miércoles, 30 de octubre de 2013


MONTOYA PRESENTARÁ SU NUEVA OBRA EN POTOSÍ

Conversaciones con el Tío de Potosí, el más reciente libro del escritor Víctor Montoya, será presentado en el marco de las celebraciones de los 468 años de fundación de la Villa Imperial, que este año tendrá un espacio dedicado a la Feria Internacional de Cultura.

El libro está prologado por el Magistrado Pastor Segundo Mamani e ilustrado con imágenes del Tío de la mina. Su publicación está auspiciada por el Gobierno Autónomo Municipal, debido a que en sus 230 páginas se aborda una temática relacionada con las tradiciones mineras de esta ciudad que, desde el descubrimiento de los yacimientos de plata en el Sumaj Orq’o, fue codiciada por las monarquías europeas durante la colonia y trascendió al tesauro del idioma español con la frase: Vale un Potosí, escrita por Miguel de Cervantes en su monumental obra Don Quijote de la Mancha.      

El personaje central de la obra de Víctor Montoya es el Tío de Potosí, un ser ambivalente entre lo profano y lo sagrado, que habita en los tenebrosos socavones del Cerro Rico. Es una de las deidades centrales en la cosmovisión andina y un personaje fantástico en el mundo minero, donde los mitos y las leyendas se ensamblan con la tradición oral de las culturas ancestrales.

Los mineros, sentados al alrededor de su impresionante estatuilla, a la usanza de los mitayos de antaño, le rinden pleitesía ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente, a modo de congraciarse con él, a quien lo consideran dueño de las riquezas minerales y amo de los trabajadores del subsuelo.

Los treinta textos del libro, escritos con irreverencia, fino sentido del humor y destreza narrativa, son una prueba de que el autor, mediante los recursos propios de la imaginación, fue capaz de entablar una serie de conversaciones amenas con uno de los  personajes más emblemáticos de la tradición popular, como si de veras estuviesen sentados frente a frente, delante de nuestros ojos, deleitándonos con la magia del verbo y la sabiduría.

Con la publicación de esta nueva obra, auspiciada por el Gobierno Autónomo Municipal de Potosí, bajo la gestión del burgomaestre René Joaquino Cabrera, se confirma que el escritor Víctor Montoya, considerado hijo legítimo de las entrañas mineras, ha logrado convertir al Tío de la mina en uno los principales protagonistas de su magnífica creación literaria.

viernes, 25 de octubre de 2013


A DIEZ AÑOS DE LA MASACRE DE OCTUBRE

Los muertos y heridos en la masacre de octubre, apenas asoman a mi mente y mi corazón, me duelen como hace diez años atrás, cuando me enteré, a través de los medios de comunicación, de la tragedia en la urbe alteña que -al son del grito de combate: ¡El Alto de pie, nunca de rodillas!- se desangró en defensa de la soberanía nacional.

Al cumplirse una década de la denominada Guerra del Gas, y en mi condición de ciudadano con derecho a voz y voto, no dejó de reflexionar sobre las dramáticas consecuencias de aquellas jornadas que cambiaron el curso de la historia contemporánea de nuestro país y, al mismo tiempo, no dejó de condenar la bestialidad de las fuerzas represivas del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada que, en octubre de 2003, provocaron un baño de sangre entre los manifestantes de la ciudad de El Alto.

A 31 años de la “recuperación de la democracia”, que estaba acuartelada por una de las dictaduras militares más sombrías de la historia nacional, se ingresó a una etapa de gobiernos de consenso, cuyas democraduras sirvieron no sólo para acallar la protesta popular con atropellos de lesa humanidad, sino también para masacrar a los acusados de “sediciosos y promotores de proyectos subversivos organizados y financiados desde el exterior”, aun sabiendo que no era posible una democracia formal en un país que se retorcía en medio de la pobreza, el analfabetismo y la desigualdad social.

A estas alturas del proceso de cambio, cuando todo parece demostrar que ha llegado el momento de transformar las caducas estructuras del sistema capitalista, nadie queda indiferente ante las convulsiones sociales que, en el llamado Octubre Negro, sacudieron los cimientos del Estado proimperialista, donde los sectores más empobrecidos, armados con piedras, palos, cólera e indignación, ganaron las calles para hacer escuchar su grito de protesta contra quienes detentaban el poder, rifando al país en pedacitos y al mejor postor.

Durante la Guerra del Gas, que en la ciudad de El Alto, arrojó el saldo de decenas de muertos y centenas de heridos, el pueblo dio su ultimátum al gobierno: Si el presidente no puede solucionar los problemas, lo mejor será que se vaya a su casa. Es decir, los ciudadanos de oriente y occidente, conscientes de la imperiosa necesidad de salvar al país del caos y la anarquía, exigieron la renuncia del primer mandatario porque tenía las manos manchadas de sangre y porque perdió el control de los conflictos sociales.

