viernes, 14 de febrero de 2014


LAS SERPIENTES

No sé exactamente por qué guardé este dibujo entre los recortes de mi archivo, quizás sea porque me trae a la memoria una serie de asociaciones relativas a la maravilla y el peligro, o, simple y llanamente, porque todavía me persigue la imagen espeluznante de esa serpiente que, por esos extraños azares del destino, vi sobre los rieles del ferrocarril de Orcoma, un pueblo de Cochabamba donde viví cuando era niño.

La serpiente, gorda como el tronco de un árbol, yacía dividida en tres partes bajo el sol que caía inundando la tarde. Los curiosos, quienes se dieron cita desde las horas de la mañana, hicieron un ruedo para contemplar de cerca al animal que perdió la vida entre las herrumbrosas ruedas de la locomotora. Me abrí paso entre la gente y, a poco de salir adelante, me enfrente a una realidad que me hizo erizar los pelos, pues la serpiente tenía la cabeza del tamaño de un cordero, los dientes ganchudos en la mandíbula superior y unas rayas negras que le cruzaban a lo largo del lomo; era una serpiente enorme, al menos así me parecía, tan enorme que cuando los pobladores, cuchillos y machetes en mano, se dieron a la tarea de cuartearla, se supo que el carnicero del pueblo no vendió su mercadería por varios días.

Desde entonces, la imagen de esa serpiente se negó a abandonarme. Se metió en mis sueños con una nitidez escalofriante, persiguiéndome con toda su ferocidad y belleza, como si de veras formara parte de mi cuerpo. Lo cierto es que tampoco puedo ni quiero olvidarla, así me siga espantando como cuando miraba a los diablos en el Carnaval de Oruro, donde los danzarines, imitando a los demonios del infierno, lucían serpientes en las máscaras, con una ferocidad semejante a la cabellera de Medusa. Además, la máscara de diablo que le regalaron a mi madre, y que ella colgó como adorno en la pared del cuarto, me causaba un miedo acosador por las noches, sobre todo a la hora de dormir, como empujándome hacia un abismo iluminado por lo fantástico y lo diabólico.

Después supe que la serpiente fue la tentadora del género humano. Según la versión bíblica, cuando el mundo flotaba todavía en el vacío, Dios dijo: Que se haga la luz, que se haga el agua y que se hagan los animales en la tierra, en el aire y en el agua. Después creó al hombre de un montoncito de tierra, le dio vida con su divino aliento, le quitó una costilla y con ella hizo a la mujer, quien fue tentada por la serpiente que le dio de comer la fruta prohibida del Paraíso. Una vez que Adán y Eva se hicieron pecadores por comer del árbol del saber, del bien y del mal, fueron echados del jardín del Edén y condenados a errar por el mundo. Pero como Dios no estaba conforme con el pecado original en el cual incurrieron las criaturas hechas a su imagen y semejanza, condenó a Eva a ser la sierva del marido y a soportar con dolor la gestación y el parto, mientras que a la serpiente, criatura maligna del demonio, le dijo: Tú eres la más maldita entre todos los animales, polvo comerás y sobre tu vientre irás por el resto de tu vida.

Pero mayor fue mi temor cuando supe que la Biblia daba cuenta de otros animales cornudos, como en el relato del Apocalipsis, donde el dragón está simbolizado por un monstruo parecido a una serpiente con muchos cuernos, que mata y devora a otros animales, aparte de rebelarse contra la palabra de Dios y enfrentarse al arcángel San Miguel, quien lo vence en un feroz combate y lo expulsa del reino de los cielos.

Los dragones, aunque parecen cuadrúpedos, no dejan de ser reptiles. La palabra griega que los designa (drakon) también significa serpiente. La serpiente cornuda aparece en la alquimia latina del siglo XVI como cuadricornutus serpens (serpiente de cuatro cuernos), símbolo de Mercurio y antagonista de la Trinidad cristiana. Después están los dragones alados de la mitología asiática, donde este animal fabuloso, con patas, cuernos y cola de saurio, es tenido por divinidad del bien, pero también temido como Pitón, la serpiente monstruosa que, según cuenta la leyenda griega, tenía cien cabezas y cien bocas que vomitaban fuego, y que, aun siendo el guardián del viejo oráculo de la Tierra en la fuente de Castalia, fue muerto por las flechas de Apolo en el monte Parnaso, a cuyo pie se alzaban la ciudad y el templo de Delfos, donde Apolo, el joven héroe, de larga cabellera y rara hermosura, presidía el concierto de las Musas, a quienes consagró su vida y su gloria.

Así transcurrió mi infancia, hasta cuando llegó el día en que me vi asaltado por la experiencia de la curiosidad y el aprendizaje. En el colegio entré en contacto con las aventuras de El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, el dibujante, escritor y piloto francés que, a principios de la Segunda Guerra Mundial, desapareció misteriosamente a bordo de su aeroplano cerca de la costa de Marsella. El narrador cuenta que una vez, cuando éste tenía seis años de edad, contempló la ilustración de una serpiente-boa que se tragaba una fiera salvaje; un impacto visual que no sólo le hizo reflexionar sobre las aventuras y los peligros de la selva, sino también le motivó a dibujar una serpiente-boa engulléndose a un elefante. Empero, el día en que enseñó su obra maestra a los adultos, preguntándoles si acaso les asustaba su dibujo, ellos, metidos en su mundo lógico y racional, le contestaron al unísono: ¿Por qué habrá de asustarse de un sombrero? Entonces Antoine de Saint Exupéry, extrañado por el modo de razonamiento de los adultos, intentó explicarles que su dibujo no representaba un sombrero, como parecía a simple vista, sino una serpiente-boa digiriendo un elefante.

De modo que la serpiente no sólo era el símbolo del mal, sino también una imagen emblemática del saber y la fuerza, con la cual se identificaban muchos pueblos primitivos, y el símbolo de la moderna química orgánica, pues el químico alemán August von Stradonitz Kekulé, investigando la estructura molecular del benceno, soñó con una serpiente que se mordía la cola; una imagen onírica que le permitió deducir que la estructura del benceno era un anillo cerrado de carbono.

Más adelante supe que las serpientes, al menos en ciertas culturas, eran consideradas animales domésticos y adorados como dioses. Así, la Serpiente Emplumada es una divinidad mitológica presente en la tradición cultural de numerosos pueblos mesoamericanos, debido a que está considerada como el dios del agua y la lluvia. En el México precolombino, por ejemplo, se adoraba a Quetzalcóatl, la divinidad de los aztecas, la serpiente engastada en preciosas plumas de quetzal, que un día se embriagó e incurrió en el pecado de la carne, y al morir, quemado en una hoguera, su corazón ascendió al cielo identificándose con la estrella Venus, mientras sus cenizas se alejaron en una balsa de culebras por la ruta de los volcanes, prometiendo volver otro día por donde nace el sol, con la felicidad en sus alas y la venganza en sus escamas.

En la cosmovisión andina, la serpiente (katari en aimara, amaru en quechua) es una deidad que está relacionada con el rayo (illapa) y con el agua, que corre por los canales de irrigación, ríos y vertientes. Se dice también que todo lo que compone la vida está escrito en las escamas de Amaru, la serpiente alada, con ojos cristalinos, hocico rojizo, cabeza de llama y cola de pez. Tiene la propiedad de ser una serpiente voladora que, al igual que Kukulkan o Quetzalcóatl, cumple la función de ser una deidad comunicadora entre el cielo y la tierra. Asimismo, debido a la fortaleza y vitalidad que representa la serpiente en la cultura de los Andes, dos de los caudillos indígenas, que lucharon contra la dominación española durante la colonia, asumieron el seudónimo de Túpac Amaru y Túpac Katari, como símbolo de la rebelión indígena tanto en Perú como en Bolivia.

El dragón de la mitología china, a diferencia de los dragones de la mitología occidental, no echaba llamas sino nubes por la boca; tenía la cabeza de camello, los cuernos de ciervo, los ojos de demonio, las orejas de buey, el pescuezo de serpiente, la piel escamada, la panza parecida a las ostras, las patas de tigre y las garras de águila. No obstante, en el mundo mitológico se lo representaba con propiedades humanas. Su elemento principal era el agua y poseía poderes sobrenaturales sobre la lluvia y los ríos, los lagos y las tormentas. El dragón, en su función de espíritu protector, formaba parte del mundo de los inmortales y mantenía relaciones con los dioses, quienes lo usaban para cabalgar por los cielos.

