lunes, 22 de octubre de 2012


PRESENTARÁN CUENTOS DE LA MINA 
EN LA CIUDAD DE EL ALTO


El próximo martes 30 de octubre, en el Auditorio del Sistema de Archivo de la COMIBOL, ubicado en la ciudad de El Alto (Calleja Del Archivero, No. 100, zona Ferropetrol, al lado de la Fuerza Aérea Boliviana), se presentará a las 16:00 hrs. el libro Cuentos de la mina, la exitosa obra del escritor Víctor Montoya, quien retornó al país después de treinta cuatro años de ausencia.

El acto, que se desarrollará en el marco del programa de conmemoración de los sesenta  años de la nacionalización de las minas, cuyo Decreto se firmó el 31 de octubre de 1952 en la población de Catavi, está auspiciado por el Archivo Histórico de la Minería de COMIBOL y contará con la presencia de destacadas personalidades del ámbito cultural, social y político.

La presentación y los comentarios estarán a cargo del líder minero Edgar Ramírez, ex ejecutivo de la Central Obrera Boliviana (COB), Director de los Archivos Históricos de la Minería Nacional y del Sistema de Archivo de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), y de Luis Oporto Ordóñez, historiador, archivista y Director de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional.

El autor del libro, consciente de la importancia que reviste esta presentación en la ciudad de El Alto, manifestó su agradecimiento a las personas implicadas en la preparación de este evento que, una vez más, pondrá de relieve a la literatura minera en el contexto de la literatura nacional.

El eje temático del libro

Cuentos de la mina, compuesto por 25 relatos de extensión variada, es un regio escaparate donde se exponen las vertientes más fascinantes del mundo minero, cuyas creencias están vinculadas tanto al paganismo de las culturas ancestrales como a la religión católica llegada de allende los mares. El libro, además de contar con el prólogo del español Benigno Delmiro Coto, está ilustrado con fotografías de Jean-Claude Wicky, Stanislas de Lafon, Barbara Lindell, Christopher Hines, Joson Devit y Manuel L. Acosta, entre otros.

En Cuentos de la mina, como en toda obra de creación literaria, se explayan las modernas técnicas narrativas, a partir de un eje temático que pone en primera plana las aventuras y desventuras del Tío de la mina; un personaje que simboliza el sincretismo religioso y el mestizaje cultural desde la época de la colonia.

El Tío de la mina, cuya imagen diabólica está esculpida en las galerías, está considerado como el guardián de las riquezas minerales y el amo de los trabajadores del subsuelo, y así como concede gracias a quienes le rinden tributo con afecto y devoción, es también implacable y cruel con quienes lo ignoran o se burlan de él.

A la pregunta formulada por una periodista: ¿Por qué, en su visión rescata al Tío como personaje principal de las minas y no así al minero como tal?, Víctor Montoya contestó de manera concluyente: Porque quería diferenciarme de los escritores que cultivaron y cultivan la literatura del llamado ‘realismo social’, donde se habla de los triunfos y las derrotas del proletariado minero. Hay muchas obras, tanto en el género del cuento como de la novela, en las que se retrata al indígena que se proletariza, al minero sindicalizado que se enfrentó, primero, contra la oligarquía minero-feudal y, después, contra los gobiernos nacionalistas y neoliberales, en aras de conquistar sus reivindicaciones socioeconómicas. Lo que yo hice, a diferencia de estos escritores de la literatura minera, fue rescatar los mitos y las leyendas que existen en la tradición oral de los Andes, donde se siente con todo su vigor la mitología del Tío de la mina; un ser ambivalente, mitad dios y mitad demonio. De modo que mis cuentos, más que narrar la realidad social del minero, recrean la figura del Tío desde una perspectiva del realismo mágico o fantástico, que forma parte de la cosmovisión andina, con una fuerte presencia de las creencias y supersticiones de las culturas ancestrales.   

No cabe duda de que este libro, a lo largo de sus 183 páginas, rescata, con una prosa ágil y verosímil, el imaginario popular en torno a la mitología del Tío, y, por eso mismo, es diferente a la narrativa tradicional de la literatura minera, en la cual, de un modo general y casi por antonomasia, confluyen las historias en lo mismo: la tragedia, las injusticias sociales y las luchas reivindicativas del movimiento sindical.

Por otro lado, en cada uno de los cuentos es fácil identificar los atributos que identifican a la mina: el ulular de la sirena; un elemento que, junto a la jaula, los rieles, los vagones y las maquinarias, es tan importante como el casco de protección, el overol, las botas y la lámpara en la faena de la mina, donde la oscuridad, la humedad, los gases y los derrumbes, son otros de los elementos descritos de manera magistral en “Cuentos de la mina”.

El autor del libro, reconocido por su fecunda labor literaria tanto a nivel nacional como internacional, confesó que escribió estos cuentos a partir de sus vivencias personales y la estrecha relación que mantuvo con los mineros en el norte de Potosí, donde muchos de sus familiares fueron trabajadores del subsuelo. Conoce esa realidad dantesca desde que tiene uso de razón y se considera orgullosamente un hijo de entrañas mineras.


Opiniones sobre Cuentos de la mina

“Leer Cuentos de la Mina significa sumergirse en el mundo sincrético de las creencias mineras de Bolivia. Los textos, como si fueran galerías de una mina, se van adentrando en las diferentes actualizaciones del sincretismo religioso que supone la figura y leyenda del Tío, así como su significación para los mineros. En estos textos, caracterizados por un decidido tratamiento de la materia narrativa, el lector se enfrenta a lo que ya va siendo una constante en la narrativa de Montoya: el distanciamiento del narrador, la precisión, a veces la crudeza de estirpe casi naturalista, con el que se describen hechos violentos o tremendos, al mismo tiempo que la resolución de la trama opera en un registro de modulaciones mágicas, de manera que más que hablar de realismo mágico podríamos hablar de naturalismo mágico en estos relatos” (Leonardo Rossiello).

Cuentos de la mina vendría a ser una especie de biografía del Tío, es un libro que con sus relatos fascinantes, sus minuciosas descripciones en un lenguaje fluido, en ocasiones poético, y sus ilustraciones, constituyen un valioso aporte al conocimiento de las creencias, mitos, ritos y leyendas que desde siglos sustentan el mundo de los trabajadores mineros” (Giancarla de Quiroga).

“El maravilloso libro de Víctor Montoya, Cuentos de la mina, aclara desde la literatura todo aquello que los historiadores no podemos captar con la sencillez e inmediatez que es tan propia de los escritores de raza. Y Montoya ha probado sobradamente que lo es. En su obra, sin teorías venidas de otros oficios, el autor recrea con naturalidad el imaginario del minero boliviano a través de una serie de cuentos en donde quedan plasmadas las desdichas y esperanzas de ese colectivo humano utilizando como marco de encuadre a uno de los personajes más emblemáticos del sincretismo americano: El Tío de la Mina, dueño sobrenatural y soberano absoluto de la oscuridad y sus riquezas” (Fernando Jorge Soto Roland).

“Víctor Montoya rescata prolijamente las tradiciones y leyendas de la mina y se convierte en un cronista del mundo fantástico que emerge del socavón. Sus relatos son metáforas sobre la existencia fantasmal que se atribuye a los mineros más empobrecidos, muertos en vida por la silicosis y la ausencia de horizonte. Sin haber tenido la vivencia de penetrar en la mina es difícil describir con tanta propiedad esa sensación de ahogo, de oscuridad absoluta y de humedad sexual que se respira en los socavones” (Alfonso Gumucio Dagron).

