martes, 29 de noviembre de 2011


LA PROSA ENIGMÁTICA DE JOHN CUÉLLAR

Como en toda obra destinada a ser leída con atención y sentido crítico, El cuarto enigmático y otras narraciones revela a un autor que, a pesar de su juventud y modestia, se perfila como un escritor serio y comprometido con la palabra escrita, ya que sus relatos no son simples garabatos narrativos ni el lector malgasta su tiempo una vez que ingresa en el laberinto de los textos escritos con pasión y talento. 

En el primer relato, ambientado en el edificio de un Instituto abandonado, nos permite entrar en un cuarto penumbroso y frío, donde tres amigos experimentan hechos inexplicables y enigmáticos, y en el que un libro abierto sobre una mesa, con una sola frase escrita en sus páginas, parece tener todas las explicaciones de un crimen recientemente ejecutado. Se trata de un suceso recreado al más puro estilo de Edgar Allan Poe y, desde un principio, se puede afirmar que la prosa de John Cuéllar, quien sabe tejer hábilmente los elementos de la realidad y la fantasía, nos hace vibrar con situaciones rodeadas por un halo de misterio y nos entrega una poderosa dosis de terror y espanto.

En Jorge Breen en la mira, el protagonista sueña con su propio asesinato, mientras duerme en uno de los bancos del cine, al mismo tiempo que en la película se comete un crimen pasional. Aquí, lejos de toda consideración lógica, el autor deja constancia de que el racionalismo es superado por la ficción del mundo onírico. No en vano Jorge Breen vive con la sensación de que su realidad depende de otra, y ésta de otra, y así sucesivamente hasta el infinito. Los tiempos narrativos se sobreponen y se repiten las escenas como en la función rotativa de una película, con un personaje asediado y asesinado varias veces.   
   
En el tercer relato, Delirio, parece prolongarse la historia de Jorge Breen. Todo comienza cuando el protagonista, al salir de una megadiscoteca, encuentra en su camino a una bella mujer, quien, desilusionada por el repentino abandono de su novio, le pide pasar la noche en su apartamento. Estando allí, él aprovecha para invitarle unas copas de ron y, seducido por la voluptuosidad de sus senos y sus muslos, devorarla a besos mientras escuchan una canción de Laura Pausini. En este relato, cuyo tema recrea una falsa ilusión provocada por los efectos del alcohol, se explaya una prosa desinhibida y contemporánea, salpicada de sensualidad, picardía y erotismo.

En algunas narraciones se rastrea el tema de un amor no correspondido y las cavilaciones propias de los enamorados de mujeres imposibles, como en Destiempo y en Desolación, donde el protagonista adolescente, inconforme e insatisfecho, siente que su vida existencial está proyectadas en las letras de una canción: Sólo huele a tristeza, huele a soledad;/ en mis ojos perdidos, sólo hay humedad…, aunque no deja de abrigar las esperanzas de que si se pierde un amor, es posible encontrar otro a la vuelta de la esquina, al menos si se practica el lema: quien busca, encuentra, y quien insiste, consigue.

En una selección de relatos, como en este caso, existen algunas narraciones que destacan más que otras, ya sea por el tratamiento del tema o por la destreza narrativa del autor, quien, en su condición de intelectual de clase media, ensaya una literatura urbana que, de un modo consciente o inconsciente, usa los mismos recursos a los que nos tienen acostumbrados Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique. En tal virtud, no es casual que nos cuente las razones y sinrazones de los hijitos de papá, de los muchachos que integran las tribus urbanas y se adueñan de la ciudad en medio del mundanal ruido, el incesante ajetreo de la gente, los servicios de las camaleonas y la música estridente de las discotecas a media luz.

No faltan las historias que transcurren entre hermanos celosos y madres preocupadas por buscar un buen partido para sus hijas en un ámbito en el cual la ascendencia social y el poder económico del pretendiente son decisivos a la hora de aceptar un compromiso formal en el seno de una familia con pretensiones de la alta sociedad, con servidumbre y chofer particular incluidos; una realidad que se refleja en Tienes que echarle la negra a un tipo llamada Frank, donde el personaje principal, un hijito de papá, tiene la vida servida en bandeja de plata y un futuro esplendoroso, al que todos son convocados, pero en el que pocos son los elegidos. Mas no por esto, según el hilo argumental, los ricos están libres de las tragedias familiares, así sea sólo en un sueño premonitorio, como sucede en este relato, en el que los hermanos menores del protagonista mueren ahogados en el mar; algo que se repite, de una manera paradójica y premonitoria, en el caso de su amigo Martín Rosse, muerto con un disparo en la frente.

Como en cualquier ciudad peruana, a altas horas de la noche, en las calles y bares pululan los borrachos propensos a las agresiones verbales y los asesinatos con arma blanca. Esto se describe, con precisión verbal y escenas de videoclip, en El desquite, cuyo protagonista, Claudio Selso, es acosado y asesinado por un hombre de apariencia misteriosa.

Por otro lado, llama la atención el hecho de que el relator/protagonista casi siempre reflexiona sobre los temas que lo aquejan mientras está en la cama, se supone que boca arriba y con la mirada perdida en el cielorraso. Así ocurre, por ejemplo, en Una vez más, tras la llegada de un forastero que despierta su curiosidad y cuyos pasos sigue hasta descubrir que se trata de un hombre decidido a quitarse la vida en el precipicio de la montaña; una acción impactante que, años más tarde, experimenta en carne propia el relator/protagonista, dejándose caer en el mismo abismo como un suicida potencial. Es digno destacar que en este relato se pone a prueba la intención experimental del autor, quien repite cuatro veces un mismo párrafo, con modificaciones claves al final de cada uno.

En Ellos me están esperando, último relato del libro, desfilan una serie de personajes secundarios que parecen no tener otro propósito que el de pasar el fin de semana en un cine o reunidos en un night club entre mujeres de prendas mínimas y bebidas tropicales. Aquí destaca El profe, un individuo resentido con la colectividad y con poca autoestima personal que, en su plan de borrachera y entre las muchachas del cabaré, funge ser el paradigma de quienes sueñan con un estatus social y económico que los dignifique de por vida.

