sábado, 19 de enero de 2013


VÍCTOR MONTOYA EN EDICIÓN DIGITAL

La editorial digital ¡Literatúrame! (www.literaturame.net) publica dos obras del autor boliviano. El libro Cuentos en el exilio y la novela El laberinto del pecado integran el catálogo de eBooks de la mencionada editorial española, que cuenta con la firma de prestigiosos autores de la Península Ibérica e Hispanoamérica.
 
¡Literatúrame! es una plataforma de publicación y distribución on-line, exclusivamente en formato digital, y una librería con puertas abiertas a todo el mundo. ¡Literatúrame! es, además, un lugar de encuentro entre editores, autores y lectores.

Uno de sus objetivos es difundir y comercializar on-line una literatura que no se encuentra con facilidad en otros lugares de la Red: literatura que entretiene, sí, pero también literatura que reflexiona (lenguaje y contenidos). Sus esfuerzos e instrumentos de difusión estarán centrados en España e Hispanoamérica. Asimismo, sus servicios se adaptan a las necesidades y requerimientos de sus clientes, siempre teniendo en cuenta que la distribución digital permite algunas ventajas para los editores en cuanto a participación en los posibles beneficios finales.

Las obras publicadas en ¡Literatúrame! pueden leerse casi en cualquier e-reader y en todos los ordenadores (están también preparando la adaptación para móviles). La venta se llevará a cabo a través de su Web. Para más información dirigirse a la siguiente dirección: contacto@literaturame.net


El escritor Víctor Montoya, uno de los narradores bolivianos más leídos fuera de su país, sostuvo que la edición electrónica de los libros permite romper con las fronteras nacionales y llegar a los lectores de cualquier parte del mundo. Son cada vez más los autores cuyas obras se leen de manera digital. Los lectores más jóvenes, que tienen acceso a Internet y manejan la cibernética, bajan libros de la Red y leen con mayor frecuencia en las pantallas de la computadora.

No es casual que los libros digitales sean una buena alternativa ante los libros en soporte papel. A veces tienen un costo menor y se los puede encontrar con más facilidad en la Red que en las librerías. Con la edición de libros digitales todos salimos ganando, manifestó Montoya. Los escritores necesitamos romper con el monopolio de las editoriales transnacionales y difundir nuestras obras por medio de otros canales menos tradicionales, finalizó.

martes, 8 de enero de 2013


COCA Y CACAÍNA


La coca, cuyas hojas se cosechan cuatro veces al año, es un arbusto originario de América del Sur, donde los indígenas la cultivan desde tiempos inmemoriales, aunque en la actualidad se la cultiva también en otros países tropicales y subtropicales como Jamaica, Ceilán, Indonesia y Australia.

Las hojas de la coca, que en principio fueron utilizadas por los aymaras y quechuas con fines ceremoniales, medicinales y moderadamente recreativos, fueron traídas a Europa por los conquistadores junto con el tabaco y el café, debido a que dan una sensación de bienestar, no alucinatoria, que permite superar el hambre, el cansancio y el abatimiento. De ahí que los indígenas hacen un alto en el trabajo cotidiano para masticar hojas de coca, mezclando el amasijo con saliva, lejía (pasta sólida hecha de alcalinos y ceniza) y manteniendo éste durante largo tiempo entre los molares y la cara interna de la mejilla, donde se extrae el jugo de la coca, que pasa luego a la sangre a través de las membranas mucosas de la boca, haciendo que la lengua y el carrillo queden adormecidos, como cuando se está terminando el efecto de la anestesia. Sin embargo, la mayor cantidad del jugo extraído va a dar en el estómago y los intestinos, sin provocar ningún tipo de reacción alucinógena.

El akullico (masticación de hojas de coca), que empezó como un acto sagrado entre los incas, se generalizó durante la colonia y se introdujo en el laboreo de las minas, donde los indígenas debían cumplir la mita (jornada de trabajo en el interior de la mina), impuesta por los colonizadores ávidos de riquezas. Desde entonces, el akullico (pijcheo, en quechua) se mantuvo como una parte importante en la vida de los mineros, quienes, antes y después de explotar los socavones a 4000 metros sobre el nivel del mar, mastican las hojas de coca para resistir el cansancio, la sed y el hambre.

Hoja andina, hoja divina

Cuando Francisco Pizarro conquistó el imperio de los incas en 1533, constató que los indígenas masticaban las hojas secas de un arbusto a la que más tarde los científicos denominarían Erythroxylon. Los cronistas de la época dejaron constancia de que el uso de la coca, bajo el concepto de derecho divino, era exclusivo para los principales del Tawantinsuyo, quienes estaban convencidos de que la coca era un regalo de los dioses. En efecto, los incas prohibían el uso de la coca entre las castas inferiores de su imperio y la prescribían sólo en casos especiales. El Inca Garcilaso de la Vega, historiador y cronista peruano, ratificó en uno de sus escritos esta afirmación: “...la yerba llamada coca, que los indios comen, la cual entonces no era tan común como ahora, porque no la comía sino el Inca y sus parientes y algunos curacas (autoridades indígenas), a quienes el rey, por mucho favor y merced, enviaba algunos cestos de ellas por año.

Consumada la conquista del imperio incaico, los hijos del sol obsequiaron a los españoles esta planta asombrosa, que sacia a los hambrientos, da fuerzas nuevas a quienes están fatigados o agotados y hace olvidar sus miserias a los desdichados. Con el transcurso del tiempo, el uso de las hojas de coca empezó a extenderse en las tierras conquistadas, donde las autoridades de la colonia incentivaron entre los indígenas que trabajaban en las “encomiendas” y la explotación de las minas de plata, habida cuenta que los mitayos, que masticaban hojas de coca, no comían tanto y aguantaban mejor el trabajo al cual eran sometidos a sangre y fuego.

Hoja satánica, hoja prohibida

A mediados del siglo XVI, el Primer Concilio Provincial, realizado en Lima en 1551, se dirigió al rey de España para pedirle que sancione una cédula real que prohíba en las Indias españolas la producción, comercialización y consumo de la coca, arguyendo que este arbusto, más que poseer valores nutritivos, tenía propiedades satánicas, ya que los indígenas la usaban para fines maléficos, como la adoración o invocación a Satanás. El Segundo Concilio Provincial, en 1567, reafirmó su rechazo al consumo de la hoja de coca en el que incurrían los indígenas, y en el título XIV de la Recopilación de Leyes de Indias se dice: Somos informados que de la costumbre que los indios del Perú tienen en el uso de la coca, y su granjería, se siguen grandes inconvenientes, por ser mucha parte de sus idolatrías, ceremonias y hechicerías, y fingen que trayéndola en la boca les da más fuerza, y vigor para el trabajo, que según afirman los experimentados es ilusión y Demonio, y en su beneficio perecen millares de indios, por ser cálida y enferma la parte donde se cría.

De modo que la coca, que la cultura incaica la cultivó otorgándole poderes divinos, fue vista por la Iglesia católica como una yerba satánica y maligna, cuyo uso atentaba no sólo contra las buenas costumbres humanas, sino también contra la moral cristiana.

Milagros y estragos de la cocaína

La coca, cuyo origen se remonta al período post-glacial en estado silvestre, fue asimilada y domesticada por los indígenas que habitaban en los descuelgues del macizo andino, hasta que los conquistadores la introdujeron en Europa, donde los científicos le dieron el nombre de Erythroxylon coca, debido a su compuesto químico, del cual la cocaína es uno de sus alcaloides más conocidos.

