viernes, 8 de julio de 2011


EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS BREVES

El Tío*,como todo diablo de vasta cultura y declarado defensor del cuento breve -brevísimo-, aprovechó una de nuestras conversas para darme una lección sobre el arte de trabajar la palabra con la precisión de un orfebre.

–Escribir un cuento breve es como grabar un verso de García Lorca en un anillo de bodas  –dijo–. Así de fácil pero a la vez difícil.

Lo miré callado, pensando en que el Tío, a pesar de sus atributos de Satanás, jamás dice las cosas al tuntún. Es un tipo asaz inteligente, sabio en las ciencias ocultas y en las ciencias de ciencias. ¿Qué no sabe? ¿Qué no puede? ¿Qué no quiere? Es un modelo de constancia y rigor intelectual. Y, lo más deslumbrante, tiene una respuesta para cada pregunta. Así un día, mientras hablábamos de literatura y literatura, dijo: Los hombres escriben cuentos violentos. ¿Y las mujeres?, le pregunté. Ése es otro cuento, me contestó.

–En tu opinión, ¿cómo se distingue al buen escritor de cuentos? –le dije a modo de tantearle sus conocimientos.

–Para empezar, al buen escritor se lo distingue incluso por la forma de andar –replicó con la sabiduría de quien posee el don del genio y la magia de la palabra–. El escritor de fuste no necesita tarjetas de presentación, críticos ni reconocimientos. En él, más que en nadie, la pasión de escribir es como estar endemoniado, una forma de levitar al borde del delirio, de hacer añicos la realidad y contar un cuento en el cual la mentira es tan cierta que nadie la pone en duda, aparte de que su vicio de escribir en soledad es una enfermedad endémica y sin remedio. Nadie lo puede librar de esa atadura voluntaria, ni siquiera Cristo en calzoncillos...

El Tío, consciente de que la virtud del intelectual consiste en simplificar lo complejo y no en hacer más complejo lo simple, se daba modos de meterme los conocimientos como con cuchara, aplicando una didáctica más eficaz que la de un profesor emérito. Por eso cuando hablaba de un tema aparentemente difícil, como es la literatura, lo hacía con gran desparpajo y muchos ejemplos.

–¿Y cómo se sabe que un cuento es un buen cuento? –le pregunté con la curiosidad de quien aprovecha una charla sobre el arte de escribir.

–Cuando te atrapa desde un principio y el lenguaje fluye con fuerza propia, cuando el lector reconoce las situaciones del cuento y empieza a identificarse con los personajes, quienes, por su verisimilitud, dejan de ser puras invenciones para hacerse creíbles a los ojos del lector. Un buen cuento se parece a un caleidoscopio, donde uno encuentra nuevas figuras literarias cada vez que lo lee y lo relee. Claro que todo esto no depende sólo de la perfección formal del cuento, incluidos el argumento, el lenguaje y el estilo, sino de la destreza del autor, quien debe mantener el suspense del lector hasta el final. En el mejor de los casos, el cuento debe tener un desenlace sorpresivo e inesperado, porque un cuento sin un final sorpresivo es como un regalo descubierto antes de la Navidad.

–Y si el cuento no atrapa desde un principio ni mantiene tenso el ánimo del lector hasta el final, ¿qué hacer? –le pregunté, mientras rememoraba los malos cuentos que escribí en mi juventud creyéndolos obras maestras.

–¡Ah! –contestó el Tío, reacomodándose en su trono–. En ese caso lo mejor es tirarlo como cuando se tira abajo un edificio cuyas puertas y ventanas aparecieron construidas en el techo. A propósito, García Márquez dice: El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela. Y si el cuento, por alguna razón misteriosa, no sale bien desde un principio, lo aconsejable es empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura, porque escribir un cuento que no quiere ser escrito es como forzar a una mujer que no te ama.

Me quedé pensando en que no es fácil ser albañil de la literatura, un oficio que parece reservado sólo para quienes, desde el instante en que conciben una historia en la imaginación, se sienten apresados en un torbellino de imágenes y palabras.

–Otra pregunta –le dije–. A tu juicio, ¿quién es el buen escritor de cuentos?

–El ñatito que ve como en una película la obra de su creación y es capaz de inventar ficciones sobre los tres pilares fundamentales de la condición humana: la vida, el amor y la muerte, así algunos críticos digan que lo más importante no es QUÉ se cuenta sino CÓMO se cuenta. Tampoco cabe duda de que un buen escritor de cuentos breves, usando los instrumentos simples de la palabra escrita, es capaz de crear personajes, a quienes les concede vida propia con su aliento y su talento, los crea no de un montoncito de tierra, como Dios creó al hombre, sino de un montoncito de palabras, como tú me estás creando contra viento y marea, soplándome vida en tus cuentos de la mina. El buen escritor posee la magia de sacar las palabras hasta por los bolsillos, como el mago saca las palomas por las mangas de la camisa.

–A propósito de ambientes y personajes, algunos de mis lectores dicen que me repito demasiado, que patino sobre el mismo tema y sobre el mismo personaje.

–¡Bah! –refunfuñó el Tío–. No les hagas caso, sigue insistiendo sobre el mismo tema, sigue escribiendo sobre este Tío de la mina y, como recomendaba el viejo Tolstoi: Describe tu aldea y serás universal.

En efecto, me prometí para mis adentros seguir escribiendo sobre la realidad dantesca de los mineros y sobre las ocurrencias de su dios y su diablo protector encarnados en el Tío, el mismo que en ese instante conversaba conmigo sobre sus autores preferidos y sobre las claves del cuento breve, dándome la oportunidad de preguntarle una y otra vez, por ejemplo, ¿cómo elegir un buen cuento en medio de tanta palabrería?

–Eso varía de lector a lector –aclaró–. Hay cuentos y cuentistas para todos los gustos. Más todavía, los cuentos, al igual que sus autores, tienen diversas formas, tamaños y contenidos. Así hay cuentos largos como Julio Cortázar y cuentos cortos como Tito Monterroso; cuentos livianos como Julio Ramón Ribeyro y cuentos pesados como Lezama Lima; cuentos chuecos como Augusto Céspedes y cuentos borrachos como Edgar Allan Poe; cuentos humorísticos como Bryce Echenique y cuentos angustiados como Franz Kafka; cuentos eruditos como JL Borges y cuentos dandys como Óscar Wilde; cuentos pervertidos como Marqués de Sade y cuentos degenerados como Charles Bukovski; cuentos decentes como Antón Chéjov y cuentos eróticos como Anaîs Nin; cuentos del realismo social como Máximo Gorki y cuentos del realismo mágico como García Márquez; cuentos suicidas como Horacio Quiroga y cuentos tímidos como Juan Rulfo; cuentos naturalistas como Guy de Maupassant y cuentos de ciencia-ficción como Isaac Asimov; cuentos psicológicos como William Faulkner y cuentos intimistas como JC Onetti; cuentos de la tradición oral como Charles Perrault y cuentos infantiles como HC Andersen; cuentos de la mina como Baldomero Lillo, cuentos rurales como Ciro Alegría, cuentos urbanos como Mario Benedetti y así, como estos ejemplos, hay un montón de cuentos como hay de todo en la viña del Señor. El saber elegirlos no es responsabilidad del escritor sino un oficio que le corresponde al lector.

Al escuchar el chorro de nombres, en mi condición de eterno aprendiz, me quedé turulato por la sabiduría del Tío, quien conocía las técnicas del arte de narrar sin haber escrito un solo cuento. Claro que tampoco tenía por qué haberlo hecho, si en sus manos tenía a un escribano como yo, encargado de transcribir los dictados de su ingenio y su corazón de diablo.

Mi curiosidad por saber más sobre el arte de escribir cuentos breves fue in crescendo, hasta que indagué el porqué de su preferencia por el cuento breve.

El Tío se arrimó en el espaldar de su trono, irguió la cabeza, cruzó los brazos y explicó:

–Porque es una creación literaria donde se ensamblan la brevedad, la precisión verbal y la originalidad, pero también la sintaxis correcta y la claridad semántica, pues no es lo mismo decir: Dos tazas de té, que dos tetazas, ni es lo mismo decir: La Virgen del Socavón, que el socavón de la virgen.