No es menos interesante el caso de Apolonio Meder, más conocido como Apolo entre sus amigos; un muchacho que se unió a la noble causa de los guerrilleros, pero que, en realidad, resulto ser un soplón de los militares. Si bien es cierto que este sujeto, con un pasado como mercenario, logra salvar su pellejo y huir hasta la capital, es cierto también que no logra reintegrarse a la vida social ni laboral, hasta que termina por entrar en contacto con el hampa, y, consiguientemente, con los elementos que, debido a su actitud desalmada y sin escrúpulos, pertenecen a los fondos más bajos de la sociedad, donde campean los parricidas, violadores, atracadores y asesinos a sangre fría.

En Ellos me están esperando, el relator/protagonista nos va describiendo, paso a paso, la crónica de una muerte anunciada en medio de una galería de personajes siniestras que forman parte del texto y el contexto, y mientras él, Ángel Curtis, ya acostado y cubierto por la sábana, reproduce en su mente la frase: ellos te están esperando, siempre lo han hecho, pero hoy es diferente, debido a que ellos, los malandrines que son sus compinches en los actos delictivos, están dispuestos a despacharle a ese lugar del cual nadie retorna con vida. Y así ocurre, en el desenlace, el asesinato anunciado es consumado, poco antes de que la esposa de Ángel Curtis descubra el cadáver ensangrentado y una nota sobre su pecho: La sangre cubre lo que el dinero no puede.

Este volumen ágil y ameno, de un modo general, está compuesto por una galería de jóvenes atrapados por la melancolía y la desilusión, que divagan entre las cuatro paredes de un cuarto, siempre meditabundos y contraviniendo toda lógica y razón, como seres enajenados que vagan por un laberinto de preguntas sin respuestas y por calles que más parecen pobladas por fantasmas que por seres con vidas y realidades cotidianas. No obstante, aunque en varias de las narraciones las ilusiones y los ensueños adolescentes se rompen como vasijas de barro antes de ingresar en la antesala de la vida adulta, queda claro que el amor y el desamor son dos de los pilares sobre los cuales están estructuradas las breves prosas de John Cuéllar, quien, con la fuerza de la imaginación y el oficio escritural, no dejará de sorprendernos en un futuro inmediato con obras que dejarán su huella en el marco de la literatura peruana contemporánea. Por ahora, y sin mayores preámbulos, nos quedamos a gusto con los diez relatos de El cuarto enigmático y otras narraciones, un libro que merece ser leído con los cinco sentidos. 

John Cuéllar (Huánuco, Perú, 1979).  Poeta y narrador. Licenciado en Lengua y Literatura, egresado de la Universidad Nacional Hermilio Valdizán. Ha sido encargado de edición de las revistas Kactus & Parnaso (2003-2004) y Parnaso (2005-2006). Obtuvo el segundo premio de poesía en los “II Juegos Florales Valdizanos, en 2000, y el primer premio en el “II Premio de Cuento Ciudad de Huánuco”, en 2001. Es autor de Narrativa joven en Huánuco (2005), Lexicón (2007) y Sin antídoto (2008). Tiene textos dispersos en publicaciones nacionales y extranjeras. También ha publicado en medios electrónicos: Revista VOCES, Casa de Poesía ISLA NEGRA, Yo escribo, Revista del Pensamiento y la Cultura DIEZ DEDOS, Revista Literaria KATHARSIS, Revista Intercultural del mundo hispanohablante ÓMNIBUS, Revista Trimestral de Literatura EL HABLADOR y en la Revista de narrativa contemporánea en castellano NARRATIVAS.

jueves, 10 de noviembre de 2011


AJÍ DE LENGUA

La lengua es un órgano muscular importante en la vida de quienes la poseen. Quizás por eso se dice que Dios nos concedió la lengua para tres propósitos bien diferenciados: la función verbal, la función nutritiva y la función erótica; ésta última nos diferencia a los humanos del resto de los animales, pues la lengua -y no sólo la verbal- es la más eficaz embajadora de la pulsión sexual, así se insista en que el sexo no está dentro de la boca, ni entre las piernas, sino en la cabeza.

La lengua, como pocos órganos del cuerpo, tiene una libertad de movimientos en todos los sentidos y direcciones -proyecciones hacia afuera, retracción, descenso, elevación, desplazamiento lateral, acortamiento, arqueamiento y rotación-. Presenta, asimismo, un revestimiento superficial de mucosa, que rodea completamente su cara superior o dorso, donde están las papilas gustativas, con sus diversas formas y tamaños.

La lengua, que sirven para comer y sonreír, pero también para articular sonidos y palabras, es la protagonista principal de los primeros amores, el instrumento con el cual se penetra por vez primera en el cuerpo húmedo de la mujer amada. No en vano los enamorados, estén donde estén, acercan sus labios y se comen a besos, aun sabiendo que la lengua es la mejor portadora de los bacilos o bacterias.

La lengua de vaca, a diferencia de la lengua de gato -seca, roja y puntiaguda-, tiene la forma de una horma de zapato y la piel semejante al escroto por la presencia de granos y grandes pliegues rugosos. A primera vista, por el aspecto que presenta su superficie granulada, no despierta el apetito ni del más hambriento, pero una vez preparada tal cual manda la receta y la tradición culinaria, es como cualquier otro manjar que obliga a chuparnos los dedos.


Cada día, cuando nos sentamos a la mesa dispuestos a reponer energías, se nos asoman a los ojos y a la punta de la lengua las ganas de satisfacer nuestro paladar tanto como la necesidad de una obligación nada penosa. Y si en la mesa, llena de vasos, platos y utensilios, se nos sirve un humeante ají de lengua, entonces no queda más remedio que acompañarlo con una botella de cerveza o vino añejo, para estimular el apetito y acelerar el sistema digestivo.

Así, ¡a quién no se le hace agua la boca! Se dice que el fin de toda labor culinaria, aparte de ser saboreada y compartida, es el de satisfacer el gusto y no el apetito, como el gusto de comerse un ají de lengua no siempre tiene que ver con el gasto, sino con la destreza de las manos que lo han preparado. Ahí tenemos el caso de una amiga que, cada vez que la visito, con la debida antelación, me invita de mil amores un plato de ají de lengua, pues corresponde a esa estirpe de mujeres que gozan de la vida, la buena comida, la buena bebida y la poca vergüenza. Aparte, es una cocinera que domina el sabio secreto de seducir al hombre más por el estómago que por la cabeza.

