viernes, 23 de noviembre de 2012


EL LUSTRABOTAS DE EL ALTO

El lustrabotas, que todas las mañanas está sentado detrás de su caja de lustrar, dispuesto a cumplir las órdenes del peatón que requiere de sus servicios, parece ya una figura ornamental en la esquina de la plaza del Mercado Satélite de la ciudad de El Alto, donde todos y todos los días lo ven lustrar a sol y sombra; viste casi siempre pantalones de lana, chaqueta envejecida, gorra con visera y un pasamontañas al mejor estilo del subcomandante Marcos, a modo de taparse el rostro y encubrir su identidad, como si ganarse la vida boleando calzados no fuese un trabajo digno, sino un estigma que mella la dignidad humana; razón suficiente para no revelar su nombre, su edad ni su vida privada. 

Lo extraño es que este hombre, de mediana estatura y espalda encorvada, que a diario se dedica a embetunar los calzados, limpiarlos y darles lustre, tiene los zapatos remendados por doquier y cubiertos de polvo, como si jamás hubiese pasado un cepillo sobre ellos; un detalle que causa asombro y evoca el dicho popular: En casa de herrero, cuchillo de palo y en casa de herrero, cuchara de palo, o, en este caso, En casa de lustrabotas, zapatos remendados.

Un mañana, picado por la curiosidad y mientras me lustraba los calzados, no resistí a la curiosidad de preguntarle el porqué escondía su cara detrás de un pasamontañas. 

Él levantó la mirada, cepillo y betún en mano, y contestó: 

–Para evitar las miradas de menosprecio de quienes se consideran seres superiores y porque no quiero que mis hijos, que están estudiando en el colegio, se sientan discriminados por el simple hecho de tener un padre lustrabotas… 

Algunas tardes, cuando nadie requiere de sus servicios, se sienta al lado de su caja de lustrar y lee una Biblia que apenas cabe en la palma de sus manos; es más, su pequeña Biblia, de tanto haber sido leída y releída, presenta los bordes y el lomo manchados por el betún blanco, negro y café.

El día que lo abordé por sorpresa, bajo un cielo despejado y sol radiante, lo encontré leyendo las descripciones del Apocalipsis. 

–Cómo estás, cumpa –le dije.

Me reconoció de inmediato por el tono de la voz y guardó la Biblia en el bolsillo de su chaqueta. Después levantó la cabeza, me clavó con la mirada y contestó:

–Estoy apenado, jefe. El Señor nos tiene preparado un castigo atroz.

–¿Cómo así? –le pregunté, acomodando mi calzado sobre su caja de lustrar.

–Sí, jefe –replicó, poniéndose manos a la obra. Luego añadió–: El Apocalipsis será grave, muy grave… Por ejemplo, las profecías advierten que de un abismo de la tierra saldrá mucho humo y que del humo saldrán saltamontes, que cubrirán la tierra y que nos picarán como escorpiones. Estos saltamontes parecen caballos de guerra, listos para entrar en combate. En la cabeza llevan algo parecido a una corona de oro y sus caras son igual que nuestras caras; sus crines son como cabellos de mujer, su cola tiene un aguijón como de escorpión y sus dientes son similares a los colmillos de un león; sus cuerpos están protegidos como por una armadura de hierro y sus alas resuenan como el estruendo de muchas carrozas tiradas por caballos que entran relinchando en la batalla… 

–¿Y tú crees en todo eso? 

–Cómo no pues, jefe... –asintió con la convicción de todo hombre que posee el alma pura y limpia como los calzados recién lustrados–. Además, este castigo será sólo el comienzo por adorar a los demonios, a las imágenes de dioses falsos y por escuchar a los falsos profetas, porque después vendrán otros suplicios que durarán siete años, como ese castigo en el que padeceremos por quemaduras de fuego y de hambruna. Entonces, de no tener qué comer, los padres se comerán a sus hijos y los hijos se comerán a sus padres, y cada hombre y cada mujer comerán la carne de su prójimo. En las Sagradas Escrituras se dice también que pasaremos por terribles tormentos y que los más pecadores serán arrojados a un lago de fuego…

–¡Pucha, caray! ¡Qué grave! –exclamé. 

–Así es, jefe –afirmó–. Esto es lo que más temo y me temo que después vendrán cosas peores, como los Jinetes del Apocalipsis, quienes traerán, como castigo divino, numerosas plagas a la humanidad...

Al cabo de unos minutos, haciendo sonar un trapito en el aire, sacó el brillo a mis calzados, con la misma destreza de quien domina el oficio desde la niñez. No es para menos, este hombre, que se cubre la cara con un pasamontañas para poner a salvo su identidad, ejerce este oficio desde chango, como cualquiera de esos rapaces alteños retratados en el novelín Ellos no tenían zapatos, de don Antonio Paredes Candia, quien contó los avatares de un grupo de niños que bajaban como lustrabotas a la ciudad de La Paz, con la esperanza de ganarse el pan del día con el sudor de la frente, pero bajo las miradas muchas veces despectivas de la gente. 

Terminada la sesión del boleado, dejé caer la moneda de un peso en la cuenca de su mano, abrigada con un guante de lana destejida y llena de betún, y me dispuse a seguir mi rumbo, tras agradecerle por el servicio y sus palabras. Él me siguió con la mirada y dijo en tono amigable a mis espaldas:

–Que Dios te bendiga, jefe…

No alcancé a voltear la cabeza ni a contestarle, pero sí a esbozar una sonrisa, mientras avanzaba hacia la parada del minibús, con los calzados relucientes como recién salidos de fábrica. 

lunes, 19 de noviembre de 2012


ELDA ALARCÓN DE CÁRDENAS, 
LA MATRIARCA DE LA LITERATURA INFANTIL BOLIVIANA

Después de muchos años de haber conservado su nombre en la mente y haber abrigado los deseos de conocerla personalmente, tuve la ocasión de estrecharle la mano, abrazarla con cariño y dirigirle palabras de sincera admiración el 5 de septiembre pasado, en la sala anexa del Espacio Simón I. Patiño de la ciudad de La Paz, donde hizo su ingreso a la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, con todos los honores que ameritan su larga trayectoria en el ámbito de la educación y la literatura destinada a los niños y las niñas de nuestro país.

Algo que no sabía de su vida, sino hasta que conversé con ella, es que esta dama de palabra elocuente, memoria lúcida y trato afable, fue víctima de las represiones desencadenas por las dictaduras militares que asaltaron el poder a fines del siglo XX. La acusaron de pertenecer a organizaciones de extrema izquierda y de estar involucra en actos subversivos. Estuvo detenida en el Ministerio del Interior, el Departamento de Orden Político y la cárcel de Achocalla. Mas su compromiso con las ideas libertarias, la responsabilidad con su familia y la educación boliviana, la mantuvieron a salvo de las acusaciones vertidas por los enemigos declarados de la democracia, la libertad y la justicia.

Doña Elda Alarcón de Cárdenas, nacida en febrero de 1928, es la matriarca indiscutible de la literatura infantil boliviana, no sólo porque, en su condición de maestra normalista y fundadora del Comité de Literatura Infantil y Juvenil en 1964, dedicó su tiempo, sensibilidad y profesionalismo a los pequeños grandes lectores, sino también porque es la primera autora que se animó a escribir un ensayo titulado Literatura Infantil (1969), que ella misma usó como material de estudio en la cátedra que dictaba en la Escuela Normal Integrada Simón Bolívar. 

