sábado, 18 de junio de 2011


FANTASÍA Y LITERATURA INFANTIL

La actividad lúdica de los niños, como la fantasía y la invención, es una de las fuentes esenciales que le permite reafirmar su identidad tanto de manera colectiva como individual. La otra fuente esencial es el descubrimiento de la literatura infantil cuyos cuentos populares, relatos de aventuras, rondas y poesías, le ayudan a recrear y potenciar su imaginación.

La literatura infantil, aparte de ser una auténtica y alta creación poética, que representa una parte esencial de la expresión cultural del lenguaje y el pensamiento, ayuda poderosamente a la formación ética y estética del niño, al ampliarle su incipiente sensibilidad y abrirle las puertas de su fantasía.

Sin embargo, así como la fantasía es un poder positivo, que estimula la creatividad humana, es también un poder peligroso, si a través de ella se exaltan valores que rompen con las normas morales y éticas de una sociedad determinada. Claro está que la fantasía por la fantasía no es ninguna garantía para que la literatura sea de por sí buena y sus fines constructivos. La fantasía, como cualquier otra facultad humana, puede ser usada como un recurso negativo. Esto ocurre, por citar un caso, cuando por medio de una obra literaria se proyectan prejuicios sociales o raciales, con el fin de lograr objetivos que son negativos para la convivencia social y la formación de la personalidad del niño.

Afortunadamente, gracias a la acción de los mecanismos de la imaginación, tanto el transmisor (autor) como el receptor (lector), saben que el argumento y los personajes de una obra literaria no siempre corresponden a la realidad, sino a la fantasía de su creador, quien, a diferencia de lo que sucede en la vida concreta, determina con su imaginación el destino de los personajes, el hilo argumental, la trama y el desenlace de la obra. En este caso, la fantasía del autor nos acerca a una nueva realidad que, aun siendo ficticia, ha sido inventada sobre la base de los elementos arrancados de la realidad. Asimismo, la fantasía no sólo cumple una función invalorable en la vida del escritor, sino también del hombre de ciencia. La fantasía prueba las posibilidades del pensamiento, encuentra nuevos medios y realiza los proyectos que luego se modifican con un pensamiento crítico. La fantasía es una palanca que sirve para transformar una realidad determinada y crear una obra que aún no existe.

Si bien es cierto que los cuentos populares han amamantado durante siglos la fantasía de grandes y chicos, es también cierto que ha llegado la hora de plantearse la necesidad de forjar una literatura específica para los niños, una literatura que desate el caudal de su imaginación y se despliegue de lo simple a lo complejo; de lo contrario, ni el libro más bello del mundo logrará despertar su interés, si su lenguaje es abstracto, su sintaxis intrincada y su contenido exento de fantasía.

Se debe partir del principio de que la imaginación está estrechamente vinculada al pensamiento y que el pensamiento mágico del niño hace de él un poeta por excelencia. Toda obra que se le destine debe tener un carácter imaginario, un lenguaje sencillo y agradable, sin que por esto tenga que simplificarse o trivializarse. A este texto, depurado de toda lisonja idiomática, moral y retórica, se le debe añadir, en el mejor de los casos, ilustraciones que despierten su interés. Sólo así se garantizará que el niño encuentre en la obra literaria a su mejor compañero.

Las joyas literarias más codiciadas por los niños son los cuentos fantásticos, que narran historias donde los árboles bailan, las piedras corren, los ríos cantan y las montañas hablan. Los niños sienten especial fascinación por los castillos encantados, las voces misteriosas y las varitas mágicas.

El cuento, género en el que todo es posible, también ha despertado el talento y la creatividad de muchos hombres célebres, y, para ilustrar esta afirmación, valga recordar la anécdota vertida por la bibliotecaria norteamericana Virginia Haviland, en el XV Congreso Internacional del IBBY, celebrado en Atenas en 1976: Un día, una madre angustiada se dirige al padre de la teoría de la relatividad para pedirle un consejo: ¿Qué debo de leerle a mi hijo para que mejore sus facultades matemáticas y sea un hombre de ciencia? Cuentos, contestó Einstein. Muy bien, dijo la madre. Pero, ¿qué más? Más cuentos, replicó Einstein. ¿Y después de eso?, insistió la madre. Aún más cuentos, acotó Einstein.

Los poetas, sabios y niños, conocen los dones que los cuentos populares otorgan a los humanos para que éstos no pierdan el enlace con el maravilloso mundo al que tuvieron acceso en un tiempo remoto, y que aún siguen añorando. Dimensión mágica a la cual se refirió Alexander Solzhenitsin en su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel de Literatura, que se le concedió en 1970: Hay cosas que nos llevan más allá del mundo de las palabras; es como el espejito (diría también Alicia mirándose en el espejo inventado por Lewis Carroll) de los cuentos de hadas: se mira uno en él y lo que ve no es uno mismo. Por un instante vislumbramos lo inaccesible, por lo que clama el alma.

Nadie sabe con certeza a qué edad, de qué forma o en quécircunstancia aparece la imaginación en el niño. Empero, la aparición de las imágenes de la fantasía, que juegan un rol preponderante en su vida, es el resultado de la actividad del cerebro humano, compuesto de dos hemisferios que poseen numerosas circunvoluciones, que ponen en funcionamiento tanto la imaginación como otros procesos psíquicos.

Por la importancia que reviste la imaginación en los niños, los psicólogos han dividido la evolución de la fantasía en etapas: la primera, consiste en el paso de la imaginación pasiva a la imaginación activa y creadora; la segunda, conocida con el nombre de “animismo”, es la etapa en la cual el niño atribuye conciencia y voluntad a los elementos inorgánicos y a los fenómenos de la naturaleza. La fantasía del niño tiene tanto poder que es capaz de dotarle vida al objeto más insignificante. Por ejemplo, los de edad preescolar, al margen de personificar las funciones cotidianas de ciertos individuos del conglomerado social, pueden también personificar las letras del abecedario, decir que la letra a es una señora gorda y la i un caballero con sombrero.

El niño parece un hombre primitivo que, deslumbrado por lo desconocido y maravilloso, cree que los astros son seres fantásticos dominando sobre él y a quienes se les debe rendir pleitesía como lo hacían los incas al sol y la luna. Su imaginación galopante crea personajes esotéricos; unas veces bellísimos y otras horribles; de su temor surgen las hadas y los duendes, que lo protegen y lo amenazan. Los mitos y las leyendas, en sus versiones más sencillas, le encantan y sobrecogen como al hombre primitivo. Además, en este período entra en contacto con la escuela, el maestro y la literatura, que lo conducen de la mano por un mundo lleno de fantasía y misterio

Lo cierto es que la fabulación del niño no tiene nada que ver con la mitomanía del adulto. Para el niño es normal trocar la realidad en fantasía y la fantasía en realidad; la mentira en el adulto, en cambio, es una alteración de la verdad de manera voluntaria y consciente. No obstante, desde la más remota antigüedad hasta nuestros días, muchos siguen considerando al niño como un “homúnculo” (adulto en miniatura) y siguen exigiendo de él un razonamiento lógico, a pesar de que la psicología evolutiva ha demostrado que el niño tiene un dinamismo propio que lo diferencia del adulto.

