martes, 28 de febrero de 2012


VÍCTOR MONTOYA EN EL MINISTERIO DE CULTURAS

El pasado viernes 24 de febrero, el reconocido periodista y escritor boliviano Víctor Montoya presentó su libro Cuentos en el Exilio, testimonio de exiliados latinoamericanos en tiempos de dictaduras militares que aterrorizaron Suramérica.

Radicado en Suecia hace 34 años, Montoya fue perseguido, torturado y encarcelado en 1976 por su participación en actividades políticas.

Entrevistado por Prensa Latina, el escritor señaló haber sido un exiliado político por luchar por los derechos humanos y la justicia social en tiempos de dictadura militar en Bolivia, un régimen que trató de imponer una normativa apegada al imperialismo norteamericano, acotó.

Mi exilio se debe al mismo hecho de los miles de latinoamericanos que durante los años 70 del pasado siglo salieron de sus países a causa del denominado Plan Cóndor.

Este libro está inspirado en las experiencias que tiene un exiliado político que desterrado de su país es obligado a vivir la distorsión de una realidad distinta, el enfrentamiento a un nuevo idioma y una nueva forma de vida, explicó.

Quiero con este libro tratar de dejar un testimonio que aunque personal también resulta colectivo, porque trata la experiencia de muchos exiliados políticos latinoamericanos, agregó.

El precedente que quiero dejar con mi obra es que la gente de hoy y las futuras generaciones sepan los desastres que hicieron con los seres humanos esas dictaduras militares, que incluyeron la tortura y el asesinato, subrayó.

Su libro Cuentos en el Exilio es un compendio de 43 cuentos que fue publicado por primera vez en 2008 en España y ha sido traducido a varios idiomas.

Según el presidente de la Sociedad de Escritores de El Alto, Beimar Montoya-Villa, la obra de Montoya es compleja y completa, y contiene cuentos eróticos, violentos, de ficción y alegorías con un tinte político-social.

Montoya, quien desde su infancia compartió vivencias con los mineros, realizó diversas publicaciones en los géneros de novela, cuento, ensayo y crónica periodística.

En su obra destacan Huelga y Represión (1979), Días y noches de angustia (1982); Cuentos violentos, publicada en 1991, y Cuentos en el exilio (2008), el Premio Nacional de Cuento en 1984, así como otros lauros en Suecia y España.

oda/abm
Prensa Latina, La Paz, 27 feb.

jueves, 23 de febrero de 2012


OBRA DE VÍCTOR MONTOYA TRADUCIDA AL FRANCÉS

La editorial L' Harmattan, en su colección dedicada a la literatura latinoamericana, acaba de publicar Cuentos de la mina, cuyo cuidado y traducción estuvo a cargo de Emilie Beaudet, una francesa que conoce como pocas la realidad boliviana.

Emilie Beaudet, quien hace años escribió una tesis de licenciatura sobre Domitila Barrios de Chungara, tradujo también una serie de crónicas mineras de Víctor Montoya, que primero aparecieron en su blog Montagnes d’ ici et d’ ailleurs y posteriormente en varias publicaciones francesas.

Víctor Montoya es, sin lugar a dudas, uno de los pocos escritores bolivianos traducidos a la lengua de Victor Hugo y es el primer escritor de cuentos mineros cuya obra está siendo traducida y difunidada en otros idiomas. No en vano dio a conocer que dentro de poco se publicará también la versión alemana de Cuentos de la mina.

