jueves, 23 de mayo de 2013


MOSEBACKE

Cuando salgo a la calle, sin otro propósito que llegar a Mosebacke, primero abordó el autobús hasta Gullmarsplan y luego el metro que me deja en Slussen, estación por la cual transitan casi todos los peatones de la ciudad.

Me apeó en el andén y subo por las gradas que conducen hacia una plaza atestada de gente y de comerciantes vendiendo flores y frutas. A un lado de la plaza está el Museo de Estocolmo y, al otro, la magnífica construcción de Katarina Hissen, cuya silueta, recortada contra las aguas y el cielo, me provoca una sensación de vértigo, sobre todo, cuando entro en el ascensor que, en fracción de segundos, me deja en la plataforma más alta de Slussen.

A unos cien metros más adelante, cruzando por un puente metálico y venciendo una empinada gradería, me interno en la plaza de Mosebacke, donde, sentado a la sombra de los árboles, contemplo la cabina de teléfono antiguo y la estatua de las dos mujeres desnudas que, puestas en medio de una pileta de aguas cristalinas, parecen sirenas en una tarde ardiente de verano.

Al lado izquierdo, junto al Teatro del Sur, está el famoso restaurante de Mosebacke, cuya terraza, expuesta bajo la franela añil del cielo, permite tender la mirada sobre gran parte de Gamla Stan, como hizo una tarde de mayo Arvid Falk, el protagonista principal de la novela El salón rojo, de August Strindberg.

Desde mi asiento preferido, donde la brisa sopla en la cara, contemplo, entre revoloteos de palomas y graznidos de gaviotas, los puentes y barcos que decoran el canal y, a mis pies, una parte de Gamla Stan, donde las cúpulas y ventanas reflejan un pedazo de sol al declinar la tarde con su rosado resplandor.

El simple hecho de estar en el corazón de Estocolmo, fundado en 1352, es un acto de por sí inolvidable; primero, porque permite relajarse del estrés y el ajetreo cotidiano; y, segundo, porque ofrece un paisaje similar al de los cuentos de encanto, pues estar en la terraza de Mosebacke, rodeado de frondas verdes y azulinas aguas, es un modo de experimentar la belleza de la isla sobre la cual se erige la ciudad antigua, con sus casas apiñadas, calles angostas, arquitectura de reminiscencias medievales y canales cambiando de matices a la hora del poniente.

Al costado izquierdo, y a vuelo de pájaro, se distingue la cúpula de la Iglesia Mayor, desde la cual pueden dominarse los cuatro puntos cardinales de la ciudad y el laberinto de casas, con paredes de ladrillo, techos de latón y chimeneas alzándose hacia la concavidad del cielo. En este mismo lugar está emplazado el edificio del Parlamento, las oficinas gubernamentales y el Palacio Real.


Junto a la ribera del lago, y mirando hacia la ciudad antigua, se sobrepone el Ayuntamiento, donde todos los años tiene lugar la cena ofrecida a los galardonados con el Premio Nobel. La construcción, que demoró 12 años y requirió más de 19 millones de mosaicos, tiene una torre de oscuros ladrillos rojos, una bóveda de verde cobre, rematada con tres coronas doradas y un panorama que no conoce lengua capaz de describir su belleza.

Delante de Mosebacke, en la otra orilla del canal y en medio de un aire que huele a bosques, se divisa una hilera de museos y hoteles y, al costado derecho, el parque de distracciones oculto entre pinos y desniveles, y decorado por unos barcos que boyan en los muelles y otros que surcan las aguas del Mälaren. Más al fondo se pierde la vista y se hunde el horizonte que, en un día de verano, es una línea curva donde confluyen el cielo y la tierra.

Al desfallecer la tarde, los edificios caen en las aguas quebrando su simetría y dando la impresión de ser una ciudad anfibia, con una parte en la tierra y la otra en el canal. De pronto, al precipitarse la noche, se encienden las calles y los puentes en un alucinante juego de luces, como si la misma ciudad se hubiese sumergido en el agua con una transparencia y luminosidad inusuales. Al cabo de experimentar esta sensación, bajo un cielo constelado de estrellas, no queda más que retornar a mi casa, con la misma ilusión de siempre: volver a Mosebacke apenas le quite tiempo al tiempo y me invadan las ganas de sentarme junto al busto de August Strindberg y delante de un paisaje que, si bien no es comparable a las siete maravillas, tiene la magia de encandilar el corazón de los amantes fieles de la Venecia del Norte.    

lunes, 20 de mayo de 2013


EUGÈNE POTTIER, 
AUTOR DEL HIMNO DEL PROLETARIADO MUNDIAL

La Internacional, interpretada en las diversas manifestaciones políticas y culturales, es uno de los himnos más emblemáticos del movimiento obrero internacional. El texto fue escrito por Eugène Pottier (París, 1816 -1887), un tallista de madera que, desde sus 13 años de edad, empezó a ganarse el pan embalando cajones en la ciudad de Lille, al norte de Francia y cerca de la frontera con Bélgica.

Se cuenta que Pottier, que era hijo de una familia pobre, como pobre fue él a lo largo de su vida, escribió el texto de La Internacional en junio de 1871, tras la caída de la Comuna de París, en la cual participó activamente contra los monárquicos franceses, y que Pierre Degeyter, músico y obrero dependiente en una papelería, luego de encontrar los versos de La Internacional entre los papeles de su autor, compuso la melodía en 1888, consciente de que la música no sólo debe suscitar una experiencia estética en el oyente, sino también trasmitir un mensaje que convoque a la reflexión y la comprensión de una realidad social indeseada. 

Este canto, traducido a casi todos los idiomas por su connotación ideológica e importancia histórica, fue creado por dos trabajadores franceses, quienes depositaron lo mejor de sí en La Internacional, cuyos primeros versos, acompañados coherentemente por una composición de melodías, armonías y ritmos, retumban en el aire, al son de los instrumentos de viento y percusión, y entre voces que se alzan desde el fondo del alma, con una fuerza que estalla en el corazón: ¡Arriba, los pobres del mundo./ De pie, los esclavos sin pan!/ Atruena la razón en marcha,/ Es el fin de la opresión...

La internacional, desde que se la cantó públicamente en el congreso de la Segunda Internacional Socialista fundada en 1889, se ha convertido en el himno del proletariado mundial, en una obra musical que se entona a viva voz no sólo en los acontecimientos más significativos de las organizaciones sindicales, sino también en cada Primero de Mayo, al conmemorarse el Día Internacional de los Trabajadores. Este mismo canto, con diferentes modificaciones de la letra, ha sido interpretado en la Tercera y la Cuarta Internacionales; es más, llegó a ser himno oficial de la Unión Soviética entre 1918 y 1943.

Asimismo, no es extraño que los revolucionarios, que entonan este himno con el brazo izquierdo en alto y el puño cerrado, hagan suyo este texto que, en cada verso y estrofa, expresa sentimientos, circunstancias y pensamientos, como un llamado vehemente a la solidaridad entre los pobres, a la necesidad de lucha contra la opresión capitalista y al deseo de construir una sociedad con más libertad y justicia en un mundo que sea el paraíso de toda la humanidad.

