viernes, 27 de noviembre de 2015


EL HOMBRE Y EL MILITANTE

A Pablo Rocha Mercado lo conocí en los años setenta, cuando era delegado de la Sección Lagunas en el distrito minero de Siglo XX, donde se ganó el aprecio y el respeto de sus compañeros de base, quienes lo trataron desde 1956, año en que ingresó a trabajar en la Empresa Minera Catavi.

De hecho, su actividad política y sindical estuvo marcada por una de las organizaciones políticas de mayor arraigo obrero. Él mismo, al recordar las circunstancias en que se hizo militante, solía repetir: A mí nadie me llevó al partido. Yo mismo fui con mis propios pies y me organicé en una de sus células, cuando todavía vivía César Lora. Allí me presenté con mi nombre y apellido, cantando mis datos personales y todo lo demás... En eso nomás me paró el César y dijo: camaradita, no hace falta que nos revele su identidad. Aquí no se afilia a nadie ni se distribuyen libretas de militancia. Eso sólo se hace en el Comando Político del MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario). Aquí la gente llega y se queda por su propia convicción...

A partir de entonces, consciente de que esos hombres reunidos entre arengas y humos de cigarrillo podían cambiar el curso de su vida, se dedicó frenéticamente a la actividad política, en la que se destacó como uno de los puntales en la lucha contra las dictaduras militares y la burocracia sindical.

Otra de sus facetas, quizá la menos conocida, era su pasión por el dibujo que, en los momentos de mayor lucidez, le permitió trazar varios dibujos de encomiable calidad. Aún recuerdo, por ejemplo, el Lenin que dibujó de espaldas, con la simple ayuda de dos fotografías que lo mostraban de perfil y de frente al líder bolchevique. Era un artista en el diseño y formidable en la propaganda, por eso en las manifestaciones mineras y los acontecimientos multitudinarios era el responsable de pintar las pancartas con las palabras e imágenes de los mártires obreros.

Por entonces vivía con el sueño de llegar a ser un dibujante consumado. De ahí que en 1976, en pleno período de represión y estando clandestino en la ciudad de Oruro, le escribió una carta afectiva al pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, suplicándole que lo ayudara a salir del país para cumplir su deseo de convertirse en dibujante profesional y tener la oportunidad de ver con sus propios ojos las obras de los grandes muralistas mexicanos. Probablemente la carta nunca llegó a su destinatario, pero Pablo Rocha jamás perdió las esperanzas de conocer algún día el México de la Revolución del año 1910, cuyas hazañas y rancheras él las cantaba entre los mineros bolivianos.


En los días de fiesta, cuando había bebido unas copas por demás, se recogía a su casa cantando o tarareando una ranchera. Los vecinos lo reconocían hasta en la oscuridad, pues sabían que Pablo Rocha era el único capaz de imitar las inflexiones y los falsetes de la voz de Antonio Aguilar y Jorge Negrete. Quizá por eso, algunos lo tenían como al don Juan Charrasqueado del campamento minero, donde se ganó la fama de ser un brujo en los juegos y amores, aunque en su vida privada se advertía una desilusión no revelada. No en vano cada vez que iba a desahogar sus penas en las cantinas, salía con el guardatojo en mano y cantando a voz en cuello: Soy soldado de levita/ de esos de caballería/ de esos de caballería/ soy soldado de levita./ El que nace desgraciado/ desde la cuna comienza/ desde la cuna comienza/ a vivir martirizado...

A quienes lo conocimos en las buenas y en las malas, no nos cabía la menor duda de que este militante obrero, juerguista, bebedor y mujeriego, de no haberse hecho minero, podía haber sido bohemio; conocía el lenguaje profundo de los piropos y el truco de los juegos del azar. Nunca le faltó pretendiente a quien dedicarle una serenata ni un cubilete de dados para echar a rodar su suerte. Era capaz de apostar a la ruleta rusa y ganar con la misma facilidad con que ganaba jugando al sapo, a los naipes o al cacho; más todavía, este hombre de personalidad afable, contextura normal, cabellera crespa y bigotes cortados al estilo de los actores del cine mexicano, manejaba la ironía y el sentido del humor con una destreza poco habitual entre los hombres de vida dura.

Algunas tardes, al salir de la mina, se lo veía pasar por la planta de concentración de minerales, donde se hacía regalar dos cubos de agua caliente, que él vaciaba en un recipiente instalado a modo de ducha en el estrecho patio de su casa. Después de cambiarse la ropa de minero por la de paisano, se dirigía al sindicato y al encuentro con los amigos. A la hora de vender el periódico Masas se tornaba en un excelente voceador, ya sea en la calle, la bocamina o en los piquetes organizados en la Plaza de Siglo XX, donde, en más de una ocasión, se batió a puños con los esbirros del gobierno. Jamás se puso en duda su militancia ni su actitud belicosa, pues en los enfrentamientos armados que los mineros libraron contra las tropas del ejército, Pablo Rocha mostró entereza y se enfrentó fusil al hombro y dinamita en mano. Sobrevivió a los combates de Huanuni, Sora-Sora, Siglo XX y a la masacre de San Juan. Conoció el destierro durante el gobierno del sanguinario García Meza, el presidio durante el régimen militar de Hugo Banzer Suárez y los confinamientos en el campo de concentración de Alto Madidi y Puerto Villarroel, donde cazó y comió monos a nombre de Víctor Paz Estenssoro, por entonces presidente de la república.

A mediados de 1976, tras caer a merced de sus perseguidores, lo vi actuar con coraje y decisión en las cámaras de torturas del DOP (Departamento de Orden Político) de Oruro y La Paz, donde le aplicaron la picana, el submarino y los simulacros de muerte. Él aguantó el suplicio con los dientes apretados, sin delatar ni suplicar la compasión de sus verdugos.

Tras la imposición del Decreto Supremo 21060, cuyas consecuencias fueron el cierre de las minas y la desocupación de los trabajadores en 1985, fue a dar como relocalizado en un barrio periférico de la ciudad de Cochabamba, donde construyó una casita modesta, resignado a sobrevivir en la miseria por el resto de sus días. Y, aunque padecía de silicosis y de una enfermedad renal, no perdió las esperanzas de que alguien pudiera salvarlo de la muerte, pues según decía en su carta: Tenía todavía trabajo (político) pendiente y cuatro hijos menores de edad, a quienes no quería dejarlos en la calle y sin padre...

Ahora que me anunciaron su deceso, sé que no alcanzó a experimentar el triunfo de la revolución proletaria, pero es probable que un día su sueño se haga realidad, pues vivió convencido de que los mineros taciturnos, quienes tienen la magia de ver la luz en la oscuridad, son seres que no dejan de luchar contra las injusticias ni estando en la sepultura.