“Este libro es el fiel reflejo del pensamiento, los sentimientos, usos y costumbres que caracterizan a las poblaciones mineras bolivianas y su entorno físico andino, ya que los hechos en él relatados, se desarrollan en los centros mineros de Siglo XX, Potosí y Oruro, en cuanto a las manifestaciones mitológicas y legendarias que dan origen a acontecimientos culturales de extraordinaria magnitud, como el Carnaval de Oruro y los ritos litúrgicos propios de una religión ecléctica que rige en América desde el desenlace de la dominación española” (Alberto Guerra Gutiérrez)

Datos del autor en las solapas del libro

Víctor Montoya nació en La Paz, el 21 de junio de 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivió desde su infancia en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, donde conoció el sufrimiento humano y compartió la lucha de los trabajadores del subsuelo, cuyas grandezas y tragedias, profundamente ligadas al realismo mágico y mítico de las culturas ancestrales, se reflejan vehemente en una de las facetas más vitales de su obra literaria.

Estudió la primaria en la escuela Jaime Mendoza, el ciclo intermedio en el Colegio Junín y la secundaria en el Colegio Primero de Mayo. Fue testigo de la masacre de San Juan en 1967 y dirigente estudiantil hasta mediados de 1976, año en que la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, que asaltó el poder en agosto de 1971, lo persiguió por sus actividades políticas. Permaneció clandestino en el interior de la mina y en una casa de seguridad en la ciudad de Oruro, donde cayó a merced de las fuerzas represivas junto a un grupo de dirigentes mineros.

Estuvo preso en el Panóptico Nacional de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Viacha-Chonchocoro. Durante su cautiverio, burlando la vigilancia de los guardias, escribió su libro de testimonio Huelga y represión, cuyas páginas se filtraron por los sistemas de control gracias a la valiente y decidida cooperación de su madre, quien lo visitaba en la cárcel cada vez que las autoridades de gobierno se lo permitían.

En 1977, luego de una campaña de Amnistía Internacional, que reclamó por su libertad y lo adoptó como a uno de sus “presos de conciencia”, fue sacado de la prisión por un piquete de agentes y conducido directamente al aeropuerto de El Alto, desde donde fue exiliado a Suecia, como la mayoría de los refugiados latinoamericanos que fueron expulsados de sus países tras el advenimiento de las dictaduras militares.

En Estocolmo, donde fijó su residencia, trabajó en una biblioteca municipal coordinando proyectos culturales, impartió lecciones de idioma quechua y dirigió Talleres de Literatura. Cursó estudios de pedagogía en el Instituto Superior de Profesores y ejerció la docencia durante varios años.

En su extensa obra, que abarca el género de la novela, el cuento, el ensayo y la crónica periodística, destacan: Huelga y represión (1979), Días y noches de angustia (1982), Cuentos violentos (1991), El laberinto del pecado (1993), El eco de la conciencia (1994), Antología del cuento latinoamericano en Suecia (1995), Palabra encendida (1996), El niño en el cuento boliviano (1999), Cuentos de la mina (2000), Entre tumbas y pesadillas (2002), Fugas y socavones (2002), Literatura infantil: Lenguaje y fantasía (2003), Poesía boliviana en Suecia (2005), Retratos (2006) y Cuentos en el exilio (2008).

Dirigió las revistas literarias PuertAbierta y Contraluz. Es miembro de la Sociedad de Escritores Suecos y del PEN-Club Internacional. Dictó conferencias en China, España, Alemania, Suecia, Francia, México, Venezuela, Estados Unidos y otros países. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías internacionales. Está considerado por la crítica especializada como uno de los principales impulsores de la moderna literatura boliviana. Obtuvo el primer Premio Nacional de Cuento en la UTO, Bolivia, 1984; el Premio de Cuento Breve del Semanario Liberación, Suecia, 1988; el primer premio de Cuento de Escritores de la Escania, Suecia, 1993; fue uno de los ganadores del Concurso Internacional “Sexto Continente del Relato Erótico”, convocado por Radio Exterior de España (2010). Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.

jueves, 18 de octubre de 2012



La fabulosa crónica de Víctor Montoya, hecha con el realismo mágico de la mitología minera, es la mejor expresión del sincretismo religioso en los Andes, donde la impresionante figura del Tío se amalgama con la danza de los diablos en el Carnaval de Oruro. El vídeoclip fue producido por Miro Coca Lora en Estocolmo, noviembre, 2009.

domingo, 14 de octubre de 2012


EL IMAGINARIO POPULAR EN CUENTOS DE LA MINA

Los Cuentos de la mina están escritos con el furor del alma y los sentimientos del corazón, a partir de la relación estrecha que mantuve desde niño con los mineros en el norte de Potosí, donde muchos de mis parientes fueron trabajadores del subsuelo. Conozco esa realidad dantesca y fascinante desde que tengo memoria. Soy hijo de entrañas mineras y uno de sus cronistas de época.

Me he dedicado a escribir sobre las minas y sus asuntos desde hace más de tres décadas. Mi primera novela, El laberinto del pecado, publicada en 1983, está también contextualizada en una población minera, con temas y personajes de Llallagua, Catavi y Siglo XX. De modo que mi interés por rescatar los mitos, ritos y leyendas, que rondan por los campamentos mineros, nació desde el día en que me hice escritor de cuentos tristes y fantásticos.

Sin embargo, dispuesto a desmarcarme de la literatura entroncada en el llamado realismo social, tuve desde un principio la idea de crear y recrear los elementos mágicos y míticos que no fueron contemplados en los cuentos ni en las novelas de los autores que dedicaron su tiempo y energía a describir los triunfos y las derrotas del proletariado minero desde una perspectiva sociopolítica que, en mi opinión, los llevó a balancearse sobre una cuerda floja entre el panfleto literario y la literatura como obra de arte.   

Lo que yo hice, a diferencia de estos escritores de la narrativa minera, fue adentrarme en la tradición oral de los Andes, donde la mitología del Tío, mitad dios y mitad demonio, vibra en las quebradas de la cordillera con todo su poder de sugerencia. De modo que mis cuentos, más que retratar la tragedia social de los mineros, rescatan la figura del Tío desde una visión del realismo fantástico, que es parte y arte de la cosmovisión andina, donde los mineros, en su mayoría de ascendencia indígena y mentalidad proclive a las supersticiones, cuentan de generación en generación y de boca en boca una serie de consejas nacidas del imaginario popular.

De hecho, la vida cotidiana de los pobladores del altiplano está atravesada transversalmente por los mitos y las leyendas de las culturas originarias; creencias, tradiciones y costumbres que durante la colonia fueron avasalladas por los conquistadores, pero que no sucumbieron en la memoria colectiva, que supo conservarlas en la tradición oral, aunque disfrazándolas, a manera de protección, con las tradiciones judeocristianas. Con el correr del tiempo, del mismo seno de este encuentro histórico, surgió un peculiar sincretismo religioso que puso de relieve el mestizaje de dos culturas: la indígena y la occidental, que en un principio eran diametralmente opuestas.

Ahora tengo la extraña sensación de que mis Cuentos de la mina, que explayan un estilo acorde con las nuevas corrientes literarias, en las cuales destacan la autenticidad, la sencillez y la belleza, harán que los mitos y las leyendas sobre el Tío se universalicen. No es casual que esta obra esté siendo traducida a varios idiomas para que los lectores de otros países conozcan algo más del mundo mágico y secreto atrapado entre las montañas del macizo andino, donde reina el Tío en el vientre de la Pachamama, como un verdadero soberano de las tinieblas.

En los Cuentos de la mina, por razones de lógica formal, incluí también otros elementos culturales que están ligados a las tradiciones y los ritos ancestrales, como la ch’alla y la wilancha, una ceremonia que consiste en sacrificar una llama blanca para luego, en actitud de ofrenda y gratitud, rociar con su sangre a la Pachamama y el paraje del Tío. Relato también la leyenda de la coca, el mito de las cuatro plagas que Wari lanzó como venganza y castigo contra los urus, cerca del lago Poopó, y cuento todo lo referente al fastuoso Carnaval de Oruro, donde los mineros, desde la época de la colonia, se disfrazan de Tíos -o de diablos-, para bailarle su diablada a una virgen católica como es la Candelaria o Virgen del Socavón. 

