miércoles, 1 de febrero de 2012


LA LETRA CON SANGRE ENTRA

La primera vez que mi madre me llevó a la escuela, la mañana era calurosa y polvorienta. Yo tenía guardapolvo blanco, sandalias de cuero negro y un mundo de ilusiones. Pensé que al fin se me abrirían las puertas de ese establecimiento misterioso y temido, del cual me hablaron tanto mis compañeros de juego. Los profesores sacan los conocimientos hasta por los bolsillos, me dijeron. Les falta un pelo para ser bibliotecas andantes y dejar de ser mortales de carne y hueso.

En el trayecto, cuya distancia entre la casa de mis abuelos y la escuela se podía ganar en un minuto a vuelo de pájaro, recuerdo que mi madre me apretaba la mano como si me fuese a reventar los dedos. Ella caminaba redoblando los pasos y yo casi flotando a un palmo del suelo.

Al llegar a la plaza del pueblo, a poco de vencer un laberinto de callejones, mi madre se plantó de súbito, levantó el brazo y, enseñándome un letrero, dijo: Ésta será tu escuela. Se llama Jaime Mendoza. Miré el letrero con el rabillo del ojo y sentí escalofríos, pues sabía que en esta escuela, de paredes húmedas y pupitres desvencijados, se castigaba a los desobedientes y se premiaba a los inteligentes.

Cuando entramos a la escuela, mi madre desapareció en la sala de profesores, mientras yo la aguardaba en el patio, sentado en un rincón, escuchando voces que estallaban a mi alrededor y trepando con la mirada por las paredes grisáceas.

Al toque de campana, los niños rompieron el bullicio y formaron en columnas de a dos. Yo permanecí en aquel rincón, sin moverme ni hablar, hasta que escuché la voz de mi madre, quien me tomó de la mano y me condujo hacia donde estaban los compañeros de mi clase. Éste es mi hijo, le dijo a la profesora, con una sonrisa amplia. La profesora no contestó, se limitó a bañarme con una mirada fría y a esbozar un rictus de tedio y mal humor.

Cuando ocupé mi puesto en la fila, me entraron ganas de llorar a gritos; pero como sabía que los hombres no deben llorar, y menos en la escuela, me mantuve con las manos empuñadas y los dientes apretados. Mi madre se arrimó sobre mi hombro y, acercando sus tibios labios a mi oreja, dijo: Tienes que respetar a tu profesora como a tu segunda madre. Luego depositó un beso en mi frente, se volvió y se marchó. La perseguí con la mirada y, antes de que desapareciera detrás de la puerta, sentí ganas de orinarme; mas me inhibí al oír al portero, cuya voz de mando se sobreponía a la algarabía de los niños y los redobles de la campana.

A las nueve de la mañana, dos niños, de cabezas rapadas y zapatos lustrosos como sus caras, izaron la bandera en un mástil herrumbroso. Entonamos el himno nacional deformando el hado en helado y propicio en prepucio. Al final del acto, el director habló de cosas que no entendí; sus palabras eran tan difíciles y abstractas como las del himno nacional.

Después entramos en el aula, nos sentamos en los pupitres de dos en dos. La profesora leyó nuestros nombres en orden alfabético y, al nombrarme a mí, me miró a los ojos y preguntó: ¿Tú te llamas Víctor o Luis? Víctor, contesté con voz quebrada. Ella levantó el bolígrafo a la altura de su nariz ganchuda y tachó mi nombre como haciéndome desaparecer del mapa. Se plantó frente a nosotros, mirándonos uno por uno, y advirtió: En esta clase está prohibido hablar, jugar y preguntar.

Por la tarde, apenas oí el portazo que me sacudió como si el golpe lo hubiese recibido yo, la profesora apretó una tiza entre los dedos y exclamó: Hoy les presentaré a una señora redonda y con cola. Se llama “a”. Y, mientras la representaba gráficamente en la pizarra, agregó: Ésta es la primera letra de nuestro abecedario.

Al día siguiente no quise volver a la escuela. Preferí jugar con mi auto de latas y carretas de hilo, pero como mi madre me amenazó con llevarme de la oreja, no tuve más remedio que alistar mis útiles y asearme el cuerpo, ya que la profesora tenía la manía de revisar las orejas, los calcetines, las uñas y el pañuelo. A quienes tenían las uñas sucias les daba un reglazo en la palma y a quienes se olvidaban el pañuelo los hacía volver a casa. La disciplina era tan espartana que los niños, más que niños, éramos soldados en miniatura.

Desde el inicio escolar transcurrieron ya varios días, semanas y meses, pero yo no aprendí ni siquiera a diferenciar las vocales de las consonantes. En cambio el compañero de banco, un chico de origen campesino, que casi siempre venía en harapos y cuyo castellano estaba salpicado de interferencias quechuas, sabía ya leer y escribir de corrido. Su padre trabajaba en la misma galería del interior de la mina que mi padre y mi madre era la profesora de su hermana en la escuela de niñas; razones suficientes para que fuese mi mejor amigo. Además, me defendía de la agresión de los mayores y me ayudaba a hacer los deberes escolares. Se llamaba Juan -digo se llamaba, porque no hace mucho que murió aplastado por una roca en la mina-. Los dos solíamos jugar en los recreos. Le invitaba a comer una fruta y él depositaba un puñado de habas tostadas en el cuenco de mi mano. Ambos éramos aburridos y nunca reíamos a carcajadas, ni siquiera cuando los payasos y titiriteros venían a la escuela. Eso de las carcajadas era una suerte de privilegio reservado sólo para los niños felices. Nosotros éramos otra cosa. La alegría la teníamos oculta en algún recóndito lugar del ser. No hablábamos en voz alta ni nos oponíamos al autoritarismo de los adultos. Ya entonces estuvimos acostumbrados a la pedagogía del silencio.