EL GATO ENDEMONIADO

1

Cuando mi gato llegó a casa, en una jaula y adoptado legalmente, tenía aproximadamente dos años de vida. Estaba castrado, vacunado y respondía al nombre de Zorro. Lo recibí en la puerta y, desde el primer instante en que se cruzaron nuestras miradas, tuve la sensación de que me convertiría en el sustituto de sus padres. La casa se inundó de una súbita alegría y él se sintió aceptado con júbilo, pues ni bien salió de la jaula, como un forastero en territorio desconocido, se me acercó poquito a poco, con una actitud sumisa, la cola alzada y la columna arqueada. Me puse de cuclillas, alargué la mano sobre su cabeza, le hablé con dulzura y le alisé el pelambre a tiempo de acariciarle. Él emitió un ruido de aprobación y me dirigió una mirada tierna, como si quisiera decirme algo, y yo le devolví la mirada con una sonrisa que me estalló en el rostro. 

Mientras esto sucedía en la antesala, el Tío, sentado en su trono, permanecía hecho una tumba, sin decir nada ni mover un pelo, pero disgustado de ver cómo le trataba al gato, adulándolo y hablándole con diminutivos como a un niño mimado. Lo cierto es que el soberano de los socavones no tenía la costumbre de ser desplazado por nadie y mucho menos sentirse como un príncipe destronado por un animal doméstico. Por cuanto no cabía la menor duda de que defendería su posición privilegiada a cualquier precio, consciente de que más vale ser cabeza de ratón que cola de león.

El gato, ajeno a la presencia y los sentimientos del Tío, se metió en cada cuarto, olfateó por doquier y marcó su territorio, con la firme decisión de quien quiere ser el nuevo amo y señor de la casa. Le seguí los pasos, observándolo por los cuatro costados. Así me di cuenta de que no era un purasangre sino un gato mestizo. Tampoco era bello, pero sí dueño de un alma que se ganaba el cariño de cualquiera que lo viera; su cuerpo, algo contrahecho, con las patas posteriores más cortas que las delanteras y la cabeza gruesa, le daba la apariencia de un minotauro en miniatura o de uno de esos novillos que levantan pasiones en la corrida de toros. Era de regular tamaño y pelaje negro, hirsuto y abundante. A causa de alguna mutación genética, presentaba seis tetillas en el vientre, un ojo de color distinto al otro y dos pequeños testículos en forma de castañuelas. A simple vista, lucía los colmillos pronunciados como los de un murciélago, las garras deformadas como los garfios corvos y puntiagudos de un pirata y, debido a la dura vida que llevó desde que era una cría abandonada a su suerte, tenía las orejas picadas a causa de las peleas que sostuvo con otros gatos silvestres. No en vano en su historial, registrado por los responsables de la institución encargada de criar animales sin hogar, se decía que sobrevivió en un bosque junto a una colonia de gatos sin dueños, alimentándose de lo que le proveía la madre naturaleza y enfrentándose a los peligros de la vida semisalvaje.

El día que lo encontraron merodeando cerca de un barrio de la ciudad, tenía el cuerpo infestado de parásitos, desde pulgas hasta garrapatas, que le transmitieron la enfermedad de Lyme y le causaron ciertas afecciones respiratorias y musculares, que le hacían ronronear como caldero en ebullición y temblar como un chihuahua nervioso. Empero, a pesar de haber sido un gato semisalvaje, que cazaba instintivamente pájaros, ratones, arañas y otros bichos para alimentarse, atesoraba las virtudes latentes de un animal sociable y cariñoso, predispuesto a ser el mascota ideal del primero que le ofreciera un poquito de amor y otro poquito de cuidado.

Bastó un par de días para darme cuenta de que se trataba de un gato vivísimo y fuera de lo común. En poco tiempo demostró la capacidad de asimilar algunos conceptos, comandos y hasta aprendió a manipular algunos mecanismos simples, como abrir el grifo del lavabo, vaciar el estanque de la taza del baño y sujetar un vaso de agua con la cola. Cada vez que quería algo, se subía de un brinco al escritorio y, haciendo uso de un lenguaje corporal, me pedía que le sirviera la comida, limpiara la arena de su cajón o abriera la puerta que daba al bosque. Si me veía concentrado en mi oficio de escribano del diablo, me propinaba cabezazos en la mano derecha, que yo la tenía sobre el ratón de la computadora, para llamar mi atención y darme a entender que quería jugar conmigo. Entonces lo tomaba en los brazos, le acariciaba la nuca y le daba besos en la mejilla, mientras él, a tiempo de parpadear y refregar su cabeza contra mi pecho, asumía una conducta de niño mimado, hasta que brincaba al piso y me conducía hacia el living, donde jugaba con sus cordones, pelotas y peluches, sin dejar de lanzar gemidos, gruñidos ni maullidos.

Era natural que mi gato, con más propiedades que la mayoría de los felinos, demostrara toda su destreza durante el juego. Poseía los reflejos desarrollados y una extraordinaria agilidad. Aunque tenía las garras deformadas, podía trepar a los árboles, muebles y otras superficies verticales, lo mismo que podía atravesar las rendijas más estrechas gracias a la impresionante elasticidad de su cuerpo. Cuando le lanzaba un juguete al aire, era capaz de saltar más de tres metros y brincar por encima de la cama doble sin más esfuerzo que contraer las patas posteriores, como si fueran resortes, para desplegar la energía necesaria y realizar estas proezas físicas que, bajo las instrucciones de un domador de fuste, podían haberse convertido en una insólita atracción circense.

Cada vez que lo veía jugando como a un niño inquieto, no tenía la menor duda de que el gato, cuyas propiedades lo destacaban como a un felino excepcional, fue el mejor regalo de mi vida. No tuve problemas para adaptarme a la nueva situación ni él rechazó su nueva condición de animal doméstico. Aprendió a comer los alimentos en conservas, que la industria lucrativa destinaba a los animales en cautiverio. Mas no por eso perdió sus instintos de cazador indomable; seguía teniendo los ojos alertas y los colmillos listos para el ataque. No desaprovechaba la ocasión de capturar a las arañas que se movían detrás de los muebles, las mataba de un zarpazo y se las tragaba como un manjar exquisito. Estaba comprobado que tenía los sentidos increíblemente desarrollados, pues su oído era capaz de detectar los pasos de un insecto deslizándose por el piso del cuarto contiguo y su olfato podía captar el olor de su comida a varios metros de distancia.

Por su actitud cariñosa y su fiel compañía, que rompía con la monotonía de mis horas de escritura, mi amor hacia él fue creciendo como la espuma. A diferencia de los humanos, me escuchaba callado y nunca contradecía mis opiniones, hasta que, de pronto, empecé a sentirme como atrapado en sus garras y obligado a concederle todos sus caprichos. A veces, me daba la sensación de que lo había humanizado tanto que lo trataba como a un niño pequeño. Así, cuando se quedaba dormido sobre mi pecho, le cantaba canciones de cuna, mientras le acariciaba y masajeaba el cuerpo. Otras veces, cuando se quedaba dormido en la cama, prefería no molestarlo ni despertarlo, hasta que él mismo abriera los ojos, extendiera las patas y bostezara como el cachorro de una pantera.