A estas alturas de la crónica, más de uno se estará preguntado cómo diablos se prepara el ají de lengua. En principio, para ser más explicito, aclararé que hay una variedad de platos que contienen como base a la lengua: lengua al ajillo, lengua encebollada, lengua mechada, lenguados al gratín, lenguados fritos, lengua en salsa de perejil, lengua de escarlata y, entre ellos, el suculento ají de lengua, ese plato mama q’onqachi (que hace olvidar a la madre), cuya preparación es tan sencilla como comerse un pan con queso.

La lengua suele venderse limpia, pero de ser necesario se limpia sebos y pellejos, se lava y se mete en la olla a presión junto con los ingredientes y condimentos, empezando por el agua y la sal. Y por si las moscas, se recomienda no comprar la lengua de una vaca loca, cuya enfermedad tiene el nombre científico de encefalitis bovina espongiforme, que produce una degeneración del cerebro, una parálisis total y, como si fuera poco, una muerte fatal. Tampoco es recomendable comprar la lengua de una vaca belga, engordada a plan de hormonas y compuestos químicos, para evitar que después del gusto nos venga el susto.

Según los cocineros más expertos no hay nada más sabroso que comer ají de lengua después de una inolvidable borrachera, puesto que el ají, sobre todo el colorado y a veces el amarillo, tiene la propiedad de devolvernos a los cinco sentidos y a la realidad concreta. Además, el ají es un condimento importante en el cocido de la lengua; le concede un color particular y un saborcito que suele picar dos veces: al comer y…

Ahora bien, no se vayan a creer que por mucho comer ají de lengua, con ajos y pimientos,  a uno se le escapen más los sapos y lagartos por la boca, y menos aún que se llegue a conseguir por este medio el don de la palabra de los piquitos de oro, como Cicerón, Fidel Castro o Marcelo Quiroga Santa Cruz. ¡No señores! El ají de lengua no sirve para ponerse más hablador y dicharachero, ni para mejorar la lengua del Inca o de Cervantes, sino, simple y llanamente, para satisfacer el paladar más exigente de los entendidos en el arte culinario.

El ají de lengua, como ustedes mismos podrán constatar a la hora de comer, es un plato que tiene el prodigio de recrearnos la fantasía y ofrecernos un saborcito boliviano, aunque nomás sea por un cachito, como suele ocurrir con las buenas costumbres de quienes viven más para comer que para vivir, conscientes de que no es lo mismo comer cando se puede sino cuando se quiere.

En casi todas las culturas y épocas, tanto las mujeres como los hombres, le han dedicado a la lengua poemas, relatos, tratados, proverbios y hasta uno que otro chiste de doble sentido, como el de ese niño precoz y pícaro que un día le preguntó a su maestra: ¿Quiere que se lo toque la cucaracha con la lengüita? La maestra, sin dudar de la inocencia infantil, aceptó el pedido. Entonces el niño sacó la lengüita y se puso a cantar: La cucaracha/ la cucaracha/ ya no puede caminar...

La lengua, por ser un órgano vital tan antiguo como el hombre, es un tema que provoca discusiones y controversias, pues de ella hablan desde los doctos miembros de las Academias de la Lengua, hasta las comadres chismosas acostumbradas a batirla. Y, por añadidura, nadie está a salvo de ser pelado por una lengua viperina -como la de una suegra- o de ser redimido por la lengua piadosa de quien habla con el corazón en la boca.

Aquí los dejo, con la esperanza de que se animen a preparar un exquisito ají de lengua, aunque nomás sea para rendirle tributo al cocinero anónimo que tuve la ingeniosa idea de convertir en un manjar la lengua de vaca.

lunes, 7 de noviembre de 2011


VÍCTOR MONTOYA EN LA FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO EN COCHABAMBA

El escritor boliviano retornó al país para participar en la V Feria Internacional del Libro que, entre el 26 de octubre y el 6 de noviembre, se llevó a cabo en el campo ferial de la laguna Alalay, en Cochabamba.

El lunes 31 de octubre, junto a otros invitados especiales de Argentina, participó en la clausura del ciclo de conferencias sobre la vida y obra de Marcelo Quiroga Santa Cruz y Ernesto Sabato. En el homenaje, que la Cámara del Libro quiso resaltar por todos los medios, se inhibieron también audiovisuales sobre los dos autores, que dejaron una profunda huella en el contexto de la literatura boliviana y argentina respectivamente.

Víctor Montoya disertó sobre el compromiso social del escritor en la literatura latinoamericana contemporánea, tomando como ejemplos las obras y la militancia política de Quiroga y Sabato.

El martes 1 de noviembre, a las 18:30, en el salón Werner Guttentag, presentó su libro “Cuentos en el exilio”, que el grupo editorial Kipus reeditó para su distribución a nivel nacional. La presentación del libro estuvo a cargo de Adolfo Cáceres Romero y Gaby Vallejo Canedo.

El viernes, 4 de noviembre, dictó una conferencia magistral en el II Congreso Sur del IBBY (International Board on Books for Young People), que se dedica a la difusión de la literatura infantil y juvenil. El acto tuvo lugar en el Pabellón Unión Europea del campo ferial de Alalay, el viernes y sábado, entre las 9:00 y 18:30.

Entre los expositores del exterior estaban Manuel Díaz, de Venezuela; Ana Carlota González, de Ecuador; Franco Vaccarini, de Argentina. Víctor Montoya abordó el tema del derecho indiscutible que tienen los niños y jóvenes a contar con una literatura elaborada a partir sus necesidades y su desarrollo integral.

La presencia del escritor boliviano en la V Feria Internacional del Libro en Cochabamba fue sólo una parte de una larga agenda que tiene programada, con diversas actividades literarias y culturales, en ciudades como Tarija, La Paz, Oruro, Potosí y Santa Cruz.

Víctor Montoya retornó a Bolivia con las esperanzas de que sus conocimientos y experiencias sirvan para darle un mayor realce a la literatura nacional, que cada día se va consolidando en el ámbito de la literatura continental y mundial.

domingo, 30 de octubre de 2011


EL BUZÓN

Este insólito buzón, que representa a una mujer en posición de cuatro patas, tiene una ranura profunda desde donde termina el casto nombre de la espalda; una ranura abierta por la cual el cartero, sin pudor ni pensar dos veces, introduce los sobres de la correspondencia.