Si el león era el símbolo de las monarquías europeas, el dragón era el símbolo de los emperadores chinos, quienes se retrataban sentados sobre él y acompañados del ave Fénix. El dragón pasó a formar parte de la vida cotidiana de los pueblos asiáticos; en su honor se celebran fiestas cada quincena del primer mes del año y en su honor se representa la danza del dragón, una antigua tradición que se conserva viva hasta nuestros días. 

Como es de suponer, al descubrir que la serpiente tenía otras connotaciones en las culturas y religiones ajenas a Occidente, me puse a pensar en que la versión bíblica no era la única ni la más sagrada. Pero mayor fue mi sorpresa al saber que entre las tribus de la Amazonía, donde los hombres viven en simbiosis con la naturaleza y respetan la vida de los animales como a su propia vida, existen chamanes que aseveraban haberse encontrado con el espíritu de las serpientes muertas, como cuando Hamlet se encontró con el espíritu de su padre en el drama de Shakespeare.

En la actualidad, la creencia de que las serpientes son animales de mal augurio y criaturas del demonio ha dejado de tener sentido, sobre todo, desde que los zoólogos empezaron a construir terrarios para exhibirlos como especies raras pero no peligrosas, como ocurre en el terrario de Skansen, en Estocolmo, donde vi de cerca a una hermosa serpiente que, arrastrándose lentamente en su hábitat artificial, me dirigió una mirada triste, como diciéndome: Aquí me tienen, arrancado de mi medio natural y metido en esta caja de cristal, donde unos me miran con admiración y otros con insoportable espanto.

martes, 4 de febrero de 2014

HUGO MOLINA VIAÑA,
EL ETERNO POETA DE LOS NIÑOS

Hugo Molina Viaña (Oruro, 10 de octubre de 1931 – La Paz, 13 de noviembre de 1988). Profesor y escritor de literatura infantil. Egresó de la Escuela Nacional de Maestros de Sucre y prosiguió estudios de especialización en Venezuela y Costa Rica. Trabajó en las escuelas de Oruro, La Paz y en varios distritos mineros, donde publicó boletines literarios que tuvieron una amplia recepción.

Se desempeñó como libretista en la radio de la Universidad Técnica de Oruro y ejerció como empleado público en el Departamento Nacional de Currículum del Ministerio de Educación (1969-1987). Fue uno de los organizadores de la segunda generación del Grupo Literario Gesta Bárbara, co-fundador del Comité Nacional de Literatura Infantil, presidente de la sección boliviana de la Organización Internacional para el Libro Infantil y Juvenil (IBBY), colaborador de varias publicaciones internacionales y nacionales, como Presencia Literaria y GOYI, suplemento estudiantil del diario Hoy.

A lo largo de su vida asistió, como invitado especial, a Congresos, Encuentros y Seminarios de escritores de Literatura Infantil y Juvenil. Obtuvo, asimismo, merecidos reconocimientos, como el Premio Literario de la Escuela Nacional de Maestros (1948), Nacional de Literatura Minera-Comibol (1964), Nacional de Poesía de la Universidad Técnica de Oruro (1965), Juegos Florales Leonísticos Nacionales (Comité de Damas Club de Leones, Oruro, 1967), Premio Internacional Hans Cristian Andersen de IBBY por sus obras Vicuncela (1978) y El Duende y la marioneta (1982).

Este poeta de espíritu soñador, que siendo adulto sentía y pensaba como niño, no sólo defendió los derechos de la infancia, sino que consagró su vida a la creación de una literatura que atrapara el mundo fantástico de aquellos pequeños lectores que le tocaban como tiernas aves su corazón. No en vano escribió una brillante obra por y para los niños, consciente de que uno de los alimentos espirituales para ellos era la poesía y la narrativa, que llegaba con fulgor y ternura a lo más profundo del espíritu infantil.

La revista nacional Educación, evocando las fibras más sensibles del poeta eterno de los niños, señala en uno de sus números: Los niños se apoderan en forma inmediata y con agrado de su poesía, porque las cualidades que encierra se integran con naturalidad a los intereses del mundo infantil. Así, Molina Viaña es el poeta militante que le hacía falta a la niñez boliviana, él escribe para los niños sin importarle la opinión que puedan tener los adultos sobre su poesía que, como don espiritual, se desliza secretamente entre él y los niños.

En su abundante poesía, llena de sabiduría, simbología y metáforas sencillas, destacan las composiciones dedicadas a la meseta andina, donde el autor vivió desde su infancia, soñando con los vegetales y animales de su entorno. De este modo nació su poemario Martín Arenales, desde cuyas páginas –en las cuales desfilan, en finos versos, los animales más comunes de nuestra geografía- lanza un mensaje pedagógico para la protección y conservación de la fauna boliviana, como la del quirquincho (armadillo), animal típico de los arenales de Oruro.

Hugo Molina Viaña, al igual que Óscar Alfaro, dedicó su vida y obra a los pequeños lectores, desde el instante en que se preocupó, en su condición de educador nato, por el futuro de la niñez, que se merece la atención de las autoridades gubernamentales, pero también de los profesores y padres de familia, ya que en la población infantil están los cimientos del futuro de la nación. Tampoco se cansó de fustigarles a los maestros con certeras palabras: Educadores de Bolivia, escuchad el latido de los poetas para que ellos contribuyan a la educación del gusto estético de la Escuela, porque de ellos es el reino de la infancia (…) Es imprescindible subrayar que la poesía formará el alma del niño en su educación ética y estética, contribuyendo al desarrollo de una personalidad. La poesía nutre su vida espiritual y de relación. La creación en el niño está a flor de piel. Crea en sus sueños. Crea en sus juegos. Crea en su propio lenguaje, maneja la sílaba y la palabra con su interés lúdico.

No está por demás sugerir que sus libros El Duende y la marioneta y Martín Arenales, que explayan una hermosa prosa lírica, deben ser leídos por los niños de Bolivia, como tampoco está por demás recordar que alguna institución cultural se haga cargo de editar su ensayo La Escuela de Negro Pabellón, en el cual plantea la necesidad de aplicar una pedagogía del amor en cada escuela donde reina la amargura y el dolor. 

Asimismo, es oportuno señalar que su hijo Gonzalo Molina Echeverría, quien trabaja como archivista e investigador en la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional de Bolivia, con sede en la ciudad de La Paz, está preparando una bibliografía completa y una biografía de Hugo Molina Viana, cuya figura cimera en las letras orureñas es digna de ser destacada en todos los ámbitos culturales de la ciudad que lo vio nacer. Esperemos que las instancias pertinentes apoyen la edición de la biografía y que las autoridades edilicias, por medio del Honorable Concejo Municipal, determinen perpetuar su nombre con una calle, una plaza, un establecimiento educativo o una institución cultural; es lo menos que se puede hacer para rendirle un justo homenaje a este escritor que dedicó su vida a la educación boliviana y su talento a la literatura infantil.

Apuntes bibliográficos

Poesía: Palacio del Alba (1955); Lucero de Seda (1956); Martín Arenales (1963), Bonquis y sus Canciones (1965); Ratonela (1974); Viajeros del espejo (2007); Martín Pescador (2007); Pilicitu Pilinín (2008); Poemas para llevar en la mochila (2010); El Duende y la Marioneta (1970); Vicuncela (1977); El País de Nunca Jamás. Expomágica (1979, 1981 Catálogo: ilustraciones de Marcelo Arduz Ruiz); La Niña de la Glorieta (1987); El Reino de Nomeolvides (2007). Cuento: Ratonciélago y otros cuentos (2008); El diario de un gato (2008); El quirquincho y su caparazón (2008); El quirquincho Bolita y otros cuentos (2010). Ensayo: La Poesía, los niños y su mundo (1969). Antología: El Mundo del Niño Poemas I (1968); Selección del cuento boliviano para niños (1969); Breve Antología de la Poesía Infantil de la Región Andina (1974); Adivina..., adivinador (1987).

lunes, 27 de enero de 2014

SERGIO CANUT DE BON,
EL POETA COLÉRICO DE RINKEBY

Es difícil imaginar el panorama de la poesía latinoamericana en Suecia sin la presencia de un personaje extravagante como Sergio Canut de Bon, quien le ponía color a la vida burlándose de la muerte. Era un conversador ameno y sabía sacarle partido a las tertulias, donde sus anécdotas parecían juegos de pirotecnia. Sus sentencias concisas, hechas con ingenio y humor cáustico, constituyeron el lado fuerte de su creación literaria, quizá porque a través de ellas quería expresar la verdad -su verdad- de una manera breve, rotunda y poética.