Eugène Pottier, aparte de haber sido escritor, dibujante y revolucionario, fue un ser sensible capaz de trocar en versos sus pensamientos ideológicos más profundos. Sus biógrafos aseveran que poseía el don de la palabra y que a los catorce años de edad escribió su primera poesía, titulada: ¡Viva la Libertad! Desde entonces, no dejó de registrar con su puño y letra todos los acontecimientos políticos en Francia. Sus versos, que después de su muerte fueron musicalizados por diversos compositores, tenían la intención de despertar la conciencia de clase de los trabajadores y fustigar a la burguesía que estaba ingresando a su fase de descomposición imperialista.

Este militante obrero, fiel a su instinto de clase y credo revolucionario, estuvo presente en los diferentes acontecimientos del movimiento obrero suscitados en Europa a finales del siglo XIX. Fundó la Cámara Sindical de Talleres de Dibujantes y se afilió a la Primera Internacional. Durante el sitio de París, fue nombrado brigada de un batallón de la Guardia Nacional y delegado ante el Comité Central. Asimismo, en 1871, fue elegido por unanimidad para formar parte del consejo de la Comuna de París. Luchó en las barricadas en defensa de la Comuna y, tras la derrota de este movimiento insurreccional de los trabajadores, huyó de la represión de la Semana Sangrienta y de la ejecución, refugiándose en Inglaterra y Estados Unidos, donde trabajó como dibujante y maestro.

Durante su exilio, y asumiendo con dignidad su condición de inmigrante en tierras lejanas, escribió el poema Los obreros de los EE. UU. a los obreros de Francia, en el cual refleja la vida de los trabajadores bajo el yugo del sistema capitalista, dando cuenta de su miseria, su trabajo inhumano y su firme decisión de acabar con la explotación del hombre por el hombre. Estaba convencido de que los trabajadores de todas las latitudes, por encima de las fronteras nacionales, tenían las mismas necesidades y el mismo interés de lucha por hacer posible la revolución proletaria mundial, cuya vanguardia indiscutible es la clase obrera.

Años más tarde, cuando el gobierno francés concedió amnistía general y restableció el orden constitucional, Pottier retornó del exilio y reanudó sus actividades políticas en París, donde participó en la formación del Partido Obrero Francés y colaboró en el periódico El Socialista, junto con Paul Lafargue, quien, además de médico y periodista revolucionario, fue el yerno de Karl Marx y uno de los teóricos marxistas más connotados de su época.

Eugène Pottier se mantuvo activo en la vida política y en su quehacer literario, hasta que la muerte lo alcanzó el 8 de noviembre de 1887. El cortejo fúnebre, al que acudieron miles de trabajadores, se convirtió en una manifestación popular, donde no faltaron los gritos de: ¡Viva Pottier! El coche fúnebre llevaba la orla roja de los miembros de la Comuna, ante los ojos de la policía reaccionaria que, en medio de disparos y disturbios, intentaba arrebatar las banderas rojas que flameaban en la procesión. Muchos fueron los discursos a su memoria y muchos los artistas que musicalizaron sus versos. Sus restos descansan en el cementerio de Peré Lachaise, donde también están enterrados los revolucionarios que fueron fusilados tras la derrota de la Comuna de París.

V.I. Lenin, impactado por la muerte de este magnífico autor del himno del proletariado mundial, escribió en el No. 2 del periódico Pravda, del 3 de enero de 1913, palabras de hondo sentimiento y admiración: Pottier murió en la miseria, mas dejó levantado a su memoria un monumento imperecedero. Fue uno de los más grandes propagandistas por medio de la canción. En efecto, sus Cantos Revolucionarios, entre los que destacan La Internacional, El Terror Blanco, El Muro de los Federados y El Rebelde, fueron tan efectivos en la lucha anticapitalista como los discursos incendiarios de los líderes políticos y sindicales.
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Eugène Pottier murió sin ver el triunfo de la revolución proletaria, pero su poesía, convertida en himno y arma de protesta, lo mantiene más vivo que nunca. Sus textos parecen fantasmas que recorren el mundo y la letra de La Internacional, que se canta en coro y al unísono, es su mejor legado a la humanidad. No en vano los trabajadores, que se alzan con valor y solidaridad inquebrantable, repiten el estribillo: …¡Agrupémonos todos,/ en la lucha final!/ El género humano/ es la internacional.

Este himno revolucionario, debido a la fuerza en su melodía y el mensaje inherente en sus versos, parece haber nacido desde las mismas entrañas del proletariado internacional que hoy, como siempre, enarbola las banderas de lucha contra el sistema capitalista y honra la memoria de Eugène Pottier, cuyo talento y compromiso social quedaron plasmados en el ritmo marcial de La Internacional, que desde hace más de un siglo entonan millones de trabajadores a lo largo y ancho de este planeta, donde todavía no se han perdido las esperanzas de que otro mundo es posible.

jueves, 16 de mayo de 2013


ÓSCAR ALFARO, POETA Y REVOLUCIONARIO

Este imprescindible poeta boliviano fue una de las figuras cimeras de la poesía infantil y juvenil del siglo XX. Nació en Tarija en 1921 y falleció en La Paz en 1963. Estudió la primaria y secundaria en su ciudad natal, y prosiguió con sus estudios de Derecho en la Universidad San Simón de Cochabamba. Desde muy joven se distinguió como un excelente poeta y cuentista. A los 17 años publicó su libro Bajo el sol de Tarija. Trabajó como profesor de lenguaje y literatura en la Escuela Superior de Formación de Maestros Juan Misael Saracho en San Lorenzo y en varios colegios e institutos de Villamontes y La Paz, donde fue, además, productor del programa La república de los niños en la estatal Radio Illimani, mientras su producción literaria ocupaba las columnas de los periódicos nacionales y extranjeros.

Es por demás conocido que este poeta chapaco, de inconfundible perilla y honda sensibilidad humana, se hizo miembro del Partido Comunista de Bolivia e incursionó en la lucha política escribiendo versos que reflejaban las injusticias sociales, las necesidades económicas y las esperanzas de los ciudadanos más humildes del campo y las ciudades. Su poesía franca y combativa fue una fuente de inspiración de la cual bebieron poetas y cantautores como Nilo Soruco, a quien lo unía una sincera amistad y los ideales enarbolados por los portadores de la Bandera Roja. De esa afinidad artística, en la que se dan la mano la poesía y la música, nacieron decenas de canciones compartidas como la emblemática Moto Méndez, en homenaje al guerrillero Eustaquio Moto Méndez, caudillo de las luchas independentistas durante la colonia en la ciudad de Tarija.

