lunes, 27 de mayo de 2013


TESTIMONIO DE LAS TORTURAS

Todo comenzó a mediados de 1976, el día en que me detuvieron los agentes del Ministerio del Interior en la ciudad de Oruro, donde estaba clandestino junto a un grupo de dirigentes mineros de Siglo XX y Llallagua.

Me torturaron varios días y varias noches. Fui sometido a casi todos los métodos de suplicio que, en los años 70 y 80, utilizaron las dictaduras militares en su denominada “lucha contra la subversión comunista”.

Los mismos métodos se aplicaron en otros países del cono sur de América Latina: la represión sistemática, las amenazas y torturas, que tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida al prisionero y llevar el martirio al límite de las pesadillas.

En ese contexto, los suramericanos fuimos perseguidos y torturados por el simple delito de haber simpatizado con las ideas libertarias, la democracia popular y habernos opuesto a la brutalidad de los regímenes totalitarios.

Durante las sesiones de tortura, me desnudaron y encapucharon para que no viera ni reconociera a mis torturadores. Me hicieron la percha del loro, amarrándome con una cuerda de pies y manos en una barra colocada de manera horizontal sobre el respaldo de dos sillas, y, mientras me interrogaban entre gritos e improperios, me golpeaban por doquier.

Algunas veces me pasaron por el submarino, que consistía en sumergir al preso, encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente o turril de aguas servidas, a manera de intimidarlo y provocarle náuseas.

Mis verdugos, no conformes con esto, me sujetaron bocarriba en un somier, sobre cuyo lecho de frías láminas, y luego de echarme agua, me aplicaron la picana eléctrica o maquinita de picar carne humana en las zonas más sensibles del cuerpo: la lengua, las orejas, los testículos y el ano. La maquinita de picar carne humana era una magneto que generaba electricidad de alta potencia. Y, como es de suponer, a tiempo de torturarme una y otra vez, subían el volumen de una radio para que no se oyeran mis gritos ni lamentos.
   
Me dejaron con el rostro y el cuerpo lleno de hematomas, tras propinarme patadas y puñetes, y golpearme con la culata de un fusil y otros objetos contundentes. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, era ejecutada por individuos que asumían la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran una bestia o un asesino potencial.

Los métodos de tortura, que iban desde el simulacro de fusilamiento hasta el encierro en celdas solitarias y malolientes, tenían la intención de doblegar la voluntad más firme del prisionero. Sólo quien haya sufrido el tormento en carne propia, soportando los utensilios diversos que formaban parte de los métodos de tortura, sabe que este acto inhumano y despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido.

Las torturas comenzaron en el Departamento de Orden Político (DOP) de Oruro, prosiguieron en los sótanos del Ministerio del Interior y culminaron en el Departamento de Orden Político (DOP) de La Paz.

Concluidas las torturas y los interrogatorios, me encarcelaron en el Panóptico de San Pedro y en otras prisiones de alta seguridad, hasta que Amnistía Internacional, que hizo una campaña a mi favor y me adoptó como a uno de sus presos de conciencia, me ofreció asilo político en Suecia. Así llegué a Estocolmo, directamente de la cárcel en febrero de 1977.

Por todo lo relatado, es justo que me considere una víctima más del terrorismo de Estado, que las dictaduras militares aplicaron sistemáticamente contra sus opositores políticos durante la tristemente famosa Operación Cóndor o Plan Cóndor.


Por fortuna, quienes sobrevivimos a las mazmorras de las dictaduras, hemos denunciado las atrocidades que nos tocó vivir en carne propia, con el único propósito de dejar un testimonio vivo a las generaciones del presente y del futuro, que deben aprender a decir: ¡Nunca más a las torturas ni dictaduras! Por eso mismo, todos los testimonios, y en todas las manifestaciones del arte, son necesarios para esclarecer uno de los acontecimientos más sombríos de la historia contemporánea.

 Yo escribí un libro de cuentos que revela los crímenes cometidos por el régimen dictatorial de Hugo Banzer Suárez. El libro, publicado en 1991, bajo el título de “Cuentos violentos”, describe en sus páginas, impregnadas de realismo descarnado y hechos insólitos, los sótanos dantescos de las cámaras de tortura a partir de una experiencia personal y colectiva, con la única preocupación de rescatar la voz anónima de las víctimas y dejar un testimonio vivo de la flagrante violación a los Derechos Humanos.

Cuentos violentos, a más de dos décadas de su publicación, cuenta con lectores en varios países y forma parte de esas obras que rescatan la memoria histórica. Los cuentos, de un modo implícito y explícito, denuncian los atropellos a la dignidad humana, que las dictaduras cometieron antes, durante y después de que se firmara el documento de creación del Plan Cóndor en Santiago de Chile, en noviembre de 1975.