Canut de Bon, acostumbrado a la reflexión moral e intelectual, era gran admirador de Salvador Allende, Luis Emilio Recabarren y fiel simpatizante de la revolución cubana. No en vano uno de sus libros está dedicado al comandante Fidel Castro Ruz, seguida de una frase que agregó entre paréntesis: Lo que Yo habría deseado ser. Se le conocían algunas actividades políticas como militante del Partido Socialista y se denominaba presidente de LAIFE (Sociedad de Escritores, Artistas e Intelectuales Latinoamericanos en el Exilio); una organización que, sin afanes de lucro ni representaciones jurídicas, hacia circular de cuando en cuando una Hoja informativa entre amigos y afiliados.

Cuando lo conocí personalmente, a principios de los años 80, ya me habían contado de sus ocurrencias irreverentes en el barrio de Rinkeby, donde graffiteó en los puentes y frontis más visibles: ¡Viva Canut de Bon! o ¡Arriba Canut de Bon! Asimismo, cuando algunos le echaron la talla por su excesivo ego, él volvió a los mismos lugares y, allí donde antes había escrito: ¡Viva Canut de Bon! o ¡Arriba Canut de Bon!, escribió con puño firme: ¡Muera Canut de Bon! o ¡Abajo Canut de Bon! Y, para no darles el gustito a todos, se podía leer en las paredes de las iglesias luteranas la sentencia: ¡Dios ha muerto! ¡Qué viva Canut de Bon!

La primera vez que lo visité en su apartamento, me enseñó un enorme mapa de Sudamérica que tenía en la pared de su sala, mientras me relataba sus hazañas de caminante que hacía camino al andar. Pasé por tu país -afirmó con expresión risueña-. Me gusta su gente y la majestuosidad de su paisaje que forma parte del macizo andino. Luego añadió: Bolivia es un país que quiero entrañablemente, podría parafrasear a mi amiga Violeta y decir: ‘Bolivia... que me ha dado tanto’... Me contó que, al mejor estilo del Che, recorrió por los territorios cuyas rutas estaban señaladas con marcadores de color, sin más compañía que un mapa en la mano y una mochila al hombro.

Compartimos lecturas en el escenario menor de la Casa de los Conciertos de Estocolmo, donde se llevó a cabo Poesi-Dagen en 1983, y en las jornadas literarias de la Biblioteca de Brandbergen, el 29 de abril de 1987; ocasión en la que se quejó de que algunos aprendices y baciniqueros  le dijeron tonterías, a tiempo de criticar su particular modo de abordar la poesía. Su queja, más que ser casual, parecía premeditada e intencional, pues a Canut de Bon, maestro en el manejo de la ironía mordaz, le gustaba referirse al cotilleo literario chileno, a la eterna rivalidad entre Pablo Neruda y Pablo de Rokha, a los amaneramientos de Vicente Huidobro o al lesbianismo no confeso de Gabriela Mistral.

En diciembre de 1986, con motivo del 5o. aniversario del semanario Liberación, hicimos el largo viaje entre Estocolmo y Malmö, junto al poeta Carlos Alberto Muñoz y al periodista Luis Garrido, quien iba al volante con la velocidad de un conductor que no usa bocina. Allí, reunidos entre colaboradores y amigos del semanario, conformamos el jurado del certamen literario que se convocaría en memoria a Olof Palme. Recuerdo que durante el trayecto me confesó que amaba tanto la literatura que, la preparación del libro de su vida, le costó incluso el divorcio de su esposa, quien, por ese entonces, estaba vinculada a un pequeño círculo de mujeres que se reunían en torno a la revista Micaela, la misma que, según su opinión, era una publicación extremadamente feminista que ponía a volar pajaritos en la cabeza de las mujeres cansadas del machismo latinoamericano y de la vida matrimonial.

Al cabo de publicar sus Aforismos y poemas, me envió gentilmente un ejemplar el 25 de septiembre de 1986, con una dedicatoria que dice: Estimado Víctor: No me molesta, por el contrario, el que me señalen errores o ataquen. Es agradable el que en una amistad o compañerismo te señalen los defectos y tañan el nombre de uno sin ser cómplices de lo negativo. Así entiendo la amistad verdadera (...) Ráyalos, tájalos, qué sé yo, no me disgustaré. Dímelo y te daré aun más gracias. Espero me comprendas. Es duro criticar, si se hace con un espíritu alerta a lo bueno en esta dura tarea hacia la perfección. Éste era el verdadero sentido de la amistad y de la crítica constructiva que asumía Canut de Bon, quien, como todo ser curtido en la escuela de la vida, no confiaba en esos criticones parecidos a los perros que ladran pero que no muerden.

La segunda vez que nos reunimos en su apartamento, con motivo de dar a conocer el veredicto del certamen literario convocado por el semanario Liberación, estuvimos acompañados de Carlos Alberto Muñoz, a la sazón tercer miembro del jurado. Cotejamos los puntajes de los finalistas y, por unanimidad, decidimos premiar la poesía de Juan Cameron. Acto seguido, y como no podía ser de otra manera, nos enfrascamos en una conversación amigable en la que no faltó el vino tinto ni los bocadillos.

Un día nos encontramos en la estación del metro de Odenplan y caminos juntos hacia el antiguo edificio del Instituto de Estudios Latinoamericano, donde Isabel Allende habló de su exitosa novela La casa de los espíritus. Años más tarde, nos reencontramos en la Universidad de Estocolmo, con motivo del primer Festival Latinoamericano de Poesía denominado La reconstrucción del tiempo (octubre de 1989), en la que Daniel Moore le tomó una fotografía desde su asiento, como quien estaba decidido a perpetuar la imagen de un Canut de Bon con el bastón en la mano.

No recuerdo bien cuándo fue la última vez que nos vimos, pero me enteré que estaba viviendo en el Servishus de Rinkeby, donde el niño que habitaba en él seguía dándole cuerda a sus travesuras. Esto me lo confirmaron unas señoras de la tercera edad. Decían que Canut de Bon era una persona especial, que pasaba los días entre la lucidez y la locura, y que por las mañanas, movilizándose en su silla de ruedas por los pasillos, las despertaba con garabatos y declamando sus versos a grito pelado, y que, en más de una oportunidad, armó tremendos líos en el comedor. En fin, nada raro en un ser humano cuya excéntrica personalidad estaba marcada por su actitud de juerguista, extrovertido y socarrón.

Desde que lo conocí, de igual a igual, mantuvimos un trato cordial y un mutuo aprecio. Me alentó en mis primeros avances literarios y hasta llegó a escribir en unas de sus cartas: Debería envidiarte la juventud y, a tiempo de despedirse, no dejaba de desearme: Salud, dinero y amor... y el que tenga estas tres cosas... De él aprendí, como todo joven aspirante a escritor, que el sentido del humor es la mejor arma contra los comentarios ponzoñosos y malintencionados. Cuando te echen la talla -me recomendaba-, lo mejor es no picarse. Ríete y olvídate. Y si los envidiosos hablan a tus espaldas, ríete también con más ganas. Tampoco era extraño escucharle decir: Esté feliz de que hablen de usted, compadre, que le serruchen el piso y lo pelen a lengua suelta. ¡Así lo harán famoso, saboreándolo de boca en boca!...

Hasta aquí, todo hace pensar que Canut de Bon hizo de todo, pero lo cierto es que era poeta ante todo. Murió en el Hospital de Karolinska el 28 de enero de 1993 y sus restos fueron incinerados en la Capilla de la Rosa del Crematorio de Råcksta. Al fin y al cabo, cumplió su deseo de enterrarse en Estocolmo en caso de morir en el exilio. Ya antes de que el tirano Pinochet fuese tumbado por el clamor popular, dejó dicho y escrito: ... no debo ser enterrado en ningún lugar del territorio nacional mientras el usurpador esté vivo o muerto pudriendo o pudriéndose dentro de sus límites. Sólo tras ser alejado ese corruptor de la nación de su territorio entonces mis cenizas sean repartidas o colocadas en el Patio Once del Cementerio General de Santiago donde reposan mis camaradas ‘N.N.’ víctimas, entre otros, de tanta insania.