El libro, de 224 páginas ilustradas con fotografías de Jean-Claude Wicky, Stanislas de Lafon y otros, resalta en la portada la imagen impactante del Tío de la mina, concebida por el pintor español M. L. Acosta, y en la contraportada se lee: Este libro, compuesto por 'Cuentos de la mina'  y 'Conversaciones con el Tío', refleja una de las vertientes más ricas de la narrativa de Víctor Montoya, quien rescata y recrea el mundo mágico y mítico de las minas y los mineros de Bolivia, a partir de dos criterios fundamentales: primero, alejándose conscientemente del llamado 'realismo social' y, segundo, sumergiéndose en el subconsciente colectivo de los habitantes del altiplano, en un intento por atrapar a las fuerzas telúricas de la cosmovisión andina, donde se genera un mestizaje cultural y supervive el sincretismo religioso a través de un personaje ambivalente como es el Tío; una deidad del bien y del mal que habita en el vientre de las montañas y a quien los mineros, en un acto de sumisa veneración, le temen y le rinden pleitesía ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

Contes de la mine - Conversations avec le Tio (2012), incluye además una extensa biografía del autor, el prólogo del asturiano Benigno Delmiro Coto y la excelente traducción de Emilie Beaudet, quien al recibir los primeros ejemplares sintió una honda satisfacción, porque estaba consciente de que este libro, en el cual puso todo su empeño y cariño, es en parte su criatura del alma, no sólo porque a partir de ahora circulará entre los lectores galos, sino también porque es un libro que le acercó como nunca al mundo mágico y secreto del Tío, a quien aprendió a ch’allarle a la usanza de los mineros bolivianos, con la esperanza de que Contes de la mine - Conversations avec le Tio, que lleva la impronta de su traducción, sea bien recibido por los lectores y la crítica literaria. 


Imágenes:

1. Portada del libro
2. La ch'alla del libro. Foto de Emilie Beaudet

viernes, 10 de febrero de 2012


EL CUENTO MINERO EN LA LITERATURA BOLIVIANA 
 
La editorial Los Amigos del Libro, en su colección de Enciclopedia Boliviana, publicó la antología Cuentos mineros del siglo XX, cuyo compilador es el investigador y narrador Ricardo Pastor Poppe, quien ejerce la cátedra de lengua y literatura españolas en Saginaw Valley State University, Michigan, EE. UU.

La antología recoge una serie de cuentos publicados en formato de libro a lo lago del siglo XX, y que, por su naturaleza, trasuntan el tema minero con todos sus elementos lingüísticos y contextuales, como es la explotación despiadada del minero, la palliri (mujer que rescata los trozos de roca mineralizada en los desmontes) y los chivatos (niños que sirven de guías y ayudantes en el interior de la mina).

Los cuentos mineros, a diferencia de la cuentística en general, asumen un claro compromiso social con los explotados, mientras el mensaje, sin perder su valor estético, es un llamado vehemente a la toma de conciencia sobre esta realidad, que en la obra de los escritores se torna en material explosivo.
 
Los distritos mineros han sido desde siempre fuentes de inspiración tanto para pintores como para escritores; quizás por esto, la mayoría de las obras más representativas de la literatura boliviana -en lo que respecta, sobre todo, a las novelas-, centran su eje temático en las minas, donde los campesinos se proletarizaron tras el advenimiento de la gran industria minera, y a medida que ésta se va incorporando a la economía capitalista -ya en su fase de descomposición imperialista-, se va estructurando un sólido proletariado nacional, con una gran energía combativa y una capacidad organizativa sin precedentes. De modo que, cuando la oligarquía minera se enrola en las esferas del poder, aliada a las fuerzas reaccionarias, la clase obrera se apodera de lo más avanzado de la doctrina revolucionaria y orienta su lucha contra las injusticias sociales, procurando lograr un aumento salarial y mejorar sus condiciones de vida; hechos que se reflejan, desde la perspectiva de cada autor, en los cuentos y novelas de ambiente minero.

De otro lado, es necesario aclarar que el minero no sólo es un ser físico, embrutecido por la coca y el alcohol, sino también un gigante que pelea contra las rocas con el mismo ímpetu que lo hace contra sus enemigos de clase. Asimismo, los distritos mineros no sólo son basurales rodeados de tinajas de chicha o pequeñas excrecencias enclavadas entre los cerros, con sus casitas que parecen una manada de burritos peludos, sino también los laboratorios de la revolución boliviana, pues allí nacieron los primeros bastiones del sindicalismo obrero y allí se encontraron los mejores filones de estaño que, durante más de un siglo, constituyeron la columna vertebral de la económica del país.