El alcaloide puro fue aislado por primera vez en 1860 por el químico alemán Niemann, quien observó que tenía sabor amargo y producía un efecto curioso en la lengua, dejándola insensible. Pocos años después, Ángelo Mariani se hizo famoso con la fabricación de un brebaje al que se atribuía propiedades mágicas, pues recibía cartas y saludos de todo el mundo, mientras se aplaudía las virtudes de su compuesto químico, introducido en el arsenal médico como anestésico local.

El psicoanalista Sigmund Freud, que consumió cocaína por vía intravenosa durante doce años, utilizó el hidroclorato de cocaína para enfrentar la depresión severa de sus pacientes. Freud estudió sus efectos fisiológicos y usó para curar a uno de sus colegas del hábito de la morfina. También se afirma que el escritor Robert Louis Stevenson concibió la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde bajo los efectos de la cocaína, que su médico le suministraba para combatir su padecimiento de tuberculosis.

La cocaína, al margen de su limitado empleo en la medicina, se ha convertido en uno de los negocios más rentables de los últimos tiempos, a pesar de que su uso ilícito provoca accidentes y trastornos irreparables en la vida de sus consumidores, pues la intoxicación por este alcaloide es, sin lugar a dudas, una de las más desastrosas en el ámbito de la salud pública. Inicialmente origina una euforia activa, con una sensación de vigor, ligereza, audacia y resistencia; pero a esta fase eufórica, que aumenta el dinamismo sensorial, le sigue una fase de apatía, de la cual el individuo intenta salir mediante nuevas dosis, iniciándose de esta manera un círculo vicioso y la consiguiente adicción a la droga.

domingo, 6 de enero de 2013


LA CURVA DEL DIABLO

El día que me contaron que en la tercera curva de la autopista que une El Alto y La Paz había una roca negra en la cual fue esculpida la cabeza del mismísimo amo de las tinieblas, y donde acudían sus devotos para rendirle culto y pleitesía, no me lo podía creer hasta la tarde en que bajé desde La Ceja para ver con mis propios ojos eso que me parecía una invención de quienes practican las artes esotéricas para estafar a los incautos o sembrar el pánico entre los crédulos.

Al cabo de cinco minutos de viaje, pedí al conductor del minibús que me dejará en esa curva tan temida y respetada. De pronto me vi frente a una colina casi empinada, en cuya parte inferior había una roca de aproximadamente un metro y medio de diámetro, donde los devotos del diablo asistían para ch'allarle con enorme fe y devoción, como los mineros le ch'allan al Tío en los tenebrosos socavones, pero en otro contexto que nada tiene que ver con los poderes de Lucifer. 

Sin embargo, debo confesar que cuando visité el lugar no estaban ya las tres escalinatas que conducían hacia la imagen esculpida del diablo, que tenía los ojos saltones, los cuernos pintados de rojo y retorcidos como los de un macho cabrío, y una boca grande por donde le daban de comer, fumar y beber. Tampoco estaban ya las otras tres imágenes que flanqueaban el ícono principal, y que, según rezaban las inscripciones, una era el Tío Contador y  la otra el Tío Lucifer.

La leyenda urbana, transmitida por tradición oral, narra que al construirse la autopista entre La Paz y El Alto, algunos trabajadores, que abrían la carretera a fuerza de pico y pala, fueron testigos de algunas apariciones del diablo, quien, a modo de advertencia y defensa propia, se les puso en frente de quienes invadían su territorio sin ofrecerle disculpas anticipadas. Así fue como en una ocasión, el maligno convertido en serpiente de dos cabezas, se le apareció a uno de ellos, justo allí donde los barrenos y combos, al ritmo de bum-bum-bum, herían la roca negra, que antes era frecuentada por los yatiris y brujos para realizar sus rituales ancestrales. En otra ocasión, bajo un cielo roto por los relámpagos y el aguacero, descendió desde la punta de la empinada colina, de ladera lodosa y resbaladiza por el agua, un sapo negro, rechoncho y gigante, que saltó por delante de uno de los trabajadores, cruzó la carreta y se perdió al otro lado del bosque sin dejar rastro alguno.

Los habitantes de la zona, de mentes proclives a las supersticiones, dijeron que esos terrenos eran de propiedad del diablo, el mismo que, como todo soberano de las tinieblas, estaba escondido en las inmediaciones de la tercera curva, la más cerrada y peligrosa de la carretera, donde los conductores bajan la velocidad por temor a perder la vida. 

De modo que los trabajadores, al terminar la construcción de la autopista, prometieron levantarle un altar y rendirle culto a manera de ofrecerle disculpas por haberse entrometido en sus predios, sin previo aviso ni consideración. Pero también para suplicarle favores a tiempo de ofrendarle alcohol, cigarrillos, serpentinas y mixturas, con la creencia de que el diablo no es una simple roca, sino el  guardián de la zona.

Los menos creyentes, que se reían en sus barbas y de la fuerza de sus poderes mágicos, han sido víctimas de horribles pesadillas y en algunos momentos han llegado a temer por sus vidas, como los transportistas que transitan por el lugar, sin rendirle culto ni suplicarle que los proteja de los accidentes. De hecho, en los anales de la policía de tránsito se registran varios incidentes  protagonizados por los conductores en la Curva del Diablo. El más insólito fue cuando un minibús de color blanco, con diez pasajeros a bordo, impactó contra la roca, provocando graves mutilaciones en los miembros superiores de algunos pasajeros que, ensangrentados y conmocionados por el choque frontal, clamaron a Dios y a la Virgen entre ayes de dolor. 

Desde entonces los choferes y transeúntes se hacían presentes los martes y viernes, como ocurre con las apachetas, para ch'allar en la Curva del Diablo; un rito que se hizo habitual por varios años, hasta que los funcionarios de la Administradora Boliviana de Carreteras (ABC) y efectivos de la policía procedieron, la tarde del 5 de agosto de 2011, a derribar el altar con una retroexcavadora que hizo chillar la roca.

La destrucción se realizó debido a que, una semana antes, en el primer día del mes de la Pachamama, se halló el cadáver de un hombre tirado en el suelo, rodeado por botellas de aguardiente, hojas de coca y colillas de cigarrillos. La víctima, de aproximadamente 35 años de edad, estaba congelada, tenía signos de violencia y presentaba un corte de unos quince centímetros alrededor del cuello. La Policía sospechó que el cuerpo fue una ofrenda satánica, que alguien hizo en el lugar, poniendo en la agenda pública la existencia de los cofrades.

Este hecho macabro bastó para que la policía se diera tras la pista de los sospechosos, pero sin lograr resultado alguno hasta la fecha. Lo que sí queda claro es que en este lugar, donde acude mucha gente en busca de ayuda y protección, se siguen celebrando misas en honor al diablo que, más que diablo, parece un santo patrón para los vecinos de El Alto. Sólo faltaría que lo levanten en hombros y lo lleven en procesión por las avenidas de esta ciudad llena de yatiris, q'oas y ch'allas.  

Lo increíble es que, a pesar de la destrucción del altar con maquinaria pesada, los devotos no han dejado de visitar el lugar y hacerle ofrendas, acompañadas de coca, cigarrillos, serpentina, mixtura, azúcar, flores, botellas de alcohol, latas de conservas, fotocopias de cédulas de identidad, facturas, fotografías con clavos incrustados a la altura del rostro y los genitales, mechones de cabello amarrados con lana y hasta tangas de mujeres celosas.

Las crónicas rojas de la prensa revelan que la policía, al lado de las monedas y los billetes de diverso valor, halló también amuletos, fetiches, una hoja de papel manchada con sangre en la cual un hombre pedía a su amada entregarle su cuerpo y otros objetos de supuesta brujería, al lado de huesos de animales sacrificados, en una suerte de misas negras, al pie de la imagen del diablo.