Los estudios y los comentarios sobre su obra son abundantes, y todos coinciden en señalar que Óscar Alfaro es el poeta de los niños por excelencia. La escritora uruguaya Juana de Ibarbouru, refiriéndose a la calidad de su poesía, dijo: Su hermoso poemario ‘Bajo el sol de Tarija’ es rico de colorido y de folklore, de lirismo y de sentido poético y humano... Asimismo, Franz Tamayo, otro de nuestros grandes poetas, escribió lo siguiente: … Agradezco al delicado poeta don Óscar Alfaro, por el regalo de su precioso libro ‘Alfabeto de Estrellas’, muy digno del genio poético de nuestras juventudes... Tampoco está por demás citar las palabras de apreciación vertidas por Yolanda Bedregal, quien expresó en su debido momento: Nuestro Óscar Alfaro encarna la figura ideal del poeta, a quien imaginamos un ser elegido, en quien la persona humana y la obra están acordes sin ruptura entre conducta y expresión literaria…”

Este príncipe de la poesía para niños era dueño de una gran sensibilidad, que lo acercaba a los temas más sublimes de la infancia. En realidad, se puede decir que él no escribió sobre los niños sino para los niños. Su obra literaria, hilvanada con musicalidad y temas universales, lo convierten en un ser excepcional y en ese niño que él siempre quiso ser, enfrentado a las injusticias sociales como Peter Pan enfrentaba los ataques del Capitán Garfio.

Óscar Alfaro vivía y experimentaba su realidad con los ojos de poeta-niño, consciente de que incluso las personas mayores cargan a un niño en su interior desde la cuna hasta la tumba. No en vano dice en Viaje al pasado, poema dedicado a su madre: Desde adentro, desde adentro,/ desde el fondo de un abismo,/ viene corriendo a mi encuentro/ un niño que soy yo mismo.

En su extensa creación literaria destacan: Canciones de lluvia y tierra (1948); Bajo el sol de Tarija (1949); Canciones de la lluvia y tierra (1948); Cajita de música (1949); Alfabeto de estrellas (1950); Cien poemas para niños (1955); La escuela de Fiesta (1963); La copla vivida (1964); Poemas chapacos (1966); El circo de papel (1970); Caricaturas (1976); Sueño de azúcar (1985); Cuentos infantiles (1962); Cuentos chapacos (1963); El sapo que quería ser estrella (1980); El pájaro de fuego y otros cuentos (1990). Su obra póstuma, tanto en verso como en prosa, siguió siendo editada por sus hijos y su esposa, doña Fanny Mendizábal de Alfaro.

Si consideramos que este poeta, que empeñaba el cristal de su corazón con el llanto de los niños pobres, falleció a los 42, es natural que no haya visto editada toda su obra en vida. De seguro que quedaron muchos cuentos y poemas inconclusos y en manuscrito, que actualmente atesoran sus legítimos herederos; mas tratándose de un autor de reconocida trayectoria y talento inusual, es imprescindible hacer una selección de todo el material inédito para publicarlo junto a sus libros que ya se conocen a nivel nacional e internacional; es más,  es necesario preparar la obra completa de Óscar Alfaro y publicarla con la ayuda económica del Ministerio de Educación y Cultura o con fondos de alguna institución privada dedicada a fomentar el desarrollo de la cultural nacional. Ojalá esta obra completa, tan esperada por los lectores de todas las edades, sea una realidad antes de que se cumpla el centenario de su nacimiento en 2021.

Durante años, como la mayoría de los escritores de su época, perteneció a la segunda generación del grupo literario Gesta Bárbara. Obtuvo el Primer premio en el Concurso Nacional de Cuentos para Niños (1956); el Premio Nacional de Cultura con Cuentos Chapacos (1963) y sus Cuentos para niños fue incluido en la Lista de Honor de IBBY (1992). Sus libros, considerados ya clásicos en la literatura infantil boliviana, han sido reeditados innumerables veces y traducidos a otros idiomas.

No cabe duda de que Óscar Alfaro, quien supo combinar con maestría la imaginación infantil y el juego de palabras, seguirá siendo el mejor escritor para niños; más todavía, en su condición de hombre comprometido con la realidad social, cultivó una poesía revolucionaria y de reflexión, porque tenía el corazón al lado de la causa de los marginados y desposeídos; una constante ideológica que se aprecia con nitidez en su obra escrita con coraje, sencillez y belleza.

La obra de Óscar Alfaro sigue vigente, a pesar de los cambios históricos que se han suscitado en las últimas décadas en Oriente y Occidente, pues en el mundo sigue primando la injusticia y la depredación de la naturaleza, mientras los ideales de libertad siguen buscando un asidero en los versos de los poetas enamorados de la paz, la libertad y la justicia social.

Un buen ejemplo de lo que se afirma es su poema El pájaro revolucionario”, cuyos versos exclaman: “Ordena el cerdo granjero:/ ¡Fusilen a todo pájaro!/ Suelta por los trigales/ Su policía de gatos…/ Al poco rato le traen/ Un pajarillo aterrado/ Que aún tiene dentro del pico/ Un grano que no ha tragado./ ¡Vas a morir por ratero...!/ ¡Si soy un pájaro honrado./ De profesión carpintero./ Que vivo de mi trabajo!/ ¿Y por qué robas mi trigo?/ Lo cobro por mi salario/ Que usted se negó a pagarme/ Aún me debe muchos granos./ Lo mismo está debiendo/ A los sapos hortelanos,/ Al minero escarabajo,/ A las abejas obreras/ ¡Y a todos los que ha estafado!/ Usted hizo su riqueza/ Robando a los proletarios.../ ¡Qué peligro!... ¡Un socialista!/ ¡A fusilarlo!... ¡Apunten!.. . ¡¡¡Fuego!!!/ Demonio… si hasta los pájaros/ En la América Latina/ Se hacen revolucionarios…

domingo, 5 de mayo de 2013


EN LAS MONTAÑAS DE LLALLAGUA

Llegar a Llallagua desde Huanuni, por un tramo que ahora está asfaltado, implica cruzar por una topografía accidentada, con zonas ecológicamente semiáridas, cañadones vertiginosos y ríos caudalosos en épocas de crecida. En algunos sitios, contemplados desde la ventanilla de la flota, el panorama de la meseta andina presenta terrenos con ausencia de agua, serranías, cuencas y quebradas sin atisbos de vida. A ratos, cuando la flota avanza por caminos que parecen víboras reptando por las laderas de los cerros, donde la paja brava y los arbustos silvestres son mecidos por el viento, se tiene la sensación de estar ingresando en un mundo dominado sólo por el frío y la naturaleza salvaje.

En la tranca de Llallagua, cerca del Campamento Uno y los desmontes, un Cristo de mármol, con los brazos abiertos y la mirada impertérrita, da la bienvenida a los pasajeros que arriban en autos particulares, flotas y minibuses desde Oruro, tras ganar la distancia en una flamante carretera que el gobierno hizo construir como símbolo de progreso.

La población civil, que se vislumbra desde la tranca, como arrinconada contra las montañas, parece descolgarse hacia una pendiente. Sus principales calles, angostas y serpenteantes, están atestadas de gente y ostentan con orgullo tiendas, farmacias, alojamientos, pensiones, taxis, puestos de chucherías y hasta uno que otro karaoke para divertirse y pasar la noche entre trago y trago, salvo los días miércoles en que se aplica la Ley Seca, que las autoridades municipales determinaron para evitar el consumo excesivo de bebidas alcohólicas entre los universitarios.