Este mismo ensayo, que llegó a mis manos gracias a la amistad y gentileza de don Werner Guttentag, me sirvió de mucho durante el proceso de elaboración de mi libro Literatura Infantil. Lenguaje y fantasía (2003), en cuyo capítulo dedicado a las condiciones que debe reunir un libro escrito para los infantes -quienes en el pasado fueron tratados como hombrecitos en miniatura y no siempre han tenido acceso a una literatura apropiada para su edad, desde el punto de vista lingüístico, emocional e intelectual-, cité textualmente las palabras de doña Elda, quien apunta: Literatura para ofrecerle al párvulo ha existido seguramente desde que la humanidad se considera como tal; pero intuitiva o arbitrariamente elaborada para él, no respondía a las características de su desarrollo, puesto que éstas eran totalmente desconocidas; no olvidemos al homúnculo citado por tantos pedagogos, considerado como un hombre en miniatura, para quien por lo tanto no podían existir consideraciones especiales (Editorial Juventud, La Paz, 1985, p. 23).

No es para menos, pues esta excelente poeta, ensayista y docente universitaria, supo encaminar con acierto su intelecto hacia el mundo que más necesita de sus conocimientos pedagógicos y su voz orientadora en el campo de la literatura infantil y juvenil; una profusa labor que le ganó el respeto de sus colegas y fue reconocida con la Gran Cruz de la Educación Boliviana, en Grado de Oficial, en 1979, y, en 1998, le hizo merecedora de la medalla y el diploma CEBIAE Forjadores de la Educación.

En cierta ocasión, cuya fecha no recuerdo exactamente, una nieta suya, que vive en Suecia, me hizo llegar por correo un libro dedicado y, en una conversación telefónica, me dijo: Mi abuelita lee en la prensa boliviana todo lo que usted escribe. Entonces, sin salir de mi asombro, me quedé pensando en que doña Elda y yo éramos como arrieros recorriendo por los mismos senderos trazados por el interés de impulsar una literatura que contemplara el mundo fantástico de los niños y las niñas. ¡Qué felicidad!

Sin embargo, lo cierto es que nunca pude comunicarme con ella para agradecerle por su amabilidad y gentileza, que desde luego no es un gesto frecuentes entre las mujeres y los hombres de letras en un país como el nuestro, donde el costo de envío de un libro por correo, fuera de las fronteras patrias y al otro lado del Océano Atlántico, está por encima de las nubes o cuesta un ojo de la cara. De todos modos, jamás dejé de abrigar las esperanzas de encontrarla algún día en La Paz para estrecharla entre mis brazos y agradecerle por ese libro que hoy ocupa un lugar preferente en mi biblioteca particular.     

  
Luego de mantener una charla amena en el anexo del Espacio Simón I. Patiño, me enteré de que viene preparando la edición de sus obras completas, tanto en verso como en prosa. ¡Enhorabuena, doña Elda! Y, como no podía faltar, están también en marcha las versiones actualizadas y corregidas de sus investigaciones sobre pedagogía y literatura infantil. No cabe duda de que sus lectores/as y admiradores/as tendremos la grata sorpresa de reencontrarnos, a través de la lectura, con una de las autoras que ocupa un sitial merecido en el parnaso de los precursores de la literatura infantil boliviana, donde  están Óscar Alfaro, Rosa Fernández de Carrasco, Alberto Guerra Gutiérrez, Beatriz Schulze Arana, Hugo Molina Viaña y Nery Paz Nava Bohórquez, entre otros.     

Doña Elda Alarcón de Cárdenas, a pesar de los años idos y a pesar de las mareas de la existencia humana, no dejará de declamarnos sus poemas para niños escritos en español y aymara, ni dejará de contarnos las travesuras de Manuelito entre los pastores ni las leyendas de los Andes, mientras siga navegando hacia la eternidad en uno de esos barquitos de papel que ella misma construyó, como el Arca de Noé, para poner a salvo la literatura infantil y juvenil, que fue uno de los alicientes de su alma y uno de los motores principales de su vida. 

Imágenes:

1. Elda Alarcón de Cárdenas en el Espacio Patiño, La Paz, septiembre, 2012
2. Víctor Montoya y Elda Alarcón de Cárdenas

martes, 13 de noviembre de 2012


Y LOS PONCHOS ROJOS, ¿DÓNDE ESTÁN?

Estando en La Paz, tenía muchas ganas de conocer Achacachi (Jach'ak'achi, en aymara), ese pueblo sobre el cual leí tantas confabulaciones en la prensa nacional, a través de la Red de Internet, mientras vivía en Estocolmo.

En mi mente se agolparon las imágenes y los textos que me acercaron a la fama de los achacacheños, quienes, en algunos medios de información, aparecían como feroces guerreros. Se decía que los comunitarios lincharon a sangre fría a dos presuntos ladrones, que cometieron delitos de robo junto a una pandilla de jóvenes que se dieron a la fuga ante la acción directa de las Juntas Vecinales, que no cesaban en dar con sus paraderos bajo la instauración de un estadio de sitio civil. Daba la sensación de que Achachachi era un pueblo sin ley, con pandillas de delincuentes dedicados a robar objetos de valor de los vecinos y asaltar, a mano armada, los puestos de los comerciantes más prósperos del pueblo.  

Después se me grabó la noticia de que se había formado en Warisata un ejército escarlata para combatir al gobierno de Gonzalo Sánchez de Losada en septiembre del 2003. Los insurgentes, ataviados con poncho rojo, pasamontaña, chalina, q’urawa, lluch’u, ch’uspa y wiskha, fueron conocidos como los Ponchos Rojos y se decía que, aferrados a fusiles Máuser, reliquias de la Guerra del Chaco, estaban dispuestos a defender la integridad territorial de Bolivia y a meter bala contra los enemigos del movimiento indígena, que durante siglos había soportado el menosprecio y la desidia de los gobiernos mestizos y criollos. 

La leyenda negra de este ejército escarlata creció rápidamente cuando se dijo que se los vio entrenarse junto a guerrilleros especializados en Cuba y Venezuela, y que realizaban pruebas espartanas para comprobar la fiereza, en el combate, de sus jóvenes diestros en el manejo de las armas y la palabra. Sin embargo, la detonante mayor fue cuando el 23 de noviembre de 2007, en un acto público y en señal de amenaza contra los líderes de los cívicos cruceños, degollaron a dos perros que, agitando sus patitas ante las miradas absortas de los presentes, lanzaron su último suspiro entre estertores de agonía. Esta demostración de bravura, como es de suponer, removió los sentimientos más nobles de la gente y el repudio generalizado tanto dentro como fuera del país, porque nadie podía concebir la idea del porqué unos luchadores de la libertad se ensañaban de manera brutal contra dos indefensos animales, que nada tenían que ver los regímenes coloniales ni la injusticia social.

Estos fueron algunos de los antecedentes que me motivaron a viajar a este pueblo que, a pesar de todo lo que se especuló en la prensa, era similar a cualquier otro pueblo de los Andes. En efecto, viajar en microbús significaba contemplar una parte de la belleza del altiplano, las cumbres nevadas de la cordillera, las orillas del lago Titicaca, más azules bajo un cielo despejado, y los ayllus pintorescos a lo largo del trayecto, con casitas de construcción rústica, árboles esparcidos por doquier y animales pastando en los campos y las quebradas de los ríos.
    