Estaba a punto de abrir la boca cuando él, sin importarle un bledo lo que quería decirle, se me adelantó con la agilidad propia de un gran conversador:

–El cuento breve es tiempo concentrado, tan concentrado que, algunas veces, puede estar compuesto sólo por un título y una frase. Ahí tenemos El dinosaurio, un cuentito corto como su autor: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, dice Monterroso, seguro de haber cazado un animal prehistórico con siete palabras. Otro ejemplo, Antón Chéjov, acaso sin saberlo, anotó en su cuaderno de apuntes una anécdota, que bien podía haber sido un cuento condensado: Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida. Lástima que el ruso dejó esta idea entre sus apuntes como un diamante no pulido. De lo contrario, éste podía haber sido el cuento breve más perfecto sobre la vida de un millonario suicida. ¿Qué te parece, eh? ¿Qué te parece?

–¿Y qué me dices de los cuentos de largo aliento? –le pregunté sólo por llevar más agua a su molino.

El Tío se dio cuenta de mi actitud de preguntón, paseó la mirada por doquier, se alisó los bigotes con la lengua y contestó:

–Los cuentos largos son como los largometrajes, si no terminas dormido, terminas bostezando como cuando te metes en una sopa de letras. En el cuento breve, que se diferencia de la novela por su extensión, deben figurar sólo las palabras necesarias. No en vano Cortázar decía que el cuento es instantáneo como una fotografía y la novela es larga como una película.

–O sea que la clave de un cuento breve radica en sintetizar el lenguaje –dije sin estar muy seguro de lo que decía.

–Más que sintetizar –precisó el Tío–, es necesario economizar el lenguaje, evitando la inflación palabraria, como dice Eduardo Galeano, quien recorrió un largo trecho hacia el desnudamiento de la palabra. El lenguaje tiene que ser llano y sencillo, lo más sencillo y claro posibles. No hay por qué escribir una prosa florida ni abigarrada, ni usar un lenguaje rimbombante ni hacer del cuento un árbol de abundante follaje y pocos frutos. Por el contrario, se trata de hacer un striptease del lenguaje, hasta dejarlo con su pura sencillez y encanto, porque en la sencillez del lenguaje se esconde la belleza del arte literario...

–Cómo es eso de desnudar la palabra –irrumpí, sin haber comprendido el meollo del asunto.

–Fácil –dijo–. ¿Recuerdas el ejemplito sobre el letrero del pescadero?

–No –contesté, rascándome la cabeza.

–Ay, ay, ay. ¡Qué cabezota, eh! –enfatizó–. Según el ejemplo de Galeano, el pescadero rotuló sobre la entrada de su tienda: AQUÍ SE VENDE PESCADO FRESCO. Pasó un vecino y le dijo: Es obvio que es 'aquí', no hace falta escribirlo. Y borró el AQUÍ. Pasó otro vecino y le dijo: Es innecesario escribir 'se vende', ¿o acaso regala usted el pescado? Y borró el SE VENDE. Y sólo quedó PESCADO FRESCO. Sí. Y pasó otro vecino y dijo: ¿Acaso cree que alguien piensa que vende pescado podrido, que escribe 'fresco'...? Y borró FRESCO. Ya sólo figuraba PESCADO. Así es... hasta que otro vecino pasó y le dijo al pescadero: ¿Por qué escribe 'pescado'? ¿Acaso alguien dudaría de que se vende otra cosa que pescado, con el olor que sale de aquí? Así que el pescadero quitó las palabras que escribió sobre la entrada de su tienda...

El Tío parecía levitar mientras hablaba, como haciendo gala de su memoria retentiva. Hizo una breve pausa y luego continuó:

–Qué te parece la ocurrencia del pelado Galeano, ese trotamundos que, además de hacer striptease del lenguaje, logró escribir la historia de América Latina en pedacitos y con las venas abiertas.

–Muy bueno el ejemplo, muy bueno –contesté–. Pero, ¿hacía falta quitar todas las palabras del letrero?

–Está más claro que el agua. Hay cosas que no pueden ser palabreadas así nomás. Por eso Galeano, siguiendo las enseñazas del maestro Juan Carlos Onetti, se hizo consciente de que las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio.

–En eso estoy plenamente de acuerdo –le dije de golpe y porrazo–. Es como cuando se habla, si las palabras que se van a decir no son más bellas que el silencio, lo mejor es callar.

–Así es, pues –aseveró el Tío–. A veces, la única manera de decir es callando o como dice el verso de Pablo Neruda: Me gustas cuando callas porque estás como ausente...

Ahí se plantó nuestra conversa y se abrió un largo silencio.

Antes de cerrar la noche, me despedí del Tío, no sin antes agradecerle por su magistral enseñanza que, de seguir machacando mi oficio de artesano en la palabra, me ayudará a mejorar mis cuentos mal escritos, aunque sé por experiencia propia que del dicho al hecho, hay mucho trecho, tal cual reza el refrán popular.

Iba a franquear la puerta, cuando de pronto, a mis espaldas, escuché la voz del Tío:

–No dejes de escribir cuentos breves, como esos que a mí me gustan.

Me di la vuelta, le eché una veloz ojeada y pregunté:

–¿Como cuáles?

–Como los cuentos mineros donde cobro vida propia gracias a las aventuras de tu imaginación.

Me volví otra vez y salí de prisa, sin dejar más palabras que el silencio a mis espaldas.

* Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

lunes, 4 de julio de 2011


MARÍA JOSEFA MUJÍA
LA PRIMERA POETA DEL ROMANTICISMO BOLIVIANO

María Josefa Mujía (Sucre, 1812-1888), conocida también como la Ciega, escribió versos de dolor y de tristeza en la intimidad de su hogar. Sus biógrafos dicen que perdió la vista de tanto llorar la muerte de su padre a los catorce años de edad. Tenía una formación autodidacta y una inclinación natural a la versificación; único medio que le permitía transmitir con energía y precisión los sentimientos que le nacían desde lo más hondo de su ser.

María Josefa Mujía, considerada la primera poeta boliviana, alimentó su intelecto y su fantasía de la mano de su hermano Agustín, quien, además de leerle las obras de los clásicos del romanticismo español y francés, le dedicó su tiempo durante veinte años, prácticamente hasta el día en que él falleció en 1854. Desde entonces, y por cerca de treinta cuatro años, la poeta chuquisaqueña llevó una vida en soledad, privada del amor fraternal y sincero que le unía a su hermano, a quien le dictaba sus versos bajo la recomendación de no revelar jamás este secreto. Sin embargo, conmovido por la temática de los poemas, Agustín faltó a la promesa y se los enseñó confidencialmente a un amigo. Ello bastó para que se divulgase la condición poética de María Josefa Mujía, ya que, poco tiempo después, su poema, La ciega, apareció publicado en el periódico Eco de la Opinión de su ciudad natal.

El poema, que se supone dictó hacia 1850 y cuando frisaba aproximadamente los treinta y ocho años de edad, retrata la particular situación existencial de la autora, con un pesimismo que estrangula el corazón y un negativismo que oscurece la razón: Todo es noche, noche oscura,/ Ya no veo la hermosura.../ Ya no es bello el firmamento;/ Ya no tienen lucimiento/ Las estrellas en el cielo,/ Todo cubre un negro velo,/ Ni el día tiene esplendor,/ No hay matices, no hay colores/ Ya no hay plantas, ya no hay flores,/ Ni el campo tiene verdor.../ Lo que en el mundo adorna y viste;/ Todo es noche, noche triste/ De confusión y pavor./ Doquier miro, doquier piso./ Nada encuentro y no diviso/ Más que lobreguez y horror.../ Y en medio de esta desdicha,/ Sólo me queda una dicha/ Y es la dicha de morir.

No cabe duda de que estos versos, cargados de la insondable melancolía de un ser sensitivo y delicado, retratan de cuerpo entero a su autora, revelándonos tanto la naturaleza de un dolor sin consuelo como la soledad de su espíritu, debido a una insuficiencia que la apartó de la vida social y la condenó a asimilar los conocimientos literarios sólo de oídos, pero que, empero, no la impidió componer poemas que despertaron el interés de varios críticos como Gabriel René Moreno y el español Marcelino Menéndez y Pelayo, los mismos que, impactados por la calidad de su poesía y su situación de invidente, le dedicaron comentarios elogiosos en la prensa nacional y extranjera.

María Josefa Mujía, en el panorama de la literatura boliviana, corresponde al periodo del romanticismo, que tuvo lugar durante el siglo XIX; una época en la cual destacaron Manuel José Cortés, Mario Ramallo, Daniel Calvo, Néstor Galindo, Adela Zamudio, Ricardo Mujía, Manuel José Tovar y Nataniel Aguirre, entre otros. Se trataba de una generación de escritores que no sólo exaltó un espíritu de individualismo y subjetivismo sentimental, sino que también se movió inspirado por las ideas libertarias y las luchas anticolonialistas gestadas por los movimientos sociales y políticos que se desarrollaban tanto en Europa como en Latinoamérica.

