lunes, 30 de septiembre de 2013


VÍCTOR MONTOYA CONDECORADO CON LA MEDALLA JUANA AZURDUY DE PADILLA

En una ceremonia especial celebrada en el Teatro de Cámara de la Alcaldía Quemada de la ciudad de El Alto, la concejal Bertha Acarapi, en representación del Honorable Concejo Municipal y en uso a sus atribuciones, le confirió la Condecoración prócer ‘Juana Azurduy de Padilla’, con la Orden al Mérito Cultural, al Sr. Víctor Montoya, escritor y periodista cultural, por su destacada trayectoria y apoyo a la cultura de la ciudad de El Alto.

El autor se mostró notablemente emocionado ante una vasta audiencia, que colmó el Teatro de Cámara, y agradeció a las autoridades ediles por el reconocimiento a su labor literaria y cultural, que viene desarrollando desde más de tres décadas tanto el exterior como en el interior del país.

Desde que retorné a Bolivia y me establecí en la zona de Ciudad Satélite, me siento un alteño más, manifestó Montoya en su exposición. Elegí está ciudad no sólo porque es la más joven y la segunda más poblada de Bolivia, sino también porque es una ciudad revolucionaria. Aquí se marcó un hito histórico desde la Guerra del Gas, en octubre de 2003, y aquí se decidió el nuevo rumbo que debía tomar el país en provecho de la soberanía nacional, la libertad, la justicia social y la democracia participativa.

La ciudad de El Alto, en opinión del escritor paceño, es una urbe que tiene mucho que ofrecer a Bolivia y al mundo. Cuenta con una composición demográfica atravesada por diferentes culturas e idiomas nacionales y es cuna de una juventud con ganas de visibilizar las diversas manifestaciones culturales que, debido a la falta de atención de parte de las instituciones y autoridades pertinentes, se han movido desde hace varias décadas en el silencio y la marginalidad.


Víctor Montoya, autor recientemente condecorado por el Gobierno Autónomo Municipal, en su afán de rescatar los valores literarios de la ciudad, dijo que está trabajando en la elaboración de una antología de poetas y otra de narradores alteños, con la intención de dar a conocer, en una versión completa y actualizada, la producción literaria que hasta la fecha se encuentra dispersa en diferentes medios.

Adelantó que está escribiendo una serie de crónicas alteñas, motivado por la historia y la multifacética cultura de esta ciudad, que despertó su interés desde que retornó de Europa. Dicta conferencias en establecimientos educativos y dirige talleres de literatura destinados a los jóvenes creadores, quienes están intentando rescatar, por medio de la palabra escrita, el acervo de sus ancestros, los contextos socio-lingüísticos e interculturales de una ciudad compleja y contradictoria como es El alto, donde el escritor Víctor Montoya estableció su residencia desde el año 2011.

viernes, 27 de septiembre de 2013


VÍCTOR MONTOYA SERÁ CONDECORADO
EN LA CIUDAD DE EL ALTO  
  
El lunes 30 de septiembre, a Hrs. 10:00 am., el escritor boliviano Víctor Montoya será distinguido por el Honorable Concejo Municipal con la Medalla Juana Azurduy de Padilla, con la orden al mérito cultural personal por su destacada trayectoria y su apoyo a la cultura de la ciudad de El Alto. El solemne acto, que contará con la presencia de distinguidas personalidades del ámbito cultural y político, se realizará en el Teatro de Cámara de la Alcaldía Quemada.

Víctor Montoya, quien decidió alteñizarse voluntariamente desde su retorno a Bolivia el 2011, tiene en su haber una serie de obras literarias que reflejan la realidad política y social de un país en constante superación. Su trayectoria está marcada por sus años de exilio durante las dictaduras militares y su labor al servició de las luchas revolucionarias que pugnaron por reconquistar la democracia y la libertad en el marco de un sistema social más justo para todos los bolivianos.

Entre las organizaciones que impulsaron el reconocimiento del autor, ante el Honorable Concejo Municipal del Gobierno Autónomo de El Alto, se encuentran la Central Obrera Regional, la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de La Paz, la Organización Internacional para el Libro Juvenil (IBBY-filial Bolivia), el Centro de Arte y Cultura ALBOR, el Círculo Literario de El Alto, la Defensoría del Pueblo y la Institución Eco Jóvenes de Bolivia.

Una condecoración reviste un enorme significado para cualquier escritor que necesita del estímulo no sólo de sus lectores, sino también del reconocimiento público de la colectividad, a la cual dedica su vida y su obra como comunicador social y trabajador de la cultura. Me siento muy honrado de ser distinguido con la Medalla Juana Azurduy de Padilla, manifestó Montoya. Se trata de una heroína nacional que, enarbolando las banderas libertarias en los campos de batalla, ofrendó su vida a la causa de los patriotas que combatieron contra la opresión colonial, concluyó.  

jueves, 19 de septiembre de 2013


A BORDO DE UN BUQUE CON FRANCISCO COLOANE

El último Grumete de la Baquedano, de Francisco Coloane (Quemchi, Chile, 1910-2002), es una obra que cayó en mis manos con el peso misterioso de un libro bitácora, que se salvó de un naufragio después de haber navegado por alta mar, bajo el brazo de un marino ansioso por narrar las aventuras que le tocó vivir a bordo de un buque de guerra.

La obra está dividida en catorce capítulos y presenta, a lo largo del tratamiento del tema, valores morales y estéticos que, probablemente, lo convierten en uno de los relatos más hermosos de la vida de los marinos que navegan viento en popa por los canales australes de Chile, pues, a ratos, gracias a la magia y la intensidad del relato, el lector tiene la sensación de estar a bordo de la corbeta La Baquedano, sujeto al timón y mecido por las olas que se rompen contra la proa.

De este modo, Francisco Coloane, escritor sencillo, pero sensible, como solía considerarse, nos invita a dar un paseo imaginario por la vasta geografía chilena, llevándonos a bordo de La Baquedano, que zarpa del puerto y navega por una geografía que él frecuentó desde su infancia, conviviendo con pobladores humildes y trabajadores que forjaron su ser y estimularon su vocación literaria.

Para cualquiera que haya incursionado en el mundo narrativo de Coloane, no será sorprendente descubrir en El último grumete de la Baquedano, a ese viejo marino acostumbrado a contarnos, una y otra vez, historias cuyos cabos sueltos están también presentes en sus novelas Cabo de Hornos, La tierra del fuego y en su libro de memorias Los pasos del hombre, donde el autor relata sus viajes y aventuras transcurridos en la región austral de uno de los países más largos y angostos de América Latina.