Debo confesar que desde mi más tierna infancia escuché una serie de relatos relacionados con el Tío de la mina; un ser ambivalente entre lo sagrado y lo profano, entre lo celestial y lo demoniaco, que corresponde al sincretismo religioso entre la tradición católica y el paganismo ancestral, y representa al dios y al diablo que habita en los tenebrosos socavones, donde los mineros, en sumisa veneración, le rinden pleitesía y le ofrendan hojas de coca, cigarrillos y aguardiente, a tiempo de congraciarse con él, a quien se lo considera el dueño absoluto de las riquezas minerales y el amo de los trabajadores del subsuelo.

Desde tiempos inmemoriales se sabe que entre las divinidades que conforman el mundo religioso indígena está el Supay o Supaya, la divinidad del Ukhu pacha o Manqha pacha (mundo de abajo), encargada de guardar las riquezas minerales, proteger a los animales silvestres, dirigir las corrientes de aguas subterráneas y hacer germinar las semillas para dar de comer a los hijos de la divinidad andina que no se ve pero domina en el reino de los vivos: la Pachamama.

La Pachamama, proveedora de vida y alimentos, encierra en su vientre los recovecos telúricos donde habita el Tío, que es el único amo y señor de los filones de estaño. En el interior de la mina es donde mejor se expresa la mitología temible y maravillosa de este ser hecho de realidad y fantasía, que se aparece omnipresente, omnipotente, entre las luces y sombras de las galerías, entre el ruido monótono de la ch’aka (gotera) y el silencio insondable de los parajes más alejados de la bocamina.

Cuentos de la mina es, asimismo, la revelación de mi subconsciente, en cuyo pozo sobrevivió por muchos años este personaje que, como si fuese mi propia sombra, se me aparece por doquier, incluso en los sueños y las pesadillas, donde me lo encuentro cada vez, exigiéndome que lo convierta en el personaje principal de mi mundo literario. De modo que este libro, como cualquier criatura del alma, brotó de una manera natural entre mis proyectos literarios y el Tío de la mina acabó constituyéndose en uno de los personajes más significativos de la narrativa minera.


 Él forma parte de mi vida y obra, porque caló hondo en mi memoria desde el día en que mi abuelo, por primera vez, me refirió la leyenda del Tío, mientras dormía a sus pies una noche en que se desató una tormenta en la cordillera de los Andes, haciendo que los truenos enciendan la noche como luces de bengala y las ráfagas impetuosas del aguacero desvíen el curso de los ríos. Fue entonces cuando mi abuelo, con una voz pausada y sugestiva, pronunció las siguientes palabras: Dicen que el diablo llegó a las minas una noche de tormenta. Esta frase bastó para comprender, entre la curiosidad y el espanto, que el diablo al cual se refería mi abuelo era el mismísimo Tío de la mina, cuya estatuilla diabólica, recubierta con arcilla y cuarzo por los mismos trabajadores, vi años después en una de las galerías principales de la mina de Siglo XX.

El Tío estaba sentado en su trono de roca, con el cuerpo monstruosamente deformado, el miembro largo, grueso y erecto, los ojos redondos como canicas, las cejas sobresalientes, la nariz prominente, las barbas de chivo, las orejas de asno, los cuernos retorcidos y los labios entreabiertos para recibir los cigarrillos. Me quedé estupefacto ante su aspecto terriblemente grotesco y, entre el asombro y la meditación, asumí la idea de que este personaje, que inspira un natural respeto y vive en reciprocidad con los mineros, no me dejaría ya vivir en paz por el resto de mis días.

La estatuilla del Tío, vista desde cualquier ángulo y en cualquier galería, constituye una verdadera obra de arte, una imagen esculpida por las callosas manos de los mineros. Ellos la erigen a su imagen y semejanza, para luego rendirle tributo, sentados a su alrededor a la usanza de los mitayos de la colonia. La estatuilla del Tío varía de paraje a paraje y de mina a mina, como los materiales que se usan en su construcción; mientras unas son talladas en el mismo lugar, como la normal prolongación de la roca, otras son figuras hechas con cemento y estructuras metálicas, dependiendo del nivel de temperatura y humedad ambiental en la galería. En algunas minas, su cuerpo desnudo está adornado con mixturas y serpentinas de pies a cabeza; en tanto en otras llevan un atuendo de diablo, que los muestra en toda su plenitud, como a la perfecta iconografía revelada por el mundo bíblico. Al pie del Tío están esparcidas las botellas de aguardiente, las hojas de coca y las colillas de los cigarrillos, que los mineros le ofrendan en actitud de veneración y agradecimiento.

El Tío de la mina, según la concepción antropológica, es una de las deidades más importantes de la cosmovisión andina, no sólo porque se lo considera uno de los fecundadores de la Pachamama, sino también porque en él depositan los mineros todas sus esperanzas. Le ruegan que los proteja de los peligros y les muestre el mejor filón de estaño. En este sentido, el Tío de mis cuentos, aunque posee las mismas características que el Lucifer de las Sagradas Escrituras, pervive en la imaginación de los mineros como un ser benefactor cuando se lo trata con respeto y cariño, pero también como un ser cruel y vengativo cuando no se le honra con ofrendas para saciar su sed y su hambre. El Tío tiene la potestad de premiar y castigar a quien ingresa en su reino o en las oquedades del Ukhu Pacha o Manqha Pacha (mundo de abajo).

El Tío, por otro lado, tiene un significado profundo en nuestra cultura y es el que mejor simboliza el subconsciente de los humanos, que están hechos de un puñado de virtudes y otro puñado de defectos, ya que en el subconsciente de cada individuo habita la bondad pero también la maldad. Así que el Tío, al ser dios y diablo a la vez, es la fusión perfecta entre el bien y el mal, y posee todos los atributos que necesita un personaje literario

Por ahora, lo único que me ronda en la cabeza es la idea de seguir escribiendo en torno a las aventuras y desventuras del Tío, con la misma pasión y entrega que estos cuentos requieren durante el proceso de creación literaria; más todavía, tengo en preparación una serie de diálogos que durante años sostuve con el Tío sobre los más diversos temas que encandilan la mente de los humanos. Se trata nada más ni nada menos que de las sabias lecciones de un aprendiz de diablo. Culminado este proyecto, y muy a pesar de los pesares, quisiera dejarlo vivir en paz al Tío, recluido en las galerías más profunda de la mina, y yo dedicarme a crear otras obras que ventilen mi imaginación y me devuelvan la serenidad perdida, aunque no sé si esto será posible, pues al Tío lo tengo metido en el cuerpo y alma como a un clavo atravesado de lado a lado.

Imágenes:

1. Los mineros en el paraje del Tío
2. Víctor Montoya junto al Tío Jorge en el Cerro de Potosí

jueves, 11 de octubre de 2012



REFLEXIONES EN TORNO AL 12 DE OCTUBRE


El mito del hombre blanco


Recuerdo que cuando era niño e indocumentado, pensaba que el 12 de octubre era el día de los americanos y que Cristóbal Colón, ese personaje de piel blanca y jubón de seda, era una especie de Indiana Jones. Pero me entró la duda cuando mis compañeros de clase empezaron a cambiarse el apellido, pues el Mamani se convirtió en Maisman, el Quispe en Quisbert y el Condori en Condorset. De modo que empecé a buscar la causa de esa extraña metamorfosis, hasta que la encontré en mis libros de texto.

