de su paisaje que forma parte del macizo andino. Luego añadió: Bolivia es un país que quiero entrañablemente, podría parafrasear a mi amiga Violeta y decir: ‘Bolivia... que me ha dado tanto’... Me contó que, al mejor estilo del Che, recorrió por los territorios cuyas rutas estaban señaladas con marcadores de color, sin más compañía que un mapa en la mano y una mochila al hombro.

Compartimos lecturas en el escenario menor de la Casa de los Conciertos de Estocolmo, donde se llevó a cabo Poesi-Dagen en 1983, y en las jornadas literarias de la Biblioteca de Brandbergen, el 29 de abril de 1987; ocasión en la que se quejó de que algunos aprendices y baciniqueros  le dijeron tonterías, a tiempo de criticar su particular modo de abordar la poesía. Su queja, más que ser casual, parecía premeditada e intencional, pues a Canut de Bon, maestro en el manejo de la ironía mordaz, le gustaba referirse al cotilleo literario chileno, a la eterna rivalidad entre Pablo Neruda y Pablo de Rokha, a los amaneramientos de Vicente Huidobro o al lesbianismo no confeso de Gabriela Mistral.

En diciembre de 1986, con motivo del 5o. aniversario del semanario Liberación, hicimos el largo viaje entre Estocolmo y Malmö, junto al poeta Carlos Alberto Muñoz y al periodista Luis Garrido, quien iba al volante con la velocidad de un conductor que no usa bocina. Allí, reunidos entre colaboradores y amigos del semanario, conformamos el jurado del certamen literario que se convocaría en memoria a Olof Palme. Recuerdo que durante el trayecto me confesó que amaba tanto la literatura que, la preparación del libro de su vida, le costó incluso el divorcio de su esposa, quien, por ese entonces, estaba vinculada a un pequeño círculo de mujeres que se reunían en torno a la revista Micaela, la misma que, según su opinión, era una publicación extremadamente feminista que ponía a volar pajaritos en la cabeza de las mujeres cansadas del machismo latinoamericano y de la vida matrimonial.

Al cabo de publicar sus Aforismos y poemas, me envió gentilmente un ejemplar el 25 de septiembre de 1986, con una dedicatoria que dice: Estimado Víctor: No me molesta, por el contrario, el que me señalen errores o ataquen. Es agradable el que en una amistad o compañerismo te señalen los defectos y tañan el nombre de uno sin ser cómplices de lo negativo. Así entiendo la amistad verdadera (...) Ráyalos, tájalos, qué sé yo, no me disgustaré. Dímelo y te daré aun más gracias. Espero me comprendas. Es duro criticar, si se hace con un espíritu alerta a lo bueno en esta dura tarea hacia la perfección. Éste era el verdadero sentido de la amistad y de la crítica constructiva que asumía Canut de Bon, quien, como todo ser curtido en la escuela de la vida, no confiaba en esos criticones parecidos a los perros que ladran pero que no muerden.

La segunda vez que nos reunimos en su apartamento, con motivo de dar a conocer el veredicto del certamen literario convocado por el semanario Liberación, estuvimos acompañados de Carlos Alberto Muñoz, a la sazón tercer miembro del jurado. Cotejamos los puntajes de los finalistas y, por unanimidad, decidimos premiar la poesía de Juan Cameron. Acto seguido, y como no podía ser de otra manera, nos enfrascamos en una conversación amigable en la que no faltó el vino tinto ni los bocadillos.

Un día nos encontramos en la estación del metro de Odenplan y caminos juntos hacia el antiguo edificio del Instituto de Estudios Latinoamericano, donde Isabel Allende habló de su exitosa novela La casa de los espíritus. Años más tarde, nos reencontramos en la Universidad de Estocolmo, con motivo del primer Festival Latinoamericano de Poesía denominado La reconstrucción del tiempo (octubre de 1989), en la que Daniel Moore le tomó una fotografía desde su asiento, como quien estaba decidido a perpetuar la imagen de un Canut de Bon con el bastón en la mano.