El último grumete de la Baquedano, escrito con pasión y conocimiento de causa, es un libro que bien podría servir como excelente manual de navegación para quienes se embarcan en un puerto, con las esperanzas de saciar su sed de aventuras y curiosidad con los secretos escondidos en la vastedad del mar. El autor hace gala de un estilo depurado y elegante, y desarrolla un argumento que fluye con soltura a lo largo del relato, desde la caracterización de los personajes, hasta el registro de giros idiomáticos y expresiones propias de la jerga marina: ¡Veinte grados a babor!, ¡Cierra la tarasca!, ¡Cazar las escotas de estribor!, ¡Atrinca para la mar!, ¡Prepararse para vivar por avante!...

Francisco Coloane, en esta obra de profunda trascendencia humana, sorprende con la sencillez y sensibilidad de los grandes narradores de la literatura universal. No pocas veces, más por su temática que por su estilo, fue comparado con Jack London y Joseph Conrad, aunque a él no le agradaban ni desagradaban las comparaciones con otros autores, cuyos temas también abordan las aventuras de piratas y marinos. Coloane sabía, de algún modo, que el mar no sólo es una inmensidad azul que se pierde en el horizonte, sino un personaje con vida propia, una suerte de amante que respira en sus flujos y reflujos. Tal vez por eso recordaba la tarde en que doña Eliana Rojas le dijo: “El rumor del mar es como los pasos de alguien que se acerca pero que nunca llega”, una imagen metafórica que lo llevó a sentir nostalgia por el mar, y que fue confirmado por las palabras que su padre le susurró antes de morir: Volvamos al mar.  

Leer El último grumete de la Baquedano implica, sin lugar a dudas, hacerse cómplice del hilo argumental, sobretodo si alguna vez se estuvo a bordo de un barco que zarpa rumbo al Sur, donde las ráfagas del viento ululan en las noches y los témpanos de hielo flotan como osos polares en Tierra del Fuego.

El protagonista principal de la obra, Alejandro Silva Cáceres, era el segundo hijo de una madre viuda que, para solventar las necesidades de su humilde hogar, lavaba y planchaba las ropas de dril y paño de los marinos, cuyos oficiales lucían uniformes blancos y camisas de cuello almidonado los días domingos.

Alejandro, hasta antes de embarcarse clandestinamente en La Baquedano, era alumno aplicado en la escuela primaria y el liceo. Estudió con la obsesión de ingresar algún día a la Escuela de Grumetes de la Armada. Quería ser marino a cualquier costa, aun sabiendo que su padre murió en un naufragio y que su hermano mayor, Manuel, desapareció en Magallanes, adonde se marchó con la ilusión de que en los mares del Sur se ganaba mucho dinero cazando nutrias, lobos, zorros y otros animales de piel fina.

De los trescientos y un hombres que estaban a bordo de La Baquedano, el último tripulante era Alejandro Silva Cáceres, oriundo de Talcahuano, quien, escondido en el peñol de la proa, inició la mayor aventura de su vida, luego de haber tomado la decisión de despedirse, por medio de una carta, de su madre y sus profesores de liceo. Aunque tenía apenas quince años, como el capitán de una de las novelas célebres de Julio Verne, poseía el espíritu valiente y sagaz de un marino dispuesto a enfrentar los avatares del destino. Al fin y al cabo, estaba consciente de que éste era el último viaje de la corbeta Baquedano y la única oportunidad que tenía para convertirse en uno más de los grumetes del glorioso buque de guerra, que levantó los velámenes y zarpó hacia los canales del Sur, llevando a bordo a trescientos y un hombres que se internaron en la inmensidad del mar, con la proa en dirección al viento.

Alejandro, al cabo de ser descubierto en su escondite por el guadiamarina, fue presentado al capitán y luego al comandante, quien, al escuchar las explicaciones del muchacho, decidió que lo consideraran el último grumete. A partir de entonces, Alejandro aprendió a armar un coy con el colchón y las dos mantas de reglamento, a levantarse al toque de la corneta y a subordinarse al mando de sus superiores. Aprendió, asimismo, el nombre de los instrumentos y compartimientos de una corbeta de guerra, y posteriormente las maniobras de una navegación a vela.

Así, poco a poco, empezó a amar a La Baquedano como a su propia madre, pues era una nave en la cual, además de impartir las instrucciones correspondientes a la Escuela de la Armada, se contaban historias de aparecidos y buques fantasmas, como ese cuento de El fantasma del Leonora, referido por un viejo sargento que pasó su vida a bordo de La Baquedano. En realidad, el fantasma del Leonora, velero rescatado de las rocas del Estrecho de Magallanes, no era más que un mascarón de proa; tenía aspecto de sirena, los brazos abiertos como queriendo abrazar al mar y las aletas plegadas a los bordes, igual que una aparición, blanca como el mármol. El sargento contó que, mientras los tripulantes dormían en el camarote, se les aparecía esta figura femenina, de cara hermosa y túnica blanca. Los tomaba del brazo y los conducía a través del velero, con la intención de arrojarlos por la borda y desaparecerlos sin dejar rastro alguno.

Francisco Coloane, aferrado a su pluma de narrador innato, cuenta las peripecias de su joven protagonista, con la experiencia de quien ha recorrido muchos mares y ha visto muchos sitios. Está claro que el autor, por su ascendencia natural, revivía su niñez en medio de la naturaleza agreste y accidentada de Chiloé. Además, se debe recordar que Coloane navegó desde su infancia por los canales del Sur, que vivió desde su adolescencia en Puerto Montt y Punta Arenas, que era hijo de un capitán de barco ballenero que hacía su travesía hacia el Estrecho de Magallanes, y, para entender mejor sus vivencias y experiencias como hombre y escritor, se puede afirmar que Coloane no sólo fue navegante en los canales australes, sino también cazador de lobos, ovejero y diestro domador de potros en las estancias de Tierra del Fuego.

Todo ese caudal de vivencias le permitieron contar, con la destreza narrativa de un Jack London o un Robert Louis Stevenson, las maravillosas aventuras de un grupo de marinos cuyo único escenario de acciones era el espacio abierto entre la popa y la proa. Coloane, sin titubeos ni circunloquios, sabía transmitir las sensaciones del alma ante una naturaleza salvaje que, a veces, se sobreponía a las fuerzas humanas en medio de los vaivenes del mar.


De hecho, los tripulantes de La Baquedano, junto al joven protagonista, estaban destinados a resistir las embestidas del mar, con sus olas que se elevaban por encima de la cubierta, y los vientos que zarandeaban los velámenes, mientras la corbeta se mecía cual una cáscara de nuez en medio de la tempestad que enseñaba que el marino, para sobrevivir a la travesía, debía mirarle a la muerte cara a cara, enfrentándose a los peligros con la serenidad en los nervios y la tenacidad en los músculos.

Francisco Coloane, eximio narrador de los sentimientos humanos y las fuerzas indómitas de la naturaleza, permite imaginar, en el libro que comentamos, la violencia implacable de las aguas embravecidas: El mar aumentaba sus furias; ya no parecía océano, sino un mundo de montañas enloquecidas que bailaban estrellándose unas contra otras. El viento aullaba y bramaba a ratos, el aguacero caía como si otro mar se descargara encima. De vez en cuando, algo como unos gritos lacerantes, plañideros, estentóreos, salían de las bocanadas de agua y viento: era la voz de la tempestad.

