miércoles, 20 de julio de 2016


PUBLICAN DOS NUEVOS LIBROS DE MONTOYA

El Grupo Editorial Kipus de Cochabamba, como parte de la promoción de la literatura nacional, publicará dos nuevos libros del escritor Víctor Montoya. Se trata de la novela La señora de la conquista y del volumen de Cuentos del más allá, que el narrador boliviano presentó a su casa editorial a principios del 2016.

Las dos obras, que corresponden a géneros literarios diferentes, podrán ser adquiridas en las Ferias de Libros y librerías de todo país. Ésta es una buena oportunidad para reencontrarme con mis lectores y ofrecerles lo que mejor sé hacer, manifestó el autor. Los dos libros fueron escritos con mucha pasión y abordan temáticas de interés general, finalizó.

La señora de la conquista

En cada capítulo de esta novela, estructurada sin más recursos que el arte de la palabra escrita y los datos que proporciona la historia, se reconstruye la vida de una esclava indígena convertida en señora durante la épica empresa de conquista de la esplendorosa civilización azteca.

Malintzin, doña Marina o Malinche, la intérprete, consejera y amante de Hernán Cortés, es la figura emblemática de una epopeya en la que pasó a ser un instrumento más poderoso que la pólvora y el caballo. Sirvió de puente entre dos culturas, fue intérprete del prisionero Moctezuma II en el palacio de Axayácatl, se salvó milagrosamente en la batalla de la Noche Triste, en la que los guerreros mexicas expulsaron de la ciudad de Tenochtitlán a los conquistadores antes de que ésta fuera finalmente sometida en agosto de 1521.


Luego del dramático episodio, que culminó con la captura y el martirio de Cuauhtémoc, el capitán general de la armada y Malintzin se paseaban por templos, plazas y calzadas, contemplando el nacimiento de una nueva urbe en medio de la desolación y la muerte. Sobre la ciudad destruida se edificaba otra ciudad distinta, sobre las ruinas de los antiguos templos se construían otros templos y sobre las antiguas creencias se imponía un nuevo proceso de evangelización para extirpar la idolatría.

Los amantes, que a lo largo de la conquista lucharon codo a codo, en las buenas y en las malas, bajo el sol y bajo la lluvia, se fundieron como el anverso y reverso de una misma moneda, dispuestos a iniciar el traumático mestizaje en las tierras de la Nueva España, que emergió del violento encuentro entre vencedores y vencidos.

La señora de la conquista, como toda novela histórica que ofrece emociones, personajes y conocimientos, se funde en un haz de composiciones narrativas, que confirman la destreza lingüística, el vigor estilístico y la capacidad creativa del autor, quien expone todo el fulgor de su talento en esta obra llena de pasiones, traiciones, matanzas y saqueos.

Cuentos del más allá

Este espeluznante volumen de cuentos, escritos con elegancia, fluidez y verosimilitud, intentan convencer a los lectores de que es posible lo imposible, a través de cincuenta historias protagonizadas por criaturas fabulosas y seres que, después de muertos, retornan al reino de los vivos en forma de fantasmas o espíritus, produciendo sonidos, aromas y desplazando objetos en el mismo lugar donde habitaron o enfrentaron una violenta muerte, que los condenó a vagar sin poder encontrar la paz eterna en el más allá.

Los relatos de terror y fenómenos paranormales, que existen desde la más remota antigüedad en el imaginario popular, están estructurados sobre la base de explicaciones empíricas de la realidad, supersticiones y pensamientos mágicos que, hilvanándose como telarañas en un tenebroso contexto, transgreden los límites de la lógica y la razón, y cuyos personajes, dotados de la facultad de morir y revivir, de aparecer y desaparecer, nos acompañan desde la cuna hasta la tumba.


Los Cuentos del más allá, además de tocar la sensibilidad emocional de los lectores, transmiten una sensación de miedo, horror y suspenso, con un lenguaje elíptico y una fuerza imaginativa que inducen hacia un universo de espanto y aparecidos, donde se complementan lo real y lo ficticio, como una forma de despejar las dudas concernientes a los fenómenos físicos de la naturaleza, los instintos de la condición humana, los misterios de la muerte y, consiguientemente, la existencia de otras formas de vida en el más allá.

