lunes, 5 de octubre de 2015


LAS MUJERES EN UN MUNDO DE DISCRIMINACIÓN

Los sistemas educativos del pasado acentuaron la discriminación contra la mujer. Apenas hubo mujeres entre los filósofos griegos, los juristas romanos, los teólogos cristianos o los médicos y matemáticos musulmanes medie­vales. Tampoco hubo mujeres entre los grandes pensadores y artistas del Renacimiento; una época que aportó muchísimo al patrimonio cultural de la humanidad, pero que no contribuyó en nada a la consideración social de la mujer, cuya historia estaba hecha de una larga opresión y sumisión a los valores patriarcales; incluso en la Edad Moderna, filósofos como Locke, Rousseau y Kant, la asignaron un rol de subordinada en la familia y la sociedad.

Las universidades, que son centros de investigación y transmisión de conocimientos acumulados por la humanidad, han sido durante siglos núcleos a los cuales tenían acceso sólo los hombres; en tanto las mujeres, que estaban vedadas de ingresar a las casas superiores de estudio, estaban excluidas del aprendizaje y los conocimientos que se impartían en sus aulas.

El derecho a la educación y formación profesional, que se convirtió por mucho tiempo en un privilegio reservado para los hombres, fue conquistado por algunas mujeres recién en el siglo XIX, tras el impulso de la revolución industrial. Sin embargo, fue tanta la demora en algunos países que, hasta mediados del siglo XX, las mujeres no podían acceder a enseñanzas como la ingeniería o arquitectura, profesiones ejercidas principalmente por los varones.

De hecho, negarle a la mujer una educación en igualdad de condiciones con el hombre era una discriminación flagrante y una frustración con irreparables consecuencias, sobre todo, si se considera que una educación adecuada podía haberle abierto las puertas a una profesión y, con ello, a la posibilidad de una autonomía social y una independencia económica tanto del padre como del marido.

La educación de la mujer, en varios países del mundo islámico, sigue siendo incipiente, y los conocimientos siguen siendo discrimina­torios y sexistas. Las mujeres no pueden estudiar en universidades ni elegir a sus autoridades, porque son tratadas como ciudadanas de segunda categoría y amas casa recluidas entre las cuatro paredes del hogar.

Los analistas del tema subrayan que la educación que se imparte en los países subdesarrollados sigue fomentando una discriminación sexista, que tiene su primer reflejo en la formación de actitudes y vocaciones desiguales frente a las opciones profesionales, lo mismo que en los países industrializados, donde las mujeres siguen eligiendo estudios que las sitúan en un puesto inferior dentro de la escala laboral.

A pesar de que ya pasaron los tiempos en que los naturalistas, como Rousseau, proclamaban la exclusión de las mujeres de la vida intelectual, negándoles la posibilidad de recibir enseñanza superior, la mayoría de quienes acceden a estudios superiores eligen ramas tradicionalmente femeninas. Por ejemplo, más de la mitad de las mujeres estudian profesiones relacionadas con sus instintos maternales y sólo un mínimo porcentaje elige ramas relacionadas con el sector técnico o industrial.

A la segregación estudiantil le sigue la discriminación salarial, un fenómeno que se refleja también en el ámbito político, donde las mujeres tienen menos participación que los hombres. Según un informe de la Unión Internacional Parlamentaria (UIP), publicado en 1991, de los 178 países considerados naciones independientes, sólo el 11% de los escaños parlamentarios estaban ocupados por mujeres, y en 93 países no había una sola ministra; lo que implica que, pese a las últimas conquistas alcanzadas en el proceso de igualdad, las mujeres mantenían un lugar marginal en las esferas de gobierno y ocupaban puestos vinculados a la educación, cultura, bienestar social, asuntos de la niñez y de género.

En el campo político, la mujer ha sido siempre con­siderada un elemento secundario, como la colaboradora del varón, del marido, y no como un sujeto capaz de trazar los lineamientos ideológicos y dirigir los acontecimientos transformadores del proceso histórico.

Es evidente que en la actualidad, tras varias reformas en el ámbito de género, la situación laboral de las mujeres ha cambiado considerablemente. Si antes, debido a los prejuicios sociales, apenas una mínima parte de ellas participaba en los movimientos políticos y sindicales -actividades consideradas por la opinión pública como propias de los hombres-, hoy en día la realidad es diferente, puesto que las mujeres, al menos en los países más desarrollados, participan más activamente en los puestos de mando de las esferas políticas, sociales, económicas y culturales.

Otro aspecto de la discriminación contra la mujer es el acoso sexual, un fenómeno condicionado por la jerarquía laboral que, dicho de otro modo, podría calificarse como uso y abuso del poder basado en una situación de predominio masculino en el trabajo, donde el sexo está tan presente como el reloj de fichar.


No es raro leer en la prensa el siguiente anuncio: Se busca una secretaria de buena presencia. El hecho de que la apariencia física de una secretaria sea más valorada que su competencia profesional, recuerda siempre al dicho popular que reza: Dos tetas tiran más que dos carretas; una clara discriminación sexista, que tiene su primer reflejo en la formación de actitudes y vocaciones desiguales frente a las opciones profesionales.

En algunos países, que viven a caballo entre la mentalidad feudal y el trasnochado desarrollo capitalista, la discriminación femenina está tan vigente como el resto de las discriminaciones sociales, económicas y raciales, así los gobiernos se empeñen en demostrar que se tratan de naciones modernas, donde se respetan y protegen los derechos más elementales de la mujer.

En todo caso, leer un anuncio discriminatorio contra la mujer, sea ésta de la condición social que sea, es motivo suficiente para reflexionar sobre el rol machista de los señores que prefieren una secretaria de buena presencia y, consiguientemente, sobre el rol de las secretarias como víctimas del acoso sexual.

Desde el instante en que las mujeres se integraron al sistema de producción social, son innumerables quienes, aparte de ser víctimas de la violencia en el hogar, son sometidas a presiones y coacciones no deseadas. Las encuestas revelan que la mitad de las trabajadoras se han sentido acosadas alguna vez, unas más que otras, por miradas lascivas, ges­tos insinuantes, tocamientos y agresiones físicas violentas.

Asimismo, se sabe que la mayoría de estas agresiones físicas o verbales han quedado en el anonimato, debido a que las víctimas no se atreven a denunciar este atentado contra la dignidad y los derechos de la mujer, ya sea por miedo a la publicidad, al marido, a los hijos o, simplemente, por miedo a perder su fuente de trabajo.

Cuando se emplea a una secretaria de buena presencia, se piensa en dos cosas: primero, en atraer más clientela o hacer más llamativo el negocio; segundo, en tener a mano una secretaria que pueda hacer en la oficina lo que la esposa no puede hacer en la casa. De modo que, una vez más, esta conducta indecorosa recuerda el consabido dilema que se experimenta en las relaciones laborales: si la secretaria de buena presencia quiere retener su puesto de trabajo, debe acceder a las insinuaciones de sus superiores; y si por algún motivo a la secretaria se le ocurre denunciar este atropello, el acosador, amparado en la ley del más fuerte, se defiende como un gallo en su corral y declara que la causante del hostigamiento fue la secretaria, quien vestía faldas cortas, blusas escotadas y pantalones ajustados.