No recuerdo bien cuándo fue la última vez que nos vimos, pero me enteré que estaba viviendo en el Servishus de Rinkeby, donde el niño que habitaba en él seguía dándole cuerda a sus travesuras. Esto me lo confirmaron unas señoras de la tercera edad. Decían que Canut de Bon era una persona especial, que pasaba los días entre la lucidez y la locura, y que por las mañanas, movilizándose en su silla de ruedas por los pasillos, las despertaba con garabatos y declamando sus versos a grito pelado, y que, en más de una oportunidad, armó tremendos líos en el comedor. En fin, nada raro en un ser humano cuya excéntrica personalidad estaba marcada por su actitud de juerguista, extrovertido y socarrón.

Desde que lo conocí, de igual a igual, mantuvimos un trato cordial y un mutuo aprecio. Me alentó en mis primeros avances literarios y hasta llegó a escribir en unas de sus cartas: Debería envidiarte la juventud y, a tiempo de despedirse, no dejaba de desearme: Salud, dinero y amor... y el que tenga estas tres cosas... De él aprendí, como todo joven aspirante a escritor, que el sentido del humor es la mejor arma contra los comentarios ponzoñosos y malintencionados. Cuando te echen la talla -me recomendaba-, lo mejor es no picarse. Ríete y olvídate. Y si los envidiosos hablan a tus espaldas, ríete también con más ganas. Tampoco era extraño escucharle decir: Esté feliz de que hablen de usted, compadre, que le serruchen el piso y lo pelen a lengua suelta. ¡Así lo harán famoso, saboreándolo de boca en boca!...

Hasta aquí, todo hace pensar que Canut de Bon hizo de todo, pero lo cierto es que era poeta ante todo. Murió en el Hospital de Karolinska el 28 de enero de 1993 y sus restos fueron incinerados en la Capilla de la Rosa del Crematorio de Råcksta. Al fin y al cabo, cumplió su deseo de enterrarse en Estocolmo en caso de morir en el exilio. Ya antes de que el tirano Pinochet fuese tumbado por el clamor popular, dejó dicho y escrito: ... no debo ser enterrado en ningún lugar del territorio nacional mientras el usurpador esté vivo o muerto pudriendo o pudriéndose dentro de sus límites. Sólo tras ser alejado ese corruptor de la nación de su territorio entonces mis cenizas sean repartidas o colocadas en el Patio Once del Cementerio General de Santiago donde reposan mis camaradas ‘N.N.’ víctimas, entre otros, de tanta insania.

Guardo celosamente algunas cartas escritas de su puño y letra, incluida una dedicatoria que estampó en una servilleta de Berns Salonger, durante la tertulia del 24 de noviembre de 1983, en presencia de Mario Romero, Carlos Geywitz, Sergio Badilla y otros. Las guardo por si acaso alguien, algún día, las necesite para reconstruir la vida de este poeta colérico que fue buen amigo de los amigos, y, por qué no decirlo, también amigo de sus más furiosos enemigos.

Bibliografía

Sergio Canut de Bon Salas (Chile,1923 - Estocolmo,1993). Autor de Mis pensamientos (1956), Campacana y otros poemas (1958), Trovas de odio y de amor colérico (1959), Nosotros-Yo, Latinoamérica (1960), Historias por y para campesinos (obra quemada por el fascismo, 1973), Aforismos y poemas (1986) y Nuevos aforismos y pensamientos (1989).

viernes, 24 de enero de 2014


LA ESTATUILLA DEL TÍO DE POTOSÍ

En esta ciudad, construida a la sombra del renombrado Sumaj Orq’o, encontré a un artista que ocupaba parte de su tiempo a moldear con papel maché la imagen del Tío. Lo conocí por casualidad, la mañana en que tomé un taxi con destino a la moderna terminal de autobuses, donde debía recoger mi equipaje.

El chofer me saludó con la mirada y me hizo pasar al asiento de atrás, cuyo tapizado de cuero estaba descuajaringado por el paso del tiempo y el peso de los usuarios.

El taxi era poco confortable, desprendía un fuerte olor a gasolina y estaba desprovisto de taxímetro. Así que, desde un principio y sin mediar muchas palabras, fijamos la tarifa en relación al tiempo y la distancia que debíamos recorrer.

Trato hecho y arrancamos hacia la terminal de autobuses, inaugurada en febrero de 2009, como uno de los grandes avances arquitectónicos de la ciudad. El desplazamiento del vehículo fue rápido, aunque el motor, en cada maniobra de la caja de cambios, trabajaba con el mismo rumor que los pulmones enfermos con silicosis, llenándose y vaciándose en cada respiro.