Para cualquiera que recorra el trayecto entre El Alto y Achacachi, el territorio de acción de los temibles Ponchos Rojos y la provincia Omasuyos del departamento de La Paz, es un placer para el alma y una visión inquietante para la mente, que no cesa de explicarse cómo esta población que está a 96 km hacia el norte de la capital de Bolivia, a 3.854 metros sobre el nivel del mar y en lado este del lago sagrado, hizo correr tanta tinta y se ganó la fama de ser un sitio harto peligroso, si lo cierto es que Achacachi fue en otrora la capital del señorío aymara Umasuyus, que resistió al embate de la invasión del imperio incaico en defensa de sus tradiciones ancestrales. La resistencia contra los quechuas fue tan significativa que todavía hoy existen pobladores que se comunican en un aymara puro y antiguo, y se sienten orgullosos de su estoicismo y espíritu guerrero, que también afloró con pujanza a la llegada de los conquistadores ibéricos.

Desde la ventanilla del minibús, y a considerable distancia, divisé en una colina el monumento de Túpac Katari, quien, honda en mano y la mirada tendida en el horizonte, parece custodiar al pueblo, presto a defender a sus hermanos de raza ante la invasión de cualquier tropa que intentará avasallar los derechos legítimos de los achacacheños, que ya tiene un lugar privilegiado en los anales de la historia nacional, desde el instante en que los Ponchos Rojos, llevando sus inseparables armas debajo del poncho y los chicotes alrededor del cuello, dieron la alarma de que estaban dispuestos a defender los intereses indígenas a sangre y fuego.

Cuando el minibús ingresó al pueblo, levantando polvareda y bajo un sol que caía a plomo, apareció en una de las calles el frontis del Estadio Municipal, donde pendía un gigante cartel con la imagen sonriente del Presidente del Estado Plurinacional y una consiga que decía: Bolivia cambia, Evo cumple. 

Ni bien llegué a la plaza principal y me apeé de la movilidad, que cargó a más pasajeros de lo debido, pregunté dónde quedaba la sede de los Ponchos Rojos. Allá donde el diablo perdió el poncho, me contestó un peatón queriendo pasarse de listo. Luego le pregunté a una señora que estaba sentada en la puerta de su tienda. Me miró extrañada y me contestó: Ésos son unos forajidos, desalmados, cada vez que se reúnen en la cancha, se vienen al pueblo al son de pututus y haciendo silbar sus chicotes en el aire, para asaltar las tiendas de los comerciantes. Nosotros les tememos como a la mismísima muerte. Me quedé pensando por un instante en lo que dijo la señora y proseguí mi camino, sin dejar de indagar sobre el paradero de estos achacacheños que han sembrado, con sus dichos y acciones, el pánico entre los comerciantes que pululan en las calles principales.


En la pequeña plaza del pueblo, cuyo nombre proviene de los vocablos jach’a (grande) y k’achi (peñasco puntiagudo), me sorprendió ver el busto del Gran Mariscal de Zepita entre el follaje de los árboles, con el rostro lampiño y luciendo su casaca de general, ornamentada de medallas y gruesas charreteras, a la usanza de los guerreros de la independencia. No era para menos, aunque Andrés de Santa Cruz fue uno de los padres de la patria y oriundo de una población cercana a Achacachi, jamás dejó de ser el hijo de una familia de la nobleza colonial. Y, por lo tanto, mi sorpresa fue verlo convertido en emblema en el mismísimo corazón del pueblo, donde los Ponchos Rojos defendían con intransigencia los ideales más radicales de los ideólogos del indigenismo boliviano.

No muy lejos de la plaza, me encontré con un viandante que lucía sombrero, terno y chicote al cuello. Le pregunté si sabía algo acerca de los Ponchos Rojos. Hizo un alto en su camino y me explicó que eran personas normales y que no hacían daño a nadie; al contrario, eran personas políticamente conscientes y que no buscaban otra cosa que la justicia social y el respeto a favor de los indígenas que, desde la llegada de los conquistadores, sufrieron la discriminación, marginación y el menosprecio; primero por parte de los colonizadores y después por parte de los gobiernos k’aras. Entonces, los Ponchos Rojos dijeron basta a los gobiernos opresores y proclamaron la consigna de nunca más se debe tratar a los indios como animales. Asimismo, lanzaron la consigna de reconstruir el Kollasuyo, marcando a fuego el regreso al ayllu con todas las virtudes y costumbres tradicionales, y adoptando la forma de producción del sistema comunitario, como las que todavía se practican en algunas comunidades aymara-quechuas.

Las explicaciones y los argumentos de este indígena, que tenía el rostro adusto, los ojos pequeños y la mirada profunda, me dejó meditando en que los rebeldes de ponchos rojos, a pesar de que tenían la razón a su lado, estaban destinados a sucumbir bajo el gobierno de Evo Morales, quien en un principio les dio su apoyo, enalteciendo el poncho rojo no sólo porque representaba la lucha por reconquistar los recursos naturales, sino también porque había inspirado el uniforme que hoy caracteriza al Regimiento Colorados de Bolivia Escolta Presidencial, y, claro está, tiempo después les volvió las espaldas y les pidió deponer las armas en aras de la paz social.

Al caer la tarde, volví a meterme en un minibús rumbo a la ciudad de El Alto, y mientras iba dejando atrás las calles empedradas, las casas de adobes, las tiendas atestadas de aguayos y a los achacacheños de trato afable, pensaba que en esta población de aproximadamente 15.000 habitantes, compuesta por qullas (collas) y mistis (mestizos), sobreviven varias tradiciones de su pasado histórico, como las organizaciones comunitarias ancestrales, ahora convertidas en sindicatos agrarios, que defienden los intereses de los productores agropecuarios en las comunidades, ayllus y haciendas. 

Eso sí, debo confesar que, por mucho que lo intenté una y otra vez, no encontré en mi recorrido a un solo Poncho Rojo, custodio del orgullo y la tradición aymaras, salvo la frustración de haber viajado casi para nada, tras haber tejido en mi mente un mundo de ilusiones en torno al ejército escarlata, que en su momento despertó sentimientos tanto de amor como de odio entre los mismos indígenas del Kollasuyo.

Imágenes:

1. Víctor Montoya con un indígena en Achachachi
2. Los Ponchos Rojos

miércoles, 31 de octubre de 2012


EXITOSA PRESENTACIÓN DE CUENTOS DE LA MINA 


La presentación de la obra de Víctor Montoya, que se llevó a cabo en el auditorio del Sistema de Archivo de la COMIBOL, concitó el interés de los ciudadanos alteños, en especial de las familias mineras, que se establecieron en esta ciudad antes y después de la relocalización decretada por el gobierno de Víctor Paz Estenssoro en 1985.

El ex ejecutivo de la COB, Edgar Huracán Ramírez, y el historiador Luis Oporto, ante un auditorio lleno de expectativa y emoción, destacaron la trayectoria intelectual del autor y dedicaron palabras ponderables a favor de la narrativa de ambiente minero. Ramírez destacó el estilo literario moderno en Cuentos de la mina y el realismo fantástico que se aprecia en sus páginas.

Víctor Montoya, durante su intervención y a tiempo de agradecer a los auspiciadores del evento, manifestó que Cuentos de la mina es una obra nacida desde lo más profundo de su ser, no sólo porque se identifica plenamente con este sector del proletariado nacional, sino también porque su trayectoria literaria está marcada por sus vivencias en las poblaciones mineras del norte de Potosí, donde vivió desde su más tierna infancia, hasta el día en que fue apresado, junto a un grupo de dirigentes mineros, que se enfrentaban contra la dictadura militar de los años 70, en procura de recuperar la democracia y la libertad del fuero sindical.