El Almirante de la Mar Océana, Virrey de las tierras del Nuevo Mundo, Adelantado y Gobernador, que no era de Génova ni de Portugal, pero tampoco de España, aparecía en la ilustración postrado de rodillas, la mirada tendida en el ancho cielo, como agradeciendo a Dios por seguir con vida tras una larga y fatigosa travesía. Aunque no tenía casco ni armadura, llevaba en una mano el pendón real y en la otra una espada con guarnición y gavilán. Detrás de él se veían las tres carabelas flotando entre el cielo y el mar, mientras en la costa de Guanahaní, que parecía un paraíso sin serpientes ni pecados, asomaban los indígenas de piel cobriza, torsos desnudos y miradas de pasmo y de temor.

Mi maestra, que tenía la nariz aguileña y los pómulos prominentes como las ñustas del imperio incaico, era la primera en transmitirnos la versión oficial de los vencedores. Nos explicaba que Cristóbal Colón representaba al hombre civilizado, cuya destreza física y mental lo llevó a descubrir los misterios del océano y a encontrar pueblos que vivían en el atraso y la ignorancia. Yo la creía como el feligrés le cree al cura, sin saber que en la escuela se nos enseñaba el mito del hombre blanco, y que mi maestra, indígena por los cuatro costados, hablaba con la voz prestada de los hombres sedientos de sangre y de riquezas, pues lo que ella llamaba el “Día de la Raza, en realidad, era el día contra la raza ‑contra su propia raza‑, aparte de que en América, desde el Canadá hasta el Cabo de Hornos, nada volvió a ser lo mismo desde aquel fatídico 12 de octubre de 1492.


Las dos caras de la conquista

Años después, leyendo un libro de historietas, me informé de que Hernán Cortés por el norte y Francisco Pizarro por el sur se lanzaron a conquistar las tierras bautizadas con el nombre de Américo Vespucio y no de Cristóbal Colón, quien murió en el olvido y sin saber que abrió las puertas de un continente desconocido, donde algunos creían haber encontrado el paraíso terrenal, como el jesuita León Pinelo, quien, en el siglo XVIII y en un trabajo de erudición, intentó demostrar que el Paraná, con el Orinoco, el Amazonas y el San Francisco eran los cuatro ríos sagrados que, según las Sagradas Escrituras, nacían del Paraíso.

La conquista fue un hecho inevitable -decía la maestra-, porque implicó la victoria de la civilización sobre la barbarie. Los hombres blancos traían consigo el adelanto: la Biblia, la pólvora, las armas de fuego, los instrumentos de navegación, la economía mercantilista, el hierro, la rueda y otros, mientras los indígenas seguían luciendo tocados de plumas en la cabeza y profesando religiones bárbaras. Pero lo que la maestra no mencionaba era el florecimiento cultural y científico de las civilizaciones precolombinas, como el hecho de que los mayas hubiesen confeccionado un calendario mucho más exacto que el de Occidente, que empleaban el sistema vigesimal en matemáticas y usaban una escritura similar a los jeroglíficos egipcios, que en el incario construyeron terrazas y canales para la producción agrícola, que practicaban la trepanación de cráneos y tenían un sistema social que respetaba la comunidad colectiva de la tierra y donde todos los miembros de la comunidad colaboraban en la construcción de obras públicas. En síntesis, la maestra no hablaba de lo que los pueblos precolombinos fueron capaces, sino sólo de lo que no fueron capaces.

Cada 12 de octubre, al celebrar el “Día de la Raza en un acto cívico, el director de la escuela nos recordaba que en las naves de Cristóbal Colón y en las alforjas de los conquistadores llegó el pluralismo político, la libertad y la protección que se prodigó a los indígenas. Pero nadie nos recordaba que en esas mismas naves llegaron enfermedades mortales, y que en esas mismas alforjas, en las cuales trajeron la santa Inquisición, el crimen y el terror, se robaron el oro y la plata que fueron a dar en las arcas de los empresarios de Génova y Amberes, y que financió en Europa el barroco esplendor de las monarquías y el decisivo despegue del mercantilismo occidental.


 Más de medio milenio de discriminación y racismo

El director nos hablaba con admiración de la gesta de Cristóbal Colón y de la fe cristiana que nos inculcaron los conquistadores, pero nadie decía una palabra sobre las depredaciones y el arrasador genocidio cometido contra los indígenas; sobre las nuevas creencias y costumbres impuestas a sangre y fuego; y, lo que es más importante, sobre la marginación social y racial de indígenas y negros en las nuevas colonias, donde los criollos se convirtieron en los amos y señores de las tierras conquistadas, con derecho a gozar de ventajas y privilegios sociales y económicos, pero también con derecho a ser la clase dirigente; una suerte de supremacía del hombre blanco que, desde el 12 de octubre de 1492, se refleja en el racismo latente que habita en el subconsciente colectivo de América, donde no pocos indígenas y negros cambian de identidad: cambian de lengua, cambian de nombre y cambian de vestimenta, aunque el negro vestido de seda, negro se queda, y el indígena, así tenga el título de doctor y el apellido de europeo, sigue siendo indígena hasta la médula de los huesos.

Cuando terminé la escuela, comprendí que la verdad y la mentira de una misma historia dependía de la voz que la contaba, pues cuando empecé a leer la versión de los vencidos, de los de abajo, me di cuenta que el arribo de los europeos a tierras americanas fue una gesta sangrienta y que la religión cristiana, nacida como un instrumento de lucha a favor de los oprimidos, se convirtió en un instrumento opresor durante la conquista, que el llamado descubrimiento de Colón implicó el exterminio de vastas civilizaciones y que el 12 de octubre no era una fecha para celebrar sino para reflexionar.

Con todo, mi maestra nos enseñó el autodesprecio, como quien enseña a diferenciar lo blanco de lo negro, porque en sus lecciones hablaba peyorativamente del indígena -quizás con más crueldad que Pizarro y Cortés, y con menos compasión que Bartolomé de Las Casas y Vitoria- y porque los conocimientos que ella nos transmitía de los libros oficiales de historia no correspondía a la versión de los vencidos sino de los vencedores.

Desde entonces han pasado varios años, yo dejé de ser niño y ella dejó de existir. Pero lo que no puedo ya aceptar es el hecho de que se siga celebrando el 12 de octubre como el “Día de la Raza, a pesar de que nosotros, los mestizos de América, así nos veamos la cara en los espejos de Europa, no dejaremos de ser los hijos bastardos de la conquista, del despojo y la violación, como lo fueron los hijos de la Malinche en México y las hijas de Atahuallpa en el Perú.

Ahora bien, si aún nos queda un poco de sangre en la cara, tengamos el coraje de reconocer que lo único que heredamos en más de medio milenio de rapiña y colonización, es la vergüenza de ser lo que somos, esa pirámide social donde lo oscuro está en la base y lo claro en la cúspide, y donde el color de la piel y el apellido siguen siendo algunos de los factores que determinan la posición tanto social como económica del hombre americano.

viernes, 5 de octubre de 2012


YO MATÉ AL CHE

Cuando me tocó la orden de eliminar al Che, por decisión del alto mando militar boliviano, el miedo se instaló en mi cuerpo como desarmándome por dentro. Comencé a temblar de punta a punta y sentí ganas de orinarme en los pantalones. A ratos, el miedo era tan grande que no atiné sino a pensar en mi familia, en Dios y en la Virgen.  

Sin embargo, debo reconocer que, desde que lo capturamos en la quebrada del Churo y lo trasladamos a La Higuera, le tenía ojeriza y ganas de quitarle la vida. Así al menos tendría la enorme satisfacción de que por fin, en mi carrera de suboficial, dispararía contra un hombre importante después de haber gastado demasiada pólvora en gallinazos.

El día que entré en el aula donde estaba el Che, sentado sobre un banco, cabizbajo y la melena recortándole la cara, primero me eché unos tragos para recobrar el coraje y luego cumplir con el deber de enfriarle la sangre.