A María Josefa Mujía, de corazón tierno y sensitivo, le tocó vivir la época en que los escritores, oponiéndose a la ilustración, el clasicismo y la revolución industrial, criticaban a las tiranías encaramadas en el poder, mientras se identificaban con las aspiraciones libertarias y se convertían en genuinos portavoces del clamor popular. Claro está que los poetas románicos, cansados de la búsqueda de la verdad y la razón, decidieron abrazar la belleza y la verdad, pero, sobre todo, se preocuparon por darle mayor sentido a los aspectos emocionales del ser y abogaron por el retorno del hombre a la naturaleza. Algunos poetas románticos, que despreciaban abiertamente el materialismo burgués y pregonaban la sencillez, fueron arrinconados por el avance avasallador del sistema capitalista, que los condujo a acabar con su vida mediante el suicidio; una medida extrema que simbolizaba de algún modo el descontento en una época en que los valores materiales parecían sobreponer a los valores humanos.

La poeta chuquisaqueña, a diferencia de sus colegas varones que eran mitad escritores y mitad políticos, se encerró en su mundo privado y, a pesar de estar alejada de la vida pública, expresó abiertamente su admiración por los padres de la patria, quienes crearon la República por sobre los intereses del colonialismo español. Aquí es donde María Josefa Mujía cumplió con su misión social y moral; primero, porque creía que la belleza era verdad y, segundo, porque rescató los valores más nobles del ser humano. No en vano en su poema Bolívar, escrito en circunstancias hasta hoy desconocidas, le dedicó versos de simpatía y admiración al Libertador de cinco naciones americanas: Aquí reposa el ínclito guerrero:/ Bolivia triste y huérfana‚ en el mundo,/ Llora a su padre con dolor profundo,/Libertador de un hemisferio entero.../ Al resplandor de su invencible acero,/ Cayó el león de Iberia moribundo;/ Nació la libertad, árbol fecundo,/ Al eco de su voz temible y fiero.../ Honra a la historia y enaltece al hombre/ ¡Bolívar! genio de eternal memoria,/ Nombre que dice: ¡Libertad y gloria!

María Josefa Mujía experimentó también las ataduras sociales y morales de una época en que la mujer estaba condenada a vivir recluida entre las cuatro paredes del hogar, dedicada al cuidado de sus atributos femeninos y a los quehaceres domésticos, aparte de estar sometidas a los caprichos del varón, el mismo que, amparado por la cultura patriarcal y la doble moral religiosa, tomaba las decisiones sobre los aspectos concernientes a las superestructuras de la sociedad. Por entonces no era fácil ser mujer y mucho menos una mujer intelectual que, a tiempo de gozar de los mismos derechos que el hombre, influyera en el destino de la nación. Quizás por eso, y en despecho de su entorno social, decidió alejarse de los compromisos convencionales.

Lo curioso de esta romántica boliviana es su rechazo a vivir en pareja con el amor de su vida. No contrajo matrimonio ni formó familia. Su alma se cerró a uno de los sentimientos que más inspiró a los románticos de todos los tiempos; más todavía, en su poema, Al amor, calificó este sentimiento de ídolo falso que el mortal adora, sinónimo de muerte, veneno y amargura. Ella, que se ufanó de haber conservado su corazón ileso y libre del amor, afirmó en otros versos: Si mi mejilla en llanto se humedece/ Y si en el corazón hay amargor,/ Si en la angustia, la dolencia crece,/ No es del acíbar de tu copa, amor.../ ¡No te conozco, y de esto me glorío!/ Tu nombre odioso escucho con horror,/ Y al ver que causas males mil, impío,/ Te dice el labio: ¡Maldición, amor!.../ Sé que el interés te vence, abate, humilla;/ Sé que los celos te dan gran temor;/ Sé que el mortal te inclina la rodilla./ Yo te desprecio y te maldigo, amor!

Si en su famoso poema La ciega revela la sombra de su vista y su alma, en un afán de encontrar la luz y la paz sólo en los brazos de la dama sombría que es la muerte; en su poema Al amor destila la amargura, la desilusión y el sentimiento de quien se sabe encerrada en un horrible cautiverio, donde no se siente la presencia de Dios sino de la desesperanza y el dolor. Aun así, su poesía resalta la conciencia del Yo como entidad autónoma y crea un universo propio de acuerdo a las circunstancias y necesidades que rodearon su situación existencial, compuesta de escenarios lúgubres y sentimientos de honda melancolía, como quien cumple al pie de la letra las aspiraciones profundas de los poetas más románticos de su época.

sábado, 2 de julio de 2011


¿ASIMILACIÓN O INTEGRACIÓN?

Cuando llegué a Suecia, a finales de los años ‘70, había un solo idioma predominante y dos canales de televisión. Después, con la presencia cada vez mayor de inmigrantes y refugiados, se fueron multiplicando los idiomas y los canales de televisión. Este país exótico dejó de ser una nación monolítica y en su seno aprendieron a convivir culturas provenientes de allende los mares.

Los políticos conservadores de derecha, desde un principio, exigieron que los inmigrantes se asimilen a la sociedad sueca, antes de gozar de los mismos derechos que les corresponde a los ciudadanos nativos; en tanto los políticos más tolerantes pidieron que los inmigrantes se integren al nuevo país, conscientes de que la diversidad cultural es como un recipiente de ensalada en el cual se mezclan las verduras, pero sin que ninguna de ellas pierda las propiedades que la caracterizan.

La asimilación, por su propia naturaleza, tiende a despojarle al individuo de sus costumbres y tradiciones ancestrales, para luego revestirlo con una nueva identidad cultural. En cambio la integración, contemplada desde una perspectiva democrática, procura que el inmigrante pase a formar parte de la vida social, política, económica y cultural del nuevo país, donde asume todos los derechos y las obligaciones en igualdad de condiciones con los nativos.

Queda claro que nadie tiene el porqué asimilarse a una nueva sociedad a costa de perder los valores culturales de su país de origen, nadie tiene el porqué teñirse el pelo de color rubio ni usar lentes de contacto de color azul para hacerse el gringo siendo indio, como tampoco nadie tiene el porqué cambiarse el nombre para conseguir un mejor empleo ni hacerse el sueco.

Nadie tiene el porqué parecerse a mí ni yo tengo el porqué parecerme a nadie. Así como respeto la cultura del país que me acogió, exijo también que éste respete el bagaje cultural que llegó conmigo, porque mi cultura forma parte de mi identidad personal, de mi pasado, presente y futuro, y porque no estoy dispuesto a perderla ni por todo el oro del mundo.

Con la política de integración se permite que el chileno siga comiendo empanadas con vino tinto, el argentino siga bailando tango y el boliviano siga rindiéndole culto a la Pachamama. No se trata de olvidarnos de nuestros ancestros ni del cargamento cultural que llevamos dentro, sino de estar dispuesto a integrarnos en el nuevo país que, a su vez, tiene mucho que compartir con nosotros.

Por lo demás, una sociedad multicultural nos da una mayor opción para encontrar el verdadero sentido de la solidaridad. Tenemos que ser capaces de lograr la unidad en la diversidad y de gritar a los cuatro vientos el mismo lema que Alexandre Dumas puso en boca de los tres mosqueteros: Uno para todos y todos para uno.

martes, 21 de junio de 2011


LA MASACRE MINERA DE SAN JUAN

La masacre minera de San Juan, acaecida en la madruga del 24 de junio de 1967, no figura en las páginas oficiales de la historia de Bolivia, aunque se mantiene viva en la memoria colectiva y se la transmite a través de la tradición oral, de generación en generación, convirtiéndola en algunos casos en cuentos y leyendas, como sucede con los hechos históricos que se resisten a sucumbir entre las brumas del olvido. Y si lo cuento aquí y ahora, es porque fui testigo de esa horrenda masacre a los tres días de haber cumplido los nueve años de edad.

Todo comenzó cuando las familias mineras se retiraban a dormir después de haber festejado el solsticio de invierno alrededor de las fogatas, donde se bailó y cantó al ritmo de cuecas y wayños, acompañados con ponches de alcohol, comidas típicas, coca, cigarrillos, cachorros de dinamita y cuetillos. Mientras esto sucedía en la población civil de Llallagua y los campamentos de Siglo XX, las tropas del regimiento Ranger y Camacho, que horas antes habían tendido un cerco al amparo de la noche, abrieron fuego desde todos los ángulos, dejando un saldo de una veintena de muertos y setenta heridos entre las punzadas del frío y los silbidos del viento.