Todavía recuerdo el día en que Juan y yo llegamos tarde a la escuela por jugar con las canicas. El portero abrió la puerta y nos propinó un coscorrón a cada uno. Próximos a nuestra aula nos persignamos escupiendo tres veces al suelo, pero esta creencia popular no dio resultado, pues apenas cruzamos la puerta, la profesora nos tomó por las orejas sacudiéndonos en el aire.

Cuando nos soltó de golpe, sentí que un hilo de sangre corría por mi cuello y que un sudor frío me empapaba el cuerpo. De mis ojos querían brotar lágrimas y de mis labios improperios, y, sin proponérmelo, dejé caer la mirada en el instante en que la profesora me dio un revés de mano que me ardió en la cara. Seguidamente me dio un empellón y me arrinconó contra la pared, donde me puso de rodillas sobre dos piedras del tamaño de las canicas. A Juan lo puso de plantón, los brazos en alto y varios libros apilados sobre las manos. En esta posición nos mantuvimos hasta la hora del recreo.

Desde entonces fueron mayores mis deseos de no regresar a la escuela, y aunque me sentía como Pinocho, un niño ni muy bueno ni muy malo, jamás se me ocurrió la idea de ser un niño obediente para luego convertirme en un niño de verdad. Lo que yo quería era morirme y no volver a ver la figura de mi profesora, quien, por lo demás, tenía un horrible moño en la cabeza, la cara prismática, el estómago abombado y las piernas tan delgadas como los tacones de sus zapatos.

Cada vez que me acosaba la idea de no ir a la escuela, no sabía cómo explicárselo a mi madre. Sabía que no me iba a entender. Entonces tramaba planes entre el silencio y el desvelo, simulando estar enfermo o dormido; pero mi madre, conocedora de mis manías, me levantaba de un grito y me daba unas pastillitas que me provocaban náuseas. Frustrados mis planes, salía de casa golpeando las puertas, pateando las piedras, maldiciendo a mi profesora y pensando que la escuela había sido el peor invento del hombre.

Un día en que el sol se mostró en un cielo teñido de rojo sangre, me enteré que Juan se marchó al campo a cultivar la tierra de sus padres, a oír el ladrido de los perros y el balido de las ovejas. De pronto sentí su ausencia en el alma y una sombra de tristeza cubrió mis ojos. Avancé cabizbajo y me dejé caer sobre un solitario y frío banco. Y, mientras recordaba los mejores momentos que pasé con Juan, la profesora me extendió un libro mal encuadernado y sin láminas a colores. El libro era tan grande y pesado, que había que asentarlo sobre el pupitre para hojearlo.

La profesora me miró con los ojos grandes y negros, negrísimos, y me ordenó leer una fábula de Esopo. Me puse de pie, sintiendo un nudo en la garganta y, al término de un instante de rigidez que me trepó por los huesos, empecé a leer el título deletreando. La profesora, parada a mi espalda y leyendo el texto por encima de mi hombro, me preguntó a bocajarro: ¿No sabes leer o no quieres leer? Me restregué los ojos con el dorso de la mano y volví a clavar la mirada en esa sopa de letras. Pero en el tercer o cuarto verso concluí que no entendía el léxico, la sintaxis ni la moraleja.

Al comprobar que no comprendía mi propia lectura, a pesar de escuchar mi voz, me dio la impresión de que aún no sabía leer. Por lo tanto, acosado por la angustia y la frustración, empecé a tartamudear y gimotear. La profesora, cuya severidad era admirada por los padres, hizo estallar un sopapo en mi boca. El dolor fue tan intenso que, apenas me chocó su mano, sentí como si me arrancara la cabeza de cuajo. La sangre fluía de mis labios, mientras yo permanecía pétreo, como acostumbrado a mantenerme inmóvil para recibir un golpe. Me sorbí los mocos, engullí un amago de saliva y las lágrimas inundaron mis ojos. Pero la profesora, que mantenía la mano alzada ante un rayo que se filtraba por la ventana iluminando las motas de polvo, me siguió obligando a leer, como si con esa tortura física y psíquica complaciera su sadismo.  

A partir de ese día adquirí un trauma por la lectura. Pensé que todos los libros estaban escritos por cabezones para cabezones, y no para los niños que piensan y hablan de diferente manera que los animalitos de las fábulas de Esopo. Sin embargo, mi otro yo, el que estaba dentro de mí, pero muy adentro, me decía que debía aprender a leer, aun no estando motivado para hacerlo.   

Lo extraño es que yo sabía ya leer un poco, pero en silencio, pues leía el letrero del peluquero que vivía cerca de la casa de mi abuelo, las carteleras de los cines, las rúbricas de los periódicos y las revistas de series, que son las que más leía, porque tenían ilustraciones a colores. Y cuando escribía, parecía que las palabras descendían de mi cerebro, emergían por mi boca y chorreaban sobre el papel como la tinta por la punta del bolígrafo. Pero eso sí, lo que nunca supe es cómo aprendí a leer, si fue por inducción o deducción, con método sintético o analítico. Lo único que recuerdo es que esos pequeños signos se fueron grabando en mi memoria. Después aprendí la fonética de cada grafema, casé las letras en sílabas y las sílabas en palabras. Era como si mi cerebro acumulara palabras y las organizara en una sintaxis coherente. A pesar de esto, cada vez que la profesora me obligaba a leer en voz alta, delante de mis compañeros de miradas atónitas, me subía el rubor a la cara y pronunciaba las palabras atropelladamente, como si arrojara pedradas por la boca.

Recuerdo también que, la primera vez que no hice los deberes de matemáticas, la profesora me preguntó la tabla de multiplicar y yo quise trocarme en polvo, pues en lugar de contestar una cosa, contestaba otra. Así que ella introdujo sus dedos índices en mi boca y me estiró la comisura de los labios de ceja a oreja. Correveidile a tu madre que, en vez de tener un hijo, tuvo un burro, dijo mientras me sacudía violentamente, como a un pez cogido por el anzuelo.

Otro día me sorprendió haciendo su caricatura sobre un papel cuadriculado, me miró seria y dijo: Desde mañana haz de tener en cuenta que no existes. Rompió su caricatura delante de mis ojos, y ese dibujante que había en mí, murió a poco de haber nacido. Ella se sentó en la silla, redactó una nota, dobló la hoja y agregó: Este regalito es para tus padres.

