viernes, 24 de julio de 2015

A 50 años del asesinato de César Lora, caudillo y mártir obrero

CON OLOR A COPAJIRA

Junto a un puñado de tierra que traje desde Bolivia, me traje también tu fotografía, que pasó de manos del dirigente minero Cirilo Jiménez a manos de mi madre, y de ella a las mías. Desde entonces no he dejado de mirarte todos los días, pues te tengo en el sitio preferido de mi escritorio. Tú me acompañas en las largas horas de encierro y eres el primero en leer todo cuanto escribo; más todavía, tu imagen me persigue desde la infancia, desde cuando vivía en Siglo XX, donde el sol caía a plomo y los ventarrones hacían volar los techos por los aires. Quizá por eso, mientras escribo estas líneas, siento el olor a “copajira”.

En esta fotografía, captada en la gerencia de la Empresa Minera Catavi, llevas orgulloso tu vestimenta de minero: overol con tiradores y bolsillos amplios a la altura del pecho, camisa de bayeta percudida por el sudor y el polvo, chaqueta gris manchada por las grasas de la perforadora y un guardatojo salpicado por las gotas de sílice.

Tu imagen, que desprende una aureola de caudillo, parece esculpida en mole de granito, donde los rasgos de tu rostro se muestran en detalle. Me impresiona la vivacidad de tus ojos sesgados, cuya mirada penetrante está clavada en algún punto fijo del entorno, en tanto tus labios entreabiertos, que parecen decir algo, dejan entrever unos dientes apretados y menudos; la sombra de tus bigotes es negra como el arco de tus cejas, y tu mandíbula firme se ensancha allí donde aparece el naciente de tu cuello, más abajo de la patilla de tu abundante pelo rebelde, casi hirsuto, que escapa por debajo del guardatojo.

Tenías una aguda inteligencia y el don de la palabra, pues en las reuniones y asambleas se hacía un repentino silencio apenas se alzaba tu figura y se escuchaba tu voz, dispuesta a manifestar las preocupaciones de la conciencia, en momentos en que hablar era un peligro y cuando los conflictos laborales eran ya una llama encendida; eras de mediana estatura, pero tu fortaleza física la forjaste desde niño, desde cuando te hiciste amo de las montañas y los riscos de Phanacachi -la vieja propiedad agrícola de tu padre-, donde te dedicabas a criar jilgueros y a cuidar el ganado, mientras gozabas con las lecturas de Don Quijote; unas veces sentado en la rama del árbol y otras tendido en las márgenes del río. Tenías la agilidad de felino y la velocidad de venado; cogías al zorro despavorido en plena carrera, domabas al potro más salvaje o volteabas al toro por las astas, con la misma fuerza y facilidad con que atrapabas a un chivo, lanzándole a las patas dos boleadoras de piedra atadas por una cuerda.

Desde niño compartiste la mesa y la cama con los pongos de tu padre, quien jamás puso en duda tu amor desmedido por los humildes. Poseías un corazón noble, una bondad sin límites y una modestia que, entre los tuyos, se trocaba en generosidad y entrega. Regalabas tu ropa entre quienes la necesitaban y distribuías tu dinero entre quienes te lo pedían. Como bien dijo tu hermano mayor: Mostrabas un total desinterés por el dinero y las comodidades materiales. Vivías como un monje y dabas la impresión de haber nacido para ser un apóstol.

Tu deseo de justicia, que clamaba con energía volcánica desde tu interior, te enfrentó a las fuerzas del orden y al autoritarismo castrense. Mas el desacato a la autoridad y la constante fricción con tus superiores te costó muy caro, pues el comando del regimiento te envió castigado a la inhóspita región de Curahuara de Carangas, donde te amotinaste junto a los soldados más belicosos contra la jerarquía castrense. Luego vinieron las torturas en los calabozos. Fuiste sometido a un Consejo de Guerra y condenado a dos años de prisión, sin más consuelo que una payasa de paja brava y un plato de comida.

Cuando ingresaste a trabajar en el interior de la mina, entre penumbra y roca dura, eras el único minero capaz de trepar los piques llevando al hombro una perforadora y el único que se atrevía a cruzar los buzones de un brinco. En el trabajo demostrabas una voluntad de hierro y en el combate un coraje indomable, actitud que te permitía descollar como líder nato, a la cabeza de un piquete de obreros armados con fusiles y cachorros de dinamita.


En los días en que el frío y el viento eran recios, y en las tardes en que el ocaso se escondía detrás de los cerros para dar paso a la noche desangrándose en estrellas, te refugiabas en el paraje del Tío. Aunque tus dichos y hechos estaban en armonía con los principios del materialismo, te sentabas junto a él, bebías sorbos de aguardiente y mascabas hojas de coca, no tanto por hacer más leve el cansancio ni tener la mente proclive a las supersticiones, sino tan sólo para compartir las creencias de tus compañeros de ascendencia indígena, quienes, intuitivamente, supieron advertir tu inteligencia y revelar los sentimientos más profundos que escondías en el alma.

