miércoles, 24 de julio de 2013


UN VIAJE FANTÁSTICO 
HACIA LA LITERATURA FINLANDESA

Realizar un crucero entre Estocolmo y Helsinki es una mágica mutación del tiempo, una forma de experimentar las sensaciones más placenteras del alma, sobre todo, cuando en un crucero que flota entre las aguas gélidas, como un lujoso hotel de proa a popa, se tiene la compañía de personas que parecen haber sido arrancadas de las epopeyas del Kálevala.

Para empezar, cualquier viaje por alta mar constituye de por sí una aventura inolvidable. El simple hecho de encontrarse en un universo de pasillos, escaleras, ascensores y camarotes, es una suerte de laberinto que uno acepta complacido, pues todas escaleras, ascensores o pasillos, conducen a un sitio sosegado y grato para las emociones más sublimes de la vida.

Estando ya en la cubierta de ese rompehielos del tipo Urho, que es un gigante invencible entre los bloques de hielo, ocupé mi lugar cerca del bar, bebí a sorbos una copa de Koskinkorva (aguardiente finlandés) y contemplé, a través de la ventanilla, el paisaje blanquecino, donde las islas emergían como osos polares y la nieve refulgía al contacto de los rayos del sol. Al cabo de un rato llegó mi acompañante de viaje, se dejó caer sobre el taburete y dijo: Este viaje no lo olvidarás jamás. Y agregó: Muchas culturas influyeron en la vida cultural finlandesa, desde los clásicos de la literatura rusa hasta el fatalismo de Edvar Munch, que tanto afectó espiritualmente a nuestros intelectuales.

El pueblo finlandés posee una literatura y un idioma propios, a pesar de que las invasiones sucesivas de su territorio por rusos, suecos, daneses y alemanes, han dejado su impronta en diversos dialectos. No obstante, según los filólogos, el idioma finlandés es uno de los más perfectos, dulces y armoniosos, y que tiene como parientes lingüísticos al estonio y, en cierto modo, al húngaro.

Antiguamente, las comunidades agrícolas se agruparon en pueblos y fue ahí donde nació la literatura de la tradición oral, compuesta de poemas épicos, leyendas, cuentos, proverbios y adivinanzas. Además, la fuerte atracción por la naturaleza virgen y los paisajes silvestres dirigió el arte y la literatura hacia el carelianismo, al este de Carelia y al oeste de Rusia, la cuna de las narraciones folklóricas del Kálevala. Se sabe que los eruditos se interesaron por estos cuentos a comienzos del siglo XIX, y a partir de entonces surgió una literatura estrictamente finlandesa.


El Dr. Elias Lönnrot descubrió que todos los cantos del Kálevala resultaban ser los fragmentos de una misma y monumental obra. Él los rescató de la tradición oral y formó una epopeya descrita en 22.000 versos, que fueron publicados por vez primera en 1835. Es decir, al igual que el Popol Vuh de  los mayas, el Kálevala es la única epopeya popular cuyo autor es el pueblo.

Cerca de la medianoche, en medio del mes más frío del invierno, bajamos al sótano del crucero e ingresamos a un baño sauna, mientras mi interlocutora me comentaba que sus paisanos aún conservaban una serie de costumbres ancestrales y esparcimientos atávicos, como eso de bañarse en un sauna calentado con leña. Los finlandeses han construido el sauna antes que los otros cuartos de una casa, me dijo. La misma palabra sauna ha recorrido el mundo entero, sin necesidad de buscarle un equivalente en otros idiomas. Y, en efecto, recordé inmediatamente que en Bolivia, entre los altos picos de la cordillera andina, los baños termales se conocen también con el nombre de sauna.


El regalo más auténtico, para cualquiera que visite Helsinki, es un baño de vapor entre 70 y 100 °C, que forman parte del paisaje y la literatura. El sauna no es un local de masajes ni un salón de belleza, sino un lugar agradable y saludable para el cuerpo, aunque los saunas en los cruceros son demasiado sofisticados, a diferencia de los que existen en las casas de campo, rodeadas de bosques y a orillas del lago. Allí uno entra en el sauna todo el año, me aseveró mi acompañante, enjugándose las gotas de sudor que le corrían por la cara. En el campo, el sauna se calienta con leña y no faltan las ramas frescas de abedul para que uno se golpee el cuerpo, impregnándose de un olor alucinante. Cuando salimos del sauna, mi cuerpo sediento exigía una cerveza fría y un bocadillo de jamón con queso. Al beber la cerveza, sentí como si echara agua helada en una hornilla.

Al día siguiente, el crucero pasó por el castillo de Turka y atracó en el puerto de Helsinki, allí donde los edificios se alzan desordenadamente a orillas del mar, como si hubiesen crecido atropelladamente en medio de los bosques y el agua. Cerca del puerto había un mercadillo antiguo y en sus calles un manto de nieve recién caído del cielo, y mientras caminamos en dirección a la Plaza del Senado, entre edificios de techumbres blancas y peatones enfundados en pieles, recordaba haber leído, en alguna parte, que esta ciudad fue fundada en 1550 por el rey sueco Gustav Vasa y convertida en el centro de la administración política y económica del país por el zar ruso Alejandro I y, posteriormente, por Alejandro II, cuya estatua se levanta enfrente del Consejo de Estado, la Catedral, la Universidad y demás edificios que encuentran su modelo monumental en la ciudad de San Petersburgo.


Luego de recorrer por las calles, donde la nieve bailaba ante las luces resbalosas y agónicas de una urbe que llama la atención del viajero, entramos en un café que me situó vertiginosamente en uno de ésos que se ven en las películas rodadas a principios del siglo XX. De las paredes pendían cuadros antiguos y en las mesas, toscamente labradas a mano, humeaban las tazas de té y café. Todo el ámbito parecía formar parte de mí, de mi carácter romántico y hasta melancólico. Después, seguimos caminando por la ciudad, entramos en un restaurante ruso, nos sentamos a la luz de un candelabro y hablamos de los bolcheviques desterrados y ejecutados por los secuaces de Stalin. Pero, sobre todo, hablamos de la poesía social y de los amores secretos de Mayakovsky, de su pasión política que le dictó sus mejores versos y su trágico final. Como se sabe, Vladimir Mayakovsky se quitó la vida de un disparo en el corazón y en el cuarto del hotel no quedó más que el olor a pólvora.


Por la tarde paseamos alrededor de una iglesia de cúpulas afiladas, mientras caía una nieve que se podía coger en el aire y hacerla bolas en la mano. Contemplamos el monumento erigido en homenaje a Jean Sibelius, que es una verdadera sinfonía de acero y cristal, y el monumento de Aleksis Kivi, escritor que, como dramaturgo, ha conquistado el rango de escritor nacional y cuyas obras se representan en los escenarios del mundo. Además, en honor a su talento literario se celebra cada verano el Festival de Kivi en Nurmijärvi, su pueblo natal.

La nieve se hizo tan intensa, que me refugié en el restaurante Elit, lugar donde se reúne la intelectualidad finlandesa. Delante del restaurante, en un parquecillo despojado de árboles, están unas piedras ovaladas y piramidales, dedicadas al escritor Mika Waltari, una de las cumbres más altas del nacimiento del Tulenkantajat (primer movimiento modernista que abrió las ventanas a Europa) y uno de los pocos  escritores que alcanzó renombre internacional con sus novelas históricas, entre ellas, su obra más famosa y traducida: Sinuhé, el egipcio (1945).


Cuando abandonamos el restaurante, paseamos por Alvar Aalto y el bulevar de Esplanadi, claro está, sin dejar de conversar de Väinö Linna, que escribió la novela El soldado desconocido, una verdadera joya de la literatura finlandesa y un cálido homenaje al soldado anónimo que participó en la Segunda Guerra Mundial, y que hoy luce su monumento de metal en una de las principales plazas de la ciudad.