Al regresar a casa de mis abuelos, tenía alucinaciones audiovisuales, veía la imagen de la profesora y oía sus palabras en todas partes. Fue entonces cuando perdí las ganas de seguir siendo niño. No quería ser como Peter Pan, pequeño toda una vida, sino un hombre hecho y derecho, para salvarme de los castigos habidos y por haber.

Antes de concluir el año lectivo había que asistir al examen final, para comprobar si uno merecía ser promovido a un curso inmediato superior. Aquel día, la mañana era lluviosa y fría. Desperté con la idea de colgarme de la viga del techo o clavarme un cuchillo en el pecho, cansado ya de soportar los vejámenes por no haber asimilado las lecciones impartidas por la profesora. No tomé el desayuno ni me cepillé los dientes. No me lavé la cara ni me peiné los mechones. Salí exactamente como estaba, con el guardapolvo sujeto por el único botón que había cerca del cuello y con las sandalias de correas reventadas. No llevaba conmigo más que un lápiz, una goma y un sacapuntas colgados del cuello como abalorio de curandero.

Cuando legué a la escuela, esquivando los charcos que formó la lluvia, alcé los ojos hacia el cielo y recé el Padrenuestro. Después entré en la sala de examen, donde los profesores vigilaban el mínimo movimiento en medio de un ámbito en el que no se oía una sola voz. La sala parecía un campo de concentración, donde sólo  faltaban las armas y los barrotes.

Sentado en mi pupitre, frente a la hoja de examen, empecé a llenar mecánicamente los espacios en blanco. Todas las preguntas tenían una sola respuesta, cualquier otra era inmediatamente anulada. Entre mis compañeros había quienes memorizaban las lecciones tres días antes del examen y quienes se olvidaban tres días después. Empero, los más astutos, que casi siempre obtenían las calificaciones más sobresalientes, metían chanchullo en las manos, en el reverso del guardapolvo y hasta en las mangas de la camisa.

Al abandonar la sala, experimenté la misma sensación que siente el preso al salir de la cárcel, aspiré un aire puro a todo pulmón y lancé un escupitajo al suelo.

En la calle, no muy lejos de la casa de mis abuelos ni muy cerca de la escuela, me encontré con mi madre, quien, abriendo sus ojos que parecían invadirle el rostro, me dijo: El próximo año seré la directora de tu escuela. A lo que yo le contesté con voz serena: No hace falta, la letra ya me entró con sangre.  

Imagen:

Víctor Montoya con su madre, Llallagua, 1966 

viernes, 27 de enero de 2012


VÍCTOR MONTOYA EN UNA IMPORTANTE
PUBLICACIÓN BOLIVIANA

La revista FUENTES, Nº 17, de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, correspondiente al año 10, volumen 5, diciembre de 2011, inserta en sus páginas el texto de Víctor Montoya en torno a la figura y los murales del emblemático pintor Miguel Alandia Pantoja, cuya fotografía de joven y parte de uno de sus murales aparecen diseñando la portada de esta importante revista institucional.

El texto de Montoya, titulado La revolución nacional en los murales de un pintor boliviano, reivindica a uno de los artistas plásticos que, con talento natural y compromiso social, retrató la grandeza y la tragedia, los triunfos y las derrotas de la clase obrera desde principios del siglo XX. Sus pinturas son testimonios de las masacres perpetradas por la oligarquía minero-feudal, la victoria de la revolución nacionalista de 1952 y la resistencia de los oprimidos contra los regímenes dictadoriales encaramados en el poder desde 1964.

La revista FUENTES, bajo la dirección del historiador y bibliotecólogo Luis Oporto Ordóñez, tiene una excelente presentación tanto en la forma como en el contenido. Se trata, pues, de una de las pocas publicaciones dedicadas a los temas de bibliotecología, archivos, estudios sobre información científico-cultural y rescate de la memoria histórica de un país que, injustamente y por mucho tiempo, permaneció a la zaga del resto de las naciones del continente americano.

No cabe duda de que el texto dedicado al pintor Miguel Alandia Pantoja, una de las figuras descollantes del muralismo latinoamericano, es un justo homenaje al hombre sensible y al artista revolucionario, que vivió y creó su obra estrechamente vinculado a la realidad de un pueblo que no sólo lucha por conquistar su liberación del yugo imperialista, sino que también proclama la instauración de un gobierno obrero-campesino para allanar el camino hacia el socialismo.

El texto de Víctor Montoya, que apenas traza un ligero esbozo de un gigante de las paletas y los pinceles, está ilustrado, a todo color, por las pinturas maravillosas de Miguel Alandia Pantoja, quien plasmó su creatividad en instituciones públicas como el Palacio de Gobierno, la sede de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, el Ministerio de Relaciones Exteriores, el edificio de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos, el Sindicato Minero de Catavi, el Banco Central de Bolivia, el Palacio Legislativo, el Monumento a la Revolución Nacional y el Hospital Obrero de La Paz, entre otros.

Su pintura hecha a grandes brochazos, desde el ángulo que se la miré, refleja la historia gráfica de un país que sufrió el despojo colonial, la república de gobiernos nefastos y los campos de batalla donde midieron sus fuerzas los guardianes de la oligarquía y los movimientos populares decididos a defender sus derechos a sangre y fuego. No en vano Alandia Pantoja, según el texto de Montoya, estaba consciente de que toda expresión artística debe estar al servicio de las culturas populares y la revolución, no concebía el arte por el arte; al contrario, proclamaba la pintura de tesis, convencido de que era posible fusionar el pensamiento político con la sensibilidad creativa del artista. Por eso mismo, a la hora de definirlo en el contexto de la plástica boliviana, no es extraño considerarlo uno de los principales impulsores del muralismo revolucionario.