Se estima que los soldados y oficiales, que ingresaron por la zona norte entre las nueve y once de la noche, partieron en trenes desde la ciudad de Oruro la tarde del 23 de junio. El sereno de la tranca, que los vio llegar armados dentro de los vagones, intentó informar a los dirigentes del sindicato y las radioemisoras, pero fue intimidado por los oficiales que prosiguieron su marcha. Así, alrededor de las cinco de la mañana, comenzó la balacera para victimar a hombres, mujeres y niños. En un principio, ante el ataque sorpresivo, algunos confundieron las ráfagas de las ametralladoras con los cuetillos y el estampido de los morteros con la explosión de las dinamitas.

La empresa, en complicidad con los masacradores, cortó la luz eléctrica aquella madrugada, para que las radios no pudiesen transmitir ninguna alarma a los pobladores; en tanto los soldados, que estaban apostados en el cerro San Miguel, cercano de Canañiri, La Salvadora y el Río Seco, bajaron como recuas de asnos por la escarpada ladera y ocuparon a fuego los campamentos, la Plaza del Minero, la sede del sindicato y la radio La Voz del Minero, donde fue asesinado el dirigente Rosendo García Maisman, quien, parapetado detrás de una ventana, defendió la radio con un viejo fusil en la mano.

La matanza duró varias horas bajo el sol del 24 de junio. Los muertos se desangraban junto a las cenizas de las fogatas y los heridos acudían al hospital, mientras las madres, aterradas por los disparos y los gritos, intentaban calmar el miedo y el llanto de sus hijos. En medio del caos y el espanto, no faltaron los hombres que, en un intento desesperado por defenderse, se armaron de dinamitas y capturaron a algunos soldados, a quienes les despojaron de sus uniformes y les quitaron sus armas. Pero todo hacía suponer que era ya demasiado tarde para preparar una resistencia organizada. En la Plaza del Minero se llenaron los soldados y la jurisdicción de la provincia Bustillo fue declarada zona militar.

La masacre fue ejecutada por órdenes expresas de René Barrientos Ortuño, cuyo gobierno bajó los salarios a niveles de hambre, desabasteció las pulperías, prohibió el fuero sindical y desató una sañuda persecución contra los dirigentes políticos y sindicales, con el propósito de destruir sistemáticamente el eje principal de la resistencia en el seno del movimiento obrero. De hecho, según testimonios de primera mano, se sabe que para el 24 de junio se tenía previsto la realización del ampliado nacional de los mineros en Siglo XX, con el fin de exigir un aumento salarial y apoyar a la guerrilla del Che con dos mitas de su haber, equivalentes a dos jornadas de trabajo. Una suma importante si se considera a los aproximadamente 20.000 trabajadores que por entonces tenía la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL).

El gobierno y las Fuerzas Armadas, informados de los preparativos del ampliado y asesorados por la CIA, se apresuraron en ocupar los centros mineros para evitar cualquier apoyo moral y material destinado a los guerrilleros que se batían a tiros en las montañas de Ñancahuazú. Consiguientemente, lejos de la ilusión de encender una chispa libertaria en el continente americano, los mineros del altiplano y los guerrilleros comandados por el Che eran asesinados con las mismas armas y por los mismos enemigos, separados los unos de los otros, sin verse la cara ni compartir la misma trinchera contra los mercenarios de la CIA y las tropas del ejército boliviano.


René Barrientos Ortuño, quien sabía maniobrar sus siniestros planes respaldado en el pacto militar-campesino, que él mismo estableció con la burocracia oficialista de los sindicatos del agro, justificó la masacre bajo el pretexto de que el ejército tuvo que disparar en defensa propia y que era necesario combatir el proceso subversivo de los mineros en Siglo XX, dispuestos a organizar un foco guerrillero para plegarse a la gesta armada de los barbudos extranjeros en Ñancahuazú.

Al mismo tiempo que la indignación popular corría como reguero de pólvora a lo largo y ancho del país, los sindicatos clandestinos organizados en el interior de la mina, aparte de declarar por unanimidad un paro de 48 horas en protesta contra la masacre, ratificaron sus justas demandas: retiro de las tropas del ejército, devolución de la sede del sindicato y de la radio La Voz del Minero; respeto al fuero sindical, libertad incondicional para los dirigentes detenidos y confinados, indemnización a las viudas de los asesinados y exigencia para que no sean desalojadas del campamento; reposición de los salarios a los niveles de mayo de 1965 y, como si fuera poco, se fijó también una cuota quincenal de diez pesos por obrero, para gastos del sindicato y para adquirir armas. La resistencia popular, en escala nacional, encontró su vanguardia indiscutible en los sectores mineros que, por su alto grado de conciencia política y convicción combativa, estaban decididos a defender sus derechos más elementales y continuar declarando a Siglo XX territorio libre, en un franco desafío contra la dictadura militar.

A la masacre siguió la represión y el despido de los agitadores de sus fuentes de trabajo. Unos fueron a dar en las mazmorras y otros en el exilio, las viudas y los huérfanos fueron expulsados del campamento sin indemnización ni derecho a nada y la masacre de San Juan quedó en la impunidad. La ola de persecución se planeó en el Alto Mando Militar, con el claro objetivo de liquidar físicamente a los dirigentes más esclarecidos de la resistencia obrera. Así fue como dieron con el paradero de Isaac Camacho, uno de los principales líderes de los sindicatos clandestinos, a quien, luego de apresarlo el 29 de julio, en una casa cercana de la Plaza Nueva en Llallagua, lo torturaron brutalmente y lo desaparecieron sin dejar rastro alguno.

René Barrientos Ortuño, además de la masacre minera, fue el responsable directo del asesinato, encarcelamiento, tortura y desaparición de varios opositores a su gobierno, hasta el día en que murió calcinado en el mismo helicóptero que le obsequiaron sus aliados del norte. No obstante, a pesar de los múltiples testimonios de esta sombría historia, todavía hay quienes exaltan su patriotismo y le llaman el general del pueblo; cuando en realidad no era más que un simple general golpista, un aviador entrenado en Estados Unidos y un servil lacayo del imperialismo, que supo aprovechar su mandato presidencial para saquear los recursos naturales en medio de un país que se desangraba en la miseria y lloraba a sus muertos bajo la bota militar.

sábado, 18 de junio de 2011



En la presente entrevista, concedida por el escritor Víctor Montoya al periodista chileno Luis Garrido, se aborda el tema del lenguaje y la fantasía en el contexto de la literatura infantil, a partir de la consideración de que el autor debe zambullirse en los pensamientos y sentimientos de los niños.

FANTASÍA Y LITERATURA INFANTIL

La actividad lúdica de los niños, como la fantasía y la invención, es una de las fuentes esenciales que le permite reafirmar su identidad tanto de manera colectiva como individual. La otra fuente esencial es el descubrimiento de la literatura infantil cuyos cuentos populares, relatos de aventuras, rondas y poesías, le ayudan a recrear y potenciar su imaginación.

La literatura infantil, aparte de ser una auténtica y alta creación poética, que representa una parte esencial de la expresión cultural del lenguaje y el pensamiento, ayuda poderosamente a la formación ética y estética del niño, al ampliarle su incipiente sensibilidad y abrirle las puertas de su fantasía.

Sin embargo, así como la fantasía es un poder positivo, que estimula la creatividad humana, es también un poder peligroso, si a través de ella se exaltan valores que rompen con las normas morales y éticas de una sociedad determinada. Claro está que la fantasía por la fantasía no es ninguna garantía para que la literatura sea de por sí buena y sus fines constructivos. La fantasía, como cualquier otra facultad humana, puede ser usada como un recurso negativo. Esto ocurre, por citar un caso, cuando por medio de una obra literaria se proyectan prejuicios sociales o raciales, con el fin de lograr objetivos que son negativos para la convivencia social y la formación de la personalidad del niño.

Afortunadamente, gracias a la acción de los mecanismos de la imaginación, tanto el transmisor (autor) como el receptor (lector), saben que el argumento y los personajes de una obra literaria no siempre corresponden a la realidad, sino a la fantasía de su creador, quien, a diferencia de lo que sucede en la vida concreta, determina con su imaginación el destino de los personajes, el hilo argumental, la trama y el desenlace de la obra. En este caso, la fantasía del autor nos acerca a una nueva realidad que, aun siendo ficticia, ha sido inventada sobre la base de los elementos arrancados de la realidad. Asimismo, la fantasía no sólo cumple una función invalorable en la vida del escritor, sino también del hombre de ciencia. La fantasía prueba las posibilidades del pensamiento, encuentra nuevos medios y realiza los proyectos que luego se modifican con un pensamiento crítico. La fantasía es una palanca que sirve para transformar una realidad determinada y crear una obra que aún no existe.