Como ven, a parte del número de la casa, no lleva una etiqueta con el nombre de la persona a quien corresponde este culo público, pero quizás sea mejor, pues así permanecerá en el anonimato y nadie le pedirá explicaciones por exponer el trasero de su mujer, como si fuese un objeto de uso colectivo, donde los peatones pueden pasar y posar sus manos como sobre una manzana partida de un tajo.

Para quienes prefieren a las mujeres en esta postura sexual, toparse con este buzón en la puerta de una vivienda particular, es lo mismo que compartir el libido del dueño de casa, quien, si no nos falla la intuición, debe tener una mujer cuyo mundo trasero fue digno de ser reproducido en este buzón broncíneo, donde cualquiera puede meterle la mano, mientras ella permanece de cuatro patas, como entregándose de retro, con las nalgas expuestas a la luz y el aire.

Este buzón, por su tema y forma, ha superado a los que son verticales u horizontales, y de seguro que, siendo de metal con tratamiento anti-corrosivo, es más perdurable que los fabricados en madera, plástico o aluminio. Sin embargo, no deja de ser motivo de controversias, sobre todo, en una época en que el culo de una mujer, al menos vista desde la perspectiva de las feministas, no puede usarse como un objeto de placer ni compararse con los buzones con otras formas y otros colores, decorados con un motivo animal o vegetal, como esos que se encuentran en el portal, el jardín o el cobertizo de una casa campestre.

Así como está, ofreciéndonos la plenitud de su trasero, no nos permite ver la portezuela que se abre con llave para extraer el correo privado. Pero si le damos la vuelta, lograríamos constatar que lleva un candado en la boca, y cuya llavecita para introducirla y abrirla está sólo en poder del dueño de casa. Él la asegura día a día, como si se tratara de un candado de castidad, para evitar que un ladrón de cartas meta la mano, el dedo u otro objeto ajeno al orificio del candado.

Tampoco parece estar ubicado en una zona discreta del patio de la casa, sino en plena calle, desprovista de valla de acceso a la puerta, por donde pasan y repasan los transeúntes en su diario trajinar. Por lo tanto, el culo abierto de este buzón está a disposición del primero que quiera usar la abertura de esta mujer en posición de cuatro patas, que nos recuerda a una perrita que despierta la pasión de los perros que la abordan con la lengua colgante y babeante, prestos a hincarle los colmillos en el pescuezo y penetrarla con su lanza roja como un clavo recién sacado del fuego avivado de la fragua.

Este buzón, que brilla con luz propia en la calle de una ciudad de cuyo nombre prefiero no acordarme, es un verdadero receptáculo, un culo predispuesto a recibir la correspondencia por la ranura que se le abre como si un certero hachazo le hubiese hendido las carnes, aparte de que un culo convertido en buzón inspira un oleaje de fantasías en quienes se conforman con la simple abertura que tienen en la puerta principal de su apartamento, por donde reciben el correo a diario, siempre por las mañanas y al levantarse de la cama.

No tengo un gusto específico en torno a la forma y el color de los buzones, que de algún modo representan los sueños y deseos de los dueños de casa, pero debo reconocer que también me hubiera gustado recibir mi correspondencia a través del culo abierto de este buzón, que atrae la atención y provoca una sensación de tener a una mujer como Dios la trajo al mundo y como el hombre la puso en la postura del can para saciar sus instintos salvajes.

Lo malo es que este buzón desaparecerá con el paso del tiempo, así esté hecho con un material resistente a las inclemencias de la intemperie, ya que el masivo uso del correo electrónico y el galopante desarrollo de la informática, darán fin con los carteros y con los buzones que hasta hace poco formaban parte del ornamento de una casa.

jueves, 13 de octubre de 2011


NO A LA VIOLENCIA

Hace mucho tiempo ya, mientras paseaba por las calles céntricas de Estocolmo, me llamó la atención esta escultura de bronce que, fijada sobre un pedestal de lustroso mármol, luce imponente entre las vidrieras de los edificios comerciales de Hötorget, por donde pasan y repasan los transeúntes, que no siempre se detienen a contemplar este revólver de cañón anudado, que el poeta y artista sueco Carl Fredrik Reuterswärd creó  en 1980, con el nombre de Non Violence  (No a la Violencia), en homenaje a su amigo John Lennon, quien, además de rebelde y músico genial, era un pacifista a carta cabal. No en vano se opuso a la Guerra de Vietnam y compuso sus famosas canciones Imagine y Give Peace a Chance, que pronto se convirtieron en los himnos de los movimientos declarados enemigos de la guerra.

Mas como la vida tiene muchas vueltas y no siempre da buenas sorpresas, el mundo quedó conmocionado al saber que el cantante del amor y la paz murió asesinado en Nueva York, la mañana del 8 de diciembre de 1980. Su asesino, un joven que horas antes le pidió su autógrafo y se declaró su fan, lo esperó en la puerta del edificio donde Lennon tenía un apartamento y, abordándolo por la espalda, le descerrajó cinco tiros por la espalda. La muerte fue casi instantánea. El cadáver fue incinerado y las cenizas esparcidas en Central Park, donde más tarde se creó el monumento conmemorativo Strawberry Fields, en memoria de uno de los íconos más significativos del pacifismo mundial.

Este famoso revólver de calibre 45 y tambor giratorio, que se inauguró en 1988 frente a la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, ocupa en la actualidad un lugar de preferencia en varios países y en varias ciudades de Suecia, y no es casual que una de las réplicas estuviese en Estocolmo desde 1995, quién sabe si para burlarse de la hipócrita y decantada neutralidad de una monarquía parlamentaria que, a tiempo de criticar la política armamentista de las grandes potencias, exporta armas pesadas a las naciones más pobres de este pobre planeta en permanente conflicto bélico.

Debo reconocer que para mí, un apasionado de las armas de fuego, fue un impacto fuerte ver este revólver de semejantes dimensiones, aunque en el fondo pensé que esta escultura, nacida de la impotencia y el ingenio de un escultor pacifista, constituía un canto general a la paz y el amor, y un intento por convocarnos a la reflexión de que la violencia es innecesaria para resolver los conflictos que aquejan al género humano y que las muertes no mutiplican las vidas de quienes mueren en las guerras fratricidas por razones políticas, económicas, sociales, raciales, culturales o religiosas.