Tanto era mi amor por él que, aparte de servirle la comida en un recipiente limpio de todo pelo, aseaba su cajón de arena tres veces al día, soportando el olor de sus heces y su orina; un oficio que asumí primero por obligación y luego por gusto, aunque jamás limpié el trasero de nadie ni cambié el pañal de mis wawas. ¿Qué tenía el gato para que hiciera todo esto? No lo sé, lo único cierto es que el animal, que un día entró por la puerta metido en una jaula, se convirtió, en poco tiempo, en el amo de la casa, en el niño mimado y en el mascota que me arrebató el cariño que antes lo tenía reservado sólo para mis seres queridos.

2

Todo marchaba normal en nuestras vidas, hasta la noche en que me levanté a orinar y, por casualidad, vi al gato sentado delante de la estatuilla del Tío; tenía las patas delanteras juntas, las garras cruzadas y los ojos cerrados, como si estuviese rezando o rindiéndole culto al soberano de los socavones. No hice nada ni dije nada. Entré en el baño, vacié la vejiga y retorné al dormitorio. Una vez recostado en la cama, pensé, sin resquicios a equivocarme, que el gato había sido poseído por el Tío, quien, a manera de ejercer su dominio y poner a prueba sus poderes mágicos, decidió manejarlo con la mirada y vigilarlo desde su trono.


 A la mañana siguiente, el gato ya no era el mismo; cambió de hábitos y de conducta, su comportamiento se tornó extraño y su mirada era de otro mundo. Dejó de obedecerme, de dormir sobre mi pecho, de comer en su recipiente y de ronronear para saludarme o pedirme sus alimentos. Cuando quería llamar mi atención, sus pelos se le erizaban en posición de defensa y transformaba su característico maullido: miauu o mieaou, en un tenebroso: mkgnao o mrkgnao, que más parecía el rugido de un tigre enfurecido. Asimismo, como en las películas de Walt Disney, no sólo aprendió a aullar, gorjear y bufar como ciertos animales, sino también a silbar con los labios fruncidos, incluso intentó imitar mi voz y hasta el tono de mi carcajada. Y por si fuera poco, esa misma noche, sus ojos se tornaron verdiazules y echaron lumbres como los ojos del Tío. Se lo veía hiperactivo y dando vueltas como un loco sin rumbo. Todo hacía suponer que su temperatura corporal superaba los cuarenta grados centígrados y su corazón bombeaba a ritmo acelerado.

Más tarde, en virtud a su naturaleza nocturna, me despertó con un rugido desgarrador, pidiéndome abrir la puerta que daba al bosque. Así lo hice. Él desapareció en la oscuridad y, al cabo de un tiempo, retornó con un ratón en el hocico. Lo increíble del caso es que no lo maltrató ni se lo comía de un bocado; al contrario, le lamió como si se tratara de otro gato y lo atrapó entre sus garras para mirarle a los ojos. Después jugó un rato, correteándolo por los recovecos de los cuartos, hasta que lo llevó hacia la puerta para dejarlo escapar en estampida. En cambio antes, apenas traía pájaros y ratones, además de enseñármelos como trofeos de caza, los asfixiaba comprimiéndoles la cabeza y les asestaba un mordisco hasta romperles el espinazo con sus largos y afilados colmillos.

Al filo de un nuevo día, estando en lo más hondo del sueño, me despertaron unos ronquidos que, más que ronquidos, parecían los chasquidos de una risa diabólica. Me levanté atolondrado y arrastré los pies hacia el cuarto contiguo, donde el gato estaba retorciéndose y arrastrándose como un lagarto entre los cojines del sillón. Mi sorpresa fue grande al constatar que estaba poseído por un espíritu maligno que lo atormentaba a su regalado gusto. Y ni bien advirtió mi presencia, lo zarandeó en el aire y lo tumbo sobre su espina dorsal. El gato, los ojos extraviados y presa de un temblor febril, pataleó como una mosca entre estertores de agonía y expulsó una espuma verdinegra por el hocico. Parecía un bicho envenenado, pero no, lo cierto era que su cuerpo estaba habitado por un espíritu capaz de poseer a las personas y los animales.

En ese instante, atrapado por un hondo temor y aturdimiento, no supe a dónde acudir en busca de ayuda. Lo único que se me ocurrió, al no soportar su fatal padecimiento, fue abalanzarme sobre su cuerpo, cobijándolo entre los brazos y acariciándolo con todo el amor de mi alma. Se me saltaron las lágrimas y no supe cómo contener la angustia de verlo sufrir como a un animalito indefenso. Estaba conmocionado y sentía una impotencia de sólo pensar en que el ente maligno, que tomó posesión de su cuerpo, era implacable a la hora de retar a cualquiera que se le pusiera en contra. Así que no hice nada que pudiera provocarle más enojo y dejé que el gato se relajara poco a poco, hasta quedarse dormido como un niño cansado de llorar. Y, claro está, en procura de recobrar la calma, dejé pasar el tiempo, con la esperanza de que el demonio le diera tregua y le permitiera volver a su estado normal. Pero no pasó nada. Todo siguió igual, hasta que el gato salió del cuarto y entró en el comedor, donde se paró delante de mis ojos y se orinó sobre la mesa. Dejé de servirme el desayuno y procuré controlar los nervios para no obrar de una manera indebida. Sin embargo, todo llegó al extremo cuando fui a limpiar su cajón de arena en el baño. Él estaba allí, cagando un mojón del tamaño de una salchicha. No quise interrumpirle, pero él reaccionó de una forma incongruente; lanzó un maullido inaudito, giró sobre sí mismo y comió su mierda mientras me miraba con un gesto de reproche.   

Fue entonces cuando me cargué de coraje y decidí intervenir para poner fin a sus desmanes. Él intuyó mis intenciones y abandonó inmediatamente el cajón de arena. Gruñó a manera de intimidarme y, lanzándose en dirección a mi cabeza, quiso clavarme sus garras en la cara, pero no lo logró porque me hice el quite a tiempo y lo tiré de un manotazo contra la pared que estaba a mis espaldas. El gato pegó otro salto y salió disparado hacia el pasillo. Quedé pasmado y me lancé detrás de él sin darme por vencido, como un gato que corre con celeridad detrás de otro gato, que huye por debajo de los muebles y de cuarto en cuarto. Así estuvimos por un buen rato, hasta que él se metió entre los estantes del escritorio; una situación que aproveché para cerrar la puerta, cortarle el paso y evitar su fuga.

El gato se adosó contra la pared, replegó las orejas hacia la nuca y arqueó la espalda con los pelos erizados, como cuando estaba en peligro o tenía algún impedimento. Lo acorralé poquito a poco, presto a cogerlo de sopetón, pero él dio un brinco espectacular entre mis manos, clavó sus uñas en el tapete de la pared y, mientras maullaba como un crío de pecho, trepó hasta el techo con la facilidad de un mosquito. Después correteó de un lado a otro, cabeza abajo y burlándose de las leyes de la gravedad.