De otro lado, Francisco Coloane, al estilo de Selma Lagerlöf, quien escribió El maravilloso viaje de Nils Holgersson, para darnos una lección de geografía sueca desde el lomo de un ganso, nos pasea a bordo de La Baquedano -la formidable Chancha-, realizando una descripción magistral de la zona austral de Chile. Coloane, como todo marino convertido en narrador, tenía la facultad de guiar al lector por un itinerario geográfico que compendia fiordos, cabos, penínsulas, archipiélagos, islas y bahías.

Bien podría decirse que El último grumete de la Baquedano es un pretexto o un medio del cual se valió el autor para enseñarnos el paisaje accidentado y exuberante de lugares como Talcahuano, Puerto Montt, Golfo de Penas, Punta Arenas y Magallanes, donde los bosques, contemplados a lo lejos, se levantan como montañas recortadas contra el cielo. No es menos maravilloso imaginar el paisaje de la bahía de Puerto Refugio que, aparte de ser un sitio ideal para salir a mar abierto y cazar ballenas, está rodeado de grandes cordilleras cuya única vegetación son los robles y musgos, o el encanto especial que ofrece el canal que conduce a Puerto Edén, cuyo espléndido paisaje, además de hacer honor a su nombre, es la tierra de los indios alacalufes, que viven de los productos que les concede la tierra y el mar.

La Baquedano, como cualquier buque de guerra que sigue la ruta del Sur, atraviesa por sitios mentados por los marinos más viejos, como es La Tumba del Diablo en Punta Arenas, población ganadera de la Patagonia, situada en las márgenes del Estrecho de Magallanes y frente a la legendaria Tierra del Fuego. Se dice que aquí fue amarrado y fondeado el Diablo, con tres toneladas de grilletes y cadenas, y que: ¡En las noches de tempestad arrastra sus cadenas debajo del mar, y los pocos marinos que lo han oído y están vivos dicen que es un ruido terrible, que queda en los oídos para siempre! ¡Más horrible que el de la tempestad!

Cabe recordar que la obra de Coloane no sólo trata de rescatar la fauna y flora del Sur de Chile, sino también sus mitos y leyendas, cuyos personajes respiran a través de la pluma de este narrador que, aparte de haber sabido anudar coherentemente los cabos sueltos de sus historias, constituye uno de los escritores tradicionales más fecundos de la literatura chilena contemporánea.

Si en su novela Guanaco blanco retrata personajes míticos como son Timaukel, el más poderos de todos, y Quenos, constructor de praderas y canales, en El último grumete de la Baquedano cuenta la leyenda de tres familias que se salvan del diluvio al estilo bíblico del Arca de Noé. Se tratan de tradiciones orales que el autor recogió de primera mano en los lugares de origen. De ahí que cada uno de sus libros, al margen de ser leídos como simples cuentos o novelas, contienen textos de carácter antropológico y etnológico, que rescatan mitos y leyendas de las culturas ancestrales, con héroes y epopeyas que, tras haber sobrevivido al avasallamiento de la colonización occidental, se conservan en la memoria colectiva, transmitiéndose de boca en boca y de generación en generación.

El último grumete de la Baquedano, por intermedio de los pensamientos y sentimientos de su joven protagonista, nos pone en contacto con personas cuyos valores culturales y códigos de vida son diferentes a los de Occidente. Es decir, nos permite comprender mejor las razones fundamentales de la diversidad cultural, no desde la perspectiva del discurso demagógico del poder, sino desde la visión consciente de un escritor que se sumó a la causa de los pueblos originarios, exigiendo respeto a sus derechos más elementales.

Con todo, casi al final del relato, cuando La Baquedano arribó al Cabo de Hornos, donde se cruzan las aguas del Pacífico y el Atlántico, el último grumete, Alejandro silva Cáceres, encuentra a su hermano mayor, Manuel, quien, vestido a la usanza de los indios yáganse, vivía en calidad de cacique con una india de buen parecer y tres hijos menores. Manuel, más que representar el mestizaje cultural, asumió como suyas las costumbres ancestrales de los yáganse. Quizá por eso, mientras contemplaba las aguas gélidas del mar, se le acercó a Alejandro y le dijo: ¡Los hombres somos como los témpanos, la vida nos da vueltas a veces y cambiamos!

En esta región inhóspita y agreste, conocida como El Paraíso de la Nutria, los indios váganse sobreviven aislados del mundanal ruido de las urbes, llevando una vida sedentaria en medio de la nieve y el viento helado. Se alimentan casi exclusivamente de la caza de nutrias, lobos, pingüinos y otras aves, debido a que, a diferencia de los primeros occidentales que llegaron atraídos por la fiebre del oro, los habitantes ancestrales no conciben la propiedad privada y prefieren llevar una vida en simbiosis con la naturaleza, tomando los alimentos que les provee el mar, y, algunas veces, del trueque que realizan con los tripulantes de los barcos mercantes que atraviesan por ese frío confín del mundo.

El último grumete de la Baquedano, como todos los relatos clásicos bien contados, es una obra que no podía dejar de tener un desenlace feliz, ya que el joven protagonista, Alejandro Silva Cáceres, a su retorno a Talcahuano, lleva el uniforme de marino, y, para la alegría de su madre, las pieles y el oro que le entregó su hermano Manuel, como prueba de que el amor de un hijo por una madre es inmutable a pesar del tiempo y la distancia.

Así pues, este hermoso libro de Francisco Coloane, que fue escrito en recuerdo de la nave que formó a tantas generaciones de marinos chilenos, es un texto de lectura obligatoria para quienes desean conocer algo más sobre la legendaria historia de La Baquedano, ese buque-escuela de la Armada que, tras haber realizado el último crucero hacia el Cabo de Hornos, echó para siempre sus anclas en un puerto, como cualquier corbeta de guerra que envejeció en sus innumerables batallas y periplos.

jueves, 12 de septiembre de 2013


EL PODER Y LA CAÍDA DEL DICTADOR

El 11 de septiembre de 1973, en Chile, el país más largo y angosto de Suramérica, se produjo un sangriento golpe de Estado, protagonizado por el general Augusto Pinochet, quien, tras el asesinato del presidente constitucional Salvador Allende, se autoproclamó jefe supremo de la nación. Desde entonces, el general de ascendencia francesa, que de niño solía jugar con tambores y trompetas, que fue pésimo estudiante en la escuela y un militar mediocre en el Ejército, se convirtió en uno de los dictadores más abominables de la historia contemporánea.