En Cuentos violentos, aparte de reflejar la tragedia de un país asolado por una dictadura, he logrado escribir la experiencia vivida y sufrida por un grupo de luchadores sociales, sin otro afán que el de recuperar los eslabones perdidos de la memoria. No en vano estos cuentos, tras una apariencia de literatura de ficción, hoy constituyen un testimonio y una clara denuncia contra la represión política que los sistemas de poder institucionalizaron en el cono sur de América Latina.

En síntesis, cumpliendo con mi deber de comunicador social, debo manifestar que he logrado forjar, sin más recurso que la memoria honesta y modesta, una literatura de conciencia crítica, desde el Tablero de la muerte, que recrea la captura y muerte del Inca Atahuallpa, hasta Días y noches de angustia que, además de desvelar las atrocidades cometidas por la dictadura militar, obtuvo el Primer Premio Nacional de Cuento en la Universidad Técnica de Oruro, en 1984, seguido por la crítica especializada, que no dudó en señalar que con Cuentos violentos se estableció el tema de la tortura en la literatura boliviana del siglo XX.

jueves, 23 de mayo de 2013


MOSEBACKE

Cuando salgo a la calle, sin otro propósito que llegar a Mosebacke, primero abordó el autobús hasta Gullmarsplan y luego el metro que me deja en Slussen, estación por la cual transitan casi todos los peatones de la ciudad.

Me apeó en el andén y subo por las gradas que conducen hacia una plaza atestada de gente y de comerciantes vendiendo flores y frutas. A un lado de la plaza está el Museo de Estocolmo y, al otro, la magnífica construcción de Katarina Hissen, cuya silueta, recortada contra las aguas y el cielo, me provoca una sensación de vértigo, sobre todo, cuando entro en el ascensor que, en fracción de segundos, me deja en la plataforma más alta de Slussen.

A unos cien metros más adelante, cruzando por un puente metálico y venciendo una empinada gradería, me interno en la plaza de Mosebacke, donde, sentado a la sombra de los árboles, contemplo la cabina de teléfono antiguo y la estatua de las dos mujeres desnudas que, puestas en medio de una pileta de aguas cristalinas, parecen sirenas en una tarde ardiente de verano.

Al lado izquierdo, junto al Teatro del Sur, está el famoso restaurante de Mosebacke, cuya terraza, expuesta bajo la franela añil del cielo, permite tender la mirada sobre gran parte de Gamla Stan, como hizo una tarde de mayo Arvid Falk, el protagonista principal de la novela El salón rojo, de August Strindberg.

Desde mi asiento preferido, donde la brisa sopla en la cara, contemplo, entre revoloteos de palomas y graznidos de gaviotas, los puentes y barcos que decoran el canal y, a mis pies, una parte de Gamla Stan, donde las cúpulas y ventanas reflejan un pedazo de sol al declinar la tarde con su rosado resplandor.

El simple hecho de estar en el corazón de Estocolmo, fundado en 1352, es un acto de por sí inolvidable; primero, porque permite relajarse del estrés y el ajetreo cotidiano; y, segundo, porque ofrece un paisaje similar al de los cuentos de encanto, pues estar en la terraza de Mosebacke, rodeado de frondas verdes y azulinas aguas, es un modo de experimentar la belleza de la isla sobre la cual se erige la ciudad antigua, con sus casas apiñadas, calles angostas, arquitectura de reminiscencias medievales y canales cambiando de matices a la hora del poniente.

Al costado izquierdo, y a vuelo de pájaro, se distingue la cúpula de la Iglesia Mayor, desde la cual pueden dominarse los cuatro puntos cardinales de la ciudad y el laberinto de casas, con paredes de ladrillo, techos de latón y chimeneas alzándose hacia la concavidad del cielo. En este mismo lugar está emplazado el edificio del Parlamento, las oficinas gubernamentales y el Palacio Real.


Junto a la ribera del lago, y mirando hacia la ciudad antigua, se sobrepone el Ayuntamiento, donde todos los años tiene lugar la cena ofrecida a los galardonados con el Premio Nobel. La construcción, que demoró 12 años y requirió más de 19 millones de mosaicos, tiene una torre de oscuros ladrillos rojos, una bóveda de verde cobre, rematada con tres coronas doradas y un panorama que no conoce lengua capaz de describir su belleza.

Delante de Mosebacke, en la otra orilla del canal y en medio de un aire que huele a bosques, se divisa una hilera de museos y hoteles y, al costado derecho, el parque de distracciones oculto entre pinos y desniveles, y decorado por unos barcos que boyan en los muelles y otros que surcan las aguas del Mälaren. Más al fondo se pierde la vista y se hunde el horizonte que, en un día de verano, es una línea curva donde confluyen el cielo y la tierra.