Guardo celosamente algunas cartas escritas de su puño y letra, incluida una dedicatoria que estampó en una servilleta de Berns Salonger, durante la tertulia del 24 de noviembre de 1983, en presencia de Mario Romero, Carlos Geywitz, Sergio Badilla y otros. Las guardo por si acaso alguien, algún día, las necesite para reconstruir la vida de este poeta colérico que fue buen amigo de los amigos, y, por qué no decirlo, también amigo de sus más furiosos enemigos.

Bibliografía

Sergio Canut de Bon Salas (Chile,1923 - Estocolmo,1993). Autor de Mis pensamientos (1956), Campacana y otros poemas (1958), Trovas de odio y de amor colérico (1959), Nosotros-Yo, Latinoamérica (1960), Historias por y para campesinos (obra quemada por el fascismo, 1973), Aforismos y poemas (1986) y Nuevos aforismos y pensamientos (1989).

viernes, 24 de enero de 2014


LA ESTATUILLA DEL TÍO DE POTOSÍ

En esta ciudad, construida a la sombra del renombrado Sumaj Orq’o, encontré a un artista que ocupaba parte de su tiempo a moldear con papel maché la imagen del Tío. Lo conocí por casualidad, la mañana en que tomé un taxi con destino a la moderna terminal de autobuses, donde debía recoger mi equipaje.

El chofer me saludó con la mirada y me hizo pasar al asiento de atrás, cuyo tapizado de cuero estaba descuajaringado por el paso del tiempo y el peso de los usuarios.

El taxi era poco confortable, desprendía un fuerte olor a gasolina y estaba desprovisto de taxímetro. Así que, desde un principio y sin mediar muchas palabras, fijamos la tarifa en relación al tiempo y la distancia que debíamos recorrer.

Trato hecho y arrancamos hacia la terminal de autobuses, inaugurada en febrero de 2009, como uno de los grandes avances arquitectónicos de la ciudad. El desplazamiento del vehículo fue rápido, aunque el motor, en cada maniobra de la caja de cambios, trabajaba con el mismo rumor que los pulmones enfermos con silicosis, llenándose y vaciándose en cada respiro.

En el trayecto aproveché para ver los sitios más emblemáticos de un Potosí que, en virtud a su pasado y grandeza histórica, parecía más un museo vivo que un mausoleo de antaño. Llevaba la mirada puesta en los colores ocres del cerro, con los cuales están pintadas las fachadas de innumerables casas. Después pasamos por la plaza principal, donde están las construcciones que forman parte del patrimonio histórico y cultural de la antigua Villa Imperial.

Cruzamos, entre trancadera y trancadera, por el pórtico de la Catedral de estilo gótico, en cuyo interior se advierte una gran exposición artística, con la inclusión de deidades indígenas y símbolos del cristianismo. Cruzamos también por la portentosa fachada de la Casa de la Moneda, construida entre 1757 y 1773, como uno de los edificios civiles más destacados del Nuevo Mundo y que hoy, convertida en museo, conserva importantes archivos de la época colonial.

Una vez que dejamos atrás las numerosas iglesias, distribuidas prácticamente en cada dos cuadras, arribamos a la entrada principal de la terminal, ubicada en las afueras de la ciudad, cerca de los descampados de la pobreza y lejos del Cerro Rico, en cuyas faldas se levantaron las primeras casas de la Villa Imperial de Potosí.

A tiempo de bajarme del taxi, le supliqué al chofer que me aguardara un poquito, pues sólo debía recoger mi equipaje y luego retornar al hotel. El chofer, que no me abrió la puerta ni al subir ni al bajar, sacó su cabeza por la ventanilla y aceptó mi propuesta.

Al retornar al hotel, y a medida que ganábamos la distancia por las mismas calles polvorientas y empedradas por donde habíamos transitado minutos antes, le pregunté si conocía un lugar donde podía adquirir la estatuilla de un Tío. Me miró a través del espejo retrovisor y me contó que una de las personas dedicadas a moldear Tíos con papel maché era su hermano.

–¿Ahora mismo tendrá alguno? –le pregunté.

–Espera un momento –contestó. Marcó el celular y llamó mientras manejaba el volante con una mano.

Al poco rato, volvió a mirarme por el espejo retrovisor y dijo:

–Tiene uno a la vista. Si quieres pasamos por su casa.

Le acepté sin pensar dos veces y nos dirigimos hacia la casa de su hermano, allí donde moran algunas familias mineras, que construyeron sus vidas a medio camino entre el campo y la ciudad, como en los tiempos de la colonia, sometidas a una suerte de discriminación social, racial y económica.

En esa zona, como largada de la mano de Dios, los más pobres viven en casuchas de dos por tres metros, hechas con adobes y rústicos techos de paja, o, en el mejor de los casos, construidas con ladrillos y techos de calaminas corroídas. Algunas de las viviendas tienen puertas de lata y carecen de ventanas. ¿Para qué tener ventanas, si no ven la luz de la esperanza ni entra el sol para calentar sus vidas?

Al cabo de recorrer por un vericueto de calles, atestadas de viviendas a medio construir, llegamos a la casa de Edwin Callapino, un artista que cursó tres años la carrera de Bellas Artes antes de abandonarla por razones económicas, como tantos talentos que no culminan sus estudios, pero que tampoco dejan su vocación artística metida en sus venas.

Me enseñó la estatuilla del Tío, que hizo a pedido de un sindicato de cooperativistas, quienes querían tenerlo en su oficina por ser el único ser mitológico de la cosmovisión andina capaz de proteger a los mineros y sus familias. Ni bien vi la estatuilla, con todos sus atributos de Supay y sus ofrendas, me quedé maravillado por su aspecto y no dudé un instante en pedirle que me lo hiciera unito para tenerlo en casa.

Él me miró a los ojos y, adivinando mi verdadero interés por este dios y diablo que me ganó el alma desde la infancia, prometió que se pondría manos a la obra. Y así lo hizo. Un día llamó a mi celular y me comentó que lo tenía listo; es más, viajó hasta la ciudad El Alto para entregármelo en persona y en mis manos. Lo sacó del embalaje delante de mis ojos y me lo entregó como quien deposita una reliquia sagrada, recomendándome que lo cuide como a mi propia criatura.

Aprovechamos la ocasión para charlar de cómo llegué a conocerlo a través de su hermano taxista y de cómo retorné al hotel ese día, con la ilusión de que el Tío de la mina fue mi mejor adquisición en Potosí, la cuna del cronista Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela.

Antes de despedirnos de manera fraternal, le pedí que, por primera vez en su carrera de artista, moldeara con papel maché a una sensual Chinasupay, la amante consentida del Tío, la que habita en las oquedades de los socavones, celándolo con las palliris de polleras cortas y congraciándose con la Pachamama en un acto de reciprocidad y afecto mutuo.

Edwin Callapino aceptó el reto y, antes de cruzar la puerta que da a la calle, dijo que me llamaría para entregarme la estatuilla de la Chinasupay, pero de manera sorpresiva, como cuando el amor de una mujer atraviesa el corazón de un hombre mientras menos se lo espera.

Ya entonces concebí en la imaginación que la estatuilla de la Chinasupay, hecha a la medida de su insólita belleza, le haría buena compañía al Tío, quien, como todo macho dotado de deseos ardientes y potencia viril, no podía vivir como un cura entre votos de castidad, sino entre los encantos de una hembra dispuesta a entregarse en cuerpo y alma.

Todavía sigo a la espera de su llamada, pero estoy seguro que Edwin Callapino cumplirá con su palabra, como yo cumplí con la promesa de tenerlo al Tío entre los objetos que cuido con suma reverencia y cariño.

Mi apego hacia este ser mitológico es tan fuerte que, mientras los ch’ukutas le ofrendaban q’oas a la Pachamama, con rituales propios de la cultura andina, me armé con botellas de aguardiente, coca, cigarrillos, serpentinas y confites, para ch’allarle y adorarle como manda la tradición minera. ¡Qué maravilla! 

domingo, 5 de enero de 2014


LOS NIÑOS DE LA CALLE EN LA OBRA DE MONICA ZAK

Monica Zak confesó que la idea de escribir este libro empezó a principios del 2002, en la capital de Honduras, donde conoció a un niño de la calle, cuya vida insólita, en compañía de dos perros vagabundos, la impactó tanto que, sin pensar dos veces, decidió acercarse a la realidad de los niños andariegos de la limosna; una experiencia que duró dos meses y constituyó el tema central de Alex Dogboy. Lo interesante es que no todo terminó en este libro, ya que su obsesión por el tema, como ya le había ocurrido en otras ocasiones, con otros libros y otros temas, la impulsó a escribir la continuación bajo el título de Tredje kärleken (El tercer amor), un libro aún inédito en nuestra lengua. 