En el trayecto aproveché para ver los sitios más emblemáticos de un Potosí que, en virtud a su pasado y grandeza histórica, parecía más un museo vivo que un mausoleo de antaño. Llevaba la mirada puesta en los colores ocres del cerro, con los cuales están pintadas las fachadas de innumerables casas. Después pasamos por la plaza principal, donde están las construcciones que forman parte del patrimonio histórico y cultural de la antigua Villa Imperial.

Cruzamos, entre trancadera y trancadera, por el pórtico de la Catedral de estilo gótico, en cuyo interior se advierte una gran exposición artística, con la inclusión de deidades indígenas y símbolos del cristianismo. Cruzamos también por la portentosa fachada de la Casa de la Moneda, construida entre 1757 y 1773, como uno de los edificios civiles más destacados del Nuevo Mundo y que hoy, convertida en museo, conserva importantes archivos de la época colonial.

Una vez que dejamos atrás las numerosas iglesias, distribuidas prácticamente en cada dos cuadras, arribamos a la entrada principal de la terminal, ubicada en las afueras de la ciudad, cerca de los descampados de la pobreza y lejos del Cerro Rico, en cuyas faldas se levantaron las primeras casas de la Villa Imperial de Potosí.

A tiempo de bajarme del taxi, le supliqué al chofer que me aguardara un poquito, pues sólo debía recoger mi equipaje y luego retornar al hotel. El chofer, que no me abrió la puerta ni al subir ni al bajar, sacó su cabeza por la ventanilla y aceptó mi propuesta.

Al retornar al hotel, y a medida que ganábamos la distancia por las mismas calles polvorientas y empedradas por donde habíamos transitado minutos antes, le pregunté si conocía un lugar donde podía adquirir la estatuilla de un Tío. Me miró a través del espejo retrovisor y me contó que una de las personas dedicadas a moldear Tíos con papel maché era su hermano.

–¿Ahora mismo tendrá alguno? –le pregunté.

–Espera un momento –contestó. Marcó el celular y llamó mientras manejaba el volante con una mano.

Al poco rato, volvió a mirarme por el espejo retrovisor y dijo:

–Tiene uno a la vista. Si quieres pasamos por su casa.

Le acepté sin pensar dos veces y nos dirigimos hacia la casa de su hermano, allí donde moran algunas familias mineras, que construyeron sus vidas a medio camino entre el campo y la ciudad, como en los tiempos de la colonia, sometidas a una suerte de discriminación social, racial y económica.

En esa zona, como largada de la mano de Dios, los más pobres viven en casuchas de dos por tres metros, hechas con adobes y rústicos techos de paja, o, en el mejor de los casos, construidas con ladrillos y techos de calaminas corroídas. Algunas de las viviendas tienen puertas de lata y carecen de ventanas. ¿Para qué tener ventanas, si no ven la luz de la esperanza ni entra el sol para calentar sus vidas?

Al cabo de recorrer por un vericueto de calles, atestadas de viviendas a medio construir, llegamos a la casa de Edwin Callapino, un artista que cursó tres años la carrera de Bellas Artes antes de abandonarla por razones económicas, como tantos talentos que no culminan sus estudios, pero que tampoco dejan su vocación artística metida en sus venas.

Me enseñó la estatuilla del Tío, que hizo a pedido de un sindicato de cooperativistas, quienes querían tenerlo en su oficina por ser el único ser mitológico de la cosmovisión andina capaz de proteger a los mineros y sus familias. Ni bien vi la estatuilla, con todos sus atributos de Supay y sus ofrendas, me quedé maravillado por su aspecto y no dudé un instante en pedirle que me lo hiciera unito para tenerlo en casa.

Él me miró a los ojos y, adivinando mi verdadero interés por este dios y diablo que me ganó el alma desde la infancia, prometió que se pondría manos a la obra. Y así lo hizo. Un día llamó a mi celular y me comentó que lo tenía listo; es más, viajó hasta la ciudad El Alto para entregármelo en persona y en mis manos. Lo sacó del embalaje delante de mis ojos y me lo entregó como quien deposita una reliquia sagrada, recomendándome que lo cuide como a mi propia criatura.