La fantasía, al igual que el pensamiento, es uno de los procesos cognoscitivos superiores que nos diferencia de la actividad instintiva de los animales irracionales. No es casual que en el plano laboral sea imposible empezar un trabajo sin antes imaginar su resultado. La fantasía es tan importante para construir una mesa como para escribir un libro, pues ambos requieren ser planificados por anticipado, para obtener el mismo resultado que se concibió por medio de la imaginación; un aspecto que es indispensable en el trabajo artístico, científico, literario, musical y en todas las actividades en las cuales interviene la capacidad creativa.

sábado, 11 de junio de 2011


FRAGMENTOS DE UNA CONVERSACIÓN ÉTICA

Esta fotografía atroz, publicada en un libro de texto, causa un impacto difícil de olvidar, pues la suerte de este gato, atrapado por un instrumental de experimentos, es peor que la de los ciudadanos condenados a la tortura y la pena de muerte. Es cuestión de mirarle a los ojos para adivinar el pánico y el dolor que lo atormentan en medio de un laboratorio donde los humanos parecen no haberse despojado de sus instintos salvajes. Como fuere, esta fotografía, que representa la insensatez de una sociedad que destruye la naturaleza a nombre de la civilización y el progreso, me trajo a la mente una discusión ética que escuché alguna vez en el metro de Estocolmo, entre una mujer sueca y un hombre de origen extranjero.

...Estoy de acuerdo con el experimento en los animales dijo él, sobre todo, si se trata de la investigación farmacológica para salvar la vida de millones de personas; de otro modo, sería difícil curar las enfermedades y conseguir los medicamentos contra el cáncer y el SIDA. De no experimentarse en los animales, ¿quién estaría dispuesto a ser el “conejillo de indias”? Vivimos en una época conflictiva y los humanos tenemos la urgencia de buscar medios que permitan protegernos de la radioactividad y de las armas químicas que amenazan nuestras vidas...

Para empezar replicó ella, debemos respetar la vida, y los animales, al igual que nosotros, son seres vivos, y el someterlos a experimentos es una aberración que sólo se les puede ocurrir a los hombres. Cada año se matan a millones de animales indefensos en los laboratorios de los países industrializados, no sólo en afán de encontrar medicamentos más efectivos contra las enfermedades, sino también productos comerciales que benefician a un reducido grupo de interesados. Además, estoy en contra de consumir carne de animales manipulados genéticamente y engordados con alimentos transgénicos. Estoy en contra de utilizar las pieles para fabricar abrigos de lujo y de maquillarme la cara con cremas que fueron probadas en animales, los mismos que perdieron la vida a cambio de lanzar al mercado una nueva maravilla cosmética que disminuya las arrugas y la edad de las mujeres. Prefiero una vida ecológica, en armonía con la naturaleza, y retirada de las zonas industriales, cuyos gases y deshechos están contaminando el medio ambiente y destruyendo las moléculas de la capa de ozono, que nos protege de las fracciones ultravioletas de la luz solar.

Lo que es yo dijo él, no rechazo las comodidades materiales que me brinda la sociedad moderna. Estoy de acuerdo con la ingeniería genética y con el avance de la tecnología, a pesar de los riesgos que esto implica. Vivo en una Era cibernética desde cuando entró en mi casa ese medio subversivo que se llama Internet, que, a través de las redes sociales, me pone en contacto con el mundo de manera más efectiva y veloz que el correo, el fax o el teléfono. Por ejemplo, ya no se puede hablar de censura de prensa ni de opinión en un mundo globalizado en el cual la fotocopia es un hecho trivial, en el que cualquiera puede grabar un video y descargar música MP3 gratis; un mundo con fax, impresor láser y una tecnología que está disponible incluso para hacer contactos eróticos. Lo demás, a estas alturas de la historia, es puro fanatismo ecológico...

Ella guardó silencio por un instante, después contraatacó con firmeza:

No es fanatismo cuando uno corta el agua de la ducha mientras se jabona o cierra el grifo del lavabo mientras se cepilla los dientes. No es fanatismo reciclar la basura doméstica, elegir electrodomésticos que ahorren energía y utilizar productos que no envenenen el agua ni el aire. Yo mismo separo el papel y el cartón de los restos de basura orgánica para reciclarlos. Tampoco tiro productos químicos, pinturas o medicinas al tacho de basura. Almaceno botellas y envases de vidrio para luego depositarlos en los contenedores. Vivo en una casa que tiene muebles de madera y no de plástico; en el dormitorio tengo una cama hecha de algodón, las cortinas y tapete son de tejidos naturales y las colchas están hechas de telas recicladas...

Ya no estamos en la Edad de la Piedra dijo él. Hace tiempo que el hombre se ha erguido de su condición de primate. La ciencia ha avanzado a un ritmo galopante y, gracias a la invención de la tecnología, el mundo parece haberse hecho cada vez más pequeño, quizás en desmedro de la ecología, pero sí en provecho de la humanidad.

De cualquier modo dijo ella, el acoso a especies animales y vegetales, la superpoblación y la pobreza son amenazas serias y reales. La temperatura media de la atmósfera aumenta 0,33 grados por década y los deshechos arrojados a las aguas superan los 20.000 millones de toneladas. Es decir, los mares se han convertido en el sumidero mundial, a ellos vertemos todo los productos que despreciamos en la sociedad de consumo, como si del mar, además de toda el agua que permite la vida sobre el planeta, no proviniera la alimentación básica del 20% de los humanos. En la sociedad llamada moderna nada ha crecido tanto como la pobreza y la basura. Nos estamos envenenando poco a poco y estamos al borde de una catástrofe ecológica...


Cuando el metro llegó a la estación de Slussen,  ellos se bajaron del vagón, mientras yo proseguí mi camino, pensando en que este tipo de conversaciones éticas valen la pena, aunque nadie es el dueño de la verdad absoluta. Pero eso sí, de una cosa estoy seguro: el experimento en los animales seguirá siendo un tema controvertido que dividirá la opinión pública entre unos que están en contra y otros que están a favor, porque en esta vida, como en la política y en el matrimonio, todo es discutible, excepto la muerte.

lunes, 6 de junio de 2011


LLALLAGUA, UNA POBLACIÓN MINERA EN LOS ANDES

En estos cerros, que los indígenas bautizaron con el nombre de Llallagua, porque sus formaciones se parecían a la del tubérculo de la buena suerte, Simón I. Patiño, uno de los magnates de la minería boliviana, halló el yacimiento de estaño más rico del mundo a fines del siglo XIX. Desde entonces, Llallagua se convirtió en el nuevo Potosí, y Simón I. Patiño, quien luchó contra las rocas como un conquistador sin espada ni coraza, se convirtió en el Rey del Estaño y en uno de los pocos multimillonarios junto a Ford y Rockefeller.