Las características fundamentales de la cuentística minera, además del realismo social y el compromiso político, son las escenas costumbristas, las descripciones del trabajo dantesco, el código lingüístico propio de las culturas andinas, la presencia telúrica del altiplano, la tragedia familiar, las luchas reivindicativas, las huelgas, las masacres y, por último, las creencias que forman parte del universo mitológico de los mineros, quienes, por su ascendencia campesina y su mentalidad proclive a las supersticiones, viven entre el Bien y el Mal, entre el culto cristiano a la Virgen del Socavón y el culto pagano al Tío, dueño y señor de las minas y los minerales. El aspecto mitológico juega un papel trascendental en la literatura minera, desde el instante en que sus protagonistas rinden tributo a sus deidades, con la esperanza de que éstos les protejan de los peligros y les concedan los filones más ricos de estaño.

El compilador, quien anteriormente incursionó en la temática minera con su libro Escritores andinos: la mina, lo telúrico y lo social (1987), analiza sucintamente cada uno de los cuentos y proporciona datos relevantes sobre la vida y la obra de los siguientes autores: Jorge Barrón Feraudi, Hugo Blym, Adolfo Cáceres Romero, Adolfo Costa du Rels, Walter Guevara Arze, Luis Heredia Heredia, José Millán Mauri, Walter Montenegro, Víctor Montoya, René Poppe, Adolfo de la Quintana y Oscar Soria Gamarra. El libro incluye una bibliografía y un extenso glosario de voces quechuas, aymaras y términos mineros, con la intención de proporcionarle al lector, tanto nacional como extranjero, un instrumento práctico que le permita comprender mejor el código lingüístico de la literatura de ambiente minero.

Cuentos mineros del siglo XX, sin lugar a dudas, es un valioso aporte a la literatura latinoamericana y una muestra de que en Bolivia, aunque ya no están en boga los yacimientos de plata y de estaño, tras cuatro siglos de explotación y saqueo imperialista, la cuentística minera sigue valiendo un Potosí, así los llamados críticos del “realismo social” no hayan acercado sus narices hacia esta rica veta de la literatura boliviana.

martes, 7 de febrero de 2012


VÍCTOR MONTOYA PRESENTÓ CUENTOS EN EL EXILIO

La edición Bolivia de Cuentos en el Exilio, que fue lanzada en octubre del 2011 por la editorial Kipus de Cochabamba, se presentó en la ciudad de El Alto, donde actualmente reside el autor del libro, quien retornó al país después de 34 años de ausencia.

Víctor Montoya, según afirmaciones de la crítica especializada, está considerado como uno de los mejores narradores latinoamericanos y como uno de los principales impulsores de la moderna literatura boliviana.

Su libro Cuentos en el Exilio, escrito con pasión y destreza narrativa, recoge no sólo sus experiencias a partir de su excarcelación, como refugiado político, sino también sus anhelos y añoranzas por la tierra que lo vio nacer. De ahí que sus páginas resultan ser mucho más que el testimonio de un exiliado que sufrió la persecución, la tortura, la prisión y el destierro, que lo privó de sus derechos más elementales como ciudadano boliviano.

El libro, que estuvo a la venta en el acto de presentación, fue autografiado por el autor, quien explicó que los cuentos son la viva expresión de un hombre que experimenta en carne propia, a través de las pesadillas y en la absoluta soledad, las secuelas que dejan las torturas, como ésas que las dictaduras militares aplicaron contra sus opositores políticos durante la denominada Operación Cóndor, que se prolongó en cinco países del Cono Sur entre 1974 y 1982.

Víctor Montoya declaró ser un autor comprometido con la realidad social y dijo que sus cuentos escritos en el exilio -incluso aquellos que abordan temas fantásticos nacidos del subconsciente, entre la ficción y la realidad- son ecos de denuncia y de protesta contra los sistemas de poder que suelen aplastar la voluntad de las personas consideradas no gratas de una manera casi kafkiana.