Mas no por esto se le absolverá al acusado ni se dejará de pensar en que los señores que buscan secretarias de buena presencia sean, por acción u omisión, acosadores en potencia, una suerte de potros desbocados que atentan contra la dignidad y los derechos de la mujer trabajadora. 

jueves, 1 de octubre de 2015


CONVERSACIONES CON EL TÍO DE POTOSÍ

El libro de Víctor Montoya fue publicado recientemente por el Grupo Editorial Kipus de Cochabamba. Según informó el autor, se trata de la segunda edición de esta obra literaria, ya que la primera salió a luz bajo los auspicios del Gobierno Autónomo Municipal de Potosí en 2013.
  
El protagonista principal de los relatos es el Tío de la mina, un ser ambivalente entre lo profano y lo sagrado, que habita desde los tiempos de la colonia en los tenebrosos socavones del Cerro Rico de Potosí. Es una de las deidades mitológicas más emblemáticas de la cosmovisión andina y un personaje fantástico del mundo minero, donde los mitos y las leyendas se ensamblan de manera extraordinaria con las creencias y tradición de las culturas ancestrales.

En Conversaciones con el Tío de Potosí se destila una irreverencia inusual y un sentido del humor cargado de una fuerte dosis de transgresiones éticas y morales, sin que por ello los pensamientos dejen de ser embellecidos por la imaginación y enardecidos por el alma de quien, sin más recursos que la honestidad y el rescate de la memoria colectiva, intenta encandilar la mente incluso de los escépticos acostumbrados a cuestionar la cuasi verosimilitud de las obras construidas sobre los andamios de la realidad y la fantasía.

El Tío de la mina, sentado frente a su interlocutor y dispuesto a deleitar con la versatilidad del verbo, no deja de sorprender con su sabiduría en cada una de las conversaciones en las que fluyen las ideas con una enorme carga emocional, mientras la magia de la palabra permite que el Tío, quien reúne todos los atributos de un personaje literario, aparezca retratado desde una perspectiva humana, como si de veras fuera un individuo de carne y hueso.

En la treintena de relatos que componen el libro, donde los diálogos están hilvanados con un lenguaje coloquial, cruzamientos narrativos, contrapuntos e intertextualidades, el lector podrá familiarizase con las creencias y hábitos de los mineros, en los cuales destacan el carnaval pagano-religioso, la ch’alla como ritual de ofrenda y agradecimiento a la Pachamama, la divinidad que entrega los frutos de su vientre a sus hijos terrenales, y las ceremonias de adoración al Tío por parte de quienes, sentados alrededor de su trono, a la usanza de los mitayos de antaño, le rinden pleitesía ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente. 

viernes, 25 de septiembre de 2015


LA MALQUERIDA Y EL DIABLO

En un pueblito encajonado en la serranía, que parecía esculpido en las rocas y bañado por el polvo del tiempo, las callejuelas eran desérticas y el silencio, bajo un cielo permanentemente encapotado, era similar a la de un camposanto abandonado, hasta que, una mañana de cerrada llovizna, en que el viento soplaba como nunca, llegó un hombre montado a caballo.

Los curiosos asomaron la cara a la ventana y, entre el chapoteo provocado por el pasitrote del animal, vieron a un jinete que avanzaba con la cabeza gacha, como enfrentándose a las ráfagas de la lluvia. Nadie le vio la cara, porque llevaba el sombrero alón calado hasta las cejas y el cuello de la chaqueta suspendida hasta el pabellón de las orejas.

Los vecinos, una vez que cesó la lluvia y el pueblo retornó a la rutina, se enteraron de que el jinete se apeó en la puerta de la Malquerida, una cholita joven, coqueta y apetecida, que llegó al pueblo una vez que contrajo matrimonio con un muchacho del lugar, quien, por razones de trabajo, vivía en una mina cercana, donde pasaba al menos cinco días a la semana, pensando en su esposa, la Malquerida, y en el dinero que necesitaba para cancelar las deudas contraídas en los preparativos de la boda.

La Malquerida, presa de su orgullo y altanería, nunca se llevó bien con los vecinos desde el primer en día que se instaló en la modesta casa que su esposo heredó de sus padres; por eso, como suele ocurrir en un pueblo chico, acostumbrado a las tradiciones comunitarias del ayni y la mink’a (relación y trabajo recíprocos), la tenían aislada como a una enferma en cuarentena y le apodaron la Malquerida.

Cuando su marido retornó del trabajo, como todos los viernes al caer la noche, los amigos lo abordaron en la callejuela llena de neblina y le contaron que, durante su ausencia, un desconocido, que llegó montado a caballo, se apeó delante de su casa, donde su joven esposa, ataviada con sus mejores atuendos de chola, le hizo pasar como si lo hubiese conocido desde siempre, y que desde entonces no se los volvió a ver ni de noche ni de día.

El joven minero, un mocetón de contextura musculosa, ojos diminutos y nariz aguileña, apenas recibió la mala noticia como un balde de agua fría, sintió un aturdimiento que, por un instante, se apoderó de sus sentidos. Luego se ruborizo como una estufa encendida, pero no de celos, sino de coraje. Se despidió de los amigos y se endilgo hacia su casa arreando la neblina por delante. ¿Cómo pudo meterme cuernos a tres meses de nuestro matrimonio?, se dijo,  a medida que avanzaba deslizándose por el terreno barroso. Si todo lo que me contaron es cierto, entonces es una falta de respeto a mi persona, una conducta reprochable y un acto inaudito que no tiene perdón de Dios...

Se plantó delante de la puerta de su casa, sacó el llavero de la bolsa de Calcuta, colgada de su hombro derecho, y, decidido a descubrir infraganti a su esposa en una situación de infidelidad, entró en la habitación salpicando el piso con las botas llenas de barro. Ahí nomás, un súbito ventarrón, que surgió de la nada, lo suspendió en el aire, lo sopló como a una pluma y lo sacó volando por la ventana, hasta tumbarlo de espaldas en el lodo del patio, cerca de la pocilga de los cerdos.

El minero, con algunas rasmilladas que le ardían en la espalda como si le hubiesen echado puñados de brasa candente, se quedó aterrado por lo que acababa de suceder, pero una vez que se cargó de valor, se puso de pie, dispuesto a entrar otra vez en su casa, para saber qué demonios estaba pasando en su interior, donde todo quedó patas arriba; los muebles, las fotografías del día de la boda y hasta los mecheros de acetileno.

Su esposa no dio señales de vida, por cuanto supuso que estaría en el dormitorio, ajena a todo lo acontecía a su alrededor. Empujó la puerta y, al abrirse con un enervante chirrido en las bisagras, diviso a un hombre sentado sobre la cama, con una sonrisa que lo iluminaba todo; tenía la cabellera recogida en cola de caballo, sombrero alón, mostachos de caballero de fina estampa, traje de gamuza negra y botas con espuelas en los talones. Junto a él yacía su esposa, la Malquerida, tendida sobre un círculo de sangre todavía fresca, con las polleras levantadas hasta la cintura, las piernas abiertas y las trenzas alborotadas sobre la cara. Aunque respiraba, daba la impresión de estar muerta, habitada por un espíritu maligno o transportada a otras dimensiones.