Monica Zak, con pasión y estilo depurado, combina los métodos del periodista acucioso con el talento del narrador que sabe manejar el hilo sutil de la imaginación y la realidad a la hora de tejer el texto y el contexto de su obra, con personajes y situaciones que existen y respiran cerca de nosotros; por eso mismo, el libro Alex Dogboy, lejos de toda consideración tendenciosa, es una obra que pertenece al llamado realismo social, que sigue teniendo tanto cultores como lectores en este nuevo milenio.

La caracterización del personaje

El protagonista principal, llamado Alex Dogboy entre amigos y conocidos, tiene un aspecto fácil de identificar; viste gorra roja de béisbol, pantalones sucios, suéter grande y zapatos de tenis. Es un niño de carácter taciturno y melancólico que, como todos los mendigos, raterillos ocasionales y buscadores de deshechos, deambula por las calles de Tegucigalpa, comiendo lo que encuentra a su paso y durmiendo a cielo abierto en las aceras de la Calle Real, como hijo de nadie, como basura de la ciudad.

Monica Zak corresponde a esa categoría de escritoras europeas que no temen ingresar en los territorios invadidos por las injusticias sociales, raciales y culturales. La prueba está en que siempre avanza más allá de lo folklórico y lo pintoresco de un país, para escudriñar de cerca una realidad que resulta sugerente y explosiva, sobre todo, cuando penetra en el fuero interno de su personaje, para ver el entorno social a través de los ojos de él y para sentir las llagas de un corazón angustiado, que palpita entre el desamparo y el desprecio de una sociedad donde los sistemas de poder enseñan la ley salvaje del sálvese quien pueda. 

El abandono y la esperanza

Alex Dogboy tiene cuatro años de edad cuando lo abandona su madre, quien se marcha a Estados Unidos en busca de mejores horizontes de vida. Desde entonces vive soñando con ella, abrigando la esperanza de volver a verla, de estrecharla en sus brazos y cubrirla de besos.

Acude cada tarde a la parada del autobús, hasta el día en que la ve llegar hasta la puerta de la casa. Hay júbilo en la familia, pero la alegría se esfuma pronto, porque la madre, al cabo de un tiempo, retorna a Estados Unidos llevándose sólo a sus hijos mayores. Ni modo, Alex Dogboy queda primero bajo el cuido de su padre, un humilde pescador, y luego bajo la custodia de su tía, una mujer con varios hijos y una modesta casa.

Así transcurren los días, los meses, los años y no vuelve a saber de su madre, quien parece haberlo puesto en el olvido, a diferencia de él que la sigue esperando con cariño, recordando vagamente la vez que lo llamó orejas de perro, porque nació con las orejas peludas. No pocas veces sus deseos se proyectan como películas en su mente. En sus pensamientos ve a su madre descendiendo de un taxi, con juguetes traídos desde tierras lejanas y con la promesa de recogerlo y llevárselo vivir a su lado.

Monica Zak, conocedora intuitiva del espíritu humano, intenta reflejar en el libro las añoranzas y esperanzas de un niño de la calle, porque la esperanza es lo último que se pierde en la vida, luego de haber vivido a saltos de mata y entre golpe y golpe

Una vida en la calle

Se sabe que Alex Dogboy no se siente bien en la casa de su tía Ana Lucía, por eso desea huir de una vez y para siempre. En ese transe se cruza en su camino otro niño, el Rata, quien le comenta que la vida en la calle es lo mejor, que uno no está obligado a asistir a la escuela y que sólo hace falta pedir limosna para comer a gusto. Estas insinuaciones son suficientes para que Alex Dogboy tome la decisión de marcharse, tras quemar las fotografías de sus padres en el patio de la casa de su tía.

Así cambia el curso de su vida y comienza la historia de un niño más de la calle. Pero muy pronto, mientras vaga sin más consuelo que la esperanza pero sintiendo una profunda libertad por dentro, se da cuenta de que la vida en la calle es mucho más peligrosa y complicada. Si bien es cierto que existe solidaridad entre quienes comparten el mismo destino, es cierto también que uno pierde la confianza en los demás, aunque todos comparten los mismos sueños, incluso el de enamorarse de una persona que ostenta otra condición social, como le ocurre a Alex Dogboy, quien se siente atraído por una muchacha cuyos padres tienen casa, trabajo y dinero.

Los niños de la calle, desde el instante en que piden limosna en afán de llevarse un mendrugo de pan a la boca, así como aprenden a inhalar pegamento para escaparse de la realidad y refugiarse en falsas ilusiones, aprenden también que las reglas para sobrevivir son el robo y la velocidad, ya que ellos, en su condición de elementos considerados asociales, viven huyendo de la policía, de los autos patrulla y de los guardias armados y uniformados, por el temor a que los pillen y los encierren en la celda de una Cuarta (estación de policía), donde van a dar los delincuentes, las prostitutas y los miembros de las maras (pandillas), quienes son sometidos a un régimen de maltratos y humillaciones.

Monica Zak, con su estilo particular de contar historias sostenidas sobre una base real, habla con la voz de ellos, como si formara parte de ese grupo de rapazuelos que conviven en la calle sin que nadie los acepte, ni los integre -o reintegre- a la vida social, donde el respeto a los Derechos Humanos es escamoteado por la desidia de propios y ajenos. Aquí es donde la Declaración de los Derechos de los Niños se torna en un mero enunciado lírico, porque una cosa está escrita en los papeles y otra muy distinta es la realidad que experimentan los niños de la calle, quienes no conocen la escolaridad, la seguridad social ni la protección familiar.

Ellos son hijos de nadie y, por lo tanto, no gozan de los mismos derechos ni de las mismas oportunidades que los hijos de las familias pudientes. Y, lo que es peor, las diferencias sociales y el menosprecio hacia los menos privilegiados se vislumbran en todos los niveles de la vida social. Esto constatan Alex Dogboy y sus compañeros cuando son llevados a la casa del gringo George, un ser sin escrúpulos que los invita a comer y a dormir en camas cómodas, con la intención de abusar de ellos y luego venderlos a los mercaderes que controlan la red de la prostitución y la pornografía infantil. Por suerte, Alex Dogboy y sus compañeros logran huir sanos y salvos de la casa del gringo George.

Dogboy en el basural

El protagonista del libro, entre idas y venidas, trabaja como pepenador en una montaña de basura, en medio de olores malolientes y aves de carroña. Vive bajo un techo de cartones y bolsas de plástico y se alimenta con los restos que echan los camiones de McDonald’s, Pizza Hut y Burger King. Trabaja de sol a sol, hasta que un día encuentra a una cachorra moribunda tirada en una caja de cartón. Él la cuida y le entrega su cariño. La llama Emmy y la convierte en su fiel compañera. Con ella, más que con sus amigos, comparte sus penas y alegrías.

En el basural, a orillas del río, donde encuentra a la preciosa cachorrita, encuentra también su segundo nombre: Dogboy, el muchacho de los perros. No es para menos, pues Alex Dogboy conversa en voz alta con la perra, y ésta, con las orejas en alto, parece escucharle el relato de una vida hecha de dolores y desengaños.

En el libro de Monica Zak, al mejor estilo de Jack London, los perros se convierten instintivamente en personajes dignos de ser amados y admirados, no sólo porque son los mejores amigos del hombre, sino también porque atesoran un sentimiento más noble que el de muchos humanos. A pesar de ello, los perros callejeros, en ciudades como Tegucigalpa, son animales que sufren el desprecio y el abandono.

En este mismo ambiente, plagado de moscas y deshechos, Alex Dogboy conoce a una niña llamada Margarita, la misma que, ataviada siempre con un vestido rojo, camina en medio del basural rodeada por una manada de canes de todos los tamaños y colores. Se hacen amigos, juegan y conversan en sus ratos de ocio, compartiendo un interés común y el amor que sienten por los perros.