La presentación se efectuó en el Teatro Municipal de Cámara, de la Alcaldía Quemada de El Alto, el viernes a las 10:30 a. m., con la asistencia de la prensa y de un público interesado en conocer al autor de Cuentos en el Exilio. Entre las personas que hicieron uso de la palabra estaban Julio Callisaya, Director de Cultura de la Municipalidad, Eusebio Tapia Aruni, compañero de cautivero del autor en la cárcel de San Pedro y Beimar Montoya, presidente de la Sociedad de Escritores de El Alto, los mismos que destacaron la producción prolífica de uno de los autores bolivianos con mayor resonancia a nivel nacional e internacional.

Víctor Montoya, quien dijo sentirse un alteño más, agradeció a los presentes por haberlo recibido desde un principio con los brazos abiertos y con muchos votos de aliento. Dijo, asimismo, que se encontraba como el pez en el agua luego de haber retornado al encuentro de sus ancestros y de un país multifacético, cuyas mil caras intentó retratar en sus textos literarios desde que publicó, en 1979, su primer libro de testimonio Huelga y represión.

miércoles, 1 de febrero de 2012


LA LETRA CON SANGRE ENTRA

La primera vez que mi madre me llevó a la escuela, la mañana era calurosa y polvorienta. Yo tenía guardapolvo blanco, sandalias de cuero negro y un mundo de ilusiones. Pensé que al fin se me abrirían las puertas de ese establecimiento misterioso y temido, del cual me hablaron tanto mis compañeros de juego. Los profesores sacan los conocimientos hasta por los bolsillos, me dijeron. Les falta un pelo para ser bibliotecas andantes y dejar de ser mortales de carne y hueso.

En el trayecto, cuya distancia entre la casa de mis abuelos y la escuela se podía ganar en un minuto a vuelo de pájaro, recuerdo que mi madre me apretaba la mano como si me fuese a reventar los dedos. Ella caminaba redoblando los pasos y yo casi flotando a un palmo del suelo.

Al llegar a la plaza del pueblo, a poco de vencer un laberinto de callejones, mi madre se plantó de súbito, levantó el brazo y, enseñándome un letrero, dijo: Ésta será tu escuela. Se llama Jaime Mendoza. Miré el letrero con el rabillo del ojo y sentí escalofríos, pues sabía que en esta escuela, de paredes húmedas y pupitres desvencijados, se castigaba a los desobedientes y se premiaba a los inteligentes.

Cuando entramos a la escuela, mi madre desapareció en la sala de profesores, mientras yo la aguardaba en el patio, sentado en un rincón, escuchando voces que estallaban a mi alrededor y trepando con la mirada por las paredes grisáceas.

Al toque de campana, los niños rompieron el bullicio y formaron en columnas de a dos. Yo permanecí en aquel rincón, sin moverme ni hablar, hasta que escuché la voz de mi madre, quien me tomó de la mano y me condujo hacia donde estaban los compañeros de mi clase. Éste es mi hijo, le dijo a la profesora, con una sonrisa amplia. La profesora no contestó, se limitó a bañarme con una mirada fría y a esbozar un rictus de tedio y mal humor.

Cuando ocupé mi puesto en la fila, me entraron ganas de llorar a gritos; pero como sabía que los hombres no deben llorar, y menos en la escuela, me mantuve con las manos empuñadas y los dientes apretados. Mi madre se arrimó sobre mi hombro y, acercando sus tibios labios a mi oreja, dijo: Tienes que respetar a tu profesora como a tu segunda madre. Luego depositó un beso en mi frente, se volvió y se marchó. La perseguí con la mirada y, antes de que desapareciera detrás de la puerta, sentí ganas de orinarme; mas me inhibí al oír al portero, cuya voz de mando se sobreponía a la algarabía de los niños y los redobles de la campana.