Yo lo seguí con la mirada, el corazón golpeándome contra el pecho, la respiración agitada y los vellos crispados de pavor. No sabía si lo que tenía ante mis ojos era una pesadilla o una realidad. Parecía una escena arrancada de una película de terror. Cuando le llamé por su nombre, suplicándole que baje: ¡Zorro!, ¡Zorrito!, él volteó la cabeza, sacó la lengua más larga que la de un camaleón y me lanzó una mirada fulminante, como si quisiera contestarme entre maullidos y en latín antiguo: ¡No me llamo Zorro, sino Felis catus o Felisito silvestris! Es decir, bastó su mirada para comprender que le gustaba más el nombre original de su especie que el nombre de un justiciero enmascarado, con sombrero, capa y espada. Por lo demás, cualquiera que lo hubiera visto cabeza abajo, riéndose como un niño travieso, echando lumbres por los ojos y chasqueando la lengua, se hubiera quedado con los pantalones mojados, los pelos de punta y el corazón estrujado.

Al constatar que no podía hacer nada, absolutamente nada, para persuadirlo a bajar y volverlo a su estado normal, me resigné a salir del escritorio, pero apenas abrí la puerta, escuché que una voz ronca pronunció mi nombre a mis espaldas. Me detuve en el mismo sitio, me volví de inmediato hacia atrás y vi cómo el gato, que parecía una enorme araña en el techo, se dejó caer a plomo y, tras dar unas volteretas en el aire, aterrizó en el piso sobre sus cuatro patas, con gran dominio del equilibro y la flexibilidad. Luego cruzó por entre mis piernas como una flecha y se metió en el cuarto donde estaba el Tío, quien, como cada vez que me tomaba el pelo o estaba con ganas de reírse de sus propias travesuras, soltó una carcajada que hizo vibrar las paredes de la casa. Ésta fue la prueba más evidente de que el Tío estaba implicado en las diabluras del gato.

3

Esa misma noche, revolcándome de un lado a otro en la cama, no pude conciliar el sueño. A mi mente acudían las ideas más espeluznantes de la Edad Media, una época en la cual la gente creía no sólo en que tanto las enfermedades del cuerpo como las enfermedades de la mente eran causadas por demonios de la enfermedad, sino también una época en la cual los gatos negros eran quemados vivos y arrojados desde lo más alto de una quebrada, debido a la creencia de que encarnaban el espíritu del Mal y que las brujas los usaban para hechizar a los hombres y conjurar con el diablo. Quizás por eso mi abuela, una mujer católica y supersticiosa, cuando un gato negro se le cruzaba en el camino, se persignaba tres veces y tres veces escupía al suelo.

Así me la pasé la noche entera, sin pegar pestaña ni dejar de pensar en El gato negro, de Edgar Allan Poe, ni en el Nuevo Testamento, donde se cuenta el caso de un hombre poseído, que vivía encadenado y loco en la pocilga de los cerdos, hasta que apareció Cristo, el mismo que le ordenó al demonio salir del hombre, pero el demonio le suplicó quedarse al menos encarnado en los cerdos. Entonces Cristo le contestó que no y, sin concesiones ni contemplaciones, se metió en la piara y el demonio salió corriendo rumbo a las turbulentas aguas del río.


Cuando los primeros rayos del sol penetraron por la ventana, y luego de haberle dado varias vueltas a mi cabeza, creía haber encontrado la solución del problema que le aquejaba al gato: llevarlo al veterinario para que le hiciera un chequeo general y lo remitiera a la clínica de un psicólogo especializado en tratar los trastornos emocionales de los felinos. Ahí nomás, de una manera casi milagrosa, se me ocurrió la idea de que la solución podría estar en el Tío y dentro de la casa. Así que, en mi afán de poner fin al martirio del gato, decidí recurrir a los poderes mágicos del soberano de los socavones, quien hasta entonces no había lanzado más que una sonora carcajada.

Esa misma mañana, sin mediar palabras y con el respeto de siempre, le rendí culto y pleitesía, ofrendándole puñados de coca, botellas de aguardiente y cigarrillos. Al Tío se le encendieron los ojos, en sus pupilas se reflejaba la viva emoción de su alma y la sonrisa asomó a sus labios. Cambió de actitud en un santiamén y, tras comprobar que lo seguía tratando con absoluta devoción, hizo lo que tenía que hacer: liberó al gato del espíritu negativo y vengativo con una simple mirada, dejándome entender que él, en su condición de Tío, no estaba dispuesto a ser un príncipe destronado.

Cuando el gato volvió en sí, estaba relativamente estresado y tenía ataques de ansiedad. Parecía un niño maltratado en busca de un rincón donde cobijarse de las agresiones de su malhechor. No se percató de lo que había pasado, salvo que yo estaba allí, presto a tomarlo en los brazos y acariciarle su cabecita, en tanto él hacía rotar una oreja hacia mí, como cada vez que reconocía mi voz a la distancia y escuchaba atento mis palabras de cariño: mi querido chanchito, chanchito de papá...

–No me gustó que le hayas endemoniado al gato –le reproché al Tío, a tiempo de manifestarle mi sincera preocupación.

–¡Deja ya de lamentarte! –vociferó enfadado, el rostro bermejo y los ojos encendidos por un fulgor extraordinario–. Más bien agradece que el caso no pasó a mayores. Por ejemplo, ¿qué hubieses hecho si el gato hubiera empezado a masturbarse como un perro excitado contra tu pierna o que una mañana, sin que te dieras cuenta, hubieses despertado castrado por sus largos y afilados colmillos?

El gato arrimó su cabeza contra mi pecho y yo le estampé un cálido beso en la pelambre de su nuca, sin dejar de mirarle al Tío, quien echaba bocanadas de humo, con los párpados entornados, como si el tabaco le provocara un placer infinito. En cambio yo, que seguía afectado por el terrible susto que me pegó el gato, no dejaba de quejarme:

–No me gustó lo que le hiciste al gato.

–A mí tampoco –repuso. Luego abrió los ojos, se echó un trago de aguardiente y prosiguió–: Sé que no es lo mismo estar poseído por un buen espíritu que estar poseído por el demonio, pero esta vez sólo fue una advertencia, para que sepas, ahora y siempre, quién es el verdadero amo y señor en esta casa.

No le dije nada y me retiré con el gato entre los brazos. Al fin y al cabo, lo importante era que no hizo falta convocar a ningún sacerdote para practicarle el exorcismo solemne ni conjurar contra el espíritu maligno con las fórmulas precisas del Statua Ecclesiæ Latinæ. Tampoco hizo falta echarle agua bendita, enseñarle un crucifijo u otro objeto sagrado que repelen los demonios, como los gatos repelen el olor de su propia mierda. Bastó la intervención del Tío para que el gato volviera a ser como antes. Eso sí, debo reconocer con la mano al pecho que, durante el tiempo que le presté toda mi atención, me descuidé de mis obligaciones con el dios y diablo de la mitología andina; me olvidé darle su aguardiente, su coca y sus cigarrillos. El castigo o, por mejor decir, la advertencia me sirvió para tomar conciencia de que ambos ocupaban el mismo lugar en mi vida y en mi casa, y que la solución más sensata era quererlos a los dos por igual.