Poco después de la contrarrevolución protagonizada por René Barrientos Ortuño, en noviembre de 1964, tu vida cambió de rumbo; abandonaste la mina tras la persecución desatada por el gobierno contra sus opositores y encontraste refugio en un pequeño caserío del norte de Potosí, donde te aguardaban ya tus asesinos, prestos a cumplir las órdenes emanadas por la Junta Militar y la CIA.

Isaac Camacho, el fiel compañero y testigo ocular del acto, nos ha dejado el vivo testimonio del día y la hora en que fuiste victimado: El 29 de julio de 1965 te encontrabas en las proximidades de Sacana, que está a tres leguas de San Pedro de Buena Vista. Cuando llegaste a la confluencia de los ríos Toracarí y Ventilla, chocaste con un piquete de civiles que estaba al mando de Próspero Rojas, Eduardo Mendoza y otro a quien llamaban Osio. Enrique Moreno, que te alquiló la mula, se encargó de delatarte. Una vez apresado, estabas siendo conducido hacia San Pedro, pero en el camino, a pocos metros del mencionado cruce de ríos, comenzaron a golpearte y, de súbito, se escuchó un tiro de revólver. Fue entonces cuando caíste de bruces, la sangre estalló en tu cabeza y tu corazón dejó de latir. El disparo, seco y certero, te mató en el acto.

Cuando los asesinos se marcharon por el mismo camino por donde habían llegado, Isaac Camacho, postrado de rodillas y sosteniéndote en los brazos, constató que el proyectil te penetró por la ceja derecha y te salió por la parte posterior del cráneo. Te mataron a los escasos 38 años de edad, que lo mismo podían haber sido 60 ó 90, puesto que tú vivías contra el reloj y enfrentado a tu propio destino.

Tus restos fueron trasladados a Siglo XX y velados en la sede del sindicato, donde la gente más humilde desfiló al pie de tu ataúd. Los campesinos, de rostros adustos y enfundados en ponchos negros, acudieron en caravanas desde sus lejanas comunidades para darte sepultura; en tanto los mineros, con la mirada de furia y el puño en alto, montaron guardia noche y día, hasta que llegó la hora en que tu ataúd, levantado en vilo sobre el hombro de los mineros más jóvenes, empezó a recorrer por las calles, abriéndose paso entre la muchedumbre que asistió a tus funerales.

En la Plaza de Llallagua y en la puerta del cementerio se concentró una multitud en estado de furia y se alzaron ovaciones más rotundas que imaginarte puedas. Los mineros y campesinos, a quienes les dedicaste tu lucha y tu vida, te rindieron un justo homenaje y se despidieron con discursos que prometían vengar tu muerte; de los corazones brotaron lágrimas de tristeza y de los labios palabras de mucha pesadumbre.

sábado, 18 de julio de 2015


LOS NIÑOS DE LA GUERRA

Desde que el mundo es mundo, desde la noche de los tiempos, se han producido enfrentamientos entre hombres y en los diferentes puntos del planeta. Y, aunque todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, las guerras han asolado pueblos enteros, han reducido las ciudades a escombros y han traumatizado a los niños, cuyos gobernantes, en lugar de pensar en alimentos, piensan en armamentos, y en lugar de pensar en educación, piensan en mercenarios entrenados para la guerra.

Los niños no sólo mueren a causa del hambre, sino también a causa de los conflictos bélicos. La guerra perturba la economía y el desarrollo social del país afectado, interrumpiendo el desarrollo y el progreso, contribuyendo a la pobreza, el desempleo y la inflación; destruye los recursos naturales y humanos, aumenta la desesperanza y reduce la iniciativa creadora.

El niño debe, en todas las circunstancias, figurar entre los primeros que reciben protección y socorro, reza el Principio VIII de la Declaración de las Naciones Unidas en torno a los Derechos del Niño. No obstante, son innumerables los que jamás reciben protección alguna en los tiempos de guerra y se cuentan por miles los menores que son sometidos a un programa de adoctrinamiento y entrenamiento militar. Y aunque no todos sean obligados a marchar al frente, la guerra altera la vida y armonía de los niños. En las zonas en conflicto, los niños que no son víctimas de las explosiones de minas o bombas, lo son de la muerte de sus padres o apoderados, de la pérdida de su hogar o la escasez de alimentos.

El niño debe ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación, afirma el Principio IX de la misma Declaración, pero son millones las víctimas del crimen y el genocidio. El niño debe ser protegido contra las prácticas que puedan fomentar la discriminación religiosa o de cualquier otra índole. Debe ser educado en un espíritu de comprensión, tolerancia, amistad entre los pueblos, paz y fraternidad universal, manifiesta otro de los Principios de la Declaración de los Derechos del Niño; cuando, en realidad, existen naciones enfrentadas entre sí, cuando hay millones de niños afectados por el síndrome de la guerra y la mayoría de ellos son entrenados como soldados para luego ser lanzados a una carnicería humana.