Ahora que estamos ante un revólver inhabilitado para disparar, sólo nos queda felicitarle a Carl Fredrik Reuterswärd por haber contribuido a la conciencia colectiva con un poderoso símbolo, como es esta arma de fuego que, siendo tan hermosa y peligrosa a la vez, refleja un cierto sentido de ironía de quien, además de ridiculizar a los pistoleros de todos los tiempos, deja constancia de su aprecio y admiración por John Lennon, cuya voz, junto al nombre de No a la Violencia de esta magistral obra fundida en bronce, se escucha como repiques de campana en los oídos de Oriente y Occidente.

Darse una vuelta por Hötorget, el centro más comercial y emblemático de Estocolmo, es un buen motivo para contemplar no sólo el edificio celeste de Konserthuset (La Sala de los Conciertos), donde anualmente se entregan los Premios Nobel, sino también un excelente pretexto para detenerse un instante ante este revólver de cañón anudado, que está situado en un lugar estratégico, como recordándonos que a unos doscientos metros más allá cayó también Olof Palme asesinado a pistoletazos, la fría noche del 28 de febrero de 1986.

Víctor Montoya junto al revólver de cañón anudado, Estocolmo, octubre, 2011. Foto: Miro Coca Lora.

martes, 11 de octubre de 2011


ESCRITORES UNIDOS PUBLICÓ NOVELA
DE VÍCTOR MONTOYA

En el marco de las actividades del Quinto Foro de Escritores Bolivianos, realizado en el Centro Pedagógico y Cultural Simón I. Patiño de Cochabamba, en julio de 2011, se presentó la novela El laberinto del pecado.

Escritores Unidos tiene la satisfacción de anunciar que su radio de acción en pro de la expansión de la literatura nacional ha llegado hasta las lejanas tierras de  una nación europea: Suecia; un país donde radican muchos compatriotas, entre ellos el muy ponderado escritor boliviano Víctor Montoya, nuestro nuevo asociado.

Víctor Montoya, sin lugar a duda, es alguien de los que, no obstante de vivir tan distante de la patria, ha realizado una  enorme labor de difusión en los ámbitos educativos y literarios, llevando las letras del país y las suyas propias a diversos puntos geográficos. Utilizando la tecnología de estos últimos tiempos, también ha llegado a los rincones de todo el mundo a través del Internet con sus notas, artículos y comentarios en los diversos ámbitos del saber humano. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Es autor de más de una decena de libros entre novelas, cuentos, ensayos y crónicas. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías nacionales e internacionales.

Escritores Unidos presenta en esta vigésima octava entrega de sus publicaciones El laberinto del pecado, segunda edición; la  primera fue editada en Estocolmo, en 1993, con circulación agotada entre los hispanoamericanos de Suecia. Su autor, Víctor Montoya, ha querido que su obra también sea leída en su tierra, deseo compartido por ESUN.

La novela discurre en un ambiente minero, pero desde una perspectiva diferente a las precedentes de este subgénero, a cuyos personajes los hace actuar en diferentes planos y con el uso de  técnicas literarias que no contempla la novelística minera conocida en la que sobresalen las luchas políticas en busca de sus reivindicaciones económicas y sociales, sin tomar en cuenta los problemas íntimos, subjetivos y emocionales que sufre cada habitante en esos rincones de viento, páramos grises y  sombras soterradas en las profundidades de las montañas.

Otras aspectos distintivos son el manejo del lenguaje y el enfoque de la realidad, antes no tocada, de la condición humana desde las penurias personales hasta la homosexualidad y lo erótico aunque a vuelo rasante.

Su personaje principal no es el típico minero que surge de las bocaminas, sino un  ser de los estratos medios de la gente que mora en esos parajes de paisajes y campamentos grisáceos-térreos donde suceden tragedias y luchas obreras.

Escritores Unidos se enorgullece de contar en sus filas con un escritor de la talla de Víctor Montoya y de editar su novela “El laberinto del pecado”, que en Bolivia aún no se la conocía, y que con seguridad tendrá un éxito tanto en la crítica como en el mundo lector nacional y del extranjero.

César Verduguez Gómez

domingo, 9 de octubre de 2011


RECUERDOS DE UN AMIGO DIBUJANTE

A Mats Andersson lo conocí en el verano de 1983, por intermedio de la amistad de Larry Lempert, el anarcosindicalista con quien tuve la suerte de trabajar en una biblioteca de Tyresö, donde un día, mientras leía un libro sobre el maravilloso mundo de la literatura infantil, se apareció el amigo dibujante, agarrado de una bolsita repleta de medicamentos recetados por el médico. Me han prohibido tomar vino, comentó con un dejo de resignación. Me quedé callado, pero sin dejar de mirarlo de punta a punta. Me llamó la atención su sonrisa franca, su contextura robusta, su melena y barba alborotadas y, sobre todo, su sencillez y preocupación por la problemática de los países del llamado Tercer Mundo.

Mats Andersson (Estocolmo, 1938 – 86), como la mayoría de los militantes de la izquierda sueca, abrazó la causa de los oprimidos y se identificó plenamente con los movimientos de liberación en Latinoamérica, Asia y África. Sus contribuciones, en su condición de dibujante profesional, se encuentran dispersas en diversas publicaciones alternativas de los años 60 y 70, aunque sus mejores creaciones están en los libros destinados a los jóvenes y niños, que él ilustró con pasión y sentido crítico. No existe niño sueco que no haya gozado con el valor estética de sus ilustraciones ni lectores adultos que no se hayan tropezado con sus dibujos satíricos contra los amos del poder.

Mats Andersson era parco en las palabras y cuidadoso en sus juicios. En cierta ocasión, mientras le enseñaba el manuscrito de un libro, animándolo a ilustrar sin más recompensas que la gratitud, le dije que sus dibujos reflejaban una suerte de picardía infantil y un espíritu de artista joven. Él se sonrió y contestó: Ya soy viejo, pero en mi vida no he hecho otra cosa que ilustrar libros infantiles y juveniles. En efecto, cuando leí un comentario sobre su cuantiosa producción artística en el libro “De tecknar för barn” (Ellos dibujan para niños), pude constatar que detrás de ese hombre afable y sencillo se escondía un currículum y una trayectoria sorprendentes.