Pinochet, estando en la cúspide del poder, usó todos los medios para acallar la protesta popular y borrar la imagen de Salvador Allende, cuyo legado está más vivo que nunca entre los desposeídos de esta tierra, donde la memoria colectiva, más poderosa que la resignación y la amnesia, no conoce barrotes que la encierren ni balas que la maten.

Todos recuerdan aún el día en que fue bombardeada La Moneda y la actitud heroica del presidente mártir, quien decidió no entregarse vivo a sus captores ni abandonar su puesto de combate, hasta que una bala lo desplomó cerca de una de las ventanas del palacio reducido a escombros, donde sus guardaespaldas lo encontraron tumbado en un sillón, la parte derecha del cráneo roto, la masa encefálica desparramada, el casco caído y la metralleta sobre las piernas. Pero nada pudo contra esa muerte, y menos el general golpista, pues los hombres fieles a su causa no sólo son glorificados por la historia, sino que permanecen vivos en el corazón de la gente.

Pinochet, acostumbrado a mandar al pueblo como en un cuartel, implantó una dictadura que, durante diecisiete años, cometió atropellos de lesa humanidad. Se prohibió los derechos civiles y los partidos políticos de izquierda, mientras el río Mapocho se llenaba de cadáveres, las cárceles de presos y los terrenos baldíos de desaparecidos.

Nadie que conociera al dictador, de cerca o de lejos, podía dudar de su carácter volcánico y sus instintos de criminal. Basta mirar el retrato donde aparece malencarado, con gafas oscuras, bigotes cursis y brazos cruzados, en medio de un ruedo de oficiales de estilo prusiano y miradas salvajes. Es fácil suponer que estos oficiales, dotados de una mentalidad tan autoritaria como la del general, aprendieron a la perfección la disciplina de la subordinación y constancia, bajo los lemas: Lealtad al jefe. Lealtad a la institución. Lealtad a la patria.

Cuando el dictador estaba malhumorado, los oficiales andaban en puntas, las nalgas prietas y los dientes apretados. La sola presencia del general les inspiraba silencio, respeto y temor. No me llenen las cachimbas, les advertía al menor disgusto, enseñando el puño y frunciendo el ceño. Entonces, los oficiales, teniéndolo por implacable, hacían lo que ordenaba el general, quizás no tanto por el cumplimiento del deber como por el agradecimiento de haber obtenido ventajas que jamás tuvieron.

El pinochetismo no tiene la simplicidad brutal y clásica del régimen del Tirano Banderas. Es un fenómeno más complicado, más moderno, quizás más pavoroso, escribió Jorge Edwards. En efecto, el pinochetismo no sólo fue la apología de dictadores y tiranuelos que, enfundados en vistosos uniformes militares, usaron como pretexto de sus golpes de Estado la lucha contra la subversión y el comunismo, sino también como un móvil para amasar fortunas a costa del pueblo.

El exdictador, además haber sido un devoto de la Virgen del Carmen y un sagitario que lucía un anillo con su signo, creía que su buena suerte está ligada al número cinco: nació un día terminado en cinco (1915) y en 1945 tuvo sus primeras visiones antimarxistas, en el Ejército se lo destinó al regimiento de infantería número cinco. Se casó con doña Lucía (cinco letras), quien le dio cinco hijos. El general ascendió a mayor un día quince y ocupó la quinta planta del Ministerio de Defensa cuando Allende lo designó Comandante en Jefe del Ejército. Cuando llegó a ser dictador, fue proclamado Capitán General del Ejército y, desde entonces, exhibía cinco estrellas en las charreteras, ostentaba el quinto dan de kárate y la gorra más alta del ejército, exactamente cinco centímetros más alta que la de sus subordinados.

Pinochet, quien afirmó en 1975: Me voy a morir y elecciones no habrán, no cumplió con su sueño de perpetuarse como emperador, porque el pueblo chileno, consciente de que no hay dictaduras que duren cien años, lo desalojó de La Moneda, donde entró a sangre y fuego en septiembre de 1973 y de donde salió empujado por la voluntad popular en 1990, convencido de que no hay dictadura que ponga una lápida sobre la democracia ni balas que maten la libertad, pues todos los dictadores que un día asumen el poder violentando los Derechos Humanos, otro día conocen su estrepitosa caída.

lunes, 9 de septiembre de 2013


EL TÍO DE HOJALATA

En la ciudad de El Alto, donde abunda el congestionamiento de vehículos, las basuras tiradas a su suerte, los perros callejeros y las pandillas de delincuentes, abundan también los mercados de alimentos, las casetas de comidas típicas y los thantakhatus de ropas usadas y cachivaches diversos.

En la Feria de la Zona 16 de Julio, donde pululan turistas y alteños todos los jueves y domingos, puede encontrarse desde un tornillo oxidado hasta un automóvil último modelo. Los vecinos aseveran que se trata de la Feria más grande de América Latina. Aquí se dan cita miles y miles de comerciantes informales que, hacinados en las aceras de al menos diez calles y avenidas extensas, ofrecen sus mercaderías, incluso las usadas y robadas, al mejor postor y a plena luz del día.  

Como todos los habitantes de El Alto, salí un domingo dispuesto a conocer la Feria de la cual escuché hablar desde que me establecí en Ciudad Satélite. Tomé un minibús hasta La Ceja y me bajé cerca de la carretera de la Autopista, crucé la Avenida 6 de Marzo por una pasarela que, de tanto soportar el peso de los peatones, daba la sensación de que se tambaleaba como una mecedora.

Llegar hasta la Zona 16 de Julio no fue nada fácil, tuve que avanzar abriéndome paso, casi a codazos, entre la gente que abarrotaba las calles, cargando bultos como una caravana de hormigas que iban y venían en un trajinar incesante.

En una de las calles, donde el comercio daba la sensación de ser un caldero en ebullición y los vendedores actores de un teatro de variedades, me topé con la tienda de un artesano hojalatero, en cuyas vitrinas estaban expuestas una variedad de máscaras que lucen las fraternidades folklóricas en la fastuosa Entrada del Gran Poder y la Entrada de la 16 de Julio, que se realiza cada 15 de julio, en honor a la Virgen del Carmen.

Mi curiosidad fue tan grande que, como encandilado por una luz extraña, me detuve para observar de cerca la impresionante máscara de un Achachi Moreno, que pendía de la pared a manera de muestra. Y, claro está, no dudé en entrar en la tienda para preguntar el precio de ese objeto que atrapó mi interés por su elegancia y colorido.

El dueño me atendió con amabilidad, proporcionándome el precio de varios de los objetos expuestos en las vitrinas. Al final, sólo motivado por la curiosidad, le pregunté si acaso era él quien hacía las máscaras.

–Sí –contestó.

–¡Ah! ¡Qué maravilla! –exclamé, enseñándole una alegría espontánea. Luego me atreví a preguntarle si me lo podría hacer, con el mismo material que usaba para las máscaras, la estatuilla de un Tío de la mina.