Aprovechamos la ocasión para charlar de cómo llegué a conocerlo a través de su hermano taxista y de cómo retorné al hotel ese día, con la ilusión de que el Tío de la mina fue mi mejor adquisición en Potosí, la cuna del cronista Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela.

Antes de despedirnos de manera fraternal, le pedí que, por primera vez en su carrera de artista, moldeara con papel maché a una sensual Chinasupay, la amante consentida del Tío, la que habita en las oquedades de los socavones, celándolo con las palliris de polleras cortas y congraciándose con la Pachamama en un acto de reciprocidad y afecto mutuo.

Edwin Callapino aceptó el reto y, antes de cruzar la puerta que da a la calle, dijo que me llamaría para entregarme la estatuilla de la Chinasupay, pero de manera sorpresiva, como cuando el amor de una mujer atraviesa el corazón de un hombre mientras menos se lo espera.

Ya entonces concebí en la imaginación que la estatuilla de la Chinasupay, hecha a la medida de su insólita belleza, le haría buena compañía al Tío, quien, como todo macho dotado de deseos ardientes y potencia viril, no podía vivir como un cura entre votos de castidad, sino entre los encantos de una hembra dispuesta a entregarse en cuerpo y alma.

Todavía sigo a la espera de su llamada, pero estoy seguro que Edwin Callapino cumplirá con su palabra, como yo cumplí con la promesa de tenerlo al Tío entre los objetos que cuido con suma reverencia y cariño.

Mi apego hacia este ser mitológico es tan fuerte que, mientras los ch’ukutas le ofrendaban q’oas a la Pachamama, con rituales propios de la cultura andina, me armé con botellas de aguardiente, coca, cigarrillos, serpentinas y confites, para ch’allarle y adorarle como manda la tradición minera. ¡Qué maravilla! 

domingo, 5 de enero de 2014


LOS NIÑOS DE LA CALLE EN LA OBRA DE MONICA ZAK

Monica Zak confesó que la idea de escribir este libro empezó a principios del 2002, en la capital de Honduras, donde conoció a un niño de la calle, cuya vida insólita, en compañía de dos perros vagabundos, la impactó tanto que, sin pensar dos veces, decidió acercarse a la realidad de los niños andariegos de la limosna; una experiencia que duró dos meses y constituyó el tema central de Alex Dogboy. Lo interesante es que no todo terminó en este libro, ya que su obsesión por el tema, como ya le había ocurrido en otras ocasiones, con otros libros y otros temas, la impulsó a escribir la continuación bajo el título de Tredje kärleken (El tercer amor), un libro aún inédito en nuestra lengua. 

Monica Zak, con pasión y estilo depurado, combina los métodos del periodista acucioso con el talento del narrador que sabe manejar el hilo sutil de la imaginación y la realidad a la hora de tejer el texto y el contexto de su obra, con personajes y situaciones que existen y respiran cerca de nosotros; por eso mismo, el libro Alex Dogboy, lejos de toda consideración tendenciosa, es una obra que pertenece al llamado realismo social, que sigue teniendo tanto cultores como lectores en este nuevo milenio.

La caracterización del personaje

El protagonista principal, llamado Alex Dogboy entre amigos y conocidos, tiene un aspecto fácil de identificar; viste gorra roja de béisbol, pantalones sucios, suéter grande y zapatos de tenis. Es un niño de carácter taciturno y melancólico que, como todos los mendigos, raterillos ocasionales y buscadores de deshechos, deambula por las calles de Tegucigalpa, comiendo lo que encuentra a su paso y durmiendo a cielo abierto en las aceras de la Calle Real, como hijo de nadie, como basura de la ciudad.

Monica Zak corresponde a esa categoría de escritoras europeas que no temen ingresar en los territorios invadidos por las injusticias sociales, raciales y culturales. La prueba está en que siempre avanza más allá de lo folklórico y lo pintoresco de un país, para escudriñar de cerca una realidad que resulta sugerente y explosiva, sobre todo, cuando penetra en el fuero interno de su personaje, para ver el entorno social a través de los ojos de él y para sentir las llagas de un corazón angustiado, que palpita entre el desamparo y el desprecio de una sociedad donde los sistemas de poder enseñan la ley salvaje del sálvese quien pueda. 