A dos metros de la roca y muy cerquita de la autopista por donde las movilidades cruzan a 80 kilómetros por hora, una comerciante alteña instaló su puesto de venta de artículos para que los devotos del diablo celebren sus mesas blancas y negras. No es casual que unos acudan a este lugar en busca de favores, protección para la salud y el éxito en los negocios; mientras otros llegan cada 7 de agosto y el martes de ch'alla para celebrar una pequeña fiesta, con preste incluida, en devoción al diablo, a quien, en ritos de maldición, le encomiendan que haga daño a los deudores, enemigos, maridos infieles y mujeres de mala vida.

Este es el panorama que se observa cada martes y viernes en la Curva del Diablo, en cuya roca donde estaba tallada su imagen y alrededor del altar no faltan velas derretidas de varios colores junto a las cenizas de las fogatas en las que se advierten prendas de vestir chamuscadas y cortadas en tiras.

Algunos creyentes aseveran que el incumplimiento con el pacto que se realiza con el diablo, podría ocasionar desgracias en la vida familiar y laboral, en tanto otros creen que si se le rinde un merecido tributo, el diablo hace que incluso las maldiciones, a las que están expuestas las víctimas, rebotan contra la misma persona que las encomendó en un acto de brujería; es más, los delincuentes suelen dejarle ofrendas para que en el próximo“golpe”les vaya bien y los ampare de la policía, así como las prostitutas, que se aparecen los lunes al mediodía, le prenden cigarros y le dan besos como retribución por los presuntos favores recibidos.

Lo cierto es que todo esto, que en principio me parecía la invención de los practicantes de las artes esotéricas, correspondía -y corresponde- a una realidad contundente que forma parte de una sociedad donde el bien y el mal va de la mano; la prueba está en el hecho de que ahora se dice de que apareció otro altar dedicado al amo de las tinieblas frente a la Curva del Diablo, pero ésta es otra historia que se las contaré otro día. 

lunes, 24 de diciembre de 2012


VÍCTOR MONTOYA CONDECORADO EN LLALLAGUA

El 22 de diciembre, en horas de la mañana, fue condecorado el escritor Víctor Montoya por el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua, en el marco del 55 aniversario de la creación de esta ciudad y una sesión de honor, donde se destacó la labor literaria del autor y se le hizo entrega de la condecoración por su aporte intelectual reflejado en la labor literaria a través de su obra.

Víctor Montoya, evocando su condición de escritor comprometido con la realidad social y reconociéndose como hijo de entrañas mineras, agradeció al Honorable Concejo Municipal por haber decidido condecorarlo con tan alta distinción, que lo llenaba de orgullo y felicidad, porque no siempre uno es profeta en su propia tierra.

En esta ciudad rodeada de montañas, donde el magnate minero Simón I. Patiño se convirtió en el barón del estaño, tras haber hallado la veta más rica de este preciado metal, vivió y estudió el reconocido escritor boliviano Víctor Montoya, quien supo plasmar en sus obras, con realismo descarnado y desbordante fantasía, el mundo de las minas y sus habitantes, a partir de una experiencia que le tocó vivir desde su más tierna infancia.

En el relato La letra con sangre entra, incluido en el libro Cuentos violentos, narra los años de su infancia en la escuela Jaime Mendoza, en la cual cursó el ciclo primario. Asimismo, la novela El laberinto del pecado, que se editó por primera vez en Suecia, en 1992, recrea sus años de estudiante en el Colegio Primero de Mayo y el Colegio Junín, ubicado en los Campos de María Barzola.

En las calles de Llallagua, ahora llena de comercios y estudiantes universitarios, transcurrió su infancia y adolescencia, sin sospechar que un día llegaría a constituirse en uno de los escritores más connotados del país y en uno de los más importantes cronistas de los centros mineros, con novelas, cuentos, artículos y ensayos, que se leen a nivel nacional e internacional.

En este mismo baluarte de las luchas sindicales, que en la primera mitad del siglo XX fue el sostén de la economía nacional, asumió conciencia política y se hizo dirigente estudiantil, hasta que el régimen dictatorial de los años 70, acusándolo de subversor del orden establecido, primero lo lanzó a la cárcel y posteriormente al exilio.

Estando en Estocolmo, en calidad de refugiado político, escribió gran parte de su obra, que se inició con la publicación de su libro de testimonio Huelga y represión, cuyas primeras páginas redactó en las celdas del Panóptico de San Pedro y en la cárcel de Viacha.

Su libro Cuentos de la mina, que ha merecido varias traducciones y comentarios elogiosos de la crítica especializada, nos acerca al realismo fantástico de las minas, donde sobreviven el sincretismo religioso y los resabios del mestizaje colonial a través del Tío de la mina, quien encarna la cosmovisión andina y la religión católica en perfecta combinación entre lo profano y lo sagrado.

El Tío de la mina es uno los personajes centrales en la obra de Víctor Montoya, un escritor que rescata el modus vivendi de las familias mineras, con las grandezas y tragedias registradas en la historia del movimiento obrero, que siempre estuvo rodeada por la pobreza de las comunidades indígenas dispersas en el norte de Potosí.

Las Crónicas mineras, escritas con pasión y conocimiento de causa, recogen pasajes de la historia de Llallagua y trazan la semblanza de algunos destacados sindicalistas que ofrendaron su vida a la causa de los trabajadores mineros, como César Lora y Domitila Chungara.

En consecuencia, no es casual que el Honorable Concejo Municipal haya decido condecorarlo el 22 de diciembre, día de celebración de la efemérides de Llallagua, una ciudad que guarda reliquias, recuerdos y legados de valor histórico desde la época en que Simón I. Patiño, con el propósito de amasar fortunas, creó la legendaria industria minera, que trituró la vida de miles de trabajadores, que murieron con los pulmones destrozados por la silicosis, una tragedia nacional que destaca en la obra literaria del ahora reconocido y condecorado escritor.

domingo, 16 de diciembre de 2012



NUEVA CONDECORACIÓN PARA VÍCTOR MONTOYA

El Gobierno Autónomo de la Municipalidad de Llallagua, por resolución del Honorable Concejo Municipal, decidió condecorar al Escritor Víctor Montoya por su extensa labor literaria y cultural. Además, según versiones oficiales, será reconocido por su indiscutible aporte a esta ciudad minera, donde vivió y estudió el ciclo primario y secundario.

El acto se llevará a cabo en una sesión de honor,  el sábado 22 de diciembre en los salones del Municipio que, por otra parte, conmemorará un año más de la fundación de Llallagua, que se realizó el 22 de diciembre de 1957.

Llallagua, que se dio a conocer a nivel internacional tras la creación de la industria minera por Simón I. Patiño, pasó a convertirse en uno de los temas centrales en la obra literaria de Víctor Montoya, no sólo por la importancia que esta ciudad minera tuvo en el marco de la economía nacional, una vez descubierta la veta de estaño más rica del mundo, sino también porque fue el centro neurálgico del sindicalismo nacional.

Víctor Montoya forjó su personalidad y sus ideales en el seno de los trabajadores del subsuelo, junto a quienes participó en los diferentes movimientos sociales que se protagonizaron durante los años en que el país fue asolado por la dictadura militar de los años 70.

El Honorable Concejo Municipal ha considerado el aporte literario y cultural de Víctor Montoya, quien durante los años que estuvo fuera del país, luego de haber sido perseguido, torturado y exiliado por la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, difundió la literatura nacional a través de obras que tuvieron repercusión internacional, como  la antología Poesía Bolivia en Suecia (2006) y El niño en el cuento boliviano, que se publicó en Suecia, en 1999, sobre la base de 37 autores más representativos de nuestra literatura. Asimismo, se constituye en un escritor reconocido no sólo en Europa, sino también en América Latina, con una amplia producción que, en la actualidad, está siendo traducida a varios idiomas.