Víctor Montoya, autor de novelas, cuentos, ensayos y crónicas, pone en manos de los lectores una obra concebida en el género fantástico, con un alto valor estético y un eje temático que, tanto por su forma como por su contenido, le permiten explayar los diversos recursos técnicos de la moderna narrativa latinoamericana, sin trastocar su cautivante estilo personal ni deslucir su peculiar manera de convertir en literatura los elementos de la realidad y la fantasía.

martes, 19 de julio de 2016


CLAUDINA, UNA OBRA RESCATADA DEL OLVIDO

Cuando me enteré de la existencia de la primera novela boliviana, titulada Claudina, lo primero que me llamó la atención fue el hecho de que este libro de autor desconocido se hubiese encontrado, como único ejemplar e impreso en agosto de 1855, en el repositorio de la biblioteca del Banco Central de Bolivia.

El segundo aspecto que despertó mi interés fue saber que se reeditó con las mismas características de la primera edición. Es decir, no se modificó la sintaxis ni la ortografía, incluso las comas estaban separadas de las palabras precedentes y las páginas tenían un diseño parecido a los pergaminos.

El día en que los responsables de la publicación presentaron el libro, que circuló a través del diario La Razón en octubre de 2012, se dijo que se trataba de la primera novela boliviana ignorada en los anales de la literatura nacional y que esta reedición sería un valioso aporte a la memoria del patrimonio histórico de las primeras décadas de la vida republicana.

Claudina está escrita por José Simón de Oteiza, cuyos antecedentes biográficos son en extremo descocidos como desconocidos son los datos sobre la existencia de otras obras de su autoría. El novelín -por llamarlo de alguna manera- está dividido en 12 capítulos y el narrador hace gala de un estilo literario ponderable, es rico en metáforas y expresiones figuradas; detalles que traslucen las aficiones poéticas del autor, quien se empeñó en embellecer los diálogos, las descripciones del clima, los paisajes y las sensaciones del alma, a pesar de que, según él mismo confesó en el breve preámbulo, su intención no fue escribir un libro sino simplemente narrar y salvar del olvido un suceso real acaecido a mediados del siglo XIX.


En efecto, en la obra se aborda un tema que, aun estando contextualizado en un ámbito local, alcanza dimensiones universales como pocos temas concernientes a los sentimientos humanos, como es el caso de los amores imposibles que, por su propia naturaleza, están condenados a tener un desenlace fatal. José Simón de Oteiza narra la trágica historia de amor entre Julián, un joven oficial de infantería, y Claudina, una quinceañera de origen humilde, quien, huyendo de su casa en Tarija, se junta con su amado en los valles de La Paz.

El autor, que asevera no haber modificado la realidad, salvo los nombres de los principales protagonistas, nos revela la mojigatería de una época en la que las relaciones amorosas entre personas de distintas condiciones sociales no estaban libres de críticas y controversias. Aun así, los protagonistas deciden proseguir con su romance, hasta que Julián, en vísperas de una posible guerra con el Perú, debe unirse al ejército en su condición de sargento; un desafortunado acontecimiento que le impide casarse con Claudina antes de marcharse a la contienda, pero como ella está embarazada y profundamente enamorada, sufre una irreparable desilusión y decide suicidarse despeñándose desde una quebrada de Hurmiri, ubicada al sud del majestuoso Illimani.

Muerta Claudina, Julián pierde la razón e intenta también acabar con su vida precipitándose desde la misma roca hacia el fondo del abismo, pero sus camaradas se lo impiden a tiempo, aunque los recuerdos de Claudina permanecerán en su mente y su corazón por el resto de sus días.

La tragedia estaba consumada, pero el autor no da pistas sobre la ascendencia de Julián, probablemente, por no mellar la dignidad de una respetable familia entroncada en una época llena de prejuicios sociales, raciales y morales, en la que las relaciones informales, sin previo matrimonio civil y religioso, estaban mal vistas tanto en las familias de alto abolengo como en las familias de humilde cuna.

En Claudina, aparte de narrarse una historia de amor que, de un modo consciente o inconsciente, sigue siendo una temática actual en sociedades jerárquicas y conservadoras, el autor no sólo logra rescatar una tragedia humana que pudo haber sucumbido entre las brumas del olvido, sino que, asimismo, deja constancia de que las relaciones entre personas de diferentes condiciones sociales son tan atractivas como dramáticas.

Me parece excelente todo lo que se hizo por poner al alcance de los lectores el libro de José Simón de Oteiza y, como parte inherente de la promoción, todo lo que se dijo en torno a la trama y los personajes. En lo que no estoy muy de acuerdo es en que la obra haya sido definida como novela; cuando en realidad, debido a su extensión -apenas 51 páginas-, podía haber sido clasificada dentro de otro género literario.

Si bien es cierto que en español no se dispone de una denominación concreta para este tipo de narraciones, como ocurre en el francés (nouvelle) o el inglés (short-story), es cierto también que la obra Claudina, tanto por su estructura como sus recursos narrativos, merecía ser definida como novela corta o novela breve, pero no como una novela a secas.