El país requería de soluciones rápidas y concretas. Y, para lograr este objetivo, no bastó con que el vicepresidente asumiera la primera magistratura, intentando salvar la democracia burguesa, sino en que todas las autoridades de gobierno se pusieran la mano en el pecho e hicieran conciencia de que las protestas y los conflictos no se resolvían disparando las armas contra el pueblo, sino ofreciendo a los sectores más empobrecidos mejores condiciones de vida y de trabajo.

Está demostrado que no se puede controlar la rebelión de las masas cuando éstas no están dispuestas a vivir en la zozobra ni bajo la inestabilidad del aparato estatal. Por cuanto fue legítimo que los ciudadanos propusieran cambios, en procura de impedir la entrega del gas a consorcios extranjeros sin previa consulta al pueblo; tampoco fue casual que se hubiesen unido en torno a una Asamblea Constituyente, que exigía la modificación de la Ley de Hidrocarburos y del Código Tributario, y que se resguardaran los intereses de la nación y sus habitantes, oponiéndose a las injerencias del portavoz del gobierno norteamericano en los asuntos internos del Estado boliviano; más todavía, fue urgente rechazar las insinuaciones de las empresas transnacionales, interesadas en saquear las riquezas naturales en desmedro de quienes vivían sumidos en la miseria, la desocupación, la deserción escolar, la criminalidad y la corrupción institucionalizada.

Cabe preguntarse, aquí y ahora, para qué servía un gobierno que no representaba los intereses de las inmensas mayorías, un presidente que se aferraba al poder para defender los privilegios de los empresarios privados y la política expansionista del imperialismo, cuyo embajador encaramado en la sede de gobierno, asumiendo la misma arrogancia y supremacía de su jefe en la Casa Blanca, declaró a la prensa: “Estados Unidos no tolerará una interrupción del orden constitucional en Bolivia y no apoyará a ningún gobierno no democrático”, como dando a entender que el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada era uno de los más democráticos de la historia republicana, y que la oposición, compuesta por los partidos políticos que rechazaban un sistema neoliberal de gobierno y las imposiciones arbitrarias del imperio, representaba un peligro para la democracia.

Los campeones de la democracia, que en otrora se denominaban izquierdistas y revolucionarios, respaldaron también la política represiva y neoliberal del gobierno, mientras sujetaban en la mano la Carta Democrática de los organismos internacionales que, teóricamente, condenaban el uso de la violencia que tendían a alterar el orden constitucional del país; cuando en realidad, el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, a espaldas de lo establecido en la Constitución Política del Estado, dio su beneplácito a las Fuerzas Armadas para reprimir al pueblo, violentando así los Derechos Humanos y pasándose por las narices las Cartas Magnas tanto de la ONU como de la OEA.

Ante semejante fechoría, es necesario preguntarse: ¿De qué tipo de democracia nos hablaban estos asesinos? Si el propio presidente de la nación no respetaba la institucionalidad democrática, como la única vía aceptable para resolver los conflictos sociales, y fue capaz de arremeter contra sus opositores, tildándolos de subversivos y sediciosos, hasta que se le fue la mano y ordenó meter bala contra una turba de mujeres, hombres y niños en la ciudad de El Alto.

Por todos es conocido que las agresiones físicas de las fuerzas represivas contra los manifestantes alteños fueron tan contundentes como las declaraciones del representante del Departamento de Estado, quien, en su afán de controlar la producción de coca y mantener en jaque a los críticos del régimen, aplicó una política coercitiva que, en lugar de apaciguar la furia encendida de los manifestantes, provocó una mayor protesta entre quienes estaban ya cansados de soportar los mandatos del imperialismo y del gobierno entreguista de Gonzalo Sánchez de Lozada, quien no hacía otra cosa que acrecentar la injusticia social, la crisis económica y la discriminación racial.

Los campesinos, mineros, fabriles, estudiantes, profesores, comerciantes y otros, tenían todo el derecho de velar por sus vidas e intereses, y de protestar contra los engaños y las falsas promesas de los señores del poder, quienes estaban más interesados en la repartija de pegas, que en resolver los problemas reales de los sectores empobrecidos por la política entreguista de los ministros y diputados neoliberales, cuya incapacidad de gobernar un país en crisis quedó al descubierto desde el instante en que asumieron el mando del poder con el apoyo de los partidos oficialistas que, durante y después de su campaña proselitista, prometieron demagógicamente un mejor destino para los bolivianos.

Las huelgas, bloqueos, barricadas y marchas de protesta, que tuvieron lugar en la ciudad de El Alto en octubre de 2003, reflejaron el descontento popular contra un gobierno que, al margen de haber sido incapaz de cumplir con el compromiso y los convenios firmados con los sectores en conflicto, tuvo la osadía de movilizar a las tropas del Ejército contra los movimientos progresistas, compuestos en su gran mayoría por los relocalizados de las minas, cansados de vivir en un país donde no se respetaban los Derechos Humanos y donde sobrevivían los resabios de la discriminación social y racial, y donde unos creían ser dueños de las riquezas naturales y dueños absolutos del poder.