El libro es, señaló el autor, un reflejo de los mitos y las leyendas sobre el Tío de la mina, que se conservan en la memoria colectiva y cuyas aventuras se cuentan de boca en boca en los campamentos mineros. Estos mitos y estas leyendas forman parte de la cosmovisión andina, en la cual se amalgaman las creencias ancestrales de las culturas originarias y las influencias de la religión católica desde la época de la colonia, afirmó.

Las personas presentes en el auditorio, que siguieron con interés las exposiciones de los comentaristas y del autor de Cuentos de la mina, cerraron el acto entre aplausos, abrazos y opiniones positivas. No faltaron las voces que afirmaban que la presentación de esta obra fue oportuna debido a que justo este 31 de octubre se celebra los 60 años de la nacionalización de la minas. Tampoco faltaron los parabienes para el autor, quien se comprometió a seguir impulsando la literatura minera, por considerarla una de las vetas más ricas de la cultura nacional y un material que forma parte de la memoria histórica.


Imágenes:
1. Luis Oporto, Víctor Montoya, Edgar "Huracán" Ramírez y Milton Márquez 
2. El audotorio del Aarchivo Histórico de la COMIBOL

lunes, 22 de octubre de 2012


PRESENTARÁN CUENTOS DE LA MINA 
EN LA CIUDAD DE EL ALTO


El próximo martes 30 de octubre, en el Auditorio del Sistema de Archivo de la COMIBOL, ubicado en la ciudad de El Alto (Calleja Del Archivero, No. 100, zona Ferropetrol, al lado de la Fuerza Aérea Boliviana), se presentará a las 16:00 hrs. el libro Cuentos de la mina, la exitosa obra del escritor Víctor Montoya, quien retornó al país después de treinta cuatro años de ausencia.

El acto, que se desarrollará en el marco del programa de conmemoración de los sesenta  años de la nacionalización de las minas, cuyo Decreto se firmó el 31 de octubre de 1952 en la población de Catavi, está auspiciado por el Archivo Histórico de la Minería de COMIBOL y contará con la presencia de destacadas personalidades del ámbito cultural, social y político.

La presentación y los comentarios estarán a cargo del líder minero Edgar Ramírez, ex ejecutivo de la Central Obrera Boliviana (COB), Director de los Archivos Históricos de la Minería Nacional y del Sistema de Archivo de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), y de Luis Oporto Ordóñez, historiador, archivista y Director de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional.

El autor del libro, consciente de la importancia que reviste esta presentación en la ciudad de El Alto, manifestó su agradecimiento a las personas implicadas en la preparación de este evento que, una vez más, pondrá de relieve a la literatura minera en el contexto de la literatura nacional.

El eje temático del libro

Cuentos de la mina, compuesto por 25 relatos de extensión variada, es un regio escaparate donde se exponen las vertientes más fascinantes del mundo minero, cuyas creencias están vinculadas tanto al paganismo de las culturas ancestrales como a la religión católica llegada de allende los mares. El libro, además de contar con el prólogo del español Benigno Delmiro Coto, está ilustrado con fotografías de Jean-Claude Wicky, Stanislas de Lafon, Barbara Lindell, Christopher Hines, Joson Devit y Manuel L. Acosta, entre otros.

En Cuentos de la mina, como en toda obra de creación literaria, se explayan las modernas técnicas narrativas, a partir de un eje temático que pone en primera plana las aventuras y desventuras del Tío de la mina; un personaje que simboliza el sincretismo religioso y el mestizaje cultural desde la época de la colonia.

El Tío de la mina, cuya imagen diabólica está esculpida en las galerías, está considerado como el guardián de las riquezas minerales y el amo de los trabajadores del subsuelo, y así como concede gracias a quienes le rinden tributo con afecto y devoción, es también implacable y cruel con quienes lo ignoran o se burlan de él.

A la pregunta formulada por una periodista: ¿Por qué, en su visión rescata al Tío como personaje principal de las minas y no así al minero como tal?, Víctor Montoya contestó de manera concluyente: Porque quería diferenciarme de los escritores que cultivaron y cultivan la literatura del llamado ‘realismo social’, donde se habla de los triunfos y las derrotas del proletariado minero. Hay muchas obras, tanto en el género del cuento como de la novela, en las que se retrata al indígena que se proletariza, al minero sindicalizado que se enfrentó, primero, contra la oligarquía minero-feudal y, después, contra los gobiernos nacionalistas y neoliberales, en aras de conquistar sus reivindicaciones socioeconómicas. Lo que yo hice, a diferencia de estos escritores de la literatura minera, fue rescatar los mitos y las leyendas que existen en la tradición oral de los Andes, donde se siente con todo su vigor la mitología del Tío de la mina; un ser ambivalente, mitad dios y mitad demonio. De modo que mis cuentos, más que narrar la realidad social del minero, recrean la figura del Tío desde una perspectiva del realismo mágico o fantástico, que forma parte de la cosmovisión andina, con una fuerte presencia de las creencias y supersticiones de las culturas ancestrales.   

No cabe duda de que este libro, a lo largo de sus 183 páginas, rescata, con una prosa ágil y verosímil, el imaginario popular en torno a la mitología del Tío, y, por eso mismo, es diferente a la narrativa tradicional de la literatura minera, en la cual, de un modo general y casi por antonomasia, confluyen las historias en lo mismo: la tragedia, las injusticias sociales y las luchas reivindicativas del movimiento sindical.

Por otro lado, en cada uno de los cuentos es fácil identificar los atributos que identifican a la mina: el ulular de la sirena; un elemento que, junto a la jaula, los rieles, los vagones y las maquinarias, es tan importante como el casco de protección, el overol, las botas y la lámpara en la faena de la mina, donde la oscuridad, la humedad, los gases y los derrumbes, son otros de los elementos descritos de manera magistral en “Cuentos de la mina”.

El autor del libro, reconocido por su fecunda labor literaria tanto a nivel nacional como internacional, confesó que escribió estos cuentos a partir de sus vivencias personales y la estrecha relación que mantuvo con los mineros en el norte de Potosí, donde muchos de sus familiares fueron trabajadores del subsuelo. Conoce esa realidad dantesca desde que tiene uso de razón y se considera orgullosamente un hijo de entrañas mineras.


Opiniones sobre Cuentos de la mina

“Leer Cuentos de la Mina significa sumergirse en el mundo sincrético de las creencias mineras de Bolivia. Los textos, como si fueran galerías de una mina, se van adentrando en las diferentes actualizaciones del sincretismo religioso que supone la figura y leyenda del Tío, así como su significación para los mineros. En estos textos, caracterizados por un decidido tratamiento de la materia narrativa, el lector se enfrenta a lo que ya va siendo una constante en la narrativa de Montoya: el distanciamiento del narrador, la precisión, a veces la crudeza de estirpe casi naturalista, con el que se describen hechos violentos o tremendos, al mismo tiempo que la resolución de la trama opera en un registro de modulaciones mágicas, de manera que más que hablar de realismo mágico podríamos hablar de naturalismo mágico en estos relatos” (Leonardo Rossiello).

Cuentos de la mina vendría a ser una especie de biografía del Tío, es un libro que con sus relatos fascinantes, sus minuciosas descripciones en un lenguaje fluido, en ocasiones poético, y sus ilustraciones, constituyen un valioso aporte al conocimiento de las creencias, mitos, ritos y leyendas que desde siglos sustentan el mundo de los trabajadores mineros” (Giancarla de Quiroga).