La revista FUENTES, que tiene una circulación a nivel institucional de América Latina, exalta la vida y obra de Miguel Alandia Pantoja a través de las palabras de Víctor Montoya, quien habló sobre el encomiable esfuerzo de los editores y los temas que rescatan la memoria histórica de Bolivia, en el acto de presentación de esta importante publicación, que se efectuó en la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, el viernes 27 de enero, a Hrs. 11:00 a.m; un acto que contó con la presencia de destacadas personalidades del ámbito político-cultural y en el que se entregó a los asistentes un ejemplar de la revista.

martes, 24 de enero de 2012


EL TABLERO DE LA MUERTE

Atahuallpa está tendido de bruces en un rincón de su fortaleza convertida en prisión. Tiene cadenas en los pies, las manos y el cuello, y lleva un manto tejido por las vírgenes del Sol.

El Inca alza su rostro, mira las paredes de granito y el techo de paja. Se levanta con el chirrido de las cadenas y arrastra los pies en dirección a la puerta. En el patio, los soldados encargados de su custodia hacen rodar los dados sobre la piel de los tambores, mientras Hernando de Soto y Riquelme juegan al ajedrez en un tablero pintado sobre una mesa, con piezas hechas de barro y cocidas al horno.

El Inca contempla la partida de ajedrez desde el quicio de la puerta y recuerda el ocaso de su Imperio:

El día que acudí al encuentro de este puñado de ladrones salidos de la mar, con mentiras en la lengua y en el alma, llegué a la plaza amurallada de Cajamarca, sentado en una litera empenachada con plumas. Llevaba mis vestiduras más suntuosas, una diadema de diamantes y un cetro mitad oro, mitad madera. Junto a mí estaba la comitiva de nobles, portando joyas en las orejas, collares de esmeraldas y conchas marinas. Atrás venían mis concubinas de túnicas flotantes y un ejército de guerreros armados de hondas, mazas, lanzas, arcos y flechas.

Al caer la noche, precedida por ventarrones aullantes, aguardé la llegada de los hombres de caras blancas y barbas luengas que, según versiones del chasqui, no eran dioses sino mortales, que iban embutidos en cascos y túnicas metálicas, montados en animales más veloces que las llamas y cargando fierros que sonaban como truenos.

Al otro día, el capitán de barba prieta, que escondió a sus soldados detrás de los muros, advirtiéndoles arrancar de su corazón todo temor como mala hierba, ordenó a Hernando de Soto venir a mi encuentro en compañía del lengüilla Felipillo y de un grupo de diestros jinetes. Los caballos galoparon abriéndose paso entre mis guerreros y concubinas, quienes, al ver esos monstruos de cuatro patas y dos cabezas, quedaron con el alma en vilo; algunas se desplomaron y otras se desbandaron al son de relinchos y cascabeles.

Cuando Hernando de Soto se acercó a mi litera, tiró de las riendas con todo el furor de sus fuerzas y el caballo se alzó sobre sus patas traseras, esparciendo babas sobre mi manto sagrado. Permanecí impertérrito, con la mirada clavada en el suelo. El conquistador se apeó de un brinco y, por intermedio de Felipillo, me transmitió el mensaje de Francisco Pizarro. Levanté la cabeza, le toqué la coraza y me herí los dedos con la espada. De Soto volvió a montar en el caballo y desapareció entre remolinos de polvo.

En ese instante, Atahuallpa escucha la palabra jaque y una algarabía de voces y gritos. Después retira la mirada del tablero y retoma el hilo de su recuerdo:

En la plaza se hizo un gran silencio; callaron los tambores, enmudecieron los cantores y pararon las bailarinas. Era tan grande el silencio, que ni las hojas de los árboles se mecían, ni los pájaros remontaban el vuelo. De la puerta del centro salió una figura ataviada con túnicas negras, dos palos cruzados sobre el pecho y un objeto extraño en la mano. Se llamaba Vicente Valverde y su misión era conquistar nuestras tierras y nuestros corazones.

–Éste es el Dios verdadero, el breviario –dijo, entregándome ese objeto extraño.

Lo tomé en la mano, lo agité contra la oreja y, al comprobar que no tenía voz, lo arrojé lejos de mí. Valverde se ofendió, retrocedió a paso lento y exclamó: ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! Pizarro desenvainó la espada y ordenó abrir fuego. Así empezó el ataque; los caballos hicieron retumbar sus cascos, las ballestas sembraron el pánico y los estampidos de los arcabuces sacudieron mi litera como si flotara en alta mar. Al cabo de media hora, todo estaba consumado. Pizarro se apoderó de mi litera, y los soldados, encadenándome las manos y el cuello, me condujeron a la Casa de la Serpiente, en cuyo patio, los capitanes empezaron a jugar al ajedrez, apostando esmeraldas y mariposas áureas que de un soplo se elevaban del suelo.

A dos días de mi cautiverio les ofrecí a los capitanes un fabuloso rescate a cambio de mi libertad. Les propuse llenar una habitación de oro y dos de plata. Me empiné y alcé mi brazo en alto. Un soldado marcó con tinta el lugar por mí señalado y un notario redactó el convenio.

A lo largo de tres meses, caravanas de indígenas acudieron con los tesoros de todo el Imperio. Desde el Cuzco venían las láminas de oro que fueron arrancadas del Recinto Dorado: leñadores con árboles de algarrobo, un niño tendido en una hamaca, discos con cabezas humanas y cuerpos de animales salvajes, copas con piedras preciosas que sonaban como matracas, una araña que paría perlas y una vasija en forma de concha de caracol, cinturones con cabezas de jaguar, coronas engastadas de rubíes y diamantes, un jardín con frutos de oro macizo y una fauna de plata y turquesa.

Yo cumplí con mi palabra.

Pizarro se convirtió en el hombre más rico de la historia y un soldado hizo plañir la trompeta, para que los orfebres fundieran en nuevas fraguas las obras de su creación. El horno engulló dioses y adornos, y vomitó lingotes de oro y plata.