En el conflicto bélico entre Irán e Irak, que se inició a finales de los años ‘80, los niños atacaban al enemigo con el Corán en la mano y una llave de hierro para abrir las puertas del paraíso, donde los aguardaba el profeta Mohamed. La guerra arrojó 95.000 niños muertos y otros tantos heridos. En este mismo lugar, donde hace siglos comenzaron las aventuras de Simbad, el marino, los bombardeos de los Aliados, durante la llamada Guerra del Golfo, arrasaron a todo un pueblo, cuya población quedó entre la zozobra y la desgracia.

La guerra declarada por los Estados Unidos y sus aliados contra Irak no sólo demostró ser la más perfecta de toda la historia, desde el punto de vista estratégico y militar, sino que quedaron miles de niños afectados por las armas químicas y biológicas. En Bagdad y sus alrededores, según cifras oficiales del Ministerio de Salud Iraquí, murieron 68.000 personas que ellos califican como víctimas directas del embargo económico dictado por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de las cuales 20.000 eran niños fallecidos, en su mayoría de disenterías, y 48.000 adultos que sufrían de dolencias como diabetes, distintos tipos de cáncer y afecciones cardíacas. Una de las causas fue la contaminación ecológica derivada de los bombardeos, que causaron escapes emanados de las plantas de fabricación de armas químicas y biológicas.

Mientras los niños en Occidente juegan a la guerra, sin haber experimentado el síndrome en carne propia, los niños del Medio Oriente no pueden jugar en las calles por el temor a que una mina los deje inválidos de por vida. Solamente en Camboya, el antiguo paraíso del sureste asiático, los bombardeos norteamericanos y la guerra civil dejaron una saldo de más de 1 millón de muertos y 25.000 hombres, mujeres y niños ciegos, sin brazos ni piernas, que vagan por las calles convertidas en ruinas. En esta nación de campesinos, pescadores y mutilados, donde los talleres de prótesis artesanales no dan abasto, construyendo piernas de madera o rudimentarias sillas de ruedas, miles de niños inválidos viven como marginados sociales, luego de haber sido usados como carne de cañón en la guerra.

En cualquier prisión del llamado Tercer Mundo es posible encontrar a prisioneros jóvenes, en medio de un murmullo en el que se oye el quejido de los heridos y los sollozos de los niños. Muchos de ellos no saben leer ni escribir, pero saben manipular un fusil automático o una granada de mano. Desconocen las razones de una guerra fratricida, pero conocen los métodos más sofisticados para matar de manera rápida y efectiva.

La convención de los Derechos del Niño, en varios países, es un contrasentido, porque existen más soldados que médicos y profesores juntos, porque se invierten millones de dólares en objetivos militares, porque un soldado entrenado para la guerra y la represión cuesta más que la manutención de cincuenta alumnos, porque un solo submarino cuesta igual que todos los gastos que provocan al año los nacimientos de niños en Europa y, sobre todo, porque estos niños no tendrán en su vida otra experiencia que el de la guerra, puesto que la guerra, aparte de tener consecuencias funestas, es mercado de héroes y escenario de grandes matanzas.

El Unicef, que destina anualmente gran parte de su presupuesto a la ayuda de los niños afectados por la guerra, hace constar que los conflictos armados son cada día más mortales para los civiles. En la Primera Guerra Mundial, los niños constituyeron el 5% de las víctimas y los militares el 95%. Desde entonces, en los mayores conflictos que estallaron en el mundo, las víctimas principales fueron los menores. Sólo en el curso de los últimos diez años se multiplicaron los niños muertos, heridos y lisiados por los bombardeos de las poblaciones civiles.

En los Estados Unidos, concluida la guerra del Vietnam, los soldados, capaces de cometer cualquier tipo de crimen, fueron proclamados héroes nacionales, mientras la prensa mundial publicaba la fotografía histórica de una niña vietnamita que, envuelta en llamas, huía del bombardeo de su aldea incendiada con Napalm. Como esta niña son millones los que comparten las tragedias de una guerra; unos porque sufren las consecuencias de manera directa y, otros, porque participan directamente en ella.

La violación forma parte de la violencia militarizada. Durante la Segunda Guerra Mundial, las adolescentes judías fueron obligadas a trabajar en los burdeles nazis, soportaron los abusos más deshonestos e inconcebibles, y quienes no acataban las órdenes impartidas por sus verdugos, acababan con el cuerpo fundido a tiros. El Diario de Anna Frank es un alto ejemplo en la literatura juvenil, puesto que la misma adolescente judía es quien narra sus angustias y esperanzas en medio del holocausto, hasta el día en que es conducida, entre ruinas y cadáveres, a un campo de concentración nazi.