Cuando yo llegué a vivir en Llallagua, donde todo es piedra sobre piedra, no conocí a Patiño ni vi sus riquezas distribuidas entre los hambrientos de esta tierra, salvo las maquinarias modernas de su Empresa, donde se trituraban los trozos del mineral con la misma intensidad con que se trituraban los pulmones de los mineros. En Llallagua pasó lo que pasó en otras partes: unos cardaron la lana y otros se embolsillaron la plata. Pues el hecho de vivir como yo vivía, en una casa donde faltaba la luz eléctrica, el agua potable, la cocina a gas y los vidrios en las ventanas, me hizo comprender que la vida es como un embudo: ancho para unos y angosto para otros.

En esta zona periférica de Llallagua, donde las casas parecen la normal prolongación del suelo, transcurrió mi infancia sin más consuelo que una vida hecha de sueños y esperanzas. Viví como viven los habitantes del altiplano, en medio de los cerros escarpados y a cuatro mil metros sobre el nivel de la miseria. Sabía, sin embargo, que las famosas minas de Siglo XX, que están al otro lado de este río, dieron de mamar al mundo su riqueza a cambio de pobreza.

Los mineros -conscientes de que el estaño que extraían del vientre de la  montaña, arrojando sus pulmones petrificados por la silicosis, volvía a la nación convertido en armas y dinero, que los ricos usaban para perpetrar masacres y tramar golpes de Estado- se apoderaron de lo más avanzado de la doctrina revolucionaria y se lanzaron a luchar por mejorar sus condiciones de vida en actitud beligerante, que los poderes de dominación se encargaron de arremeter y ahogar en sangre. Así ocurrió desde la masacre de Uncía en 1923, hasta la masacre de San Juan en 1967; un suceso trágico que me tocó vivir de cerca y del que todavía conservo un espeluznante recuerdo. Todo sucedió el mismo año en que estalló la guerrilla del Che en Ñancahuazú y el mismo año en que los esbirros del gobierno hicieron desaparecer al dirigente minero Isaac Camacho, a quien lo vi por última vez en mi casa, por donde pasó enfundado en un abrigo negro y un cigarrillo en los labios, pocos días antes de que fuera apresado y desaparecido.

Si se considera que el medio ambiente es decisivo en la formación del carácter del individuo, entonces es lógico suponer que el mío se parece a la topografía árida y pedregosa del altiplano. No es casual que de niño, incluso estando entre los amigos, me sentía casi siempre como un convidado de piedra; era parco en las palabras y huraño con los desconocidos. Mas no por esto dejé de jugar en el canchón de piedras apiladas, que había entre las paredes de mampuesto y el río, donde jugábamos fútbol con una pelota de trapo, hasta reventarnos los pies de tanto tropezar con las piedras. Por las noches, reunidos en este mismo canchón, nos contábamos cuentos de espantos y encantos. Cuando los niños pequeños se recogían a dormir, los más grandes, sentados al alrededor de un mechero de carburo, pasábamos de los cuentos de aparecidos a los cuentos colorados, enmedio de una algarabía que parecía hacer ecos en las laderas del río.

A veces, agrupados en bandas de rapazuelos, nos enfrentábamos en una batalla campal contra los niños que vivían en la calle paralela. Ellos, los de patacalle*, nos atacaban haciendo silbar las hondas en el aire, mientras nosotros, protegidos por escudos de lata, cartón o madera, resistíamos la embestida sin más armas que el coraje. O sea que en este río, seco en verano y caudaloso en épocas de lluvia, no faltaban niños que volvían al seno familiar con la cabeza rota por una pedrada.

En esta población, donde las calles y las casas han sido construidas sin la precisión de los arquitectos, nació el primer bastión del sindicalismo minero y en ella se echaron a rodar los dados de la suerte económica del país, hasta que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro lanzó el decreto 21060 en 1985, obligando a las familias mineras a desplazarse hacia las ciudades en calidad de relocalizados.

Llallagua dejó de ser el laboratorio de la revolución boliviana y el Tío (deidad del bien y del mal; amo y señor de los mineros y las riquezas minerales) quedó abandonado en los socavones. Y, lo que es peor, varias de estas casas, que a la distancia parecen una manada de llamas trepando al cerro, dejaron de existir desde cuando alguien prendió una vela cerca de los cajones de dinamita que guardaba un comerciante. La explosión, según me contó un amigo a su paso por Suecia, tuvo consecuencias funestas; los techos de calamina volaron por los aires y las paredes volvieron a su estado natural. Un hecho inverosímil que no quise aceptar, porque en mis adentros sentía como si una parte de mi infancia hubiese quedado suspendida en el vacío.


Con todo, esta fotografía captada por Michel Desjardins, y publicada en el libro Bolivia, beskrivning av ett u-land (Bolivia, descripción de un país subdesarrollado), de Sven Erik Östling, ha sido un motivo suficiente para reflexionar sobre la tragedia de esta población minera en los Andes y para recordar, con una extraña sensación de amor-odio, la casa donde transcurrió mi infancia; la misma que, por esos azares del destino y por esa maldita explosión de dinamitas que la esparció sobre el río, no volveré a ver ni a pisar por el resto de mis días.

Glosario
Patacalle: Calle de arriba.
Relocalizados: Obreros despedidos de la mina y echados a la calle.
Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas. 

miércoles, 1 de junio de 2011


AUGUSTO CÉSPEDES Y EL PANFLETO LITERARIO

La novela de Augusto Céspedes forma parte de una serie denominada Tredje Ögat (El Tercer Ojo), que la editorial Askild & Kärnekull destinó a los lectores suecos, con el apoyo económico de una institución estatal y bajo el cuidado de prestigiosos traductores, como es el caso de Lena Melin, quien también tradujo Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos.

Entre los ocho libros que componen esta serie, cuyos autores son africanos, asiáticos y latinoamericanos, Metal del diablo es la obra que representa a Bolivia, un país conocido más por el narcotráfico y los golpes de Estado que por su literatura, aunque Céspedes manifestó que los bolivianos tienen dos riquezas: sus materias primas y sus escritores, y que ambos podían venderse.

De cualquier modo, para quienes conocemos su prosa llena de vigor, causticidad y casi siempre impregnada de un sabor político, resulta interesante releer Metal del diablo en el idioma de August Strindberg, puesto que Céspedes es uno de los pocos autores bolivianos que han tramontado las fronteras nacionales y su nombre figura entre los escritores más connotados del mundo hispanoamericano.

Los personajes de sus cuentos y novelas, retratados con ironía y mordacidad, son seres que han vivido y actuado en el escenario político nacional. En Sangre de mestizos y Crónica de una guerra estúpida, están presentes los soldados desnudos y hambrientos que participaron en la guerra tramada por la Standard Oil entre Bolivia y Paraguay; en El dictador suicida, El Presidente colgado, Salamanca, el metafísico del fracaso y Las dos queridas del tirano, aparecen los generales de la muerte y los presidentes criollos, cuyos dichos y hechos se parecen más a las fábulas que a la historia; en Metal del diablo, en cambio, nos ofrece la personalidad caricaturizada de Simón I. Patiño, el magnate minero que, durante varias décadas, fue dueño de una empresa transnacional, bajo cuya sombra se movía todo el aparato estatal boliviano.