Alex Dogboy, con el paso del tiempo, se adjudica un nuevo perro que, como agradecimiento al trato que recibe, pasa a ser otro de sus mejores compañeros. No en vano un día les confiesa: Son ustedes los que son mi madre y mi padre. De este modo, los dos perros, Emmy y Canelo, se convierten en la única familia de este niño de la calle, aparte de la mujer caritativa que, una y otra vez, deja que la ayude en los quehaceres de su restaurante popular a cambio de un plato de comida y algo de ropa.

En la obra de Monica Zak se funden los perros y el niño en una simbiosis que les permite sobrevivir a las adversidades, mientras vagan por los recovecos de la cuidad y husmean en los basurales en procura de encontrar restos de comida y un rincón donde pasar la noche.

Calidad literaria y compromiso

No cabe duda de que la autora del libro, con la habilidad legítima de una comunicadora de fuste, deja traslucir el submundo urbano, como quien deposita su amor y su sabiduría en todo lo que escribe, aun a riesgo de conceder, de manera consciente o inconsciente, demasiada ternura maternal a sus personajes; algo que los lectores pueden constatar en algunas de las páginas cargadas de sensaciones sólo conocidas por quienes entablan un contacto estrecho con los héroes y antihéroes de una obra literaria.

Se nota, asimismo, que el discurso narrativo fluye como el remanso de un río, sin ripios ni descripciones abundantes. Usa un lenguaje sencillo pero efectivo, y nos conduce de la mano por un ámbito que, aunque alejado de la Inglaterra victoriana, nos recuerda a Oliver Twist y a otros personajes de Charles Dickens; más todavía, su capacidad de percibir las palpitaciones de la naturaleza le permite describir con precisión la catástrofe provocada por el huracán Mitch, el aullido del viento, las lluvias torrenciales, la belleza salvaje del mar, la exuberancia del paisaje tropical y la forma de cómo Alex Dogboy y su perra Emmy, que se refugian del huracán entre las ramas de un árbol, son rescatados por un helicóptero de salvación.

Por lo demás, el libro Alex Dogboy es un regio alegato a favor de los niños de la calle, un testimonio que adquiere dimensiones verdaderamente humanas en la obra de una escritora que, desde los primeros atisbos de su vocación, ha dedicado su tiempo y su energía a forjar una literatura basada en hechos reales y documentos de primera mano.  

miércoles, 25 de diciembre de 2013


REALISMO SOCIAL EN LA PROSA DE MARCO MINGUILLO

Los relatos de este libro, de prosa pulcra y amena, son la expresión de un espíritu inquieto por los temas humanos, cuyos conflictos encuentran su mejor asidero en una propuesta que desafía la frivolidad y deja constancia de que la ficción tiene también su punto de partida en una realidad compleja y contradictoria, que no deja indiferente a ningún lector acostumbrado ya al discurso poético y narrativo de este autor peruano, quien conoce el drama que azota a los desposeídos de su tierra natal y los avatares del inmigrante en Suecia, donde escribió la totalidad de su breve pero intensa obra literaria.

A medida que nos adentramos en las páginas del libro, se advierte que Marco Minguillo puso especial énfasis en las descripciones de los paisajes, las situaciones y los personajes, con el desparpajo de quien está consciente de que un libro debe ser transparente como la radiografía del alma, sin que por ello los pensamientos dejen de ser embellecidos por la imaginación y enardecidos por la experiencia.

Si Al borde del camino es un buen ejemplo de la literatura de compromiso social y realismo concreto, Madriguera de topos, trazada con pinceladas autobiográficas, tiene la fuerza de ubicarnos en los años de la represión política y la vida clandestina de los jóvenes militantes de izquierda en un Perú que durante decenios se desangró bajo gobiernos civiles y militares.

Por el otro, sin descuidar el sentido del humor que, a pesar de la ironía y el contrasentido, es un buen recurso en materia literaria, el autor nos narra las experiencias de algunos inmigrantes ilegales enfrentados a la distorsión de una nueva realidad, donde todo se torna en dificultad, incluso el vehículo de comunicación que constituye el idioma, como ocurre en Sueños, pesadillas y escondidas; un relato que se convierte en un regio alegato de las aspiraciones y esperanzas de los inmigrantes anónimos, como la de ese personaje que, al mismo tiempo que disfruta de sus Vacaciones de verano en el Mediterráneo, vive añorando a su país, puesto que en cada lugar y espacio, incluidas las situaciones de vida o muerte, encuentra similitudes con la tierra que lo vio nacer.

El relato Para arriba y para abajo, hecho de necesidades y penurias, nos enfrenta a la cruda realidad de que los humanos y su entorno inmediato forman parte de una sociedad que desprecia a los excluidos, quienes, por mucho que se esfuerzan por superar su situación existencial, no lo consiguen en un mundo cada vez más hostil y competitivo. La ciudad de Lima es sólo un ejemplo para darnos cuenta de que en las zonas suburbanas sobreviven las prostitutas, los pandilleros carteristas y los mendigos andariegos al amparo de la luna, mientras en las casuchas de lata y cartón se violan los derechos más elementales de los menores de edad, convencidos de que al día siguiente todo seguirá igual. Marco Minguillo, acaso sin proponérselo, nos recuerda que la pobreza multiplica la pobreza y la podredumbre humana, lejos de las zonas residenciales y el despacho de las autoridades gubernamentales, se expande por los barriales como sargazos en el mar.

Con todo, y a pesar de los pesares, hay algunos que no pierden la ilusión de salvarse algún día de la miseria, ya sea por un golpe de fortuna o gracias a la mano extendida de alguna alma piadosa. Esto es lo que se refleja en Para arriba y para abajo, donde se retrata la conmovedora historia de una niña, que un día tiene un desenlace relativamente feliz, al menos para el consuelo de los lectores ávidos de historias clásicas en el mejor sentido de la palabra.

En este libro, compuesto por ocho títulos de extensión variada, no podían faltar los relatos escritos con sorprendente hedonismo, como José y Manuel. Planes de primavera y Puerto de tránsito, en los cuales resalta una prosa poética, dejando que el lector se deleite más con el juego de palabras, los vestigios de la memoria y las pasiones encendidas. Queda claro que el hilo argumental de estos relatos, a diferencia de los tópicos que caracterizan a este género literario, da paso a una fuerte dosis de ludismo creativo y transgresión narrativa. Las palabras, en estos casos, son los signos de las ideas, pero no siempre las palabras tienen por fin la expresión simple de los pensamientos. Cuando se habla o escribe bajo la impresión de la emoción estética, sucede, y a veces es indispensable, que el artista literario se aparte de la fría, esquemática forma simplemente gramatical, sintáctica o semántica, para dar a los pensamientos formas más ágiles, armoniosas y poéticas.

El penúltimo relato, titulado El centrodelantero, que bien podía haber sido la llave para cerrar el libro tras de una apasionante lectura, lo revela como a un escritor fanático del fútbol. No es para menos, cuando se piensa que este deporte, que hace mucho dejó de ser un puro juego para trocarse en un negocio rentable, ocupa la mente y el tiempo de millones de seres cuyas vidas giran en torno al balón, que se parece a una bola mágica donde confluyen los sueños de quienes la practican de manera activa y de quienes la contemplan de manera pasiva. Ojalá el fútbol, como sucede en el relato, volviera a ser el deporte de todos, de los aficionados que juegan en los barrios y en las canchas pedregosas, sin importarles la fama ni el dinero, aunque todos, consciente o inconscientemente, escondan en lo más profundo de su corazón las ansias de conocer alguna vez el triunfo y la gloria.

Con este relato, estructurado sobre la base de un anhelo universal, Marco Minguillo consigue pegar un fuerte puntapié contra el balón literario, con la esperanza de marcar el gol deseado en medio de una tribuna de lectores que esperan lo mejor de su artífice de relatos reales y rotundos. Por mi parte, sólo me queda augurarle un venturoso viaje de la mano de su nueva criatura del alma.

domingo, 15 de diciembre de 2013


CONVERSACIONES CON EL TÍO DE POTOSÍ

El protagonista principal de mi reciente libro es el Tío de la mina, un ser ambivalente entre lo profano y lo sagrado, que habita desde los tiempos de la colonia en los tenebrosos socavones del Sumaj Orq’o (Cerro Rico). Es una de las deidades centrales en la cosmovisión andina y un personaje fantástico en el mundo minero, donde los mitos y las leyendas se ensamblan de manera extraordinaria con las creencias y tradición de las culturas ancestrales.