Al precipitarse el sol tras el hilo tenso del horizonte, Hernando de Soto y Riquelme hacen los últimos movimientos sobre el tablero de ajedrez. En la frente les perla el sudor y en el pecho les galopa salvajemente el corazón. Cuando de Soto se dispone a mover un caballo, el Inca le toca el hombro y dice: No, capitán. La torre, mejor la torre. Hernando de Soto sigue el consejo y hace jaque mate a Riquelme. Ambos se miran asombrados al comprobar que el Inca había aprendido todos los movimientos y trucos del juego, simplemente observando lo que hacían los jugadores. Mas de nada le sirve al Inca su habilidad y el fabuloso rescate pagado a cambio de su libertad, puesto que la imprudencia de inmiscuirse en lo ajeno, lo llevaría a perder el Imperio y la vida.


Al otro día, Francisco Pizarro, sentado en el trono de Atahuallpa, le anuncia que habían resuelto condenarlo a morir en la hoguera. El Inca se agarra la cabeza y contesta: No me digas burlas. ¿Qué hice yo para merecer este castigo? Pizarro se retira y desaparece.

Cuatro soldados conducen al Inca hacia la hoguera, pero como él no quiere desaparecer del mundo como ceniza, sino seguir reinando momificado en una chullpa, acepta su conversión al cristianismo para cambiar el tormento de la hoguera por el privilegio de la muerte por estrangulamiento.

El Inca avanza hacia el patíbulo con la cabeza gacha y besando la cruz. Se sienta en una burda silla de madera, apoya la espalda contra un poste y el torniquete de hierro le parte la nuca.

martes, 17 de enero de 2012


PERIPECIAS DE UN LIBRO ESCRITO EN LA CÁRCEL

Cuando llegué al aeropuerto de Arlanda, el 22 de enero de 1977, traía en el maletín de viaje los textos que escribí en un rincón de mi celda, tanto en el Panóptico Nacional de San Pedro como en la prisión de Viacha, con el mismo bolígrafo y en los mismos papeles que los carceleros me entregaron para escribir el nombre y la dirección de mis compañeros que, según ellos, seguían jodiendo al gobierno con sus huelgas y sus sindicatos clandestinos.

No cumplí con la solicitud de los torturadores, pero sí con el deseo de usar la literatura como arma de denuncia y protesta. Así empecé a escribir, con letra menuda y apretada, las primeras páginas de Huelga y represión, un libro situado a medio camino entre el testimonio personal y la historia novelada, cuyo primer manuscrito se escabulló por los barrotes de la cárcel gracias a la complicidad de mi madre, quien sacaba las páginas sueltas, bien plegadas y camufladas, cada vez que venía a verme con las esperanzas de que pronto recobraría la libertad.

Durante dos años, en un país donde no había ninguna editorial que publicara libros en español, recorrí por las calles de Estocolmo con el manuscrito bajo el brazo, hasta que, a mediados de 1979, me informé de la existencia de Författares Bokmaskin (Máquina del Escritor), ubicada en Svarvargatan 14 de Fridhemsplan, donde no sólo se aprendía el proceso de edición, sino también a publicar, en absoluta libertad y en cualquier idioma, libros autofinanciados por el autor.

En este local, que se caracterizaba por el ruido de la máquina de imprimir Offset y el olor a tinta fresca, conocí a varios escritores suecos e inmigrantes ansiosos por editar sus obras; uno de ellos fue el excéntrico Miguel Ángel Sosa Vásquez -alías Michel Smiely-, quien, con el mismo desparpajo que criticaba a los académicos de la Universidad de Estocolmo, confesó en unos de sus libros que, de acuerdo a los presagios de una bruja dominicana, él llegaría a ser uno de los maridos de Agnetha Fältskog, la integrante de pelo rubio y curvas de vértigo del legendario grupo ABBA. Asimismo, en este mismo local conformado por dos plantas y una escalerilla de estrechos peldaños, entablé amistad con el amable y combativo Mahmud Baksi, quien, además de escribir en la lengua de Strindberg y en el idioma prohibido de los Kurdos en Turquía, tenía unos mostachos de califa y un aliento a ajos como para espantar a las víboras más peligrosas.

Por ese entonces, con las ilusiones a cuestas y la impaciencia propia de la juventud, estaba dispuesto a publicar mi primer libro en la primera imprenta que me ofreciera sus servicios, sin fijarme en los precios ni en las condiciones de la edición, como cualquiera que estaba decidido a convertirse en escritor a cualquier precio y a los veintiún años de edad.

La composición del libro, realizada en los talleres de un polaco-judío, costó 7.000 coronas por 269 páginas, según el recibo que conservo entre los viejos papeles de mi archivo. El trabajo de composición, contrariamente a lo que establecen las normas legales, no contemplaba el derecho a la corrección de pruebas ni a otras enmiendas extras. Después, tras los cálculos hechos por Arne Jacobsson, fundador y editor de Författares Bokmaskin, la edición de 500 ejemplares salió por 9.120 coronas, un monto considerable que logré ahorrar corona a corona y con algunas privaciones.

El autor del dibujo de la portada era un amigo chileno que, como tantos otros latinoamericanos recién llegados a Estocolmo, asistía conmigo a unos cursos de introducción para jóvenes inmigrantes que se impartían en el Västertorps Gymnasium. El texto de la contraportada, que más parecía una consigna arrancada de un panfleto político, decía al pie de la letra: Gran parte de la presente obra fue escrita en las mazmorras de la dictadura boliviana, que constitucionalizó un régimen de violencia para torturar a obreros y masacrar a campesinos. Advertimos que nos es un libro apto para críticos burgueses, ni lectores académicos, sino para un público que lucha por la libertad y la justicia.