Se cuenta que, cuando Céspedes presentó Metal del diablo al concurso convocado por la editorial Reinhardt de Nueva York, los familiares de Patiño, enfurecidos por el argumento de la novela, quisieron adquirir los originales para reducirlos a cenizas. A lo que Céspedes, valiéndose de su sutil ironía, replicó: que si de verdad estaban interesados en conocer la novela, mejor se compraran toda la edición, una vez que estuviera impresa. Con todo, apenas salió a luz, en 1946, fue censurada y quemada por los gobiernos que servían a la oligarquía minera.

A más de medio siglo de ese hecho insólito, cualquiera que lea el libro, indistintamente de su nacionalidad o condición de clase, advertirá que la intención del autor ha sido convertir Metal del diablo en la gran novela minera; intento que, empero, quedó frustrado por dos razones fundamentales:

1. Así como en el llamado realismo mágico de la literatura latinoamericana no se sabe dónde comienza la realidad y dónde termina la fantasía, tampoco se sabe en la obra de Céspedes dónde comienza el novelista y dónde termina el político, pues cada vez que intenta escribir algo concerniente a la realidad boliviana, aflora de inmediato el político y sus obras acaban por parecerse a los panfletos. No en vano algunos de sus críticos han aseverado que: el político frustra al novelista en Céspedes.

2. En sus obras, claramente impregnadas de una ideología nacionalista, no aparece la burguesía imperialista, sino sólo una pequeña parte de ella, encarnada en el protagonista de Metal del diablo, quien fue el mayor accionista de un trust que, al margen de triturar los pulmones de los mineros bolivianos, explotaba también a obreros de otras latitudes. En consecuencia, la novela de Céspedes no es más que un breve esbozo de la biografía grotesca de Patiño/Omonte, donde está ausente la verdadera historia del movimiento obrero boliviano. No es casual que la crítica sueca haya coincidido en señalar que: La obra de Céspedes quedó trunca entre la novela histórica y el panfleto literario.

Augusto Céspedes (Cochabamba 1904 – La Paz 1998). Narrador, historiador, abogado, periodista y diplomático. Durante su juventud actuó como oficial de reserva en la Guerra del Chaco, conflicto que inaugura un ciclo en la literatura nacional. De esta experiencia surge su primer libro de relatos en 1936. Se desempeñó como periodista en varios diarios de La Paz, especialmente en La Calle y La Razón, caracterizándose por sus artículos que apoyaban incondicionalmente los principios del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), partido del que fuera miembro fundador. En 1938 fue electo diputado por Cochabamba y, con la asunción de Villarroel en 1943, ocupó diversos cargos: Secretario General de la junta de Gobierno, Diputado por el distrito minero de Bustillo y Embajador ante Paraguay. Tras el derrocamiento del presidente Villarroel, y hasta la revolución boliviana de 1952, permaneció en la Argentina, donde publicó el libro que comentamos. La publicación de la obra no sólo desencadenó la crírica de la prensa oficial, sino que suscitó hechos políticos concretos: en 1947, durante una manifestación pública, fueron quemados numerosos ejemplares de Metal del diablo, junto con títulos de otros autores. Aunque En 1957 fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura, se dedicó más a la política que a la literatura, no en vano solía repetir: Preferí ser un buen político en vez de ser un buen escritor.

Sus obras principales: Sangre de mestizos (1936), cuentos; El dictador suicida (1956), estudio biográfico del presidente Germán busch; El presidente colgado (1966), estudio histórico sobre el colgamiento del presidente Guarberto villarroel; Trópico enamorado (1968), novela; Salamanca o el metafisico del fracaso (1973), estudio histórico; Crónicas heroicas de una guerra estúpida (1975), crónicas de la Guerra del Chaco y Las queridas del tirano (1984), novela inspirada en la vida del dictador Mariano Melgarejo.

sábado, 28 de mayo de 2011


EN UNA PLAZA DE COPENHAGUE

Esta instantánea no fue captada por una fotógrafa profesional, sino por una compañera entrañable que, sin ser experta en el arte de componer la luz y la sombra, fijó esta escena insólita más como un recuerdo de viaje que como una imagen documental.

Así, en esta fotografía, captada en una plaza de Copenhague, no se perciben los bares expuestos a cielo abierto ni las avenidas inundadas de sol, pero sí la figura ineludible de un policía que, rodeado por un tumulto de curiosos y miradas absortas, se enfrenta a un fakir tragafuegos, quien dejó de echar llamas por la boca más por órdenes superiores que por haber concluido su espectáculo callejero.

Los daneses, en medio del sentido del humor que los diferencia del resto de los escandinavos, escuchan con atención las palabras que se cruzan en el ámbito, mientras el policía y el fakir se miran frente a frente, retándose como gallos de pelea ante un hombre embriagado que parece tener el rol de árbitro. Por la expresión de los rostros y la parábola del incidente, se tiene la sensación de que ninguno está dispuesto a ceder en sus posiciones, salvo que se aplique la ley del más fuerte, donde entran en juego el sentido de autoridad y el prestigio profesional.

Del fakir, plantado con las manos a la espalda, posiblemente nunca lleguemos a saber su identidad: nombre, edad, estado civil y lugar de residencia. Pero eso sí, en nuestra retina quedará estampado su aspecto extravagante. Y, quizás, con esto baste para recordar a este hombre de cuerpo semidesnudo, pantalones jeans, cintillo en la cabeza y barba montaraz.

Del policía de brazos cruzados, que luce chaqueta y gorra como todos los uniformados responsables de hacer prevalecer el orden publico, todos tendrán una opinión particular según su propia experiencia. Además, como es natural, a nadie le interesa la identidad de un guardián que vive en el anonimato, aparte de saber que la autoridad de un policía pende sobre el cuello del libre albedrío como la espada de Damocles.

Esta imagen callejera, capaz de poner en movimiento las aspas de la imaginación, evoca en cierto modo algunas escenas de las ingeniosas películas de Chaplin, quien no deja de enfrentarse al policía que, porra en mano y pito en boca, lo acosa por burlarse de la ley y del orden establecido. Una prueba de fuerzas en la cual el espectador, de manera consciente o inconsciente, toma más partido por el subversivo del orden que por el guardián de éste.

Por lo demás, esta fotografía, cuyo mensaje refleja una realidad escindida entre la autoridad y la anarquía, es una válvula de escapa para los amantes de la libertad absoluta y un balde de agua fría para quienes están acostumbrados al orden y la disciplina.
Si volteamos la mirada sobre la fotografía, podremos advertir que la realidad tiene la fuerza de transmitirnos un acontecimiento callejero apenas percibido por su cotidianidad. Pero si nos detenemos un instante y observamos detenidamente nuestro entorno, casi siempre en movimiento sobre un fondo estático, constataremos que la realidad no sólo está llena de sorpresas, sino que supera a la fantasía, ya que tiene una magia hecha de espontaneidad y tiempo concentrado.

sábado, 21 de mayo de 2011


FE DE RATAS

–¿A qué viene esa furia desatada en tus adentros y tan impregnada en tu piel? –preguntó el Tío* desde su trono.