A las nueve de la mañana, dos niños, de cabezas rapadas y zapatos lustrosos como sus caras, izaron la bandera en un mástil herrumbroso. Entonamos el himno nacional deformando el hado en helado y propicio en prepucio. Al final del acto, el director habló de cosas que no entendí; sus palabras eran tan difíciles y abstractas como las del himno nacional.

Después entramos en el aula, nos sentamos en los pupitres de dos en dos. La profesora leyó nuestros nombres en orden alfabético y, al nombrarme a mí, me miró a los ojos y preguntó: ¿Tú te llamas Víctor o Luis? Víctor, contesté con voz quebrada. Ella levantó el bolígrafo a la altura de su nariz ganchuda y tachó mi nombre como haciéndome desaparecer del mapa. Se plantó frente a nosotros, mirándonos uno por uno, y advirtió: En esta clase está prohibido hablar, jugar y preguntar.

Por la tarde, apenas oí el portazo que me sacudió como si el golpe lo hubiese recibido yo, la profesora apretó una tiza entre los dedos y exclamó: Hoy les presentaré a una señora redonda y con cola. Se llama “a”. Y, mientras la representaba gráficamente en la pizarra, agregó: Ésta es la primera letra de nuestro abecedario.

Al día siguiente no quise volver a la escuela. Preferí jugar con mi auto de latas y carretas de hilo, pero como mi madre me amenazó con llevarme de la oreja, no tuve más remedio que alistar mis útiles y asearme el cuerpo, ya que la profesora tenía la manía de revisar las orejas, los calcetines, las uñas y el pañuelo. A quienes tenían las uñas sucias les daba un reglazo en la palma y a quienes se olvidaban el pañuelo los hacía volver a casa. La disciplina era tan espartana que los niños, más que niños, éramos soldados en miniatura.

Desde el inicio escolar transcurrieron ya varios días, semanas y meses, pero yo no aprendí ni siquiera a diferenciar las vocales de las consonantes. En cambio el compañero de banco, un chico de origen campesino, que casi siempre venía en harapos y cuyo castellano estaba salpicado de interferencias quechuas, sabía ya leer y escribir de corrido. Su padre trabajaba en la misma galería del interior de la mina que mi padre y mi madre era la profesora de su hermana en la escuela de niñas; razones suficientes para que fuese mi mejor amigo. Además, me defendía de la agresión de los mayores y me ayudaba a hacer los deberes escolares. Se llamaba Juan -digo se llamaba, porque no hace mucho que murió aplastado por una roca en la mina-. Los dos solíamos jugar en los recreos. Le invitaba a comer una fruta y él depositaba un puñado de habas tostadas en el cuenco de mi mano. Ambos éramos aburridos y nunca reíamos a carcajadas, ni siquiera cuando los payasos y titiriteros venían a la escuela. Eso de las carcajadas era una suerte de privilegio reservado sólo para los niños felices. Nosotros éramos otra cosa. La alegría la teníamos oculta en algún recóndito lugar del ser. No hablábamos en voz alta ni nos oponíamos al autoritarismo de los adultos. Ya entonces estuvimos acostumbrados a la pedagogía del silencio.

Todavía recuerdo el día en que Juan y yo llegamos tarde a la escuela por jugar con las canicas. El portero abrió la puerta y nos propinó un coscorrón a cada uno. Próximos a nuestra aula nos persignamos escupiendo tres veces al suelo, pero esta creencia popular no dio resultado, pues apenas cruzamos la puerta, la profesora nos tomó por las orejas sacudiéndonos en el aire.

Cuando nos soltó de golpe, sentí que un hilo de sangre corría por mi cuello y que un sudor frío me empapaba el cuerpo. De mis ojos querían brotar lágrimas y de mis labios improperios, y, sin proponérmelo, dejé caer la mirada en el instante en que la profesora me dio un revés de mano que me ardió en la cara. Seguidamente me dio un empellón y me arrinconó contra la pared, donde me puso de rodillas sobre dos piedras del tamaño de las canicas. A Juan lo puso de plantón, los brazos en alto y varios libros apilados sobre las manos. En esta posición nos mantuvimos hasta la hora del recreo.