El Che, ni bien escuchó mis pasos acercándose a la puerta, se puso de pie, levantó la cabeza y lanzó una mirada que me hizo tambalear por un instante. Su aspecto era impactante, como la de todo hombre carismático y temible; tenía las ropas raídas y el semblante pálido por las privaciones de la vida en la guerrilla.

Una vez que lo tenía en el flanco, a escasos metros de mis ojos, suspiré profundo y escupí al suelo, mientras un frío sudor estalló en mi cuerpo. El Che, al verme nervioso, las manos aferradas al fusil M-2 y las piernas en posición de tiro, me habló serenamente y dijo: Dispara. No temas. Apenas vas a matar a un hombre.

Su voz, enronquecida por el tabaco y el asma, me golpeó en los oídos, al tiempo que sus palabras me provocaron una rara sensación de odio, duda y compasión. No entendía cómo un prisionero, además de esperar con tranquilidad la hora de su muerte, podía calmar los ánimos de su asesino.

Levanté el fusil a la altura del pecho y, acaso sin apuntar el cañón, disparé la primera ráfaga que le destrozó las piernas y lo dobló en dos, sin quejidos, antes de que la segunda ráfaga lo tumbara entre los bancos desvencijados, los labios entreabiertos, como a punto de decirme algo, y los ojos mirándome todavía desde el otro lado de la vida.

Cumplida la orden, y mientras la sangre cundía en la tierra apisonada, salí del aula dejando la puerta abierta a mi espalda. El estampido de los tiros se apoderó de mi mente y el alcohol corría por mis venas. Mi cuerpo temblaba bajo el uniforme verde olivo y mi camisa moteada se impregnó de miedo, sudor y pólvora.

Desde entonces han pasado muchos años, pero yo recuerdo el episodio como si fuera ayer. Lo veo al Che con la pinta impresionante, la barba salvaje, la melena ensortijada y los ojos grandes y claros como la inmensidad de su alma.

La ejecución del Che fue la zoncera más grave en mi vida y, como comprenderán, no me siento bien, ni a sol ni a sombra. Soy un vil asesino, un miserable sin perdón, un ser incapaz de gritar con orgullo: ¡Yo maté al Che!. Nadie me lo creería, ni siquiera los amigos, quienes se burlarían de mi falsa valentía, replicándome que el Che no ha muerto, que está más vivo que nunca.

Lo peor es que cada 9 de octubre, apenas despierto de esta horrible pesadilla, mis hijos me recuerdan que el Che de América, a quien creía haberlo matado en la escuelita de La Higuera, es una llama encendida en el corazón de la gente, porque correspondía a esa categoría de hombres cuya muerte les da más vida de la que tenían en vida.

De haber sabido esto, a la luz de la historia y la experiencia, me hubiese negado a disparar contra el Che, así hubiera tenido que pagar el precio de la traición a la patria con mi vida. Pero ya es tarde, demasiado tarde...

A veces, de sólo escuchar su nombre, siento que el cielo se me viene encima y el mundo se hunde a mis pies precipitándose en un abismo. Otras veces, como me sucede ahora, no puedo seguir escribiendo; los dedos se me crispan, el corazón me golpea por dentro y los recuerdos me remuerden la conciencia, como gritándome desde el fondo de mí mismo: ¡Asesino!.

Por eso les pido a ustedes terminar este relato, pues cualquiera que sea el final, sabrán que la muerte moral es más dolorosa que la muerte física y que el hombre que de veras murió en La Higuera no fue el Che, sino yo, un simple sargento del ejército boliviano, cuyo único mérito -si acaso puede llamarse mérito- es haber disparado contra la inmortalidad.

Imagen:

Che, pintura de Agustín García-Espina Martínez

lunes, 1 de octubre de 2012


LAS MAGNÍFICAS CREACIONES DE MIRO COCA LORA

Este blog personal de Miro Coca Lora es una verdadera fiesta para los aficionados a las artes visuales. En todas sus secciones, ordenadas por categorías y alto sentido estético, destaca la impronta de quien, con la fuerza de la imaginación y creatividad, logra resultados que conmueven y convocan a la reflexión debido a su gran valor artístico.

Miro Coca Lora, inspirado por las criaturas de su fuero interno, se funde con sus temas y personajes en cada una de sus creaciones, pero con un toque personal que tiende a explayar las técnicas y los recursos más variados en el ámbito de la pintura, la fotografía y el videoclip. No cabe duda de que estamos ante un artista que ha encontrado un lenguaje propio, que pone de manifiesto su sensibilidad para combinar las luces, las sombras y los acordes musicales.

Los temas son tan variados, que el espectador parece tener ante sus ojos un magnífico caleidoscopio, donde las figuras, los paisajes, rasgos, detalles y colores, dan la sensación de convivir en un escenario en el cual reina el dinamismo y la armonía, aunque en algunos cuadros, fotografías y videoclips se ensaya una pirotecnia de colores que deslumbran la vista e irradian la mente del espectador.

Estas creaciones, vistas desde cualquier ángulo, resultan ser una suerte de desafío contra la lógica y el racionalismo, porque muestran un entorno donde el surrealismo y la fantasía forman una perfecta mancuerna, que induce a contemplar un territorio imaginado por el artista, quien está consciente de que cada cuadro, fotografía y videoclip debe ser una criatura del alma, capaz de transmitir los pensamientos y sentimientos de su creador. En este sentido, Miro Coca Lora es un artista a carta cabal. Ahora sólo falta que sean cada día más los espectadores que lo descubran. Ojalá este blog personal ayude a difundir esta obra en la que se funden la pasión, la creatividad y el amor por el arte.

VER SUS SITIOS EN INTERNET:

miércoles, 26 de septiembre de 2012


ESCRIBANOS Y ESCRITURAS

Cierta noche, libre de los menesteres del quehacer literario, decidí visitarle al Tío* para que, con su sabiduría infernal, me arrojara algunas luces sobre la condición del escritor y los tejemanejes del arte de la escritura.

–El escritor –dijo con firmeza–, para distinguirse del resto de los mortales debe tener una fantasía a raudales y, en el mejor de los casos, reunir algunas condiciones como ser rengo, tartamudo, tuerto, jorobado, manco...

–¿Cómo así?

–Como lo oyes –contestó categórico–. El escritor no necesita ser bello, galán de cine ni modelo de pasarelas, sino un cerebro destinado a inventar historias que se las cree él mismo. El verdadero escritor tampoco debe parecerse a los escribanos de pacotilla, a esos figurones que, haciendo gala de una falsa palabrería, ejercen de escribanos ocasionales; cuando en realidad, no son más que unos pobres diablillos que se esfuerzan por ser algo en la vida sin llegar a ser nada ni nadie. Y, lo más importante, el escritor debe llevar a cuestas una pluma mágica que le permita convertir en literatura todo lo que toca, así como el rey Midas convertía en oro lo que tocaba con las manos.

Me quedé de piedra y casi-casi convencido de que ser escritor era más difícil que escalar el Himalaya y, por añadidura, soportar un castigo parecido al de Sísifo. El Tío, al sentir lo que sentía en mis adentros, me miró de sesgo y preguntó:

–¿Desde cuándo te dedicas a este noble oficio?

–Desde cuando un amigo, cansado de mi cháchara, me dijo que no hablara tanto y que mejor me dedicara a escribir un libro. Así mis palabras no entrarían por una oreja y saldrían por la otra, sino que penetrarían por los ojos y se grabarían en la memoria, como cuando las sensaciones más fuertes se quedan atravesadas en el cuerpo y la mente.

–¿Sólo por eso? 

–No sólo por eso –repliqué–, sino también porque la escritura me sirve para rescatar mi infancia perdida y recuperar mi capacidad de asombro ante el mundo que me rodea, y porque me encanta jugar con la fantasía de los lectores y saber que, aun estando encerrado en mi escritorio como un prisionero en una celda solitaria, puedo inventar ventanas en las paredes para que el lenguaje, fundido en las criaturas de la imaginación, se fugue por ellas y alcance la libertad plena entre los lectores.