Lo peor de todo es que mi primera criatura del alma nació como un niño discapacitado, con una serie de erratas y errores de grueso calibre; una experiencia que me dejó reflexionando en que ser escritor no era tarea fácil, hasta que comprendí que no era el primero ni el último que afrontaba este tipo de problemas, sino uno más del montón, pues la historia de la literatura nos revela a autores cuyas obras presentaban faltas de toda índole. Por ejemplo, la primera edición de Don Quijote de la Mancha estaba llena de erratas, que Cervantes corrigió una y otra vez. Gustave Flaubert, en cada nueva edición de su obra maestra, Madame Bovary, aprovechaba para introducir nuevas modificaciones, sin considerar los cuatro años y medio que se pasó en escribirla. Jorge Luis Borges corregía sus libros ya publicados hasta el cansancio, convencido de que un autor nunca llega a escribir la obra perfecta de su vida, aparte de que las erratas de tipografía, como confesó Pablo Neruda, se agazapan cual insectos o reptiles en el bosque de consonantes y vocales, y duelen como mordiscos en el alma. Quizás por eso García Márquez, que se enfrentó a los mismos problemas en los albores de su carrera literaria, aprendió la lección de que más vale precaver que lamentar. Así es como la primera versión de Cien años de soledad circuló primero entre sus amigos y sufrió una serie de correcciones antes de ser publicada; más todavía, no es raro encontrarse con libros de autores célebres que añaden la consabida advertencia: Edición ampliada y corregida.

A treinta años de haber publicado Huelga y represión, sigo pensando en que no existe una sola obra literaria exenta de errores y desaciertos, porque la sencilla razón de que errar es humano desde que el mundo es mundo. El aceptar esta realidad me sirvió como consuelo y me permitió ser más tolerante con los errores ajenos. Y, lo que es más importante, la publicación de mi primer libro me demostró que la escritura es un poderoso instrumento de comunicación, identidad y resistencia. Es la mejor prueba de que los vejámenes que sufrí bajo la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, en lugar de quebrarme, me fortalecieron en mis convicciones que, de un modo consciente o inconsciente, se reflejan en casi todo lo que escribo. Me lanzaron al exilio, en un intento por aislarme del país, pero en el exilio me dediqué a escribir sobre el país del que un día salí con la esperanza de publicar mi primer libro en absoluta libertad.


La concepción y el nacimiento de Huelga y represión, que empezó en una cárcel boliviana y terminó en los talleres de Författares Bokmaskin en Estocolmo, no tuvo una travesía nada fácil, sino un recorrido lleno de imprevistos y menudas complicaciones, al margen de que la literatura es un oficio que requiere vocación, tiempo y tesón. Por eso no es casual que algunos escritores noveles, que sueñan en publicar su primera obra en una editorial comercial, caen rendidos ante el primer cañonazo de los editores que piensan más en las ganancias derivadas de la venta del producto que en la difusión de una obra literaria.

Por lo demás, lejos del glamour y a pesar de los pesares, la publicación de mi primer hijo del alma me enseñó varias lecciones: a corregir mucho, a tirar al tacho lo superfluo y, sobre todo, a no apresurarse en publicar. Aprendí también que una obra editada en Författares Bokmaskin es un producto hecho a pulso y pulmón, donde el lector advierte el trabajo artesanal del escritor que conoce el tedioso proceso de la edición, que comienza con la maquetación y termina en los escaparates del mercado, luego de pasar por la diagramación, el armado, la impresión y el empastado.

Imágenes:
1. El autor con su obra prima, Estocolmo, 1979. Foto de Bo Elfving
2. Víctor Montoya en los talleres de Författares Bokmaskin, Estocolmo, 1979. Foto de Bo Elfving

domingo, 15 de enero de 2012


EL TEMA DEL DICTADOR
EN LA LITERATURA LATINOAMERICANA

Cuando las dictaduras militares latinoamericanas asolaban sus países, los lectores buscamos desenfrenadamente libros que, de algún modo, fuesen análogos al Tirano Banderas del escritor español don Ramón María del Valle-Inclán, quien, estando de viaje por México, fue impactado por los movimientos insurgentes y sus poblaciones fascinantes, cuyas gentes y giros idiomáticos se reflejan en su producción literaria, con una deformación grotesca de la realidad social y la personalidad humana.

La historia de América Latina, contrariamente a lo que muchos se imaginan, es la historia de las dictaduras civiles y militares, que asaltaron el poder desde los primeros decenios del Siglo XIX: Manuel Rosas, en Argentina; Mariano Melgarejo, en Bolivia; José Gaspar Rodríguez de Francia, en Paraguay; Porfirio Díaz, en México; Rafael Leónidas Trujillo, en la República Dominicana…, cuyos dichos y hechos -casi siempre deplorables-, que no conocen límites excluyentes entre la realidad y la fantasía, aparecen expuestos en las obras de los novelistas contemporáneos: en Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos; El recurso del Método, de Alejo Carpentier; El señor Presidente, de Miguel Angel Asturias; Oficio de difuntos, de Arturo Uslar Pietri; El dictador suicida, de Augusto Céspedes; La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, La tempestad y la sombra, de Néstor Taboada Terán y en El otoño del Patriarca, de Gabriel García Márquez, quien confesó haber leído durante diez años la biografía de varios dictadores, antes de escribir su novela, en la cual recrea a un dictador con los pedacitos de los dictadores latinoamericanos.

Ahora bien, escribir sobre dictadores es siempre un desafío contra el tiempo y la memoria, porque la vida de un dictador no sólo pesa en la mano y la conciencia, sino que, además, constituye la metáfora más perfecta del poder absoluto, donde el hombre se enfrenta en soledad a la grandeza y la miseria, a la gloria y la derrota. En cualquier caso, en nuestras repúblicas, que vivieron a caballo entre la tiranía y la anarquía desde las guerras de la independencia, el dictador es un tema constante en la literatura, debido a que estas figuras, que se proyectan como sombras sobre la historia de los pueblos, están inmersos en la identidad latinoamericana, en la memoria colectiva y, por lo tanto, en el texto y contexto de las obras de ficción, donde los personajes cobran autonomía con respecto a las figuras históricas que las inspiraron, como es el caso de la novela Yo el Supremo, cuyo protagonista, arrancado de la realidad, es el Doctor Rodríguez de Francia, Dictador Perpetuo del Paraguay.