–Así que por fin llegaste –dijo el desconocido, y, seguidamente, emitió algunas palabras en lenguas pretéritas.

El minero, intentado apaciguar el tormento nacido en su alma, le preguntó quién era, y el desconocido, que seguía sentado sobre la cama, con los ojos encendidos por su presencia, le contestó:

–Eso qué importa por ahora, si la maldición, como la muerte, entra por igual en la choza de los pobres que en la mansión de los ricos.

El minero no supo qué decir, pero estaba seguro que el hombre que tenía enfrente no era un simple mortal, sino un ser con propiedades sobrehumanas, pues era cuestión de escucharlo un instante para darse cuenta que era dueño de una mente prodigiosa, que deslumbraría a cualquiera que lo viera u oyera.

–¿Qué quieres con mi mujer? –preguntó el minero–. ¡Entrégamela tal cual la encontraste!…

–No te la entregaré –contestó–. Ahora es mía, solamente mía.... Ella me pertenece desde antes de que se revolcara contigo, desde que sucumbí ante los bajos instintos de mi cuerpo, desde entonces no puedo resistirme a sus caricias ni palabras y ando como perdido en los furtivos juegos de su lujuria.

–Eso no puede ser. Ella es mi esposa y tienes que devolvérmela antes de que cometa una locura... –suplicó el minero, golpeándole con los puños en el pecho.

El desconocido, consciente de que el odio se alimenta de los celos y los celos de un corazón herido, se echó a reír como burlándose de su adversario. Después lo apartó de un manotazo y desafió:

–¡Acércate y tómala! Si ella te sigue amando, te elegirá; de lo contrario, la dejarás en paz y permitirás llevármela hasta mi reino, que está construido debajo de nuestros pies, como una mina llena de fuego, azufre y tormento.

–¿Por qué me haces esto?

–Porque fui el primero en trajinar su cuerpo y quitarle su honor. La noche que la hice mía, entre los matorrales donde ella salió a desaguar, las luces del cielo fueron las únicas testigos de aquel desaforado amor que me dejó en vilo.

El minero, a esas alturas de la disputa, parecía haber perdido la cordura, al extremo de que al desconocido empezó a verlo en varias formas y tamaños, como si su imagen no correspondiera a la realidad, sino a una ilusión óptica, capaz de producir un desorden en el cerebro, como cuando se consume varias copas de licor, hasta que se produce una distorsión de los objetos; por eso, a ratos, lo veía como a una bestia infernal y, a ratos, como a una persona normal.

–Si eres valiente, quítamela de una vez –dijo el desconocido, hipnotizándolo con la mirada.

–No lo puedo hacer, si apenas puedo moverme y hablar –se justificó. Seguidamente, añadió–: Tú tienes que ser el diablo, ¿verdad?

El desconocido asintió con la cabeza y volvió a sonreír, pero esta vez dejando entrever las brillantes gemas engastadas en sus colmillos.

El minero cambió el tono en la voz y, como si estuviese delante de la muerte, balbuceó:

–Si tú eres el príncipe de las tinieblas, el que lo puede y lo sabe todo, entonces será en vano disputar contigo el amor de una mujer y enfrentarme a tus poderes satánicos…

El  diablo soltó una breve carcajada, apoyó los puños sobre la cama y se incorporó con la levedad de una pluma.

El minero, aunque sentía un inmenso dolor al saber que perdería a su esposa para siempre, como si dejara caer de sus manos una preciada perla, se dio por vencido y aceptó su derrota con resignación. Ni qué hacer, con ella lo perdió todo, ¡todo! Todo lo que fue un gran amor, terminaría muy pronto en el infierno. Miró en derredor, dio media vuelta en dirección a la puerta y salió de su casa, con lágrimas en los ojos y un hondo pesar en los sentimientos. Escuchó a sus espaldas un suspiro que parecía maldecirlo, pero él no volvió la mirada y tomó un rumbo desconocido, como quien corre sin llegar a ninguna parte.

El diablo levantó el cuerpo semidesnudo de la Malquerida, la sacó del dormitorio como un costal de papas, ganó la callejuela a zancadas y la aseguró con una cincha de cuero sobre las grupas del caballo, un extraño animal que solía esperar a su amo con los arreos encima, sin beber agua ni probar forraje alguno.

En el pueblo no había un alma y el tiempo parecía haberse detenido de manera inexplicable. El diablo montó de un brinco y, rompiendo el espeso manto de la neblina, cabalgó por donde vino, hasta desvanecerse como una misteriosa criatura, mientras a lo lejos, detrás de los cerros, se desataba una tempestad entre truenos y relámpagos. 

martes, 22 de septiembre de 2015

Paulino Joaniquina junto a la tumba del ex primer ministro sueco Olof Palme

CON LA MÚSICA EN LAS VENAS

A don Paulino Joaniquina lo conocí en un campamento de refugiados de Suecia, a mediados de los años 70, pidiéndoles a sus compañeros volver a la patria prometida, donde estaba la lucha por la dignidad, el pan y la justicia.

Don Paulino sabía que, el día en que se encendiera la chispa de la revolución, él sería el primero en empuñar el fusil y tomar el timón de la nave que conduciría a los oprimidos hacia la toma del poder, así fuese navegando en sangre.

Don Paulino aprendió a empuñar el fusil tan bien como empuñaba la guitarra; por eso, en los días de fiesta, carnavales, matrimonios y bautizos, los mineros, guardatojo en mano y corazón embriagado, cantaban y bailaban el huayño, la cueca y el bailecito, que don Paulino interpretaba en la concertina, el piano, la guitarra, el charango o en el instrumento que tuviera a mano.

Don Paulino era una orquesta andante, de cuyas manos florecía un ramillete de canciones, mientras las lágrimas asomaban a sus ojos y los recuerdos acudían a su mente, gritándole que no se olvide de los enfrentamientos que libró contra los guardianes de la oligarquía y las dictaduras militares, a veces, plomo contra dinamita, porque esas historias, además de constituir un testimonio personal, formaban parte de la memoria colectiva, de esa memoria ausente en las páginas de la historia oficial.

Hasta antes de ser relocalizado (eufemismo que quiere decir: despedido de la mina y echado a la calle), el año que se impuso el Decreto Supremo 21060, trabajó como perforista en la mina San José de Oruro, hincando el barreno de la máquina Denver contra la roca dura, para luego taladrarla salpicándose la cara con lama y copajira. Sin embargo, a pesar de haber trabajado durante años con la perforadora, que lo sacudía de punta a punta, no perdió el pulso para escribir con letra Palmer ni la gracia de hacer bailar sus dedos sobre las teclas del piano y los trastes de la guitarra.

Don Paulino no sacaba la música de los bolsillos, sino de los secretos del corazón, pues su corazón era como una cajita resonante de sentimientos y melodías, que apenas se abría no se volvía a cerrar. La música estaba metida en sus venas como los filones de estaño en las galerías. Y, claro está, como la música le bullía en la mismísima sangre, le salía desde el fondo del corazón y se le escapaba a borbotones por los dedos.