–Acabo de leer este mamarracho salpicado de errores –contesté arrojando el libro sobre la mesa–. ¡Un verdadero insulto contra el lector!

–No tienes por qué enfadarte –dijo mientras disparaba su mirada de fuego sobre las cubiertas de lujo, sin importarle quién era el autor–. Eso de los errores y horrores es frecuente en la literatura. Acaso no recuerdas que cuando retornaste de España estabas despotricando contra tu editor, quien, en la presentación de tu biografía, cambió el nombre del país donde naciste.

–¡¿Qué dices?!

–No te hagas el necio. Tú mismo me contaste que en tus datos biográficos, estampados en la solapa del libro, escribió que naciste en Bolovia y no en Bolivia. Es decir, el editor inventó un nuevo país, un territorio desconocido al mejor estilo de Camala de Rulfo, Santa María de Onetti y Macondo de García Márquez.

Me quedé pensativo un instante, consciente de que los errores pueden doler en el alma, como cuando un cura incurre en el pecado de la carne. Después me repuse, recordé el incidente referido por el Tío y confirmé:

–Es cierto, ese error cometió el editor, quien, a pesar de crucificar a los escritores sin querer, atribuye las erratas a los duendes que habitan en las imprentas.

–No me vengas con cuentos –dijo–. Los errores son siempre de los humanos y no de las máquinas. Echarles la culpa a ellas, como el ciego al empedrado, es una estupidez de grueso calibre.

–Nada más cierto que eso –corroboré. Después, a modo de justificar los gajes del oficio, añadí–: Los errores gramaticales, en el doloroso arte de trabajar con la escritura, pueden también confundirse con los errores de creación, por mucho que el escritor haya aprendido a forjar la palabra con la misma entereza con que el herrero fragua el acero entre el yunque y el martillo.

El Tío, que no sabe leer ni escribir, pero es sabio por su natural condición de diablo, escuchó mis palabras con suma atención. Luego se rascó la barbilla con la pezuña, rememoró los comentarios escuchados en boca de otros escritores, quejándose de las metidas de pata de sus editores, y dijo:

–El error impreso en un libro no lo modifica ni Cristo descrucificado, menos aún el escritor, quien no puede borrar con el codo lo que se escribió con la mano. Conozco el caso de un poeta cubano que, a poco de recibir su poemario empastado, descubrió que en su verso: Yo siento un fuego atroz que me devora, el linotipista colocó su erratón y escribió: Yo siento un fuego atrás que me devora. De modo que el autor y el impresor se subieron en una lancha y fondearon los ejemplares de la edición en una bahía de La Habana.

–No es para menos –dije casi sin respirar, con el cuerpo rígido y los brazos cruzados–. A mí también me tocó romper varios ejemplares de mi primer libro, pues de seguir circulando hubiese necesitado añadir una lista a manera de fe de erratas, o, como diría un dilecto amigo, fe de ratas. Pero hay casos peores, como el de los escritores perfeccionistas que, por razones hasta hoy desconocidas en los anales de las ciencias literarias, se enferman por un simple error de tipografía. Éste es el caso de García Márquez, quien, antes de ser Premio Nobel, no sólo tenía problemas apremiantes con el papel para la máquina de escribir, sino que tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo.

–Ya ves, ya ves –repitió el Tío–. Tú no eres el único que se angustia ante un error ni el único que maldice al editor.

–Aunque no lo creas, con los años que llevo metido en este noble oficio, he aprendido a capear los errores de tipografía que, luego de esconderse entre línea y línea, se te aparecen como alimañas donde menos te lo esperas. Con todo, es un craso error cambiar el nombre del país donde naciste, porque eso es como cambiarle el nombre a la madre que te parió. Por eso me dolió mucho ver en mi libro la palabra Bolovia en lugar de Bolivia.

El Tío, orgulloso de tener sus orígenes en las minas del altiplano, me dirigió la mirada chispeante y dijo:

–Conozco a escritores que se cogen de los pelos cuando por un error involuntario, o por la intervención de una mano misteriosa a la hora de tipear el texto, se cambia una letra por otra, o se quita y se añade otra, modificando el sentido de la frase o del verso, incluso cuando este error produce efectos cómicos.

–¿Cómo así? –le pregunté, sin dejar de pensar en que estaba tomándome el pelo como siempre.

–Como las erratas que te mencionaré a continuación –contestó dispuesto a lucir su gran sentido del humor–. No es lo mismo que un político diga: Yo amo con fruición a mi patria, que Yo mamo con fruición a mi patria; o que un cura diga: Los conquistadores trajeron de España un credo católico, que Los conquistadores trajeron de España un cerdo católico; peor todavía si en la frase: La puma parió una pumita, aparecieran cambiadas las letras m por las t; o que en la frase: El obispo ponderó los hermosos cultos de las hijas de María, desapareciera la letra t de la palabra cultos.

–De dónde sacas todo esto, si tú no sabes leer ni escribir –le salí al paso, esbozando una sonrisa a la medida de su picardía.

–No jodas, pues –repuso. Respiró hondo y se inclinó hacía a mí, iluminándome el rostro con la luz de sus ojos–. No necesito ser letrado para leer el pensamiento de los humanos y sentir sus ataques de ansiedad por los errores que cometen en sus vidas y sus obras.

No dije nada, como quien asume la conducta de una persona educada. Guardé un corto silencio y, tras recorrer el cuarto con la mirada, se me vino a la mente la anécdota de las erratas y erratones, que Neruda cuenta en su libro Para nacer he nacido, donde afirma que los errores en un libro de poesía le duelen profundamente al poeta. Las erratas son como insectos o reptiles armados de lancetas encubiertos bajo el césped de la tipografía. Los erratones, por el contrario, no disimulan sus dientes de roedores furiosos. Cuenta también que, en uno de sus poemarios, lo atacó un erratón bastante sanguinario. El poeta indica: Donde digo 'el agua verde del idioma' la máquina se descompuso y apareció 'el agua verde del idiota'. Sentí el mordisco en el alma...

–¿Qué te pasa –preguntó como sumergiéndose en mis pensamientos y devolviéndome a la realidad–. Te quedaste callado y cojudo.

–No pasa nada –repliqué–. Estaba pensando en que el idioma tiene también sus lados requetechistosos, pues se presta al juego de palabras y, como dirían los filólogos, a la recreación lúdica.

–Eso es correcto –afirmó–. Ahí tienes las frases que, con sólo cambiar el orden sintáctico de las palabras, adquieren connotaciones semánticas diferentes. Por ejemplo, no es lo mismo Un miembro de la corte, que un corte en el miembro, tampoco es lo mismo El SIDA tiene cura, que el cura tiene SIDA o La Virgen del Socavón, que el socavón de la virgen. Otro juego de palabras son los llamados palíndromos, que consiste en construir palabras o frases que se escriben igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, y que, además, conservan el mismo significado, como en el caso de la palabra Oruro. Escríbelo al revés y verás lo que te digo.

–Es cierto –constaté–. ¿Y tienes más ejemplos?

–Por supuesto –contestó al tiro–. Prueba con la palabra reconocer y si quieres un palíndromo más largo, aquí tienes una frase completa: Anita la gorda lagartona no traga la droga latina.