De otro lado, en mi condición de escritor proveniente de un país que experimentó dictaduras arropado en las banderas de la libertad, debo confesar que leer la biografía de los dictadores es un acto más simple que escribir sobre ellos, puesto que la lectura, aun siendo un acto que requiere tiempo y paciencia, es siempre un modo de distraer la mente, sobre todo, cuando la vida del dictador está salpicada de anécdotas que a uno le deparan la satisfacción que muy raras veces se encuentran en otras lecturas. Es decir, aunque no todos los dictadores acaban sus días como en El otoño del Patriarca, envejecido y desolado en un palacio lleno de vacas, tienen, al menos, la ocurrencia de haber forjado un mundo personal lleno de asombro y maravilla, en medio de un reguero de muertos, desaparecidos, hambrientos y analfabetos.

Considero también que, durante el acto de escribir, resulta tan difícil -acaso imposible- hablar con voz de dictador como encarnar a un ser omnipresente aferrado al poder absoluto. No obstante, este tema sigue siendo caldo de cultivo para quienes están dispuestos a llevar la realidad histórica al límite de la ficción y la personalidad del dictador al nivel del mito imperecedero, aun a riesgo de convertirlo en figura emblemática de un grupúsculo de partidarios fanáticos, pues el discurso literario de la novela, así esté basado en la biografía de un personaje histórico concreto, se distancia del género documental tanto por el estilo como por el tratamiento del tema.

Con todo, a los escritores latinoamericanos sólo nos queda reconocer que, como bien dice García Márquez, la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla lo mejor que nos sea posible. En efecto, la realidad es la realidad, que a menudo supera a la ficción, y la vida de un dictador, además de ser un golpe a la lógica y la razón, como en el caso de Pinochet, Videla o Stroessner, es la demostración de lo que le ocurre al hombre cuando sus relaciones no pueden desarrollarse de manera natural; cuando, para sustituir a la unidad familiar o a la fe religiosa, sólo es posible la adhesión al poder, encarnado en un personaje que se mueve entre la luz y las tinieblas, entre el sueño y la pesadilla, entre la realidad y la fantasía.

Imagen:

The Presidential Family, 1967, pintura de Fernando Botero.

miércoles, 11 de enero de 2012


ARTISTAS Y ESCRITORES LATINOAMERICANOS
EN SUECIA HACIA EL AÑO 2000

El número 30 de la revista de artes visuales Heterogénesis, que acaba de salir a luz, está dedicada a la obra de los artistas y escritores latinoamericanos residentes en Suecia. No es casual que Miguel Gabard, en calidad de director invitado, apunté en su nota editorial: Celebrando nuestro trigésimo número al comienzo de nuestro noveno año de existencia y en vistas de este nuevo milenio, nos hemos propuesto agregar aún una coincidencia, ampliando nuestras fronteras al campo ya no sólo artístico, sino también literario.

Según Ximena Narea, directora permanente de la revista desde octubre de 1992, la publicación de este número especial, además de difundir lo más valioso de lo nuestro, obedece a la inquietud de elaborar un número con material gráfico y literario. En efecto, la revista de edición bilingüe castellano-sueco, cuya portada y contraportada a colores están diseñadas por Rolando Pérez, es una suerte de calidoscopio que permite apreciar las distintas técnicas y los diversos estilos, que constituyen la impronta de cada uno de los artistas y escritos.

Los textos literarios, que fueron seleccionados por el poeta Rubén Aguilera y Miguel Gabard, llevan las firmas de: Alda Simón (Uruguay), Julio Millares (Argentina), Juan Carlos Piñeyro (Uruguay), Víctor Montoya (Bolivia), Harold Durán (Chile), Leonardo Rossiello (Uruguay), Daniel Olivera (Uruguay), Ernesto Arturo Rico (Colombia), José Goñi (Chile), Roberto Mascaró (Uruguay), Miryan López (El Salvador), Rubén Aguilera (Chile) y Hebert Abimorand (Uruguay).

Para quien conozca la vasta producción literaria latinoamericana en Suecia, desde 1974 a la fecha, no será extraño que los nombres mencionados sean apenas una parte de ese medio centenar de autores que conforman la llamada literatura del exilio, con obras escritas tanto en verso como en prosa. Sin embargo, la sola presencia de algunos escritores conocidos y reconocidos en sus países de origen y en Suecia, justifica y dignifica la edición de este número especial de la revista, que en principio tuvo la intención de incluir a 26 poetas y narradores.

La parte dedicada a las artes plásticas estuvo a cargo de Ximena Narea, quien actualmente prepara una tesis doctoral sobre el tema de los artistas latinoamericanos en Suecia. Entre los invitados destacan: Rudyard Pepe Viñoles (Uruguay), José Luis Liard (Uruguay), Patricio Aros (Chile), Ingrid Falk (Suecia), Gustavo Aguerre (Argentina), Francisco Banzai Blanco (Venezuela), Guillermo Lorente (Cuba), Luis Deza Arancibia (Perú), Marta Santos (Colombia), Héctor Siluchi (Chile), Enrique Battista (Argentina), José Estoardo Barrios (Guatemala), Hans Hoffmann (Bolivia) y Juan Castillo (Chile)

La revista, rescatable en su forma y contenido, destaca también la actividad del grupo de bailes folklóricos Chile Lindo y la labor periodística del semanario Libración, que, durante dieciocho años consecutivos, se ha convertido en el único medio de información alternativa para los hispanohablantes en Suecia, registrando las noticias más importantes del acontecer latinoamericano y mundial.

No cabe duda, este número especial de la revista, hecha con hermosas imágenes y palabras, cumple con sus objetivos propuestos; por un lado, evidenciar el fervor creativo de los artistas y escritores latinoamericanos que, debido a razones de sobra conocidas, ejercen su vocación lejos de sus países de origen; y, por el otro, ser una puerta abierta para la integración y el diálogo en una sociedad multicultural como es Suecia, aun sabiendo que, como señalaba Ximena Narea en un artículo aparecido en el número 26 de la revista, el diálogo cultural no es fácil, son dos universos culturales que se encuentran y que tienen que convivir en un mismo espacio físico y bajo una estructura socio-cultural preexistente para los latinoamericanos. Pero, a la vez, el diálogo, que implica una constante interpelación del otro, no deja intacta a ninguna de las partes. Tanto suecos como latinoamericanos se encuentran con un grupo de individuos que habla otro idioma y que tiene otros referentes culturales.