El Tío, consciente de que reunía las condiciones para convertirme en el indiscutible escribano del diablo, puso la cara risueña, hizo rechinar los colmillos y dijo:

–Ahora que sé el porqué te dedicas a la literatura, permíteme que te dé un par de consejos para que no caigas en las trampas del lenguaje ni cometas los errores de los chambones...

Le miré a los ojos y escuché atento.

–La prosa debe escribirse sin artificios técnicos ni piruetas lexicales –dijo–. El arte de escribir no consiste en adornar el lenguaje sino en desnudarlo, en podar el follaje y en cortar las flores, en procura de que la prosa, en lugar de ser intrincada y retorcida, esté libre de palabras superfluas y sea clara y sencilla. Lo florido en literatura es la impronta de los aprendices y no de los escribanos profesionales, quienes ostentan un poquito de talento y otro poquito de conocimiento. Quien escriba con palabras rimbombantes, queriendo dárselas de inteligente, no revela otra cosa que su falta de tino para trabajar con el lenguaje y causa un efecto contrario a su propósito, pues, como bien enseña el manual de Satanás, es menos notorio ser inteligente y hacerse pasar por tonto, que ser un tonto y pretender pasar por inteligente...

–Ah, carachos –prorrumpí–. ¿Algún otro consejito más?

–Recuerda siempre que lo importante en literatura no es QUÉ se escribe, sino CÓMO se escribe. La imaginación del autor, por medio de la escritura, tiene que hacer visible lo invisible. Pero si no se aprende a trabajar con la palabra, menos se puede transmitir con autenticidad los pensamientos y sentimientos. Si los poetas escriben a contrapelo del lenguaje, en un intento de sorprendernos, una y otra vez, con metáforas que descifran los misterios de la vida y la muerte, el narrador debe escribir a contra corriente, contra los sistemas de poder y contra la estupidez de la gente, no sólo porque la prosa llega más, sino porque debajo de una lluvia de poetas hace falta el caudaloso río de un narrador...

–¿Y qué opinión te merece el libro?

–El libro, además de ser la radiografía del alma, es un hermoso objeto y una suerte de cofre literario donde se guarda la memoria personal y colectiva, con todos sus atributos hechos de realidad y fantasía. El libro, lleno de lúcidas miniaturas y alusiones ocultas, revela la esencia del autor, por mucho que a éste, durante el proceso de la creación, le duela el corazón y la memoria, le estrangule el pasado y le angustie el presente.

–¿Y qué me dices del lector?

–El lector es el cómplice secreto del autor y ambos comparten las aventuras de la imaginación. El lector ama las palabras que contienen los libros, la textura del papel, el olor de la tinta, el volumen y hasta el peso que gravita entre sus manos como una lápida cincelada por la vida, la pena y la alegría. No sé si te sirva mi opinión sobre el libro y la lectura, pero aquí te paso mi decálogo: 1. Leer es abrir las puertas y ventanas del mundo, volar por los espacios de la imaginación y zambullirse en las aguas de la fantasía. 2. El libro es un amigo que no engaña y un maestro que no regaña. 3. Leer es descubrir el tesoro de la memoria colectiva. 4. El libro es la criatura del alma que se hace mayor con los lectores. 5. Un libro escrito con amor es leído con el corazón. 6. Si el libro es una flor, el lector es picaflor. 7. Leer los cuentos de la tradición oral, que no tienen autores ni dueños, es mirarse de cuerpo entero en los espejos del ingenio popular. 8. El libro es el templo del lenguaje. 9. En principio fue el verbo y el verbo se hizo libro. 10. El libro es la metáfora perfecta del conocimiento humano.

Me resultó difícil seguir con atención su decálogo, pero con la seriedad con que lo enumeró, uno por uno, me dio la sensación de que, aun no sabiendo leer ni escribir, tenía una idea cabal del libro y la lectura.

–¿Estás conforme con mi decálogo? –preguntó casi tapándome la boca y acaso sin importarle mi humilde opinión.

–Sí –contesté, poniéndome el índice en la sien para indicar con ello que todas sus palabras estaban ya en mi cabeza. Luego añadí–: Seguiré tus consejos y seguiré siendo tu escribano, así los envidiosos digan que tuve una revelación tuya en la oscuridad de la mina, como Ingmar Bergman tuvo una revelación divina en la cámara oscura...

Él esbozó una sonrisa diabólica y, transmitiéndome una fortaleza mágica para detener las críticas como un acantilado detiene el embate de las olas, concluyó:

–Tienes que afrontar ese reto de la vida, porque el éxito, mal que te pese, siempre viene acompañado por la envidia.

Le agradecí por sus sabias enseñanzas y me despedí con suma reverencia, seguro de que sus palabras me ayudarían a ser mejor escribano y a mejorar mis escrituras, en las que él cobró ya vida propia desde el día en que entró en mi casa.

* Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

viernes, 14 de septiembre de 2012


LA ENVIDIA

Se ha dicho con justa razón que la envidia es tan antigua como el hombre y uno de los defectos capitales que aqueja a la humanidad, sobre todo, cuando ésta se torna en destructiva. Para unos, la envidia forma parte de los instintos naturales, exactamente como el amor, los celos o la agresividad; en cambio para otros, la envidia es un fenómeno adquirido en el contexto social, que empuja cada vez más a envidiar a quien es más o tiene más. La envidia, por lo tanto, viene a ser la cara oculta de la competitividad y constituye uno de los móviles que, desde la horda primitiva, indujo a los hombres a disputarse el prestigio y el poder, motivados por la idea de triunfar a cualquier precio en el seno de una colectividad donde nadie está conforme con ser menos que el otro. Tal vez por eso, en la historia de la humanidad, la rivalidad entre hermanos-enemigos sea la más frecuente y común. En el mundo bíblico, por ejemplo, la envidia está representada por la disputa habida entre Abel y Caín; un hecho del que resulta la expresión popular: La furia de Caín, para designar las malas intenciones de una persona envidiosa o cruel. Otro caso parecido encontramos en el mito de fundación de Roma, en el que Rómulo, impulsado por la ciega ambición y la envidia, mata a su hermano mellizo Remo. En la América precolombina, la envidia está encarnada en Huáscar y Atahuallpa, dos hermanos/enemigos que se disputaron el trono del imperio incaico en una guerra sin cuarteles, en la que Atahuallpa, hijo bastardo del Inca Huayna Cápac, hace prisionero a su hermano Huáscar, heredero legítimo del trono, antes de matarlo como a su peor enemigo.

La envidia, como el amor y los celos, es también un tema central en la literatura clásica y en las fábulas de Esopo, Samaniego, Iriarte y La Fontaine, cuyas moralejas permiten comprender mejor las causas de este mal y sus consecuencias funestas. Asimismo, en los cuentos de hadas, que tienen su origen en la tradición oral y la memoria colectiva, encontramos a personajes revestidos con los atributos de la envidia, unas veces como simples alegorías; y, otras, como lecciones arrancadas de la vida.

Si partimos del criterio de que la envidia es la desaprobación del injusto éxito ajeno, entonces habría que reconocer que los envidiosos están en lo cierto, pues la mayor parte de los éxitos son inequívocamente injustos en una sociedad meritocrática, donde muchos son los llamados, pero pocos los escogidos, y menos aún los auténticamente merecedores de serlo. Es decir, la envidia no es tanto el termómetro del triunfo público como el barómetro de la injusticia social, que premia a quienes no lo merecen e ignora a los verdaderamente valiosos. Pero si se considera que la envidia es el motor de la ambición personal, como el freno de la ambición ajena, entonces habría que deducir que el envidioso es un ser detestable y peligroso, que busca desprestigiar a su rival para consumar su propia ambición.