Ya sabemos que los desposeídos no piden mucho y lo poco que piden es que se respeten sus costumbres y tradiciones, que se respeten sus fuentes de trabajo y el cultivo de la hoja de coca, que se mejore el sistema educativo y la asistencia médica, que se instale energía eléctrica y agua potable en las regiones rurales; reivindicaciones elementales que incomodaron a los amos del poder político y económico, entre los que se contaba Gonzalo Sánchez de Lozada, quien por entonces fungía como presidente constitucional de Bolivia.

Con todo, ser testigo de un pueblo que luchaba en defensa de los intereses nacionales, mientras su gobierno se esforzaba cada vez más por defender los intereses del imperialismo, duele en lo más hondo del alma, sobre todo, cuando los medios de comunicación informaban que los caídos bajo las balas fratricidas eran hermanos que, de un modo consciente o inconsciente, apostaron desde siempre por los ideales de la libertad y la justicia.

A diez años de la masacre de octubre en la ciudad de El Alto, donde las organizaciones sociales todavía se mantienen de pie, queda la lección de que las grandes transformaciones socioeconómicas de un país se logran gracias a al coraje y la conciencia de un pueblo dispuesto a combatir hasta las últimas consecuencias por conquistar la soberanía nacional, la defensa de los recursos naturales y la dignidad que se merecen todos en un Estado de derecho. 

jueves, 24 de octubre de 2013


ALBOR PUBLICA MUÑECOS, HECES Y REFLEJOS

Esta breve antología de poemas y relatos es una muestra de lo mucho que tienen por ofrecer los/las jóvenes de la ciudad de El Alto. En Muñecos, Heces y Reflejos, que es un libro transparente, como la radiografía del alma, se refleja la preocupación de un grupo de talleristas que, en su inquietud por describir la realidad urbana contemplada desde las cuatro esquinas, juegan con las palabras, ideas e imágenes poéticas que, con mayores o menores aciertos, logran atrapar los aspectos más peculiares de una ciudad atravesada por los idiomas y las costumbres de diversas culturas.

En la introducción del libro, que lleva la firma del escritor Víctor Montoya, se dice que este pequeño libro, elaborado de manera artesanal, es el fruto de un Taller de Literatura, donde participaron una veintena de jóvenes interesados por cultivar el arte de la palabra escrita. El Taller contó con los auspicios del Centro de Arte y Cultura ALBOR; una organización juvenil que cumple con un cronograma de actividades concernientes a la literatura, la declamación y el arte escénico.

A manera de introducción

Un Taller de Literatura, como el que se llevó a cabo en la sede de ALBOR, puede constituirse en un nuevo semillero de poetas y narradores alteños, al menos si se lo considera no sólo una instancia donde aflora el fulgor de la fantasía y la palabra, sino también un instrumento destinado a cumplir una función social al servicio de los ideales más nobles de una comunidad, que empuja las ruedas de la historia en un proceso de cambio en el que se requiere de la participación activa de los intelectuales y artesanos del verso y la imaginación.

La intención de cualquier escritor novel es siempre la de escribir cada vez mejor, ya sea en prosa o en verso, debido a que la palabra escrita es una de las formas de comunicación más apreciable para expresar emociones, sentimientos, ideas filosóficas e inquietudes sociales, que forman parte de la interrelación habida entre el individuo y la sociedad.

El poeta, como el narrador, es el artífice del lenguaje figurado capaz de transformar la realidad racional en un mundo en el que se funden la pasión y la imaginación en un mosaico que expresa, de un modo consciente o inconsciente, las cuestiones que ocupan la mente y el corazón de los seres enamorados de la vida, la libertad y la justicia.

La finalidad de este Taller, desde sus inicios, fue fomentar el apoyo a los poetas y narradores jóvenes de El Alto, deseosos de aprender a versificar y expresar sus ideas de una manera más coherente, sentida y elegante, usando siempre los parámetros de la literatura modernista, que no conoce fronteras que la atrapen ni esquemas premeditados y doctorales. Este Taller les hizo tomar conciencia de que las situaciones y los pensamientos que inspiran las sensaciones arrobadoras o misteriosas, ensoñación, melancolía, alegría o ideas de belleza y perfección, es la vida misma, la realidad cotidiana y las aspiraciones de un futuro placentero para todos.

En este Talle de Literatura, donde se dieron cita jóvenes con mayor o menor experiencia en el oficio de tejer ideas y palabras, se plantearon tres temas principales en torno a los cuales debían girar los poemas y relatos breves. Cada uno de ellos ligado a elementos que, con el devenir del tiempo, acabaron siendo tópicos que identifican a una ciudad en pugna por alcanzar la modernidad, a pesar de los problemas que lo acechan en plazas y avenidas, en las noches y en los días, como son los muñecos colgados en los postes de las esquinas y los perros andariegos que nos recuerdan que ellos también son habitantes de una ciudad cosmopolita, cuya demografía se disparó en los últimos decenios.

En los poemas y relatos de esta entrega, modesta pero significativa, se explayan también otros temas intimistas, con la intención de que las proyecciones y los reflejos de uno mismo encuentren el eco de su propia voz. El poeta habla en primera persona, como si, en primer lugar, sus versos estuviesen dirigidos hacia sí mismo, con la fuerza de un existencialismo devorador que desemboca en lo más hondo de su ser, para luego virar en otras direcciones, en procura de llegar a la sensibilidad de los lectores que, acaso sin darse cuenta, internalizan lo expresado por el poeta.