La novela, por lo general,  es una narración extensa, que aprovecha todos los recursos narrativos para desarrollar los temas  y se extiende en exhaustivas caracterizaciones físicas y psicológicas de los personajes. La novela, a diferencia del cuento o el relato, resulta ser una suerte de campo abierto que le permite al escritor moverse con mayor soltura y libertad, sin subordinarse demasiado a los límites de tiempo y espacio. Además, suele redundar en largas digresiones y descripciones de acciones, escenarios y circunstancias, aparte de que, en el mejor de los casos, está integrada por varios personajes, múltiples historias cruzadas o subordinadas unas a otras, sin descartar la posibilidad de insertar en los capítulos, a modo de intercontextualidades, otros elementos literarios como los textos epistolares o los documentos relacionados con la temática central de la novela.

Por los factores arriba mencionados, podemos deducir que Claudina, de José Simón de Oteiza, no fue concebida como una novela propiamente dicha, sino como una prosa nacida de la necesidad de relatar un trágico suceso, pero sin predefinir la extensión que debía tener la obra, la misma que no presenta las características propias de una novela de largo aliento, en cuanto al desarrollo de los personajes y la trama, ni la economía de palabras y recursos condensados propios del cuento; razones por las que nos atrevemos a definirla no como un cuento largo, sino como una novela corta o novela breve.

EL CHICHERO Y LA CARNICERA

Cierto día, en medio de la algarabía de unas niñas que jugaban en la calle, escuché el fragmento de una ronda tradicional boliviana, cuyo contenido de espanto y desafuero me llamó la atención, y me dejó pensando en que el feminicidio se reproduce también en el mundo lúdico de las niñas, pues una cosa es cantar Arroz con leche… y otra muy distinta Botón colorado/ mató a su mujer,/ con un cuchillito/ de punta alfiler,/ vendo, vendo,/ tripitas de mala mujer,/ que uno,/ que dos,/ que tres...

Poco después caí en la cuenta de que esta ronda infantil, como muchas otras inspiradas en la realidad social y la violencia contra las mujeres, tenía alguna relación con un crimen conyugal acaecido en una población del norte de Potosí; un trágico suceso del que se habló por mucho tiempo y cuyo principal móvil se fue modificando a medida que se transmitía de boca en boca.

Nunca se conoció la versión oficial, salvo que el dueño de una chichería, un hombre de aspecto rechoncho, cara colorada, barriga prominente y redonda como un botón, acabó con la vida de su esposa, quien trabajaba como carnicera en el mercado de la población que, por ser un pueblo chico, era un infierno grande.

La esposa del chichero, oriunda de los valles de Cochabamba, era una magnífica chola en su gusto y porte; regentaba un puesto en el mercado durante el día y atendía la chichería por las noches, hasta que trancaba la puerta tras el último parroquiano.

Muchos de los clientes frecuentaban la chichería sólo por el placer de ser atendidos por la mujer más hermosa entre todas las mujeres y, a veces, aprovechándose de la confianza dispensada, no perdían la ocasión para echarle un ramo de piropos con lisonjas y galanterías.

La pareja no tenía hijos, pero sí un montón de dinero que les permitía darse los gustitos habidos y por haber. Vivían felizmente casados desde hace muchísimos años, hasta que un mulato llegado de las tierras paradisiacas del Caribe, que estaba de paso rumbo a la ciudad de Potosí, se le atravesó en su camino, haciéndole perder los estribos del corazón.

La carnicera, atraída por los ojos de color carbón, el pelo rizado y la impresionante musculatura de ese cuerpo de ébano, se dejó seducir sin considerar que estaba casada y que los chismes no tardarían en llegar hasta los oídos de su marido.

Cuando el mulato desapareció de la noche a la mañana, como alma que lleva el diablo, la carnicera se hundió en una profunda decepción y perdió las ganas de seguir disfrutando de los bienes que le deparó la vida. Empezó a beber con los parroquianos, quienes asistían a la chichería más por deleitarse con los atributos de su belleza que por consumir bebidas alcohólicas.

No faltó la noche en que, pasada de copas y en presencia de su marido, reveló su amor por el mulato, quien le removió los sentimientos más recónditos de su alma, acariciándole la piel y libándole el néctar que ella guardaba debajo la bombacha ajustada a sus voluptuosas nalgas.
 
El chichero, aunque estaba impactado por la confesión de su esposa y por ser el último en enterarse de la infidelidad del que todos sabían algo, simuló no haber escuchado nada y siguió atendiendo el pedido de los clientes, hasta que llegó la hora de cerrar el local.