Desde entonces han pasado muchos años. Y tanto el Tío como yo vivimos todavía felices junto al gato, el cual se convirtió en nuestro mascota preferido, en el mejor compañero de nuestras horas de encierro y en el único animal que nos da tanto a cambio de tan poco. Al gato nos unen fuertes lazos afectivos y en él depositamos todo nuestro amor, yo como un padre y el Tío como un hermano. Por eso le concedemos todos sus caprichos y hasta le permitimos que, de vez en cuando, nos juegue una mala pasada sacándonos de quicio. Ahora entiendo el porqué los gatos figuran en los cuentos, mitos y leyendas de todos los tiempos y todas las culturas. No es casual que, en su condición de animales de compañía, tengan un lugar privilegiado en la historia de la humanidad y que mi gato Zorro se haya convertido el personaje principal de este relato.

LLALLAGUA EN LA OBRA DE VÍCTOR MONTOYA

El Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua, a través de la Biblioteca, la Secretaria de Desarrollo Humano y la Unidad de Cultura, auspician la conferencia que dictará el escritor Víctor Montoya en torno a la influencia que tuvo la población de Llallagua en la creación de su obra literaria. El acto se realizará en el Salón Rojo del edificio Municipal, el lunes 9 de noviembre, a Hrs. 14:30.

El autor, cuya infancia y adolescencia trascurrió en las poblaciones mineras del norte de Potosí, indicó que uno de los ejes centrales de su literatura gira alrededor de la temática minera, sus experiencias como dirigente estudiantil y la realidad histórica que le tocó vivir durante los años 60 y 70 del pasado siglo, hasta el año en que fue perseguido por la dictadura militar que, acusándolo de activista subversivo, lo lanzó primero a la prisión y luego al exilio.

Víctor Montoya escribió su primer libro de testimonio, Huelga y represión, en las celdas del Panóptico Nacional de San Pedro de la ciudad de La Paz, en 1977. El resto de su obra, actualmente compuesta por novelas, cuentos, crónicas y ensayos, fue escrita en el exilio y publicada fuera del país desde 1979.      

Llallagua, que constituye el escenario en el que se desenvuelven los personajes de su creación literaria, es una población donde se desarrolló la gran industria minera de Bolivia, bajo la administración del magnate minero Simón I. Patiño y, después del triunfo de la revolución nacionalista de 1952, bajo el control obrero de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL); una fase importante de la explotación minera que culminó en 1985, con el nefasto DS 21060, que provocó el cierre de las minas y la relocalización durante el gobierno de Víctor Paz Estenssoro.

El escritor Víctor Montoya, además de haber incursionado en el campo literario del llamado realismo social, ha recreado los mitos, leyendas y consejas del mundo mágico de los mineros, quienes, desde los albores de la época colonial, empezaron a venerar al Tío de la mina, un personaje mitológico, mitad dios y mitad demonio, que reina en los tenebrosos socavones, como dueño de las riquezas minerales y amo de los mineros.

El Tío de la mina, con todas sus características que simbolizan el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre el paganismo ancestral y la religión católica impuesta por los conquistadores, es el personaje central de sus Cuentos de la mina y Conversaciones con el Tío de Potosí; dos obras literarias que han tenido amplia difusión tanto dentro como fuera del país.

Víctor Montoya manifestó que para él tiene una enorme importancia el hecho de que el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua, junto a la Biblioteca y otras instituciones culturales, se interese por presentar la obra de un escritor que, desde los inicios de su trayectoria literaria, se identificó con los intereses políticos, sociales, económicos y culturales de una población que no sólo fue la columna vertebral de la economía nacional durante más de un siglo, sino también el laboratorio de la revolución boliviana.

LA NACIONALIZACIÓN DE LAS MINAS

El 31 de octubre, día de la nacionalización de las minas, es un hito histórico que expresa una de las conquistas alcanzadas por el movimiento obrero boliviano. La expresión: ¡Minas al Estado y  tierras al indio!, es una realidad que se plasma en el itinerario de la lucha revolucionaria de un pueblo que, al margen de las concepciones del nacionalismo pequeñoburguesas, lucha con firmeza por conquistar los planteamientos trazados por la Tesis de Pulacayo en 1946.

La nacionalización de las minas, cuyo decreto se firmó en el campo María Barzola de la población de Catavi el 31 de octubre de 1952, no es otra cosa que la manifestación de un movimiento obrero que se siente dueño de las tierras, donde los trabajadores del subsuelo dejan sus pulmones destrozados por la silicosis; es más, las minas explotadas por el grupo Patiño, Hoschild y Aramayo, que jamás beneficiaron al pueblo, fueron instrumentos de la dominación imperialista.

Aunque la Central Obrera Boliviana (COB) se pronunció en favor de una nacionalización de minas sin indemnización y bajo control obrero, el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR),  no cumplió con el mandato de las bases y acabó entregando los recursos naturales a los consorcios transnacionales, que siguen saqueando las materias primas de un país que parece un mendigo sentado en una silla de oro.

Ya sabemos que, por los datos que registra la historia oficial, el 13 de mayo de 1952 se designó la comisión para que estudiara el problema en 120 días. El 2 de julio se decretó el monopolio de la exportación de minerales. El 2 de octubre de 1952 se creó la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), como entidad autónoma y con un directorio de siete personas (dos elegidos de la terna presentada por la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia). Atribuciones: explorar, explotar y beneficiar los minerales de los yacimientos que se le asignen... El 7 de octubre de 1952 se procedió a la intervención de las empresas Patiño, Hoschild y Aramayo, con carácter de control o gestión directa. El 7 de julio de 1956, el gobierno aclara que la nacionalización comprende todos los desmontes, escorias y relaves de las minas que estuvieron en manos de la gran minería.

En la actualidad, la pregunta obligada es saber si el Decreto de la nacionalización de las minas fue una conquista a favor del pueblo. A más de seis décadas de la firma de ese histórico decreto, llegamos a la conclusión de que nosotros teníamos la vaca, pero eran otros los que seguían mamando la leche. Es decir, no nos desprendimos completamente de los látigos del imperialismo, que siguió haciendo uso y abuso de nuestros recursos naturales.

Los escritores, de un modo consciente o inconsciente, nos identificamos con ese proceso histórico, aunque no logramos plasmar en letras de molde la gran novela minera, que refleje los triunfos y las derrotas del proletariado minero que fue, desde principios del siglo XX, la vanguardia de un proceso revolucionario que exigía más justicia social y mejores condiciones de vida.

A más de seis décadas de la nacionalización de las minas, seguimos en las mismas trincheras de lucha, decididos a acabar, de una vez y para siempre, con los consorcios transnacionales que nos tienen atados de pies y manos.  Es obligación del gobierno boliviano, elegido por consenso, reactualizar la nacionalización de las minas, en aras de una nación más digna y dueña de sus riquezas naturales.

Los intelectuales, que nos debemos a un país en vías de desarrollo, estamos en el deber de expresar, a través de nuestras obras, la realidad de un país que pugna por conquistar no sólo su soberanía nacional, sino también el derecho de ser los dueños absolutos de las riquezas minerales que nos provee el vientre de la Pachamama.