Al término de este Taller de Literatura, se comprobó que la poesía, como el relato breve, es el género literario que mejor expresa, de un modo estético, los sentimientos y pensamientos de una persona que, en atribución a los deseos de su fuero interno, juega con las ideas y palabras en un intento por manifestarse de una manera bella y concisa, como si en cada uno de los cultores de la palabra escrita se escondiese un mago que convierte la realidad circundante en una serie de metáforas y frases con propiedades de síntesis y asociación, que se posan en el alma como mariposas que buscan un asidero en las flores de un jardín hecho de ritmo, pasión y armonía.

Para quien escribe estas líneas fue un hondo placer trabajar con estos jóvenes alteños que, hermanados por las ansias de concederle una identidad literaria a la ciudad, cumplieron con interés todos los parámetros trazados por el Taller, cuyo resultado final ahora tienen ustedes en sus manos, como un testimonio más de lo mucho que se está haciendo en El Alto en materia de literatura. 

jueves, 10 de octubre de 2013


EL PREMIO DINAMITA DE LITERATURA

–En los pasados días concedieron el Premio Dinamita de Literatura –dijo el Tío, apenas entré en el cuarto, donde su mirada parecía un rayo de luz atravesando la oscuridad.

–Así es –asentí, mientras encendía la luz.

–Pero de seguro que tú ni conocías el nombre del galardonado ¿verdad?

Me detuve cerca de la puerta, agaché la cabeza y no contesté ni sí ni no. Mas el Tío, al término de leer mis pensamientos, se alzó un poco en su trono y dijo:

–A los miembros de la Academia Sueca, salvo raras excepciones, parece no interesarles la popularidad de un autor ni el prestigio que éste se ganó gracias a su puño y letra. Si no consideran las afinidades políticas del candidato, dependiendo de qué lado soplan los vientos, se guían por el grado de complejidad de su escritura; mientras más compleja, mejor todavía. Por suerte existen quienes, sin haber sido distinguidos con el Premio Dinamita, son queridos y requeridos por los lectores de todo el mundo. Un Franz Kafka y un Jorge Luis Borges, por citar a dos de los mastodontes de la literatura universal, no recibieron este prestigioso premio y, sin embargo, gozan de fama y sus libros corren, de mano en mano, como chispas en un polvorín.

–Que yo sepa –precisé–, a Kafka no se lo dieron porque gran parte de su obra permaneció inédita hasta después de su muerte y a Borges porque, siendo un genio en literatura, era un idiota en política, nada menos que querendón de los dictadores como Augusto Pinochet.

–A mí no me consta –repuso–, pero si no se lo dieron a Borges ni a muchos otros será porque los miembros de la Academia Sueca leen tanto que ya no saben lo que leen. Están como Sócrates, quien, de tanto saber tanto, decía: Yo sólo sé que nada sé.  

Cerré la boca, pues meterse en discusiones filosóficas con el Tío era como meterse en los laberintos de la mina, donde las galerías son profundas y entreveradas como las mismísimas catacumbas del infierno.

El Tío pensó un instante y, aun sabiendo que soy un aprendiz de escritor, un pichoncito de cóndor, lanzó una sonrisa afable, barrió mi rostro con su penetrante olor a tabaco y dijo:

–No tienes por qué envidiar a los escritores que primero se hacen de fama y luego se echan en cama, ni por qué pensar en el Premio Dinamita de Literatura. Para reconocer tu talento de escribano del diablo, nosotros los cornudos -no porque nos engaña la mujer, sino porque tenemos cuernos-, te daremos el premio que te mereces por ateo. Yo mismo, en mi condición de dios y diablo de los mineros, colgaré en tu cuello la medalla de los quintos infiernos y te entregaré el pergamino decorado con los fuegos fatuos de los Avernos. Y guarde que este premio es único e inapelable... y nadie lo pondrá en duda, ni Dios ni la Virgen del Socavón.

Le escuché perplejo, y él prosiguió:

–La única desventaja es que el premio lo recibirás después de la muerte, por cuanto no esperes en vida ni desesperes. Ten un cachito de paciencia, con paciencia y salivita hasta un elefante le hizo el amor a una hormiguita. Ah, eso sí, tampoco tengas muuucha paciencia, porque Cristo dijo: paciencia, y lo mataron... De otro lado, el premio del infierno es más importante que el Premio Dinamita, esa sustancia explosiva que, desde cuando Alfred Nobel inventó en su laboratorio, los mineros usan para atronar el vientre de la Pachamama. Por si no lo sabías, los mineros preparan el armado pasito a paso: primero meten la cápsula de la guía de pólvora en el cartucho de dinamita, después ajustan la dinamita en el orificio abierto por el taladro en la roca y, al cabo de chispear la pólvora, huyen a un paraje aledaño entre gritos: ¡Tiro!, ¡Tiro!, ¡Tiro! A los dos o tres minutos, ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!, se oye la descarga de la explosión maldita, provocando un traquido y una ventolera con olor a caldo de gallina...