–¡Ajá! Con esa frasecita me quedo –dije–, pero como no puedo escribir mentalmente de derecha a izquierda, por ser larga como la cola de la lagarta, lo intentaré con lápiz y papel en el escritorio.

El Tío aprobó mi decisión con la cabeza, sonriente y tranquilo. Cogí el libro que estaba sobre la mesa, me volví y salí del cuarto, donde el soberano de las tinieblas quedó sentado en su trono.

* Deidad de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

sábado, 30 de abril de 2011



El presente vídeoclip, que bien puede sintetizar la angustia y la soledad de un escritor, fue animado y realizado por Miro Coca Lora. Es más, Víctor Montoya escribió  con anterioridad el microcuento “Muerte anunciada”, en cuyas escasas líneas se puede leer: “Aún no había nacido cuando los diarios anunciaron mi muerte. Cincuenta y cinco años después, al leer por casualidad el aviso necrológico en la Red de Internet: ‘Escritor suicida se quitó la vida en circunstancias desconocidas...’, no tuve más remedio que cargar el revólver y pegarme un tiro”.

viernes, 29 de abril de 2011


LA OBSESIÓN POR EL VOLUMEN

Una de las cosas que me sigue llamando la atención es el volumen de los cuerpos, esa suerte de gordura que habita en el subconsciente colectivo, y que los pintores nos ayudan a visualizar a través de sus obras de arte. Así el pintor colombiano Fernando Botero, que luce una barbita mefistofélica y un rostro que parece arrancado de uno de sus cuadros, me reafirmó la obsesión por el volumen, puesto que sus creaciones, llenas de sensualidad y tridimensionalidad, constituyen un arte empeñado en distorsionar las formas de la figura humana, como quien sigue una vieja tradición de pintores que se inspiraron en la abundancia y la redondez. Ahí tenemos, por ejemplo, los cuadros de Giotto, Miguel Angel, Renoir y de los pintores del realismo barroco. Es cuestión de observar los cuadros de Rubens para constatar que, durante el siglo XVI, la belleza de una mujer estaba en la armonía de sus volúmenes y en la blancura de su piel, casi tan fina como la porcelana china. Las figuras de Rubens responden al gusto estético de una época, en la que la gordura representaba el bienestar social y la alegoría al pecado carnal.

En ese contexto, los personajes de Fernando Botero, que son verdaderos monumentos a la desmesura y la belleza, me devolvieron a mi obsesión por el volumen, sobre todo, cuando vi sus esculturas expuestas en los Campos Elíseos de París, en esa avenida que se extiende desde la plaza de la Concordia, en cuyo centro se erige un obelisco rosa en honor a un dios egipcio, hasta el majestuoso Arco del Triunfo. Las 31 esculturas de Botero se alzaban sobre sus pedestales como una sinfonía de hierro y de volúmenes, y, por supuesto, con una energía capaz de reafirmar ese viejo ideal de que la belleza también está en lo feo, en lo obeso y, por qué no decirlo, en esas criaturas humanas que rompen con los cánones estrictos de la perfección corporal.

Asimismo, al mirar las figuras de Botero, recuerdo la anécdota que alguna vez me refirió un poeta amigo, quien se sintió atraído desde siempre por las abultadas posaderas de una hembra; más concretamente, desde cuando salió de compras con una tía solterona que, sin necesidad de menear la plenitud de sus caderas, provocaba un aluvión de piropos por donde iba. Según me confesó, los hombres que la veían cruzan por las calles, con un donaire hecho a la medida de su belleza, le dedicaban versos de amor o la desvestían con la mirada, hasta cuando ella desaparecía detrás de la esquina, conservando el mismo orgullo y la misma dignidad que aprendió desde la cuna. De modo que mi amigo, consciente de que los volúmenes protuberantes de una mujer pueden causar estragos en el tráfico o traumas insuperables, no ha dejado de sentirse seducido por quienes exhiben los mismos atributos que su tía solterona.


No es casual que Vargas Llosa, en su fantástico relato erótico, Candaules, rey de Lidia, haga hincapié en las partes redondas de Lucrecia, esposa de Candaules, quien no estaba orgulloso de su reino, ni de sus hazañas en los campos de batalla, sino del voluminoso trasero que la Providencia concedió a su esposa; ese hechicero lugar donde la espalda pierde su casto nombre, y que él no llamaba posterior, ni culo, ni nalgas, ni posaderas, sino, simple y llanamente, ¡grupa!, pues cada vez que ella se agachaba para besar la alfombra o se despojaba de sus ropas, él tenía ante sus ojos un paraíso carnal, y cada vez que la poseía tenía la sensación de estar sobre una yegua, cuya abundancia era capaz de despertar las fantasías más desaforadas de los súbditos, quienes no cesaban de envidiar al rey por tener ese mundo trasero en sus manos.

Por lo que a mí respecta, atento lector, la obsesión por el volumen me atrapó cuando vivía en un centro minero del altiplano boliviano, donde los hombres tenían preferencia por las mujeres que ostentaban con orgullo los excesos de su cuerpo, convencidos de que la abundancia de las partes posteriores compensaba los defectos de la cara. Por eso mismo, sin la intención de agredir a las flacas ni generalizar el gusto estético por lo gordo, debo reconocer que sigo aferrado a la idea de que no hay nada mejor que una mujer que nos despierta el apetito a la carne (con el perdón de los vegetarianos) y nos enseña que los humanos, reproducidos en el mundo por creación divina o por evolución, somos algo más que un armazón de huesos; más todavía, no pienso renunciar a mi obsesión por el volumen, así la sociedad actual continúe postulando los cánones estéticos definidos por la delgadez, según los cuales el nuevo ideal de la belleza femenina está relacionada con las muchachas anoréxicas, las maniquíes construidas con fibras de vidrio o con las sex-symbol de caderas rectas, pechos de silicona y nalgas planas como las paletas de Botero.

Imágines:

1. The Bath (1989), Fernando Botero
2. The Morning After (1990), Fernando Botero

martes, 19 de abril de 2011


EL DÍA MUNDIAL DEL LIBRO

–El 23 de abril se celebra el Día Mundial del Libro –dijo el Tío*, acomodándose en su trono.

–Así es –confirmé–. Y dicen que el primer libro que llegó a nuestras tierras fue la Biblia, como una de las poderosas armas de la conquista.

–Ah, carachos –se iluminó el Tío–. ¿Y por qué se dice eso?

–Porque la Biblia fue usada como un símbolo de dominación y poder. La anécdota de la conquista del imperio de los Incas nos da la respuesta. Según el cronista Garcilaso de la Vega, cuando Atahuallpa hizo su ingreso a la plaza de Cajamarca, en medio de una multitud y un aparato ceremonial esplendoroso, lo recibió el fraile Vicente Valverde, el mismo que, por intermedio del intérprete Felipillo, le explicó las intenciones del Rey de España y le entregó el libro sagrado. Atahuallpa tomó el objeto en la mano, lo hojeo, lo agitó cerca del oído y, al comprobar que no sonaba ni tenía voz, lo arrojó por los suelos, como quien no quiere someterse a los caprichos de otro soberano ni a los designios de un Dios desconocido.