Miró la máscara del Achachi Moreno y dijo:

–Es posible. Sólo que ahora no tengo mucho tiempo, estoy con unos trabajitos que me encargaron los morenos de la Señorial. Sin embargo, en un par de semanas podría tenerlo listo.

–¡Perfecto! –acepté. Luego añadí–: No hay apuros, pero quiero estar seguro de que me lo harás. Así que te dejaré un adelanto. ¿Qué te parece?

–No hay problemas –repuso.

Recibió el billete de cincuenta bolivianos y se lo metió en el bolsillo de su chamarra salpicada de pinturas y ácidos.

–Entonces volveré en un par de semanas –dije, estrechándole la mano a tiempo de despedirme.

Él esbozó una ligera sonrisa, dio media vuelta y desapareció detrás de la puerta de su taller.
Por fin tendré un Tío de hojalata, me dije para mis adentros, desandando por las mismas calles y avenidas atestadas de comerciantes minoristas, automóviles y peatones.

Cuando volví a la tienda, dos semanas después, la estatuilla estaba todavía a medio camino. El hojalatero me hizo pasar a su taller para enseñarme su obra de arte, como un niño pícaro queriendo compartir su juguete prohibido con otro niño.

–Te falta muy poco para terminar –le dije, con la mirada puesta en la estatuilla que estaba sobre la mesa de trabajo, al lado de un soldador de pistola.

–Así es –contestó–, sólo falta ponerle su último detalle a este Tío travieso.

Efectivamente, le faltaba su falo tan grueso como su brazo; uno de los atributos característicos de este ser mitológico, guardián de las riquezas minerales en las entrañas de la Pachamama.

–Sólo falta que le pongas su enorme animal entre las piernas –le insinué entre chiste y chiste.

–Sí, pues –corroboró, como siguiéndome la onda–. Es tan largo y grueso que a cualquiera le da miedo.

–Es increíble cómo has sido capaz de hacer esta estatuilla –le comenté, mientras miraba sus ojos lacrimosos por el thinner y enrojecidos por el ácido muriático.

Todo esto forma parte de mi oficio. Corté la lámina de hojalata con tijeras, arrancando las formas y los tamaños que precisaba para darle forma a la cabeza, el cuerpo y las extremidades. Después el trabajo se hizo con la ayuda del compás tijera, la escuadra, los mazos, el soldador, la trancha, el yunque, la bigornia y el torno universal.

Me quedé asombrado ante su erudición, pues, como toda persona ajena a estos menesteres, pensaba que este oficio antiguo sólo servía para hacer utensilios de cocina y juguetes para niños, pero caí en la cuenta de que estaba completamente equivocado.

El oficio del hojalatero, si bien es de carácter artesanal, requiere extrema habilidad, precisión milimétrica y conocimientos; virtudes que se consiguen tras años de aprendizaje y práctica cotidiana. Con el maestro artesano aprendí que cortar la hojalata no es lo mismo que cortar una hoja de papel, pues el simple hecho de cortar, plegar, soldar y moldear finísimas láminas de hojalata con golpes exactos de mazo, es un proceso en el que se conjugan la firmeza y la exactitud del gesto manual.

Al cabo de una lección clara y concisa, me retiré del taller y avancé hasta la puerta principal, seguido por el hojalatero, quien parecía arrear con su cuerpo todo el aire de la tienda.
–Entonces volveré la próxima semana –le dije, estrechándole su mano callosa y teñida por el color negro de las finas partículas de hojalata.

Me alejé del lugar, sin dejar de imaginarme cómo sería el resultado final de la estatuilla. Tampoco podía dejar de pensar en el hojalatero, quien me confesó que desde niño aprendió este oficio en el taller de un pariente suyo. Por su forma de hablar, con los dejos propios del idioma aymara, daba la impresión de que ni siquiera terminó la escuela, pero que los años de trabajo esforzado le dieron una experiencia que no se adquiere en los libros ni en las instituciones académicas.

No cabía duda de que era un gran maestro en su oficio, con conocimientos empíricos en el manejo de la geometría y el dibujo técnico, que le permitían fabricar un sinnúmero de objetos a pedido de los miembros de las fraternidades folklóricas no sólo de La Paz, sino también de otras ciudades del interior; más todavía, me contó incluso que uno que otro turista le encargaba en exclusiva un trabajito para llevárselo a su país en calidad de souvenir.

Transcurrieron los días y, como tenía previsto, volví al taller para recoger la estatuilla del Tío, hecha de hojalata por un maestro artesano dotado de una imaginación prodigiosa y unas manos que adquirieron la destreza de moldear la hojalata con precisión de joyero.  


El Tío, con el rostro decorado con colores vivos, ojos saltones, nariz encorvada, barbilla mefistofélica y un rechoncho sapo entre sus cuernos, era una pieza digna de ser exhibida en un museo de arte.

–¡Es una maravilla! ¡Una verdadera maravilla! –le comenté, sin dejar de escrutar la estatuilla por todos sus costados.

El hojalatero no dijo nada, se limitó a sonreír y a bajar la mirada. Al fin y al cabo, el encargo estaba cumplido y el trabajo acabado.

–Aquí lo tienes –dijo, entregándomelo en las manos–, listo para ch´allarle cuando quieras.

No quedaba más que pagar por los servicios. La estatuilla se cotizó, como es lógico, en función al material y el tiempo empleado por el hojalatero, quien no admitió regateo alguno, consciente del valor que tenían sus trabajos hechos a pulso y sudor.


El precio fue lo de menos, lo importante es que este Tío, en el cual el hojalatero puso todo su empeño y fantasía, como quien crea nuevos objetos, ricos en detalles atractivos que despiertan la súbita fascinación de los curiosos, estaba hecho con un material que resistiría al tiempo y la corrosión, y, como si fuera poco, llevaba la impronta de un taller de artesanías de hojalata de la Zona 16 de Julio de la ciudad de El alto.

domingo, 1 de septiembre de 2013


LA MULTIFACÉTICA OBRA DE YOLANDA BEDREGAL

Yolanda Bedregal (La Paz, 21 de septiembre de 1913 – La Paz, 21 de mayo de 1999). Se cuenta que desde niña tuvo acceso al mundo intelectual boliviano, debido a que vivió en el seno de una familia de artistas e intelectuales. Su padre, Juan Francisco Bedregal, en su condición de escritor, catedrático y Rector de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), reunía en su casa a los intelectuales más notables de su época, para hablar y discutir sobre diversos temas relacionados a Bolivia y los bolivianos.