En otra ocasión, nos encontramos por casualidad en la parada del autobús rumbo a Tyresö, donde él integraba un colectivo de personas que, durante los años dorados de la emancipación sexual y las ideas progresistas, decidieron comprar una casa cerca del hermoso castillo de la zona. Él venía de una tertulia de amigos y llevaba un bloc de dibujos en la mano. Nos sentamos en la parte central del autobús, cuando, de súbito, estalló una voz a nuestras espaldas. Nos volvimos y, mirándonos de reojo, nos enfrentamos a una mujer que gritaba: ¡No queremos cabezas negras en este país! A lo que Mats Andersson, alzando la voz como si el improperio le hubiese tocado a él, replicó enérgico: ¡Aquí no hay cabezas negras! ¡Aquí todos somos iguales! Una actitud solidaria que me permitió hinchar el pecho y comprobar que los amigos verdaderos son amigos incluso en las peores circunstancias.


Después nos seguimos viendo, unidos por el proyecto de publicar el libro de cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos. Me encargué de reunir el material en los talleres de escritura organizados por dos bibliotecas y Mats Andersson se encargó de ilustrar los textos. Así surgió el libro de texto Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia (Estocolmo, 1985), que todavía hoy se usa como material de apoyo en la enseñanza del idioma materno.

Un año después de esta inolvidable experiencia, que me permitió conocer al artista y a la persona en Mats Andersson, me llegó la infausta noticia de su muerte. Una enfermedad incurable le arrebató la vida. Sentí una punzada muy adentro y pensé que los inmigrantes perdimos a un valioso compañero, quien supo defender nuestros derechos con la misma convicción con que defendió la causa de Cuba, Zimbabwe o Vietnam.

Desde entonces volví la mirada, una y otra vez, sobre este dibujo que ilustra uno de los cuentos del mencionado libro. Este dibujo, como lo quiso su autor, expresa una inquietud por el creciente racismo y la xenofobia que sacude los cimientos de la democracia, solidaridad y tolerancia.


Mats Andersson, como una ironía del destino, se murió antes de que apareciera el Laserman, antes del asesinato del inmigrante africano en Klippan y, por supuesto, mucho antes de que los cabezas rapadas y las fuerzas de derecha ganaran espacios en la palestra pública, ostentando una actitud hostil, que él, de seguir vivo, la hubiese rechazado con todo el furor de su conciencia.

Aunque sé que Mats Andersson era uno de esos hombres que no mueren, porque sus vidas se prolongan a través de sus obras, debo reconocer que ha dejado un enorme vacío entre quienes aprendimos a estimarlo por su sencillez y humanismo. No sé cuándo fue la última vez que nos vimos, pero le agradezco por sus ilustraciones publicadas en Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia, cuyos originales los conservo todavía en el baúl de los recuerdos.

Imágenes:

1. Mats Andersson, ilustración de Olof Sandah
2. Portada de Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia 
3. Una ilustración de Mats Andersson


martes, 4 de octubre de 2011



Amor en La Higuera recrea uno de los episodios menos conocidos de las últimas horas en vida del legendario guerrillero. Esta versión inglesa del relato, traducido por Elizabeth Gamble Miller y producido por Miro Coca Lora, es una muestra clara de que la fuerza narrativa de Víctor Montoya no conoce fronteras.

lunes, 3 de octubre de 2011


LA IMAGEN INMORTAL DEL CHE

Recordado comandante:

El 8 de octubre de 1967, después de librar tu último combate en el cañadón del Churo y caer a merced de tus enemigos, la pierna herida por un tiro y la garganta desgarrada por el asma, tu diario de campaña y otros documentos escritos con tu puño y letra, quedaron en poder de las Fuerzas Armadas. Es decir, pasaron de tu mochila de cuero a una caja de zapatos, que fue depositado como secreto de Estado en el Alto Mando Militar Boliviano; tu reloj Rolex, que te quitó un soldado a poco de tu captura, pasó a la muñeca del coronel Andrés Selich; tu fusil, ese fusil que hubiera querido heredar para cargarlo al hombro como tú lo cargaste a lo largo de la lucha, intentando encender la chispa de la revolución latinoamericana, pasó a manos del coronel Centeno Anaya, quien lo tomó sin sentir la misma emoción de felicidad que sintió el Inti cuando te conoció en la Casa de Calamina, en Ñancahuazú, donde tú le estrechaste la mano de compañero, mientras otro le entregaba su carabina M-2; tu pipa, en la cual degustaste la última bocanada de humo, como quien está dispuesto a esperar con serenidad la hora de la muerte, se la regalaste al sargento Bernardino Huanca, quien se comportó amable contigo. Pero el capitán Mario Terán se adelantó y gritó: ¡La quiero yo! ¡La quiero yo! Entonces tú, mirándolo con infinito desprecio, encogiste el brazo y le dijiste: No, a vos no.

En la Higuera permaneciste varias horas con vida. Te negaste a discutir con tus captores y tuviste el coraje de escupirles a la cara. Mas los mercenarios, dispuestos a cumplir las instrucciones de la CIA, decidieron eliminarte en el acto, para luego inventar la versión de que caíste en el combate del cañadón del Churo, y no que fuiste capturado vivo y ejecutado entre las cuatro paredes de la escuela de La Higuera. Tu asesino fue el mismo suboficial que quiso apoderarse de tu pipa, quien, borracho y asaltado por el miedo, entró en el aula y ejecutó la orden de eliminarte. Pero fue tan grande la impresión que le causaste, que, requerido por la prensa, confesó: Ese fue el peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: ‘Usted ha venido a matarme’. Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces me preguntó: ‘¿Qué han dicho los otros’ (refiriéndose a los guerrilleros Willy y Chino). Le respondí que no habían dicho nada, y él contestó: ‘¡Eran unos valientes!’. Yo no me atreví a disparar, En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podía quitarme el arma. ‘¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!’. Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto.