Durante la guerra del Vietnam, los soldados norteamericanos, embrutecidos por el alcohol y la droga,  violaron a las prisioneras vietnamitas y dejaron hijos bastardos en los burdeles de Saigón. En la ex Yugoslavia, desde que estalló la guerra de limpieza étnica, en 1992, las mujeres y adolescentes han sido violadas hasta el límite del pánico por los soldados serbios, quienes utilizaron la vejación física como un instrumento estratégico contra las poblaciones musulmanas.

La organización de mujeres violadas de Bosnia-Herzegovina aseguraba que es inevitable que algunas madres abandonen a sus hijos tras el parto, porque fueron violadas entre 20 y 30 veces, y porque no aceptan el fruto concebido en medio de la brutalidad y el desprecio. La tragedia de los niños huérfanos y abandonados por sus madres alcanzan enormes proporciones. Son las víctimas infantiles de la limpieza étnica, los apátridas y extranjeros en todas partes. Son niños que no tienen padres ni apellidos, pero son productos de una guerra fratricida que ha cobrado miles de muertos y millones de refugiados, que huyeron de sus ciudades convertidas en escombros.

Según datos registrados por el Unicef, en julio de 1995, habían alrededor de 20.000 niños muertos en la guerra de Bosnia-Herzegovina y una cantidad indefinida de niños traumatizados, que necesitaban un tratamiento psicológico de urgencia. Los niños conformaban el 60% de la población de los campamentos de refugiados, donde sobrevivían atrapados en una de las tragedias más conmovedoras de la última década del siglo XX. 

jueves, 9 de julio de 2015


FUEGO Y SANGRE EN SAN JUAN 

Entre los acontecimientos históricos que han sacudido a la nación boliviana, tanto por su dramatismo como por su impunidad, está la masacre de San Juan, acaecida en las poblaciones mineras del norte de Potosí, la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando el régimen militar de René Barrientos Ortuño, asesorado por los mercenarios de la CIA., perpetró un crimen de lesa humanidad amparado por la Ley de Seguridad Nacional, en un intento por evitar el estallido de un movimiento insurreccional entre los mineros de Llallagua, Siglo XX y Catavi, donde se tenía previsto realizar un ampliado minero para plantear al gobierno sus demandas salariales y, al mismo tiempo, lanzar un pronunciamiento de apoyo al foco guerrillero del Che Guevara, que se venía desarrollando en el sudeste del país, aislado de los movimientos populares del campo y las ciudades.

Desde la madrugada de aquel fatídico día, en que la fogata de San Juan comenzó siendo una fiesta y terminó siendo una masacre, han trascurrido casi cinco décadas. Y, aunque los hechos quedaron en la absoluta impunidad, el pueblo no ha olvidado a sus muertos ni heridos, ni a las familias que fueron desalojadas de los campamentos tras la masacre ni a las emisoras intervenidas por las tropas militares.

Todos estos episodios, que forman parte de la memoria histórica de los mineros bolivianos, aparecen relatados en la novela breve San Juan rojo, de Grover Cabrera García, cuya primera edición salió a luz a mediados de 2014. La novela, dividida en 15 capítulos y un epílogo, y cada capítulo precedido por un poema de contenido revolucionario, se inicia en vísperas de la fiesta de San Juan y en el seno de una familia minera, que está enterada de las medidas antidemocráticas y antipopulares lanzadas por el régimen militar de René Barrientos Ortuño y de las luchas libertarias enarboladas por los guerrilleros en las montañas de Ñancahuazú.

Lo interesante de San Juan rojo, aparte de la temática tratada con un lenguaje que recrea el habla popular, radica en las intuiciones y observaciones de su protagonista principal; un niño de nueve años de edad, quien, a poco de quedar huérfano, pasó a vivir en casa de sus tíos y abuelos. Panchito es el niño que nos conduce, paso a paso, a través de los acontecimientos de la masacre de San Juan, que en su debido momento conmovió a todo un país que quedó en estado de llanto y dolor.

La novela breve de Grover Cabrera García, quien tenía nueve años de edad como su protagonista en 1967, es un testimonio válido no sólo porque llena un vacío en el ámbito de la literatura minera, sino también porque es un texto literario que permitirá a las nuevas generaciones acercarse a una de las tragedias mineras a través de una historia novelada, donde los hechos y personajes se reflejan con un acertado realismo, desde la perspectiva de un niño que contempla el panorama desolador de una población en la cual, al rescoldo de las menguantes fogatas de la noche de San Juan, el tableteo de las ametralladoras y los tiros de fusil se confunden con el estallido de los cachorros de dinamita y los cohetillos.