Don Paulino era el minero que conoció la abundancia de niño y la pobreza de adulto. Primero bebió leche de cabra y chupó las pulpas del carnero. Después bebió la melancolía de la chicha y masticó el polvo de la mina. Así, con los pulmones petrificados por las partículas de sílice y la conciencia combativa, se enfrentó a sus enemigos entre discurso y discurso. Conoció la cárcel, la tortura y el destierro, y por donde anduvo, desgranando su conciencia traducida en palabras, llevó la música nacional a cuestas, ejecutando los instrumentos que encontraba a su paso.

Era un placer acompañarle a don Paulino, porque se cantaba y se contaban historias de mineros, de esos titanes del subsuelo, donde el que no le ch’allaba al Tío ni le rendía pleitesía a la Pachamama, no cantaba ni bailaba al ritmo de don Paulino, ya que para él, que aprendió a ejecutar los instrumentos desde chico, la música y la conciencia eran hermanas mellizas que habitaban en cada hombre. La música es la mejor expresión estética de los sentimientos –decía–, de los corazones sensibles, y que sólo siendo sensible se puede sentir el dolor humano y detectar la injusticia desde el extremo más izquierdo de la izquierda…

Cierto día, mientras preparaba su retorno a la patria prometida, al seno de sus compañeros relocalizados, quienes vivían en los barrios periféricos de las grandes urbes, habló de lucha y música, de sus años como dirigente minero y del exilio que le arrebató a la madre de sus siete hijos. Así había sido el destino –decía–, triste para unos y alegre para otros…

Don Paulino Joaniquina retornó a su natal Oruro, pero luego de un tiempo, aquejado por un golpe en la cabeza que le atacó al cerebro, y atraído por el cariño de sus hijos que formaron familia en Suecia, volvió a establecerse en la ciudad portuaria de Gotemburgo, donde terminó sus días tirado en un hospital y, poco después, en un cementerio del país que lo acogió en calidad de refugiado político, lejos de la mina San José y de la tierra prometida, donde el pueblo y sus compañeros seguían luchando por conquistar la democracia y la justicia social. 

lunes, 14 de septiembre de 2015


MONTOYA EN LA VI FERIA DEL LIBRO EN LLALLAGUA

El escritor Víctor Montoya estará presente en la VI Feria Nacional del Libro en el municipio potosino de Llallagua, donde dictará una conferencia en torno a La literatura minera y presentará su libro Conversaciones con el Tío de Potosí. Está invitado por el Archivo Histórico Minero Regional Catavi, cuya labor, aparte de recuperar la documentación de la empresa Patiño Mines & Enterpreses y la Comibol, está orientada a promocionar la cultura minera en todos sus ámbitos.

La Feria tendrá una duración de tres días, entre el 16 y el 19 de septiembre, bajo el lema:
El libro… con ciencia y tecnología, aunque esto no implica que todas las actividades estarán destinadas exclusivamente a los interesados en el campo de las ciencias y la tecnología, puesto que los responsables de la Feria dieron a conocer que promoverán este evento cultural convencidos de que leer es cultivar y cultivas es crear; una frase que involucra a todos los implicados en fomentar el hábito de la lectura y en difundir la literatura nacional.
 
La VI Feria Nacional del Libro está organizada por el Ministerio de Culturas y Turismo, el Gobierno Autónomo Municipal, la Universidad Nacional Siglo XX, la Dirección Distrital de Educación y la Defensoría del Pueblo-Regional Llallagua, entre otros. Asimismo, se confirmó la participación de decenas de empresas editoriales que ofertarán una variedad de propuestas bibliográficas para niños, jóvenes y adultos.

La conferencia y presentación del libro de Víctor Montoya, conocido por sus libros que abordan la temática minera, está programada para el jueves 17 de septiembre, a Hrs. 17:00, en el Coliseo Paulina Medrano de Siglo XX. La responsable del Archivo Minero Regional Catavi, Lourdes Peñaranda Morante, manifestó que las obras de Víctor Montoya estarán a la venta en el stand del Archivo, donde el autor firmará sus libros y conversará con los lectores. 

martes, 8 de septiembre de 2015


LUCHADOR OBRERO EN LA PORTADA DE UN LIBRO

Esta hermosa fotografía está impresa en el libro Interior mina de René Poppe, quien, luego de haber trabajado un tiempo en Siglo XX, entendió que para identificar al obrero del subsuelo boliviano no había mejor rostro que el de Víctor Siñani. En efecto, este hombre orgulloso de su raza de bronce, además de haber sido minero, fue uno de los dirigentes campesinos del norte de Potosí, donde compartió las luchas y la suerte de sus hermanos de clase, consciente de que la tierra era para quien la trabajaba, como el trigo era el pan de quien sembraba la semilla.

Víctor Siñani aparece en esta fotografía con la mirada perdida en la galería y el rostro iluminado por la lámpara del guardatojo; tiene los pómulos prominentes y la nariz expresiva. La letra R, que luce en la pechera de su chaqueta, podía ser tranquilamente la abreviatura de la palabra: Revolución. La chaqueta es de gamuza y diablo-fuerte, muy fina para ser usada en el laboreo de la mina, pero de seguro que a él no le importaba este detalle, salvo trabajar duro para llevar el pan a la boca de sus hijos.

Por su origen campesino, era una persona a quien le gustaba la verdad cruda, incluso violenta, y aunque era de carácter taciturno, pronunciaba palabras de asombro cada vez que transmitía una idea. Daba la sensación de decir mucho diciendo poco. Víctor Siñani correspondía a esa estirpe de hombres del altiplano que, siendo parcos en la palabra y desconfiados con los desconocidos, no podía compartir sus pensamientos con quienes no compartían su realidad ni su tiempo.

Fue legendario luchador porista, no sólo porque supo permanecer fiel a sus ideas políticas, sino también porque supo batirse, fusil y dinamita en mano, contra los enemigos de los obreros y campesinos. De sus hazañas se cuentan innumerables anécdotas. No es para menos, en enero de 1960, fue uno de los que encabezó la toma de la plaza de Huanuni, donde los mineros entraron repentinamente, como una tromba arreada por el viento. Pelearon duro y parejo contra los carabineros, hasta hacerlos desertar de sus trincheras. Así es, cuando los khoyalocos empiezan el ataque no hay Cristo que los detenga.

Este minero de recio temple se enfrentó contra las dictaduras militares. Sobrevivió a las jornadas de Sora-Sora, en 1964; a la masacre de San Juan, en 1967; al golpe militar de Hugo Banzer, en 1971. De sus hazañas y su coraje daban cuenta sus compañeros más cercanos: El Victuquito, donde ponía el ojo, ponía la bala, dejando fuera de combate a cuantos se le ponían enfrente. Es decir, lo que no podía resolver a golpes de palabra, lo resolvía a tiros.

A mediados de 1976, tras el fracaso de la huelga general indefinida decretada por la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), fue perseguido y apresado en la ciudad de Oruro, torturado y encarcelado. Los sicarios del gobierno sabían que Víctor Siñani tenía una larga trayectoria como dirigente minero-campesino. Era uno de sus representantes más genuinos, el que se mantuvo fiel a los intereses de su clase, sin claudicar sus principios políticos ni ser tránsfugo como los elementos amarillos. Estaba convencido de que pese al cierre de las minas y los decretos antipopulares de 1985, los mineros señalarían el camino de lucha que conduciría a la nación oprimida a liberarse de los látigos del imperialismo y del despotismo de sus lacayos nativos. Mientras tanto, recluido en su condición de relocalizado, esperaba con irresistible paciencia el primer campanazo de la asonada final, como quien estaba acostumbrado a acatar las medidas de la acción directa de masas, consciente de que la emancipación de los trabajadores sería obra de los mismos trabajadores.