Debo confesar que jamás había conversado tanto sobre la literatura finlandesa ni sobre la vida y obra de Eino Leino y Pentti Saarikoski; dos poetas que sintetizaron la lírica más perfecta de este país nórdico y dos vidas que fueron el fiel reflejo de esas almas en permanente conflicto consigo mismas y con su tiempo. La vida y obra de estos escritores se parece mucho a la de mis compatriotas, le dije a mi acompañante, refiriéndome a Arturo Borda y Jaime Saenz, dos personajes que encerraban en sí un misterio insondable.


Pentti Saarikoski, nacido el 2 de septiembre 1937 en Impilahti, cerca de la frontera con Rusia, comenzó sus estudios universitarios a la edad de 16 años y publicó su primera colección de poemas en 1958. Fue considerado l'enfant terrible de la literatura finlandesa y uno de los escritores modernista más importantes de la posguerra.

Pentti Saarikoski, que dio a luz treinta obras tanto en verso como en prosa, fue aclamado unánimemente por la crítica especializada desde un principio y, en su condición de erudito y políglota, se hizo célebre con sus traducciones de las obras de algunos autores contemporáneos, como James Joyce, J.D. Salinger, Henry Miller, y con la traducción de una serie de obras clásicas, donde no podían faltar autores griegos y latinos, como Eurípides, Heráclito, Sófocles, Catulo, Homero y Aristóteles.

Abrazó las ideas comunistas durante la Guerra Fría y en sus columnas periodísticas no dejó de satirizar la doble moral religiosa ni criticar la actitud conservadora de las instituciones creadas por el sistema capitalista. Su vida y obra, como en el caso de los poetas que se mueven en las periferias aun estando en el centro de mira de todos, estuvieron marcadas por el alcoholismo y la desilusión.

En sus apariciones públicas, ya sea entre los académicos o amantes de su poesía, casi siempre le acompañaba una botella de aguardiente. Fue en estas condiciones que lo conocí a principios de 1980 en una tertulia literaria en Estocolmo, donde leyó sus poemas en sueco, haciendo gala de su estado ebrio, que en él era ya un estado natural; vestía de manera desaliñada, como si no le importara los qué dirán, y tenía una cinta ancha y de colores sujetándole su alborotada cabellera.

Esa noche, inolvidable para mí, lo escuché leer con una voz gangosa que parecía brotarle desde lo más recóndito del alma: Una muchacha/ bella como un diente de león/ tomó mi mano y dijo/ Yo soy la luz que te conduce a la penumbra/ No hay por qué alardear de la cosecha cuando recojo papas/ el verano fue seco, yo estaba hecho un haragán/ bello como un diente de león/ Tendremos que dormir con las piernas enlazadas/ y encogidas/ estas camas no fueron hechas para gente de nuestra talla/ Les digo a las urracas que todos/ los hombres de la tierra/ son mis hijos y que la luz eres tú/ bella como un diente de león me conduces/ a la penumbra/ He devorado la ciencia del bien y del mal, el cielo está nublado/ las filosofías y políticas se quiebran como ramas secas...

La misma noche de la tertulia me enteré de que vivía desde hace años en Gotemburgo, donde llegó sin más equipaje que un par de diccionarios bajo el brazo, dispuesto a compartir sus penas y alegrías con la catedrática de sociología Mia Berner; la mujer de ascendencia noruega que, a fuerza de sostener una relación nada fácil pero estampada por el sello del amor, lo acompañó hasta los últimos días de su vida.


Se cuenta que Pentti Saarikoski, siempre que podía escaparse de su casa, ubicada en la pintoresca isla de Tjörn, se iba a la ciudad de Gotemburgo, donde compartía sus botellas de aguardiente con los bebedores hacinados en los parques, cansado ya de polemizar con los intelectuales de pacotilla y decidido a refugiarse en los bajos fondos de la condición humana. Así pasó los últimos ocho años de su vida en Suecia, considerada su segunda patria, hasta que las garras del alcohol se lo llevaron a la tumba el 24 de agosto 1983 en Joensuu, Finlandia, a los escasos 46 años de edad. Desde entonces, sus restos descansan en Heinävesi, lejos de su tierra natal, en el cementerio del monasterio de Valamo.

Entrada ya la tarde en Helsinki, y mientras avanzaba en dirección al puerto para retornar a Estocolmo en el crucero Viking Line, mis pies iban dejando huellas impresas sobre la nieve, como señalando el sendero por donde retornaría a interiorizarme en la literatura finlandesa y su gente, quizás uno de esos días en que, como describen los versos de Pentti Saarikoski, los cielos grises pasan/ sobre un jardín que cuelga del cielo/ y la tierra se cuela en la boca como si fuera pan.

Imágenes:

1. El crucero Viking Line en el puerto de Estocolmo
2. Una epopeya del Kálevala
3. Sauna finlandés
4. El bulevar Esplanadi en el centro de la ciudad
5. Monumento del compositor Jean Sibelius
6. El escritor Mika Waltari
7. El poeta Pentti Saarikoski
8. Pentti Saarikoski

viernes, 19 de julio de 2013


LA PROSA LÍRICA DE JUAN CRISTÓBAL

Al vate peruano lo conocí por intermedio de nuestro común amigo Marco Minguillo, quien, en cierta ocasión y a propósito del tema de los escritores comprometidos, me sugirió enviarle uno de mis libros. Así lo hice. Tiempo después, y en respuesta a mi sincera propuesta de amistad, recibí, vía España, algunos de sus poemarios, entre ellos, un folleto de prosa poética intitulado: Para después de la muerte (Lima, 2001).

Cuando leí el título, desde luego sugestivo, lo primero que se me vino a la mente fue la idea de que el autor escribió una suerte de epístola destina a quienes yacen en los terrenos baldíos del más allá. Más ni bien me aventuré en sus páginas, comprendí que estaba equivocado, pues él mismo advierte en sus palabras preliminares, que las historias (o leyendas) reunidas en el folleto las imaginó a partir de sucesos concretos, aun estando consciente de que la realidad sólo se escribe en los vientos de la historia. O en el silencio inaccesible de las piedras. No es menos sugestivo el hecho de que Juan Cristóbal nos pide no inquietarnos por su vida, sino más bien recordarlo en algún bar, contando margaritas o luciérnagas a los niños, tal a esos viejos y milenarios hechiceros que con palabras milagrosas hacían revivir y cantar a las cigarras en las cosechas de los pueblos.

Estas denominadas leyendas, en realidad, son fragmentos de una prosa lírica, cuyos argumentos carecen de tramas y personajes con voz propia.  En consecuencia, los textos breves de Para después de la muerte, más que ser leyendas, son una serie de reflexiones que, narradas en primera persona y con la destreza de quien domina el oficio, recrean imágenes inverosímiles como en El pacto, La Promesa y La muerte. Asimismo, en otros textos, que parecen estructurados sobre la base de visiones oníricas, el autor se preocupa por narrar hechos que lo retornan, de un modo consciente o inconsciente, a los años de su infancia. Ahí tenemos, por ejemplo, El abuelo, un fragmento en el que nos entrega, con añoranza de adulto y palabras tiernas, la personalidad de un anciano que, aparte de llorar como un niño y jugar con los animales, conversaba con los perros.
 
La mayoría de los textos constituyen reflexiones existenciales sobre el ser o no ser, sobre las preocupaciones del hombre y sus asuntos. Así, en Canción de la muerte, nos dice: Y aunque camine loco por los puentes, debo seguir charlando con los grillos, darles las ‘buenas noches’ a los gallos, y si es posible vivir en ese rincón donde los melocotones se pierden en los ojos de los niños, pues sólo allí podré recordar las huellas de la amada y revivir esos veranos cuando salía, con las lanzas del abuelo, al encuentro de la guerra, a pesar de los ruegos de las sacerdotisas de la luna.