La población de Llallagua, desde que la dejé hace 34 años atrás, ha crecido en lo demográfico, a pesar de la relocalización de las familias mineras tras el Decreto Supremo 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro lanzó en 1985. Las plazas presentan una vegetación pintoresca y las empinadas calles lucen construcciones de arquitectura avanzada, como si el resplandor de otros tiempos hubiese vuelto a instalarse en esta tierra hecha de mineros y minerales.

En la Calle Linares, donde se hunde el terrero como un tobogán y por cuyo pequeño puente cruza el Ch’aquimayu (Río Seco), se encuentra la frontera entre el campamento minero de Siglo XX y la población civil de Llallagua, en cuyos bares y bazares zumba, a todo volumen y desde los parlantes instalados en plena acera, la música chicha y los wayños del norte de Potosí.

Caminar por esta calle, que antes me parecía más ancha y larga, me trajo un tumulto de ideas que se me agolparon en la mente. Lo mismo experimenté cuando estaba en la Plaza 6 de Agosto y en la Plaza del Minero de Siglo XX, delante del estoico monumento al minero, la estatua de Federico Escóbar y el busto de César Lora; dos grandes luchadores obreros que ofrendaron su vida a la causa de la revolución proletaria.


Mirar el balcón del Sindicato Mixto de Trabajadores, que ahora me parecía también más pequeño que entonces, me evocó la nostalgia del pasado, aquellos años en que, en mi adolescencia turbulenta y en mi condición de representante de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, hablaba ante una muchedumbre que colmaba la plaza cada vez que se trataba de pedir la libertad del fuero sindical, el retiro de las tropas militares acantonadas en los balnearios de Uncía o protestar contras las injusticias sociales.
   
En lo alto de las montañas de Llallagua, donde me paré con la mirada tendida en el horizonte, una serie de recuerdos desfilaron por mi mente, como los campamentos esparcidos alrededor de la pulpería, la estación de trenes en Cancañiri, el ulular de la sirena del Sindicato, los balnearios termales de Catavi, los teatros construidos en piedra labrada y en cuyas salas nunca se repetía la misma película dos veces.

Los campamentos están habitados por cooperativistas mineros y estudiantes de la Universidad Nacional Siglo XX. Lo mismo ocurre en Cancañiri, campamento ubicado en la parte alta de Siglo XX, abierta entre los años de 1902 y 1905 para los trabajadores de la mina llamada Bocamina Cancañiri, que fue abandonada tras el Decreto Supremo 21060. Las casas fueron desmanteladas por el paso del tiempo y algunas hileras del antiguo campamento quedaron reducidas al ras del suelo, aunque algunos aseveran que, con la conformación de las cooperativas mineras, tienen nuevamente el aspecto de un pueblo pequeño. Yo no me lo creo, porque en este lugar, donde había una pulpería, una cancha de basquetbol, una botica, una estación de ferrocarril, un cine y una escuela, hoy no queda más que escombros a lo largo de un camino accidentado y pedregoso.  


De todos modos, la historia de esta población minera, cuyas calles escupen polvo y los vientos silban como condenados entre las quebradas de un río que arrastra copajira, comienza y termina en la cima de estos cerros enclavados en la cordillera andina, desde donde se puede divisar, bajo el color añil del cielo, una cadena de montañas que se pierden a lo lejos como las crestas de un mar embravecido.

La leyenda cuenta que los nativos del altiplano, antes de consumada la conquista en estas tierras agrestes, bautizaron a uno de los cerros con el nombre de Llallagua o Llallawa, en honor a un espíritu benigno que, como el Ekeko de joroba prominente y apéndice fálico, trae abundancia en las cosechas de la papa, sobre todo, cuando la Pachamama se regocija concediéndoles a sus hijos un tubérculo más grandes de lo normal y en forma de dos papas unidas entres sí, como si fuesen siameses unidos por el vientre.

Como se trataba de abundancia y prosperidad, se cuenta que en estas escarpadas cumbres, parecidas a las jorobas de dromedarios en reposo, se escondían las riquezas minerales en las profundidades de la Pachamama, a la espera de que los topos humanos hirieran la roca a fuerza de combo, barreta y pico, y penetraran hasta sus más recónditas oquedades para explotar las vetas de estaño entre rituales, ch’allas y explosiones de dinamitas.

Asimismo, se cuenta que Juan del Valle, uno de los conquistadores que llegó a estas tierras en el siglo XVI, fue el primero en pisar estas cumbres en 1564 y el primero en escarbar el cerro en un intento por encontrar las mismos yacimientos de plata que sus coterráneos explotaban a manos llenas en el Cerro Rico de Potosí; mas una vez frustrado en sus propósitos, el conquistador, embestido en armaduras de hierro y montado a horcajadas sobre el lomo de un caballo, abandonó el lugar y desapareció para siempre en la noche de los tiempos, sin dejar más huellas que el cristiano nombre de Espíritu Santo, con el que rebautizó a estos cerros de Llallagua.


Siglos después, en estas mismas montañas, ubicadas a 4.675 metros sobre el nivel del mar, pletóricas de estaño y sedientas de vidas humanas, amasaron fortunas el chuquisaqueño Pastor Sainz, el inglés John B. Minchin, hasta que apareció el cochabambino Simón I. Patiño, el cuarto y último dueño de estas tierras que dieron tantas riquezas al mundo a cambio de pobreza. Los biógrafos de Patiño refieren que este hombre, de estatura mediana, espaldas anchas, rostro cuadrangular y bigote espeso, presentía desde un principio que el cerro estaba a punto de hacerle una gran revelación. Compró la mina La Salvadora a mediados de 1897 y dispuso todos sus ahorros en abrir los rajos de una mina con la ayuda de varios peones, hasta que al filo del siglo XX, tras la detonación de una descarga de dinamitas, se hizo el milagro de Llallagua. Los trozos del metal del diablo esparcidos por doquier eran de altísima ley y no necesitaban ser triturados en una chancadora a mano ni ser procesados antes de ser transportados a lomos de mula y llama hasta el puerto de Antofagasta y de allí, por alta mar, a los hornos de fundición de la Williams Harvey & Co. en Liverpool.

En los siguientes años, emborrachado por las ganancias que parecían lloverle desde el cielo como por gracia divina, adquirió otras minas y su fortuna se multiplicó de una manera asombrosa. Entonces cambió a las mulas y llamas por el Ferrocarril Machacamarca-Uncía, que hizo construir en 1911, para transportar las cargas de mineral directamente desde la bocamina hasta las costas chilenas. En julio de 1924 consolidó sus intereses en la Patiño Mines and Enterprises Consolidated, tras aliarse con accionista norteamericanos para asegurar sus propiedades, compuestas fundamentalmente por la Compañía Estanífera Llallagua y La Salvadora. En 1940, según reveló una revista de Nueva York, Patiño se encontraba entre los diez hombres más ricos del mundo y fue llamado Rey del Estaño.