Al evocar sus años de infancia, enfundada en traje de bayeta, con ch’uspas y tullmas en las trenzas, no podía evitar el siguiente cuadro familiar: Mi padre, sabia bondad, en el escritorio, entre sus libros y nuestros lápices de color; mi madre, menuda y ágil, repartidas sus manos entre pan y ternura, el bastidor, el piano, las jaulas de canarios, su telar en el cuarto de costura (…) La abuela esbelta, pálida, frente al infaltable café yungueño y su cigarrillo Capricho, tejiendo para nuestras muñecas o encarrujando flores de trapo para el templo. La bisabuela, matrona austera de dulce pero varonil carácter, en su silla de ruedas, a lado la cuna de la guagua recién nacida en el clan (…) De aquellos seres y cosas que acompañaron mi niñez aprendí, sin yo notarlo, lo que quizá vale más en mi existencia. De mi padre, tan triste en el fondo, la alegría de darse y dar con justicia y comprensión; de mi madre, la fuerza de la debilidad activa; de mi abuela la rebeldía paciente en la desgracia; de mi bisabuela paralítica el poder de la impotencia; de mis nobles ayas aymaras, la fidelidad y el amor a mi raza; de los chicos, en su encrucijada vacilante, aprendí que estamos en un juego sagrado, serio y peligroso con Dios, con el diablo y con el prójimo (Palabras pronunciadas al recibir el Premio de Cultura de la Fundación Manuel Vicente Ballivián).

Como es natural, esta escritora polifacética tuvo una formación muy amplia desde su niñez. Asistió a una escuela primaria fiscal y obtuvo el bachillerato en el Instituto Americano. Estudió en la Academia de Bellas Artes de su ciudad natal, donde trabajó años después como profesora de escultura e historia del arte. Fue la primera boliviana que mereció una beca para estudiar estética en el Barnard College de la Universidad de Columbia, en Nueva York. Bailó en el ballet de Valentina Romanoff  y en las actuaciones de Don Antonio González B., se casó con el poeta exiliado judío-alemán Gert Cónitzer y ambos trabajaron en el Instituto de Investigaciones Pedagógicas de la ciudad de Sucre. Nunca dejó de ser profesora, pues enseñó con esmero y sin pausa en escuelas, colegios, academias, conservatorio y dando clases particulares en casa o fuera.

Yolanda Bedregal dedicó también gran parte de su talento creativo a la pintura y escultura. Sin embargo, la actividad que más ocupó su tiempo fue la literatura, en la que incursionó con toda la pasión de su alma. Publicó su primer libro a los 20 años de edad. Cultivó casi todos los géneros literarios: poesía, cuento, novela, ensayo y artículos de prensa. Su novela Bajo el oscuro sol, que es uno de los libros oficiales de lectura en los colegios, obtuvo el Premio Erich Guttentag en 1970. Sus poemas humanos y su compromiso con la realidad de los pueblos le valieron el honroso apelativo de Yolanda de Bolivia en nuestro país y Yolanda de América en Argentina.

Esta gran autora ha realizado una incansable labor de difusión de la literatura desde muchas instituciones de las cuales fue fundadora y presidenta, como la Unión Nacional de Poetas y Escritores y el Comité de Literatura Infantil. Fue Vocal del Concejo Nacional de Cultura, del Concejo Municipal de Cultura dependiente del Municipio Paceño, miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua correspondiente de la Real Española, miembro correspondiente de la Academia Argentina de Letras y secretaria del PEN Club.

Aunque hubo ausencias y dolores en su vida, testimoniada en las páginas de sus libros, nunca se quejó de su existencia, ni de las tediosas labores cotidianas, ya que su vocación de madre y esposa -no diferente a la de cualquier mujer que hace las tareas rutinarias domésticas- la llevó a cumplir sus deberes como a cualquier otra ciudadana del pueblo, con responsabilidad, disciplina y hasta con cierta devoción. Eso sí, se arrepentía mucho más de las omisiones en las que incurría que de las acciones que cometía, aunque estaba consciente de que todo lo que se hacía con fe y cariño tenía siempre, tarde o temprano, su recompensa. Todo lo que realizó a lo largo de sus años, lo hizo con la humildad del mendigo entre la riqueza de los grandes, siempre con la buena voluntad de servir a los suyos y sembrar la solidaridad con todos los que trabajan para hacer habitable y feliz esta Tierra y para que haya paz y pan en el mundo. (Palabras pronunciadas al recibir el Premio de Cultura de la Fundación Manuel Vicente Ballivián).

En virtud de su preocupación social y los sentimientos puestos en el buen destino del país, no fue ajena a los problemas que aquejaban a las clases más necesitadas y marginadas de la sociedad. No en vano fue miembro honorario del Comité Boliviano por la Paz y la Democracia. Participó en varios congresos internacionales y, en alguna ocasión, fue designada Embajadora de Bolivia en España.

Por su intensa actividad literaria y cultural recibió varios premios, reconocimientos y distinciones nacionales y extranjeras, como el Premio Nacional de Poesía, Gran Orden de la Educación Boliviana, Honor Cívico Pedro Domingo Murillo, Premio Nacional del Ministerio de Cultura, Escudo de Armas de la Ciudad de La Paz por servicios distinguidos, Caballero de la Orden de Artes y letras de Francia, Medalla Jerusalén de Israel, Dama de América por el Consejo Nacional de Derechos de la Mujer A.C. México, Medalla Gabriela Mistral por el gobierno de Chile y Condecoración Banderas de Oro del H. Senado Nacional, entre otros.

Por otro lado, cabe mencionar que el concurso anual de poesía más importante de Bolivia hace honor a su nombre. Sus cuentos y poemas han sido traducidos a varios idiomas e incluidos en revistas y antologías de los Estados Unidos y Europa. Entre sus libros dedicados a los niños destaca: El cántaro del angelito (1979), en cuyas páginas es fácil descubrir su interés por el mundo infantil, al que se dedicó con amor maternal. Sus poesías tienen un estilo modernista y tratan temas que son del interés de los niños, como ser la gestación, la muerte, la injusticia social y la discriminación racial. En El cántaro del angelito hay también poemas que sólo recrean el mundo mágico y fantástico de los niños, a través de versos que juegan con la palabra y la imaginación de sus lectores.

Yolanda Bedregal, en su fecunda labor de escritora, aportó con cerca de 20 libros, tanto en verso como en prosa, a la literatura nacional y continental. A esta cuantiosa obra se añaden las antologías, artículos y ensayos que escribió sobre múltiples temas que ocupaban su prodigiosa mente y su interés intelectual. Una ligera revisión de su producción total, nos permite constatar que abordó aspectos concernientes al arte, la pedagogía, los mitos, las leyendas, el folklore, la artesanía y, por supuesto, la religión.