Los obreros de las minas, que son los artífices de la nación en vías de cambio, han pagado con sus vidas el alto costo de un país que merece vivir en armonía y justicia social. No fue en vano la masacre de Uncía en 1923, la masacre de Catavi en 1945 y la masacre de la Noche de San Juan en 1967.  Toda esta sangre vertida por los obreros es la expresión de un pueblo que no está dispuesto a someterse a los designios del imperialismo; al contrario, la  sangre de los mineros nos recuerda que no hay justicia social y que todavía se atropellan los derechos más elementales de los humanos.

Los escritores, lejos de las veleidades pequeño burguesas, estamos en el deber ineludible de forjar una literatura anclada en la realidad de los mineros, porque ellos son los grandes personajes que dignifican a una nación eminentemente revolucionaria. Los mineros, a más de sesenta años de la nacionalización de las mimas, siguen iluminando el sendero por donde debe avanzarse para conquistar un país donde reinen los derechos y las responsabilidades.
   
Los escritores, que hemos bebido de las fuentes del movimiento minero para crear nuestras obras, le debemos un agradecimiento eterno a este sector del proletariado nacional que, sin saberlo o sin quererlo, ha sido carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Por nuestras venas creativas circulan las enseñanzas de un proletariado capaz de enfrentarse, con coraje en la voz y dinamitas en la mano, contra los dueños del poder que no respetan su historia ni su legado.

Esperemos que cada conmemoración de la nacionalización de las minas, con sus virtudes y defectos, sea una fecha para reflexionar sobre los avances y los retrocesos de una lucha que el movimiento obrero sostuvo desde la creación de la gran industria minera, que estableció un sistema de producción capitalista y un proletariado dispuesto a conquistar, con alma, vida y corazón, una nación que dignifique a todos los bolivianos y bolivianas.

UN ABOGADO EN EL INFIERNO

Emilio Negrón Degollado, abogado corrupto y mujeriego, cumplía la función de empleado público en el Ministerio de Justicia, donde ingresó a trabajar, por muñeca e influencia política, el mismo año en que egresó de la Facultad de Derecho, luciendo un anillo de oro y un diploma de Doctor en Jurisprudencia.

Era un hombre de refinados modales y atractiva presencia. No se sabía mucho de su pasado, pero sí el hecho de que se crió en un orfanato administrado por unas monjitas piadosas y que después estudió en un colegio vespertino, donde sacó su bachillerato con muchísimo esfuerzo, estudiando por las noches y trabajando de día como ayudante de albañilería.

Cuando ingresó a la universidad, con la arrogante obsesión de que algún día lo llamaran Doctor, se destacó como el mejor estudiante de su Facultad y como un mujeriego a carta cabal, hasta que por fin culminó sus estudios con un puntaje sobresaliente, que no sólo le ganó el respeto de los docentes, sino también la admiración de sus compañeros de graduación.

Al poco tiempo de estar trabajando en el Ministerio de Justicia, con un salario que le permitía darse extravagantes gustitos, se enroló en un grupo de jueces que lo condujeron por el camino de la perdición, pues su ética profesional se desmoronó como un castillo de naipes, apenas se vio envuelto en una trama de corrupción, como quien se mete, sin quererlo ni saberlo, en una suerte de callejón sin salida.

Una vez que formó parte del engranaje de la justicia injusta, hecha a golpes de soborno, chapucería y prevaricato, se dedicó a extorsionar a sus clientes más adinerados, siempre en contra de los litigantes de bajos recursos y a favor de los demandados que le pasaban fajos de billetes por debajo de la mesa.

El dinero que acumuló entre soborno y soborno, le sirvió para comprarse una lujosa casa y gozar de los privilegios reservados sólo para las familias de la alta sociedad; pero no conforme con esto, Emilio Negrón Degollado se dedicó a lavar los dólares del narcotráfico y a cubrir con una cortina de humo la burocracia y corrupción en las altas esferas de gobierno.

Con tantos privilegios que rodeaban su vida de soltero, y aunque no era enredador ni parlanchín como el resto de sus colegas, no tardó en enamorarse de la mujer más bonita que había visto nunca; una hijita de familia y de despampanante figura, pero como él no estaba satisfecho con una sola mujer, tenía también otras que habitaban bajo el mismo techo y compartían el mismo lecho.

Así vivió por mucho tiempo, contento y complacido con su vida profesional, hasta que un día, a poco de cumplir los cuarenta años de edad, se anotició de que uno de sus exclientes, a quien le hizo perder un litigio judicial a cambio de una coima que recibió de parte de la demandada, lo andaba buscando para matarlo con sus propias manos.

Emilio Negrón Degollado, aunque no guardaba en su interior ni una gota de odio, se puso a buen recaudo. Dejó de asistir al trabajo y dejó de salir de su casa. Pensó, en principio, que el tiempo lo remediaría todo, pero no fue así. De modo que se dio cuenta de que nada cambiaría el ritmo monótono de su vida que, aparte de ser rutinaria como la de un animal enjaulado, no tenía ningún sentido ni era espectacular como antes.

Las mujeres que compartían su vida, al verlo nervioso y preocupado como nunca, hacía mucho que sospechaban la verdadera razón de su encierro, pero prefirieron mantenerse con la boca cerrada para no importunarlo ni meter la pata en un asunto que no era de su entera incumbencia; mas no dejaban de preguntarse cuál era el miedo que le tenía a un pobre hombre que perdió un pleito y que, una vez que cumplió su condena en la cárcel, prometió vengarse de quien, en lugar de defender su causa ante los tribunales, lo traicionó como Judas por un fajo de billetes.

La vida de Emilio Negrón Degollado, que cambió de un día para otro, se hacía cada vez peor no sólo porque perdió a sus amantes, una a una, sino también porque aprendió a dormir con un ojo abierto y una mano puesta en una pistola Magnum capaz de atravesar un muro de concreto, por si acaso se le aparecía el excliente que una vez solicitó sus consejos jurídicos y le encomendó el asesoramiento en la disputa de un juicio legal que debía seguir contra su exesposa, sin sospechar que se trataba de un tinterillo corrupto y sobornable.

Estaba claro que los pleitos que atendió, bajo cohecho y en contra de lo establecido por las leyes, se trocaron en una conducta que le cambió la vida para siempre. Algunas veces, cuando estaba solo, deambulaba por la casa como un sonámbulo y, otras, cuando estaba en compañía de algunos de sus colegas, le venía una catarata verbal incoherente e impropia en un hombre a quienes todos tenían como a un abogado de aguda inteligencia y lenguaje cauteloso y medido.

Su situación emocional llegó a extremos lamentables, cuando se acostumbró al silencio de la soledad y a la idea de que su carrera profesional, que exhibía un delictuoso prontuario de corrupción y prevaricación, había llegado al final por la maldita suerte de haberse enrolado en un grupo de jueces comprometidos con los actos ilícitos de algunas autoridades de gobierno y las principales actividades del crimen organizado.