–Sólo una preguntita, Tío –le interrumpí en lo mejor de su cháchara–. ¿De qué me va a servir un premio después de la muerte?

–¡Qué preguntita, carajo! Cómo no te vas a dar cuenta. Si no te lo damos antes, en plena vida y alegría, es para que no se te suban los humos ni te hagas el farsante. Es para evitar que los envidiosos te serruchen el piso con el mismo ímpetu con que tus admiradoras te ponen en el pedestal. Oye bien, dije tus admiradoras, sabiendo que las mujeres leen más que los hombres, aparte de que devoran los libros con la misma pasión con que devoran al amante. Y si todavía lo dudas, pregúntaselo a tu mujer, quien, junto a los versos de Amado Nervo -y no amado nervio, que es otra cosa-, lee con los cinco sentidos las burradas que escribes a diario.

–Pierde cuidado –le dije–. Con premios o sin premios, jamás se me subirán los humos ni me haré el farsante. Soy más terrenal que la serpiente del paraíso y más realista que el escudero de Don Quijote.

–¡Enhorabuena! Siente orgullo de ti mismo, de ser hijo de entrañas mineras y de venir del pobrerío, porque en la vida los cuentos mejor contados tratan de personajes que un día no tuvieron nada y que otro día llegan a tener todo. Piensa en El patito feo, de Hans Christian Andersen; y en la Cenicienta, de Charles Perrault, y te darás cuenta de que estos cuentos no serían igual de lindos contados a la inversa. Además, recuerda lo que Don Quijote le aconsejó a su escudero: Haz gala Sancho de la humildad de tu linaje y no desprecies decir que vienes de labradores, porque viendo que no te corres, nadie podrá correrte (...) Haz de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey.

Escuché atento las sabias palabras referidas por el Tío, quien, lejos de ser un simple diablo, es un cerebro prodigioso que parió la humanidad. Sus juicios son tan certeros como los de Don Quijote, quien, siendo un loco de remate, era el más cuerdo entre los cuerdos.

–Ya sabes –insistió–. Ten orgullo de tu linaje, cultura y raza. No te hagas el rico siendo pobre ni te hagas el gringo siendo indio. No seas como el sapo que quiere ser estrella, un presumido que, en lugar de brillar en las alturas, cae estrellado en el fango. Tampoco creas en el dicho que reza: Tanto vales cuanto tienes, porque no es cierto. De serlo, cualquier hijo de vecino, cualquier villano y cualquier malevo, se ganaría el respeto de los crédulos sin merecerlo. Tampoco te dejes llevar por las falsas adulaciones de quienes, fingiendo admirar tu obra, desean tu fracaso en el fondo de su alma...

–Gracias por tus consejos –agradecí con humildad y reverencia. Luego añadí–: Pero ahora dime, ¿cómo lo hacemos con los bolivianos que, siendo cabezas negras en Suecia, se hacen los suecos?

El Tío se agarró la cabeza, pensó un instante y dijo:   

–A ésos hay que tratarlos como a chuecos, porque no se dan cuenta de que el cabeza negra es cabeza negra, así tenga el apellido que tenga y así venga de donde venga. Por ejemplo, no importa de qué parte de Bolivia vengas, ni qué apellido tengas. Para los suecos, rubios y robustos como los vikingos, todos somos igual de indios y para los racistas unos inmigrantes de mierda.

–Guarda tus palabras, Tío –le dije–. Ten pelos en la lengua...

–¡¿Cómo?! –arqueó las cejas y alzó el tono de la voz–. Desde cuándo está prohibido llamar las cosas por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino.

–El problema no está en eso –aclaré con la mirada sombría–, sino en que las malas lenguas dicen que soy atrevido y grosero, porque mis textos, en afán de recrear tu lenguaje coloquial, están escritos con garabatos, ajos y pimientas.

–Si eso es lo que dicen, ¿qué esperas? ¡Mándalos al carajo y listo! –propuso con fuerza, procurando arrancarme el temor del cuerpo como mala hierba–. Ya te dije que la literatura se parece a la comida: para que sepa exquisita, necesita una buena porción de condimentos y una pizca de humor con sentimientos, así los sesudos de la Academia Sueca jamás barajen tu nombre entre los candidatos al Premio Dinamita, porque en ese premio, como en muchos otros, Dios puso sus milagrosas manos sin considerar la opinión de los diablos...

Apagué la luz y, sin recordar a qué entré en el cuarto, me despedí del Tío, cuyo cuerpo de Minotauro se trocó en oscuridad y silencio.

jueves, 3 de octubre de 2013


LISBOA, ENTRE FERNANDO PESSOA
Y LA REVOLUCIÓN DE LOS CLAVELES

El año que visité la ciudad, que parecía nacida del abrazo del río Tajo y el mar, desparramada por las siete colinas que dominan las aguas de la Paja, tenía las fachadas leprosas y los pavimentos agujereados. Esta capital, que antes olía a jazmín y canela, a sardinas asadas a la brasa y a café recién tostado, no olía más que a tubos de escape y gases de automóviles, y, por las tardes, cuando los cubos de basura salían a la calle, se observaba incluso a personas que buscaban su comida entre los desperdicios como aves de rapiña.