“El maravilloso libro de Víctor Montoya, Cuentos de la mina, aclara desde la literatura todo aquello que los historiadores no podemos captar con la sencillez e inmediatez que es tan propia de los escritores de raza. Y Montoya ha probado sobradamente que lo es. En su obra, sin teorías venidas de otros oficios, el autor recrea con naturalidad el imaginario del minero boliviano a través de una serie de cuentos en donde quedan plasmadas las desdichas y esperanzas de ese colectivo humano utilizando como marco de encuadre a uno de los personajes más emblemáticos del sincretismo americano: El Tío de la Mina, dueño sobrenatural y soberano absoluto de la oscuridad y sus riquezas” (Fernando Jorge Soto Roland).

“Víctor Montoya rescata prolijamente las tradiciones y leyendas de la mina y se convierte en un cronista del mundo fantástico que emerge del socavón. Sus relatos son metáforas sobre la existencia fantasmal que se atribuye a los mineros más empobrecidos, muertos en vida por la silicosis y la ausencia de horizonte. Sin haber tenido la vivencia de penetrar en la mina es difícil describir con tanta propiedad esa sensación de ahogo, de oscuridad absoluta y de humedad sexual que se respira en los socavones” (Alfonso Gumucio Dagron).

“Este libro es el fiel reflejo del pensamiento, los sentimientos, usos y costumbres que caracterizan a las poblaciones mineras bolivianas y su entorno físico andino, ya que los hechos en él relatados, se desarrollan en los centros mineros de Siglo XX, Potosí y Oruro, en cuanto a las manifestaciones mitológicas y legendarias que dan origen a acontecimientos culturales de extraordinaria magnitud, como el Carnaval de Oruro y los ritos litúrgicos propios de una religión ecléctica que rige en América desde el desenlace de la dominación española” (Alberto Guerra Gutiérrez)

Datos del autor en las solapas del libro

Víctor Montoya nació en La Paz, el 21 de junio de 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivió desde su infancia en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, donde conoció el sufrimiento humano y compartió la lucha de los trabajadores del subsuelo, cuyas grandezas y tragedias, profundamente ligadas al realismo mágico y mítico de las culturas ancestrales, se reflejan vehemente en una de las facetas más vitales de su obra literaria.

Estudió la primaria en la escuela Jaime Mendoza, el ciclo intermedio en el Colegio Junín y la secundaria en el Colegio Primero de Mayo. Fue testigo de la masacre de San Juan en 1967 y dirigente estudiantil hasta mediados de 1976, año en que la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, que asaltó el poder en agosto de 1971, lo persiguió por sus actividades políticas. Permaneció clandestino en el interior de la mina y en una casa de seguridad en la ciudad de Oruro, donde cayó a merced de las fuerzas represivas junto a un grupo de dirigentes mineros.

Estuvo preso en el Panóptico Nacional de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Viacha-Chonchocoro. Durante su cautiverio, burlando la vigilancia de los guardias, escribió su libro de testimonio Huelga y represión, cuyas páginas se filtraron por los sistemas de control gracias a la valiente y decidida cooperación de su madre, quien lo visitaba en la cárcel cada vez que las autoridades de gobierno se lo permitían.

En 1977, luego de una campaña de Amnistía Internacional, que reclamó por su libertad y lo adoptó como a uno de sus “presos de conciencia”, fue sacado de la prisión por un piquete de agentes y conducido directamente al aeropuerto de El Alto, desde donde fue exiliado a Suecia, como la mayoría de los refugiados latinoamericanos que fueron expulsados de sus países tras el advenimiento de las dictaduras militares.

En Estocolmo, donde fijó su residencia, trabajó en una biblioteca municipal coordinando proyectos culturales, impartió lecciones de idioma quechua y dirigió Talleres de Literatura. Cursó estudios de pedagogía en el Instituto Superior de Profesores y ejerció la docencia durante varios años.

En su extensa obra, que abarca el género de la novela, el cuento, el ensayo y la crónica periodística, destacan: Huelga y represión (1979), Días y noches de angustia (1982), Cuentos violentos (1991), El laberinto del pecado (1993), El eco de la conciencia (1994), Antología del cuento latinoamericano en Suecia (1995), Palabra encendida (1996), El niño en el cuento boliviano (1999), Cuentos de la mina (2000), Entre tumbas y pesadillas (2002), Fugas y socavones (2002), Literatura infantil: Lenguaje y fantasía (2003), Poesía boliviana en Suecia (2005), Retratos (2006) y Cuentos en el exilio (2008).

Dirigió las revistas literarias PuertAbierta y Contraluz. Es miembro de la Sociedad de Escritores Suecos y del PEN-Club Internacional. Dictó conferencias en China, España, Alemania, Suecia, Francia, México, Venezuela, Estados Unidos y otros países. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías internacionales. Está considerado por la crítica especializada como uno de los principales impulsores de la moderna literatura boliviana. Obtuvo el primer Premio Nacional de Cuento en la UTO, Bolivia, 1984; el Premio de Cuento Breve del Semanario Liberación, Suecia, 1988; el primer premio de Cuento de Escritores de la Escania, Suecia, 1993; fue uno de los ganadores del Concurso Internacional “Sexto Continente del Relato Erótico”, convocado por Radio Exterior de España (2010). Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.

jueves, 18 de octubre de 2012



La fabulosa crónica de Víctor Montoya, hecha con el realismo mágico de la mitología minera, es la mejor expresión del sincretismo religioso en los Andes, donde la impresionante figura del Tío se amalgama con la danza de los diablos en el Carnaval de Oruro. El vídeoclip fue producido por Miro Coca Lora en Estocolmo, noviembre, 2009.

domingo, 14 de octubre de 2012


EL IMAGINARIO POPULAR EN CUENTOS DE LA MINA

Los Cuentos de la mina están escritos con el furor del alma y los sentimientos del corazón, a partir de la relación estrecha que mantuve desde niño con los mineros en el norte de Potosí, donde muchos de mis parientes fueron trabajadores del subsuelo. Conozco esa realidad dantesca y fascinante desde que tengo memoria. Soy hijo de entrañas mineras y uno de sus cronistas de época.

Me he dedicado a escribir sobre las minas y sus asuntos desde hace más de tres décadas. Mi primera novela, El laberinto del pecado, publicada en 1983, está también contextualizada en una población minera, con temas y personajes de Llallagua, Catavi y Siglo XX. De modo que mi interés por rescatar los mitos, ritos y leyendas, que rondan por los campamentos mineros, nació desde el día en que me hice escritor de cuentos tristes y fantásticos.

Sin embargo, dispuesto a desmarcarme de la literatura entroncada en el llamado realismo social, tuve desde un principio la idea de crear y recrear los elementos mágicos y míticos que no fueron contemplados en los cuentos ni en las novelas de los autores que dedicaron su tiempo y energía a describir los triunfos y las derrotas del proletariado minero desde una perspectiva sociopolítica que, en mi opinión, los llevó a balancearse sobre una cuerda floja entre el panfleto literario y la literatura como obra de arte.   

Lo que yo hice, a diferencia de estos escritores de la narrativa minera, fue adentrarme en la tradición oral de los Andes, donde la mitología del Tío, mitad dios y mitad demonio, vibra en las quebradas de la cordillera con todo su poder de sugerencia. De modo que mis cuentos, más que retratar la tragedia social de los mineros, rescatan la figura del Tío desde una visión del realismo fantástico, que es parte y arte de la cosmovisión andina, donde los mineros, en su mayoría de ascendencia indígena y mentalidad proclive a las supersticiones, cuentan de generación en generación y de boca en boca una serie de consejas nacidas del imaginario popular.