La envidia es ese mecanismo psicológico que no permite que nadie tenga ni sea mejor que uno. ¿Por qué él y no yo?, se pregunta el envidioso que no acepta el triunfo ajeno, sobre todo, cuando sabe que la persona envidiada es alguien que un día no tuvo nada y que otro día llega a tener todo, como ocurre en el cuento de La Cenicienta o El patito feo. No hay nada más envidiable en la vida que la suerte de quien posee el juguete que uno mismo quisiera tener. De modo que en esta competencia abierta, en la que uno ambiciona ser y tener lo que es y tiene el otro, es casi natural que el envidioso busque por todos los medios la caída de su rival, impulsado por esa creencia innata de que nadie es tan capaz y perfecto como uno mismo.

En la envidia todo vale: la ley de la selva y el sálvese quien pueda. Los envidiosos, para procurar la caída de su rival: difaman, insultan, acusan y, lo que es peor, cuando ya no les queda más argumentos para hablar en contra, transforman la mentira en verdad y la verdad la convierten en basura, pues los envidiosos suelen ser como las serpientes venenosas y  las navajas de doble filo. Por eso mi abuela, una señora entendida en el vasto tema de la envidia, advertía sin cesar: Cuídate de los envidiosos, que esos te dan un beso de Judas en la mejilla y te clavan el cuchillo de la traición por la espalda. Además, si la envidia fuera tiña, cuánto tiñoso habría. Con ella aprendí que la envidia es el pecado capital del individuo y la hermana melliza de la hipocresía. Aprendí también que la envidia es una sensación que afecta más a los frustrados que a quienes son envidiados por su belleza, inteligencia, triunfo profesional, fama o fortuna. Y, sin embargo, nunca concebí cómo el ser humano puede gozar con la desgracia ajena y entristecerse con la felicidad del prójimo.

Los envidiosos en potencia, que viven a Dios rogando y con el mazo dando, tienen un denominador común: suelen ejercitar la maledicencia y el gusto por encontrarle defectos al sujeto en cuestión, con el fin de exaltar sus debilidades y menoscabar sus virtudes; un contexto en el que los más grandes personajes de la historia se sintieron alguna vez envidiados o envidiosos. En el arte, la cultura, la política y, por supuesto, en el periodismo, abundan quienes conspiran a espaldas de quienes ejercen la misma profesión; no en vano reza el dicho: Tu colega es tu peor enemigo, debido a que la rivalidad del colega se manifiesta no sólo en el celo y el odio, sino también en la traición y el crimen. No obstante, en ningún otro oficio la envidia es tan evidente como en el arte y la política, donde el amigo de mayor confianza puede trocarse en el enemigo más irreconciliable, o como apunta Elena Ochoa: Cuando alguien como nosotros logra con éxito lo que habíamos depositado en el baúl de los sueños, cuando otro consigue aquello a lo que habíamos renunciado, nuestro ego a veces no puede soportarlo, sobre todo si ese alguien, ese otro, está cerca en el tiempo, en el espacio, en edad, en reputación, en nacimiento. Es decir, si es el hermano, el vecino, el amigo, el colega, el conocido. Porque no es el coche, la casa, el traje o el éxito profesional lo que está verdaderamente en juego, sino yo mismo, lo que yo valgo, lo que soy capaz de hacer. El objetivo o la cosa conseguida sólo ha puesto de manifiesto una diferencia insoportable, inesperada. Ha demostrado que ese sueño para mí prohibido es posible para el otro.

El envidioso está acostumbrado a meter cizaña entre los amigos y parientes, con el propósito de lograr sus objetivos a base de engatusar y confabular mentiras. Es un ser peligroso que puede convertir una cofradía en un nido de ratas y serpientes. ¡Ojo!, el envidioso se disfraza casi siempre de amigo, como el lobo de oveja, para causar un daño en el momento menos esperado, pues es un ser astuto que, aun siendo un pobre diablo, se ufana de tener más sapiencia y experiencia. De ahí que cuando se aparece un envidioso, lo mejor es avanzar con los oídos tapados y los ojos bien abiertos, para no escuchar los falsos cantos de sirena ni caer en las trampas que va dejando a cada paso.

La envidia no perdona a quien se trepa a la cúspide de la pirámide o levanta un vuelo por encima del resto. La envidia es un arma poderosa que puede herir o agredir; esto enseña la fábula sobre El sapo y la luciérnaga, que dice más o menos así: Cierta noche, una luciérnaga revoloteaba en el huerto, donde el sapo envidioso le lanzó un escupitajo venenoso. La luciérnaga cayó malherida, pero antes de morir, se dirigió al sapo y preguntó: -¿Por qué me escupes? -Porque brillas, contestó el sapo.

Con todo, a cualquiera que tenga dos dedos de frente, no le será difícil diferenciar entre el envidioso y el que es envidiado, en virtud de que una cosa es el oro del falso brillo de la pirita y otra muy distinta el brillo del metal noble que resiste a las pruebas del fuego.

martes, 11 de septiembre de 2012


EL YATIRI, DE ARTURO BORDA

Tú, yatiri aymara, eres el testimonio vivo, mágico y palpitante de una cultura milenaria; eres el sabio, curandero, adivino y líder espiritual de tu ayllu, cuyas tradiciones y conocimientos, probados en actos rituales mágico-religiosos, te fueron transmitidos de generación en generación y de boca en boca.

Tú, apocalípticamente colosal y absorto en la Vía Láctea, como hubiera dicho el pintor que te retrató, arrojas con la mano derecha las hojas de la coca sobre el chal, mientras que con la izquierda, cuyos dedos rociaron el amargo brebaje a los cuatro vientos, dibujas signos tan misteriosos como tu propia vida. En el fondo del paisaje -lejos de tu wallqepu, vasija de barro, pan y sombrero-, se divisa la tenue línea del horizonte, donde se junta el lago sagrado de los incas con el majestuoso cielo del altiplano. Las tres mujeres, sentadas en el suelo y ataviadas con prendas de llamativos colores, te observan en actitud de admiración y respeto, esperando que las hojas de la coca respondan sus preguntas y despejen sus dudas.

Visto de cerca, pareces un aparapita metido a tata yatiri, pues tienes los pies descalzos, los pantalones remendados y el poncho que, más que poncho, es un harapo tendido sobre tus hombros; luces el rostro barbado, la melena desgreñada y el porte de un marinero en tierra, y, aunque tienes hincada una rodilla y la espalda encorvada como un arco, no posees el aspecto de un indígena aymara -orgulloso de su raza-, sino la apariencia de un criollo que aprendió a leer los misterios del universo en las hojas de la coca.

Tú, yatiri aymara, conoces el origen y el destino de la coca, como el hombre conoce el anverso y el reverso de la mujer amada, pues según cuenta la leyenda, las hojas de la coca son los residuos de una doncella presumida, quien solía burlarse del amor de los hombres a poco de ofrecerles su cuerpo y sus encantos. Entonces los yatiris y amautas, en su afán de evitar que los hombres perdieran la cabeza y se quitaran la vida lanzándose al precipicio, solicitaron la muerte de la doncella, cuyo cuerpo fue seccionado y enterrado en los descuelgues del macizo andino. Al cabo de un tiempo, en esos mismos lugares donde fueron enterrados sus despojos, brotaron unos arbustos que tenían la propiedad de adormecer la mente de los hombres, aliviar las penas del alma y mitigar la sed y el hambre. Así es como los hijos del Sol empezaron a masticar y extraer el jugo de las hojas de la coca, no sólo con fines ceremoniales, medicinales y recreativos, sino también con el propósito de rendirle culto a la Pachamama, quien tuvo la voluntad de trocar el cuerpo de la doncella en un prodigioso arbusto, que tú sabes usar para leer el porvenir de la humanidad y la bienaventuranza de cuantos recurren al espejo de tu memoria, donde se reflejan las leyes divinas de tus ancestros y la sabiduría popular.