Por otro lado, y como es natural en el caso de los poetas, el autor se permite ciertas licencias literarias, que le permiten poner a salvo el clima de ficción en las narraciones y, a la vez, transmitir sus concepciones acerca de cómo se formó el mundo lleno de contrariedades e injusticias, como si fuesen una suerte de pecado original. El autor, en una descarga emotiva, nos sugiere algunas de sus ideas ecologistas hoy tan en boga entre los intelectuales de la izquierda latinoamericana.

Juan Cristóbal, lejos de toda consideración de la crítica literaria, demuestra que en prosa sí caben gotas de poesía. No es casual que el autor, intentando deslumbrarnos con su efectividad verbal y su chispeante fantasía, nos plantee temas y situaciones descritos con un alto valor estético, como se muestran en Los jaguares o La historia del tiempo, donde se explaya expresiones dignas de ser tomadas en cuenta por los iniciados en el ejercicio de la palabra escritura. En La guerra se lee: Ciertamente, antaño, nuestros padres eran fuertes, hermosos y ágiles como tigres escondidos, pero el tiempo pasa, y todo cambia en la oscuridad del domingo. Ahora, los animales, como voces hambrientas, nos persiguen y matan. Por último, en El milagro nos dice: Los perros seguían durmiendo junto a las hogueras, cuidando la memoria de sus dueños y la rivalidad con los vecinos, a la hora en que los sapos cantaban en los charcos como forasteros extraviados en la lluvia.

Es preciso señalar que Juan Cristóbal, como varios poetas tocados por las hadas de la imaginación, ha dedicado parte de su obra a los pequeños lectores. Su sensibilidad es proclive a la buena intención de la palabra, sobre todo, cuando intenta acercarse al mundo mágico de los niños, con versos que le brotan desde el fondo de ese niño que es él mismo. Esta faceta, quizás la menos conocida de este artesano palabrero, está presente en sus poemas infantiles, cuyos versos revelan a un hombre que quiere revolotear como mariposa entre los niños y las flores, llevando a cuestas sus poemas que cantan al amor y la vida.

La lectura de Para después de la muerte, folleto sencillo pero expresivo, me ha servido para conocer mejor a este lejano amigo, admirador del poeta chileno Jorge Teillier y defensor de las virtudes humanas que, según sus propios conceptos, se reflejan de un modo nítido en la sencillez y el compromiso con las causas libertarias. Dos razones fundamentales para cultivar una amistad sin fronteras y recordarle que su oficio no es vano en tiempo en que debemos de aunar esfuerzos para denunciar las mentiras del imperio.

Juan Cristóbal (seudónimo de José Pardo del Arco, Lima, 1941). Licenciado en Literatura. Ejerció la docencia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Universidad San Martín de Porres. Actualmente enseña el curso de Introducción a la Literatura y Literatura Peruana del siglo XIX, en la Universidad Privada María Inmaculada. Su obra mereció distinciones tanto en Perú como en otros países latinoamericanos. Entre sus poemarios destacan: Cantual (1963), Gidumot (1964),  Difícil olvidar (1975), El Osario de los inocentes (1976), Estación de los desamparados (1978), Horas de lucha (1980), La isla del tesoro (al alimón con Jorge Teillier, 1982), Desde la soledad de las colinas (1989), Celebraciones de un cazador (1994), Lecciones de historia (1994), Poblando los silencios (1996), Los rostros ebrios de la noche (1999) y En los bosques de cervezas azules (2001). También ha incursionado en el cuento y el periodismo. En su bibliografía se encuentran las prosas testimoniales: ¡Disciplina, compañeros! (1985), ¿Existe cultura obrera? (1991), Uchuraccay (2002), y tres recopilaciones: Crítica marxista del Apra (1979), ¿Todos murieron? (1987) y Entre el fuego y la razón, obra periodística de Jorge Mendívil (1988).

lunes, 8 de julio de 2013


EL SILENCIO EN SKÄRGÅRDEN

El día que decidí conocer Skärgården, la región más hermosa del archipiélago estocolmense, tenía la predisposición de salirme del tiempo y del espacio, y vaciarme en la nada, con la intención de encontrarme con mis silencios y con una naturaleza que rompe el orden establecido por una sociedad hecha a golpes de horarios y leyes.

Así, la mochila al hombro y un equipaje que contenía lo estrictamente necesario, me dirigí hacia el muelle donde estaba el yate presto a transportarme a lo largo de un canal, que se abría formando un brazo lleno de islas, bosques y aves.

El yate, sin ser demasiado grande, parecía una caseta flotante de popa a proa; tenía cocina a gas, dormitorio, comedor y hasta un espacio donde los tripulantes podían moverse sin dificultades.

Al cabo de izar las velas, en procura de apresar el viento que me daría el impulso y la dirección, me sentí como un marinero cuyo único temor era perder las agujas del sextante en medio de una naturaleza dominada por la soledad más absoluta que imaginarse pueda.

El yate zarpó entre una brisa que jugaba con las olas, mientras una bandada de gaviotas graznaba en el aire y un conjunto de patos silvestres desfilan por delante de la proa. Me senté en la popa, aferrado al timón y, sin ser maestro en las ciencias de navegar, conduje el yate sobre las aguas azulinas de un hermoso canal, donde no hacía falta controlar a cada instante la brújula ni el sextante para determinar la ruta que debía tomar.

Estando a mar abierto, el yate avanzó viento en popa, en tanto yo miraba la profundidad tenebrosa que me provocaba vértigos y escalofríos, recordándome la trágica historia de los navíos que zozobraron en alta mar, llevándose al fondo herramientas, velas, monedas, armas, máscaras de proa y las pertenencias personales de la tripulación. A ratos, cuando las olas crecían desafiantes, me acordaba del trasatlántico Titanic y del crucero Estonia, cuyos pasajeros fueron a dar en las profundidades gélidas y oscuras del mar, sin más consuelo que una muerte segura pero exasperante que, según me imaginaba, les revolcó los ojos mientras por la boca se les escapaba el último atisbo de vida.

Al declinar la tarde, y después de echar las anclas en el muelle improvisado de una isla, me apeé en las rocas, pensando en que todo lo que un día viene de la naturaleza, vuelve otro día a la naturaleza, más o menos, como el aire que se aspira y se respira.

El sol se hundía en el horizonte, donde se juntaban el cielo y el mar en una línea sutil e imaginaria. La noche cayó mansa, como un manto salpicado de estrellas y una luna que se alzaba como un enorme queso en las alturas. Las gaviotas y los alcatraces se recogieron a sus guaridas, unos nadando, otros volando.

Al día siguiente me despertó un chorro de luz dorada que se filtró por la ventanilla de la cubierta. Me desperecé sobre la camilla angosta y salí de la bolsa térmica rumbo a la popa, desde cuyo asiento vi nacer el alba, con ese amarillo-naranja del sol que estalla en las aguas, poniendo una raya de luz sobre las rocas y los abetos recortados contra el cielo.
En la isla de Skärgården experimenté la belleza salvaje de la naturaleza y un modo de salirse del tiempo y alejarse del mundanal ajetreo de la ciudad, donde todo está programado casi cronométricamente.

En Skärgården, a mar y cielo abiertos, todo permanecía tranquilo y en silencio, como si la calma se hubiese instalado en cada cosa. No escuché más voz humana que la mía y, para mi asombro, constaté que las palabras carecían de sentido en un lugar donde la brisa y el murmullo de las aguas eran los únicos ruidos que asomaban al oído. El silencio me devolvió la calma espiritual que hacía tiempo la había perdido entre las costumbres atávicas de la sociedad de consumo, donde el estrés es el patrón que manda sobre la vida de los habitantes.