Al desfallecer la tarde, los edificios caen en las aguas quebrando su simetría y dando la impresión de ser una ciudad anfibia, con una parte en la tierra y la otra en el canal. De pronto, al precipitarse la noche, se encienden las calles y los puentes en un alucinante juego de luces, como si la misma ciudad se hubiese sumergido en el agua con una transparencia y luminosidad inusuales. Al cabo de experimentar esta sensación, bajo un cielo constelado de estrellas, no queda más que retornar a mi casa, con la misma ilusión de siempre: volver a Mosebacke apenas le quite tiempo al tiempo y me invadan las ganas de sentarme junto al busto de August Strindberg y delante de un paisaje que, si bien no es comparable a las siete maravillas, tiene la magia de encandilar el corazón de los amantes fieles de la Venecia del Norte.    

lunes, 20 de mayo de 2013


EUGÈNE POTTIER, 
AUTOR DEL HIMNO DEL PROLETARIADO MUNDIAL

La Internacional, interpretada en las diversas manifestaciones políticas y culturales, es uno de los himnos más emblemáticos del movimiento obrero internacional. El texto fue escrito por Eugène Pottier (París, 1816 -1887), un tallista de madera que, desde sus 13 años de edad, empezó a ganarse el pan embalando cajones en la ciudad de Lille, al norte de Francia y cerca de la frontera con Bélgica.

Se cuenta que Pottier, que era hijo de una familia pobre, como pobre fue él a lo largo de su vida, escribió el texto de La Internacional en junio de 1871, tras la caída de la Comuna de París, en la cual participó activamente contra los monárquicos franceses, y que Pierre Degeyter, músico y obrero dependiente en una papelería, luego de encontrar los versos de La Internacional entre los papeles de su autor, compuso la melodía en 1888, consciente de que la música no sólo debe suscitar una experiencia estética en el oyente, sino también trasmitir un mensaje que convoque a la reflexión y la comprensión de una realidad social indeseada. 

Este canto, traducido a casi todos los idiomas por su connotación ideológica e importancia histórica, fue creado por dos trabajadores franceses, quienes depositaron lo mejor de sí en La Internacional, cuyos primeros versos, acompañados coherentemente por una composición de melodías, armonías y ritmos, retumban en el aire, al son de los instrumentos de viento y percusión, y entre voces que se alzan desde el fondo del alma, con una fuerza que estalla en el corazón: ¡Arriba, los pobres del mundo./ De pie, los esclavos sin pan!/ Atruena la razón en marcha,/ Es el fin de la opresión...

La internacional, desde que se la cantó públicamente en el congreso de la Segunda Internacional Socialista fundada en 1889, se ha convertido en el himno del proletariado mundial, en una obra musical que se entona a viva voz no sólo en los acontecimientos más significativos de las organizaciones sindicales, sino también en cada Primero de Mayo, al conmemorarse el Día Internacional de los Trabajadores. Este mismo canto, con diferentes modificaciones de la letra, ha sido interpretado en la Tercera y la Cuarta Internacionales; es más, llegó a ser himno oficial de la Unión Soviética entre 1918 y 1943.

Asimismo, no es extraño que los revolucionarios, que entonan este himno con el brazo izquierdo en alto y el puño cerrado, hagan suyo este texto que, en cada verso y estrofa, expresa sentimientos, circunstancias y pensamientos, como un llamado vehemente a la solidaridad entre los pobres, a la necesidad de lucha contra la opresión capitalista y al deseo de construir una sociedad con más libertad y justicia en un mundo que sea el paraíso de toda la humanidad.

Eugène Pottier, aparte de haber sido escritor, dibujante y revolucionario, fue un ser sensible capaz de trocar en versos sus pensamientos ideológicos más profundos. Sus biógrafos aseveran que poseía el don de la palabra y que a los catorce años de edad escribió su primera poesía, titulada: ¡Viva la Libertad! Desde entonces, no dejó de registrar con su puño y letra todos los acontecimientos políticos en Francia. Sus versos, que después de su muerte fueron musicalizados por diversos compositores, tenían la intención de despertar la conciencia de clase de los trabajadores y fustigar a la burguesía que estaba ingresando a su fase de descomposición imperialista.

Este militante obrero, fiel a su instinto de clase y credo revolucionario, estuvo presente en los diferentes acontecimientos del movimiento obrero suscitados en Europa a finales del siglo XIX. Fundó la Cámara Sindical de Talleres de Dibujantes y se afilió a la Primera Internacional. Durante el sitio de París, fue nombrado brigada de un batallón de la Guardia Nacional y delegado ante el Comité Central. Asimismo, en 1871, fue elegido por unanimidad para formar parte del consejo de la Comuna de París. Luchó en las barricadas en defensa de la Comuna y, tras la derrota de este movimiento insurreccional de los trabajadores, huyó de la represión de la Semana Sangrienta y de la ejecución, refugiándose en Inglaterra y Estados Unidos, donde trabajó como dibujante y maestro.