Desde entonces fueron mayores mis deseos de no regresar a la escuela, y aunque me sentía como Pinocho, un niño ni muy bueno ni muy malo, jamás se me ocurrió la idea de ser un niño obediente para luego convertirme en un niño de verdad. Lo que yo quería era morirme y no volver a ver la figura de mi profesora, quien, por lo demás, tenía un horrible moño en la cabeza, la cara prismática, el estómago abombado y las piernas tan delgadas como los tacones de sus zapatos.

Cada vez que me acosaba la idea de no ir a la escuela, no sabía cómo explicárselo a mi madre. Sabía que no me iba a entender. Entonces tramaba planes entre el silencio y el desvelo, simulando estar enfermo o dormido; pero mi madre, conocedora de mis manías, me levantaba de un grito y me daba unas pastillitas que me provocaban náuseas. Frustrados mis planes, salía de casa golpeando las puertas, pateando las piedras, maldiciendo a mi profesora y pensando que la escuela había sido el peor invento del hombre.

Un día en que el sol se mostró en un cielo teñido de rojo sangre, me enteré que Juan se marchó al campo a cultivar la tierra de sus padres, a oír el ladrido de los perros y el balido de las ovejas. De pronto sentí su ausencia en el alma y una sombra de tristeza cubrió mis ojos. Avancé cabizbajo y me dejé caer sobre un solitario y frío banco. Y, mientras recordaba los mejores momentos que pasé con Juan, la profesora me extendió un libro mal encuadernado y sin láminas a colores. El libro era tan grande y pesado, que había que asentarlo sobre el pupitre para hojearlo.

La profesora me miró con los ojos grandes y negros, negrísimos, y me ordenó leer una fábula de Esopo. Me puse de pie, sintiendo un nudo en la garganta y, al término de un instante de rigidez que me trepó por los huesos, empecé a leer el título deletreando. La profesora, parada a mi espalda y leyendo el texto por encima de mi hombro, me preguntó a bocajarro: ¿No sabes leer o no quieres leer? Me restregué los ojos con el dorso de la mano y volví a clavar la mirada en esa sopa de letras. Pero en el tercer o cuarto verso concluí que no entendía el léxico, la sintaxis ni la moraleja.

Al comprobar que no comprendía mi propia lectura, a pesar de escuchar mi voz, me dio la impresión de que aún no sabía leer. Por lo tanto, acosado por la angustia y la frustración, empecé a tartamudear y gimotear. La profesora, cuya severidad era admirada por los padres, hizo estallar un sopapo en mi boca. El dolor fue tan intenso que, apenas me chocó su mano, sentí como si me arrancara la cabeza de cuajo. La sangre fluía de mis labios, mientras yo permanecía pétreo, como acostumbrado a mantenerme inmóvil para recibir un golpe. Me sorbí los mocos, engullí un amago de saliva y las lágrimas inundaron mis ojos. Pero la profesora, que mantenía la mano alzada ante un rayo que se filtraba por la ventana iluminando las motas de polvo, me siguió obligando a leer, como si con esa tortura física y psíquica complaciera su sadismo.  

A partir de ese día adquirí un trauma por la lectura. Pensé que todos los libros estaban escritos por cabezones para cabezones, y no para los niños que piensan y hablan de diferente manera que los animalitos de las fábulas de Esopo. Sin embargo, mi otro yo, el que estaba dentro de mí, pero muy adentro, me decía que debía aprender a leer, aun no estando motivado para hacerlo.   