Víctor Montoya es autor de ensayos, novelas, cuentos y crónicas periodísticas. Algunos de sus libros están dedicados a Llallagua y al mundo minero, como su novela El laberinto del pecado o el volumen Cuentos de la mina, que recrea los mitos y las leyendas que giran en torno al mítico Tío de la mina, quien es el protagonista central en la obra de este escritor comprometido con la realidad social y con la lucha por la defensa de los Derechos Humanos.

La Honorable Alcaldía Municipal de Llallagua consideró que Víctor Montoya es digno de este reconocimiento y la condecoración oficial, porque está comprometido con la causa de los trabajadores de este centro minero y, sobre todo, porque constituye un ejemplo para la juventud estudiosa de Llallagua y un orgullo para la provincia Rafael Bustillo del Departamento del norte de Potosí.

lunes, 10 de diciembre de 2012

 
EL BOLÍGRAFO
 
El bolígrafo, junto al lápiz y la pluma fuente, es el instrumento manual más utilizado por los escritores en el proceso de la escritura, no en vano se dice que si el guerrillero carga su fusil tanto en la trinchera como en la línea de fuego, el escritor carga su bolígrafo tanto en el bolsillo de la camisa como en el bolsillo de la chaqueta; ambos dispuestos a usar sus armas en una contienda donde las balas hacen correr sangre y las palabras hacen correr tinta.
 
El bolígrafo, a diferencia del fusil, se caracteriza por su punta de escritura, generalmente de acero o tungsteno, que sirve para regular la salida de la tinta sobre el papel, a medida que se la hace rodar como la bola de un desodorante en las axilas. El tubo que contiene la tinta es de plástico o metal, y se encuentra en el interior de un armazón que permite asirlo entre los dedos con cierta comodidad. Dicho armazón está compuesto de base y tapón, con diversos mecanismos que sacan o retraen la punta de la carga para protegerla de golpes y evitar que manche el bolsillo cuando se lo lleva sujeto por su clip.
 
El bolígrafo se hizo necesario desde el instante en que el hombre se puso a escribir con tinta. En principio se usaron las plumas de aves, con cuyo cálamo se escribía en papiros, pergaminos y papeles. Sin embargo, mientras más se multiplicaban los escritores, las aves corrían el riesgo de pasar a ser especies en peligro de extinción. De modo que, entre las luces y las sobras de la Edad Media, a los amantes de la naturaleza se les ocurrió la brillante idea de inventar las plumas metálicas. El enciclopedista francés Denis Diderot, refiriéndose a la pluma estilográfica en 1757, la describió así: es una especie de pluma hecha de tal manera que contiene cierta cantidad de tinta, que escurre poco a poco y permite escribir sin tener que tomar tinta nuevamente.
 
Los escritores, ansiosos por redactar con un instrumento más ágil y cómodo que la pluma metálica, tuvieron que esperar con insoportable paciencia, hasta que por fin se inventó el primer bolígrafo, con una bolita en lugar del plumín. El modelo fue diseñado por los hermanos húngaros Laszlo y George Biro en 1938. Se dice que Laszlo, en su condición de periodista, estaba molesto por los trastornos que le ocasionaba su pluma estilográfica cuando ésta se le atascaba en medio de un reportaje; así que, una noche que no pudo conciliar el sueño, concibió la idea de su magnífico invento, luego de haber observado a unos niños que jugaban con bolitas en la calle, sobre todo, cuando una de ellas atravesó un charco y que, al salir rodando, siguió trazando una línea de agua sobre la superficie seca de la calle.
 
Cabe mencionar que la idea de los hermanos Biro se hizo posible también gracias al químico austríaco Franz Seech, quien inventó una tinta que se secaba al contacto con el aire. La nueva tinta y el bolígrafo se comercializaron con el nombre de Paper Mate en la década de los 40 y, desde entonces, los escritores dejaron de usar la tinta líquida, las plumas de aves y las plumas metálicas. El bolígrafo, de hecho, ingresó con paso de parada en el mercado de los productos de escritorio. Fue ampliamente utilizado en la Segunda Guerra Mundial y llegó a ser un producto común en la mayoría de los hogares, gracias a los procesos de fabricación económicos y con cartuchos de tinta de repuesto, asequibles al bolsillo de los consumidores.
 
El bolígrafo, a pesar de su fácil manejo, ha provocado una rara enfermedad conocida como el calambre del escritor, pues más de uno lo ha usado hasta que le salgan callos o sienta un dolor en la parte inferior del dedo medio o en el último nudillo del mismo dedo. Los médicos especialistas, a su vez, han aconsejado buscar un punto de activación en el segundo músculo interóseo dorsal, situando entre los metacarpianos de los dedos índice y medio. Este músculo permite que el dedo medio se junte con el pulgar para coger el bolígrafo. Eliminar el conocido calambre del escritor es, por fortuna, una cuestión muy simple, considerando que los músculos cortos del pulgar y primer interóseo dorsal son normalmente el origen del calambre del escritor.
 
Con calambre o sin él, los escritores, adictos a escribir con bolígrafos de todas las marcas, colores, tamaños y calibres, no han dejado de usar este instrumento como amuleto hasta el día de su muerte. No es casual que Mario Benedetti, en uno de los poemas que escribió en los últimos años de su vida, nos habló de su pasión por el bolígrafo y nos recordó: Cuando me entierren / por favor no se olviden / de mi bolígrafo.
 
Ya se sabe que Julio Cortázar leía los libros casi siempre con un bolígrafo en la mano, para anotar comentarios al margen de las páginas; una manía que yo mismo cogí durante un buen tiempo. Por eso varios de los libros de la biblioteca del Instituto Latinoamericano de la Universidad de Estocolmo llevan mis subrayados y comentarios en el margen de las páginas; es más, aún recuerdo el día en que, cuando iba a devolver los libros, una bibliotecaria me preguntó a quemarropa: Eres tú quien raya los libros, ¿verdad? No supe qué contestar y, con el rubor en la cara, negué con un simple movimiento de cabeza, ya que si reconocía esta extraña manía, corría el riesgo de pagar el costo total de los libros. Desde luego que ella, ante mi negativa, se quedó con la duda, y yo, apelando a lo más puro de mi conciencia, me hice la promesa de no volver a garabatear en los libros prestados.
 
Lo peor es que en esos libros prestados quedó mi letra escrita con bolígrafos, como quien revela, sin quererlo o sin saberlo, las características más íntimas de su personalidad. Según los grafólogos, la escritura, como el andar, el ademán, la mímica y todos los aspectos de la psicomotricidad de la persona, lleva también la impronta particular de cada individuo. Estos expertos en estilos de escritura son capaces de descifrar las virtudes y los defectos de una persona, analizando una simple muestra de escritura espontánea. Y todo esto debido a que el acto de escribir -en cuanto representa el resultado de un conjunto de movimientos musculares de la mano estrechamente dirigidos y coordinados por el centro cerebral de la escritura y que con el tiempo forman un hábito íntimamente ligado a las características psíquicas de un determinado individuo- se traduce en unos caracteres gráficos peculiares, que no sólo revelan el estado de ánimo del individuo en el momento en que escribió, sino también las vicisitudes de su fuero interno, como si la escritura fuese el espejo del alma.
 