Al mediodía, cuando el sol se puso en el centro del cielo y el calor se hizo sofocante, me quité las ropas y, paseándome con aires de nudista experto, me lancé al agua, donde me zambullí sin más instrumentos que un cíclope que me permitía observar a los peces escabulléndose entre algas y helechos. Para experimentar esta aventura efímera no hacían falta los tanques de oxígeno, aletas, máscaras y escopetas de aire comprimido, salvo unos pulmones llenos de aire y las extremidades dispuestas a resistir los desafíos de una natación sin virajes ni contorsiones.

A poco de estar sumergido en el agua, cuya belleza era tan seductora como peligrosa, me invadió una sensación de angustia induciéndome a pensar en esa muerte atroz que le persigue a cada naufrago. De modo que, a punto de expirar el último aliento de vida en medio de las olas que me arrojaban de un lado a otro, braceé con ese temor de quien ha perdido las fuerzas y esperanzas de sobrevivir a las embestidas de ese coloso que esconde sus misterios en el fondo de sus entrañas. Pero como el instinto de vida es más fuerte que el instinto de muerte, salí a flote como un corcho y me acerqué a las rocas, intentando relajarme del cansancio y despojarme del temor que se apoderó de mi cuerpo.


Esa noche amainó la brisa y la mañana despertó magnífica. Levanté las velas del yate y retorné al bullicio de la gran ciudad, sin otro pensamiento que volver a Skärgården, ese lugar donde se detuvo el tiempo y la tranquilidad, y donde yo aprendí a navegar, leer la cartografía, manejar los compases y controlar el timón con una seguridad que sólo se aprende con la voluntad de quienes se echan a la mar con la predisposición de enfrentarse a una naturaleza hermosa pero en extremo peligrosa. Y, lo que es más importante, recobré la serenidad que me permitió experimentar las sensaciones más profundas de la libertad y conocer un paisaje que, sin exagerar, es un chorro de aire fresco para quien vive encerrado entre las cuatro paredes de un cuarto.

lunes, 1 de julio de 2013


EL POZO

Cuando era niño, y aún vivía en una población minera donde las familias se abastecían con pocos litros de agua como en las aldeas del desierto, tenía que ir al pozo, carente de bomba y de piletas, que estaba en las afuera del pueblo, muy cerquita de un matadero de reses, donde los humanos parecían compartir con los animales el agua turbia y contaminada, que no venía por una tubería ni saltaba por un grifo, sino que brotaba desde las mismísimas entrañas de la Pachamama.

Todas las mañanas y tardes, luego de llegar de la escuela, tenía que ir al pozo, agarrado de dos baldes que mi madre compró al precio de uno. Por lo tanto, lo que empezó siendo una obligación familiar, terminó siendo una costumbre que formaba parte de mi existencia cotidiana. Si bien es cierto que despertar temprano para ir por agua no era lo más placentero, es cierto también que no me daba pereza, sobre todo, cuando pensaba que el agua era tan elemental como el aire que respiraba.

Ya me habían enseñado en las lecciones de ciencias naturales que el agua cubre la mayor parte de la superficie terrestre y que, como por arte de magia, circula por el planeta como por el cuerpo humano, compuesto más por agua que por sangre. Entonces no cabía duda de que este elemento líquido era indispensable para dar y recibir vida, y que, contrariamente a la creencia popular, es una sustancia común en el universo, donde está presente en forma  líquida, incluso debajo de las gruesas capas de hielo del Polo Norte y el Polo Sur; en forma sólida, como en la faz de la luna; y en forma gaseosa, como en la cola de los cometas.

Apenas ocupaba mi puesto en la fila, llena de recipientes de diversas formas, tamaños y colores, veía a mujeres y niños dispuestos a llenar, a fuerza de brazos y pulmón, los recipientes con el agua del pozo, que no tenía brocal ni polea. En los rostros de la gente, de piel deshidratada y curtida por las inclemencias del altiplano, se dibujaba una ligera sonrisa, como si el pozo fuese un santuario donde la gente acudía en romería a cualquier hora del día. 

Escuchar el sonido del agua, ver los borbotones en la roca, era motivo de enorme alegría, como si el simple hecho de tener acceso  a él fuese sinónimo de tener acceso a la vida. Algunas veces, mientras avanzaba en la fila, empujando mis baldes con los pies, me daba la impresión de que la vida se sucedía como el agua que brotaba de las rocas y fluía por las quebradas del río, donde hasta las piedras parecían refrescarse del abrasante sol de la mañana; otras veces, me imaginaba que las rocas sudaban gotas de agua y que las gotas caían con una melodía lejana, en medio de una topografía árida y pedregosa.

La tierra que rodeaba al pozo era seca y polvorienta. Sólo en épocas de lluvia era húmeda y hasta quedaban estampadas las huellas de los caminantes, quienes llevaban a cuestas sus pesadas cargas de agua, ya sea en bidones de plástico o en latas de alcohol y manteca, convertidas en verdaderas cisternas por el ingenio de los hojalateros más humildes del pueblo.

El agua del pozo era insípida, turbia y estaba plagada de parásitos que, casi de manera inevitable, se metían en los recipientes como lombrices y microbios de extrañas anatomías. Las paredes laterales del pozo, hechas de greda y granito, estaban cubiertas de algas y musgos, mientras en el fondo croaban las ranas y nadaban los renacuajos como un enjambre de pececillos cabezones.

En el pozo era fácil constatar que las aguas están llenas de microorganismos. No en vano las primeras formas de vida aparecieron en las turbulencias del mar, en las corrientes del río y en las profundidades del lago; un reino en el cual todavía sobreviven una variedad de peces, mamíferos y anfibios, aparte de las plantas acuáticas que parecen monstruos mecidos por los flujos y reflujos.

El agua del pozo, según supe después por testimonios de mis vecinos, era el principal causante de las enfermedades intestinales que aquejaban a los pobladores. Claro está, cómo no iba a serlo, si no era agua filtrada ni potable. Además, para el colmo de los pesares, algunas personas hacían sus necesidades sólo a unos metros más allá del pozo, convirtiendo el agua que brotaba de las rocas en un líquido fecal, que luego desparecía como serpiente grisácea entre las piedras del río.

Apenas llenaba mis baldes, con la sensación de un beduino que encuentra un oasis entre las dunas del desierto, me retiraba del lugar y regresaba a casa por el mismo sendero cubierto de grava. Acarrear el agua, bajo sol o bajo sombra, era un trabajo que nos tocaba a los niños y a las amas de casa, quienes, como en todo pueblo carente de alcantarillas y agua potable, eran las aguateras que iban y venían del pozo batiendo mantas y polleras. Parecían hormigas avanzando contra las ráfagas del viento y fantasmas envueltas por las corrientes del frío.

Yo caminaba a paso lento y seguro, en procura de llegar a casa con los baldes llenos de agua, porque el agua en aquel pueblo, como en un lejano desierto, era un tesoro apreciado por todos. Perder gotas de agua en el trayecto, por un simple descuido o un tropezón indebido, era como perder perlas que se esfumaban en la tierra apisonada o se evaporaban bajo un sol calcinante.