Durante su exilio, y asumiendo con dignidad su condición de inmigrante en tierras lejanas, escribió el poema Los obreros de los EE. UU. a los obreros de Francia, en el cual refleja la vida de los trabajadores bajo el yugo del sistema capitalista, dando cuenta de su miseria, su trabajo inhumano y su firme decisión de acabar con la explotación del hombre por el hombre. Estaba convencido de que los trabajadores de todas las latitudes, por encima de las fronteras nacionales, tenían las mismas necesidades y el mismo interés de lucha por hacer posible la revolución proletaria mundial, cuya vanguardia indiscutible es la clase obrera.

Años más tarde, cuando el gobierno francés concedió amnistía general y restableció el orden constitucional, Pottier retornó del exilio y reanudó sus actividades políticas en París, donde participó en la formación del Partido Obrero Francés y colaboró en el periódico El Socialista, junto con Paul Lafargue, quien, además de médico y periodista revolucionario, fue el yerno de Karl Marx y uno de los teóricos marxistas más connotados de su época.

Eugène Pottier se mantuvo activo en la vida política y en su quehacer literario, hasta que la muerte lo alcanzó el 8 de noviembre de 1887. El cortejo fúnebre, al que acudieron miles de trabajadores, se convirtió en una manifestación popular, donde no faltaron los gritos de: ¡Viva Pottier! El coche fúnebre llevaba la orla roja de los miembros de la Comuna, ante los ojos de la policía reaccionaria que, en medio de disparos y disturbios, intentaba arrebatar las banderas rojas que flameaban en la procesión. Muchos fueron los discursos a su memoria y muchos los artistas que musicalizaron sus versos. Sus restos descansan en el cementerio de Peré Lachaise, donde también están enterrados los revolucionarios que fueron fusilados tras la derrota de la Comuna de París.

V.I. Lenin, impactado por la muerte de este magnífico autor del himno del proletariado mundial, escribió en el No. 2 del periódico Pravda, del 3 de enero de 1913, palabras de hondo sentimiento y admiración: Pottier murió en la miseria, mas dejó levantado a su memoria un monumento imperecedero. Fue uno de los más grandes propagandistas por medio de la canción. En efecto, sus Cantos Revolucionarios, entre los que destacan La Internacional, El Terror Blanco, El Muro de los Federados y El Rebelde, fueron tan efectivos en la lucha anticapitalista como los discursos incendiarios de los líderes políticos y sindicales.
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Eugène Pottier murió sin ver el triunfo de la revolución proletaria, pero su poesía, convertida en himno y arma de protesta, lo mantiene más vivo que nunca. Sus textos parecen fantasmas que recorren el mundo y la letra de La Internacional, que se canta en coro y al unísono, es su mejor legado a la humanidad. No en vano los trabajadores, que se alzan con valor y solidaridad inquebrantable, repiten el estribillo: …¡Agrupémonos todos,/ en la lucha final!/ El género humano/ es la internacional.

Este himno revolucionario, debido a la fuerza en su melodía y el mensaje inherente en sus versos, parece haber nacido desde las mismas entrañas del proletariado internacional que hoy, como siempre, enarbola las banderas de lucha contra el sistema capitalista y honra la memoria de Eugène Pottier, cuyo talento y compromiso social quedaron plasmados en el ritmo marcial de La Internacional, que desde hace más de un siglo entonan millones de trabajadores a lo largo y ancho de este planeta, donde todavía no se han perdido las esperanzas de que otro mundo es posible.

jueves, 16 de mayo de 2013


ÓSCAR ALFARO, POETA Y REVOLUCIONARIO

Este imprescindible poeta boliviano fue una de las figuras cimeras de la poesía infantil y juvenil del siglo XX. Nació en Tarija en 1921 y falleció en La Paz en 1963. Estudió la primaria y secundaria en su ciudad natal, y prosiguió con sus estudios de Derecho en la Universidad San Simón de Cochabamba. Desde muy joven se distinguió como un excelente poeta y cuentista. A los 17 años publicó su libro Bajo el sol de Tarija. Trabajó como profesor de lenguaje y literatura en la Escuela Superior de Formación de Maestros Juan Misael Saracho en San Lorenzo y en varios colegios e institutos de Villamontes y La Paz, donde fue, además, productor del programa La república de los niños en la estatal Radio Illimani, mientras su producción literaria ocupaba las columnas de los periódicos nacionales y extranjeros.

Es por demás conocido que este poeta chapaco, de inconfundible perilla y honda sensibilidad humana, se hizo miembro del Partido Comunista de Bolivia e incursionó en la lucha política escribiendo versos que reflejaban las injusticias sociales, las necesidades económicas y las esperanzas de los ciudadanos más humildes del campo y las ciudades. Su poesía franca y combativa fue una fuente de inspiración de la cual bebieron poetas y cantautores como Nilo Soruco, a quien lo unía una sincera amistad y los ideales enarbolados por los portadores de la Bandera Roja. De esa afinidad artística, en la que se dan la mano la poesía y la música, nacieron decenas de canciones compartidas como la emblemática Moto Méndez, en homenaje al guerrillero Eustaquio Moto Méndez, caudillo de las luchas independentistas durante la colonia en la ciudad de Tarija.