Con todo, a estas alturas de mi vida, no me queda más remedio que aceptar con resignación el error de haber hecho pública mi personalidad más íntima, debido a esta maldita manía de tener siempre un bolígrafo a mano y escribir donde no se debe, aunque al mismo tiempo estoy consciente de que promover el mayor uso del bolígrafo es, desde todo punto de vista, una buena manera de fomentar la escritura a mano, al menos para sentir el alivio de que así se escriben mejor las cartas y las tarjetas postales, en una época en que las máquinas de escribir y los ordenadores han convertido al bolígrafo en un instrumento casi rupestre y pasado de moda.

martes, 4 de diciembre de 2012


VÍCTOR MONTOYA SERÁ CONDECORADO 
POR EL HONORABLE CONCEJO MUNICIPAL DE EL ALTO

El escritor paceño, quien retornó al país después de treinta cuatro años de ausencia, será condecorado en una sesión de honor con la Medalla Prócer Juana Azurduy de Padilla, con la Orden al Mérito Cultural, el viernes 7 de diciembre, a Hrs. 9:30, en la ex Alcaldía Quemada de la ciudad de El Alto..

El Gobierno Autónomo Municipal, a petición de varias organizaciones sociales y culturales de esta ciudad, decidió condecorar oficialmente al escritor Víctor Montoya, quien fijó su residencia en Ciudad Sátelite, dispuesto a compartir sus conocimientos y experiencias con los principales actores culturales de esta urbe paceña.

La condecoración oficial, por determinación del Honorable Consejo Municipal, tendrá carácter público y se realizará en la ex Alcaldía Quemada, con la presencia de las autoridades edilicias y los representantes de las organizaciones sociales y culturales que promovieron el reconocimiento de Víctor Montoya, en virtud a su meritoria trayectoria y contribución a la literaria boliviana tanto dentro como fueras del país.

Víctor Montoya, escritor comprometido con la realidad nacional, fue una de las víctimas de la dictadura militar de los años 70 y vivió exiliado en Suecia, donde escribió gran parte de su obra literaria y dirigió las revistas literarias PuertAbierta y Contraluz. 

Sin embargo, a pesar de la distancia y el tiempo trascurrido, jamás se desvinculó de su compromiso social ni de los temas bolivianos que abordó en su extensa producción literaria, compuesta por novelas, cuentos, ensayos, crónicas y artículos periodísticos.    

Las organizaciones sociales e instituciones culturales que propusieron la condecoración municipal del escritor Víctor Montoya, no dudaron en ponderar su lucha por la recuperación de la democracia y la calidad de su obra literaria. 

Las solicitudes, dirigidas al Gobierno Autónomo Municipal de El Alto, llevan las firmas autorizadas de la Central Obrera Regional, la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de La Paz, la Organización Internacional para el Libro Juvenil (IBBY-filial Bolivia), el Centro de Arte y Cultura ALBOR, el Círculo Literario de El Alto, la Defensoría del Pueblo de La Paz y la Institución Eco Jóvenes de Bolivia, entre otras.

miércoles, 28 de noviembre de 2012


MUSEO ANTONIO PAREDES CANDIA 

A poco de estar viviendo en El Alto, una entrañable compañera me comentó que muy cerquita del Mercado Satélite estaba el museo que lleva el nombre de don Antonio Paredes Candia, el escritor paceño que se alteñizó por voluntad propia. No dejé pasar mucho tiempo y, por pura curiosidad, tuve ganas de conocer el lugar donde construyeron el edificio. Así es como una mañana, tras recorrer por un laberinto de calles, bajo un sol que no calienta sino que quema en estas alturas de la cordillera andina, me topé con un mirador de fachada rosada y un frontis de color violeta en el cual se leía: Museo de Arte Antonio Paredes Candia. Era el mismo edificio que andaba buscando. 

A unos pasos de la entrada principal se erige el monumento al escritor y al lado está la tumba que él mismo eligió. No es para menos, ya que don Antonio Paredes Candia, después de pelearse casi diez años con los burócratas de la municipalidad, buscando un terrero para edificar su anhelado museo, encontró, con la ayuda de su sobrino que por entonces fungía como burgomaestre, un terreno para ver realizada la obra de su vida: construir el primer museo en El Alto, justo en el mismo lugar donde antes estaba el estanque de agua. No se equivocó, pues el edificio está en medio de una población en permanente renovación, con gente joven y rebelde, que quiere que el museo dignifiqué la cultura que siempre se mereció esta ciudad.

Don Antonio Paredes Candia, con todos los peros impuestos por sus detractores, dejó su legado no sólo en el museo, sino también en la ciudad, donde puso el nombre de héroes e ilustres personalidades a las calles y avenidas. Tampoco está por demás decir que fue enemigo declarado de los individuos que, ostentando su embestidura de autoridades, cometían atropellos indignos contra los más indefensos del pueblo. Asimismo, odiaba a los gobernantes que se aprovechaban de los recursos naturales de su “infortunada patria” para amasar fortunas, como lo hizo Gonzalo Sánchez de Lozada, quien, además, tuvo la osadía de ensangrentar al pueblo alteño, antes de huir de las manos de una turba enfurecida dispuesta a lincharlo y colocarlo en la picota del escarnio.

Cabe recordar que el afamado escritor paceño fue vecino de Villa Ingenio por más de quince años y que participó en todas las actividades de su zona, donde vertieron su sangre el mayor número de víctimas de la Guerra del Gas, en ese Octubre Negro del 2003, que se tornó más negro todavía por el sollozo de una población herida y conmocionada. Fue en esa ocasión en la que don Antonio Paredes Candia, con la experiencia y valentía que lo caracterizaban, no dejó de fustigar a los rebeldes ni dudó en calificar de ¡asesino! al mandatario de la nación, en medio de voces eufóricas y aplausos de una muchedumbre dispuesta a defender los recursos naturales al son del grito de guerra: ¡El Alto de pie, nunca de rodillas!  

En este museo, aún poco visitado y conocido por propios y extraños, se levantaron los cimientos de un mirador circular desde el cual se divisa una parte de La Hoyada, con sus edificios y cumbres nevadas bajo el límpido sol del altiplano. No cabe duda que, con una torre más alta y un magnífico telescopio, podría también contemplarse toda la ciudad de El Alto, que se extiende a lo largo y ancho de la meseta como un aguayo de múltiples colores.

Aunque don Antonio Paredes Candia no era alteño de nacimiento, como los millares de pobladores que habitan en esta urbe, se sentía un alteño de corazón y lo dio todo por esta ciudad, incluso sus reliquias personales, como su abrigo, sombrero, chalina, bastón y hasta su poncho de vicuña, que lucen en la sala que él ocupó en los últimos años de su vida. Todo hace pensar que este escritor de bastón y colita plateada, presintiendo el ocaso de su existencia, preparó todos los detalles de su entierro, disponiendo que sus bienes -valuado actualmente en medio millón de dólares y consistentes en una colección de más de 500 obras de arte, entre pinturas, esculturas, pieza de cerámica y su biblioteca particular con más de once mil libros- pasen a depender del museo y que sus restos, en cumplimiento de su propio deseo, sean enterrados en el patio de la entrada principal, a manera de custodio permanente, para que los visitantes sepan que allí estuvo y pisó fuerte uno de los mejores compiladores de las costumbres y tradiciones bolivianas.

El museo, que fue inaugurado el 29 de mayo de 2002, es dependiente del Gobierno Autónomo Municipal de El Alto y el primer patrimonio cultural de la ciudad. Ahora sólo falta que se convierta en un espacio más dinámico, con una biblioteca considerable y un predio al cual deben acudir los niños, jóvenes y adultos, para apreciar los cuadros, leer las obras literarias y constatar que, a veces, un granito de arena puede llegar a ser una espléndida montaña, como le hubiera gustado a don Antonio Paredes Candia, quien fue un amante desmedido de la lectura y el arte desde su infancia. 