Apuntes bibliográficos

Novela: Bajo el oscuro sol (1971). Poesía: Nadir (1950); Del mar y la ceniza (1957); Antología mínima (1968); Almadía (1977); Ecos (en colaboración con su esposo Gert Cónitzer, 1977); Poemar (1977); El cántaro del angelito (1979); Convocatorias (1994); Poemas para niños. Cuento: Naufragio (1977); Escrito (1994). Antología: Calendario folklórico del Departamento de La Paz. (1956); Historia del arte para niños (52 artículos escritos entre 1947 y 1948); Poesía de Bolivia, de la época precolombina al modernismo (1964); Antología de la poesía boliviana (1977); Ayllú: el altiplano boliviano (1984). Su Obra Completa, bajo el cuidado y dirección de su hija Rosángela Cónitzer,  fue publicada en cinco volúmenes en 2009.

lunes, 26 de agosto de 2013


JOSÉ ESTAY JELDRES,
UN CAMINANTE ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA

El día que lo visité a José Estay Jeldres en su trabajo, me enseñó esta fotografía tomada en el desierto arenoso y pedregoso de Palpa, a cuatrocientos kilómetros de Lima.

–A mí me impactó muchísimo el desierto, donde muchos creen que no existe vida –dijo, y luego prosiguió–: En los caseríos más olvidados del Perú instalé centros sanitarios y levanté escuelas para estos niños que no tienen pan que llevarse a la boca.

Volví la mirada sobre la fotografía y le pregunté:

–¿Qué es lo que más te impresionó en esta niña?

–Los ojos –contestó–. Los ojos son espejos que reflejan la tristeza o la alegría. Los ojos lo dicen todo…

En efecto, esta niña, de pelo desgreñado, descalza y vestida con un camisón que parece hecho de suciedad y de tiempo, tiene una mirada triste que le nace desde el fondo del alma. Sus manos, sus pequeñas y ajadas manos, se abren implorando la ayuda del fotógrafo, quien levanta la cámara para destacar el rostro de la niña y darle un efecto que nos acerque más a la realidad que, en ese instante, percibe con sus cinco sentidos, pues las fotografías de José Estay Jeldres nos hablan en primera persona, con esos aires y gestos retorcidos de lo espontáneo. Algo más, en el ángulo izquierdo de esta fotografía asoma la tímida sombra de un perro, cuya cabeza se proyecta en el suelo pedregoso, rompiendo con el calor sofocante del desierto.

–La fotografía es un arma de denuncia social y la cámara un dispositivo que permite retener el tiempo y testimoniar una realidad –dice, y aclara–: Sin embargo, no estoy recopilando mendicidad, sino una verdad que habla por sí misma, porque en el rostro de esta niña, como en los ojos de una mujer indígena, se puede reconocer América Latina, donde no hace falta buscar los motivos, porque éstos están en todas partes.

Desde luego, las fotografías de estudio no existen en el vocabulario de este artesano de la luz y la sombra, quien, para remarcar su compromiso con los desposeídos y maltratados, sostiene que sus imágenes giran en torno al tema de la mujer y los niños. Y cuando alguien le pregunta:

–¿Por qué?

La respuesta es siempre la misma:

–Porque las mujeres y los niños son los que más sufren…

José Estay Jeldres (1949 - 2012), nació al sur de Chile, en el seno de una familia pobre pero digna, y, aun siendo de ascendencia vasca y alemana, se identificó desde siempre con los mapuches, a quienes los considera sus hermanos y compañeros de lucha.

–Cuando salí de mi casa, tenía 11 años de edad, unos zapatos con agujeros y una maletita de mimbre. Lo hice porque vivía en condiciones precarias y porque mis padres no podían ya sostener una familia con trece hijos. Tomé un tren y me fui rumbo a Santiago. Allí conocí a César Antonio Pacheco, un caminante peruano que llegó de Argentina, con la mochila llena de anécdotas personales y crónicas de viajes, que me fascinaron de inmediato y me volvieron a arrancar de mi vida sedentaria.

Así comenzó su largo recorrido por América Latina en afán de conocer gente, de conocer la vida y conocerse a sí mismo. Cruzó los Andes de sur a norte, de este a oeste, adaptándose a la diversidad y austeridad de sus climas, su topografía y hasta su alimentación. En las alturas ha sufrido el punazo y el soroche. Se ha quedado impresionado con la belleza telúrica del altiplano, con los espectaculares ríos que arrastran abundantes piedras y se precipitan desde las cumbres a lo largo de cañadas o paredes rocosas. Varias veces se reencontró con su Chile natal, ha constatado la miseria en el Perú, la tragedia de los indígenas en el Ecuador y ha contemplado la grandeza precolombina en Bolivia, mientras su cámara seguía registrando la imagen de un continente que bosteza de hambre y clama justicia a los cuatro vientos.

José Estay Jeldres está resignado a asumir el epíteto de vagabundo. Su camino está ya trazado y no puede cambiar de destino. No necesita riquezas ni jaulas doradas que lo asfixien. Le basta con tener dos cámaras fotográficas, una mochila equipada, un saco de dormir, unas botas de campaña y su férrea voluntad de viajero; esa savia que le ayuda a respirar y sobrevivir en medio de la nostalgia y la soledad. No hay nada que lo ate a Suecia, salvo su familia, trabajo y, por supuesto, las bondades de esta sociedad del consumo, deslumbrante y adormecedora, que le permiten desarrollar su trabajo de solidaridad con los más necesitados de allende los mares.

Por lo demás, este ser aquejado por su corazón tan grande como el amor por el prójimo, no quiere que los amigos le levanten monumentos, sino que, simple y llanamente, pasen por las galerías donde expone sus fotografías, para que se convenzan de que los rostros de esas mujeres y niños, que nos miran desde las paredes con el semblante de tristeza y desesperanza, no son imágenes que destacan la parte estética de una realidad, sino las múltiples caras de un continente, donde José Estay Jeldres halló el mayor motivo de su vida y el mejor tema para documentar su obra hecha de luz y de sombra. 

martes, 13 de agosto de 2013

MARÍA JOSEFA MUJÍA,
LA PRIMERA POETISA DEL ROMANTICISMO BOLIVIANO

María Josefa Mujía (Sucre, 1812-1888), conocida también como la Ciega, escribió versos de dolor y de tristeza en la intimidad de su hogar. Sus biógrafos dicen que perdió la vista de tanto llorar la muerte de su padre a los catorce años de edad. Tenía una formación autodidacta y una inclinación natural a la versificación; único medio que le permitía transmitir con energía y precisión los sentimientos que le nacían desde lo más hondo de su ser.

María Josefa Mujía, considerada la primera poetisa boliviana, alimentó su intelecto y su fantasía de la mano de su hermano Agustín, quien, además de leerle las obras de los clásicos del romanticismo español y francés, le dedicó su tiempo durante veinte años, prácticamente hasta el día en que él falleció en 1854. Desde entonces, y por cerca de treinta cuatro años, la poetisa chuquisaqueña llevó una vida en soledad, privada del amor fraternal y sincero que le unía a su hermano, a quien le dictaba sus versos bajo la recomendación de no revelar jamás este secreto. Sin embargo, conmovido por la temática de los poemas, Agustín faltó a la promesa y se los enseñó confidencialmente a un amigo. Ello bastó para que se divulgase la condición poética de María Josefa Mujía, ya que, poco tiempo después, su poema, La ciega, apareció publicado en el periódico “Eco de la Opinión” de su ciudad natal.