Víctor Siñani era uno de esos hombres que, por su propia naturaleza, atraía la atención de los intelectuales pequeños burgueses, quienes intentaban descubrir los recónditos secretos que guardaba este militante obrero, pues aparte de estar hecho a golpes de explotación y miseria, alcanzó un alto grado de conciencia ideológica. En él hizo carne el programa de la vanguardia revolucionaria del proletariado y en él se proyectaron como ecos los gritos de protesta de obreros y campesinos.

En los días festivos se lo veía en las chicherías de Llallagua, ya en la calle Modesto Omiste (donde mueren los valientes) o en la calle Ballivián. Le bastaba un charango para hacer zapatear a las mozas de Chayanta y Pocoata, quienes, polleras plisadas, mantillas al hombro y sombreritos ladeados, batían palmas para que don Víctor rasgueara el charango al ritmo de las tonadas nortepotosinas. A veces se lo escuchaba cantar, con voz de lamento y dolor, el wuayño dedicado a su camarada y compañero César Lora: Los mineros lloran sangre/ por la muerte de un obrero/ ése ha sido César Lora/ asesinado en San Pedro./ Para el minero no hay justicia/ para el minero no hay perdón/ más bien tratan de aplastarlo/ capitalistas sinvergüenzas... Después, charango en mano y guardatojo en alto, se lo escuchaba gritar: ¡Vivan los mineros, carajo! ¡Gloria a César Lora e Isaac Camacho!...

No era casual, Víctor Siñani, desde cuando abandonó el campo y se proletarizó en las minas, siguió los pasos de César Lora, por quien sentía una franca admiración y respeto. Creía ciegamente en sus palabras y acciones, pues sabía que él hablaba con sabiduría popular y con el corazón en la boca, y sus hechos estaban encaminados a conquistar una sociedad más justa y equitativa, donde no exista ya más lamento ni clamor ni dolor. Tanta era su confianza depositada en el caudillo obrero que, muchas veces, quiso creer que era el único hombre en la tierra capaz de hacer posible que los trabajadores sean los dueños absolutos de su destino, que los ojos de los ciegos se abran, que los oídos de los sordos se destapen y la lengua de los pobres se desate con alegría. Mas todo este sueño se tornó en pesadilla, cuando el 29 de julio de 1965, los chacales del dictador René Barrientos Ortuño, por órdenes expresas de la Junta Militar y la CIA., asesinaron a César Lora, con un disparo en la frente y una sentencia que decía: Muerte a los subversores.

Todavía recuerdo aquella tarde de verano ardiente de 1974, en que Víctor Siñani, seguido por un piquete de mineros, se endilgó al cementerio de Llallagua, al otro lado de pampa María Barzola, con el propósito de desalojar los restos de César Lora, en cuyo nicho se pensaba sepultar el féretro de su finado padre. Víctor Siñani, apenas llegamos al cementerio, cuyas paredes parecían descolgarse de una colina hacia el fondo del río, abrió el nicho con martillo y cincel, arrastró el cajón de madera hacia sí y pidió que nos retiráramos del lugar por el temor a que la fetidez del cadáver, en estado de descomposición, nos provocara una enfermedad. Nosotros cumplimos su pedido, mientras él permaneció allí, solo, en cuclillas y dispuesto a desclavar el cajón con la punta de un cuchillo. Se cubrió la nariz con la chaqueta y, a poco de descubrir el cadáver de César Lora, que a una década de su asesinato seguía conservando las facciones de su rostro, se levantó de golpe y dijo: Aún no es tiempo de desalojar este cadáver. Después, con los ojos a punto de estallar en lágrimas, volvió a clavar el cajón y a cerrar el nicho a cal y canto.

Víctor Siñani (Victuquito, para los amigos), así como aparece retratado en esta fotografía, que hoy forma parte de la portada de un libro, era un minero de pura cepa y un militante ejemplar, como todo revolucionario que no se vende ni se alquila.

miércoles, 2 de septiembre de 2015


UNA ANTOLOGÍA NECESARIA

Estos cuentos, escritos con el vértigo de la pasión y la fuerza de la inteligencia, están destinados al niño que habita en nosotros, al que se niega a abandonarnos y nos contempla desde el fondo del alma.

Cada autor, como atrapado en el torbellino de los recuerdos, incursiona en los territorios invadidos por la infancia, intentando reconstruir las astillas dispersas de la memoria, o simplemente, con el franco propósito de traslucir las aventuras, pasiones, sentimientos y pensamientos de quienes, más allá de ser rescatados de las brumas del olvido, son los protagonistas principales de estas piezas de incalculable valor humano y literario.

Es aquí donde los cuentistas, encumbrados con su mayor sensibilidad, nos deslumbran con un estilo personal y un certero dominio del discurso narrativo, aun a riesgo de asomarnos a las lindes de la literatura infantil, que de hecho constituye un género distinto a las intenciones que motivaron la elaboración de esta antología.

A la pregunta: ¿Por qué una antología de El niño en el cuento boliviano? La respuesta es muy sencilla: porque considero que la infancia constituye el cimiento de la personalidad humana, la etapa más noble y sensitiva que nos depara la vida. No en vano reza el sabio proverbio: El niño es el padre del hombre, pues nosotros, los adultos, somos lo que fuimos de niños. Quien no tenga un punto de referencia en los años de la infancia, debe considerarse un individuo sin pasado ni futuro, y por eso mismo, un desatino de la razón y una fatalidad del destino.

El único criterio que se usó en la selección de los cuentos, al margen de la inherente calidad literaria que se exige en este tipo de publicaciones, fue el hecho de que los temas, cuyos escenarios están ambientados en el campo, las minas y las ciudades, estuviesen contemplados desde la perspectiva de los niños y niñas, quienes, gracias al poder de su imaginación, son capaces de captar las vibraciones más sutiles de su entorno, observando con perspicacia los atavismos ancestrales y las costumbres familiares, debido a que la sensibilidad es uno de los hilos conductores de la condición humana, sobre todo, cuando ésta se halla en pleno proceso de desarrollo.  

De otro lado, valga advertir que ciertos cuentos, aparte de reflejar el panorama multicultural del país, recrean el lenguaje popular, salpicando el texto con interferencias del quechua y el aymara, en una suerte de pirotecnia lingüística que enriquece los matices léxicos y sintácticos de una lengua.

En algunos cuentos, cuyos temas son disímiles en su forma y tratamiento, están retratados los niños marginados de las grandes urbes: los huérfanos, mendigos, canillitas, lustrabotas, los que no tienen nombre ni hogar, los que maduran antes de tiempo como si estuviesen hechos a golpes de crueldad y tragedia. En otros, en cambio, aparecen los niños de la clase media empobrecida, los niños de las minas y el campo, donde están presentes la discriminación social y racial, la violencia y el menosprecio. Se tratan de cuentos que, además de contener un alto valor ético y estético, nos convocan vehemente a la reflexión y a la toma de conciencia, como si los autores, a tiempo de exagerar intencionalmente el grotesco social, criticando los aspectos más crudos de la realidad, desearan transformar la situación de los niños que pertenecen a las clases menos privilegiadas de la sociedad imperante, donde el atropello a los Derechos del Niño, junto a la pobreza y el autoritarismo, es una ley contundente que habla su propio lenguaje.