La fortaleza de Patiño estaba ubicada en Miraflores, aledaña al cerro de Llallagua y sólo separada por unos kilómetros, donde estableció su vivienda, una planta eléctrica y un ingenio de minerales. Su vivienda, que actualmente es un Museo de fachada deteriorada, fue un regalo a su mujer Albina Rodríguez Ocampo, quien lo apostó todo por la suerte de su marido en las malas y en las buenas. Quizás por eso Patiño, en recompensa por todo lo que ella hizo desde un principio, la llevó a vivir como a una reina en París, mandó a construir en su nombre el Palacio Portales en Cochabamba y la Villa Albina, una vivienda señorial en Pairumani, donde el inmueble, desde el piso hasta el techo, fue importado en trasatlánticos desde el Viejo Mundo.

Llallagua, desde fines del siglo XIX, se constituyó en el centro neurálgico de la economía nacional y la vida republicana. Aquí se organizó la primera industria moderna de Bolivia, aquí nació el sindicalismo minero y fue el escenario principal de los partidos políticos de la izquierda tradicional, que impulsaron a los trabajadores a luchar, a brazo partido y la frente altiva, para conquistar sus reivindicaciones políticas, sociales y económicas. Aquí se ganó la reducción de la jornada de trabajo a 8 horas y aquí hicieron gran fortuna los pioneros del capitalismo minero.


Las riquezas extraídas del vientre de estas montañas han puesto y depuesto a presidentes de la república. Entre estas mismas laderas, en las cuales se vertió sangre obrera, se firmó la nacionalización de las minas después del triunfo de la revolución nacionalista del 9 de abril de 1952, cuyo principal objetivo fue sepultar al Estado oligárquico, representado por los magnates mineros Simón I. Patiño, Mauricio Hoschild y Carlos Víctor Aramayo, conocidos también como los barones del estaño.

Las laderas y las pampas de estas poblaciones mineras, dignas de ser registrada en los anales de la memoria histórica, están teñidas con sangre obrera. Baste citar la masacre minera de Uncía, en 1923; la masacre de Catavi, en la pampa María Barzola, en 1942; la masacre de Siglo XX, en 1949; la masacre en la noche de San Juan, en 1967. Empero, es probable que la peor masacre de todos los tiempos haya sido el Decreto Supremo 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro promulgó el 29 de agosto de 1985, provocando el despido masivo o la relocalización de miles de trabajadores, quienes abandonaron sus fuentes de trabajo para buscarse otras formas de sustento fuera de los campamentos mineros que, poquito a poco, fueron ocupados por los estudiantes llegados del interior y por los “cooperativistas”, que empezaron a trabajar, sin seguridad laboral alguna, los residuos que dejó la bonanza minera de principios de 1900.

En la bocamina de Siglo XX -ahora rodeada por despojos y rieles oxidados, vagones metaleros en desuso, ruinas de inmensas estructuras que un día fueron ingenios, andariveles, barracas-, lo único que ha quedado en el dintel de la bocamina es la estatuilla de la Virgen de la Asunción y en el interior de mina la estatuilla diabólica del Tío.


Quién creería que al pie de estos cerros, que en el periodo Devónico fueron volcanes en erupción, se levantaron a unos 4.400 metros sobre el nivel del mar los campamentos mineros de Siglo XX y la población civil de Llallagua, y existieron socavones que, convertidos en tragaderos de vidas humanas, manaron alrededor de 30 mil toneladas métricas de estaño fino por más de medio siglo, desde la época en que Patiño descubrió la veta más rica del mundo en el Cerro Juan del Valle, hasta el estallido de la revolución nacionalista de 1952.

En la actualidad, en este pueblo acunado por quechuas y aymaras, donde todavía sobreviven las tradiciones ancestrales y se dio un mestizaje cultural sin precedentes tras el arribo de los conquistadores ibéricos, la actividad económica más significativa en el área rural es la agricultura y la ganadería, en tanto que en el área urbana la actividad principal es la administración pública, el comercio artesanal y la explotación del estaño. Todo esto secundado por la actividad universitaria, que le devolvió vida a la población civil que se resiste a sucumbir en los polvos del olvido. No en vano el himno compuesto por Liborio Salvatierra, nos habla en sus versos del valor y la fuerza que caracteriza a los hombres de esta tierra: De estirpe morena Llallagua bendita/ Bañada de gloria estaño y sudor/ Un pueblo pujante con paso triunfante/ Marcha altivo con fuerza y valor/ Tu nombre por siempre retumbara/ El mundo entero escuchara/ De valientes mineros la gloria/ Que han escrito con sangre la historia…


Volver a dejar Llallagua, quién sabe por cuánto tiempo, es como sentir una estocada en el alma, mientras el corazón palpita como el eco de las explosiones de dinamitas en el interior de la mina. Con todo, sujeto a la nostalgia de quien abandona su terruño amado, no queda más que abrazarse a la idea de que esta población minera, ubicada en la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí, fue, es y será para siempre la tierra de mis primeros amores, el baluarte que forjó mis ideales y el ámbito en el cual contextualicé una buena parte de mi obra literaria. 

jueves, 25 de abril de 2013


LITERATURA LATINOAMERICANA EN SUECIA

Los suecos, como la mayoría de los escandinavos, leen todo lo que cae en sus manos. Así es como empezaron a conocer a los autores latinoamericanos desde mediados del siglo XX, de la mano del ya fallecido Artur Lundkvist, quien, además de escritor prolífico y traductor políglota, fue uno de los miembros más influyentes en la Academia Suecia, que anualmente concede el Premio Nobel de Literatura.

Lundkvist construyó un puente cultural entre Latinoamérica y Suecia, y por ese puente imaginario, hecho de palabras y con la pasión del alma, primero pasaron poetas como Borges, Neruda y Paz. Luego pasaron los narradores del boom de la literatura latinoamericana, que veía abanderada por García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa y el infaltable Cortázar, cuya obra fue tan grande como fue su corazón, sus ideales y su vida.

Los lectores suecos, inquietos por tragarse el mundo, empezaron a acercarse a la realidad fascinante y contradictoria de nuestro continente por medio de las obras de los mejores escritores, como quienes atisban un cuarto, lleno de realismo mágico y realismo social, a través del ojo de una cerradura.  

En las bibliotecas municipales, que desde luego son menos complicadas que la Biblioteca de Babel de Borges, pueden encontrarse anaqueles repletos de libros en español y sus respectivas traducciones al sueco. No es difícil ubicar al autor solicitado, pues está catalogado según el apellido, el título de la obra, la nacionalidad y el año de nacimiento. Tampoco es raro observar que los libros en español superan cuantitativamente a los libros escritos en otras lenguas extranjeras; una perspectiva que nos permite constatar que la literatura latinoamericana es una de las joyas más buscadas dentro del cofre literario de todos los tiempos.

El interés de los suecos por nuestros poetas y narradores no ha decaído, a pesar del actual auge de su propia literatura, en la cual destaca sobretodo el género de la novela negra, con autores como Stieg Larsson, Håkan Nesser, Jan Guillou y Henning Mankell; al contrario, los lectores se multiplican, el idioma español crece como la espuma y los autores de nuestro continente siguen siendo las estrellas con más brillan en la constelación de la literatura universal.