Así fue como una noche, mientras dormía con el cuerpo abotargado por las botellas de whisky que consumía copiosamente, con el fin de arrancarse los miedos instalados en su cuerpo y alivianar las culpas que le pesaban como rocas en la conciencia, se vio en la pesadilla cayendo en una fosa llena de lodo y fuego, como si una enorme mano lo arrastrara hacia el inframundo a través de un túnel que, de pronto, se abrió como un embudo en la faz de la tierra.

Parecía estar viajando en la eterna noche y, con una sensación que se experimenta sólo cuando se está al borde del abismo, vio delante de sus ojos una luz al rojo vivo, más candente que la brasa y más brillante que una estrella. Sabía, por las referencias bíblicas puestas en boca de un cura fanático, que los humanos que entraban en ese reino no volvían a salir con vida, porque tenían sólo un pasaje de ida pero no de vuelta.

¿Qué me está pasando?, se preguntaba Emilio Negrón Degollado en plena pesadilla, sin dejar de pensar en que la muerte es un horrible suceso para quienes pecaron en vida. ¿Por qué me castigan de esta cruel manera?, volvió a preguntarse como quien no mata ni una mosca; pero una voz, alzándose desde su interior, le contestó: Porque eres corrupto y transgresor, porque le quitas la venda a la Justicia y usas su balanza en beneficio propio; por eso estás sentenciado a purgar tus pecados entre las bestias del infierno, allí donde las almas perdidas sufren, sin perdón ni piedad, los siete tormentos en cuerpo y alma…

Poco después, encontrándose ya en la antesala del infierno, fue deslumbrado por el intenso resplandor de una tenebrosa recámara de fuego, habitada por monstruos feroces, con cuerpos de reptiles y cabezas de humanos. Ellos infligían a las almas condenadas los castigos más despiadados que imaginarse pueda. En el trasfondo de la recámara había otros esperpentos que, batiendo alas y colas, revoloteaban en un raudo alborotar, como una colonia de murciélagos espantados por otras abominables criaturas que, convertidas en animales rastreros, parecían las serpientes horripilantes y venenosas de las Gorgonas. 

Emilio Negrón Degollado, con el ánima que abandonó su cuerpo durante el trance de la pesadilla, se enfrentó a un mundo donde los condenados padecían una muerte atroz, soportando una tormenta de fuego entre alaridos de dolor y crujir de dientes. A lo lejos, como en un abismo sin fondo y donde el fuego ardía vivamente, estaban las almas que, desprovistas de toda presencia divina, quedaron olvidadas, tragadas por el tiempo, sin más consuelo que vagar como fantasmas sombríos de un lado a otro, sin conciencia ni voluntad.

Mientras seguía cayendo con la velocidad de una piedra lanzada en el vacío,  escuchaba a los condenados gimiendo de desesperación y llamándole a gritos, hasta que el llanto de un bebé perforó sus oídos y un gato negro, que tenía los pelos como cerdas de puercoespín y la cola larga como la de un caballo, lanzó un maullido y cruzó por sus ojos con la velocidad de una jabalina.

La enorme fosa infernal estaba a punto de engullírselo para siempre, pero, en el último instante, una fuerza misteriosa lo detuvo abruptamente, como deteniéndolo con una valla llena de pulidas púas. Fue entonces que reaccionó de golpe y advirtió que estaba en el mismísimo reino de Satanás, el ser más temido que la muerte, el amo despiadado de las almas condenadas, el señor del inframundo y las tinieblas. Lo vio sentado en su trono de piedras preciosas, con una corona engastada en pedrería y desprendiendo lumbres por su traje de luces. Alrededor de su trono, en actitud de sumisa veneración, habían mujeres desnudas, con los senos colgados hasta la cintura y las lenguas largas como colas de saurios. Lo extraño de esta visión fantasmagórica era que las diablesas tenían las mismas caras y los mismos cuerpos de las amantes que lo acompañaron en su vida de mujeriego.

Emilio Negrón Degollado, que quedó levitando en el vacío, en medio del reino de Satanás, sintió un insoportable ardor en el cuerpo, como si lo azotaran los látigos de un huracán de fuego. Y allí donde ponía la mirada, no veía más que a los guardianes de las mazmorras del infierno, quienes, con cuernos en la frente y tridentes en la mano, giraban como niños traviesos en un carrusel, montados en carretas tiradas por veloces caballos negros.

Emilio Negrón Degollado se encontraba en el mismísimo vientre del inframundo, donde experimentó un vuelco en su conciencia, prometiéndose así mismo no volver a incurrir en la corrupción de la justicia humana. Entonces, ahí nomás, se hizo testigo de una horrible experiencia que lo dejó atónito: una víbora, más gruesa que una longaniza y más larga que una corbata, salió por su ano y, reptando entre sus adormecidas piernas, huyó ante su mirada absorta, mientras su corazón bombea la sangre como un volcán en erupción, obstruyéndole la respiración y golpeándole el pecho: ¡Boom, boom, boom…!

Luego se dio cuenta de que Satanás no estaba aún dispuesto a recibirlo en su reino, pues no le dirigió la mirada y mucho menos la palabra, así es que decidió retornar al mundo de los vivos, convertido en un profesional honesto y convencido de que no sería el mismo Emilio Negrón Degollado, el abogado ruin que en la pesadilla se precipitó en las cavernas del infierno, donde vio que los abogados y jueces corruptos, condenados por su propia conciencia, vagaban por túneles de fuego y azufre, como sombras sin destino ni oficio.

Luego ascendió hacia la vida, con los brazos extendidos como alas de pájaro y la mente atrapada por la desesperación de un náufrago que busca ganar la superficie, donde pueda respirar a pulmón lleno y ver el sol navegando en las alturas. De súbito, todavía presa del pánico, lanzó un chillido y despertó de la angustiosa pesadilla, que parecía haberse prolongado toda la noche, hasta que lo despertaron los primeros resplandores del alba.

Emilio Negrón Degollado había retornado a la vida, luego de haber visitado el infierno, para poder hablar al género humano sobre esto y dar testimonio de su experiencia. Contarles que mientras caía a pique en un fondo sin fondo, sentía cómo la vida se le escapaba del cuerpo y cómo sus pensamientos flotaban como globos alrededor de sus ojos. No había remedio que valga para los jueces y abogados corruptos, cuyas sórdidas vidas terminaban en un pozo en llamas, callejones de tormento y catacumbas de tortura, en los que cada tipo de agonía se diferenciaba según el grado de la condena.

En resumidas cuentas, recién comprendió que el infierno formaba parte, junto con el cielo y el purgatorio, de las opciones que nos deparaba la otra vida y que la mayoría de los espíritus que entraban allí, como muchos de sus colegas de cuello blanco, corbata y levita, eran personas que habían cometido delitos de diversa naturaleza y variado calibre.