De hecho, la vida cotidiana de los pobladores del altiplano está atravesada transversalmente por los mitos y las leyendas de las culturas originarias; creencias, tradiciones y costumbres que durante la colonia fueron avasalladas por los conquistadores, pero que no sucumbieron en la memoria colectiva, que supo conservarlas en la tradición oral, aunque disfrazándolas, a manera de protección, con las tradiciones judeocristianas. Con el correr del tiempo, del mismo seno de este encuentro histórico, surgió un peculiar sincretismo religioso que puso de relieve el mestizaje de dos culturas: la indígena y la occidental, que en un principio eran diametralmente opuestas.

Ahora tengo la extraña sensación de que mis Cuentos de la mina, que explayan un estilo acorde con las nuevas corrientes literarias, en las cuales destacan la autenticidad, la sencillez y la belleza, harán que los mitos y las leyendas sobre el Tío se universalicen. No es casual que esta obra esté siendo traducida a varios idiomas para que los lectores de otros países conozcan algo más del mundo mágico y secreto atrapado entre las montañas del macizo andino, donde reina el Tío en el vientre de la Pachamama, como un verdadero soberano de las tinieblas.

En los Cuentos de la mina, por razones de lógica formal, incluí también otros elementos culturales que están ligados a las tradiciones y los ritos ancestrales, como la ch’alla y la wilancha, una ceremonia que consiste en sacrificar una llama blanca para luego, en actitud de ofrenda y gratitud, rociar con su sangre a la Pachamama y el paraje del Tío. Relato también la leyenda de la coca, el mito de las cuatro plagas que Wari lanzó como venganza y castigo contra los urus, cerca del lago Poopó, y cuento todo lo referente al fastuoso Carnaval de Oruro, donde los mineros, desde la época de la colonia, se disfrazan de Tíos -o de diablos-, para bailarle su diablada a una virgen católica como es la Candelaria o Virgen del Socavón. 

Debo confesar que desde mi más tierna infancia escuché una serie de relatos relacionados con el Tío de la mina; un ser ambivalente entre lo sagrado y lo profano, entre lo celestial y lo demoniaco, que corresponde al sincretismo religioso entre la tradición católica y el paganismo ancestral, y representa al dios y al diablo que habita en los tenebrosos socavones, donde los mineros, en sumisa veneración, le rinden pleitesía y le ofrendan hojas de coca, cigarrillos y aguardiente, a tiempo de congraciarse con él, a quien se lo considera el dueño absoluto de las riquezas minerales y el amo de los trabajadores del subsuelo.

Desde tiempos inmemoriales se sabe que entre las divinidades que conforman el mundo religioso indígena está el Supay o Supaya, la divinidad del Ukhu pacha o Manqha pacha (mundo de abajo), encargada de guardar las riquezas minerales, proteger a los animales silvestres, dirigir las corrientes de aguas subterráneas y hacer germinar las semillas para dar de comer a los hijos de la divinidad andina que no se ve pero domina en el reino de los vivos: la Pachamama.

La Pachamama, proveedora de vida y alimentos, encierra en su vientre los recovecos telúricos donde habita el Tío, que es el único amo y señor de los filones de estaño. En el interior de la mina es donde mejor se expresa la mitología temible y maravillosa de este ser hecho de realidad y fantasía, que se aparece omnipresente, omnipotente, entre las luces y sombras de las galerías, entre el ruido monótono de la ch’aka (gotera) y el silencio insondable de los parajes más alejados de la bocamina.

Cuentos de la mina es, asimismo, la revelación de mi subconsciente, en cuyo pozo sobrevivió por muchos años este personaje que, como si fuese mi propia sombra, se me aparece por doquier, incluso en los sueños y las pesadillas, donde me lo encuentro cada vez, exigiéndome que lo convierta en el personaje principal de mi mundo literario. De modo que este libro, como cualquier criatura del alma, brotó de una manera natural entre mis proyectos literarios y el Tío de la mina acabó constituyéndose en uno de los personajes más significativos de la narrativa minera.


 Él forma parte de mi vida y obra, porque caló hondo en mi memoria desde el día en que mi abuelo, por primera vez, me refirió la leyenda del Tío, mientras dormía a sus pies una noche en que se desató una tormenta en la cordillera de los Andes, haciendo que los truenos enciendan la noche como luces de bengala y las ráfagas impetuosas del aguacero desvíen el curso de los ríos. Fue entonces cuando mi abuelo, con una voz pausada y sugestiva, pronunció las siguientes palabras: Dicen que el diablo llegó a las minas una noche de tormenta. Esta frase bastó para comprender, entre la curiosidad y el espanto, que el diablo al cual se refería mi abuelo era el mismísimo Tío de la mina, cuya estatuilla diabólica, recubierta con arcilla y cuarzo por los mismos trabajadores, vi años después en una de las galerías principales de la mina de Siglo XX.

El Tío estaba sentado en su trono de roca, con el cuerpo monstruosamente deformado, el miembro largo, grueso y erecto, los ojos redondos como canicas, las cejas sobresalientes, la nariz prominente, las barbas de chivo, las orejas de asno, los cuernos retorcidos y los labios entreabiertos para recibir los cigarrillos. Me quedé estupefacto ante su aspecto terriblemente grotesco y, entre el asombro y la meditación, asumí la idea de que este personaje, que inspira un natural respeto y vive en reciprocidad con los mineros, no me dejaría ya vivir en paz por el resto de mis días.

La estatuilla del Tío, vista desde cualquier ángulo y en cualquier galería, constituye una verdadera obra de arte, una imagen esculpida por las callosas manos de los mineros. Ellos la erigen a su imagen y semejanza, para luego rendirle tributo, sentados a su alrededor a la usanza de los mitayos de la colonia. La estatuilla del Tío varía de paraje a paraje y de mina a mina, como los materiales que se usan en su construcción; mientras unas son talladas en el mismo lugar, como la normal prolongación de la roca, otras son figuras hechas con cemento y estructuras metálicas, dependiendo del nivel de temperatura y humedad ambiental en la galería. En algunas minas, su cuerpo desnudo está adornado con mixturas y serpentinas de pies a cabeza; en tanto en otras llevan un atuendo de diablo, que los muestra en toda su plenitud, como a la perfecta iconografía revelada por el mundo bíblico. Al pie del Tío están esparcidas las botellas de aguardiente, las hojas de coca y las colillas de los cigarrillos, que los mineros le ofrendan en actitud de veneración y agradecimiento.

El Tío de la mina, según la concepción antropológica, es una de las deidades más importantes de la cosmovisión andina, no sólo porque se lo considera uno de los fecundadores de la Pachamama, sino también porque en él depositan los mineros todas sus esperanzas. Le ruegan que los proteja de los peligros y les muestre el mejor filón de estaño. En este sentido, el Tío de mis cuentos, aunque posee las mismas características que el Lucifer de las Sagradas Escrituras, pervive en la imaginación de los mineros como un ser benefactor cuando se lo trata con respeto y cariño, pero también como un ser cruel y vengativo cuando no se le honra con ofrendas para saciar su sed y su hambre. El Tío tiene la potestad de premiar y castigar a quien ingresa en su reino o en las oquedades del Ukhu Pacha o Manqha Pacha (mundo de abajo).