Los estudios y los comentarios sobre su obra son abundantes, y todos coinciden en señalar que Óscar Alfaro es el poeta de los niños por excelencia. La escritora uruguaya Juana de Ibarbouru, refiriéndose a la calidad de su poesía, dijo: Su hermoso poemario ‘Bajo el sol de Tarija’ es rico de colorido y de folklore, de lirismo y de sentido poético y humano... Asimismo, Franz Tamayo, otro de nuestros grandes poetas, escribió lo siguiente: … Agradezco al delicado poeta don Óscar Alfaro, por el regalo de su precioso libro ‘Alfabeto de Estrellas’, muy digno del genio poético de nuestras juventudes... Tampoco está por demás citar las palabras de apreciación vertidas por Yolanda Bedregal, quien expresó en su debido momento: Nuestro Óscar Alfaro encarna la figura ideal del poeta, a quien imaginamos un ser elegido, en quien la persona humana y la obra están acordes sin ruptura entre conducta y expresión literaria…”

Este príncipe de la poesía para niños era dueño de una gran sensibilidad, que lo acercaba a los temas más sublimes de la infancia. En realidad, se puede decir que él no escribió sobre los niños sino para los niños. Su obra literaria, hilvanada con musicalidad y temas universales, lo convierten en un ser excepcional y en ese niño que él siempre quiso ser, enfrentado a las injusticias sociales como Peter Pan enfrentaba los ataques del Capitán Garfio.

Óscar Alfaro vivía y experimentaba su realidad con los ojos de poeta-niño, consciente de que incluso las personas mayores cargan a un niño en su interior desde la cuna hasta la tumba. No en vano dice en Viaje al pasado, poema dedicado a su madre: Desde adentro, desde adentro,/ desde el fondo de un abismo,/ viene corriendo a mi encuentro/ un niño que soy yo mismo.

En su extensa creación literaria destacan: Canciones de lluvia y tierra (1948); Bajo el sol de Tarija (1949); Canciones de la lluvia y tierra (1948); Cajita de música (1949); Alfabeto de estrellas (1950); Cien poemas para niños (1955); La escuela de Fiesta (1963); La copla vivida (1964); Poemas chapacos (1966); El circo de papel (1970); Caricaturas (1976); Sueño de azúcar (1985); Cuentos infantiles (1962); Cuentos chapacos (1963); El sapo que quería ser estrella (1980); El pájaro de fuego y otros cuentos (1990). Su obra póstuma, tanto en verso como en prosa, siguió siendo editada por sus hijos y su esposa, doña Fanny Mendizábal de Alfaro.

Si consideramos que este poeta, que empeñaba el cristal de su corazón con el llanto de los niños pobres, falleció a los 42, es natural que no haya visto editada toda su obra en vida. De seguro que quedaron muchos cuentos y poemas inconclusos y en manuscrito, que actualmente atesoran sus legítimos herederos; mas tratándose de un autor de reconocida trayectoria y talento inusual, es imprescindible hacer una selección de todo el material inédito para publicarlo junto a sus libros que ya se conocen a nivel nacional e internacional; es más,  es necesario preparar la obra completa de Óscar Alfaro y publicarla con la ayuda económica del Ministerio de Educación y Cultura o con fondos de alguna institución privada dedicada a fomentar el desarrollo de la cultural nacional. Ojalá esta obra completa, tan esperada por los lectores de todas las edades, sea una realidad antes de que se cumpla el centenario de su nacimiento en 2021.

Durante años, como la mayoría de los escritores de su época, perteneció a la segunda generación del grupo literario Gesta Bárbara. Obtuvo el Primer premio en el Concurso Nacional de Cuentos para Niños (1956); el Premio Nacional de Cultura con Cuentos Chapacos (1963) y sus Cuentos para niños fue incluido en la Lista de Honor de IBBY (1992). Sus libros, considerados ya clásicos en la literatura infantil boliviana, han sido reeditados innumerables veces y traducidos a otros idiomas.

No cabe duda de que Óscar Alfaro, quien supo combinar con maestría la imaginación infantil y el juego de palabras, seguirá siendo el mejor escritor para niños; más todavía, en su condición de hombre comprometido con la realidad social, cultivó una poesía revolucionaria y de reflexión, porque tenía el corazón al lado de la causa de los marginados y desposeídos; una constante ideológica que se aprecia con nitidez en su obra escrita con coraje, sencillez y belleza.

La obra de Óscar Alfaro sigue vigente, a pesar de los cambios históricos que se han suscitado en las últimas décadas en Oriente y Occidente, pues en el mundo sigue primando la injusticia y la depredación de la naturaleza, mientras los ideales de libertad siguen buscando un asidero en los versos de los poetas enamorados de la paz, la libertad y la justicia social.