En ti se deposita, desde tiempos inmemoriales, el cofre de los secretos de tu ayllu; representas la verdad y la justicia, y eres el hijo pródigo que vive invocando a las deidades de la teogonía andina: al Tata-Mallku y los espíritus protectores del Alaxpacha; a la Pachamama, los Achachilas y espíritus benefactores del Akhapacha; a los Supaya y espíritus malignos y benignos del Manqhapacha. Sólo tú, yatiri andrajoso y ermitaño, muerto y revivido por el rayo, puedes ver la luz en el caos del universo, sin entrar en éxtasis ni en trance como los chamanes, hechiceros y brujos, quienes dicen poseer también poderes sobrenaturales para curar y hacer maleficios por medio de procedimientos y rituales mágicos, que no son una comunicación real con los espíritus del más aquí y del más allá, sino simples actos de birlibirloque y superchería; la prueba está en que tú puedes mirar en las hojas de la coca lo que el oráculo sibilino no puede ver en la bola de cristal.

Tú, conocedor de medicamentos caseros, eres capaz de curar al enfermo desahuciado por las ciencias médicas y devolverle el sentido de la razón a quien la perdió en el laberinto de un amor no correspondido. Sólo tú sabes que la curación, aparte de ser un rito y un acto litúrgico, es un nexo entre lo natural y lo divino.

Aunque tienes una visión aldeana del mundo, porque crees que su eje está en tu marka, no te cansas de recorrer de pueblo en pueblo, cargando al hombro tu wallqepu, donde llevas la coca, las plantas medicinales y las piedras mágicas que vas recogiendo a lo largo del camino. Usas esas piedras de diversos colores y tamaños como talismanes para liberar el alma de quienes están sometidos a los maleficios de las artes ocultas de brujos y hechiceros, y para atraer sobre los sueños toda clase de bienes y venturas materiales y espirituales.

Por si no lo sabías, el artista que te retrató respondía al nombre de Arturo Borda (La Paz, Bolivia,1883-1953), quien, además de poeta, actor y narrador, fue un sindicalista de ideas anarquistas, un bohemio empedernido que conoció los infiernos del alcohol y descendió hacia los bajos fondos del lumpen, en medio de un ambiente hostil que no supo rescatar su talento sino muchos años después de su muerte, cuando la crítica de arte en Nueva York, a poco de descubrir su excepcional vena creativa, lo elevó al nivel de las estrellas pero lejos de la tierra que lo vio nacer. No es casual que uno de sus cuadros, «Retrato de mis padres», haya aparecido en el diario The New York Times en 1965, con una excelente crítica de John Canada.

Algunos dicen que lo vieron compartir la misma botella con los aparapitas de la ciudad, en tanto otros aseveran que lo vieron deambular con un aspecto deplorable, que cualquier hijo de vecino podía confundirlo con un andariego de la limosna. Sin embargo, casi todos coinciden en señalar que ese artista, tenido injustamente por loco, era más cuerdo que el Sancho de Don Quijote y más decente que un caballero de capa y sombrero, pues el hecho de querer indagar los misterios de la luz y la oscuridad no es un acto de locura sino de genialidad.

En 1919, con el dinero que consiguió vendiéndote a una dama de regular fortuna, viajó a Buenos Aires con la ilusión de exponer y vender sus cuadros en las galerías porteñas. A su retorno a Bolivia, frustrado por algunos intermediarios, empezó a abandonar los pinceles y la paleta para retomar la pluma y el papel, que, en veinte años de silencio y aislamiento voluntario, le permitieron re-crear su obra literaria El Loco, que no es la criatura del alma de un perturbado mental, como parece sugerirlo el título, sino la confesión de una mente lúcida que se adelantó a la mediocridad de sus contemporáneos.

Es imprescindible leer El Loco, que la H. Municipalidad de La Paz publicó en tres gruesos volúmenes en 1966, para darse cuenta que en sus páginas, forjadas en el yunque de la realidad y la fantasía, se esconde un excelente artista de la pluma y el pincel, cuya voz angustiosa y solitaria se alza como eco desde el fondo de un espíritu atormentado por la existencia. Nadie conoce los detalles de su vida sentimental, salvo el hecho de que estuvo enamorado de una monja, que en su juventud llegó a ser dirigente sindical, que contribuyó a la fundación de varias publicaciones de izquierda y que se desempeñó como actor y director de escena de los cuadros dramáticos obreros de propaganda socialista Luz y Vida y Rosa Luxemburgo.

Así pues, yatiri aymara, el artista que te retrató fue un hombre de buenos quilates, como deben ser los grandes talentos que hacen de su vida una obra de arte, a pesar de vivir asediados por la incomprensión y la ignorancia. Si me preguntas cómo murió, la respuesta es categórica: falleció de un modo trágico, después de haber ingerido ácido muriático, más por equivocación que por un acto suicida, en estado de ebriedad.

Glosario

Achachila: Espíritu ancestral, divinidad encarnada en las montañas.
Akhapacha: Suelo, aquí, este lugar.
Alaxpacha: Cielo, espacio indefinido donde se mueven los astros.
Ayllu: Familia extensa, grupo consanguíneo, comunidad andina.
Aparapita: Cargador indígena.
Manqhapacha: Subsuelo, adentro, interior.
Marka: Caserío, aldea, pueblo de corto vecindario.
Pachamama: Madre tierra.
Supaya: Demonio, diablo.
Tata-Mallku: Jefe, noble, distinguido.
Yatiri: Adivino, vidente, el que sabe.
Wallqepu: Talega de lana, bolsa pequeña usada por los hombres para llevar coca.

Imagen:

El-Yatiri, La Paz, 1918, óleo sobre lienzo. Colección particular.

viernes, 7 de septiembre de 2012


ELDA ALARCÓN DE CÁRDENAS EN LA ACADEMIA
BOLIVIANA DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

La escritora paceña, nacida el 28 de febrero de 1928, ingresó como Miembro de Número a la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, el miércoles 5 de septiembre de 2012, a las 19 Hrs., en la Sala Multifuncional Anexa del Espacio Simón I. Patiño, con un discurso que versó en torno al tema del “Mito y la Leyenda en la Literatura”.

Víctor Montoya, en su calidad de miembro honorario de la Academia, estuvo a cargo de las palabras de bienvenida, en tanto que Liliana De la Quintana, como presidenta y fundadora de esta magna institución, exaltó la vida y obra de Elda Alarcón de Cárdenas, quien fue maestra, catedrática de Literatura Infantil y Directora Académica de la Escuela Normal Integrada Simón Bolívar.

Sus libros, reconocidos por su inherente calidad estética y sus valores éticos, se encuentran entre las joyas de la literatura infantil y juvenil de Bolivia. Su bibliografía tanto en verso como en prosa, casi íntegramente dedicada a los niños, consta de los siguiente títulos: Despertar (1982), Barquitos de papel (1997), Calesita (1999), Leyendas del Ande (2000), Pinceladas (2000) y Manuelito de la Candelaria (2002). Es autora, además, de una vasta obra inédita en todos los géneros literarios.

Elda Alarcón de Cárdenas es una de las precursoras de la literatura infantil boliviana, no sólo porque fue fundadora del Comité de Literatura Infantil y Juvenil, sino también porque es la primera autora que escribió un ensayo teórico sobre el tema, haciendo hincapié en las condiciones que debe reunir un libro destinado a los pequeños lectores.

La Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, en palabras de Víctor Montoya, debe sentirse honrada por contar en sus filas con la presencia de una destacada cultura de las letras nacionales, quien jamás puso en duda la importancia que reviste un libro en el cual se recrea el mundo mágico de los niños, con el afán de estimular su fantasía y desarrollar su intelecto.

Imagen:

Víctor Montoya, Elda Alarcón de Cárdenas y Liliana De la Quintana, el día del solemne acto.