De algún modo extraño, y sin que nadie me lo explicara, estaba consciente de que los baldes de agua servían para beber, lavar la ropa, fregar las vajillas, lavar las frutas y verduras; lavarme las manos, los pies y la cara. Quizás por eso ahora, que soy mayor y vivo en una ciudad donde se desperdicia el agua a raudales, tanto en la cocina como en la ducha y el lavabo, me duele hasta el fondo del alma, porque yo sí sé lo que implica no tener agua potable en casa; este elemento vital que, por desgracia, es cada vez más escaso en los países más pobres de este pobre planeta.

jueves, 27 de junio de 2013


PEÑAS ES ALGO MÁS QUE UN MONUMENTO HISTÓRICO

Un maestro carpintero, que trabaja en la ciudad de El Alto desde su infancia, me contó que era originario de Peñas, la comunidad aymara donde fue descuartizado Túpac Katari. Ni bien terminó de hablar, le pregunté a quemarropa: ¿Y cómo se siente uno que nació en ese pueblo histórico? Él se encogió de hombros y, esbozando un gesto de desinterés, contestó: Normal, uno se siente normal. Además, allí no hay nada… Luego él volvió a su faena cotidiana y yo me quedé pensando en que Peñas debía ser algo más que un monumento histórico, así que decidí viajar para comprobar si era cierto lo que me afirmó el maestro carpintero, que por ese entonces estaba construyendo, de manera artesanal, los modestos estantes de mi biblioteca.

El microbús, atestado de pasajeros, partió desde la avenida Chacaltaya de la ciudad de El Alto y avanzó por una carretera asfaltada y flanqueada por un paisaje que exhibía la belleza del altiplano en todo su esplendor. Yo tenía la mirada puesta en los picos nevados de la cordillera y, a ratos, me imaginaba que las montañas despertaban envueltas en un frío metálico, como en una suerte de témpano que, al contacto con los primeros rayos del sol, reverberaban hiriendo la vista, mientras en el alma andina se retorcía la tristeza con furor incontenible. No en vano Óscar Cerruto describió en sus versos: El Altiplano es resplandeciente como un acero/…rayado de caminos y de tristeza/ como palma del minero/… duro de hielos/ y donde el frío es azul como la piel de los muertos.

Por suerte, el día de mi viaje, la mañana despertó radiante y apenas se sentían las corrientes de aire frío. Además, estaba convencido de que todo viaje implicaba experimentar la maravilla ante lo trascendental y el asombro ante lo insólito, aparte de descubrir un mundo exterior, explorar lo desconocido, adquirir información sobre lo ajeno, conocer otras gentes y adentrarse en costumbres ancestrales. Esta vez pude constatar lo mismo, pues apenas llegué a la plaza del pueblo, sentí la emoción de encontrarme, bajo el sol que caldeaba la mañana, en un sitio que poseía la virtud de estar rodeado de un halo misterioso, que invocaba a fantasear sobre un hecho histórico que marcó un antes y un después en las luchas anticolonialistas en el Alto Perú.


No es para menos, este milenario pueblo del municipio de Batallas de la provincia Los Andes, situado a 80 kilómetros de la sede de gobierno, es el lugar donde el caudillo indígena Túpac Katari hizo su fortín y pasó los últimos días de su vida. Aquí está la cueva llamada Concuntiji, donde se escondió de la persecución, luego de haber sitiado dos veces la ciudad de La Paz, y aquí está la tierra polvorienta donde encontró la muerte a manos de sus adversarios, quienes lo juzgaron por sus rebeliones y lo sentenciaron a muerte el 14 de noviembre de 1781, a poco de haber sido delatado por los suyos, entre ellos, por su comadre, quien, convencida por los españoles que le prometieron no hacer daño y respetar la vida del rebelde, no dudó en conducirlos hacia la cueva, ubicada en una escarpada grieta que se abre entre dos enormes peñas (kharkhas, en aymara), que dan la apariencia de ser zonas estratégicas desde las cuales Túpac Katari podía dominar no sólo una parte de la pampa y la cordillera de picos nevados, sino también el ingreso de las tropas realistas rumbo a la comunidad.

Los libros oficiales de historia, escritos casi siempre desde la perspectiva de los vencedores, cuentan que Julián Apaza (Ayo Ayo, 1750 - Peñas, 1781) lideró una de las rebeliones independentistas más extensas contra las autoridades coloniales en el Alto Perú. Asimismo, los testimonios sobre su vida, conservados en la memoria colectiva, indican que era huérfano desde la infancia y que se hizo sacristán en la parroquia de su comunidad natal. No tuvo acceso a la educación debido a su humilde condición, pero nutrió sus conocimientos con la sabiduría popular transmitida por la tradición oral, de generación en generación y de padres a hijos.

Compartió desde siempre el sufrimiento de sus hermanos de raza y manifestó públicamente su rechazo a los sistemas de opresión. Algunas versiones confirman que el caudillo indígena, antes de emprender su  lucha contra la dominación del Imperio Español, trabajó como panadero y contrajo matrimonio con Bartolina Sisa, una joven comerciante de coca y tejidos nativos, oriunda de la comunidad de Q'ara Q'halu, situada en la provincia Loayza del departamento de La Paz. Ambos guerreros, que compartían la misma ideología y fortaleza de lucha, decidieron organizar un ejército de rebeldes para liberar a sus pueblos.

Tras el descuartizamiento de Túpac Amaru en la plaza del Cusco y el asesinato de Tomás Katari, el líder de la insurrección de Chayanta, con quienes mantuvo relaciones y trazó estrategias de resistencia organizada, Julián Apaza adoptó el seudónimo de Túpac Katari, con el que protagonizó una de las rebeliones más trascendentales del siglo XVIII.

Se dice que durante el levantamiento, puso en pie de guerra a un ejército compuesto por miles de hombres, quienes tendieron cercos a la ciudad de La Paz, entonces controlada por los españoles, con el propósito de impedir el ingreso de los productos del campo hacia La Hoyada y provocar una hambruna generalizada; todo esto en aras de afianzar su lucha contra el tributo a la tierra, la encomienda y los trabajos forzados, que los colonizadores impusieron a los indígenas.

Sin embargo, aunque contaba con 80 mil combatientes bajo su mando, dispuesto a conquistar la soberanía nacional, la libertad y la justicia social, los dos levantamientos culminaron en fracaso, debido a las maniobras políticas tramadas por las huestes de la corona española y la traición por parte de algunos de sus colaboradores.


Túpac Katari, a pesar de las derrotas, se mantuvo fiel a sus ideales y a las aspiraciones de su pueblo, hasta el día en que cayó a merced de sus enemigos, quienes le cortaron la lengua antes de atar sus extremidades a las cinchas de cuatro caballos que, al comando de galope, partieron en direcciones opuestas, desmembrando el cuerpo del caudillo aymara, quien, sin brazos ni piernas, acabó por ser decapitado ante los ojos atónitos de Bartolina Sisa. Sus restos fueron repartidos en diferentes comunidades del Alto Perú, como muestra de escarmiento para los indios rebeldes -su cabeza fue expuesta en el cerro de K’ili K’ili, su brazo derecho en Ayo Ayo, el izquierdo en Achachachi, su pierna derecha en Chulumani y la izquierda en Caquiaviri-, pero el nombre del Túpac Katari se perpetuó en la memoria del pueblo y su lucha libertaria marcó un hito en la historia del continente latinoamericano.

Aunque no advertí ningún alarde de exotismo al alrededor de Peñas, pude contemplar el paisaje rural y visitar un pueblo que, a primera vista, parecía abandonado y despoblado por el silencio reinante en sus escasas calles. No en vano algunos de sus habitantes, refiriéndose a la falta de infraestructura turística y a la emigración de los jóvenes hacia las urbes del interior, afirmaban que el pueblo quedó en el olvido, porque le tocó la maldición desde la muerte de Túpac Katari. Por ejemplo, sorprende ver, en una esquina de la plaza, la casona abandonada en la cual pasó largas temporadas el Mariscal Andrés de Santa Cruz y Calahumana, quien escrutaba, entre lecturas y meditaciones, la histórica plaza del pueblo desde la ventana del segundo piso. Ahora la vieja casona, que no fue refaccionada desde que un juego pirotécnico incendió su techo de paja en una fiesta de San Juan, está deshabitada y abandonada a su suerte. Lo increíble es que en medio de la sala principal, creció un árbol cuyas frondas verdes se divisan desde cualquier ángulo de la plaza, donde luce el majestuoso monumento de Túpac Katari.