Un buen ejemplo de lo que se afirma es su poema El pájaro revolucionario”, cuyos versos exclaman: “Ordena el cerdo granjero:/ ¡Fusilen a todo pájaro!/ Suelta por los trigales/ Su policía de gatos…/ Al poco rato le traen/ Un pajarillo aterrado/ Que aún tiene dentro del pico/ Un grano que no ha tragado./ ¡Vas a morir por ratero...!/ ¡Si soy un pájaro honrado./ De profesión carpintero./ Que vivo de mi trabajo!/ ¿Y por qué robas mi trigo?/ Lo cobro por mi salario/ Que usted se negó a pagarme/ Aún me debe muchos granos./ Lo mismo está debiendo/ A los sapos hortelanos,/ Al minero escarabajo,/ A las abejas obreras/ ¡Y a todos los que ha estafado!/ Usted hizo su riqueza/ Robando a los proletarios.../ ¡Qué peligro!... ¡Un socialista!/ ¡A fusilarlo!... ¡Apunten!.. . ¡¡¡Fuego!!!/ Demonio… si hasta los pájaros/ En la América Latina/ Se hacen revolucionarios…

domingo, 5 de mayo de 2013


EN LAS MONTAÑAS DE LLALLAGUA

Llegar a Llallagua desde Huanuni, por un tramo que ahora está asfaltado, implica cruzar por una topografía accidentada, con zonas ecológicamente semiáridas, cañadones vertiginosos y ríos caudalosos en épocas de crecida. En algunos sitios, contemplados desde la ventanilla de la flota, el panorama de la meseta andina presenta terrenos con ausencia de agua, serranías, cuencas y quebradas sin atisbos de vida. A ratos, cuando la flota avanza por caminos que parecen víboras reptando por las laderas de los cerros, donde la paja brava y los arbustos silvestres son mecidos por el viento, se tiene la sensación de estar ingresando en un mundo dominado sólo por el frío y la naturaleza salvaje.

En la tranca de Llallagua, cerca del Campamento Uno y los desmontes, un Cristo de mármol, con los brazos abiertos y la mirada impertérrita, da la bienvenida a los pasajeros que arriban en autos particulares, flotas y minibuses desde Oruro, tras ganar la distancia en una flamante carretera que el gobierno hizo construir como símbolo de progreso.

La población civil, que se vislumbra desde la tranca, como arrinconada contra las montañas, parece descolgarse hacia una pendiente. Sus principales calles, angostas y serpenteantes, están atestadas de gente y ostentan con orgullo tiendas, farmacias, alojamientos, pensiones, taxis, puestos de chucherías y hasta uno que otro karaoke para divertirse y pasar la noche entre trago y trago, salvo los días miércoles en que se aplica la Ley Seca, que las autoridades municipales determinaron para evitar el consumo excesivo de bebidas alcohólicas entre los universitarios.


La población de Llallagua, desde que la dejé hace 34 años atrás, ha crecido en lo demográfico, a pesar de la relocalización de las familias mineras tras el Decreto Supremo 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro lanzó en 1985. Las plazas presentan una vegetación pintoresca y las empinadas calles lucen construcciones de arquitectura avanzada, como si el resplandor de otros tiempos hubiese vuelto a instalarse en esta tierra hecha de mineros y minerales.

En la Calle Linares, donde se hunde el terrero como un tobogán y por cuyo pequeño puente cruza el Ch’aquimayu (Río Seco), se encuentra la frontera entre el campamento minero de Siglo XX y la población civil de Llallagua, en cuyos bares y bazares zumba, a todo volumen y desde los parlantes instalados en plena acera, la música chicha y los wayños del norte de Potosí.

Caminar por esta calle, que antes me parecía más ancha y larga, me trajo un tumulto de ideas que se me agolparon en la mente. Lo mismo experimenté cuando estaba en la Plaza 6 de Agosto y en la Plaza del Minero de Siglo XX, delante del estoico monumento al minero, la estatua de Federico Escóbar y el busto de César Lora; dos grandes luchadores obreros que ofrendaron su vida a la causa de la revolución proletaria.


Mirar el balcón del Sindicato Mixto de Trabajadores, que ahora me parecía también más pequeño que entonces, me evocó la nostalgia del pasado, aquellos años en que, en mi adolescencia turbulenta y en mi condición de representante de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, hablaba ante una muchedumbre que colmaba la plaza cada vez que se trataba de pedir la libertad del fuero sindical, el retiro de las tropas militares acantonadas en los balnearios de Uncía o protestar contras las injusticias sociales.
   
En lo alto de las montañas de Llallagua, donde me paré con la mirada tendida en el horizonte, una serie de recuerdos desfilaron por mi mente, como los campamentos esparcidos alrededor de la pulpería, la estación de trenes en Cancañiri, el ulular de la sirena del Sindicato, los balnearios termales de Catavi, los teatros construidos en piedra labrada y en cuyas salas nunca se repetía la misma película dos veces.