Si bien es cierto que los cuentos populares han amamantado durante siglos la fantasía de grandes y chicos, es también cierto que ha llegado la hora de plantearse la necesidad de forjar una literatura específica para los niños, una literatura que desate el caudal de su imaginación y se despliegue de lo simple a lo complejo; de lo contrario, ni el libro más bello del mundo logrará despertar su interés, si su lenguaje es abstracto, su sintaxis intrincada y su contenido exento de fantasía.

Se debe partir del principio de que la imaginación está estrechamente vinculada al pensamiento y que el pensamiento mágico del niño hace de él un poeta por excelencia. Toda obra que se le destine debe tener un carácter imaginario, un lenguaje sencillo y agradable, sin que por esto tenga que simplificarse o trivializarse. A este texto, depurado de toda lisonja idiomática, moral y retórica, se le debe añadir, en el mejor de los casos, ilustraciones que despierten su interés. Sólo así se garantizará que el niño encuentre en la obra literaria a su mejor compañero.

Las joyas literarias más codiciadas por los niños son los cuentos fantásticos, que narran historias donde los árboles bailan, las piedras corren, los ríos cantan y las montañas hablan. Los niños sienten especial fascinación por los castillos encantados, las voces misteriosas y las varitas mágicas.

El cuento, género en el que todo es posible, también ha despertado el talento y la creatividad de muchos hombres célebres, y, para ilustrar esta afirmación, valga recordar la anécdota vertida por la bibliotecaria norteamericana Virginia Haviland, en el XV Congreso Internacional del IBBY, celebrado en Atenas en 1976: Un día, una madre angustiada se dirige al padre de la teoría de la relatividad para pedirle un consejo: ¿Qué debo de leerle a mi hijo para que mejore sus facultades matemáticas y sea un hombre de ciencia? Cuentos, contestó Einstein. Muy bien, dijo la madre. Pero, ¿qué más? Más cuentos, replicó Einstein. ¿Y después de eso?, insistió la madre. Aún más cuentos, acotó Einstein.

Los poetas, sabios y niños, conocen los dones que los cuentos populares otorgan a los humanos para que éstos no pierdan el enlace con el maravilloso mundo al que tuvieron acceso en un tiempo remoto, y que aún siguen añorando. Dimensión mágica a la cual se refirió Alexander Solzhenitsin en su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel de Literatura, que se le concedió en 1970: Hay cosas que nos llevan más allá del mundo de las palabras; es como el espejito (diría también Alicia mirándose en el espejo inventado por Lewis Carroll) de los cuentos de hadas: se mira uno en él y lo que ve no es uno mismo. Por un instante vislumbramos lo inaccesible, por lo que clama el alma.

Nadie sabe con certeza a qué edad, de qué forma o en quécircunstancia aparece la imaginación en el niño. Empero, la aparición de las imágenes de la fantasía, que juegan un rol preponderante en su vida, es el resultado de la actividad del cerebro humano, compuesto de dos hemisferios que poseen numerosas circunvoluciones, que ponen en funcionamiento tanto la imaginación como otros procesos psíquicos.

Por la importancia que reviste la imaginación en los niños, los psicólogos han dividido la evolución de la fantasía en etapas: la primera, consiste en el paso de la imaginación pasiva a la imaginación activa y creadora; la segunda, conocida con el nombre de “animismo”, es la etapa en la cual el niño atribuye conciencia y voluntad a los elementos inorgánicos y a los fenómenos de la naturaleza. La fantasía del niño tiene tanto poder que es capaz de dotarle vida al objeto más insignificante. Por ejemplo, los de edad preescolar, al margen de personificar las funciones cotidianas de ciertos individuos del conglomerado social, pueden también personificar las letras del abecedario, decir que la letra a es una señora gorda y la i un caballero con sombrero.

El niño parece un hombre primitivo que, deslumbrado por lo desconocido y maravilloso, cree que los astros son seres fantásticos dominando sobre él y a quienes se les debe rendir pleitesía como lo hacían los incas al sol y la luna. Su imaginación galopante crea personajes esotéricos; unas veces bellísimos y otras horribles; de su temor surgen las hadas y los duendes, que lo protegen y lo amenazan. Los mitos y las leyendas, en sus versiones más sencillas, le encantan y sobrecogen como al hombre primitivo. Además, en este período entra en contacto con la escuela, el maestro y la literatura, que lo conducen de la mano por un mundo lleno de fantasía y misterio

Lo cierto es que la fabulación del niño no tiene nada que ver con la mitomanía del adulto. Para el niño es normal trocar la realidad en fantasía y la fantasía en realidad; la mentira en el adulto, en cambio, es una alteración de la verdad de manera voluntaria y consciente. No obstante, desde la más remota antigüedad hasta nuestros días, muchos siguen considerando al niño como un “homúnculo” (adulto en miniatura) y siguen exigiendo de él un razonamiento lógico, a pesar de que la psicología evolutiva ha demostrado que el niño tiene un dinamismo propio que lo diferencia del adulto.

La fantasía, al igual que el pensamiento, es uno de los procesos cognoscitivos superiores que nos diferencia de la actividad instintiva de los animales irracionales. No es casual que en el plano laboral sea imposible empezar un trabajo sin antes imaginar su resultado. La fantasía es tan importante para construir una mesa como para escribir un libro, pues ambos requieren ser planificados por anticipado, para obtener el mismo resultado que se concibió por medio de la imaginación; un aspecto que es indispensable en el trabajo artístico, científico, literario, musical y en todas las actividades en las cuales interviene la capacidad creativa.

sábado, 11 de junio de 2011


FRAGMENTOS DE UNA CONVERSACIÓN ÉTICA

Esta fotografía atroz, publicada en un libro de texto, causa un impacto difícil de olvidar, pues la suerte de este gato, atrapado por un instrumental de experimentos, es peor que la de los ciudadanos condenados a la tortura y la pena de muerte. Es cuestión de mirarle a los ojos para adivinar el pánico y el dolor que lo atormentan en medio de un laboratorio donde los humanos parecen no haberse despojado de sus instintos salvajes. Como fuere, esta fotografía, que representa la insensatez de una sociedad que destruye la naturaleza a nombre de la civilización y el progreso, me trajo a la mente una discusión ética que escuché alguna vez en el metro de Estocolmo, entre una mujer sueca y un hombre de origen extranjero.

...Estoy de acuerdo con el experimento en los animales dijo él, sobre todo, si se trata de la investigación farmacológica para salvar la vida de millones de personas; de otro modo, sería difícil curar las enfermedades y conseguir los medicamentos contra el cáncer y el SIDA. De no experimentarse en los animales, ¿quién estaría dispuesto a ser el “conejillo de indias”? Vivimos en una época conflictiva y los humanos tenemos la urgencia de buscar medios que permitan protegernos de la radioactividad y de las armas químicas que amenazan nuestras vidas...

Para empezar replicó ella, debemos respetar la vida, y los animales, al igual que nosotros, son seres vivos, y el someterlos a experimentos es una aberración que sólo se les puede ocurrir a los hombres. Cada año se matan a millones de animales indefensos en los laboratorios de los países industrializados, no sólo en afán de encontrar medicamentos más efectivos contra las enfermedades, sino también productos comerciales que benefician a un reducido grupo de interesados. Además, estoy en contra de consumir carne de animales manipulados genéticamente y engordados con alimentos transgénicos. Estoy en contra de utilizar las pieles para fabricar abrigos de lujo y de maquillarme la cara con cremas que fueron probadas en animales, los mismos que perdieron la vida a cambio de lanzar al mercado una nueva maravilla cosmética que disminuya las arrugas y la edad de las mujeres. Prefiero una vida ecológica, en armonía con la naturaleza, y retirada de las zonas industriales, cuyos gases y deshechos están contaminando el medio ambiente y destruyendo las moléculas de la capa de ozono, que nos protege de las fracciones ultravioletas de la luz solar.