Varios de los cuentos, expuestos con sobriedad y transparencia, nos dejan con el aliento suspendido, pues parecen nacidos del alma de su autor con el mismo dolor que implica el parto. Son cuentos que, narrados en primera persona y con experiencias personales y colectivas, se convierten en gritos de desesperación y denuncia. No obstante, es interesante observar que en medio de la tragedia social, que en Bolivia se torna en un doloroso problema nacional, se filtra el rayito mágico de la fantasía, permitiéndole a cada niño y niña mantener encendida la llama de la esperanza y el goce emocional que le proporciona la actividad lúdica, donde los deseos, palabras, imágenes y sueños siguen su propio cauce, al margen de la realidad existencial y el mundo racional de los adultos.

La antología reviste no sólo la importancia de haber sido publicada en Suecia, como una contribución a la difusión de la literatura boliviana, sino también la importancia de reunir, en un solo volumen, el tema de la infancia en la cuentística del siglo XX, con la esperanza de que la narrativa boliviana, tantas veces ausente en la constelación de la literatura latinoamericana, tenga un mejor porvenir en el presente milenio, en provecho de los autores que dedican su tiempo y talento al arte de la palabra escrita.

Asimismo, la presente antología, lejos de tener un afán de lucro, es una suerte de reconocimiento y agradecimiento a los escritores que se empeñan -y se empeñaron- en rescatar los sentimientos más sublimes de un pueblo, cuyos valores culturales apenas trascienden más allá de sus fronteras.

En lo que a mí respecta, me complace el simple hecho de haber compilado estos cuentos de mi tierra, donde no pocos escritores descuellan como excelentes intérpretes del alma infantil. Éstos son los cuentos que cautivaron mis inquietudes de lector y éstos son los autores que inspiraron, con su palabra y aliento, la elaboración de este volumen que ahora deposito en sus manos, como un cofre lleno de esperanzas y sorpresas literarias.

Los 35 autores incluidos en la antología son: Germán Araúz Crespo, Virginia Ayllón, René Bascopé Aspiazu, Adolfo Cáceres Romero, Zenobio Calizaya Velásquez, José Camarlinghi, Adolfo Cárdenas Franco, Homero Carvalho Oliva, Jorge F. Catalano, Oscar Cerruto, Carlos Condarco Santillán, Gary Daher Canedo, Porfirio Díaz Machicao, Alfonso Gamarra Durana, Wálter Guevara Arze, Alfonso Gumucio Dragón, Marcela Gutiérrez, Jesús Lara, Roberto Laserna, Alfredo Medrano, Víctor Montoya, Jaime Nisttahuz, Blanca Elena Paz, Edmundo Paz Soldán, Giancarla de Quiroga, Rosario Quiroga de Urquieta, Raúl Rivadeneira Prada, Ramón Rocha Monroy, Oscar Soria Gamarra, Jorge Suárez, Grover Suárez García, Gaby Vallejo Canedo, Manuel Vargas, César Verduguez Gómez y Víctor Hugo Viscarra. 

lunes, 31 de agosto de 2015


RECADO DE UNA CHULLPA AUSENTE

Desde estos confines de la Pachamama, donde el frío se instala en los huesos y el torbellino de nieve recuerda el esplendor del Illimani, saludo a los arawikus reunidos cerca del lago sagrado de los incas, prestos a celebrar el inicio de un nuevo ciclo de la poesía boliviana, en un acto de convivencia armónica con los seres divinos, benignos y malignos de la cosmogonía andina.

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Aunque suscribí el documento: Recado de unas chullpas halladas en el Siglo  XXI, junto a los poetas -antipoetas- Marcelo Arduz, Jorge Campero, Martha Gantier y René Antezana, me veo impedido a cumplir el compromiso por razones ajenas a mi voluntad, y no porque dejé de abrigar las esperanzas de reencontrarme con mis ancestros desde 1985, año en que se realizó el Primer Encuentro Internacional de Jóvenes Creadores, en Madrid, España.

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Sin embargo, a la distancia, como una chullpa raptada por los vikingos, invocaré a los mallkus y achachilas para que permitan soplar mi voz en las zampoñas y dejen escuchar los latidos de mi corazón en los tambores, y rogaré a los vientos del Tahuantinsuyu para que me concedan la gracia de comunicarme telepáticamente con quienes, reunidos al amparo de la Killa y el Inti, tejerán durante dos días y dos noches hermosos aguayos con los hilos mágicos de la poesía.

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Desde esta lejana Thule, atrapado en las redes de Internet como araña cibernética, prometo que seguiré vuestros pasos hasta cuando la Pachamama vuelva a comer y beber de nuestros cuerpos, y hasta que, otra vez convertidos en chullpas y embarcados en el largo viaje a lo desconocido, nos vuelvan a desentrañar en los albores del próximo milenio, con un cofre poético entre las manos y la firme promesa de reunirnos en la tierra de nuestros antepasados; un reencuentro al que asistiré así sea arrastrando el grito de mis huesos.

Hasta entonces, pues, queridos y recordados arawikus.

Víctor Montoya
Estocolmo, enero de 2000.


martes, 25 de agosto de 2015


LOS NEONAZIS EN EUROPA

Cierto día, mientras miraba en la televisión un programa sobre la violencia desatada por una banda de racistas y xenófobos, mi hijo, que en ese momento jugaba tendido de bruces sobre la alfombra, se aferró a mi brazo, acercó sus ojitos dubitativos hacia mi rostro y, con voz trémula, dijo: ¿Papá, nos matarán también a nosotros porque tenemos el pelo negro? Yo lo miré perplejo, con un nudo en la garganta y sin saber qué responder. Después, él volvió a jugar, y yo, sin salir aún de mi asombro, me quedé pensando en su pregunta que, aparentemente ingenua, reflejaba la fría realidad que mostraban en la pantalla, una realidad que desangraba la democracia y la armoniosa convivencia ciudadana.

En otra ocasión, cuando en la misma pantalla apareció la imagen de Ian Wachtmeister y Bert Karlsson (líderes de la entonces Nueva Democracia), haciendo declaraciones sobre los supuestos excesos de los inmigrantes en Suecia, mi hijo me sorprendió con otra pregunta: ¿Y éstos son también malos, papá? Yo lo levanté en los brazos y, simulando una sonrisa, le contesté: Estos son dos payasos y nada más, dos payasos que hacen reír y dan pena. Claro está, cómo iba a explicarle a un niño que el ascenso del racismo, la xenofobia y el hipernacionalismo eran productos de la crisis del sistema capitalista y un chivo expiatorio en forma de cientos de miles de extranjeros.