Todos los días, cuando el resplandor rosáceo de los rayos del sol anunciaba el ocaso, unas escalinatas y un laberinto de calles empinadas me conducían a los barrios típicos de Alfama, la Mauraria y el Barrio Alto; uno de los más pintorescos del casco antiguo de la ciudad, y hasta cuya cima se debía ascender por medio de un funicular en el que cabían pocas personas. Todo esfuerzo valía la pena si se quería degustar un buen plato de gambas con piri-piri cerca de la ventana de un restaurante que permitiera contemplar las aguas glaucas del mar y ver el aire salpicado de gaviotas.


 Por las noches, como todo visitante ansioso por vivir y revivir las emociones más vibrantes de la ciudad, recorría por las callejuelas estrechas de Alfama. De las ventanas salían jirones de música portuguesa o africana y de las puertas actores entrados en años. En medio de la calle habían hombres ataviados de negro, invitando a los transeúntes a pasar la noche en una especie de peña folklórica llamada fado, donde los portugueses ofrecían un espectáculo de su tragedia y tristeza, a través de una viola acompañada por un canto desgarrado y melancólico. Además, en este barrio de vida nocturna, al igual que en el centro comercial de Baixa, que está entre la plaza del Rocío y la del Comercio, daba la impresión de haberse instalado el lujo en medio de la pobreza y los monumentos emblemáticos de la ciudad.

Tras las huellas de Fernando Pessoa

Cualquiera que esté en Lisboa, como un visitante más entre la muchedumbre agolpada en las calles, se plantea la necesidad de conocer los barrios por donde caminó, a paso ligero y portafolio en la mano, uno de los escritores portugueses que revolucionó la poesía universal del siglo XX, sin más artilugios que la capacidad innata de captar el instante poético y transmitirlo por medio de seudónimos que escondían su verdadera identidad.

Estando en el área metropolitana, después de muchas idas y venidas, decidí ir tras las huellas de Fernando Pessoa, un hombre enigmático y de heterónimos diversos, que de día ejercía como traductor, más exactamente como corresponsal extranjero de casas comerciales, y de noche escribía poesía, una poesía que se desdoblaba en varios autores ficticios, como cuando un niño juega a su gusto y capricho con los personajes creados por las aventuras de la imaginación.


Aunque sus biógrafos coinciden en señalar que era partidario de un nacionalismo místico, del que debía ser abolida toda infiltración católica-romana, tenía divergencias con las ideas comunistas y simpatizaba con el orden monárquico de una nación. Consideraba que el sistema monárquico era el más apropiado para un país como Portugal, que por entonces tenía bajo su control a colonias allende los mares. Sin embargo, de haberse dado un plebiscito para elegir entre un régimen monárquico y un Estado republicano, él habría votado a favor de la República.

Seguir las huellas de Pessoa, es seguir los pasos de uno de los escritores más descollantes de la lengua portuguesa, a pesar de que él se despidió del mundo sin haber visto publicada la mayor parte de su obra literaria, que sigue siendo motivo de análisis y controversias. Murió a los 47 años de edad debido a afecciones hepáticas, asociadas a una cirrosis provocada por el excesivo consumo de Águia Real, un aguardiente que hoy se bebe tanto como la poesía de quien lo hizo famoso. Por eso los aficionados a su obra y al alcohol, están casi obligados a echarse unas copas de Águia Real a su paso por las calles donde estuvo el poeta como un fantasma enfundado en un traje oscuro, abrigo, sombrero y gafas.


Caminar por las calles de Chiado, que es una de las zonas más tradicionales de la ciudad, entre el Barrio Alto y la Baixa, es respirar y escuchar los versos de los poetas que frecuentaron los bares y restaurantes de este barrio a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. De todos ellos, Fernando Pessoa es quien más huellas ha dejado en las aceras. Por eso no es casual que, con el transcurso del tiempo, se le haya erigido una estatua de bronce situada en la calle Garrett, cerca del Largo do Chiado, donde sus admiradores y admiradoras pueden verlo sentado en su silla preferida, luciendo su figura espigada, con la pierna cruzada y la mano apoyada sobre la mesa, como quien espera con insoportable paciencia la copa que solicitó alejado de los quitasoles y consciente de que ser poeta o escritor no constituye una profesión, sino una vocación, al menos así como debe entenderse el oficio de cazar palabras para luego ensartarlas en ideas concebidas por la lucidez mental y la pasión del alma.

Y, por si fuera poco, Pessoa, con la sabiduría de quien conoce las leyes de la vida, intuía, desde antes de cerrar los ojos como un niño para dormir su muerte, que su voz quedaría para siempre entre nosotros y que su biografía, la más fecunda en lengua portuguesa, sería mucho más de lo que él afirmó cuando le nacieron unos versos llenos de meditación y alegoría: Si después de yo morir quisieran escribir mi biografía/ no hay nada más sencillo./ Tiene sólo dos fechas/ la de mi nacimiento y la de mi muerte./ Entre una y otra todos los días son míos./ Soy fácil de describir./ He vivido como un loco...