El poema, que se supone dictó hacia 1850 y cuando frisaba aproximadamente los treinta y ocho años de edad, retrata la particular situación existencial de la autora, con un pesimismo que estrangula el corazón y un negativismo que oscurece la razón: Todo es noche, noche oscura,/ Ya no veo la hermosura.../ Ya no es bello el firmamento;/ Ya no tienen lucimiento/ Las estrellas en el cielo,/ Todo cubre un negro velo,/ Ni el día tiene esplendor,/ No hay matices, no hay colores/ Ya no hay plantas, ya no hay flores,/ Ni el campo tiene verdor.../ Lo que en el mundo adorna y viste;/ Todo es noche, noche triste/ De confusión y pavor./ Doquier miro, doquier piso./ Nada encuentro y no diviso/ Más que lobreguez y horror.../ Y en medio de esta desdicha,/ Sólo me queda una dicha/ Y es la dicha de morir.

No cabe duda de que estos versos, cargados de la insondable melancolía de un ser sensitivo y delicado, retratan de cuerpo entero a su autora, revelándonos tanto la naturaleza de un dolor sin consuelo como la soledad de su espíritu, debido a una insuficiencia que la apartó de la vida social y la condenó a asimilar los conocimientos literarios sólo de oídos, pero que, empero, no la impidió componer poemas que despertaron el interés de varios críticos como Gabriel René Moreno y el español Marcelino Menéndez y Pelayo, los mismos que, impactados por la calidad de su poesía y su situación de invidente, le dedicaron comentarios elogiosos en la prensa nacional y extranjera.

María Josefa Mujía, en el panorama de la literatura boliviana, corresponde al periodo del romanticismo, que tuvo lugar durante el siglo XIX; una época en la cual destacaron Manuel José Cortés, Mario Ramallo, Daniel Calvo, Néstor Galindo, Adela Zamudio, Ricardo Mujía, Manuel José Tovar y Nataniel Aguirre, entre otros. Se trataba de una generación de escritores que no sólo exaltó un espíritu de individualismo y subjetivismo sentimental, sino que también se movió inspirado por las ideas libertarias y las luchas anticolonialistas gestadas por los movimientos sociales y políticos que se desarrollaban tanto en Europa como en Latinoamérica.

A María Josefa Mujía, de corazón tierno y sensitivo, le tocó vivir la época en que los escritores, oponiéndose a la ilustración, el clasicismo y la revolución industrial, criticaban a las tiranías encaramadas en el poder, mientras se identificaban con las aspiraciones libertarias y se convertían en genuinos portavoces del clamor popular. Claro está que los poetas románicos, cansados de la búsqueda de la verdad y la razón, decidieron abrazar la belleza y la verdad, pero, sobre todo, se preocuparon por darle mayor sentido a los aspectos emocionales del ser y abogaron por el retorno del hombre a la naturaleza. Algunos poetas románticos, que despreciaban abiertamente el materialismo burgués y pregonaban la sencillez, fueron arrinconados por el avance avasallador del sistema capitalista, que los condujo a acabar con su vida mediante el suicidio; una medida extrema que simbolizaba de algún modo el descontento en una época en que los valores materiales parecían sobreponer a los valores humanos.

La poetisa chuquisaqueña, a diferencia de sus colegas varones que eran mitad escritores y mitad políticos, se encerró en su mundo privado y, a pesar de estar alejada de la vida pública, expresó abiertamente su admiración por los padres de la patria, quienes crearon la República por sobre los intereses del colonialismo español. Aquí es donde María Josefa Mujía cumplió con su misión social y moral; primero, porque creía que la belleza era verdad y, segundo, porque rescató los valores más nobles del ser humano. No en vano en su poema Bolívar, escrito en circunstancias hasta hoy desconocidas, le dedicó versos de simpatía y admiración al Libertador de cinco naciones americanas: Aquí reposa el ínclito guerrero:/ Bolivia triste y huérfana‚ en el mundo,/ Llora a su padre con dolor profundo,/Libertador de un hemisferio entero.../ Al resplandor de su invencible acero,/ Cayó el león de Iberia moribundo;/ Nació la libertad, árbol fecundo,/ Al eco de su voz temible y fiero.../ Honra a la historia y enaltece al hombre/ ¡Bolívar! genio de eternal memoria,/ Nombre que dice: ¡Libertad y gloria!

María Josefa Mujía experimentó también las ataduras sociales y morales de una época en que la mujer estaba condenada a vivir recluida entre las cuatro paredes del hogar, dedicada al cuidado de sus atributos femeninos y a los quehaceres domésticos, aparte de estar sometidas a los caprichos del varón, el mismo que, amparado por la cultura patriarcal y la doble moral religiosa, tomaba las decisiones sobre los aspectos concernientes a las superestructuras de la sociedad. Por entonces no era fácil ser mujer y mucho menos una mujer intelectual que, a tiempo de gozar de los mismos derechos que el hombre, influyera en el destino de la nación. Quizás por eso, y en despecho de su entorno social, decidió alejarse de los compromisos convencionales.

Lo curioso de esta romántica boliviana es su rechazo a vivir en pareja con el amor de su vida. No contrajo matrimonio ni formó familia. Su alma se cerró a uno de los sentimientos que más inspiró a los románticos de todos los tiempos; más todavía, en su poema, Al amor, calificó este sentimiento de ídolo falso que el mortal adora, sinónimo de muerte, veneno y amargura. Ella, que se ufanó de haber conservado su corazón ileso y libre del amor, afirmó en otros versos: Si mi mejilla en llanto se humedece/ Y si en el corazón hay amargor,/ Si en la angustia, la dolencia crece,/ No es del acíbar de tu copa, amor.../ ¡No te conozco, y de esto me glorío!/ Tu nombre odioso escucho con horror,/ Y al ver que causas males mil, impío,/ Te dice el labio: ¡Maldición, amor!.../ Sé que el interés te vence, abate, humilla;/ Sé que los celos te dan gran temor;/ Sé que el mortal te inclina la rodilla./ ¡Yo te desprecio y te maldigo, amor!

Si en su famoso poema La ciega revela la sombra de su vista y su alma, en un afán de encontrar la luz y la paz sólo en los brazos de la dama sombría que es la muerte; en su poema Al amor destila la amargura, la desilusión y el sentimiento de quien se sabe encerrada en un horrible cautiverio, donde no se siente la presencia de Dios sino de la desesperanza y el dolor. Aun así, su poesía resalta la conciencia del Yo como entidad autónoma y crea un universo propio de acuerdo a las circunstancias y necesidades que rodearon su situación existencial, compuesta de escenarios lúgubres y sentimientos de honda melancolía, como quien cumple al pie de la letra las aspiraciones profundas de los poetas más románticos de su época.