Lo que es yo dijo él, no rechazo las comodidades materiales que me brinda la sociedad moderna. Estoy de acuerdo con la ingeniería genética y con el avance de la tecnología, a pesar de los riesgos que esto implica. Vivo en una Era cibernética desde cuando entró en mi casa ese medio subversivo que se llama Internet, que, a través de las redes sociales, me pone en contacto con el mundo de manera más efectiva y veloz que el correo, el fax o el teléfono. Por ejemplo, ya no se puede hablar de censura de prensa ni de opinión en un mundo globalizado en el cual la fotocopia es un hecho trivial, en el que cualquiera puede grabar un video y descargar música MP3 gratis; un mundo con fax, impresor láser y una tecnología que está disponible incluso para hacer contactos eróticos. Lo demás, a estas alturas de la historia, es puro fanatismo ecológico...

Ella guardó silencio por un instante, después contraatacó con firmeza:

No es fanatismo cuando uno corta el agua de la ducha mientras se jabona o cierra el grifo del lavabo mientras se cepilla los dientes. No es fanatismo reciclar la basura doméstica, elegir electrodomésticos que ahorren energía y utilizar productos que no envenenen el agua ni el aire. Yo mismo separo el papel y el cartón de los restos de basura orgánica para reciclarlos. Tampoco tiro productos químicos, pinturas o medicinas al tacho de basura. Almaceno botellas y envases de vidrio para luego depositarlos en los contenedores. Vivo en una casa que tiene muebles de madera y no de plástico; en el dormitorio tengo una cama hecha de algodón, las cortinas y tapete son de tejidos naturales y las colchas están hechas de telas recicladas...

Ya no estamos en la Edad de la Piedra dijo él. Hace tiempo que el hombre se ha erguido de su condición de primate. La ciencia ha avanzado a un ritmo galopante y, gracias a la invención de la tecnología, el mundo parece haberse hecho cada vez más pequeño, quizás en desmedro de la ecología, pero sí en provecho de la humanidad.

De cualquier modo dijo ella, el acoso a especies animales y vegetales, la superpoblación y la pobreza son amenazas serias y reales. La temperatura media de la atmósfera aumenta 0,33 grados por década y los deshechos arrojados a las aguas superan los 20.000 millones de toneladas. Es decir, los mares se han convertido en el sumidero mundial, a ellos vertemos todo los productos que despreciamos en la sociedad de consumo, como si del mar, además de toda el agua que permite la vida sobre el planeta, no proviniera la alimentación básica del 20% de los humanos. En la sociedad llamada moderna nada ha crecido tanto como la pobreza y la basura. Nos estamos envenenando poco a poco y estamos al borde de una catástrofe ecológica...


Cuando el metro llegó a la estación de Slussen,  ellos se bajaron del vagón, mientras yo proseguí mi camino, pensando en que este tipo de conversaciones éticas valen la pena, aunque nadie es el dueño de la verdad absoluta. Pero eso sí, de una cosa estoy seguro: el experimento en los animales seguirá siendo un tema controvertido que dividirá la opinión pública entre unos que están en contra y otros que están a favor, porque en esta vida, como en la política y en el matrimonio, todo es discutible, excepto la muerte.

lunes, 6 de junio de 2011


LLALLAGUA, UNA POBLACIÓN MINERA EN LOS ANDES

En estos cerros, que los indígenas bautizaron con el nombre de Llallagua, porque sus formaciones se parecían a la del tubérculo de la buena suerte, Simón I. Patiño, uno de los magnates de la minería boliviana, halló el yacimiento de estaño más rico del mundo a fines del siglo XIX. Desde entonces, Llallagua se convirtió en el nuevo Potosí, y Simón I. Patiño, quien luchó contra las rocas como un conquistador sin espada ni coraza, se convirtió en el Rey del Estaño y en uno de los pocos multimillonarios junto a Ford y Rockefeller.

Cuando yo llegué a vivir en Llallagua, donde todo es piedra sobre piedra, no conocí a Patiño ni vi sus riquezas distribuidas entre los hambrientos de esta tierra, salvo las maquinarias modernas de su Empresa, donde se trituraban los trozos del mineral con la misma intensidad con que se trituraban los pulmones de los mineros. En Llallagua pasó lo que pasó en otras partes: unos cardaron la lana y otros se embolsillaron la plata. Pues el hecho de vivir como yo vivía, en una casa donde faltaba la luz eléctrica, el agua potable, la cocina a gas y los vidrios en las ventanas, me hizo comprender que la vida es como un embudo: ancho para unos y angosto para otros.

En esta zona periférica de Llallagua, donde las casas parecen la normal prolongación del suelo, transcurrió mi infancia sin más consuelo que una vida hecha de sueños y esperanzas. Viví como viven los habitantes del altiplano, en medio de los cerros escarpados y a cuatro mil metros sobre el nivel de la miseria. Sabía, sin embargo, que las famosas minas de Siglo XX, que están al otro lado de este río, dieron de mamar al mundo su riqueza a cambio de pobreza.

Los mineros -conscientes de que el estaño que extraían del vientre de la  montaña, arrojando sus pulmones petrificados por la silicosis, volvía a la nación convertido en armas y dinero, que los ricos usaban para perpetrar masacres y tramar golpes de Estado- se apoderaron de lo más avanzado de la doctrina revolucionaria y se lanzaron a luchar por mejorar sus condiciones de vida en actitud beligerante, que los poderes de dominación se encargaron de arremeter y ahogar en sangre. Así ocurrió desde la masacre de Uncía en 1923, hasta la masacre de San Juan en 1967; un suceso trágico que me tocó vivir de cerca y del que todavía conservo un espeluznante recuerdo. Todo sucedió el mismo año en que estalló la guerrilla del Che en Ñancahuazú y el mismo año en que los esbirros del gobierno hicieron desaparecer al dirigente minero Isaac Camacho, a quien lo vi por última vez en mi casa, por donde pasó enfundado en un abrigo negro y un cigarrillo en los labios, pocos días antes de que fuera apresado y desaparecido.

Si se considera que el medio ambiente es decisivo en la formación del carácter del individuo, entonces es lógico suponer que el mío se parece a la topografía árida y pedregosa del altiplano. No es casual que de niño, incluso estando entre los amigos, me sentía casi siempre como un convidado de piedra; era parco en las palabras y huraño con los desconocidos. Mas no por esto dejé de jugar en el canchón de piedras apiladas, que había entre las paredes de mampuesto y el río, donde jugábamos fútbol con una pelota de trapo, hasta reventarnos los pies de tanto tropezar con las piedras. Por las noches, reunidos en este mismo canchón, nos contábamos cuentos de espantos y encantos. Cuando los niños pequeños se recogían a dormir, los más grandes, sentados al alrededor de un mechero de carburo, pasábamos de los cuentos de aparecidos a los cuentos colorados, enmedio de una algarabía que parecía hacer ecos en las laderas del río.

A veces, agrupados en bandas de rapazuelos, nos enfrentábamos en una batalla campal contra los niños que vivían en la calle paralela. Ellos, los de patacalle*, nos atacaban haciendo silbar las hondas en el aire, mientras nosotros, protegidos por escudos de lata, cartón o madera, resistíamos la embestida sin más armas que el coraje. O sea que en este río, seco en verano y caudaloso en épocas de lluvia, no faltaban niños que volvían al seno familiar con la cabeza rota por una pedrada.

En esta población, donde las calles y las casas han sido construidas sin la precisión de los arquitectos, nació el primer bastión del sindicalismo minero y en ella se echaron a rodar los dados de la suerte económica del país, hasta que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro lanzó el decreto 21060 en 1985, obligando a las familias mineras a desplazarse hacia las ciudades en calidad de relocalizados.

Llallagua dejó de ser el laboratorio de la revolución boliviana y el Tío (deidad del bien y del mal; amo y señor de los mineros y las riquezas minerales) quedó abandonado en los socavones. Y, lo que es peor, varias de estas casas, que a la distancia parecen una manada de llamas trepando al cerro, dejaron de existir desde cuando alguien prendió una vela cerca de los cajones de dinamita que guardaba un comerciante. La explosión, según me contó un amigo a su paso por Suecia, tuvo consecuencias funestas; los techos de calamina volaron por los aires y las paredes volvieron a su estado natural. Un hecho inverosímil que no quise aceptar, porque en mis adentros sentía como si una parte de mi infancia hubiese quedado suspendida en el vacío.


Con todo, esta fotografía captada por Michel Desjardins, y publicada en el libro Bolivia, beskrivning av ett u-land (Bolivia, descripción de un país subdesarrollado), de Sven Erik Östling, ha sido un motivo suficiente para reflexionar sobre la tragedia de esta población minera en los Andes y para recordar, con una extraña sensación de amor-odio, la casa donde transcurrió mi infancia; la misma que, por esos azares del destino y por esa maldita explosión de dinamitas que la esparció sobre el río, no volveré a ver ni a pisar por el resto de mis días.