Después te trasladaron amarrado al helicóptero, desde la escuela de La Higuera hasta el hospital de Vallegrande. Te inyectaron formalina en las venas y te presentaron ante las cámaras de la prensa sobre una mesa de tablas, donde yacías como Cristo, el Nazareno, con el aspecto más de vivo que de muerto; tenías el torso desnudo, los pantalones ajados, los pies descalzos, la barba crecida hasta el pecho y la cabellera precipitándose en cascadas. Aunque tu mirada estaba ausente, tus ojos irradiaban una extraña inocencia, acentuada por tus labios entreabiertos, casi sonrientes en el rictus de la muerte. Ese día, quienes contemplaron tu hermoso rostro de combatiente, cuentan que, incluso después de ser acribillado, tu cadáver rezumaba una aureola que inspiraba admiración y respeto, quizá porque supiste someter tus ideales a las pruebas del fuego, porque hacían lo que decías, porque vivías como pensabas y pensabas como vivías.

En esta última fotografía, donde los curiosos se agolpan a tu alrededor, la mirada fija y el aliento sostenido, parecen no salir de su asombro al constatar que ese hombre tendido en la camilla es el guerrillero que quiso crear dos, tres... muchos Vietnam en América Latina, mientras tus captores, señalando las heridas de tu cuerpo, te exponen como un trofeo de guerra, aunque no te mataron en combate sino de un modo cobarde.


Sin embargo, ésta no es tu fotografía más conocida, sino aquella otra de 1960, cuando el fotógrafo Alberto Korda, al recoger imágenes para la prensa en La Habana, tras el incendio del barco francés que transportaba un cargamento de armas y municiones para la defensa de la revolución, fijó tu rostro en el visor de la cámara y, atraído por la fuerza y el dramatismo de tu mirada tendida en la bahía, te tomó una fotografía que, una vez revelada en la cámara oscura, dio la vuelta al mundo y se trocó en un aluvión de afiches, banderas, camisetas, chapas, carteles, gorros y estampas; más todavía, tu rostro se pintó en las paredes y se grabó en la mente de quienes te mutilaron las manos y te desaparecieron, intentando acallar tu voz, soterrar tus ideales y destruir tu imagen, que, hoy como siempre, está presente entre nosotros, incitándonos a repetir aquellas frases de la carta de despedida que les escribiste a tus padres: Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante; vuelvo al camino con la adarga al brazo... Muchos me dirán aventurero, y lo soy; sólo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades...

Así te recordamos, comandante, con la estrella en la boina y el porvenir en la mirada.

sábado, 1 de octubre de 2011


EL CASCO DEL MINERO

El monumento al guardatojo del minero es ya un emblema que comenzó el año 2002 y culminó el 2003, como un homenaje a los trabajadores del subsuelo en una ciudad inundada de mitos, ritos y leyendas, y en cuyos cerros, que a la distancia parecen una recua de llamas en reposo, se explotaron primero los yacimientos de plata y luego los filones de estaño desde las sombrías épocas de la colonia.

Hace mucho tiempo, cuando lo vi por primera vez en una fotografía digital, me quedé pasmado ante la magnífica creación del artista que lo diseñó y plasmó con maestría y talento. Lo contemplé por un rato sin salir de mi asombro y, como quien se identifica desde siempre con el destino de los mineros, me cruzó por la mente la idea de que si alguna vez pisaba la tierra de los urus, me tomaría una fotografía sin falta, al menos para dejar constancia de mi amor desmedido por la Villa Real de San Felipe de Austria.

El Casco del Minero, de aproximadamente seis metros de diámetro, está hecho de hojalata y metal bruñido; por eso en su copa y su ala destellan los rayos del sol y su magnífica estructura ornamental da la bienvenida a los visitantes que ingresan a la ciudad por la zona norte. Ocupa la parte central de una rotonda de césped, cactus, piedras y cemento, y está flanqueado por las figuras que representan a las cuatro plagas de la leyenda de los urus, cuyo relato apasionante cuenta la historia de que la víbora, el sapo, el lagarto y las hormigas fueron enviados como castigo por el dios Huari, para exterminar a los apacibles habitantes del lago Uru-Uru, quienes le dieron las espaldas para adorar a otro dios más poderoso y luminoso que era el Inti (Sol). No obstante, como suele suceder en la mayoría de  los relatos de la tradicional oral, los urus fueron salvados por los poderes mágicos de una Ñusta, la misma que se apareció flameando en el cielo diáfano del altiplano, y con cuya espada, que lanzaba rayos mortíferos, logró petrificar a las cuatro plagas, que hoy forman parte del ornamento de una ciudad que, año tras año, ofrece un espectáculo folklórico hecho de luces y de sueños.

Si se observa con detenimiento, el Casco del Minero, allí donde debía estar la lámpara frontal, lleva la imagen de la Virgen del Socavón, patrona de los mineros y mamita de quienes, en sumisa veneración, le rinden culto celebrando una fiesta que, durante varios días y varias noches, refleja la tradición ancestral de una urbe que parece vivir a ritmo de platillos, bombos, trompetas y matracas.

Tomarme una foto al pie del guardatojo no sólo fue un hecho obligatorio, por ser hijo de entrañas mineras, sino también un buen pretexto para tener una imagen en la rotonda, donde yace los animales más representativos de la tradición milenaria de un pueblo que, así como supo sobrellevar con dignidad las etapas más sufridas de su historia, sabe engalanarse con sus mejores atuendos a la hora de embelesar al visitante que llega desde lejos, dispuesto a dejarse atrapar por la magia de la cosmovisión andina, como un hombre se deja atrapar por los encantos de una hermosa chinamorena.
  
No cabe duda de que la esencia minera se apoderó de la ciudad. Es cuestión de extender la mirada y dejarla pasear en derredor, para comprender que esta tierra, que durante siglos dio de mamar sus riquezas al mundo a cambio de pobreza, se alza estoica en medio de la altipampa, donde los vientos silban, chillan y levantan polvareda como zampoñeros en comparsa.

En las zonas aledañas a los socavones, donde el olor de la copagira se mezcla con el olor de la alcantarilla, se siente la presencia del mitológico Tío; dueño absoluto de las riquezas minerales, amo de los mineros y generador principal del Carnaval orureño, en cuya fraternidad de los diablos baila con su traje de Lucifer, desafiándole al arcángel San Miguel y suplicándoles a las chinasupay que aplaquen con su lujuria las llamas encendidas de su corazón.