El abandono y la esperanza

Alex Dogboy tiene cuatro años de edad cuando lo abandona su madre, quien se marcha a Estados Unidos en busca de mejores horizontes de vida. Desde entonces vive soñando con ella, abrigando la esperanza de volver a verla, de estrecharla en sus brazos y cubrirla de besos.

Acude cada tarde a la parada del autobús, hasta el día en que la ve llegar hasta la puerta de la casa. Hay júbilo en la familia, pero la alegría se esfuma pronto, porque la madre, al cabo de un tiempo, retorna a Estados Unidos llevándose sólo a sus hijos mayores. Ni modo, Alex Dogboy queda primero bajo el cuido de su padre, un humilde pescador, y luego bajo la custodia de su tía, una mujer con varios hijos y una modesta casa.

Así transcurren los días, los meses, los años y no vuelve a saber de su madre, quien parece haberlo puesto en el olvido, a diferencia de él que la sigue esperando con cariño, recordando vagamente la vez que lo llamó orejas de perro, porque nació con las orejas peludas. No pocas veces sus deseos se proyectan como películas en su mente. En sus pensamientos ve a su madre descendiendo de un taxi, con juguetes traídos desde tierras lejanas y con la promesa de recogerlo y llevárselo vivir a su lado.

Monica Zak, conocedora intuitiva del espíritu humano, intenta reflejar en el libro las añoranzas y esperanzas de un niño de la calle, porque la esperanza es lo último que se pierde en la vida, luego de haber vivido a saltos de mata y entre golpe y golpe

Una vida en la calle

Se sabe que Alex Dogboy no se siente bien en la casa de su tía Ana Lucía, por eso desea huir de una vez y para siempre. En ese transe se cruza en su camino otro niño, el Rata, quien le comenta que la vida en la calle es lo mejor, que uno no está obligado a asistir a la escuela y que sólo hace falta pedir limosna para comer a gusto. Estas insinuaciones son suficientes para que Alex Dogboy tome la decisión de marcharse, tras quemar las fotografías de sus padres en el patio de la casa de su tía.

Así cambia el curso de su vida y comienza la historia de un niño más de la calle. Pero muy pronto, mientras vaga sin más consuelo que la esperanza pero sintiendo una profunda libertad por dentro, se da cuenta de que la vida en la calle es mucho más peligrosa y complicada. Si bien es cierto que existe solidaridad entre quienes comparten el mismo destino, es cierto también que uno pierde la confianza en los demás, aunque todos comparten los mismos sueños, incluso el de enamorarse de una persona que ostenta otra condición social, como le ocurre a Alex Dogboy, quien se siente atraído por una muchacha cuyos padres tienen casa, trabajo y dinero.

Los niños de la calle, desde el instante en que piden limosna en afán de llevarse un mendrugo de pan a la boca, así como aprenden a inhalar pegamento para escaparse de la realidad y refugiarse en falsas ilusiones, aprenden también que las reglas para sobrevivir son el robo y la velocidad, ya que ellos, en su condición de elementos considerados asociales, viven huyendo de la policía, de los autos patrulla y de los guardias armados y uniformados, por el temor a que los pillen y los encierren en la celda de una Cuarta (estación de policía), donde van a dar los delincuentes, las prostitutas y los miembros de las maras (pandillas), quienes son sometidos a un régimen de maltratos y humillaciones.

Monica Zak, con su estilo particular de contar historias sostenidas sobre una base real, habla con la voz de ellos, como si formara parte de ese grupo de rapazuelos que conviven en la calle sin que nadie los acepte, ni los integre -o reintegre- a la vida social, donde el respeto a los Derechos Humanos es escamoteado por la desidia de propios y ajenos. Aquí es donde la Declaración de los Derechos de los Niños se torna en un mero enunciado lírico, porque una cosa está escrita en los papeles y otra muy distinta es la realidad que experimentan los niños de la calle, quienes no conocen la escolaridad, la seguridad social ni la protección familiar.

Ellos son hijos de nadie y, por lo tanto, no gozan de los mismos derechos ni de las mismas oportunidades que los hijos de las familias pudientes. Y, lo que es peor, las diferencias sociales y el menosprecio hacia los menos privilegiados se vislumbran en todos los niveles de la vida social. Esto constatan Alex Dogboy y sus compañeros cuando son llevados a la casa del gringo George, un ser sin escrúpulos que los invita a comer y a dormir en camas cómodas, con la intención de abusar de ellos y luego venderlos a los mercaderes que controlan la red de la prostitución y la pornografía infantil. Por suerte, Alex Dogboy y sus compañeros logran huir sanos y salvos de la casa del gringo George.