San Juan rojo es la primera novela que aborda el tema de la masacre minera de 1967 y la más reciente propuesta de un autor oriundo de Llallagua, quien se atrevió a manejar los testimonios personales y colectivos en un género literario que requiere destreza en el manejo del lenguaje, la adecuada caracterización de los protagonistas y, sobre todo, el dominio de las técnicas propias del arte narrativo, que son los instrumentos fundamentales en el proceso de estructuración de una obra que pretende ser innovadora, sin dejar de ser costumbrista tanto en la forma como en el contenido.

Cabe destacar que esta breve novela, que hoy se encuentra en busca de sus lectores, es un aporte oportuno en el campo dedicado al rescate de la memoria histórica de los mineros bolivianos, una obra que destaca entre los ensayos y libros de testimonios que se publicaron hasta la fecha, como San Juan a Sangre y Fuego, de Carlos Soria Galvarro, José Pimentel y Eduardo García; Una mina de coraje, de José López Vigil; Mineros bolivianos (hombres y ambiente), de Gregorio Iriarte; Si me permiten hablar. Testimonio de Domitila Chungara, de Moema Viezzer; El baño de sangre de San Juan, de Guillermo Lora; Semblanzas, de Filemón Escóbar; y Crónicas mineras, de Víctor Montoya, entre otros.

Cabe recordar que los sucesos de la masacre de San Juan, además de contar con otros testimonios que circularon desde hace años en forma de folletos y artículos de prensa, han inspirado la obra de varios artistas plásticos como Miguel Alandia Pantoja, los versos de destacados poetas como Jorge Calvimontes y Calvimontes, y y las letras de algunos cantantes como Nilo Soruco, quien compuso la emblemática canción La noche de San Juan, dedicado al dirigente obrero Rosendo García Maisman, quien fue uno de los mártires que cayó, fusil en mano, defendiendo la Radio La Voz del Minero, la madrugada en que se ejecutó la masacre de San Juan.

La novela breve de Grover Cabrera García es un regio ejemplo de que, a veces, la realidad supera a la fantasía, habida cuenta de que se trata de un episodio histórico, con principio, nudo y desenlace, que desde 1967 buscaba a un autor capaz de convertirlo en una obra literaria, a partir del acopio de un material rico en matices lexicales y relatos diversos, que abundan en la oralidad y en el recuerdo de los sobrevivientes de aquella tragedia minera que, a pesar de no estar registrada en las páginas de la historia oficial, es una espina clavada en el pescuezo de quienes se mancharon las manos con sangre obrera.

El libro, en formato de bolsillo y de 126 páginas, incluye al final un glosario de palabras quechuas y términos propios de la jerga minera; y, a modo de información para los lectores más jóvenes, una cronología de antecedentes históricos que se suscitaron antes y durante la masacre de San Juan. Así, la cronología arranca con la destitución de su cargo del vicepresidente Ñuflo Chávez Ortiz, el 20 de junio de 1957, y culmina con el horrendo asesinato de hombres, mujeres y niños en la población civil de Llallagua y los campamentos mineros de Siglo XX, la madrugada del 24 de junio 1967. 

miércoles, 1 de julio de 2015


APOLOGÍA DE LOS MINEROS

Estos hombres, encargados de excavar minas para extraer el metal del diablo desde las mismísimas entrañas de la Pachamama, son los forjadores de un país que desde hace siglos fue productor de materias primas, de esas materias primas que alimentaron a las monarquías europeas durante la colonia y que, durante la malograda república, hicieron de los barones del estaño señores de corbata y levita, mientras ellos dejaban sus pulmones reventados por la silicosis en los inhóspitos socavones.

Los mineros son los arquitectos de un mundo subterráneo, donde reina el Tío de la mina, guardián de las riquezas minerales, pero también de las herramientas usadas para taladrar la roca en las galerías apuntaladas con soportes de callapos para impedir los derrumbes. No cabe duda de que el metal del diablo, en su estado más puro y salvaje, es un tesoro brillante y negro como el azabache, un tesoro que enriqueció a unos pocos y llenó la olla de las familias humildes, acostumbradas a cocinar sus penas y desgracias a fuego lento pero constante.

Contemplar el bostezo de una bocamina en la ladera de un cerro es lo mismo que enfrentarse a un monstruo dormido a plena luz del día. En su interior, donde no asoman los rayos del sol ni se respira el aire puro, el trabajo del minero es duro y riesgoso; rompe la oscuridad casi impenetrable con la lámpara enganchada al guardatojo y evita las partículas de polvo con el pulmosan. En algunos casos, aparte del esfuerzo físico que emplea para abrir los rajos entre penumbra y roca dura, trabaja en posturas forzadas y, como atrapado en una ratonera, recorre largas distancias, inclinado o de rodillas, para alcanzar los filones que, por los caprichos geológicos de la naturaleza, parecen reptiles enraizados en la corteza terrestre.