En la planta baja del museo se encuentra la sala de artes gráficas y acuarela denominada Wálter Solón Romero, la misma que posé 11 obras de arte en exposición y una vitrina de Arte Sacro en la cual se exhiben pinturas coloniales y esculturas. En esta misma planta se encuentra instalada la sala de pinturas Antonio Llanque Huanca, con obras de artistas nacionales e internacionales, y, como corolario, aquí mismo se encuentra la sala Antonio Paredes Candia, donde pueden apreciarse las ediciones de los libros que escribió a lo largo de su vida y, lo que parece un hecho insólito, donde están algunas de sus prendas de vestir, las condecoraciones que recibió y su escritorio.

En el segundo y tercer nivel se encuentra la sala de arqueología Carlos Ponce Sanginés, en la que se exponen 161 piezas arqueológicas entre metales y líticos. Asimismo, se encuentran tres figuras del Ekeko, con su vestimenta de los años 1890, 1900 y 1945. Desde este nivel, es cuestión de subir unas gradas para ingresar en la sala de escultura denominada Víctor Zapana Serna. Aquí se encuentran las esculturas realizadas en diferentes materiales, como piedra, mármol, madera, bronce y cerámica; obras de grandes maestros como Víctor Zapana Serna, Marina Nuñez del Prado, Fausto Aoiz, Agustín Callisaya, Emiliano Luján, Gil Imaná, Gonzalo Condarco, Alfredo La Placa. Gíldaro Antezana, Mario Conde, Roberto Mamani Mamani, Ricardo Pérez Alcalá, Alfredo Saiquita, Efraín Ortuño, Fernando Montes y Alejandro Sanz, entre otros.

Ya dije que el museo está ubicado en el corazón de la zona de Ciudad Satélite. No sé si esto es suficiente para que sea visitado por la gente, pero tengo la sensación de que ya constituye un monumento a la cultura en esta urbe de aguerridos luchadores. De modo que don Antonio Paredes Candia puede descansar tranquilo, porque si bien no hizo realidad su sueño de cambiar el nombre de El Alto por el nombre del caudillo indígena Túpac Katari, al menos dejó bien plantando un museo que es el orgullo de los alteños y en el cual él depositó todo su amor y sabiduría.

viernes, 23 de noviembre de 2012


EL LUSTRABOTAS DE EL ALTO

El lustrabotas, que todas las mañanas está sentado detrás de su caja de lustrar, dispuesto a cumplir las órdenes del peatón que requiere de sus servicios, parece ya una figura ornamental en la esquina de la plaza del Mercado Satélite de la ciudad de El Alto, donde todos y todos los días lo ven lustrar a sol y sombra; viste casi siempre pantalones de lana, chaqueta envejecida, gorra con visera y un pasamontañas al mejor estilo del subcomandante Marcos, a modo de taparse el rostro y encubrir su identidad, como si ganarse la vida boleando calzados no fuese un trabajo digno, sino un estigma que mella la dignidad humana; razón suficiente para no revelar su nombre, su edad ni su vida privada. 

Lo extraño es que este hombre, de mediana estatura y espalda encorvada, que a diario se dedica a embetunar los calzados, limpiarlos y darles lustre, tiene los zapatos remendados por doquier y cubiertos de polvo, como si jamás hubiese pasado un cepillo sobre ellos; un detalle que causa asombro y evoca el dicho popular: En casa de herrero, cuchillo de palo y en casa de herrero, cuchara de palo, o, en este caso, En casa de lustrabotas, zapatos remendados.

Un mañana, picado por la curiosidad y mientras me lustraba los calzados, no resistí a la curiosidad de preguntarle el porqué escondía su cara detrás de un pasamontañas. 

Él levantó la mirada, cepillo y betún en mano, y contestó: 

–Para evitar las miradas de menosprecio de quienes se consideran seres superiores y porque no quiero que mis hijos, que están estudiando en el colegio, se sientan discriminados por el simple hecho de tener un padre lustrabotas… 

Algunas tardes, cuando nadie requiere de sus servicios, se sienta al lado de su caja de lustrar y lee una Biblia que apenas cabe en la palma de sus manos; es más, su pequeña Biblia, de tanto haber sido leída y releída, presenta los bordes y el lomo manchados por el betún blanco, negro y café.

El día que lo abordé por sorpresa, bajo un cielo despejado y sol radiante, lo encontré leyendo las descripciones del Apocalipsis. 

–Cómo estás, cumpa –le dije.

Me reconoció de inmediato por el tono de la voz y guardó la Biblia en el bolsillo de su chaqueta. Después levantó la cabeza, me clavó con la mirada y contestó:

–Estoy apenado, jefe. El Señor nos tiene preparado un castigo atroz.

–¿Cómo así? –le pregunté, acomodando mi calzado sobre su caja de lustrar.

–Sí, jefe –replicó, poniéndose manos a la obra. Luego añadió–: El Apocalipsis será grave, muy grave… Por ejemplo, las profecías advierten que de un abismo de la tierra saldrá mucho humo y que del humo saldrán saltamontes, que cubrirán la tierra y que nos picarán como escorpiones. Estos saltamontes parecen caballos de guerra, listos para entrar en combate. En la cabeza llevan algo parecido a una corona de oro y sus caras son igual que nuestras caras; sus crines son como cabellos de mujer, su cola tiene un aguijón como de escorpión y sus dientes son similares a los colmillos de un león; sus cuerpos están protegidos como por una armadura de hierro y sus alas resuenan como el estruendo de muchas carrozas tiradas por caballos que entran relinchando en la batalla… 

–¿Y tú crees en todo eso? 

–Cómo no pues, jefe... –asintió con la convicción de todo hombre que posee el alma pura y limpia como los calzados recién lustrados–. Además, este castigo será sólo el comienzo por adorar a los demonios, a las imágenes de dioses falsos y por escuchar a los falsos profetas, porque después vendrán otros suplicios que durarán siete años, como ese castigo en el que padeceremos por quemaduras de fuego y de hambruna. Entonces, de no tener qué comer, los padres se comerán a sus hijos y los hijos se comerán a sus padres, y cada hombre y cada mujer comerán la carne de su prójimo. En las Sagradas Escrituras se dice también que pasaremos por terribles tormentos y que los más pecadores serán arrojados a un lago de fuego…

–¡Pucha, caray! ¡Qué grave! –exclamé. 

–Así es, jefe –afirmó–. Esto es lo que más temo y me temo que después vendrán cosas peores, como los Jinetes del Apocalipsis, quienes traerán, como castigo divino, numerosas plagas a la humanidad...

Al cabo de unos minutos, haciendo sonar un trapito en el aire, sacó el brillo a mis calzados, con la misma destreza de quien domina el oficio desde la niñez. No es para menos, este hombre, que se cubre la cara con un pasamontañas para poner a salvo su identidad, ejerce este oficio desde chango, como cualquiera de esos rapaces alteños retratados en el novelín Ellos no tenían zapatos, de don Antonio Paredes Candia, quien contó los avatares de un grupo de niños que bajaban como lustrabotas a la ciudad de La Paz, con la esperanza de ganarse el pan del día con el sudor de la frente, pero bajo las miradas muchas veces despectivas de la gente. 

Terminada la sesión del boleado, dejé caer la moneda de un peso en la cuenca de su mano, abrigada con un guante de lana destejida y llena de betún, y me dispuse a seguir mi rumbo, tras agradecerle por el servicio y sus palabras. Él me siguió con la mirada y dijo en tono amigable a mis espaldas:

–Que Dios te bendiga, jefe…

No alcancé a voltear la cabeza ni a contestarle, pero sí a esbozar una sonrisa, mientras avanzaba hacia la parada del minibús, con los calzados relucientes como recién salidos de fábrica. 

lunes, 19 de noviembre de 2012


ELDA ALARCÓN DE CÁRDENAS, 
LA MATRIARCA DE LA LITERATURA INFANTIL BOLIVIANA

Después de muchos años de haber conservado su nombre en la mente y haber abrigado los deseos de conocerla personalmente, tuve la ocasión de estrecharle la mano, abrazarla con cariño y dirigirle palabras de sincera admiración el 5 de septiembre pasado, en la sala anexa del Espacio Simón I. Patiño de la ciudad de La Paz, donde hizo su ingreso a la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, con todos los honores que ameritan su larga trayectoria en el ámbito de la educación y la literatura destinada a los niños y las niñas de nuestro país.