–¡Qué interesante! –exclamó el Tío–. ¿Y cómo reaccionó el frailecito ante la irreverencia del Inca?

–Los cronistas cuentan que casi se le saltaron los ojos y que, alzándose la sotana para correr mejor, se retiró gritando: ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!

El Tío se partió de la risa. Pero a punto de amainar su ronca voz, y viéndolo enrojecer de júbilo, le dije en serio:

–Lo grave es que Atahuallpa arrojó la Biblia por ignorancia y no porque sabía que el libro contenía la palabra de Dios, las profecías y los evangelios. Los conquistadores, horrorizados por la actitud pecadora del Inca y dispuestos a imponer su religión a sangre y fuego, irrumpieron a galope de caballos y entre estampidos de cañones y arcabuces. Así es como el imperio de los hijos del sol, desde el fatídico encuentro con los hombres enfundados en armaduras de hierro, quedó atrapado entre la cruz y la espada. Así también comenzó una nueva historia y el ritual de dominación mediado por el libro, cuya palabra escrita, además de ser una forma de comunicación, es una herramienta del conocimiento convertida en poder.


–Ahora entiendo mejor –dijo el Tío, con una ráfaga de lucidez sobrenatural–. Si el conocimiento es poder, entonces el libro es su mejor instrumento.

–Algo más –aclaré–, los libros, por medio del poder de la palabra, son armas contra la ignorancia y la incultura.

–No estoy muy de acuerdo con esa afirmación –irrumpió el Tío–. Los habitantes del imperio incaico no eran ignorantes porque carecían de libros. Eran sabios en lo suyo, como yo que, con libros o sin ellos, provengo de la tradición oral. Gran parte de mi vida corresponde a la memoria colectiva de los vencidos, quienes recién están reescribiendo la historia oficial para dar mayor espacio a su propia versión. Por eso mismo, quiero que oficies como mi escribano, para que contribuyas a dar un vuelco a la historia oficial escrita por los vencedores y saques a relucir la versión de los vencidos. Por lo demás, como nunca necesite de la palabra escrita, te sugiero que te quedes con tus libros, con esos mamotretos que pesan más que la pata de un muerto y adornan los estantes de tu biblioteca; mientras yo, como todo sabio entre los sabios, me quedaré con los cuentos, las fábulas, los mitos y las leyendas de la tradición oral, que también constituyen una fuente de sabiduría de las civilizaciones precolombinas que desconocían la Biblia, que de seguro es el libro de los libros.

Me quedé callado ante el brillante razonamiento del Tío, hasta que él, con el rostro encendido por el fuego de sus ojos, me lanzó una pregunta inesperada pero necesaria:

–Después de la Biblia, ¿qué otros libros llegaron a nuestras tierras?

–No sé exactamente –contesté–, pero sin duda llegaron pergaminos escritos con tinta y algunos libros empastados en cuero, como llegó el Quijote de la Mancha, no cabalgando en su Rocinante, sino en las carabelas y las alforjas de quienes veían a conquistar el llamado Nuevo Mundo, ávidos de riquezas y de gloria.

El Tío me miró con un gesto de duda, se rascó la barbilla y asistió:

–Ahora me puedes decir, ¿cómo evolucionó el arte de la escritura y de la imprenta?

–Es una larga historia –le dije–. Los hombres primitivos no conocían la escritura. Su lenguaje era únicamente oral y se expresaban por medio de dibujos simples. Pero la escritura con imágenes era complicada, pues requería demasiados signos para ser entendida y su aprendizaje era lento. De modo que los escribanos como yo, conscientes de que en todo idioma existen palabras difíciles de representarlas con dibujos, se vieron obligados a inventar grafemas para significar los distintos sonidos del alfabeto. Con el transcurso del tiempo apareció la imprenta, capaz de imprimir muchas copias sobre el papel. Su invento se le atribuye a Gutenberg, quien, asociado con Johann Fust, publicó la Biblia latina a dos columnas, en 1455, y perfeccionó en Estrasburgo el proceso de impresión con tipografía móvil, dándole a la imprenta un desarrollo considerable, hasta llegar a la prensa de rodillo y al uso de las rotativas, que en la actualidad consiguen imprimir grandes rollos de papel en poco tiempo.
El Tío escuchó sin interrumpirme un solo instante. Así que, como pocas veces, aproveché para seguir con mi cotorra:

–A estas alturas de la historia, cuando todas las sociedades están inundadas de libros, es difícil imaginar que primero fue la palabra, y la palabra fue Dios, pues el torrente de publicaciones parece indicar que su inicio no está en la creación del mundo, sino en un cataclismo intelectual más espectacular que el mito de Babel, donde el lenguaje de los hombres fue confundido por castigo divino.

–¡Ya, déjate ya de macanas! –prorrumpió el Tío–. Tú metes a Dios hasta en la sopa. ¿O me dirás que también está entre los libros que tratan sobre mí vida? Mas bien dime, ¿por qué se celebra el Día Mundial del Libro cada 23 de abril?

–Porque es una fecha para reflexionar sobre el invalorable aporte del libro al patrimonio cultural de la humanidad y para recordarles a los gobernantes y gobernados que, a pesar del galopante desarrollo de la cibernética y las ediciones digitales, el libro impreso seguirá siendo el pilar fundamental del conocimiento, la educación y la reflexión crítica.

–¡No te he preguntado eso, carajo! –levantó la voz el Tío–, sino por qué un día 23 y no otro.

–Ah –reaccioné inmediatamente, como pateado por una corriente eléctrica–, porque en esta fecha nacieron o fallecieron grandes figuras de la literatura universal, como Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Garcilaso de la Vega, Maurice Druon, K. Laxness, Vladimir Nabokov, Josep Pla y Manuel Mejía Vallejo, entre otros. Y en homenaje a ellos se celebra el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor desde 1996, impulsado por la Unión internacional de Editores y la Unesco...

El Tío se quedó pensativo, como reflexionando en la real importancia del libro. Poco después, con la mente iluminada por la sabiduría, clavó su mirada de fuego en mis ojos y ordenó:

–Ya puedes retirarte. Otro día pensaré cómo escribiremos la Biblia del Diablo.


Me retiré extrañado de que el Tío, quien lo ve, lo oye y lo sabe todo, desconociera algunos detalles de la historia del libro. O, simplemente, a modo de poner a prueba mis escasos conocimientos, dejó que respondiera sus preguntas como si me tomara un examen oral.

* Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

Imágenes:

1. Biblia abierta, pintura de Vincent Van Gogh
2. Dibujo de Felipe Guamán Poma de Ayala
3. Páginas del Codex Gigas (Código del Diablo)

lunes, 11 de abril de 2011


LA CHINASUPAY

Todas las mañanas al clarear el día, el minero contaba sus sueños y pesadillas. Pero esta vez, despertó al revés y se levantó callado, como si durante el sueño se hubiese tragado la lengua. Se puso el overol percudido por la copajira y ajustó las botas de goma sobre los “p’olqos” de lana. Se levantó haciendo tintinear la hebilla del cinturón, se caló el guardatojo hasta las cejas, levantó su bolsa de Calcuta y avanzó en dirección a la puerta.