La revista Heterogénesis, al margen de las dificultades inherentes a este tipo de publicaciones, es un excelente puente de comunicación entre dos culturas, que conviven atrapadas por la curiosidad de conocerse, en gran medida, a través de sus artistas y escritores, pues ellos son los intérpretes de los valores culturales de un pueblo, y ellos son los transmisores de los sentimientos y pensamientos de una colectividad que busca la integración, pero a condición de preservar su propio idioma y su propia identidad cultural.

Esperemos, pues, que los responsables de la revista, en posteriores números, vuelvan a darnos una grata sorpresa con su entusiasmo y profesionalismo, que tanto falta nos hacen en tiempos de dejadez y pesimismo.

Imagen:
 
Portada: "Altar de los Recuerdos", de Rolando Pérez.

sábado, 7 de enero de 2012


EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA

El pan, uno de los productos más antiguos de la humanidad, se convierte cada vez más en un alimento de lujo en países donde la crisis económica ha tocado fondo y donde la falta de circulantes pende como la espada de Damocles sobre la cabeza de los pequeños y medianos productores del pan nuestro de cada día.

Cristo, como ya se sabe, no sólo es Dios hecho hombre en la Tierra, sino también el Hombre que se hizo pan por obra y gracia de Dios. El pan, símbolo de la vida y el bienestar, es uno de los alimentos vitales de la dieta mundial y, sin embargo, es el producto que más escasea en tiempos en que muchos pierden las esperanzas y los tenderos cierran sus puertas por falta de compradores.

Entonces viene la pregunta obligada: ¿De qué sirve que el pan simbolice el cuerpo de Cristo, si sus seguidores, que son miles de millones, no tienen pan que llevarse a la boca? ¿Qué comerá la población cuando la crisis económica se agrave y los alimentos tengan un precio al nivel de las nubes? De seguro que los pobres nacerán sin trasero.

La falta del pan nuestro de cada día, en países de estructuras socioeconómicas endebles, provoca las marchas de protesta, las huelgas de hambre, las crucifixiones y las avalanchas de quienes viven con el estómago vacío, sin saber dónde ni cómo ganarse el pan del día, aunque aprendieron desde la cuna que en una sociedad injusta y jerárquica, donde los ricos se hacen más ricos y los pobres más pobres, no queda otra que ganarse el pan del día con el sudor de la frente, peleando a brazo partido y a pecho abierto, más aún cuando no se repartan equitativamente los bienes de la tierra ni los frutos del trabajo humano.

Cristo, durante la última cena y poco antes de caer a merced sus verdugos, repartió el pan entre sus discípulos: Éste es mi cuerpo, les dijo. Luego distribuyó el vino: Ésta es mi sangre. Y pidió que hicieran lo mismo por el bien de todos y para que nunca le falte a nadie el pan de cada día. No en vano en Semana Santa se celebra la institución del sacramento de la presencia viva de Cristo en el pan. La eucaristía, según la doctrina católica, contiene realmente y sustancialmente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Cristo bajo las apariencias del pan y del vino.

Con todo, en nuestros días, en que los gobernantes de turno rezan el Padre Nuestro/pan nuestro, como si pronunciaran un discurso demagógico, son innumerables los ciudadanos que no comen pan, así el pan sea el alimento más universal y el que menos empalaga, como acertadamente dijo Frei Betto.

¡Qué injusticia! Cómo se diferencian las enseñanzas del evangelio y las enseñanzas del sistema neoliberal, que va quitando de la boca de los pobres el poco pan que les queda, como si el hecho de amasar pan fuese lo mismo que amasar fortuna.

Hoy por hoy, ni siquiera los cristianos más confesos, quienes más bienes materiales tienen, se brindan a llevar alimentos a los templos para anegar el hambre de los feligreses más desposeídos, puesto que a la escasez del pan nuestro de cada día, se ha sumado el egoísmo y la insensibilidad social de quienes, hablando a nombre de los pobres, meten la pata y las manos en las arcas del Estado.

martes, 3 de enero de 2012



La corrida de toros, cuya tradición se remonta a la antigüedad, es un arte controvertido y polémico, que divide a los aficionados y los detractores, quienes consideran que las ferias taurinas deben ser prohibidas por tratarse de un espectáculo en el cual se da muerte cruel a un animal indefenso y malherido. Este video, que reproduce un relato de Víctor Montoya, fue animado y producido por Michel Gladu, Montreal, Canadá.

LA CORNADA

En la plaza de toros, bajo un cielo teñido de fiesta, el toro y el matador se enfrentaron cara a cara.

El toro, la cerviz ensangrentada por las banderillas, miró a su adversario con la lengua colgante, babeante, como calculando la escasa distancia que los separaba.

El matador, espada y capote en manos, adoptó una pose triunfal y recibió las ovaciones entre las blancas palomas de los pañuelos.

El toro pateó la arena, exhaló hilos de vapor y reinició el combate.

El matador lanzó un capotazo y no logró sortear la embestida.

El toro lo tumbó y lo rebozó en la arena. Lo ensartó en sus cuernos, lo sacudió como a un muñeco en jirones y lo lanzó por los aires.

Las imprecaciones y el suspenso se apoderaron del ruedo.

El matador cayó boca abajo, sin un hálito de vida.

El toro, bravo y de buena raza, prosiguió el ataque. Le asestó una cornada entre las piernas y, ante la mirada atónita de un público en vilo, le arrancó los genitales de cuajo.

La plaza estalló en sangre y en gritos de ¡Olé!, ¡Olé!, ¡Olé!

Imagen:
La cornada, 1988. Pintura de Fernando Botero.