Lo extraño es que yo sabía ya leer un poco, pero en silencio, pues leía el letrero del peluquero que vivía cerca de la casa de mi abuelo, las carteleras de los cines, las rúbricas de los periódicos y las revistas de series, que son las que más leía, porque tenían ilustraciones a colores. Y cuando escribía, parecía que las palabras descendían de mi cerebro, emergían por mi boca y chorreaban sobre el papel como la tinta por la punta del bolígrafo. Pero eso sí, lo que nunca supe es cómo aprendí a leer, si fue por inducción o deducción, con método sintético o analítico. Lo único que recuerdo es que esos pequeños signos se fueron grabando en mi memoria. Después aprendí la fonética de cada grafema, casé las letras en sílabas y las sílabas en palabras. Era como si mi cerebro acumulara palabras y las organizara en una sintaxis coherente. A pesar de esto, cada vez que la profesora me obligaba a leer en voz alta, delante de mis compañeros de miradas atónitas, me subía el rubor a la cara y pronunciaba las palabras atropelladamente, como si arrojara pedradas por la boca.

Recuerdo también que, la primera vez que no hice los deberes de matemáticas, la profesora me preguntó la tabla de multiplicar y yo quise trocarme en polvo, pues en lugar de contestar una cosa, contestaba otra. Así que ella introdujo sus dedos índices en mi boca y me estiró la comisura de los labios de ceja a oreja. Correveidile a tu madre que, en vez de tener un hijo, tuvo un burro, dijo mientras me sacudía violentamente, como a un pez cogido por el anzuelo.

Otro día me sorprendió haciendo su caricatura sobre un papel cuadriculado, me miró seria y dijo: Desde mañana haz de tener en cuenta que no existes. Rompió su caricatura delante de mis ojos, y ese dibujante que había en mí, murió a poco de haber nacido. Ella se sentó en la silla, redactó una nota, dobló la hoja y agregó: Este regalito es para tus padres.

Al regresar a casa de mis abuelos, tenía alucinaciones audiovisuales, veía la imagen de la profesora y oía sus palabras en todas partes. Fue entonces cuando perdí las ganas de seguir siendo niño. No quería ser como Peter Pan, pequeño toda una vida, sino un hombre hecho y derecho, para salvarme de los castigos habidos y por haber.

Antes de concluir el año lectivo había que asistir al examen final, para comprobar si uno merecía ser promovido a un curso inmediato superior. Aquel día, la mañana era lluviosa y fría. Desperté con la idea de colgarme de la viga del techo o clavarme un cuchillo en el pecho, cansado ya de soportar los vejámenes por no haber asimilado las lecciones impartidas por la profesora. No tomé el desayuno ni me cepillé los dientes. No me lavé la cara ni me peiné los mechones. Salí exactamente como estaba, con el guardapolvo sujeto por el único botón que había cerca del cuello y con las sandalias de correas reventadas. No llevaba conmigo más que un lápiz, una goma y un sacapuntas colgados del cuello como abalorio de curandero.

Cuando legué a la escuela, esquivando los charcos que formó la lluvia, alcé los ojos hacia el cielo y recé el Padrenuestro. Después entré en la sala de examen, donde los profesores vigilaban el mínimo movimiento en medio de un ámbito en el que no se oía una sola voz. La sala parecía un campo de concentración, donde sólo  faltaban las armas y los barrotes.

Sentado en mi pupitre, frente a la hoja de examen, empecé a llenar mecánicamente los espacios en blanco. Todas las preguntas tenían una sola respuesta, cualquier otra era inmediatamente anulada. Entre mis compañeros había quienes memorizaban las lecciones tres días antes del examen y quienes se olvidaban tres días después. Empero, los más astutos, que casi siempre obtenían las calificaciones más sobresalientes, metían chanchullo en las manos, en el reverso del guardapolvo y hasta en las mangas de la camisa.

Al abandonar la sala, experimenté la misma sensación que siente el preso al salir de la cárcel, aspiré un aire puro a todo pulmón y lancé un escupitajo al suelo.

En la calle, no muy lejos de la casa de mis abuelos ni muy cerca de la escuela, me encontré con mi madre, quien, abriendo sus ojos que parecían invadirle el rostro, me dijo: El próximo año seré la directora de tu escuela. A lo que yo le contesté con voz serena: No hace falta, la letra ya me entró con sangre.  

Imagen:

Víctor Montoya con su madre, Llallagua, 1966