Algo que no sabía de su vida, sino hasta que conversé con ella, es que esta dama de palabra elocuente, memoria lúcida y trato afable, fue víctima de las represiones desencadenas por las dictaduras militares que asaltaron el poder a fines del siglo XX. La acusaron de pertenecer a organizaciones de extrema izquierda y de estar involucra en actos subversivos. Estuvo detenida en el Ministerio del Interior, el Departamento de Orden Político y la cárcel de Achocalla. Mas su compromiso con las ideas libertarias, la responsabilidad con su familia y la educación boliviana, la mantuvieron a salvo de las acusaciones vertidas por los enemigos declarados de la democracia, la libertad y la justicia.

Doña Elda Alarcón de Cárdenas, nacida en febrero de 1928, es la matriarca indiscutible de la literatura infantil boliviana, no sólo porque, en su condición de maestra normalista y fundadora del Comité de Literatura Infantil y Juvenil en 1964, dedicó su tiempo, sensibilidad y profesionalismo a los pequeños grandes lectores, sino también porque es la primera autora que se animó a escribir un ensayo titulado Literatura Infantil (1969), que ella misma usó como material de estudio en la cátedra que dictaba en la Escuela Normal Integrada Simón Bolívar. 

Este mismo ensayo, que llegó a mis manos gracias a la amistad y gentileza de don Werner Guttentag, me sirvió de mucho durante el proceso de elaboración de mi libro Literatura Infantil. Lenguaje y fantasía (2003), en cuyo capítulo dedicado a las condiciones que debe reunir un libro escrito para los infantes -quienes en el pasado fueron tratados como hombrecitos en miniatura y no siempre han tenido acceso a una literatura apropiada para su edad, desde el punto de vista lingüístico, emocional e intelectual-, cité textualmente las palabras de doña Elda, quien apunta: Literatura para ofrecerle al párvulo ha existido seguramente desde que la humanidad se considera como tal; pero intuitiva o arbitrariamente elaborada para él, no respondía a las características de su desarrollo, puesto que éstas eran totalmente desconocidas; no olvidemos al homúnculo citado por tantos pedagogos, considerado como un hombre en miniatura, para quien por lo tanto no podían existir consideraciones especiales (Editorial Juventud, La Paz, 1985, p. 23).

No es para menos, pues esta excelente poeta, ensayista y docente universitaria, supo encaminar con acierto su intelecto hacia el mundo que más necesita de sus conocimientos pedagógicos y su voz orientadora en el campo de la literatura infantil y juvenil; una profusa labor que le ganó el respeto de sus colegas y fue reconocida con la Gran Cruz de la Educación Boliviana, en Grado de Oficial, en 1979, y, en 1998, le hizo merecedora de la medalla y el diploma CEBIAE Forjadores de la Educación.

En cierta ocasión, cuya fecha no recuerdo exactamente, una nieta suya, que vive en Suecia, me hizo llegar por correo un libro dedicado y, en una conversación telefónica, me dijo: Mi abuelita lee en la prensa boliviana todo lo que usted escribe. Entonces, sin salir de mi asombro, me quedé pensando en que doña Elda y yo éramos como arrieros recorriendo por los mismos senderos trazados por el interés de impulsar una literatura que contemplara el mundo fantástico de los niños y las niñas. ¡Qué felicidad!

Sin embargo, lo cierto es que nunca pude comunicarme con ella para agradecerle por su amabilidad y gentileza, que desde luego no es un gesto frecuentes entre las mujeres y los hombres de letras en un país como el nuestro, donde el costo de envío de un libro por correo, fuera de las fronteras patrias y al otro lado del Océano Atlántico, está por encima de las nubes o cuesta un ojo de la cara. De todos modos, jamás dejé de abrigar las esperanzas de encontrarla algún día en La Paz para estrecharla entre mis brazos y agradecerle por ese libro que hoy ocupa un lugar preferente en mi biblioteca particular.     

  
Luego de mantener una charla amena en el anexo del Espacio Simón I. Patiño, me enteré de que viene preparando la edición de sus obras completas, tanto en verso como en prosa. ¡Enhorabuena, doña Elda! Y, como no podía faltar, están también en marcha las versiones actualizadas y corregidas de sus investigaciones sobre pedagogía y literatura infantil. No cabe duda de que sus lectores/as y admiradores/as tendremos la grata sorpresa de reencontrarnos, a través de la lectura, con una de las autoras que ocupa un sitial merecido en el parnaso de los precursores de la literatura infantil boliviana, donde  están Óscar Alfaro, Rosa Fernández de Carrasco, Alberto Guerra Gutiérrez, Beatriz Schulze Arana, Hugo Molina Viaña y Nery Paz Nava Bohórquez, entre otros.     

Doña Elda Alarcón de Cárdenas, a pesar de los años idos y a pesar de las mareas de la existencia humana, no dejará de declamarnos sus poemas para niños escritos en español y aymara, ni dejará de contarnos las travesuras de Manuelito entre los pastores ni las leyendas de los Andes, mientras siga navegando hacia la eternidad en uno de esos barquitos de papel que ella misma construyó, como el Arca de Noé, para poner a salvo la literatura infantil y juvenil, que fue uno de los alicientes de su alma y uno de los motores principales de su vida. 

Imágenes:

1. Elda Alarcón de Cárdenas en el Espacio Patiño, La Paz, septiembre, 2012
2. Víctor Montoya y Elda Alarcón de Cárdenas

martes, 13 de noviembre de 2012


Y LOS PONCHOS ROJOS, ¿DÓNDE ESTÁN?

Estando en La Paz, tenía muchas ganas de conocer Achacachi (Jach'ak'achi, en aymara), ese pueblo sobre el cual leí tantas confabulaciones en la prensa nacional, a través de la Red de Internet, mientras vivía en Estocolmo.

En mi mente se agolparon las imágenes y los textos que me acercaron a la fama de los achacacheños, quienes, en algunos medios de información, aparecían como feroces guerreros. Se decía que los comunitarios lincharon a sangre fría a dos presuntos ladrones, que cometieron delitos de robo junto a una pandilla de jóvenes que se dieron a la fuga ante la acción directa de las Juntas Vecinales, que no cesaban en dar con sus paraderos bajo la instauración de un estadio de sitio civil. Daba la sensación de que Achachachi era un pueblo sin ley, con pandillas de delincuentes dedicados a robar objetos de valor de los vecinos y asaltar, a mano armada, los puestos de los comerciantes más prósperos del pueblo.  

Después se me grabó la noticia de que se había formado en Warisata un ejército escarlata para combatir al gobierno de Gonzalo Sánchez de Losada en septiembre del 2003. Los insurgentes, ataviados con poncho rojo, pasamontaña, chalina, q’urawa, lluch’u, ch’uspa y wiskha, fueron conocidos como los Ponchos Rojos y se decía que, aferrados a fusiles Máuser, reliquias de la Guerra del Chaco, estaban dispuestos a defender la integridad territorial de Bolivia y a meter bala contra los enemigos del movimiento indígena, que durante siglos había soportado el menosprecio y la desidia de los gobiernos mestizos y criollos. 