Los relatos se fraguaron en una oscura habitación de la ciudad de El Alto, donde entablé amenas conversaciones con la estatuilla del Tío de Potosí, quien, en su condición de dios y diablo a la vez, aparece en el ámbito minero tras el sensacional descubrimiento de los yacimientos de plata en las sierras del altiplano, donde miles de conquistadores se dieron cita con la intención de amasar fortunas. Desde entonces el pueblo quechua de Kantumarka se convirtió en la Villa Imperial y sus riquezas minerales en recursos que llenaron las arcas de la monarquía española.

Como en anteriores ocasiones, fascinado por la mitología del Supay (diablo) y las tradiciones mineras, volví a sumergirme en el contexto mágico del macizo andino, para acercar a los lectores hacia los misterios escondidos en el vientre de la Pachamama, salvo que esta vez no con historias narradas en el género del cuento ni la novela, sino a través de relatos dialogados en los cuales el Tío cobra vida y se expresa con voz propia sobre un abanico de temas que revelan sus más genuinos sentimientos y pensamientos.

Debo confesarles que, a poco de retornar de Europa, visité una de las minas en el Cerro Rico, que en otrora manaba ingentes cantidades del preciado metal, para conocer el hábitat natural del protagonista de mi obra, consciente de que el Tío, soberano de las oscuras galerías y dueño absoluto de las riquezas minerales, aparte de reunir todos los atributos que requiere un personaje literario, representa el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre el monoteísmo católico y el politeísmo de las civilizaciones precolombinas.

En Conversaciones con el Tío de Potosí, lejos de reflejar la realidad agobiante de las minas y la tragedia de los mineros, propongo textos contextualizados en un laberinto hecho de mitos, leyendas y supersticiones, como si desde un principio hubiese optado por tener una mirada sesgada de la realidad, para luego recrearla y reinventarla, con un desparpajo que pone a prueba la capacidad del narrador y la inteligente expectativa del lector.

Cabe anotar que en el libro se destila una irreverencia inusual y un sentido del humor cargado de una fuerte dosis de transgresiones éticas y morales, sin que por ello los pensamientos dejen de ser embellecidos por la imaginación y enardecidos por el alma de quien, sin más recursos que la honestidad y el conocimiento de causa, intenta encandilar la mente incluso de los escépticos acostumbrados a cuestionar la cuasi verosimilitud de las obras construidas sobre los andamios de la realidad y la fantasía.

En Conversaciones con el Tío de Potosí, como en toda obra que nos acerca a los vericuetos de la condición humana, se plantean temas filosóficos de la vida cotidiana y se penetra en las manifestaciones subconscientes de los mineros, quienes, durante quinientos años de colonización, asimilaron las costumbres de los conquistadores ibéricos y conservaron las costumbres de las civilizaciones originarias.

En este libro, como en otros de mi producción literaria, retomé la temática minera, procurando recrearla a partir de las aventuras y desventuras fantásticas de uno de los personajes más emblemáticos de la tradición popular boliviana. El Tío de la mina, sentado frente a su interlocutor y dispuesto a deleitar con la versatilidad del verbo, no deja de sorprender con su sabiduría en cada una de las conversaciones en las que fluyen las ideas y palabras con una enorme carga emocional. Es decir, la magia de la palabra permite que el Tío, a pesar de su aspecto demoniaco y sus poderes sobrenaturales, aparezca retratado desde una perspectiva humana, como si de veras fuera un individuo de carne y hueso.

En las treinta conversaciones que componen el libro, donde los diálogos están hilvanados con un lenguaje coloquial, cruzamientos narrativos, contrapuntos e intertextualidades, el lector podrá familiarizase también con las creencias y hábitos de los mineros, en los que destacan el Carnaval pagano-religioso y la ch’alla, un ritual de ofrenda y agradecimiento a la Pachamama, la divinidad que entrega los frutos de su vientre a sus hijos terrenales, y al Tío de la mina, protector de las riquezas minerales y amo de los mineros, quienes sentados alrededor de su trono, a la usanza de los mitayos de antaño, le rinden pleitesía ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente, a modo de congraciarse con él, a quien lo veneran tanto como al misericordioso Tata Q’aqcha (Cristo Minero).

Conversaciones con el Tío de Potosí, además de ser un volumen que enseña y entretiene, es un justo homenaje a la Villa Imperial y al Cerro Rico, donde todavía reina el Tío, haciendo gala de su milenaria existencia y su poder infinito, mientras el afamado cerro, en cuyas faldas se levantaron las primeras casas de la Villa Imperial, hoy mira a sus habitantes con un gesto de tristeza y melancolía, como diciéndoles que todo lo que un día empieza siendo grande, otro día termina siendo pequeño, que la riqueza termina en la pobreza y que todo lo que tiene un comienzo está condenado a tener un final.

El Tío es, sin lugar a dudas, uno de los personajes más insólitos en las minas potosinas, donde encontré la veta más rica del imaginario popular, para luego explotarla y usarla como materia prima en la elaboración de mi obra literaria que, analizada desde cualquier punto de vista, no es otra cosa que el rescate de la memoria colectiva y la demostración de que sí existe un realismo fantástico, cuya exuberancia se experimenta a través de la simbiosis inherente entre los trabajadores del subsuelo y el protagonista de mi obra, que no sólo es una de las deidades mitológicas más significativas de las culturas ancestrales, sino también el dios y diablo recluido en las dantescas galerías de la mina.

domingo, 8 de diciembre de 2013


MONTOYA SERÁ CONDECORADO EN POTOSÍ     

Víctor Montoya, en reconocimiento a su importante aporte literario y su extensa labor cultural realizada tanto en Bolivia como en el exterior, será condecorado por el Honorable Concejo del Gobierno Autónomo Municipal de Potosí, donde presentó su más reciente libro el pasado mes de noviembre.

La sesión de honor, que tendrá lugar en el Palacio Consistorial de la alcaldía, el martes 10 de diciembre, a Hrs. 10 a.m., contará con la presencia de dirigentes de organizaciones sociales, el presidente del Honorable Concejo Municipal, el burgomaestre René Joaquino Cabrera y otras autoridades departamentales.

La condecoración se llevará a cabo en el marco de la celebración del Día de los Derechos Humanos, que la Asamblea General de las Naciones Unidas estableció para el 10 de diciembre desde 1950; fecha que para Víctor Montoya, expreso político y exiliado durante la dictadura militar de los años 70, es de vital importancia, no sólo porque forma parte de la democracia política en cualquier parte del mundo, según manifestó el autor, sino también porque abracé desde siempre los ideales basados en los principios de la justicia social, la libertad y la plena igualdad entre los seres humanos, quienes deben exigir el respeto a su dignidad dondequiera que se encuentren.

Esta condecoración se sumará a  otros reconocimientos que recibió el escritor paceño, cuya obra literaria está traducida a varios idiomas. Es autor de cuentos, novelas, ensayo y crónicas periodísticas. Tiene cuentos en antologías nacionales y extranjeras. Escribe en publicación de América Latina, Europa y Estados Unidos.

domingo, 1 de diciembre de 2013


RICARDO JAIMES FREYRE,
IMPULSOR DEL MODERNISMO LITERARIO

El poeta Ricardo Jaimes Freyre (Tacna, 1868 – Buenos Aires, 1933), hijo del destacado escritor potosino Julio Lucas Jaimes y de la escritora peruana Carolina Freyre, nació en el consulado boliviano de Tacna, donde su padre ejercía como diplomático. Inició su obra poética en Argentina, país en el cual pasó gran parte de su vida. En 1901, se instaló en Tucumán para desempeñar tareas culturales, universitarias y periodísticas por el lapso de veinte años. Fue redactor del diario El País y dirigió la Revista de Letras y Ciencias Sociales, una propuesta única y vanguardista en su época.

Sus biógrafos aseveran que este hombre de personalidad cautivante, de mostachos erguidos y melena alborotada, se convirtió en un personaje singular en la vida cultural tucumana no sólo porque lucía una capa española y un sombrero alón, sino también por el timbre de su voz que lo destacaba como un declamador de primera línea. Se dice que fue un talentoso orador, cuya retórica, hecha a la medida de sus dotes de poeta y al magistral manejo de sus ideas, dejaba pasmados a los hombres de letras y a los políticos acostumbrados a los debates más exquisitos en los recintos parlamentarios.