En medio de la tranquilidad sepulcral, lo único que parecía tener vida era el templo de Nuestra Señora de la Natividad de Peñas, cuyas campanas redoblaban, aquella mañana inundada de sol, convocando a los creyentes a la misa dominical. En su interior reinaba una paz celestial, mientras se celebraba una misa en la que, como parte de la evangelización y adoctrinamiento, se hablaba de la realidad basada en la vida de los agricultores y habitantes del altiplano. El cura, al cabo de predicar la palabra de Dios ante un retablo de estilo barroco mestizo, que al parecer corresponde al Siglo XVIII, tocó la guitarra con destreza y cantó un salmo a viva voz, acompañado por las voces discordantes de los feligreses: …Déjame sentir el fuego de tu amor,/ aquí en mi corazón, Señor…

Se cuenta que este antiguo templo, con ornamentación que data de la época renacentista, antes de ser restaurado de un incendio que sufrió en la década de los años 80, estaba a merced de los amigos de lo ajeno, quienes, al amparo de la noche y el descuido de los vecinos, sustrajeron gran cantidad de patrimonio artístico de la época colonial, consistente en cuadros originales, piezas de platería y tesoros de diverso valor, que hasta hoy no han sido repuestos, ni con la alabanza de los rezos, ni con la gracia de Dios.

La visita al pueblo de Peñas me enseñó, una vez más, que los lugares vistos en persona y con ojos propios, tienen siempre la magia de algo que no se encuentra en la letra muerta de los libros de historia ni se escucha en la versión oral de los cuentacuentos. Estaba conforme de haber vivido una experiencia extraordinaria, de haber disfrutado de su entorno ecológico, de haber conocido la cueva donde se escondió Túpac Katari, la plaza mayor donde lo ejecutaron, la casona del Mariscal Andrés de Santa Cruz y el templo de Nuestra Señora de la Natividad.


 Peñas es un pueblo que reúne todas las condiciones para convertirse en atracción turística, al menos para quienes tienen interés en el pasado histórico de una nación hecha de caudillos y acontecimientos que forjaron los cimientos del nuevo Estado Plurinacional de Bolivia. No en vano este pueblo, que atesora un pasado glorioso, fue declarado Monumento Nacional, mediante Ley Nº 773, el 31 de enero de 1986.

Abordé el minibús de retorno y, mientras me alejaba de Peñas, no dejaba de pensar en que la ciudad de El Alto, principal escenario de la rebelión indígena, es la legítima heredera del legado de Túpac Katari, cuya grandiosa gesta sirvió de ejemplo a los alteños, quienes, repitiendo la frase que el caudillo aymara pronunció en el patíbulo: ¡A mí me matan, pero volveré y seré millones...!, han dado muestras de su coraje y decisión de lucha por una patria más justa e independiente de la dominación imperialista.

El último ejemplo lo dieron en la llamada Guerra del Gas, cuando sacudieron los cimientos del país y derrotaron, a fuerza de barricadas en las calles y sangrientos enfrentamientos entre la población civil y las fuerzas del orden, al gobierno entreguista de Gonzalo Sánchez de Losada, quien, en octubre de 2003 y dejando un saldo de setenta muertos, huyó del país ante una multitud enardecida, mientras los alteños, hermanados como en los tiempos de Túpac Katari, repetían el grito de guerra: ¡El Alto de pie, nunca de rodillas!

jueves, 20 de junio de 2013


VÍCTOR MONTOYA EN EL PORTAL EDUCABOLIVIA

Los datos bio-bibliográficos del escritor paceño están registrados en la sección de Efemérides y Biografías del portal Educabolivia (www.educabolivia.bo); un espacio del Ministerio de Educación del Estado Plurinacional destinado a la información y formación de docentes, estudiantes y comunidad en general.

El portal Educabolivia, además de compartir y socializar con la comunidad educativa los sucesos trascendentales ocurridos en la historia en una fecha determinada, tanto a nivel nacional como internacional, incluye de manera breve la biografía de personajes notables en el ámbito cultural, político y literario. En este contexto es lógico dar a conocer la trayectoria de uno de los destacados escritores bolivianos, comprometido con la realidad social y los procesos de cambio.

Vida y obra del autor

En el portal se recogen datos generales de Víctor Montoya: “Escritor, periodista cultural y pedagogo nacido en La Paz el 21 de junio de 1958. Vivió desde 1960 en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte de Potosí. Fue testigo de la masacre de San Juan protagonizado por el gobierno de Barrientos en 1967.

Durante la dictadura militar de Banzer, fue una de las víctimas de la denominada Operación Cóndor. Estuvo preso en el Panóptico de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Viacha-Chonchocoro. En cautiverio escribió su libro de testimonio Huelga y represión.

En 1977, luego de una campaña de Amnistía Internacional, que reclamó por su libertad y lo adoptó como a uno de sus presos de conciencia, fue sacado de la prisión por un piquete de agentes del Ministerio del Interior y conducido rumbo al aeropuerto de El Alto, desde donde llegó exiliado a Suecia, como la mayoría de los refugiados latinoamericanos que fueron expulsados de sus países tras el advenimiento de las dictaduras militares.

En Estocolmo, donde fijó su residencia, trabajó en una biblioteca municipal coordinando proyectos culturales, impartió lecciones de idioma quechua y dirigió Talleres de Literatura. Cursó estudios de pedagogía en el Instituto Superior de Profesores de Estocolmo y ejerció la docencia durante varios años.

Respecto a su actividad literaria, participó en el Primer Encuentro Hispanoamericano de Jóvenes Creadores, Madrid, 1985.  Dictó conferencias sobre literatura boliviana en China, España, Alemania, Suecia, Francia, México, Venezuela, Perú, Estados Unidos y otros países. Su obra, que mereció premios y becas literarias, está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías internacionales. Está considerado por la crítica especializada como uno de los principales impulsores de la moderna literatura boliviana.

Obtuvo el primer Premio Nacional de Cuento, UTO, 1984; el Premio de Cuento Breve del Semanario Liberación, Suecia, 1988; el primer premio de Cuento de Escritores de la Escania, Suecia, 1993; fue ganador del Concurso Internacional Sexto Continente del Relato Erótico, convocado por Radio Exterior de España (2010). Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.

En su extensa obra, que abarca el género de la novela, el cuento, el ensayo y la crónica periodística, destacan: Huelga y represión (1979), Días y noches de angustia (1982), Cuentos violentos (1991), El laberinto del pecado (1993), El eco de la conciencia (1994), Antología del cuento latinoamericano en Suecia (1995), Palabra encendida (1996), El niño en el cuento boliviano (1999), Cuentos de la mina (2000), Entre tumbas y pesadillas (2002), Fugas y socavones (2002), Literatura infantil: Lenguaje y fantasía (2003), Poesía boliviana en Suecia (2005). Retratos (2006) y Cuentos en el exilio (2008)”.

Fecha importante en la cosmovisión andina

Los datos bio-biográficos de Víctor Montoya están consignados en las efemérides correspondientes al 21 de junio, día de su nacimiento y fecha en la que se celebra el Nuevo Año Andino Amazónico, junto con el solsticio de invierno. En la región andina, según la cosmovisión de las culturas originarias y la lectura del tiempo-espacio, se celebra también el Willkakuti o retorno del sol e inicio del nuevo ciclo agrícola, en el que se festeja la fusión de la tierra y la energía cósmica que da paso a la procreación de la vida, que permite que se renueve la naturaleza y la convivencia equilibrada entre los individuos.