Su mujer, recostada todavía en la cama, lo siguió con la mirada; pero al verlo abrir la puerta, lo detuvo con la voz:

–¿Ya te vas?

El minero se volvió y quedó parado, mirándola.

–No me has contado tus sueños ni te has despedido de las “wawas” –le dijo, sin elevar la voz ni bajar la mirada.

–Soñé con algo horrible, tan horrible que prefiero callar.

–¿Cómo? –dijo–. ¿Ya no me confías tus sueños?

El minero no contestó ni sí ni no. Después avanzó hacia ella, se sentó en el borde de la cama y dijo:

–Te voy a contar, pero a condición de que no me preguntes nada. Su mujer se quedó mirándolo, expectante, en silencio. El minero hundió la cabeza entre las manos y, como si recién estuviese llegando del otro lado de la vida, empezó su relato:

–En el sueño se me apareció la Chinasupay. Estaba parada cerquita de la cama, entre el velador y la cabecera; tenía cuernos y cola, los cabellos de serpiente y los ojos rojos como el achiote. Estaba envuelta en una manta y sujetaba un cuchillo en la mano…

Su mujer, absorta por el relato, tuvo la sensación de que su corazón daba un vuelco y que sus pelos se le ponían de punta. Era la primera vez que la Chinasupay se apareció en los sueños de su marido.

–… Yo la miré asustado. Ella me mostró sus dientes y los alacranes de su lengua. Intenté moverme y gritar, pero fue imposible. Estaba más quieto y más mudo que una piedra –continuó el minero–. La Chinasupay se abrió la manta y me mostró los pechos grandes como tutumas de chicha, mientras por abajo derramaba sapos y gusanos. Después levantó el cuchillo, me lo clavó en el pecho y me cortó en pedazos. Yo tenía la cabeza intacta y seguía con vida. Escuchaba mi respiración y veía cómo mi corazón latía en el suelo arrancado ya de mi pecho, y cómo los pedazos de mi cuerpo se movían como la cola partida de una lagartija…
Su mujer, tensa como una cuerda, se cobijó entre sus hijos que dormían a su lado, sin saber cómo interpretar la simbología de ese sueño macabro.

–… Al final –concluyó el minero–, la Chinasupay desapareció con un silbido de humo y de fuego. Yo junté los pedazos de mi cuerpo y escapé del sueño, como por un túnel oscuro y largo…

Su mujer lanzó un suspiro hondo e intentó relajar la tensión de sus nervios.

–Es hora de que te vayas a la mina –le dijo, mirando las agujas del reloj que marcaban las cinco y cuarto.

El minero besó a sus hijos, se levantó de la cama y salió de la casa, sin despedirse de su mujer ni del gato que ronroneaba entre las mantas y polleras.

Glosario

Chinasupay: Diablesa. Amante del Tío de la mina.
P’olqos: Medias rústicas de lana de oveja.
Wawa: Niño, niña. Recién nacido.

martes, 5 de abril de 2011


EL PARAÍSO DE SAPOS Y CULEBRAS

La culebra es famosa desde el sexto día de la creación divina. Al decir de los expertos, la aparición de la primera culebra coincide con la creación del hombre, así como la aparición del primer sapo coincide con la creación de la mujer. Sapo y culebra probaron la fruta prohibida del Paraíso e incurrieron en el pecado de la carne. Desde entonces, la culebra es un diablito que quiere meterse en el infiernito del sapo.

Cuando la culebra está tranquila, se encoge como una lombriz aterrada, pero cuando está en acción, se pone dura como el garrote y adquiere dimensiones que, para el gusto o el susto de los sapos, duplica y hasta triplica su tamaño.

La rigidez de la culebra es factible gracias a la estructura anatómica de su cuerpo, cuyas arterias se llenan con la sangre que fluye a su interior, rellenando las lagunas vacías. Así aumenta de espesor y longitud. Al término de su rigidez, la culebra vuelve a su calibre normal, las lagunas se vacían de sangre y las paredes se vuelven flácidas; sólo entonces, la culebra tiene la virtud de doblarse y enroscarse, sin romperse ni quebrarse.

Las culebras, a diferencia de los sapos caseros, son callejeras y aventureras. Se arrastran de huerto en huerto, hacen ruidos de cascabel, se yerguen como cobras y acechan al sapo que encuentran a su paso. Las culebras más mundanas y hambrientas se comen incluso a los sapos rechonchos del hortelano, en cambio las culebras más exigentes y delicadas se comen sólo a los sapos sin dueño. Las culebras, por su propia naturaleza, son saperos, exceptuando a unas pocas que no comen sapos sino culebras.

La culebra que tiene mucha experiencia y se ha comido muchos sapos, sabe diferenciar entre los sapazos, los sapos y los sapitos. Sabe también que los sapos tienen una lengüita sensible escondida en la comisura de sus labios. A veces, la lengüita puede desarrollarse tanto que puede parecerse a la culebra. Cuando esto ocurre, el sapo puede actuar como sapo sapero y comerse a otros sapos del huerto.

Toda vez que la culebra quiere acceder al interior del sapo, seducida por sus zonas encantadas, el sapo abre la boca como flor carnívora, hincha la lengüita y babea una sustancia lubricante. Algunos sapos, aunque carecen de dentadura, pueden contraer los músculos y morder a la culebra, mas su mordedura no es dolorosa sino sabrosa.

Según confesiones de un sapo anónimo: Los sapos de esta clase son conocidos como sapos mordedores; tienen fama, son perseguidos y apetecidos.

Las culebras, como en el reino de los sapos, se diferencian en el color, la forma y el tamaño: hay culebras cortas y culebras largas, culebras gruesas y culebras delgadas; algunas culebras tienen la cabeza grande y otras pequeña. El color de las culebras varía según la raza: hay culebras blancas, amarillas, cobrizas, negras..., y culebras cuyos colores son el resultado del cruce de dos o más razas diferentes. Hay culebras de piel granulada y culebras de piel lisa, culebras peludas y culebras lampiñas. Las culebras de tamaño grande son culebrones, las de tamaño regular culebras y las de tamaño pequeño culebritas, y con esto queda claro que existen culebras para el gusto de todos los sapos.

La culebra, como el célebre batracio, es un animal popular en todas las culturas. A su nombre, tanto mujeres como hombres, le han dedicado innumerables cuentos, cantos y poemas. Está presente en los mitos y las leyendas, en las fábulas y los aforismos, y lo que es más importante, tarde o temprano, está en boca de los sapos que, desde el día de su creación, son verdaderos encantadores de culebras.

Si el sapo es un animal medicinal, que sirve para curar el mal de caderas de los hombres, entonces la culebra es un animal tan útil como el sapo, pues su piel se usa en la peletería, su veneno es una medicina potencial y su grasa es un ungüento apreciado por las mujeres. Por cuanto la culebra, desde que el mundo es mundo, es un animal inofensivo, así tenga fama de ser la criatura maligna que tentó al sapo en el Paraíso.