Cómo iba a decirle que los líderes de la derecha se parecen al Flautista de Hamelín, que conducen a sus seguidores hacia el barranco, prometiéndoles que avanzan por buen camino, y quienes, ante las cámaras de la televisión, se muestran como auténticos demócratas, escondiendo su verdadero rostro como su verdadera opinión, aunque cada vez que arengan a sus secuaces no hacen otra cosa que compartir el fanatismo violento de las hordas neonazis, skinheads (cabezas rapadas) y de los partidos de extrema derecha, que abogan por la supremacía del hombre blanco.

Sé de sobra que a mi pequeño hijo, por algún tiempo más, no podré explicarle que el racismo es la expresión hipertrofiada de un componente de la personalidad humana: el temor al extranjero, a lo desconocido. Es decir, que la ideología fascista es la expresión extrema, racionalizada y colectivizada de ese rechazo a todos quienes no comparten su filosofía eurocéntrica.

No hay más que recordar los acontecimientos acaecidos en algunos países de la Unión Europea, como en la siempre temida Alemania unificada, donde los neonazis dicen que ellos ejecutan acciones que son determinadas por los propios ciudadanos, quienes son potencialmente xenófobos en el silencio. Por ejemplo, en Rostock, ante los turbulentos atentados racistas, las mismas fuerzas del orden parecían tener más simpatía por los neonazis que por las manifestaciones de la izquierda; lo mismo sucedió en Lichtenhagen, donde miles de habitantes prorrumpieron en aplausos y gritos a favor de los energúmenos fascistas, quienes lanzaron piedras y explosivos de fabricación casera contra los albergues de los inmigrantes.

Explicarle a un niño que no debe hablarse de categorías de individuos, sino sólo de individuos independientemente del color de su piel, cultura y nacionalidad -ya que la identidad de un país no se forma en un cuarto vacío, sino en una colectividad que constituye casi siempre una suerte de ensamble multicultural-, resulta tan difícil como explicarle el porqué estoy en Suecia que, por cierto y sin desmerecerlo, me brindó asilo político solidario cuando más lo necesitaba.

No me entendería si le digo que soy un refugiado más, porque en mi país de origen me opuse a un régimen de facto que asaltó el poder irrumpiendo la democracia, contra quienes hicieron desaparecer impunemente a militantes revolucionarios; contra quienes, organizados en escuadrones de la muerte, lincharon a hombres y violaron a mujeres; contra quienes, acostumbrados a vulnerar los Derechos Humanos, torturaron y asesinaron con frialdad pavorosa y contra quienes, como los neonazis dentro de la Unión Europea, usaron la violencia como el único y último recurso para imponer sus prerrogativas.

Sin embargo, estoy seguro de que mi hijo, como otros niños que nacieron en el exilio, un buen día sabrá que a los ciegos de hoy les quitaremos la venda de los ojos para mostrarles que la realidad de un país no es lo que ellos quieren ver, sino otra cosa, un enorme abanico que compendia todos los colores, olores, sabores, lenguas, credos y culturas, y que el proceso de la democracia, así no haga milagros ni estragos, es algo que debemos de aprender a defender, para que el sueño de la libertad y la justicia no se haga añicos por la sola presencia del exacerbado nacionalismo xenófobo, que no tiene más importancia que la que en realidad tiene: primero, porque no representa a una opinión mayoritaria; y, segundo, porque son una pandilla de cretinos que no merecen el respeto ni el perdón.

Ahora bien, como todos los demócratas, quiero conservar la libertad de opinión y expresión, pero también la seguridad ciudadana, puesto que, al fin y al cabo, quiero que me dejen vivir en paz y en completa armonía con mis semejantes. Quiero que se sepa, además, que no estoy dispuesto a enmudecer ante las bravatas y la violencia verbal de un grupúsculo de resentidos sociales y, mucho menos, dispuesto a dejarlos enarbolar las banderas de una ideología que amenaza la convivencia social y siembra el pánico y el temor entre los niños.

Mi experiencia personal es apenas el pálido reflejo de una realidad que afecta a millones de familias extranjeras a lo largo y ancho de Europa. No es casual que hace un tiempo atrás, un padre de familia de origen chileno, que se vio obligado a abandonar su país desolado por una dictadura militar, me confesó con una profunda tristeza: No hay una sola noche en que mi hijo deje de enfrentarse con los “skinheads” (cabezas rapadas). Si una noche no lo atacan a él, atacan a su amigo o al amigo de éste. De modo que mi hijo, que llegó a Suecia siendo aún niño, pertenece ya a una generación que está marcada por la propaganda racista y el menosprecio contra el ‘cabeza negra. ¿No sé qué hacer?

La preocupación de este padre es comprensible desde todo punto de vista, pues se trata de un individuo que, huyendo de una sanguinaria dictadura militar, buscó refugió en Suecia, con la esperanza de ofrecer un futuro mejor a sus hijos; un sueño que parece haberse roto en pedazos y se convirtió en pesadilla la vez en que su hijo llegó a casa hostigado por una pandilla de neonazis, que lo acosaron desde la escuela, gritándole al unísono: ¡Cabeza negra, fuera de nuestro país!


Estos pandilleros, cuyos ídolos son Hitler, Mussolini y Franco, fueron reclutados desde los 14 años de edad por organizaciones de extrema derecha, con el propósito de crear una corriente de opinión destinada a desbaratar la política de inmigración de cualquier gobierno democrático y, enarbolando las banderas del nazismo, oponerse a la mezcla de razas y culturas.

Esta política racial, que pretende legitimar la existencia de una raza fuerte y otra débil, de una raza supuestamente superior y otra inferior -compuesta por judíos, gitanos, indios, negros y homosexuales-, reaviva la mentalidad del nazismo alemán, cuyas consecuencias, aparte del holocausto en el cual perdieron la vida millones de seres humanos, fueron la noche de los cristales rotos y los cuchillos largos.

Los judíos fueron amedrentados y asesinados por bandas de fascistas armados. Sobre los letreros de las tiendas, que habitualmente eran concurridas por todos, se pusieron advertencias que decían: Prohibido el ingreso de perros y judíos, y sobre las ropas de los judíos se cosió la estrella de David para que sean fácilmente identificados a la hora de ser deportados a los campos de concentración y exterminio.

El racismo, que no es una rara perversión diabólica ni un fenómeno natural del instinto humano, es una teoría que admite la existencia de razas dominantes y razas dominadas; y, lo que es más grave, es una teoría que algunos la llevan a la práctica de manera brutal, como sucedió en una pequeña ciudad de Suecia, donde la sola presencia de un 9% de inmigrantes (en una población de menos de 18.000 habitantes), fue suficiente para despertar los instintos gregarios de un grupúsculo de muchachos neonazis que, luciendo cruces esvásticas, vestimentas del Ku Kux Klan, botines de caña alta y cazadoras americanas, aterrorizaron a varias familias de inmigrantes, quemando cruces, pintarrajeando paredes, destrozando las tiendas y los restaurantes administrados por extranjeros.