El Tío, por otro lado, tiene un significado profundo en nuestra cultura y es el que mejor simboliza el subconsciente de los humanos, que están hechos de un puñado de virtudes y otro puñado de defectos, ya que en el subconsciente de cada individuo habita la bondad pero también la maldad. Así que el Tío, al ser dios y diablo a la vez, es la fusión perfecta entre el bien y el mal, y posee todos los atributos que necesita un personaje literario

Por ahora, lo único que me ronda en la cabeza es la idea de seguir escribiendo en torno a las aventuras y desventuras del Tío, con la misma pasión y entrega que estos cuentos requieren durante el proceso de creación literaria; más todavía, tengo en preparación una serie de diálogos que durante años sostuve con el Tío sobre los más diversos temas que encandilan la mente de los humanos. Se trata nada más ni nada menos que de las sabias lecciones de un aprendiz de diablo. Culminado este proyecto, y muy a pesar de los pesares, quisiera dejarlo vivir en paz al Tío, recluido en las galerías más profunda de la mina, y yo dedicarme a crear otras obras que ventilen mi imaginación y me devuelvan la serenidad perdida, aunque no sé si esto será posible, pues al Tío lo tengo metido en el cuerpo y alma como a un clavo atravesado de lado a lado.

Imágenes:

1. Los mineros en el paraje del Tío
2. Víctor Montoya junto al Tío Jorge en el Cerro de Potosí

jueves, 11 de octubre de 2012



REFLEXIONES EN TORNO AL 12 DE OCTUBRE


El mito del hombre blanco


Recuerdo que cuando era niño e indocumentado, pensaba que el 12 de octubre era el día de los americanos y que Cristóbal Colón, ese personaje de piel blanca y jubón de seda, era una especie de Indiana Jones. Pero me entró la duda cuando mis compañeros de clase empezaron a cambiarse el apellido, pues el Mamani se convirtió en Maisman, el Quispe en Quisbert y el Condori en Condorset. De modo que empecé a buscar la causa de esa extraña metamorfosis, hasta que la encontré en mis libros de texto.

El Almirante de la Mar Océana, Virrey de las tierras del Nuevo Mundo, Adelantado y Gobernador, que no era de Génova ni de Portugal, pero tampoco de España, aparecía en la ilustración postrado de rodillas, la mirada tendida en el ancho cielo, como agradeciendo a Dios por seguir con vida tras una larga y fatigosa travesía. Aunque no tenía casco ni armadura, llevaba en una mano el pendón real y en la otra una espada con guarnición y gavilán. Detrás de él se veían las tres carabelas flotando entre el cielo y el mar, mientras en la costa de Guanahaní, que parecía un paraíso sin serpientes ni pecados, asomaban los indígenas de piel cobriza, torsos desnudos y miradas de pasmo y de temor.

Mi maestra, que tenía la nariz aguileña y los pómulos prominentes como las ñustas del imperio incaico, era la primera en transmitirnos la versión oficial de los vencedores. Nos explicaba que Cristóbal Colón representaba al hombre civilizado, cuya destreza física y mental lo llevó a descubrir los misterios del océano y a encontrar pueblos que vivían en el atraso y la ignorancia. Yo la creía como el feligrés le cree al cura, sin saber que en la escuela se nos enseñaba el mito del hombre blanco, y que mi maestra, indígena por los cuatro costados, hablaba con la voz prestada de los hombres sedientos de sangre y de riquezas, pues lo que ella llamaba el “Día de la Raza, en realidad, era el día contra la raza ‑contra su propia raza‑, aparte de que en América, desde el Canadá hasta el Cabo de Hornos, nada volvió a ser lo mismo desde aquel fatídico 12 de octubre de 1492.


Las dos caras de la conquista

Años después, leyendo un libro de historietas, me informé de que Hernán Cortés por el norte y Francisco Pizarro por el sur se lanzaron a conquistar las tierras bautizadas con el nombre de Américo Vespucio y no de Cristóbal Colón, quien murió en el olvido y sin saber que abrió las puertas de un continente desconocido, donde algunos creían haber encontrado el paraíso terrenal, como el jesuita León Pinelo, quien, en el siglo XVIII y en un trabajo de erudición, intentó demostrar que el Paraná, con el Orinoco, el Amazonas y el San Francisco eran los cuatro ríos sagrados que, según las Sagradas Escrituras, nacían del Paraíso.

La conquista fue un hecho inevitable -decía la maestra-, porque implicó la victoria de la civilización sobre la barbarie. Los hombres blancos traían consigo el adelanto: la Biblia, la pólvora, las armas de fuego, los instrumentos de navegación, la economía mercantilista, el hierro, la rueda y otros, mientras los indígenas seguían luciendo tocados de plumas en la cabeza y profesando religiones bárbaras. Pero lo que la maestra no mencionaba era el florecimiento cultural y científico de las civilizaciones precolombinas, como el hecho de que los mayas hubiesen confeccionado un calendario mucho más exacto que el de Occidente, que empleaban el sistema vigesimal en matemáticas y usaban una escritura similar a los jeroglíficos egipcios, que en el incario construyeron terrazas y canales para la producción agrícola, que practicaban la trepanación de cráneos y tenían un sistema social que respetaba la comunidad colectiva de la tierra y donde todos los miembros de la comunidad colaboraban en la construcción de obras públicas. En síntesis, la maestra no hablaba de lo que los pueblos precolombinos fueron capaces, sino sólo de lo que no fueron capaces.

Cada 12 de octubre, al celebrar el “Día de la Raza en un acto cívico, el director de la escuela nos recordaba que en las naves de Cristóbal Colón y en las alforjas de los conquistadores llegó el pluralismo político, la libertad y la protección que se prodigó a los indígenas. Pero nadie nos recordaba que en esas mismas naves llegaron enfermedades mortales, y que en esas mismas alforjas, en las cuales trajeron la santa Inquisición, el crimen y el terror, se robaron el oro y la plata que fueron a dar en las arcas de los empresarios de Génova y Amberes, y que financió en Europa el barroco esplendor de las monarquías y el decisivo despegue del mercantilismo occidental.


 Más de medio milenio de discriminación y racismo

El director nos hablaba con admiración de la gesta de Cristóbal Colón y de la fe cristiana que nos inculcaron los conquistadores, pero nadie decía una palabra sobre las depredaciones y el arrasador genocidio cometido contra los indígenas; sobre las nuevas creencias y costumbres impuestas a sangre y fuego; y, lo que es más importante, sobre la marginación social y racial de indígenas y negros en las nuevas colonias, donde los criollos se convirtieron en los amos y señores de las tierras conquistadas, con derecho a gozar de ventajas y privilegios sociales y económicos, pero también con derecho a ser la clase dirigente; una suerte de supremacía del hombre blanco que, desde el 12 de octubre de 1492, se refleja en el racismo latente que habita en el subconsciente colectivo de América, donde no pocos indígenas y negros cambian de identidad: cambian de lengua, cambian de nombre y cambian de vestimenta, aunque el negro vestido de seda, negro se queda, y el indígena, así tenga el título de doctor y el apellido de europeo, sigue siendo indígena hasta la médula de los huesos.

Cuando terminé la escuela, comprendí que la verdad y la mentira de una misma historia dependía de la voz que la contaba, pues cuando empecé a leer la versión de los vencidos, de los de abajo, me di cuenta que el arribo de los europeos a tierras americanas fue una gesta sangrienta y que la religión cristiana, nacida como un instrumento de lucha a favor de los oprimidos, se convirtió en un instrumento opresor durante la conquista, que el llamado descubrimiento de Colón implicó el exterminio de vastas civilizaciones y que el 12 de octubre no era una fecha para celebrar sino para reflexionar.

Con todo, mi maestra nos enseñó el autodesprecio, como quien enseña a diferenciar lo blanco de lo negro, porque en sus lecciones hablaba peyorativamente del indígena -quizás con más crueldad que Pizarro y Cortés, y con menos compasión que Bartolomé de Las Casas y Vitoria- y porque los conocimientos que ella nos transmitía de los libros oficiales de historia no correspondía a la versión de los vencidos sino de los vencedores.