Los campamentos están habitados por cooperativistas mineros y estudiantes de la Universidad Nacional Siglo XX. Lo mismo ocurre en Cancañiri, campamento ubicado en la parte alta de Siglo XX, abierta entre los años de 1902 y 1905 para los trabajadores de la mina llamada Bocamina Cancañiri, que fue abandonada tras el Decreto Supremo 21060. Las casas fueron desmanteladas por el paso del tiempo y algunas hileras del antiguo campamento quedaron reducidas al ras del suelo, aunque algunos aseveran que, con la conformación de las cooperativas mineras, tienen nuevamente el aspecto de un pueblo pequeño. Yo no me lo creo, porque en este lugar, donde había una pulpería, una cancha de basquetbol, una botica, una estación de ferrocarril, un cine y una escuela, hoy no queda más que escombros a lo largo de un camino accidentado y pedregoso.  


De todos modos, la historia de esta población minera, cuyas calles escupen polvo y los vientos silban como condenados entre las quebradas de un río que arrastra copajira, comienza y termina en la cima de estos cerros enclavados en la cordillera andina, desde donde se puede divisar, bajo el color añil del cielo, una cadena de montañas que se pierden a lo lejos como las crestas de un mar embravecido.

La leyenda cuenta que los nativos del altiplano, antes de consumada la conquista en estas tierras agrestes, bautizaron a uno de los cerros con el nombre de Llallagua o Llallawa, en honor a un espíritu benigno que, como el Ekeko de joroba prominente y apéndice fálico, trae abundancia en las cosechas de la papa, sobre todo, cuando la Pachamama se regocija concediéndoles a sus hijos un tubérculo más grandes de lo normal y en forma de dos papas unidas entres sí, como si fuesen siameses unidos por el vientre.

Como se trataba de abundancia y prosperidad, se cuenta que en estas escarpadas cumbres, parecidas a las jorobas de dromedarios en reposo, se escondían las riquezas minerales en las profundidades de la Pachamama, a la espera de que los topos humanos hirieran la roca a fuerza de combo, barreta y pico, y penetraran hasta sus más recónditas oquedades para explotar las vetas de estaño entre rituales, ch’allas y explosiones de dinamitas.

Asimismo, se cuenta que Juan del Valle, uno de los conquistadores que llegó a estas tierras en el siglo XVI, fue el primero en pisar estas cumbres en 1564 y el primero en escarbar el cerro en un intento por encontrar las mismos yacimientos de plata que sus coterráneos explotaban a manos llenas en el Cerro Rico de Potosí; mas una vez frustrado en sus propósitos, el conquistador, embestido en armaduras de hierro y montado a horcajadas sobre el lomo de un caballo, abandonó el lugar y desapareció para siempre en la noche de los tiempos, sin dejar más huellas que el cristiano nombre de Espíritu Santo, con el que rebautizó a estos cerros de Llallagua.


Siglos después, en estas mismas montañas, ubicadas a 4.675 metros sobre el nivel del mar, pletóricas de estaño y sedientas de vidas humanas, amasaron fortunas el chuquisaqueño Pastor Sainz, el inglés John B. Minchin, hasta que apareció el cochabambino Simón I. Patiño, el cuarto y último dueño de estas tierras que dieron tantas riquezas al mundo a cambio de pobreza. Los biógrafos de Patiño refieren que este hombre, de estatura mediana, espaldas anchas, rostro cuadrangular y bigote espeso, presentía desde un principio que el cerro estaba a punto de hacerle una gran revelación. Compró la mina La Salvadora a mediados de 1897 y dispuso todos sus ahorros en abrir los rajos de una mina con la ayuda de varios peones, hasta que al filo del siglo XX, tras la detonación de una descarga de dinamitas, se hizo el milagro de Llallagua. Los trozos del metal del diablo esparcidos por doquier eran de altísima ley y no necesitaban ser triturados en una chancadora a mano ni ser procesados antes de ser transportados a lomos de mula y llama hasta el puerto de Antofagasta y de allí, por alta mar, a los hornos de fundición de la Williams Harvey & Co. en Liverpool.

En los siguientes años, emborrachado por las ganancias que parecían lloverle desde el cielo como por gracia divina, adquirió otras minas y su fortuna se multiplicó de una manera asombrosa. Entonces cambió a las mulas y llamas por el Ferrocarril Machacamarca-Uncía, que hizo construir en 1911, para transportar las cargas de mineral directamente desde la bocamina hasta las costas chilenas. En julio de 1924 consolidó sus intereses en la Patiño Mines and Enterprises Consolidated, tras aliarse con accionista norteamericanos para asegurar sus propiedades, compuestas fundamentalmente por la Compañía Estanífera Llallagua y La Salvadora. En 1940, según reveló una revista de Nueva York, Patiño se encontraba entre los diez hombres más ricos del mundo y fue llamado Rey del Estaño.