Estos mismo neonazis llegaron al extremo de asestar, en noviembre de 1995, el frío metal de un cuchillo en el pecho de un muchacho de origen africano, quien murió desangrado en una de las calles céntricas de la ciudad. Los peatones vieron su cuerpo tendido entre los arbustos, pero ninguno acudió a socorrerlo ni a denunciar el caso en la policía; es más, un transeúnte le arrojó una cáscara de banano en actitud de desprecio, mientras otro depositó al lado de su cadáver una bola de carbón que representaba la cabeza de un muñeco negro. Los testigos dijeron no haberse percatado de que el hombre estaba muerto; algunos, incluso, pensaron que se trataba de un negro borracho, durmiendo en plena calle y a plena luz del día. 

Lo que más extraña de esta actitud pasiva y contemplativa, que puede tornarse en un arma tan peligrosa como el acto mismo de ejecutar un crimen fríamente planificado, es el hecho de que ningún político de la cúpula gubernamental haya dicho: esta boca es mía ni que este caso haya sido motivo suficiente para generar una protesta nacional contra los asesinos, quienes, con el cinismo, la impunidad y la insensatez que caracterizan a los criminales en potencia, usaron a la prensa sensacionalista para difundir su propaganda de intimidación contra los inmigrantes, quienes, según ellos, son los causantes de todos los males sociales y económicos que aquejaban al país.

 
Por lo demás, pienso que la consigna de resistencia es clara y contundente: no debemos dejarnos intimidar por las bravatas ni fechorías de estas pandillas de antisociales; por el contrario, debemos cerrar filas en torno a las organizaciones que no están dispuestas a tolerar el racismo, la exaltación del poder blanco ni la propaganda neonazi, que se distribuye abiertamente en los establecimientos educativos a nombre de la democracia y la libertad de expresión, aun sabiendo que el totalitarismo fascista, que reconoce al individuo sólo en la medida en que sus intereses coinciden con los del Estado absoluto, no tiene lugar en un sistema político pluralista y democrático, basado en el respeto a los Derechos Humanos y la diversidad de razas, lenguas y culturas.

Los inmigrantes estamos en el deber de esclarecer que la crisis económica de un país, como la crisis estructural del sistema capitalista, no se resuelve con la discriminación y la expulsión de los extranjeros, sino con la participación colectiva en las decisiones del Estado y con la distribución equitativa de los recursos, que hoy están concentrados en pocas manos. 

jueves, 20 de agosto de 2015


LA REALIDAD MINERA ESCRITA EN VERSOS

Publicar una antología de poesía minera es poner en manos del lector un material explosivo, donde se amalgaman las luchas sociales con los gritos de esperanza, las carcajadas de estaño con el llanto de las masacres, las victorias del sindicalismo con las derrotas infligidas por los gendarmes de la oligarquía minero-feudal. Se trata de un libro que, elaborado desde una perspectiva ética y estética, convocan a la reflexión y la protesta, sin más armas que el uso del verbo y la razón.

Las poesías compendiadas en esta obra, lejos de todo maniqueísmo ideológico y artificio en el manejo del lenguaje poético, no tienen otra finalidad que la de reflejar los pensamientos y sentimientos de los titanes de las montañas, acostumbrados a convivir con la muerte en los tenebrosos socavones, donde dejan sus pulmones reventados por la silicosis, tras sufrir una despiadada explotación en las oquedades del silencio; una explotación que surgió durante el régimen colonial y se prolongó hasta el sistema capitalista de la época republicana, que permitió el saqueo imperialista de los recursos naturales, dejando una secuela inhumana y descarnada entre los desheredados de esta tierra hecha de puños en alto y banderas de libertad.

La antología Estaño, Amargo Pan, compuesta por el talento y la sensibilidad de un selecto grupo de poetas comprometidos con la realidad social, es un desafío contra la desidia de los poderes de dominación, una propuesta de dignidad escrita en versos y un maravilloso rescate de la memoria histórica de los trabajadores del subsuelo boliviano, quienes, junto a las valerosas palliris y amas de casa, constituyen la columna vertebral de la economía nacional y el baluarte indiscutible de las transformaciones revolucionarias en un país de profundas raíces mineras.

En Estaño, Amargo Pan es necesario sentir el pensamiento y hacer que el pensamiento se convierta en palabras con poder de evocación de los sentimientos. No basta con que la poseía tenga una fonética melodiosa, lo esencial es que tenga un mensaje de rebeldía y esperanza, como toda poesía de compromiso y crítica contra un sistema de explotación que, aparte de agudizar los antagonismos de las clases sociales, simboliza la crisis de la humanidad y la desintegración de los valores propios de una sociedad cimentada en los principios del respeto a los derechos fundamentales de los humanos.

Los versos que conforman esta antología, además de manejar con elegancia el engranaje del lenguaje poético, denuncian la despiadada explotación en las minas, las masacres perpetradas por las oligarquías y la estremecedora pobreza de las familias hacinadas en los campamentos, sin dejar de mencionar las estoicas luchas de los obreros por conquistar mejores condiciones de vida, a pesar del riesgo a ser reprimidos y perder sus fuentes de trabajo, cuya riqueza mineral contrasta paradójicamente con la pobreza y el subdesarrollo económico de un país que, por mucho tiempo, soportó los látigos de la opresión imperialista.

La literatura minera, de un modo general e inevitable, asume una posición de tesis y reflexión en torno a una realidad de fuertes contradicciones sociales y discriminaciones raciales, que exceden por sí mismas lo estrictamente estético y literario en una obra que versa sobre temas enclavados en un contexto donde pocos tienen mucho y muchos no tienen nada. Es aquí donde la poesía se maneja como un arma al servicio de los ideales de justicia y libertad. Es aquí donde la poesía cumple la función de expresar los pensamientos más genuinos de los hijos del estaño y los herederos de la miseria.

Estaño, Amargo Pan es una antología elaborada con conciencia de clase y compromiso ideológico con el proletariado boliviano, un sector combativo que conoce de cerca el profesor, narrador y poeta Eliseo Bilbao Ayaviri, quien, a tiempo de rendirles un justo homenaje a los titanes de las montañas, reunió en la presente antología a las voces más representativas de la poesía social de Bolivia, desde Alcira Cardona Torrico, pasando por Héctor Borda Leaño, Alberto Guerra Gutiérrez, Jorge Calvimontes y Calvimontes, Jorge Mansilla (Coco Manto), hasta rematar en los versos del mismo compilador, quien, desde el instante en que concibió la idea de elaborar una antología, impulsado nada menos que por las emociones de su fuero interno, decidió poner delante de nuestros ojos un escaparate conformado con los mejores poemas inspirados en la realidad minera, donde los gritos de protesta son vibrantes como la explosión de las dinamitas, lo mismo que el clamor popular es contundente como el alarido de los trabajadores del subsuelo.

La antología Estaño, Amargo Pan, que lleva el prólogo de los dirigentes de la gloriosa Federación de Trabajadores Mineros de Bolivia, y una nota de la escritora Rosario Quiroga de Urquieta, a manera de epílogo, acaba de salir de la imprenta y tiene todavía la tinta fresca. Al autor y a los implicados en este hermoso proyecto, sólo nos queda someter a consideración de los lectores este abanico de poemas, finamente ilustradas por el artista Mario Vargas Cuellar, y augurarles a los autores un feliz recorrido por los linderos de la literatura nacional, que siempre tiene un espacio reservado para sus cultores dedicados a pulir el lenguaje, como los joyeros pulen el diamante en bruto, hasta dejarlo con su más límpido fulgor.