El minero nunca está libre de los tojos ni derrumbes que pueden provocarle la muerte por aplastamiento. La muerte no se produce por el castigo del Tío, como se imaginan los supersticiosos del mundo andino, sino por la falta de seguridad industrial; más todavía, si el minero no pierde la vida en un accidente de trabajo, la pierde en vómitos de sangre provocados por la silicosis, ese maldito mal de mina causado por la inhalación prolongada de partículas de sílice, gases tóxicos y compuestos químicos, que dificultan la respiración y hacen estallar los pulmones como tocados por una explosión de dinamitas.

No es raro suponer que los mineros, a fuerza de combos, palas y picos, revientan la roca en busca de los filones que les permita ganarse el sustento de cada día. Trabajaban como topos humanos, acostumbrados a la oscuridad y el silencio, y desafiando los peligros a cada instante, mientras el bolo de coca pierde su sabor en la boca y los músculos se les aflojan como si en sus hombros descansara todo el peso de la montaña.

Apenas empiezan la jornada en el tope del rajo, armados con taladros y cartuchos de dinamita, el sudor les corre por la espalda cual gruesos hilos de copajira; pero ellos, convencidos de que la mina es devoradora de vidas y sepultura de los pobres, se retiran a akullicar en el paraje del Tío, donde, sentados frente a frente, se comunican más con miradas que con palabras, como si quisieran decirse que los sueños de un mañana mejor no están perdidos, que todavía quedan las esperanzas de que un buen día se hará la luz entre las tinieblas de sus vidas.

Al volver a sus hogares, al seno de sus padres, esposas, hijos y hermanos, las esperanzas son más clarividentes, porque constatan que no están solos, que sus familiares y compañeros constituyen los pilares fundamentales de su ideología revolucionaria, la misma que se proyecta con precisión política en el programa del partido y en la tesis del sindicato. Por eso cuando están en asambleas, ampliados y congresos, asumen el compromiso de seguir luchando por conquistar sus reivindicaciones más elementales, conscientes de que la justicia social no puede ser, ni debe ser, un proceso fugaz, sino el principal objetivo para dignificar a los indignados y construir una sociedad más equitativa y humanista que la ofrecida por el sistema capitalista, un sistema que aprovecharon los magnates mineros para explotar despiadadamente y rifar las riquezas naturales al mejor postor.

A estas alturas de la historia se sabe que la industria minera es -y fue durante más de un siglo- el corazón palpitante de un pueblo, que hizo posible el desarrollo económico, social, político y cultural, aunque los verdaderos artífices de esta hazaña -los mineros y las palliris- se murieron y se mueren en el anonimato como almas condenadas al olvido.


De amas de casa a armas de casa

Las palliris, que cambiaron las polleras y vestidos por los pantalones, trabajan rescatando los residuos de mineral incrustados como chispas en las rocas que, debido a su impureza, fueron desechadas y acumuladas en las zonas aledañas a los campamentos y cerca de las bocaminas.

Su única compañía es su merienda, una botella de té y la bolsita de plástico con la mágica hoja de coca, tan sagrada para ellas como las bendiciones de la Virgen del Socavón, que les mitiga el dolor del alma, el cansancio, el hambre y las enfermedades.

Trabajan a sol y sombra, en medio de un paisaje frío y yermo, soportando los vientos y las lluvias, con las esperanzas de rescatar el metal del diablo entre los restos de los restos que, a veces, se les esconde debajo de los pies como por arte de magia, sin lograr rescatar un solo puñado de mineral durante la jornada, que es de diez horas al día y seis días a la semana.

Sus ajadas manos, como sus dedos ennegrecidos por la suciedad y el polvo, son la prueba de que el trabajo que realizan no es de humanos y mucho menos de mujeres, pero como ellas no usan cremas para manos ni se pintan las uñas con esmalte, siguen separando, a fuerza de pulmón y martillo, lo puro de lo impuro de las rocas extraídas del interior de la mina.

Las palliris han trabajado desde siempre en condiciones infrahumanas y a la intemperie, sin tecnología ni maquinaría, arriesgando el pellejo a cambio de migajas. Palliris existían en el Cerro Rico de Potosí en la época de la colonia, cuando los dueños de los yacimientos de plata necesitaban la mano de obra de las mujeres de los yanaconas, que debían fundir la plata y trabajar en las canchaminas, picando los trozos de roca para rescatar los restos del preciado metal.

En la Era del estaño, la labor de la palliri ha contribuido al aumento de la producción minera sin contar con tecnología ni maquinaria. Las mujeres mineras, con el respaldo de las amas de casa, se han organizado en una Asociación de Mujeres Palliris para defenderse del acoso de propios y extraños, para mejorar su condición de trabajo, para reclamar que se les conceda el mismo salario y los mismos derechos que a sus compañeros.

Son madres solteras, novias, viudas o hijas de mineros, que no se rinden ante los avatares de la vida ni la miseria que azota sus hogares. Cumplen con su rol de amas de casa y, a su vez, con su rol de palliris, ya que cargan la responsabilidad de mantener a una familia. Son mujeres ejemplares por su infatigable labor en el hogar y su gran coraje en la lucha; en otras palabras, más que amas de casa, son admirables armas de casa.