Este monumental Casco del Minero, forjado entre la luz y el aire, no es la obra de un escultor orureño, como podrían imaginarse los visitantes nacionales y extranjeros, sino la creación del cochabambino Fernando Crespo, un artista que, a fuerza de imaginación y trabajo forzado, logró dotarle a la ciudad minera uno de sus emblemas más característicos. La obra, que llama la atención del caminante desde cualquier ángulo que se la contemple, fue colocada en plena vía que conecta a Oruro con los departamentos situados al norte del país.

Por lo demás, querido lector, sólo cabe aclararte que esta crónica es la expresión más genuina del sentir de un escritor, que un día concibió la idea de retratarse al pie de este guardatojo de hojalata y que otro día cumplió con su promesa, gracias a que detrás de la cámara estaba Carla Faviana Gonzáles Gareca, lista para presionar el disparador e inmortalizar este instante de emociones desatadas, justo cuando las laderas de los cerros empezaban a teñirse con el rosado resplandor del ocaso.

martes, 27 de septiembre de 2011


ALBERTO GUERRA G. EN UNA PLAZUELA DE ORURO

En el Barrio Jardín zona Norte de la ciudad del Pagador, donde antiguamente los arenales jugaban con el viento, me tomé una fotografía junto al busto de Alberto Guerra Gutiérrez, una tarde fría de agosto y poco antes de que el ocaso empezara a teñirse en el horizonte. La plazuela, de ambiente acogedor y arquitectura ornamentada, luce un puente en la parte central y una fuente que genera cortinas y chorros de agua.

Llegué al lugar en la grata compañía de Carla Faviana Gonzáles Gareca, profesora de literatura en un colegio de Challapata, donde un día sólo fui a degustar de los exquisitos quesos, los charquis y los tostados de haba, pero que, por esas extrañas sorpresas de la vida, acabé dando una conferencia sobre mi vida y obra en presencia de la prensa local y en una aula repleta de estudiantes dispuestos a escuchar mis experiencias Por el mundo - Mis universidades, como diría Máximo Gorki.

Ver el busto de Alberto Guerra Gutiérrez, en un sitio público que hoy lleva su nombre, me causó una insondable alegría, una alegría de esas que pocas veces emergen como torbellino desde el fondo del alma. No era para menos, este poeta yatiri era digno del mejor de los elogios de parte de sus coterráneos. Había que recordarlo de este modo, porque fue uno de los pocos intelectuales orureños que, a través de las filigranas del verso y los ensayos de antropología, dio a conocer el blasón de la ciudad, rescatando del acervo cultural la parte más mágica y tradicional del Carnaval de Oruro, declarado por la Unesco Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad.

Alberto Guerra Gutiérrez fue un hombre que, desde la sencillez y la sabiduría, sabía ganarse el aprecio de los amigos con su amabilidad y sonrisa franca. Lo conocí personalmente en el Primer Encuentro de Poetas y Narradores de Bolivia, celebrado en Estocolmo en septiembre de 1991, donde lo vi oficiar un ritual de ch’alla como todo buen yatiri y donde conversamos, entre trago y trago, de poesía y de folklore, mientras el humo del tabaco negro dibujaba en el aire las siluetas de los amores y desamores en la vida de un poeta acostumbrado a desgranar sus versos entre los corazones violentamente apasionados. 


Años después, cuando supe que cayó fulminado por un ataque cardíaco en plena calle, mientras caminaba rumbo a su casa, lo primero que sentí fue una honda tristeza y luego cruzó por mi mente la idea de que los orureños, junto a los miembros de la Unión Nacional de Poetas y Escritores (UNPE) y las autoridades edilicias, estaban en la obligación de rendirle un justo homenaje, a modo de perpetuar su memoria, dedicándole una calle, una plaza o bautizando alguna de las instituciones culturales con su nombre, para que las futuras generaciones supieran quién fue Alberto Guerra Gutiérrez, ese vate de la poesía social, amigo de los niños mineros y querendón de las tradiciones más auténticas de su pueblo.

Su aporte a la cultura fue enorme: organizó tertulias literarias entre amigos, trabajó en la mina y ejerció la docencia, realizó estudios antropológicos sobre la cultura de los urus y desentrañó los mitos y las leyendas de la meseta andina. Su espíritu de investigador autodidacta y su inquietud por contribuir al ámbito de la literatura, lo impulsó a escribir libros con temática diversa y a fundar El Duende, esa revista de formato pequeño que desde hace años, gracias al impulso del Ing. Luis Urquieta Molleda, se publica como una suerte de suplemento literario del diario La Patria.

El haber estado en la plazuela que lleva su nombre, me colmó de honda satisfacción y el corazón me latió como caballo al galope, no sólo porque vi su busto sobre un pedestal y una placa recordatoria, sino también porque fue un amigo del alma, de esos a quienes basta conocerlos una vez para tomarles cariño y saberlos que siempre estarán ahí, como esos viejos duendes que, sin dejarse encadenar por los caprichos de la muerte y ansiosos por retornar al reino de los vivos, se nos aparecen una y otra vez.

Así permanecerá el poeta yatiri entre los milagros de la Candelaria y los danzarines del Carnaval, entre las dunas de arena y el lago de los urus, entre los cerros donde mora la víbora y los socavones donde los mineros horadan el vientre de la Pachamama, entre la roca que representa al cóndor y la roca que representa al sapo, porque como bien afirma la creencia popular: Alberto Guerra Gutiérrez no se fue complemente con la muerte, por eso siempre estará entre nosotros convertido en viejo duende.

Al cabo de tomarme la foto, como un entrañable recuerdo de mi paso por la zona norte de Oruro, me agarré del brazo de Carla Faviana Gonzáles Gareca y me metí en el taxi de su amigo Gerson Yugar, quien, siendo profesor de Ciencias Naturales y egresado de la Escuela Normal Superior de Maestros Ángel Mendoza Justiniano, se ganaba la vida, como tantos otros profesionales bolivianos, conduciendo un taxi por las frías y polvorientas calles de la Capital Folklórica de Bolivia.

Imágenes:

1. Víctor Montoya junto al busto de Alberto Guerra Gutiérrez. Foto, Carla Faviana Gonzáles Gareca. Oruro, agosto, 2011.
2. Víctor Montoya y Alberto Guerrra Gutiérrez. Foto, Homero Carvalho. Estocolmo, septiembre, 1991.