Su amor por Tucumán lo llevó a escribir varios libros historiográficos de la ciudad. Su prestigio se acrecentó tras la publicación de su Historia de la República de Tucumán (1911); un trabajo que todavía hoy constituye una piedra angular en la interpretación de la realidad argentina, país que le extendió su carta de ciudadanía en 1917 y donde llegó a ser miembro de la Academia de Letras y de la Sociedad Sarmiento, gracias a su sólida formación humanista y al estímulo literario encausado por su entorno familiar.

Años más tarde, motivado por la actividad política, las ideas socialistas y las concepciones anticlericales, James Freyre retornó a Bolivia dispuesto a trabajar por el bienestar del país andino, pues pertenecía -y pertenece- a esa categoría de seres que, además de tener una alta sensibilidad por los asuntos humanos, poseen un caudal intelectual que les permite visualizar los entretelones de la vida social, donde está presente el drama cotidiano de quienes no tienen acceso a los privilegios de las clases dominantes.

Colaboró con el presidente republicano Bautista Saavedra. Ejerció los cargos de ministro, canciller, diputado y diplomático en México, Chile, Estados Unidos y Brasil. En 1926, fue candidato a la presidencia de la República; pero, al ser elegido Hernando Siles, con quien estuvo en desacuerdo sobre el rumbo que debía tomar el país, renunció a su cargo diplomático y volvió a establecerse en Buenos Aires hasta el día de su muerte. El 8 de noviembre de 1933, sus restos, junto a los de su padre, fueron trasladados a Potosí, para ser depositados en la Catedral de la ciudad, con los honores que ameritan a los hombres cuyos aportes son indiscutibles en las naciones iluminadas por sus obras y sus ideas.

Ricardo Jaimes Freyre, dueño de una fulgurante personalidad y un estilo literario inconfundible, está considerado como el primer poeta boliviano de relieve continental. Tuvo el mérito histórico de haber sido uno de los artífices del movimiento modernista en América, pero también un maestro en el manejo del lenguaje rítmico y la métrica en el arte de la versificación castellana.

En Buenos Aires, con la colaboración del nicaragüense Rubén Darío, fundó  la Revista de América (1899), publicación que, a pesar de su fugaz existencia, impulsó decisivamente la difusión sus teorías enmarcadas en el objetivo de trabajar por el brillo de la lengua española en América y, al par que por el tesoro de sus riquezas antiguas, por el engrandecimiento de esas mismas riquezas, en vocabulario, rítmica, plasticidad y matiz... En efecto, los versos de Jaimes Freyre, lejos de la embriaguez verbal de los románticos, tienen rima, vocablos nuevos y giros insólitos, que resuenen por mucho tiempo en la mente de los lectores. La musicalidad de sus versos ha sido admirada por propios y extraños. No es casual que Borges, a tiempo de citar: Peregrina paloma imaginaria/ que enardece los últimos amores,/ alma de luz, de música y de flores,/ peregrina paloma imaginaria..., manifestó que no entendía el significado de estos versos, pero que éstos sí tenían un ritmo y una musicalidad agradables al oído.

No cabe duda de que Ricardo Jaimes Freyre, que sabía manejar con maestría sus conocimientos lingüísticos, se esforzó en fusionar la forma y el contenido en la musicalidad de la poesía, consciente de que el ritmo era más importante que el significado y tratando siempre de evitar que la poesía se convierta en un simple híbrido de la prosa y el verso. Aunque algunos críticos calificaron su poesía de preciosista y excesivamente meditada, lo cierto es que el vate boliviano, quien no sólo fue considerado el teórico del modernismo tras la publicación de su obra Leyes de la versificación castellana (1912), ha dado muestras suficientes de que los temas universales, inherentes al ser humano y su problemática social, pueden expresarse a través de la musicalidad recóndita que conllevan los versos.

Siguiendo los principios métricos de Jaimes Freyre, quien también usó el hexámetro yámbico que empleaba Darío, se puede constatar que, en su poema Las Hadas, se repite, a modo de estribillo, el verso inicial de la primera: Con sus rubias cabelleras luminosas,/ en la sombra se aproximan. Son las Hadas./ A su paso los abetos de la selva,/ como ofrenda tienden las crujientes ramas./ Con sus rubias cabelleras luminosas se acercan las Hadas./ Bajo un árbol, en la orilla del pantano,/ yace el cuerpo de la virgen. Su faz blanca,/ su faz blanca, como un lirio de la selva;/ dormida en sus labios la postrer plegaria./ Con sus rubias cabelleras luminosas/ se acercan las Hadas. En tanto en su poema Los cuervos: Sobre el himno del combate y el clamor de los guerreros,/ pasa un lento batir de alas; se oye un lúgubre graznido,/ y penetran los dos Cuervos, los divinos, tenebrosos mensajeros,/ y se posan en los hombros del Dios y hablan a su oído, los cinco primeros versos de cada estrofa están escritor en seis periódicos prosódicos disílabos puros, y el sexto, en tres períodos prosódicos puros.

Ricardo Jaimes Freyre, como pocos de sus contemporáneos, tenía una auténtica vocación por el arte de la versificación y un amor por las palabras que denotan belleza en una sintaxis que refleja con coherencia las vibraciones del poeta, quien es capaz de captar las sensaciones más sutiles del alma y verterlas en palabras con una soltura y armonía que no dejan indiferentes al lector acostumbrado al impacto de los versos y al significado que éstos transmiten a través de las metáforas y las figuras de dicción, donde se alteran en cierto modo las normas del lenguaje en afán de conseguir giros y expresiones que enriquezcan la expresión poética.

Su afamado poemario Castalia Bárbara (1899), además de reafirmar su talento y sus conocimientos de las estructuras rítmicas del lenguaje, marcó un hito en la poesía iberoamericana por su evidente pasión y su honda emoción humana. En sus versos, cargados de simbolismos y finas metáforas, trasciende su filosofía, su fantasía y su interés por los mitos de la tradición oral escandinava. Leopoldo Lugones, en el meditado prólogo del libro, confirma la propuesta estética de su amigo y colega: Todo poema consta de tres elementos internos o de concepción: la idea, el sentimiento y la proporción; y, de tres externos o de realización: la perspectiva, la metáfora y el ritmo (...) Se quiere que cada verso sea un diamante cuyas facetas produzcan fulguraciones diversas a la vez. Por esto la reforma en el ritmo, en la perspectiva, en la metáfora -los nuevos modos de decir adaptados a los nuevos modos de pensar.

Castalia bárbara presenta trece composiciones, precedidas por el poema Siempre. El autor, en su afán de narrar de manera épica las sagas de la mitología y el paganismo nórdicos, exalta la violencia y el heroísmo en un Olimpo bárbaro; una realidad que, por ser lejana y extraña a su medio, se torna en fantástica y misteriosa. Es aquí donde el lector, en medio de la furia y la belleza, se encuentra con paisajes que exhiben mares de olas encrespadas, noches de hielo, oscuros bosques y tierras envueltas en sangre y nieve, donde se oyen los aullidos de los lobos y el raudo vuelo de los cuervos sobre los pinos solitarios. En el paraíso o Walhalla, cuya cosmogonía es propia de la invención popular, aparecen personajes de cabelleras blondas como los elfos, las hadas y valquirias; héroes con alma guerrera y montados en negros caballos, blandiendo lanzas y espadas, y cubriéndose el pecho con escudos. Los versos dejan constancia de la omnipresencia de Odín y sus cuervos, la belleza de Freiya y el heroísmo de Thor, dios del trueno y la guerra, quien, conduciendo una carreta tirada por machos cabríos voladores, se enfrenta en las batallas con su martillo mágico.

Castalia bárbara, junto con Prosas profanas (1896) de Rubén Darío y Las montañas de oro (1897) de Leopoldo Lugones, está considerada como una de las piezas claves para comprender las visiones de un movimiento literario que coincidió con el pujante desarrollo de algunas ciudades latinoamericanas que, aparte de tornarse en cosmopolitas, intensificaron sus relaciones comerciales y culturales con la Europa de principios del siglo pasado.

Por mucho de que su obra poética, a diferencia de su prosa, sea breve en extensión -en el lapso de casi veinte años publicó sólo libros de poesía: Castalia bárbara y Los sueños son vida-, nadie pone en duda de que sus teorías planteadas en Leyes de la versificación castellana, han contribuido a perpetuar la genialidad de Ricardo Jaimes Freyre, considerado uno de los poetas iberoamericanos más grandes del siglo XX.