Después de la relocalización, en 1985, son innumerables las mujeres que, empujadas por la necesidad y la desesperación, ingresaron a trabajar en interior mina. Y, aunque muchas veces realizan el mismo trabajo que sus compañeros, ocupan el último lugar en la jerarquía de la cuadrilla y su salario es inferior por el simple hecho de ser mujeres. Algunas veces, como por castigo del Tío, son relegadas a cumplir labores más simples y marginales, como ser guardianes de las bocaminas para evitar el acceso de desconocidos a los rajos donde depositan las cargas de mineral.

Las mujeres que trabajan en interior mina usan medias de lana no sólo para calentarse, sino también para aliviar los dolores causados por el reumatismo o la artritis; dolorosas enfermedades que les trepa por los huesos de los pies de tanto chapotear en las aguas de copajira. Se calzan viejas botas de caucho, ajustan el pantalón debajo de las polleras, cubren sus hombros con una manta y atan sus trenzas dentro del guardatojo y, poco antes de despuntar el alba, se marchan rumbo a la mina, donde murió su marido, como antes murió su padre y su abuelo.

Esta triste realidad se repite en varias familias, donde todos saben que la hija de un minero se casa con otro minero, y cuando éstos tienen hijos, se sabe también que ellos serán mineros como su padre y como el padre de sus padres, y que probablemente morirán jóvenes, escupiendo sus pulmones después de haber entregado sus vidas a cambio del desprecio y el olvido.

Antes estaba prohibido el ingreso de las mujeres a los socavones, debido a la superstición de que la menstruación y los sollozos hacían desaparecer las vetas. Los mitos cuentan que una mujer que ingresaba a la mina era seducida por el Tío, provocando así los celos y la ira de la Pachamama. Ahora su presencia no es sinónimo de mala suerte y las supersticiones han cedido a la necesidad de ganarse la vida arañando la montaña para dar de comer a sus hijos, quienes la aguardan sentados o durmiendo en un rincón de su humilde hogar, donde, a falta de un padre, abrigan las ilusiones de que algún día cambiarán el destino de sus vidas.

Ésta es la vida de miles de mujeres que, expuesta a los peligros de la montaña y machucándose los dedos a combazo limpio, se enfrentan a un trabajo rudo y duro que las enferma, envejece y mata antes de cumplir los cincuenta años de edad.


El coraje de lucha y resistencia

La dramática historia de las minas y los mineros está escrita con sangre, pero no sólo con la sangre vertida en las galerías, sino también con la sangre derramada en los campos de combate y en las masacres perpetradas por las oligarquías, los gobiernos dictatoriales y neoliberales. Así es como la historia del movimiento obrero boliviano, que recoge el enorme caudal de la memoria colectiva, registra en sus páginas la masacre de Uncía (mayo, 1923); la masacre de la pampa María Barzola (diciembre, 1942); la masacre de Potosí (enero, 1947); la masacre de Siglo XX (mayo, 1949); la masacre de Huanuni (enero, 1960); la masacre de Milluni (mayo, 1965); la masacre de San Juan (junio, 1967); la masacre de Caracoles y Viloco (agosto, 1980); sólo para citar las más trascendentales y las que mejor se conservan en la memoria de los vencidos.

Muchos han sido los mártires que, a pesar de haber ofrendado sus vidas a la causa de los oprimidos, fueron ninguneados por la historia oficial. No obstante, así sus nombres y apellidos no figuren en las páginas de los libros, sabemos que a ellos les debemos la democracia actual y los procesos de cambio que se experimentan en el país, lejos de las dictaduras militares, los consorcios imperialistas y los gobiernos neoliberales que, una y otra vez, vulneraron los Derechos Humanos y los principios democráticos, amparados en la ley de la impunidad impuesta por los dueños del poder, quienes también se creían dueños de las riquezas naturales.

Después del Decreto 21060, promulgado por el gobierno de Víctor Paz Estenssoro en agosto de 1985, los mineros, echados de sus fuentes de trabajo, se vieron obligados a deambular por las ciudades en su condición de relocalizados; es decir, el mismo líder de la revolución nacionalista, que luchó contra la rosca minero-feudal y nacionalizó las minas, se ocupó de cerrarlas con el pretexto de la baja en los precios de la cotización del estaño en el mercado internacional y debido a que el ciclo de la minería había llegado a su punto final, como si los yacimientos de minerales se hubiesen esfumado por mandato divino o por la maldición del Tío, que es el único ser mitológico que habita en los tenebrosos socavones, sin alejarse de su trono ni salir a la luz del día.