Los escritores latinoamericanos, que por razones políticas o económicas, llegamos a establecernos en Suecia, considerándola una suerte de segunda patria, creamos lazos de amistad no sólo con los ciudadanos nativos, sino también con los escritores, con quienes, además de compartir el oficio escritural, nos relacionamos en un idioma común que es el sueco. No pocos de nosotros formamos parte, desde hace muchos años, de la Sociedad de Escritores Suecos y, en la medida de nuestras posibilidades y a través de los medios de comunicación, seguimos el desarrollo cultural y literario de este país que nos acogió solidariamente en los años en que las dictaduras militares asolaban nuestros países. Tampoco es casual que hubiésemos escrito artículos sobre la vida y obra de algunos de ellos, y, de cuando en cuando, hubiésemos traducido algunos textos del sueco al español, como una forma de agradecimiento a esta nación cosmopolita que nos concedió los mismos derechos y las mismas responsabilidades que a cualquier otro ciudadano.

La presencia de los latinoamericanos en Suecia, como es natural, acrecentó el interés por nuestra literatura que, con autores de primera línea, se encontraba en pleno apogeo desde los años sesenta, no sólo en los países hispanoamericanos, sino también en los países europeos, donde las bibliotecas e instituciones académicas requerían conocimientos cada vez mayores sobre los autores más descollantes de nuestra  literatura; un espacio de información que los residentes latinoamericanos en Europa supimos llenar con solvencia a lo largo y ancho del Viejo Continente.

El Instituto de Estudios Latinoamericanos de Estocolmo, junto a la Facultad de Lenguas Romances de las universidades, pusieron a disposición de los interesados las obras de los escritores latinoamericanos, cuyas obras, en parte, estaban siendo lanzadas por editoriales españolas. Cabe señalar también que no se escatimaron esfuerzos por conseguir las ediciones latinoamericanas, debido a que se contaba con recursos que permitían adquirirlos a pesar de que las distancias encarecían los costos de los libros publicados en países como México y Argentina.     

Con el transcurso de los años, la literatura latinoamericana en Suecia tuvo una resonancia que incluso despertó el interés de los estudiantes suecos por aprender el idioma español como segunda o tercera lengua. Por eso no resulta extraño que, en la actualidad, existan académicos suecos que se dedican a estudiar exhaustivamente la vida y obra de los autores que mejor nos representan en el ámbito de la literatura universal, entre los que se encuentran los Premios Nobel de Literatura, como Pablo Neruda, Octavio Paz, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa.

No está por demás señalar que las generaciones posteriores al boom de nuestra literatura están siendo debidamente estudiadas en las instituciones académicas y están encontrando un público lector entre quienes prefieren mucho más las traducciones al sueco de las novelas de Roberto Bolaño que las obras decimonónicas de varios de los precursores de la literatura latinoamericana.    

A modo de colofón habría que añadir que los lectores suecos, aunque tienen sobradas referencias sobre el impulso que ha tomado la literatura boliviana en los últimos decenios, siguen a la espera de conocer la obra de los narradores y poetas de este país que, por razones harto conocidas, se mantuvo por mucho tiempo a la zaga del resto de la literatura del continente. Con todo, abrigo las esperanzas en que un buen día, más temprano que tarde, ocupemos con legitimo derecho el lugar que nos corresponde en el contexto de las letras hispanoamericanas y, por consiguiente, en el contexto de la literatura universal.  

lunes, 22 de abril de 2013


EL DÍA MUNDIAL DEL LIBRO

–El 23 de abril se celebra el Día Mundial del Libro –dijo el Tío*, acomodándose en su trono.

–Así es –confirmé–. Y dicen que el primer libro que llegó a nuestras tierras fue la Biblia, como una de las poderosas armas de la conquista.

–Ah, carachos –se iluminó el Tío–. ¿Y por qué se dice eso?

–Porque la Biblia fue usada como un símbolo de dominación y poder. La anécdota de la conquista del imperio de los Incas no da la respuesta. Según el cronista Garcilaso de la Vega, cuando Atahuallpa hizo su ingreso a la plaza de Cajamarca, en medio de una multitud y un aparato ceremonial esplendoroso, lo recibió el fraile Vicente Valverde, el mismo que, por intermedio del intérprete Felipillo, le explicó las intenciones del Rey de España y le entregó el libro sagrado. Atahuallpa tomó el objeto en la mano, lo hojeo, lo agitó cerca del oído y, al comprobar que no sonaba ni tenía voz, lo arrojó por los suelos, como quien no quiere someterse a los caprichos de otro soberano ni a los designios de un Dios desconocido.

–¡Qué interesante! –exclamó el Tío–. ¿Y cómo reaccionó el frailecito ante la irreverencia del Inca?

–Los cronistas cuentan que casi se le saltaron los ojos y que, alzándose la sotana para correr mejor, se retiró gritando: ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!

El Tío se partió de la risa. Pero a punto de amainar su ronca voz, y viéndolo enrojecer de júbilo, le dije en serio:

–Lo grave es que Atahuallpa arrojó la Biblia por ignorancia y no porque sabía que el libro contenía la palabra de Dios, las profecías y los evangelios. Los conquistadores, horrorizados por la actitud pecadora del Inca y dispuestos a imponer su religión a sangre y fuego, irrumpieron a galopes de caballos y entre estampidos de cañones y arcabuces. Así es como el imperio de los hijos del sol, desde el fatídico encuentro con los hombres enfundados en armaduras de hierro, quedó atrapado entre la cruz y la espada. Así también comenzó una nueva historia y el ritual de dominación mediado por el libro, cuya palabra escrita, además de ser una forma de comunicación, es una herramienta del conocimiento convertida en poder.


–Ahora entiendo mejor –dijo el Tío, con una ráfaga de lucidez sobrenatural–. Si el conocimiento es poder, entonces el libro es su mejor instrumento.

–Algo más –aclaré–, los libros, por medio del poder de la palabra, son armas contra la ignorancia y la incultura.

–No estoy muy de acuerdo con esa afirmación –irrumpió el Tío–. Los habitantes del imperio incaico no eran ignorantes porque carecían de libros. Eran sabios en lo suyo, como yo que, con libros o sin ellos, provengo de la tradición oral. Gran parte de mi vida corresponde a la memoria colectiva de los vencidos, quienes recién están reescribiendo la historia oficial para dar mayor espacio a su propia versión. Por eso mismo, quiero que oficies como mi escribano, para que contribuyas a dar un vuelco a la historia oficial escrita por los vencedores y saques a relucir la versión de los vencidos. Por lo demás, como nunca necesite de la palabra escrita, te sugiero que te quedes con tus libros, con esos mamotretos que pesan más que la pata de un muerto y adornan los estantes de tu biblioteca; mientras yo, como todo sabio entre los sabios, me quedaré con los cuentos, las fábulas, los mitos y las leyendas de la tradición oral, que también constituyen una fuente de sabiduría de las civilizaciones precolombinas que desconocían la Biblia, que de seguro es el libro de los libros.

Me quedé callado ante el brillante razonamiento del Tío, hasta que él, con el rostro encendido por el fuego de sus ojos, me lanzó una pregunta inesperada pero necesaria:

–Después de la Biblia, ¿qué otros libros llegaron a nuestras tierras?