La carnicera había bebido tanto que, al promediar la medianoche, apenas podía pronunciar palabras y mantenerse de pie. Ésa fue la oportunidad que su marido aprovechó para conducirla hacia el patio interior de la vivienda, donde procedió a despojarle de las ropas y tenderla sobre la mesa de macizas maderas, donde se troceaban los huesos y las carnes antes de transportarlos al mercado.

El chichero se dirigió al depósito de cuchillos y herramientas de carnicería, levantó la hacha de acero mejor afilada y volvió al patio, donde estaba el desnudo cuerpo de su esposa, quien yacía de espaldas, la cabeza ladeada y las extremidades abiertas bajo los reflejos menguantes de la luna.

La bañó con la mirada, como la primera vez que la tuvo en el lecho nupcial, pero su rencor era tan grande que, sin pena ni asco, le asestó el primer hachazo causándole una profunda herida a la altura del tórax, lo que provocó que ella despertara, gritara y pidiera ayuda.

El chichero, en un desesperado intento por evitar los gritos y quejidos, esgrimió varias veces la hacha en el aire, dejándola caer sobre el cuerpo de la carnicera, que se retorcía como la cola de una lagartija cuarteada; al final, jadeante como galgo azuzado, le asestó el último hachazo en el cuello, de donde brotó la sangre a raudales, mientras la cabeza rodaba por el piso empedrado hasta detenerse cerca del tubo de desagüe.

Antes de que lo sorprendiera el crepúsculo del amanecer, y sin saber dónde esconder el cadáver, se dio prisa en amputar los pies y las manos. Después, con un cuchillo para filetear, cercenó los senos, desmembró las extremidades, extrajo los órganos internos y, entre tajo y tajo, el cuerpo fue reducido a un montón de huesos y carnes.

El chichero terminó agotado y con el sudor goteándole por la frente, pero antes de retirarse a dormir, limpió la mesa de madera, baldeó el piso del patio y quemó en el horno sus ropas empapadas de sangre, para así no despertar sospechas ni dejar vestigios de su cruel delito.
 
Al final, metió la cabeza, las manos y los pies en una bolsa de plástico, que guardó en el refrigerador, hasta que al día siguiente, al anochecer, la arrojó en la corriente del río, que cruzaba por un basural, a escasas dos cuadras de su vivienda.

Las comerciantes del mercado, al notar la ausencia de la carnicera, que no acudió a su puesto de venta, se acercaron a su marido para preguntarle qué había pasado con ella, que siempre era la más puntual entre todas y que hacía un par de días no daba señales de vida. El chichero, mirándolas una por una y sin perder la calma, les dijo que su esposa viajó a Cochabamba, donde sus parientes la necesitaban con urgencia.

Así transcurrió una semana, hasta que una anciana, mientras hacía sus necesidades en la ladera del río, vio en un recodo de aguas estancadas algo parecido a la cabeza de un cerdo, se acercó intrigada para despejar sus dudas y, a poco de remover el objeto con un palo, se tragó un susto escalofriante que la dejó con los pelos de punta, pues lo que estaba allí no era la cabeza de un cerdo, como pensó en un principio, sino la cabeza de una mujer con trenzas y dentadura forrada de oro.

La policía del Departamento de Investigación Criminal (DIC), informada del macabro hallazgo, hizo el levantamiento legal de la cabeza, las manos y los pies, y no tardó en identificar a la víctima, como tampoco tardó en detener al chichero, quien, ante las evidencias que le imputaban, se declaró culpable del asesinato perpetrado contra su esposa.

Cuando los policías le preguntaron por qué lo hizo. Él contestó que la decapitó y descuartizó por cuestiones de honor y porque era una mala mujer, que merecía algo más que la muerte como castigo por su vil traición. Y cuando le preguntaron qué hizo con el resto del cuerpo, él contestó, sin mostrar una pisca de remordimiento, que lo cortó en pedazos y que, mezclándolos con las carnes de otros animales, los vendió en el mismo mercado donde ella regentaba un puesto de carnicería. Asimismo, para poner punto final a su espantoso relato, confesó también que vendió su corazón, su hígado, su estómago, sus riñones y sus tripas, como si fuesen las menudencias de un cordero recién carneado.

Así es como ese crimen conyugal, que por mucho tiempo fue motivo de comentarios del más diverso calibre, pudo haber inspirado la ronda que las niñas, mientras juegan agarradas de las manos y dando vueltas alrededor de un círculo imaginario, corean con voces angelicales: Botón colorado/ mató a su mujer,/ con un cuchillito/ de punta alfiler,/ vendo, vendo,/ tripitas de mala mujer,/ que uno,/ que dos,/ que tres…