No cabía duda de que Emilio Negrón Degollado, además de haberse llevado un susto del tamaño de la muerte, aprendió la mejor lección de su vida; por eso la mañana en que despertó de la pesadilla, con una angustia que le oprimía el pecho, decidió dejar de ser abogado del diablo y renunciar a su cargo en el Ministerio de Justicia, para luego dedicarse a trabajar como abogado de oficio, defendiendo las causas de los más pobres y necesitados. De nada le sirvió haber causado irreparables daños entre quienes acudieron a sus servicios, sólo por haberse dejado ganar por el hechizo del maldito dinero, que le sirvió un tiempo para vivir a cuerpo de rey, pero con la conciencia de haber actuado sin fe ni dignidad en todos los procesos a su cargo.

Ah, y si ahora los lectores se preguntan: ¿Y qué pasó con el hombre que prometió matarlo con sus propias manos?

La respuesta es única y concluyente: ésa es otra historia, que se las contaré otro día, con pelos, señales y todo.

jueves, 26 de noviembre de 2015


UN LIBRO DE LECTURA BREVE

Esta pequeña obra, de apenas 114 páginas y 50 microficciones, se deja leer de un tirón, como cualquier libro que quiere ganarle tiempo al tiempo y no restarle su escaso tiempo al lector. Lo que nos presenta Gonzalo Llanos Cárdenas, a diferencia de los cuentos de largo aliento, son narraciones que duran algo más que un suspiro. Ninguna de ellas llena una página y todas están ilustradas por el ingenio de este autor paceño que, desde un principio, nos sorprende un cachito con el intenso flash de sus textos e imagen, que se complementan en perfecta armonía como mellizas tomadas de la mano.

Esta antología de Cuento Feroz, que asusta con su título pero que entretiene con su contenido, no lleva un sello editorial, no al menos en su primera edición de 2011, aunque sabemos que una gran parte de su producción literaria fue publicada por la editorial El Aparapita, propiedad del periodista cultural y bibliógrafo Elías Blanco Mamani, reconocido promotor de la cultura y gran amigo de los amigos.

Para justificar la publicación de esta antología mínima, que reúne los mejores textos de tres libritos anteriores al que tenemos entre manos, el mismo autor explica en la presentación, que lleva el sugestivo título de Había una vez un cuento mínimo, las razones que le impulsaron a juntar sus mejores minicuentos en un solo libro: Escribí lo que se llamaría Cuento Feroz 1, el nombre viene del desafío que tiene cada cuento: sorprender al lector; fue un librito pequeño para cobijar el tamaño preciso de los cuentos. Y así, vinieron los lectores, los fans, los críticos, los sufrimientos, las observaciones y llegamos al Cuento Feroz 2, y luego al Cuento Feroz 3. Se formaron tres libritos que reunían más de un centenar de cuentos, por supuesto no todos buenos.

Los cuentos breves, como los concebidos por Gonzalo Llanos Cárdenas, requieren una economía de lenguaje y la capacidad de sintetizar una historia que, comprimida en su forma y contenido, pueda deslumbrar al lector con la misma fuerza que tiene un pantallazo instantáneo, cuyo principio y final se asemejan a un abrir y cerrar de ojos. El mismo autor, que da la impresión de ser un asiduo lector de los maestros del microcuento, está consciente de que este género literario cumple diversas funciones que son del interés tanto del escritor como del lector. No en vano se afirma en la contratapa: El cuento mínimo por su dinámica interna, audaz y violenta, como se la ha descrito, también es lúdica. El lector no sólo disfruta de una historia contada, además, imagina otras posibilidades que el cuento le sugiere. Es obra abierta. Es un texto que divierte y exige una respuesta creativa del lector, lugar donde radica su carisma.

Ya se ha dicho que los cuentos hiperbreves, más que ser un subgénero del cuento, manejan sus propios recursos y técnicas concernientes al arte narrativo que, en este específico caso, lo convierten en una suerte de microcosmos, con autonomía y luz propia, dentro de la constelación de la literatura universal; un género literario que no es nada moderno sino tan antiguo como la narración oral, y que, a lo largo de los siglos y en todas las culturas, se han tenido a innumerables cultores cuyo principal afán consistía en concentrar una historia, ya sea real o ficticia, en pocas palabras y en pocos minutos.

Los 50 textos que conforman esta mínima antología de Gonzalo Llanos Cárdenas, quien puso todo su empeño incluso en el cuidado de la edición del libro, no tienen otro propósito que entretenernos, al mejor estilo de los buenos creadores de este género literario, con los meteóricos chispazos de su fantasía y su verbo.

En la mayoría de las narraciones, que abordan temas inherentes a la condición humana y sus asuntos, los personajes aparecen retratados en situaciones adversas y diversas, donde las tristezas y alegrías se amalgaman con las ilusiones y esperanzas, como en un caleidoscopio que permite apreciar una infinidad de figuras que se yuxtaponen con sus más variados matices.

La zoología no podía estar ausente en este pequeño libro, por eso en algunos de los cuentos, a contraparte de las fábulas de Esopo o Samaniego, los animales, sin dictaminar sentencias ni enseñar moralejas, demuestran, a través de sus dichos y acciones, su naturaleza hecha de astucia y picardía, y con rasgos similares a la de los humanos.
 
En otros, revelándonos su carácter dado a la juerga y el humor, el autor juega con el doble sentido de las expresiones y con una ácida ironía, que afloran de manera natural, quizás con la intención de provocar una sonrisa espontánea entre los lectores. En El papito rey, por ejemplo, se narra: Todos los días, desde hace tres años, el padre y la madre se ponían juntos para mirar almorzar a su pequeño hijo. Esperando cualquier demanda, cualquier orden, cualquier rechazo. Pensaban que no debería sufrir de ninguna carencia como ellos sufrieron. Hasta que una mañana, el hijo feliz pidió a su madre que cerrara los ojos y el niño se orinó en la cara de la madre. Sorprendida la pareja recordó que ellos siempre fueron muy respetuosos con sus padres. Tomaron al niño y lo ahogaron.

Los microcuentos de este autor, que demuestra un diestro manejo del lenguaje coloquial y un obsesivo interés por comprimir las historias, son un buen ejemplo de que, a veces, todo lo bueno viene en formato pequeño, como si quisiera recordarnos que en el mundo de Liliput existían también seres que pensaban y sentían con alma de gigantes. Esto es lo que se aprecia en esta pequeña obra que, a pesar de su tamaño, es un libro hecho y derecho. 

Noticias del autor

Gonzalo Llanos Cárdenas, más conocido por el seudónimo de Golla, nació en La Paz, en 1964. Egresado de la Academia de Bellas Artes Hernando Siles. Cursó estudios de comunicación social en la Universidad Mayor de San Andrés. Como artista realizó varias exposiciones individuales. Fue ilustrador del semanario La Época. Profesor del Centro de Formación Técnica de Aldeas Infantiles SOS en Mallasa (2004-2005). Fue parte del Taller de Cuentos Correveidile. Dirigió el grupo de lectura de cuentos Los Chavelos. Es autor de cuatro libros de cuentos breves publicados como una suerte de serie bajo el título común de Cuento Feroz (2001-2011) y Circo de perros calientes (2014), con hermosas ilustraciones creadas por el mismo autor.