–No sé exactamente –contesté–, pero llegaron pergaminos escritos con tinta y algunos libros empastados en cuero, como llegó el Quijote de la Mancha, no cabalgando en su Rocinante, sino en las carabelas y las alforjas de quienes veían a conquistar el llamado Nuevo Mundo, ávidos de riquezas y de gloria.

El Tío me miró con un gesto de duda, se rascó la barbilla y asintió:

–Ahora puedes decirme, ¿cómo evolucionó el arte de la escritura y de la imprenta?

–Es una larga historia –dije–. Los hombres primitivos no conocían la escritura. Su lenguaje era únicamente oral y se expresaban por medio de dibujos simples. Pero la escritura con imágenes era complicada, pues requería demasiados signos para ser entendida y su aprendizaje era lento. De modo que los escribanos como yo, conscientes de que en todo idioma existen palabras difíciles de representarlas con dibujos, se vieron obligados a inventar grafemas para significar los distintos sonidos del alfabeto. Con el transcurso del tiempo apareció la imprenta, capaz de imprimir muchas copias sobre el papel. Su invento se le atribuye a Gutenberg, quien, asociado con Johann Fust, publicó la Biblia latina a dos columnas, en 1455, y perfeccionó en Estrasburgo el proceso de impresión con tipografía móvil, dándole a la imprenta un desarrollo considerable, hasta llegar a la prensa de rodillo y al uso de las rotativas, que en la actualidad consiguen imprimir grandes rollos de papel en poco tiempo.

El Tío escuchó sin interrumpirme un solo instante. Así que, como pocas veces, aproveché para seguir con mi cotorra: 

–A estas alturas de la historia, cuando todas las sociedades están inundadas de libros, es difícil imaginar que primero fue la palabra, y la palabra fue Dios, pues el torrente de publicaciones parece indicar que su inicio no está en la creación del mundo, sino en un cataclismo intelectual más espectacular que el mito de Babel, donde el lenguaje de los hombres fue confundido por castigo divino.

–¡Ya, déjate de macanas! –prorrumpió el Tío–. Tú metes a Dios hasta en la sopa. ¿O me dirás que también está entre los libros que tratan sobre mí vida? Más bien dime, ¿por qué se celebra el Día Mundial del Libro cada 23 de abril?

–Porque es una fecha para reflexionar sobre el invalorable aporte del libro al patrimonio cultural de la humanidad y para recordarles a los gobernantes y gobernados que, a pesar del galopante desarrollo de la cibernética y las ediciones digitales, el libro impreso seguirá siendo el pilar fundamental del conocimiento, la educación y la reflexión crítica.

–¡No te he preguntado eso, carajo! –levantó la voz el Tío–, sino por qué un día 23 y no otro.

–Ah –reaccioné inmediatamente, como pateado por una corriente eléctrica–, porque en esta fecha nacieron o fallecieron grandes figuras de la literatura universal, como Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Garcilaso de la Vega, Maurice Druon, K. Laxness, Vladimir Nabokov, Josep Pla y Manuel Mejía Vallejo, entre otros. Y en homenaje a ellos se celebra el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor desde 1996, impulsado por la Unión Internacional de Editores y la Unesco...

El Tío se quedó pensativo, como reflexionando en la real importancia del libro. Poco después, con la mente iluminada por la sabiduría, clavó su mirada de fuego en mis ojos y ordenó:

–Ya puedes retirarte. Otro día pensaré cómo escribiremos la Biblia del Diablo.


Me retiré extrañado de que el Tío, quien lo ve, lo oye y lo sabe todo, desconociera algunos detalles de la historia del libro. O, simplemente, a modo de poner a prueba mis escasos conocimientos, dejó que respondiera sus preguntas como si me tomara un examen oral.
                                                 
* Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

Imágenes: 

1. Biblia abierta, pintura de Vincent Van Gogh
2. Grabado de Felipe Guamán Poma de Ayala
3. Páginas del Codex Gigas (Código del Diablo)

martes, 16 de abril de 2013


VÍCTOR MONTOYA HABLA SOBRE LA LITERATURA
 MARGINAL EN LA CIUDAD DE EL ALTO
En entrevista concedida al escritor y teólogo Juan Jacobo Tancara Chambe, en el Teatro Municipal Raúl Salmón de la Barra de la Alcaldía Quemada, ubicado en el centro neurálgico de la ciudad El Alto, Víctor Montoya habló sobre la literatura marginal y los procesos de cambio que se vienen experimentando en Bolivia.
La entrevista, que nos revela los pensamientos más profundos y las inquietudes actuales del escritor boliviano Víctor Montoya, es un amplio abanico que permite vislumbrar mejor los recovecos del espectro cultural que, a espaldas de las instituciones oficiales del Estado, forma parte de esta joven y pujante ciudad, tanto por su crecimiento demográfico como por su composición pluricultural.
En palabras de Víctor Montoya, la ciudad de El Alto, que es la segunda más grande del país según el censo de 2012, tiene mucho que ofrecer al mundo en materia literaria y cultural, aunque los principales actores se mueven en las periferias, intentando rescatar, a través del arte y la palabra escrita, los pensamientos y sentimientos de los habitantes alteños, quienes, a pesar de no tener siempre acceso a los masivos medios de comunicación, viven una realidad impactante entre la modernidad y las costumbres ancestrales, que los escritores y artistas reflejan a través de sus obras.
Víctor Montoya, quien retornó al país después de treinta cuatro años de haber vivido en Europa, reside actualmente en la zona satélite de la ciudad de El Alto, donde tiene varios proyectos en marcha, entre ellos, la elaboración de una antología de poetas y narradores alteños.
La entrevista, publicada de manera íntegra en la página Web de América Latina en Movimiento (ALAINET), puede leerse en la siguiente dirección: http://alainet.org/active/63300

viernes, 12 de abril de 2013


 SIEMPRE ES LINDO VOLVER A SANTA CRUZ

Entrevista a Mario Romero, poeta argentino.

Mario Romero, ex redactor de El Mundo y encargado de la Sección Cultural desde su fundación hasta diciembre de 1980, recuerda en una cafetería de Estocolmo a Santa Cruz, sus poetas y su gente.

Me reconocerás por mi aspecto de latinoamericano, tirado a hindú, me dijo por teléfono con un inconfundible acento tucumano. A las cinco de la tarde, exacto como para desmentir la impuntualidad latina, descendió del metro, con una bufanda liada al cuello y un poemario debajo del brazo. Nos saludamos como si fuésemos viejos amigos y caminamos rumbo a la Casa de la Cultura, desde cuyas ventanas se podían contemplar las sombras de los edificios arrastrándose por el asfalto y el tránsito ordenado y sistemático de los suecos.

Cuando ingresamos al edificio, donde había estado antes con otros escritores latinoamericanos, nos sentamos junto a una mesa para tomar café y conversar lejos del bullicio de la calle.

-¿Cómo te sentiste cuando en 1976, durante la dictadura militar, tuviste que abandonar Argentina y “enfrentarte” a Bolivia?