Glosario
Patacalle: Calle de arriba.
Relocalizados: Obreros despedidos de la mina y echados a la calle.
Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas. 

miércoles, 1 de junio de 2011


AUGUSTO CÉSPEDES Y EL PANFLETO LITERARIO

La novela de Augusto Céspedes forma parte de una serie denominada Tredje Ögat (El Tercer Ojo), que la editorial Askild & Kärnekull destinó a los lectores suecos, con el apoyo económico de una institución estatal y bajo el cuidado de prestigiosos traductores, como es el caso de Lena Melin, quien también tradujo Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos.

Entre los ocho libros que componen esta serie, cuyos autores son africanos, asiáticos y latinoamericanos, Metal del diablo es la obra que representa a Bolivia, un país conocido más por el narcotráfico y los golpes de Estado que por su literatura, aunque Céspedes manifestó que los bolivianos tienen dos riquezas: sus materias primas y sus escritores, y que ambos podían venderse.

De cualquier modo, para quienes conocemos su prosa llena de vigor, causticidad y casi siempre impregnada de un sabor político, resulta interesante releer Metal del diablo en el idioma de August Strindberg, puesto que Céspedes es uno de los pocos autores bolivianos que han tramontado las fronteras nacionales y su nombre figura entre los escritores más connotados del mundo hispanoamericano.

Los personajes de sus cuentos y novelas, retratados con ironía y mordacidad, son seres que han vivido y actuado en el escenario político nacional. En Sangre de mestizos y Crónica de una guerra estúpida, están presentes los soldados desnudos y hambrientos que participaron en la guerra tramada por la Standard Oil entre Bolivia y Paraguay; en El dictador suicida, El Presidente colgado, Salamanca, el metafísico del fracaso y Las dos queridas del tirano, aparecen los generales de la muerte y los presidentes criollos, cuyos dichos y hechos se parecen más a las fábulas que a la historia; en Metal del diablo, en cambio, nos ofrece la personalidad caricaturizada de Simón I. Patiño, el magnate minero que, durante varias décadas, fue dueño de una empresa transnacional, bajo cuya sombra se movía todo el aparato estatal boliviano.

Se cuenta que, cuando Céspedes presentó Metal del diablo al concurso convocado por la editorial Reinhardt de Nueva York, los familiares de Patiño, enfurecidos por el argumento de la novela, quisieron adquirir los originales para reducirlos a cenizas. A lo que Céspedes, valiéndose de su sutil ironía, replicó: que si de verdad estaban interesados en conocer la novela, mejor se compraran toda la edición, una vez que estuviera impresa. Con todo, apenas salió a luz, en 1946, fue censurada y quemada por los gobiernos que servían a la oligarquía minera.

A más de medio siglo de ese hecho insólito, cualquiera que lea el libro, indistintamente de su nacionalidad o condición de clase, advertirá que la intención del autor ha sido convertir Metal del diablo en la gran novela minera; intento que, empero, quedó frustrado por dos razones fundamentales:

1. Así como en el llamado realismo mágico de la literatura latinoamericana no se sabe dónde comienza la realidad y dónde termina la fantasía, tampoco se sabe en la obra de Céspedes dónde comienza el novelista y dónde termina el político, pues cada vez que intenta escribir algo concerniente a la realidad boliviana, aflora de inmediato el político y sus obras acaban por parecerse a los panfletos. No en vano algunos de sus críticos han aseverado que: el político frustra al novelista en Céspedes.

2. En sus obras, claramente impregnadas de una ideología nacionalista, no aparece la burguesía imperialista, sino sólo una pequeña parte de ella, encarnada en el protagonista de Metal del diablo, quien fue el mayor accionista de un trust que, al margen de triturar los pulmones de los mineros bolivianos, explotaba también a obreros de otras latitudes. En consecuencia, la novela de Céspedes no es más que un breve esbozo de la biografía grotesca de Patiño/Omonte, donde está ausente la verdadera historia del movimiento obrero boliviano. No es casual que la crítica sueca haya coincidido en señalar que: La obra de Céspedes quedó trunca entre la novela histórica y el panfleto literario.

Augusto Céspedes (Cochabamba 1904 – La Paz 1998). Narrador, historiador, abogado, periodista y diplomático. Durante su juventud actuó como oficial de reserva en la Guerra del Chaco, conflicto que inaugura un ciclo en la literatura nacional. De esta experiencia surge su primer libro de relatos en 1936. Se desempeñó como periodista en varios diarios de La Paz, especialmente en La Calle y La Razón, caracterizándose por sus artículos que apoyaban incondicionalmente los principios del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), partido del que fuera miembro fundador. En 1938 fue electo diputado por Cochabamba y, con la asunción de Villarroel en 1943, ocupó diversos cargos: Secretario General de la junta de Gobierno, Diputado por el distrito minero de Bustillo y Embajador ante Paraguay. Tras el derrocamiento del presidente Villarroel, y hasta la revolución boliviana de 1952, permaneció en la Argentina, donde publicó el libro que comentamos. La publicación de la obra no sólo desencadenó la crírica de la prensa oficial, sino que suscitó hechos políticos concretos: en 1947, durante una manifestación pública, fueron quemados numerosos ejemplares de Metal del diablo, junto con títulos de otros autores. Aunque En 1957 fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura, se dedicó más a la política que a la literatura, no en vano solía repetir: Preferí ser un buen político en vez de ser un buen escritor.

Sus obras principales: Sangre de mestizos (1936), cuentos; El dictador suicida (1956), estudio biográfico del presidente Germán busch; El presidente colgado (1966), estudio histórico sobre el colgamiento del presidente Guarberto villarroel; Trópico enamorado (1968), novela; Salamanca o el metafisico del fracaso (1973), estudio histórico; Crónicas heroicas de una guerra estúpida (1975), crónicas de la Guerra del Chaco y Las queridas del tirano (1984), novela inspirada en la vida del dictador Mariano Melgarejo.

sábado, 28 de mayo de 2011


EN UNA PLAZA DE COPENHAGUE

Esta instantánea no fue captada por una fotógrafa profesional, sino por una compañera entrañable que, sin ser experta en el arte de componer la luz y la sombra, fijó esta escena insólita más como un recuerdo de viaje que como una imagen documental.

Así, en esta fotografía, captada en una plaza de Copenhague, no se perciben los bares expuestos a cielo abierto ni las avenidas inundadas de sol, pero sí la figura ineludible de un policía que, rodeado por un tumulto de curiosos y miradas absortas, se enfrenta a un fakir tragafuegos, quien dejó de echar llamas por la boca más por órdenes superiores que por haber concluido su espectáculo callejero.

Los daneses, en medio del sentido del humor que los diferencia del resto de los escandinavos, escuchan con atención las palabras que se cruzan en el ámbito, mientras el policía y el fakir se miran frente a frente, retándose como gallos de pelea ante un hombre embriagado que parece tener el rol de árbitro. Por la expresión de los rostros y la parábola del incidente, se tiene la sensación de que ninguno está dispuesto a ceder en sus posiciones, salvo que se aplique la ley del más fuerte, donde entran en juego el sentido de autoridad y el prestigio profesional.

Del fakir, plantado con las manos a la espalda, posiblemente nunca lleguemos a saber su identidad: nombre, edad, estado civil y lugar de residencia. Pero eso sí, en nuestra retina quedará estampado su aspecto extravagante. Y, quizás, con esto baste para recordar a este hombre de cuerpo semidesnudo, pantalones jeans, cintillo en la cabeza y barba montaraz.

Del policía de brazos cruzados, que luce chaqueta y gorra como todos los uniformados responsables de hacer prevalecer el orden publico, todos tendrán una opinión particular según su propia experiencia. Además, como es natural, a nadie le interesa la identidad de un guardián que vive en el anonimato, aparte de saber que la autoridad de un policía pende sobre el cuello del libre albedrío como la espada de Damocles.

Esta imagen callejera, capaz de poner en movimiento las aspas de la imaginación, evoca en cierto modo algunas escenas de las ingeniosas películas de Chaplin, quien no deja de enfrentarse al policía que, porra en mano y pito en boca, lo acosa por burlarse de la ley y del orden establecido. Una prueba de fuerzas en la cual el espectador, de manera consciente o inconsciente, toma más partido por el subversivo del orden que por el guardián de éste.