Dogboy en el basural

El protagonista del libro, entre idas y venidas, trabaja como pepenador en una montaña de basura, en medio de olores malolientes y aves de carroña. Vive bajo un techo de cartones y bolsas de plástico y se alimenta con los restos que echan los camiones de McDonald’s, Pizza Hut y Burger King. Trabaja de sol a sol, hasta que un día encuentra a una cachorra moribunda tirada en una caja de cartón. Él la cuida y le entrega su cariño. La llama Emmy y la convierte en su fiel compañera. Con ella, más que con sus amigos, comparte sus penas y alegrías.

En el basural, a orillas del río, donde encuentra a la preciosa cachorrita, encuentra también su segundo nombre: Dogboy, el muchacho de los perros. No es para menos, pues Alex Dogboy conversa en voz alta con la perra, y ésta, con las orejas en alto, parece escucharle el relato de una vida hecha de dolores y desengaños.

En el libro de Monica Zak, al mejor estilo de Jack London, los perros se convierten instintivamente en personajes dignos de ser amados y admirados, no sólo porque son los mejores amigos del hombre, sino también porque atesoran un sentimiento más noble que el de muchos humanos. A pesar de ello, los perros callejeros, en ciudades como Tegucigalpa, son animales que sufren el desprecio y el abandono.

En este mismo ambiente, plagado de moscas y deshechos, Alex Dogboy conoce a una niña llamada Margarita, la misma que, ataviada siempre con un vestido rojo, camina en medio del basural rodeada por una manada de canes de todos los tamaños y colores. Se hacen amigos, juegan y conversan en sus ratos de ocio, compartiendo un interés común y el amor que sienten por los perros.

Alex Dogboy, con el paso del tiempo, se adjudica un nuevo perro que, como agradecimiento al trato que recibe, pasa a ser otro de sus mejores compañeros. No en vano un día les confiesa: Son ustedes los que son mi madre y mi padre. De este modo, los dos perros, Emmy y Canelo, se convierten en la única familia de este niño de la calle, aparte de la mujer caritativa que, una y otra vez, deja que la ayude en los quehaceres de su restaurante popular a cambio de un plato de comida y algo de ropa.

En la obra de Monica Zak se funden los perros y el niño en una simbiosis que les permite sobrevivir a las adversidades, mientras vagan por los recovecos de la cuidad y husmean en los basurales en procura de encontrar restos de comida y un rincón donde pasar la noche.

Calidad literaria y compromiso

No cabe duda de que la autora del libro, con la habilidad legítima de una comunicadora de fuste, deja traslucir el submundo urbano, como quien deposita su amor y su sabiduría en todo lo que escribe, aun a riesgo de conceder, de manera consciente o inconsciente, demasiada ternura maternal a sus personajes; algo que los lectores pueden constatar en algunas de las páginas cargadas de sensaciones sólo conocidas por quienes entablan un contacto estrecho con los héroes y antihéroes de una obra literaria.

Se nota, asimismo, que el discurso narrativo fluye como el remanso de un río, sin ripios ni descripciones abundantes. Usa un lenguaje sencillo pero efectivo, y nos conduce de la mano por un ámbito que, aunque alejado de la Inglaterra victoriana, nos recuerda a Oliver Twist y a otros personajes de Charles Dickens; más todavía, su capacidad de percibir las palpitaciones de la naturaleza le permite describir con precisión la catástrofe provocada por el huracán Mitch, el aullido del viento, las lluvias torrenciales, la belleza salvaje del mar, la exuberancia del paisaje tropical y la forma de cómo Alex Dogboy y su perra Emmy, que se refugian del huracán entre las ramas de un árbol, son rescatados por un helicóptero de salvación.

Por lo demás, el libro Alex Dogboy es un regio alegato a favor de los niños de la calle, un testimonio que adquiere dimensiones verdaderamente humanas en la obra de una escritora que, desde los primeros atisbos de su vocación, ha dedicado su tiempo y su energía a forjar una literatura basada en hechos reales y documentos de primera mano.