Este acontecimiento es motivo de rituales de siembra y de ofrendas a los dioses ancestrales en varias regiones del país, como una suerte de agradecimiento a la Pachamama (Madre Tierra) y al Inti Tata (Padre Sol). Asimismo, el 21 de junio es feriado nacional desde la promulgación del Decreto Supremo 173 en las ruinas del Tiwanaku, centro ceremonial y cuna de la civilización precolombina nacida diez siglos antes de Cristo y desaparecida poco antes de la llegada de los incas.

domingo, 16 de junio de 2013


CENTENARIO DE YOLANDA BEDREGAL

Este año, en la ciudad de La Paz, se han programado varias actividades literarias y culturas en conmemoración del centenario de la eximia escritora Yolanda Bedregal (1913 -2013). Su nombre ya brilló en la Segunda Feria del libro de Literatura Infantil y Juvenil patrocinada por la Cámara del Libro, en el Primer Concurso de Cuento y Poesía auspiciado por los Clubes del Libro y en el Boletín de la Academia Bolivia de Literatura Infantil y Juvenil, cuyos números desde el mes de junio estarán dedicados a su vida y obra. Asimismo, en los próximos meses se tiene previsto que su nombre, junto al Concurso Nacional de Poesía Yolanda Bedregal, instituida por el Estado boliviano en 2001, será el estandarte de otras actividades que dignificarán su invalorable aporte a la literatura y cultura nacionales.

jueves, 6 de junio de 2013

ENTREVISTA VIRTUAL A DOSTOIEVSKY


Todo estaba confirmado. Acordamos vernos en un casino central de San Petersburgo, una tarde en que las calles parecían flotar en medio de una lluvia intensa y menuda, mientras el cauce del Río Neva atravesaba como una flecha por el corazón de la ciudad.

Cuando ingresé en el local, que lucía espejos empotrados en las paredes, arañas de cristales esmerilados y alfombras uzbekistanas, lo divisé sentado al fondo, tomándose una humeante taza de té. Lo primero que me sorprendió es que no vestía como Máximo Gorki, con rubashka bordada a mano ni botas de cuero tosco hasta las rodillas, sino un traje occidental; camisa de algodón, zapatos de cuero lustroso y un chaquetón algo grande para su talla. En su aspecto, semejante al del terrible Rasputín, destacaba la barba ligeramente desgreñada, la frente amplia y la mirada penetrante.

Le tendí la mano y me presenté. Él se limitó a esbozar una sonrisa afable.

–Dostoievsky, Fiódor Mijáilovich Dostoievsky –dijo luego en un tono muy fuerte, como golpeándome a los oídos con cada acento prosódico. 

Nuestras miradas se cruzaron por un instante. Me invitó a tomar asiento y preguntó:

–¿Estamos listos para la entrevista?

–Sí –contesté dubitativo, mientras me servía una taza de té del samovar que relucía en la mesa de mármol alabastrino.

–Entonces te escucho.

–Sé que eres el segundo de siete hijos, pero me gustaría saber algo más sobre tu familia –dije, aún sin salir del asombro de tener frente a mí a uno de los escritores más célebres del siglo XIX, cuyas obras, además de haber influido en los existencialistas como Sartre y Camus, inspiraron las teorías filosóficas de Kierkegaard, Nietzsche y La metamorfosis de Kafka.

–Provengo de un hogar de clase media, donde la actitud omnipresente de mi padre era decisiva en la educación de los hijos. Claro que su autoritarismo era compensado con el amor y la protección de mi madre, quien, por desgracias, murió de tuberculosis cuando cumplí dieciséis años. Tras la muerte de ella, mi padre, que ejercía como médico de pobres, se sumió en la depresión y el alcoholismo, y, para deshacerse de mí y de mi hermano Mijaíl, nos mandó a estudiar en la Academia de Ingeniería Militar de esta ciudad, donde aprendí a vivir con cinco rublos al mes, de los cuales me los gastaba cuatro y medio apostando al parchís; pero también aquí nació mi interés por la literatura, estimulado por las obras de Shakespeare, Pascal, Víctor Hugo, Hoffmann y Friedrich Schiller, entre otros.

–¿Y cómo murió tu padre, el hidalgo de Darovóye?

–Murió ahogado en vodka. Sus propios siervos mancomunados, en un intento de apaciguarlo en uno de sus arranques de violencia provocados por el trago y furiosos porque les negó la paga extraordinaria de Navidad, lo inmovilizaron de pies y manos, le metieron el gollete de la botella en la boca y lo dejaron morir como a un perro degollado. A mí me dolió mucho su muerte, aunque a veces, preso de mis instintos de venganza, le deseé la muerte por déspota y testarudo; con todo, desde ese luctuoso suceso, me sentí acosado por sentimientos de culpabilidad y viví arrepentido como el detestable Dimitri, el parricida que asesina a su padre en Los hermanos Karamásov.

Al cabo de estas palabras, pronunciadas con un dejo de autocompasión, lo noté algo nervioso; crispó las manos, cruzó los pies y cerró los ojos. Fue entonces cuando aproveché para preguntarle sobre la epilepsia que padecía desde los nueve años de edad. Él se acarició la barba, suspiró hondo y contestó:

–Esa enfermedad de mierda, que cada vez se hacía más convulsiva y frecuente, me sirvió al menos para describir la epilepsia vivida y sufrida por el príncipe Myshkin en El idiota y la de Smerdyakov en Los hermanos Karamázov.

No quise entrar en detalles y pasé a la siguiente pregunta:

–Después de culminar tus estudios de ingeniería, con el grado militar de subteniente, ¿dónde conseguiste trabajo?

–En la Dirección General de Ingenieros de San Petersburgo. Compaginé mi trabajo de ingeniero con la de jugador de póquer. Tiempo después, como despreciaba las matemáticas con la misma fuerza con que amaba la literatura, abandoné el tedioso trabajo con los números para dedicarme al oficio de las letras, aun sabiendo que de la literatura no se podía vivir holgadamente, y mucho menos en una época en que existían más pobres que ricos y más analfabetos que letrados.

–¿De nada sirvió que muy joven te hayas convertido en una celebridad literaria luego del rotundo éxito de tu novela epistolar Pobres gentes?

–La celebridad de un autor se desvanece con la misma facilidad con que se apaga una estrella fugaz, no sólo porque mis posteriores obras, desde El doble hasta La mujer del otro fueron acribilladas por la crítica, sino también porque nunca pude comer de la literatura; es más, la literatura me convirtió en un deudor moroso de cuantos tenderos e hijos de vecinos se cruzaron en mi camino. A veces no tenía con que pagar el piso, no disponía de fondos para invertirlos en el casino ni en los tratamientos de mi enfermedad. Fue en esas circunstancias, de gran necesidad tanto material como espiritual, que escribí el autoflagelante monólogo de un funcionario frustrado, un antihéroe enfermizo y vengativo, que constituye Memorias del subsuelo, y el primer borrador de Crimen y castigo, que es la obra en la cual desahogué algunos de mis trastornos emocionales producidos por el fallecimiento de dos de mis seres más allegados.

–A propósito de Crimen y castigo –irrumpí cortándole la palabra–, me puedes explicar, ¿por qué se le ocurrió al protagonista de la novela, el pobre estudiante de derecho Raskolnikov, la cruel idea de asesinar a la anciana Aliona Ivanovna?

Porque padecía de delirios de grandeza. Él se sentía, en el plano moral y humano, un ser supremo a ella, quien, siendo una prestamista próspera, era una vieja usurera; por eso la mató a sangre fría, porque quería robarle el dinero y porque la consideraba una escoria social, una cucaracha que sólo merecía el desprecio y la muerte...

Al poco rato, me miró a los ojos y preguntó:

–¿Tú no hubieras hecho lo mismo que Raskolnikov?

No le contesté ni sí ni no. Y proseguí con la entrevista:

–¿No será que las acciones de Raskolnikov estaban determinadas por las teorías socialdarwinistas, cuyos principios más aberrantes sostienen que sólo los más jóvenes y fuertes tienen derecho a la vida?