Fernando Antonio Nogueira Pessoa (Lisboa, 1888 – 1935). Escribió tanto en verso como en prosa. Parte de su extensa producción literaria, traducida al español, consta de los siguientes títulos: El regreso de los dioses (2006), Cantares (2006), La educación del estoico (2005), Crítica: ensayos, artículos y entrevistas (2003), Libro del desasosiego (2002), La hora del diablo (2003), Mensaje (1997), Un corazón de nadie. Antología poética, 1913-1935 (2001), Odas de Ricardo Reis (1995), Noventa poemas últimos, 1930-1935 (1993), Antología poética. El poeta es un fingidor (1982), Poemas de Alberto Caeiro (1980), Oda marítima (1963), Antología (1962), entre otros.

Los capitanes de la Revolución de los Claveles

En abril de 1974, bajo la luz pálida de un amanecer, se derrumbó a la dictadura fascista más vieja del Viejo Mundo, en menos de 24 horas y bajo la dirección de 200 capitanes, marcados por la experiencia de la guerra colonial.


Era de esperarse, pues ya a finales de la década de los años 60, el régimen dictatorial se aisló y anquilosó, en un mundo occidental en plena efervescencia social e intelectual. Entretanto sus colonias, como Mozambique y Angola, arrastradas por los movimientos de descolonización, habían estallado en revueltas desde principios de la década y obligaban a Portugal a mantener por la fuerza de las armas el imperio portugués que estaba instalado en el imaginario de los ideólogos del régimen. De ahí que el país se vio abocado a invertir grandes esfuerzos en una guerra colonial de pacificación, actitud que contrastaba con el resto de potencias coloniales que trataban de asegurarse la salida del continente africano de la mejor manera posible.

Mientras esto sucedía en las colonias, en la capital portuguesa se abrían las alamedas para el triunfo de la revolución de abril; una sublevación armada en la cual no corrió sangre y que fue bautizada casi inmediatamente como la Revolución de los Claveles, gracias a una mujer anónima que, pertrechada de la flor de temporada, regaló un ramo de claveles a los soldados que tomaban posición en las calles de Lisboa. Horas más tarde, los millones de claves, que llegaron de los huertos y campos aledaños a la ciudad, fueron puestos en el cañón de los fusiles, en los ojales de las camisas, en los jarrones, cubos y latas. Así, la revolución de abril encontró su bandera en las manos de una mujer que, besando y abrazando a los soldados, distribuyó claveles en lugar de pitillos y cerillas.

En la madrugada del 26 de abril, la Junta de Salvación Nacional aparece en las pantallas de la televisión. En su primer mensaje, la Junta habla de la creación de una Asamblea Constituyente, la celebración de elecciones y devolución del poder a los civiles. El pueblo festejó tres días y tres noches el fin de la dictadura y el desplome de un imperio de siglos en África. La alegría popular no cesó en las calles y la marcha del Primero de mayo, autorizada por primera vez, fue el punto culminante de la revolución esperada. Los dirigentes políticos de la oposición retornaron del exilio y los aliados del Dictador Oliveira Salazar abandonaron el país, seguidos por los empresarios privados.


Durante veinte meses, los portugueses vivieron la borrachera revolucionaria. Los campesinos tomaron las tierras y los obreros ocuparon las fábricas. Los grandes capitalistas huyeron con el dinero a cuestas y los esbirros de la dictadura fueron juzgados. La banca y las empresas transnacionales cayeron a golpes de nacionalización; en otras palabras, se liquidó en poco tiempo el latifundio y el capitalismo monopolista de Estado. Con todo, el Portugal, que producía vagones para el Metro de Chicago, grúas para el puerto de Nueva York y equipaba los teléfonos de Bahreim, seguía siendo un país subdesarrollado como cualquiera de África o América Latina.

Portugal nunca fue una potencia, ni antes ni después de la revolución de abril. Siempre mantuvo a una enorme burocracia parásita que vivía a costa del Estado, y a una clase media que se modernizaba por fuera pero no por dentro. Portugal era un país que importaba la mitad de los alimentos que consumía, aunque uno de cada cuatro habitantes trabajaba en la agricultura. 
  
Sin embargo, nadie duda de que este país crecido a orillas del mar, desde donde un puñado de aventureros se lanzaron a conquistar África y América, haya sido en otrora un poderoso imperio, pero al mismo tiempo una colonia; primero de los ingleses y después de las transnacionales. Como es de suponer, lo extraño no estriba en que Portugal siga siendo un país capitalista atrasado y dependiente, sino en que ese movimiento militar iniciado por los capitanes rebeldes, al son de una canción popular prohibida por el régimen dictatorial, haya desembocado en un proceso contrarrevolucionario. Primero, porque eliminó del escenario político al carismático teniente coronel Otelo Saraiva de Carvalho; y, segundo, porque el pueblo se volvió a dividir en dos bloques que representan dos modelos distintos de sociedad: la socialista y la capitalista.