-Cuando crucé la frontera, que lo hice a pie, sentí como si me hubiese caído del caballo. Bolivia es muy diferente, en apariencia, a la Argentina, y yo sufrí el cambio como un choque. Al poco tiempo, con la ayuda de algunos amigos, especialmente poetas, descubrí que lo que yo había sentido como un golpe no era nada más que el ingreso a una realidad fascinante, extraña y maravillosa.

-Esa realidad a la que te refieres, que tal vez se la pueda definir como la realidad profunda de América Latina, ¿la encontraste en todo el país o en algunas zonas más que en otras?

-La encontré especialmente en la zona del collado, en ciudades como La Paz y Cochabamba, o en pueblitos como Cotoca. Me refiero a ese halo demente que la realidad exuda en Bolivia y a través del cual la miseria, la explotación y el despotismo adquieren dimensiones no humanas. Una realidad que, sin ir más lejos, el poeta paceño Jaime Saenz, uno de los mejores exponentes de la poesía latinoamericana, la expresó en forma total. 

-¿Qué opinión tienes de Santa Cruz, donde viviste durante cuatro años consecutivos?

-De Santa Cruz me gusta la gente, que es lo mejor que tiene ese departamento. Me gusta el jugo de tamarindos, que parece un poco alucinógeno, sobre todo, si se lo toma con temperaturas de más de 40 grados. Me gustan también sus poetas, entre los que recuerdo a Luis Andrade, Freddy Estremadoiro y Juan Fernández, este último un poeta visual de extraña figura, cuya intuición y conocimientos sobre el arte son difíciles de encontrar en cualquier lugar. Me gustan las pinturas y el entusiasmo de su gente de teatro.

-¿Cuál fue tu experiencia como redactor de la Sección Cultural de El Mundo?

-La Sección Cultural de El Mundo, en sus comienzos, ayudó a crear una atmósfera cultural incitante a la gente joven, buscando nuevos valores. Hubo muchos que respondieron con pasión, tanto es así que, por una crítica de teatro que publiqué, y que los actores consideraron injusta, se levantaron firmas para expulsarme del país. Por suerte las autoridades de migración, que casi nunca leen críticas de arte, no hicieron caso y me fui recién de Bolivia con el golpe de Natush Busch, que me produjo tanto terror que tuve la impresión de que ser latinoamericano era una desgracia. Entonces, resolví tomar distancia frente al modelo y me vine a Suecia.

-¿Qué has hecho en Europa en estos últimos años?

-En España publiqué un poemario que titula Pintura ciega, donde hay poemas sobre Santa Cruz. En realidad ese libro debería llamarse Pintura a ciega para no contrariar a Leonardo da Vinci, que dijo: La poesía es una pintura ciega en tanto la pintura nos muestra el mundo tal cual es. Después, en 1983, publiqué mi tercer libro de poemas: La otra lanza, en la editorial Siesta de Suecia. Trabajé en un libro de testimonio sobre la situación de los presos políticos durante la dictadura argentina y traduje, junto con el poeta uruguayo Roberto Mascaró, una muestra de las últimas tendencias de la poesía sueca.

-¿Piensas regresar a América Latina?

-Me gustaría regresar a Santa Cruz. Siempre es lindo volver a Santa Cruz, no importa de dónde se venga. En cuanto a Argentina, no es fácil volver al lugar donde se ha sido humillado y sometido al terror. Más de doce años no fueron suficientes para borrar la pesadilla de tantos amigos desaparecidos o muertos. Ahora la pesadilla ha terminado, pero queda el recuerdo y la estructura del poder intacta.

-¿Cómo te sientes en Suecia?

-En Suecia tengo un solo problema: el temor a la soledad. No digo que la soledad sea un problema, me refiero al temor de la soledad, que es otra cosa...

De pronto, nuestra charla languidece. La noche, casi incolora, ha empezado a cernirse sobre la ciudad. Una noche extraña, sin señales de la oscuridad. Pero noche al fin. Desde la ventana de la cafetería de la Casa de la Cultura de Estocolmo, veo alejarse la figura de Mario Romero, poeta de Pintura ciega, ex redactor de El Mundo y actual refugiado político en Suecia. De repente, el poeta, quien dice que lo que más le gusta de Santa Cruz es su gente, desaparece en una multitud extraña, mientras yo quedo cavilando en que todos dejamos jirones de vida por donde andamos.

Estocolmo, primavera de 1988

viernes, 5 de abril de 2013


VÍCTOR MONTOYA EN LA REVISTA

ESPAÑOLA NARRATIVAS

El número 29 de la revista Narrativas, correspondiente a los meses de abril y junio de 2013, está dedicado a la vida y obra del escritor Víctor Montoya, una de las voces más representativas de la moderna literatura boliviana, con libros que abarcan el género de la novela, el cuento, el ensayo y la crónica periodística.

Esta revista de narrativa contemporánea, cuyo director responsable es el escritor y fotógrafo zaragozano Carlos Manzano, tiene el firme propósito de ser una ventana hacia un mundo de lectores que, ávidos por leer obras literarias a través de los medios electrónicos, buscan a sus autores desde cualquier punto cardinal del planeta.

La presentación internacional de la vida y obra del narrador boliviano es, sin resquicios para la duda, un excelente motivo para dar a conocer algo más de la literatura que se viene gestando en este país del cono sur de América Latina, que no siempre tuvo oportunidades para darse a conocer más allá de sus fronteras.

La reciente edición trimestral de Narrativas, que incluye una entrevista en exclusiva con el autor boliviano, una extensa biobibliografía y un texto en la sección Miradas, puede descargarse en formado PDF, accediendo a la siguiente dirección: http://www.revistanarrativas.com/

La revista Narrativas, versada en diversos aspectos de la narrativa hispanoamericana, está estructurada sobre la base de tres pilares fundamentales: ensayos, relatos y reseñas literarias; todo un reto para una publicación que, a pulso, calidad y esfuerzo tesonero, se abre espacios remarcables en la vorágine del ámbito editorial, donde compite no sólo con  las ediciones comerciales de los libros en formato papel, sino también con el resto de las editoriales que proponen libros en formato digital.

El consejo editorial de la revista, constituido por los escritores Emilio Gil, María Dubón, Narea Marcos Reus y Luisa Miñana, está a cargo de hacer una selección rigurosa de los originales que envían los colaboradores, considerando, en primera instancia, que los textos deben estar libres de faltas ortográficas y gramaticales. En la editorial se advierte también que los únicos responsables de los textos publicados son los autores.

Por otro lado, la revista Narrativas, bajo su sello editorial E-books Literatúrame, lleva ya varias obras publicadas en los géneros literarios escritos en prosa, entre ellas la novela El laberinto del pecado y Cuentos violentos del narrador boliviano, asiduo colaborador de esta publicación española, que decidió apostar por la difusión digital de lo mejor de la literatura hispanoamericana.

El escritor Víctor Montoya, nacido en La Paz, en 1958, es autor de más de una docena de libros, con traducciones al inglés, francés, alemán, italiano y sueco, entre otras. Tiene cuentos publicados  en antologías nacionales y extrajeras. Actualmente reside en la ciudad de El Alto, donde desarrolla una amplia labor literaria y cultural.