Por lo demás, esta fotografía, cuyo mensaje refleja una realidad escindida entre la autoridad y la anarquía, es una válvula de escapa para los amantes de la libertad absoluta y un balde de agua fría para quienes están acostumbrados al orden y la disciplina.
Si volteamos la mirada sobre la fotografía, podremos advertir que la realidad tiene la fuerza de transmitirnos un acontecimiento callejero apenas percibido por su cotidianidad. Pero si nos detenemos un instante y observamos detenidamente nuestro entorno, casi siempre en movimiento sobre un fondo estático, constataremos que la realidad no sólo está llena de sorpresas, sino que supera a la fantasía, ya que tiene una magia hecha de espontaneidad y tiempo concentrado.

sábado, 21 de mayo de 2011


FE DE RATAS

–¿A qué viene esa furia desatada en tus adentros y tan impregnada en tu piel? –preguntó el Tío* desde su trono.

–Acabo de leer este mamarracho salpicado de errores –contesté arrojando el libro sobre la mesa–. ¡Un verdadero insulto contra el lector!

–No tienes por qué enfadarte –dijo mientras disparaba su mirada de fuego sobre las cubiertas de lujo, sin importarle quién era el autor–. Eso de los errores y horrores es frecuente en la literatura. Acaso no recuerdas que cuando retornaste de España estabas despotricando contra tu editor, quien, en la presentación de tu biografía, cambió el nombre del país donde naciste.

–¡¿Qué dices?!

–No te hagas el necio. Tú mismo me contaste que en tus datos biográficos, estampados en la solapa del libro, escribió que naciste en Bolovia y no en Bolivia. Es decir, el editor inventó un nuevo país, un territorio desconocido al mejor estilo de Camala de Rulfo, Santa María de Onetti y Macondo de García Márquez.

Me quedé pensativo un instante, consciente de que los errores pueden doler en el alma, como cuando un cura incurre en el pecado de la carne. Después me repuse, recordé el incidente referido por el Tío y confirmé:

–Es cierto, ese error cometió el editor, quien, a pesar de crucificar a los escritores sin querer, atribuye las erratas a los duendes que habitan en las imprentas.

–No me vengas con cuentos –dijo–. Los errores son siempre de los humanos y no de las máquinas. Echarles la culpa a ellas, como el ciego al empedrado, es una estupidez de grueso calibre.

–Nada más cierto que eso –corroboré. Después, a modo de justificar los gajes del oficio, añadí–: Los errores gramaticales, en el doloroso arte de trabajar con la escritura, pueden también confundirse con los errores de creación, por mucho que el escritor haya aprendido a forjar la palabra con la misma entereza con que el herrero fragua el acero entre el yunque y el martillo.

El Tío, que no sabe leer ni escribir, pero es sabio por su natural condición de diablo, escuchó mis palabras con suma atención. Luego se rascó la barbilla con la pezuña, rememoró los comentarios escuchados en boca de otros escritores, quejándose de las metidas de pata de sus editores, y dijo:

–El error impreso en un libro no lo modifica ni Cristo descrucificado, menos aún el escritor, quien no puede borrar con el codo lo que se escribió con la mano. Conozco el caso de un poeta cubano que, a poco de recibir su poemario empastado, descubrió que en su verso: Yo siento un fuego atroz que me devora, el linotipista colocó su erratón y escribió: Yo siento un fuego atrás que me devora. De modo que el autor y el impresor se subieron en una lancha y fondearon los ejemplares de la edición en una bahía de La Habana.

–No es para menos –dije casi sin respirar, con el cuerpo rígido y los brazos cruzados–. A mí también me tocó romper varios ejemplares de mi primer libro, pues de seguir circulando hubiese necesitado añadir una lista a manera de fe de erratas, o, como diría un dilecto amigo, fe de ratas. Pero hay casos peores, como el de los escritores perfeccionistas que, por razones hasta hoy desconocidas en los anales de las ciencias literarias, se enferman por un simple error de tipografía. Éste es el caso de García Márquez, quien, antes de ser Premio Nobel, no sólo tenía problemas apremiantes con el papel para la máquina de escribir, sino que tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo.

–Ya ves, ya ves –repitió el Tío–. Tú no eres el único que se angustia ante un error ni el único que maldice al editor.

–Aunque no lo creas, con los años que llevo metido en este noble oficio, he aprendido a capear los errores de tipografía que, luego de esconderse entre línea y línea, se te aparecen como alimañas donde menos te lo esperas. Con todo, es un craso error cambiar el nombre del país donde naciste, porque eso es como cambiarle el nombre a la madre que te parió. Por eso me dolió mucho ver en mi libro la palabra Bolovia en lugar de Bolivia.

El Tío, orgulloso de tener sus orígenes en las minas del altiplano, me dirigió la mirada chispeante y dijo:

–Conozco a escritores que se cogen de los pelos cuando por un error involuntario, o por la intervención de una mano misteriosa a la hora de tipear el texto, se cambia una letra por otra, o se quita y se añade otra, modificando el sentido de la frase o del verso, incluso cuando este error produce efectos cómicos.

–¿Cómo así? –le pregunté, sin dejar de pensar en que estaba tomándome el pelo como siempre.

–Como las erratas que te mencionaré a continuación –contestó dispuesto a lucir su gran sentido del humor–. No es lo mismo que un político diga: Yo amo con fruición a mi patria, que Yo mamo con fruición a mi patria; o que un cura diga: Los conquistadores trajeron de España un credo católico, que Los conquistadores trajeron de España un cerdo católico; peor todavía si en la frase: La puma parió una pumita, aparecieran cambiadas las letras m por las t; o que en la frase: El obispo ponderó los hermosos cultos de las hijas de María, desapareciera la letra t de la palabra cultos.

–De dónde sacas todo esto, si tú no sabes leer ni escribir –le salí al paso, esbozando una sonrisa a la medida de su picardía.

–No jodas, pues –repuso. Respiró hondo y se inclinó hacía a mí, iluminándome el rostro con la luz de sus ojos–. No necesito ser letrado para leer el pensamiento de los humanos y sentir sus ataques de ansiedad por los errores que cometen en sus vidas y sus obras.

No dije nada, como quien asume la conducta de una persona educada. Guardé un corto silencio y, tras recorrer el cuarto con la mirada, se me vino a la mente la anécdota de las erratas y erratones, que Neruda cuenta en su libro Para nacer he nacido, donde afirma que los errores en un libro de poesía le duelen profundamente al poeta. Las erratas son como insectos o reptiles armados de lancetas encubiertos bajo el césped de la tipografía. Los erratones, por el contrario, no disimulan sus dientes de roedores furiosos. Cuenta también que, en uno de sus poemarios, lo atacó un erratón bastante sanguinario. El poeta indica: Donde digo 'el agua verde del idioma' la máquina se descompuso y apareció 'el agua verde del idiota'. Sentí el mordisco en el alma...

–¿Qué te pasa –preguntó como sumergiéndose en mis pensamientos y devolviéndome a la realidad–. Te quedaste callado y cojudo.

–No pasa nada –repliqué–. Estaba pensando en que el idioma tiene también sus lados requetechistosos, pues se presta al juego de palabras y, como dirían los filólogos, a la recreación lúdica.

–Eso es correcto –afirmó–. Ahí tienes las frases que, con sólo cambiar el orden sintáctico de las palabras, adquieren connotaciones semánticas diferentes. Por ejemplo, no es lo mismo Un miembro de la corte, que un corte en el miembro, tampoco es lo mismo El SIDA tiene cura, que el cura tiene SIDA o La Virgen del Socavón, que el socavón de la virgen. Otro juego de palabras son los llamados palíndromos, que consiste en construir palabras o frases que se escriben igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, y que, además, conservan el mismo significado, como en el caso de la palabra Oruro. Escríbelo al revés y verás lo que te digo.

–Es cierto –constaté–. ¿Y tienes más ejemplos?

–Por supuesto –contestó al tiro–. Prueba con la palabra reconocer y si quieres un palíndromo más largo, aquí tienes una frase completa: Anita la gorda lagartona no traga la droga latina.

–¡Ajá! Con esa frasecita me quedo –dije–, pero como no puedo escribir mentalmente de derecha a izquierda, por ser larga como la cola de la lagarta, lo intentaré con lápiz y papel en el escritorio.

El Tío aprobó mi decisión con la cabeza, sonriente y tranquilo. Cogí el libro que estaba sobre la mesa, me volví y salí del cuarto, donde el soberano de las tinieblas quedó sentado en su trono.

* Deidad de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.