Desde entonces han pasado varios años, yo dejé de ser niño y ella dejó de existir. Pero lo que no puedo ya aceptar es el hecho de que se siga celebrando el 12 de octubre como el “Día de la Raza, a pesar de que nosotros, los mestizos de América, así nos veamos la cara en los espejos de Europa, no dejaremos de ser los hijos bastardos de la conquista, del despojo y la violación, como lo fueron los hijos de la Malinche en México y las hijas de Atahuallpa en el Perú.

Ahora bien, si aún nos queda un poco de sangre en la cara, tengamos el coraje de reconocer que lo único que heredamos en más de medio milenio de rapiña y colonización, es la vergüenza de ser lo que somos, esa pirámide social donde lo oscuro está en la base y lo claro en la cúspide, y donde el color de la piel y el apellido siguen siendo algunos de los factores que determinan la posición tanto social como económica del hombre americano.

viernes, 5 de octubre de 2012


YO MATÉ AL CHE

Cuando me tocó la orden de eliminar al Che, por decisión del alto mando militar boliviano, el miedo se instaló en mi cuerpo como desarmándome por dentro. Comencé a temblar de punta a punta y sentí ganas de orinarme en los pantalones. A ratos, el miedo era tan grande que no atiné sino a pensar en mi familia, en Dios y en la Virgen.  

Sin embargo, debo reconocer que, desde que lo capturamos en la quebrada del Churo y lo trasladamos a La Higuera, le tenía ojeriza y ganas de quitarle la vida. Así al menos tendría la enorme satisfacción de que por fin, en mi carrera de suboficial, dispararía contra un hombre importante después de haber gastado demasiada pólvora en gallinazos.

El día que entré en el aula donde estaba el Che, sentado sobre un banco, cabizbajo y la melena recortándole la cara, primero me eché unos tragos para recobrar el coraje y luego cumplir con el deber de enfriarle la sangre.

El Che, ni bien escuchó mis pasos acercándose a la puerta, se puso de pie, levantó la cabeza y lanzó una mirada que me hizo tambalear por un instante. Su aspecto era impactante, como la de todo hombre carismático y temible; tenía las ropas raídas y el semblante pálido por las privaciones de la vida en la guerrilla.

Una vez que lo tenía en el flanco, a escasos metros de mis ojos, suspiré profundo y escupí al suelo, mientras un frío sudor estalló en mi cuerpo. El Che, al verme nervioso, las manos aferradas al fusil M-2 y las piernas en posición de tiro, me habló serenamente y dijo: Dispara. No temas. Apenas vas a matar a un hombre.

Su voz, enronquecida por el tabaco y el asma, me golpeó en los oídos, al tiempo que sus palabras me provocaron una rara sensación de odio, duda y compasión. No entendía cómo un prisionero, además de esperar con tranquilidad la hora de su muerte, podía calmar los ánimos de su asesino.

Levanté el fusil a la altura del pecho y, acaso sin apuntar el cañón, disparé la primera ráfaga que le destrozó las piernas y lo dobló en dos, sin quejidos, antes de que la segunda ráfaga lo tumbara entre los bancos desvencijados, los labios entreabiertos, como a punto de decirme algo, y los ojos mirándome todavía desde el otro lado de la vida.

Cumplida la orden, y mientras la sangre cundía en la tierra apisonada, salí del aula dejando la puerta abierta a mi espalda. El estampido de los tiros se apoderó de mi mente y el alcohol corría por mis venas. Mi cuerpo temblaba bajo el uniforme verde olivo y mi camisa moteada se impregnó de miedo, sudor y pólvora.

Desde entonces han pasado muchos años, pero yo recuerdo el episodio como si fuera ayer. Lo veo al Che con la pinta impresionante, la barba salvaje, la melena ensortijada y los ojos grandes y claros como la inmensidad de su alma.

La ejecución del Che fue la zoncera más grave en mi vida y, como comprenderán, no me siento bien, ni a sol ni a sombra. Soy un vil asesino, un miserable sin perdón, un ser incapaz de gritar con orgullo: ¡Yo maté al Che!. Nadie me lo creería, ni siquiera los amigos, quienes se burlarían de mi falsa valentía, replicándome que el Che no ha muerto, que está más vivo que nunca.

Lo peor es que cada 9 de octubre, apenas despierto de esta horrible pesadilla, mis hijos me recuerdan que el Che de América, a quien creía haberlo matado en la escuelita de La Higuera, es una llama encendida en el corazón de la gente, porque correspondía a esa categoría de hombres cuya muerte les da más vida de la que tenían en vida.

De haber sabido esto, a la luz de la historia y la experiencia, me hubiese negado a disparar contra el Che, así hubiera tenido que pagar el precio de la traición a la patria con mi vida. Pero ya es tarde, demasiado tarde...

A veces, de sólo escuchar su nombre, siento que el cielo se me viene encima y el mundo se hunde a mis pies precipitándose en un abismo. Otras veces, como me sucede ahora, no puedo seguir escribiendo; los dedos se me crispan, el corazón me golpea por dentro y los recuerdos me remuerden la conciencia, como gritándome desde el fondo de mí mismo: ¡Asesino!.

Por eso les pido a ustedes terminar este relato, pues cualquiera que sea el final, sabrán que la muerte moral es más dolorosa que la muerte física y que el hombre que de veras murió en La Higuera no fue el Che, sino yo, un simple sargento del ejército boliviano, cuyo único mérito -si acaso puede llamarse mérito- es haber disparado contra la inmortalidad.

Imagen:

Che, pintura de Agustín García-Espina Martínez

lunes, 1 de octubre de 2012


LAS MAGNÍFICAS CREACIONES DE MIRO COCA LORA

Este blog personal de Miro Coca Lora es una verdadera fiesta para los aficionados a las artes visuales. En todas sus secciones, ordenadas por categorías y alto sentido estético, destaca la impronta de quien, con la fuerza de la imaginación y creatividad, logra resultados que conmueven y convocan a la reflexión debido a su gran valor artístico.

Miro Coca Lora, inspirado por las criaturas de su fuero interno, se funde con sus temas y personajes en cada una de sus creaciones, pero con un toque personal que tiende a explayar las técnicas y los recursos más variados en el ámbito de la pintura, la fotografía y el videoclip. No cabe duda de que estamos ante un artista que ha encontrado un lenguaje propio, que pone de manifiesto su sensibilidad para combinar las luces, las sombras y los acordes musicales.

Los temas son tan variados, que el espectador parece tener ante sus ojos un magnífico caleidoscopio, donde las figuras, los paisajes, rasgos, detalles y colores, dan la sensación de convivir en un escenario en el cual reina el dinamismo y la armonía, aunque en algunos cuadros, fotografías y videoclips se ensaya una pirotecnia de colores que deslumbran la vista e irradian la mente del espectador.

Estas creaciones, vistas desde cualquier ángulo, resultan ser una suerte de desafío contra la lógica y el racionalismo, porque muestran un entorno donde el surrealismo y la fantasía forman una perfecta mancuerna, que induce a contemplar un territorio imaginado por el artista, quien está consciente de que cada cuadro, fotografía y videoclip debe ser una criatura del alma, capaz de transmitir los pensamientos y sentimientos de su creador. En este sentido, Miro Coca Lora es un artista a carta cabal. Ahora sólo falta que sean cada día más los espectadores que lo descubran. Ojalá este blog personal ayude a difundir esta obra en la que se funden la pasión, la creatividad y el amor por el arte.

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