La leyenda negra de este ejército escarlata creció rápidamente cuando se dijo que se los vio entrenarse junto a guerrilleros especializados en Cuba y Venezuela, y que realizaban pruebas espartanas para comprobar la fiereza, en el combate, de sus jóvenes diestros en el manejo de las armas y la palabra. Sin embargo, la detonante mayor fue cuando el 23 de noviembre de 2007, en un acto público y en señal de amenaza contra los líderes de los cívicos cruceños, degollaron a dos perros que, agitando sus patitas ante las miradas absortas de los presentes, lanzaron su último suspiro entre estertores de agonía. Esta demostración de bravura, como es de suponer, removió los sentimientos más nobles de la gente y el repudio generalizado tanto dentro como fuera del país, porque nadie podía concebir la idea del porqué unos luchadores de la libertad se ensañaban de manera brutal contra dos indefensos animales, que nada tenían que ver los regímenes coloniales ni la injusticia social.

Estos fueron algunos de los antecedentes que me motivaron a viajar a este pueblo que, a pesar de todo lo que se especuló en la prensa, era similar a cualquier otro pueblo de los Andes. En efecto, viajar en microbús significaba contemplar una parte de la belleza del altiplano, las cumbres nevadas de la cordillera, las orillas del lago Titicaca, más azules bajo un cielo despejado, y los ayllus pintorescos a lo largo del trayecto, con casitas de construcción rústica, árboles esparcidos por doquier y animales pastando en los campos y las quebradas de los ríos.
    
Para cualquiera que recorra el trayecto entre El Alto y Achacachi, el territorio de acción de los temibles Ponchos Rojos y la provincia Omasuyos del departamento de La Paz, es un placer para el alma y una visión inquietante para la mente, que no cesa de explicarse cómo esta población que está a 96 km hacia el norte de la capital de Bolivia, a 3.854 metros sobre el nivel del mar y en lado este del lago sagrado, hizo correr tanta tinta y se ganó la fama de ser un sitio harto peligroso, si lo cierto es que Achacachi fue en otrora la capital del señorío aymara Umasuyus, que resistió al embate de la invasión del imperio incaico en defensa de sus tradiciones ancestrales. La resistencia contra los quechuas fue tan significativa que todavía hoy existen pobladores que se comunican en un aymara puro y antiguo, y se sienten orgullosos de su estoicismo y espíritu guerrero, que también afloró con pujanza a la llegada de los conquistadores ibéricos.

Desde la ventanilla del minibús, y a considerable distancia, divisé en una colina el monumento de Túpac Katari, quien, honda en mano y la mirada tendida en el horizonte, parece custodiar al pueblo, presto a defender a sus hermanos de raza ante la invasión de cualquier tropa que intentará avasallar los derechos legítimos de los achacacheños, que ya tiene un lugar privilegiado en los anales de la historia nacional, desde el instante en que los Ponchos Rojos, llevando sus inseparables armas debajo del poncho y los chicotes alrededor del cuello, dieron la alarma de que estaban dispuestos a defender los intereses indígenas a sangre y fuego.

Cuando el minibús ingresó al pueblo, levantando polvareda y bajo un sol que caía a plomo, apareció en una de las calles el frontis del Estadio Municipal, donde pendía un gigante cartel con la imagen sonriente del Presidente del Estado Plurinacional y una consiga que decía: Bolivia cambia, Evo cumple. 

Ni bien llegué a la plaza principal y me apeé de la movilidad, que cargó a más pasajeros de lo debido, pregunté dónde quedaba la sede de los Ponchos Rojos. Allá donde el diablo perdió el poncho, me contestó un peatón queriendo pasarse de listo. Luego le pregunté a una señora que estaba sentada en la puerta de su tienda. Me miró extrañada y me contestó: Ésos son unos forajidos, desalmados, cada vez que se reúnen en la cancha, se vienen al pueblo al son de pututus y haciendo silbar sus chicotes en el aire, para asaltar las tiendas de los comerciantes. Nosotros les tememos como a la mismísima muerte. Me quedé pensando por un instante en lo que dijo la señora y proseguí mi camino, sin dejar de indagar sobre el paradero de estos achacacheños que han sembrado, con sus dichos y acciones, el pánico entre los comerciantes que pululan en las calles principales.


En la pequeña plaza del pueblo, cuyo nombre proviene de los vocablos jach’a (grande) y k’achi (peñasco puntiagudo), me sorprendió ver el busto del Gran Mariscal de Zepita entre el follaje de los árboles, con el rostro lampiño y luciendo su casaca de general, ornamentada de medallas y gruesas charreteras, a la usanza de los guerreros de la independencia. No era para menos, aunque Andrés de Santa Cruz fue uno de los padres de la patria y oriundo de una población cercana a Achacachi, jamás dejó de ser el hijo de una familia de la nobleza colonial. Y, por lo tanto, mi sorpresa fue verlo convertido en emblema en el mismísimo corazón del pueblo, donde los Ponchos Rojos defendían con intransigencia los ideales más radicales de los ideólogos del indigenismo boliviano.

No muy lejos de la plaza, me encontré con un viandante que lucía sombrero, terno y chicote al cuello. Le pregunté si sabía algo acerca de los Ponchos Rojos. Hizo un alto en su camino y me explicó que eran personas normales y que no hacían daño a nadie; al contrario, eran personas políticamente conscientes y que no buscaban otra cosa que la justicia social y el respeto a favor de los indígenas que, desde la llegada de los conquistadores, sufrieron la discriminación, marginación y el menosprecio; primero por parte de los colonizadores y después por parte de los gobiernos k’aras. Entonces, los Ponchos Rojos dijeron basta a los gobiernos opresores y proclamaron la consigna de nunca más se debe tratar a los indios como animales. Asimismo, lanzaron la consigna de reconstruir el Kollasuyo, marcando a fuego el regreso al ayllu con todas las virtudes y costumbres tradicionales, y adoptando la forma de producción del sistema comunitario, como las que todavía se practican en algunas comunidades aymara-quechuas.

Las explicaciones y los argumentos de este indígena, que tenía el rostro adusto, los ojos pequeños y la mirada profunda, me dejó meditando en que los rebeldes de ponchos rojos, a pesar de que tenían la razón a su lado, estaban destinados a sucumbir bajo el gobierno de Evo Morales, quien en un principio les dio su apoyo, enalteciendo el poncho rojo no sólo porque representaba la lucha por reconquistar los recursos naturales, sino también porque había inspirado el uniforme que hoy caracteriza al Regimiento Colorados de Bolivia Escolta Presidencial, y, claro está, tiempo después les volvió las espaldas y les pidió deponer las armas en aras de la paz social.

Al caer la tarde, volví a meterme en un minibús rumbo a la ciudad de El Alto, y mientras iba dejando atrás las calles empedradas, las casas de adobes, las tiendas atestadas de aguayos y a los achacacheños de trato afable, pensaba que en esta población de aproximadamente 15.000 habitantes, compuesta por qullas (collas) y mistis (mestizos), sobreviven varias tradiciones de su pasado histórico, como las organizaciones comunitarias ancestrales, ahora convertidas en sindicatos agrarios, que defienden los intereses de los productores agropecuarios en las comunidades, ayllus y haciendas. 

Eso sí, debo confesar que, por mucho que lo intenté una y otra vez, no encontré en mi recorrido a un solo Poncho Rojo, custodio del orgullo y la tradición aymaras, salvo la frustración de haber viajado casi para nada, tras haber tejido en mi mente un mundo de ilusiones en torno al ejército escarlata, que en su momento despertó sentimientos tanto de amor como de odio entre los mismos indígenas del Kollasuyo.

Imágenes:

1. Víctor Montoya con un indígena en Achachachi
2. Los Ponchos Rojos