–No eran esas ideas las que movían las acciones de Raskolnikov, sino las necesidades existenciales que lo obligaron a obrar de forma irracional. De ahí que, cuando volvía a su estado racional, se sentía atormentado por la culpa y, a manera de redimirse espiritualmente, buscó el castigo por el crimen cometido, entregándose voluntariamente a las autoridades.

–¡Ah! –dije–. Hablando de castigos y condenas, querría saber, sólo por curiosidad, ¿cómo experimentaste tu destierro a Siberia en 1849?

Dostoievsky se sirvió otra taza de té, miró en derredor y, entre sorbo y sorbo, replicó:

De eso prefiero no hablar. Me acusaron de pertenecer a una organización clandestina y de conspirar contra el zar Nicolás I; un personaje que, en honor a la verdad, nunca me interesó por el poder autocrático que ostentaba ni por la hermosa mujer que tenía a mano; más todavía, podría afirmar que en esa época tenía más diferencias con los nihilistas y socialista ateos, que con las ideas aristocráticas del zar.

–Lo peor es que casi pagas con la vida una falsa acusación.

–Así es. Me condujeron a un lugar en que debía ser fusilado junto a otros prisioneros. Me pusieron frente a un pelotón, maniatado y con los ojos vendados. Escuché los disparos al aire, pero, por alguna razón hasta hoy desconocida, mi pena máxima fue conmutada por cinco años de trabajos forzados en Siberia, donde pasé rodeado de pulgas, cucarachas y silenciado dentro de un ataúd. La prisión en Siberia era un sitio endemoniado; en verano, encierro intolerable; en invierno, frío insoportable. Todos los pisos estaban podridos. La suciedad en los pisos tenía una pulgada de grosor; uno podía resbalar y caer. Éramos apilados como anillos de un barril. Ni siquiera había lugar para dar la vuelta. Era imposible no comportarse como cerdos, desde el amanecer hasta el atardecer. Ahora bien, si quieres saber más detalles sobre la compleja conducta de los humanos en tales circunstancias, te recomiendo leer Memorias de la casa muerta, donde analizo el sadismo de los carceleros y las condiciones infrahumanas de los prisioneros condenados a trabajos forzados en lugares donde el diablo perdió los cuernos.   

–Siguiendo tus afirmaciones, debo suponer que es menos dolorosa una muerte instantánea que una condena perpetua, ¿no es así?
  
–En efecto, es preferible una muerte instantánea que el sufrimiento de la tortura y el destierro –afirmó seguro de sí mismo. Luego prosiguió–: No es casual que en El idiota diga que la guillotina se ha inventado para evitar el sufrimiento del reo. Es menos dolorosa que la tortura y el destierro. Claro que cuando te anuncian que irás al patíbulo, te invade una enorme angustia, se te derrumba el mundo y el corazón se te acelera como un caballo al galope. Aun así, es preferible la muerte en la guillotina, donde lo terrible se concentra en un solo instante, mientras tienes la cabeza expuesta a la cuchilla y oyes como ésta se desliza hacia tu cuello...

La frialdad con que describió una decapitación, me provocó un acceso de tos, seguido por un estremecimiento inevitable. Acto seguido, en procura de cambiar el tema, le formulé otra pregunta:

–Cuando recobraste la libertad, se sabe que te reincorporaste al ejército como soldado raso y que fuiste destinado a una fortaleza en Kazajistán, donde conociste al primer amor de tu vida. ¿Verdad?

–Ni más ni menos –corroboró con la mirada puesta en una de las mesas de casino del local–. Allí comenzó mi relación con María Dmítrievna Isáyeva, quien, antes de meterse en la cama conmigo, fue la esposa y viuda de un compañero que conocí en Siberia. Con ella contraje matrimonio en febrero de 1857, pero, hablando en pepas, confieso que nunca fui un marido feliz con ella.

–Quizás no sólo porque la llama del amor se apagó entre ustedes, sino también porque volviste a caer en el embrujo de los juegos de azar.

–No voy a negar que soy un ser depresivo y un jugador empedernido de la ruleta, donde he despilfarrado mis rublos entre copas de vodka y camareras de vida alegre, hasta verme sumergido en graves problemas financieros, acorralado por las deudas y por una angustia que no lograba superar ni siquiera con la ayuda de mi esposa.

–¿Y qué hacías para evitar el acoso de tus acreedores?

–Huía al extranjero. Recorrí por varios países de Europa occidental, donde derroché mucho dinero en los casinos; incluso conocí, en uno de esos viajes, a la crupier y joven estudiante Paulina Súslova, con quien mantuve un romance efímero pero apasionado, hasta el día en que ella decidió abandonarme, según me dijo, debido a mi adicción a los juegos de azar y mis ideas conservadoras que no eran de su agrado.

–¿Se puede decir que los juegos y las mujeres han sido dos de los problemas que más atormentaron tu vida?

–No los únicos, pero sí los que más me enseñaron a comprender que la dicha y la desdicha son hermanas gemelas, que se atraviesan en nuestras vidas cogidas de la mano. A todo esto hay que añadirle la muerte de un ser querido. Por ejemplo, cuando mi esposa María Dmítrievna Isáyeva murió en 1864, seguida poco después por la de mi hermano Mijaíl, quien, además de su viuda, me dejó un montón de deudas y cuatro sobrinos a quienes dar de comer, me hundí en una profunda depresión y me dedique obsesivamente a jugar en los casinos. Perdí lo poco que tenía y quedé en la ruina. Para recobrar la dignidad y saldar mis cuentas, me vi obligado a recurrir al préstamo de un editor poco escrupuloso, bajo el compromiso de entregarle una nueva novela completa en el plazo de un año. De modo que contraté los servicios de la mecanógrafa Anna Grigórievna Snítkina, la misma que me ayudó a transcribir, en el lapso de sólo veintiséis días, la novela El jugador, basada en mi pasión por la ruleta.

–¿En esos días nació tu romance con Anna, a poco de apostar con un amigo que, a pesar de tu edad, eras todavía capaz de conquistar a una jovencita?

–Así es, era una muchacha tierna y encantadora. Con ella me casé el 15 de febrero de 1867 y alcancé la felicidad plena. Juntos viajamos a Ginebra, donde nació y murió mi primogénita, como si Dios, que siempre fue muy cruel conmigo, me la hubiese arrebatado a poco de haber nacido...

Los ojos se le inundaron de lágrimas, la voz se le aflojó y se sonó la nariz con un pañuelo a rayas.

No supe qué hacer, me puse incómodo y hasta me sentí culpable de su repentino malestar. No obstante, a manera de reconfortarlo, se me ocurrió la idea de que podía proponerle otras preguntas ajenas a su vida. Y dije:

–Ahora que ya hablamos de tu vida, quizás sea oportuno profundizar sobre el hilo argumental de algunas de tus obras.

–¡Ahora no! –dijo poniéndose de pie–. Ahora se me hizo tarde y tengo otros compromisos.

Asentí con resignación, disponiéndome a pagar la cuenta del té.

Dostoievsky hizo chasquear la lengua contra los dientes, meneó la cabeza y dijo:  

–Esta vez invito yo...  

Sacó monedas del bolsillo de su chaquetón y los puso sobre la mesa, con el típico ademán de quien está acostumbrado a apostar y jugar a la ruleta.

Abandonamos el local justo cuando la lluvia se precipitaba como por un caño roto. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos, cual viejos amigos que se reencontraron para revivir tiempos idos. Él se perdió en la esquina oscura y fría de la ciudad que odiaba y amaba a la vez, mientras yo me encaminé rumbo al hotel, sin dejar de pensar en que los humanos, aun estando protegidos por un aura de celebridad, somos simples mortales ante Dios y el Diablo.