Los campamentos fueron desmantelados, las familias retornaron a sus comunidades campesinas, pero muchos de los viejos mineros, que conocían los secretos de la montaña como geólogos empíricos y no sabían hacer otra cosa que explotar minerales, permanecieron en los centros mineros, formaron cooperativas y volvieron a meterse en las galerías abandonadas para extraer el metal del diablo en condiciones lamentables, sin contar con las garantías técnicas de parte del Estado y sin ningún tipo de seguridad laboral ni beneficios sociales.

Los mineros relocalizados de varios distritos, avanzando contra las ráfagas del viento y batiendo el polvo del camino, invadieron innumerables veces las calles de La Paz, entonando himnos de lucha, mientras atronaban cachorros de dinamita en medio de una selva de banderas rojas y pancartas de protesta.

–¡Vivan los mineros, carajo! –gritaban unos, enseñando el bolo de coca en la abombada mejilla.

–¡Vivan! –replicaban otros, con la mano izquierda empuñada y el guardatojo en alto.

Se concentraban en la Plaza San Francisco, delante de la Catedral, donde improvisaban carpas con lo que tenían a mano. Decían que llegaban a la sede de gobierno para protestar contra el decreto 21060 y para reclamar mayor atención de parte de las autoridades. No era para menos, las cooperativas mineras, que funcionaban sin dirección técnica ni seguridad laboral, continuaban explotando los yacimientos de estaño a plan de combo y barreno. Trabajaban a la que te criaste, con unos puñados de coca para burlar el cansancio, media botella de alcohol para olvidar las penas y algo de q’oqawi para llenar el estómago acuchillado por el hambre.

En una de esas marchas, un antiguo minero, que hacía tiempo no bebía alcohol por temor a despertar los viejos recuerdos que se escondían en los tercos rincones de su memoria, se dejó vencer por la emoción de sus compañeros y volvió a sorber un trago amargo del gollete de la botella. Luego lanzó un suspiro y dijo:

–el gobierno no escucha nuestras demandas. Se ríe de nosotros y no mueve un dedo por mejorar nuestras condiciones de vida. Si sobrevivimos es porque el Tío nos protege en las buenas y en las malas. Nuestras mujeres y guaguas están pasando hambre y nosotros trabajamos como en los tiempos de la colonia. Así, una vez acumulado el mineral en los rajos, y a falta de carros metaleros que transporten la carga hacia el exterior de la mina, tenemos que sacar nosotros en la espalda como los q’epiris en las bolsas o los aguayos que antes usaban nuestras mujeres para ir a la pulpería...

–Así nomás es, pues –corroboró su compañero, que hasta entonces estaba pijchando en silencio–. ¡El gobierno es una mierda! ¡No le importa nuestra suerte! Nosotros nomás nos las arreglamos como sea, a pesar de los bajos precios del estaño y el paulatino agotamiento de las vetas. Para el gobierno, en cambio, es una ventaja, porque recibe un porcentaje de los ingresos de las cooperativas sin gastar nada. Además, no tiene ya que enfrentarse con los sindicatos mineros, aunque enfrenta el problema de miles de familias que emigran a las ciudades en busca de trabajo, mientras otros se dedican a cultivar coca en los Yungas y el Chapare...

Los mineros, que se concentraban como una multitud enardecida frente a la Catedral de San Francisco, son los héroes anónimos de un país perforado por la miseria. Ellos son los únicos que escuchan el clamor de justicia que brota de las profundidades de la montaña, donde el Tío no quiere sentirse abandonado en su trono de roca.

En la actualidad se calcula que existen al menos 175.000 cooperativistas, 17.000 mineros estatales y 13.000 privados, quienes se dedican a extraer, procesar y exportar el metal del diablo por miles de toneladas. Esto quiere decir que Bolivia, a pesar del pesimismo manifestado por los gobiernos neoliberales, sigue dependiendo de la producción minera y que, por eso mismo, se debe mejorar tanto la productividad como las condiciones de trabajo. No se debe permitir el trabajo infantil en las minas ni que los topos humanos sigan horadando la roca con lo que tienen a mano. Los mineros se merecen todas nuestras consideraciones por haber sido la columna vertebral de la economía nacional desde que Simón I. Patiño descubrió los filones más ricos de estaño en el norte de Potosí.

Glosario

Akullicar: Masticar hojas de coca.
Copajira: Agua mezclada con residuos minerales, de color amarillo o plomizo, proveniente de los relaves de la mina.
Palliri: Mujer que, a golpes de martillo, tritura y escoge los trozos de roca mineralizada en los desmontes (depósito de residuos de la mina considerados estériles, pero que, en realidad, constituyen importantes reservas por contener estaño).
Pijchando: Masticando hojas de coca.
Q’epiris: Cargadores de bultos o equipajes.
Q’oqawi: Merienda.
Relocalizado: Obrero despedido de su trabajo y en busca de nueva residencia.
Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar de la mitología andina. Habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.
Tojo: Pedazo de roca que se desprende de la bóveda en la mina.