Salir a las calles de Lisboa en julio de 1987, entre una turba vociferando a cielo abierto, era como salir a experimentar una confusa convulsión social, donde nadie entendía a nadie. En las plazas miles de personas organizaban mítines para respaldar a sus respectivos candidatos; claro está, en medio de una agitación nacionalista y vocinglera. La caravana que acompañaba el coche del candidato socialdemócrata, Aníbal Cavaco Silva, iba rodeado de jóvenes embanderados en una ola de color naranja, mientras el candidato del Partido Socialista (PS), Víctor Constancio, caminaba seguido por una camioneta, desde la cual coreaban sus partidarios: ¡Constancio va a pie y no en un coche blindado! Cuando el líder socialista ingresó a la plaza, abriéndose paso entre la multitud, algunas de sus admiradoras se le abalanzaron queriendo besarle en la mejilla, mientras otros intentaban mirarle de cerca y estrecharle la mano. Y, entre vozarrones que ensordecían a cualquiera, Constancio levantó el puño y prometió: No nos aliaremos con el Partido Socialdemócrata ni negociaremos con el Partido Comunista.

En medio de este alboroto organizado, el Partido Comunista, dirigido por Álvaro Cunhal desde 1961, fue la única fuerza de izquierda capaz de retener un poco el vendaval de la derecha, con una actitud militante y eficaz. Al cierre de las urnas, se conocía ya la irresistible ascensión al poder de los socialdemócratas, con más del cincuenta por ciento de los votos. Este triunfo histórico de la derecha, que por primera vez obtuvo la mayoría desde la conquista de la democracia en 1974, implicaba el entierro definitivo de la Revolución de los Claveles, la estrepitosa derrota del Partido Renovador Democrático (PRD), del general Antonio Ramalho Eanes, y un jaque peligroso para la oposición de izquierda, dividida entre socialistas y comunistas.


Años después de aquel bullicio electoral, donde los partidarios de Cavaco Silva apoyaron el modelo de modernización marcado por el liberalismo económico, los portugueses han vuelto a su silenciosa rutina, las contradicciones de clase se han polarizado, las empresas capitalistas han vuelto a retomar el control de la economía nacional y, lo que es lamentable, la Revolución de los Claveles no es más que un viejo recuerdo, como tantas otras que se marchitaron antes de alcanzar su florecimiento total.

Noticias vienen, noticias van

En noviembre de 1987, a tres meses de mi retorno a Estocolmo, el teniente coronel Otelo Saraiva de Carvalho, símbolo de la Revolución de los Claveles, fue condenado a 15 años de prisión, por un tribunal que lo declaró culpable de sedición contra las instituciones del Estado.

En las fotografías de la prensa se lo veía sentado dentro de una jaula de cristal y hierro, en tanto el tribunal declaraba que la organización clandestina denominada Fuerza Revolucionaria, fundada y comandada por él, se dedicó a realizar actos voluntarios y violencia armada en Lisboa, como atentados con explosivos, atracos y atentados personales contra empresarios y agentes de las fuerzas de seguridad del Estado. El tribunal también consideró que la organización defendía el uso de la violencia para impedir un eventual golpe fascista e instaurar el poder popular por el camino de la insurrección armada.


El encarcelamiento de este militar carismático, que devolvió la democracia en Portugal y la independencia en Mozambique (colonia donde nació en 1936), dividió a los portugueses en partidarios y adversarios de la tesis de culpabilidad o inocencia. Los que estaban a favor dijeron que el proceso judicial contra él era un proceso político contra la Revolución de los Claveles, en tanto los más reaccionarios e institucionalistas dijeron que había que condenarlo a cadena perpetua por terrorista de extrema izquierda; cuando en realidad, este hombre que fue el estratega del golpe de Estado que volteó a la dictadura fascista, debía haber sido considerado un héroe nacional. No en vano Saraiva de Carvalho fue homenajeado por Fidel Castro en persona, el 26 de julio de 1975; ocasión en la cual el mandatario cubano consideró al carismático líder militar un héroe de la revolución portuguesa contra el fascismo, el imperialismo y la reacción.

De todos modos, Saravia de Carvalho pasó varios años haciendo rayitas en las paredes de su celda, como quien ha perdido toda esperanza de transformarse en el Fidel Castro portugués y en el protagonista de un proceso histórico que empezó con él y que acabó arrojándolo a la cárcel, como si hubiese sido estrangulado por la misma criatura que él vio nacer. Por suerte, como todo tiene solución en esta vida, gracias a su condición de líder de la revolución del 25 de abril, se formó un amplio movimiento popular en demanda de su indulto, a consecuencia de lo cual se abrevió notoriamente su condena y el presidente Mário Soares le otorgó la amnistía en 1996, aun sabiendo que Saraiva de Carvalho seguiría siendo un puntal de referencia para la izquierda alternativa en Portugal, porque quien nació un día para vocear las aspiraciones populares, voceando muere otro día.