La fortaleza de Patiño estaba ubicada en Miraflores, aledaña al cerro de Llallagua y sólo separada por unos kilómetros, donde estableció su vivienda, una planta eléctrica y un ingenio de minerales. Su vivienda, que actualmente es un Museo de fachada deteriorada, fue un regalo a su mujer Albina Rodríguez Ocampo, quien lo apostó todo por la suerte de su marido en las malas y en las buenas. Quizás por eso Patiño, en recompensa por todo lo que ella hizo desde un principio, la llevó a vivir como a una reina en París, mandó a construir en su nombre el Palacio Portales en Cochabamba y la Villa Albina, una vivienda señorial en Pairumani, donde el inmueble, desde el piso hasta el techo, fue importado en trasatlánticos desde el Viejo Mundo.

Llallagua, desde fines del siglo XIX, se constituyó en el centro neurálgico de la economía nacional y la vida republicana. Aquí se organizó la primera industria moderna de Bolivia, aquí nació el sindicalismo minero y fue el escenario principal de los partidos políticos de la izquierda tradicional, que impulsaron a los trabajadores a luchar, a brazo partido y la frente altiva, para conquistar sus reivindicaciones políticas, sociales y económicas. Aquí se ganó la reducción de la jornada de trabajo a 8 horas y aquí hicieron gran fortuna los pioneros del capitalismo minero.


Las riquezas extraídas del vientre de estas montañas han puesto y depuesto a presidentes de la república. Entre estas mismas laderas, en las cuales se vertió sangre obrera, se firmó la nacionalización de las minas después del triunfo de la revolución nacionalista del 9 de abril de 1952, cuyo principal objetivo fue sepultar al Estado oligárquico, representado por los magnates mineros Simón I. Patiño, Mauricio Hoschild y Carlos Víctor Aramayo, conocidos también como los barones del estaño.

Las laderas y las pampas de estas poblaciones mineras, dignas de ser registrada en los anales de la memoria histórica, están teñidas con sangre obrera. Baste citar la masacre minera de Uncía, en 1923; la masacre de Catavi, en la pampa María Barzola, en 1942; la masacre de Siglo XX, en 1949; la masacre en la noche de San Juan, en 1967. Empero, es probable que la peor masacre de todos los tiempos haya sido el Decreto Supremo 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro promulgó el 29 de agosto de 1985, provocando el despido masivo o la relocalización de miles de trabajadores, quienes abandonaron sus fuentes de trabajo para buscarse otras formas de sustento fuera de los campamentos mineros que, poquito a poco, fueron ocupados por los estudiantes llegados del interior y por los “cooperativistas”, que empezaron a trabajar, sin seguridad laboral alguna, los residuos que dejó la bonanza minera de principios de 1900.

En la bocamina de Siglo XX -ahora rodeada por despojos y rieles oxidados, vagones metaleros en desuso, ruinas de inmensas estructuras que un día fueron ingenios, andariveles, barracas-, lo único que ha quedado en el dintel de la bocamina es la estatuilla de la Virgen de la Asunción y en el interior de mina la estatuilla diabólica del Tío.


Quién creería que al pie de estos cerros, que en el periodo Devónico fueron volcanes en erupción, se levantaron a unos 4.400 metros sobre el nivel del mar los campamentos mineros de Siglo XX y la población civil de Llallagua, y existieron socavones que, convertidos en tragaderos de vidas humanas, manaron alrededor de 30 mil toneladas métricas de estaño fino por más de medio siglo, desde la época en que Patiño descubrió la veta más rica del mundo en el Cerro Juan del Valle, hasta el estallido de la revolución nacionalista de 1952.

En la actualidad, en este pueblo acunado por quechuas y aymaras, donde todavía sobreviven las tradiciones ancestrales y se dio un mestizaje cultural sin precedentes tras el arribo de los conquistadores ibéricos, la actividad económica más significativa en el área rural es la agricultura y la ganadería, en tanto que en el área urbana la actividad principal es la administración pública, el comercio artesanal y la explotación del estaño. Todo esto secundado por la actividad universitaria, que le devolvió vida a la población civil que se resiste a sucumbir en los polvos del olvido. No en vano el himno compuesto por Liborio Salvatierra, nos habla en sus versos del valor y la fuerza que caracteriza a los hombres de esta tierra: De estirpe morena Llallagua bendita/ Bañada de gloria estaño y sudor/ Un pueblo pujante con paso triunfante/ Marcha altivo con fuerza y valor/ Tu nombre por siempre retumbara/ El mundo entero escuchara/ De valientes mineros la gloria/ Que han escrito con sangre la historia…


Volver a dejar Llallagua, quién sabe por cuánto tiempo, es como sentir una estocada en el alma, mientras el corazón palpita como el eco de las explosiones de dinamitas en el interior de la mina. Con todo, sujeto a la nostalgia de quien abandona su terruño amado, no queda más que abrazarse a la idea de que esta población minera, ubicada en la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí, fue, es y será para siempre la tierra de mis primeros amores, el baluarte que forjó mis ideales y el ámbito en el cual contextualicé una buena parte de mi obra literaria.