domingo, 30 de octubre de 2011


EL BUZÓN

Este insólito buzón, que representa a una mujer en posición de cuatro patas, tiene una ranura profunda desde donde termina el casto nombre de la espalda; una ranura abierta por la cual el cartero, sin pudor ni pensar dos veces, introduce los sobres de la correspondencia.

Como ven, a parte del número de la casa, no lleva una etiqueta con el nombre de la persona a quien corresponde este culo público, pero quizás sea mejor, pues así permanecerá en el anonimato y nadie le pedirá explicaciones por exponer el trasero de su mujer, como si fuese un objeto de uso colectivo, donde los peatones pueden pasar y posar sus manos como sobre una manzana partida de un tajo.

Para quienes prefieren a las mujeres en esta postura sexual, toparse con este buzón en la puerta de una vivienda particular, es lo mismo que compartir el libido del dueño de casa, quien, si no nos falla la intuición, debe tener una mujer cuyo mundo trasero fue digno de ser reproducido en este buzón broncíneo, donde cualquiera puede meterle la mano, mientras ella permanece de cuatro patas, como entregándose de retro, con las nalgas expuestas a la luz y el aire.

Este buzón, por su tema y forma, ha superado a los que son verticales u horizontales, y de seguro que, siendo de metal con tratamiento anti-corrosivo, es más perdurable que los fabricados en madera, plástico o aluminio. Sin embargo, no deja de ser motivo de controversias, sobre todo, en una época en que el culo de una mujer, al menos vista desde la perspectiva de las feministas, no puede usarse como un objeto de placer ni compararse con los buzones con otras formas y otros colores, decorados con un motivo animal o vegetal, como esos que se encuentran en el portal, el jardín o el cobertizo de una casa campestre.

Así como está, ofreciéndonos la plenitud de su trasero, no nos permite ver la portezuela que se abre con llave para extraer el correo privado. Pero si le damos la vuelta, lograríamos constatar que lleva un candado en la boca, y cuya llavecita para introducirla y abrirla está sólo en poder del dueño de casa. Él la asegura día a día, como si se tratara de un candado de castidad, para evitar que un ladrón de cartas meta la mano, el dedo u otro objeto ajeno al orificio del candado.

Tampoco parece estar ubicado en una zona discreta del patio de la casa, sino en plena calle, desprovista de valla de acceso a la puerta, por donde pasan y repasan los transeúntes en su diario trajinar. Por lo tanto, el culo abierto de este buzón está a disposición del primero que quiera usar la abertura de esta mujer en posición de cuatro patas, que nos recuerda a una perrita que despierta la pasión de los perros que la abordan con la lengua colgante y babeante, prestos a hincarle los colmillos en el pescuezo y penetrarla con su lanza roja como un clavo recién sacado del fuego avivado de la fragua.

Este buzón, que brilla con luz propia en la calle de una ciudad de cuyo nombre prefiero no acordarme, es un verdadero receptáculo, un culo predispuesto a recibir la correspondencia por la ranura que se le abre como si un certero hachazo le hubiese hendido las carnes, aparte de que un culo convertido en buzón inspira un oleaje de fantasías en quienes se conforman con la simple abertura que tienen en la puerta principal de su apartamento, por donde reciben el correo a diario, siempre por las mañanas y al levantarse de la cama.

No tengo un gusto específico en torno a la forma y el color de los buzones, que de algún modo representan los sueños y deseos de los dueños de casa, pero debo reconocer que también me hubiera gustado recibir mi correspondencia a través del culo abierto de este buzón, que atrae la atención y provoca una sensación de tener a una mujer como Dios la trajo al mundo y como el hombre la puso en la postura del can para saciar sus instintos salvajes.

Lo malo es que este buzón desaparecerá con el paso del tiempo, así esté hecho con un material resistente a las inclemencias de la intemperie, ya que el masivo uso del correo electrónico y el galopante desarrollo de la informática, darán fin con los carteros y con los buzones que hasta hace poco formaban parte del ornamento de una casa.

jueves, 13 de octubre de 2011


NO A LA VIOLENCIA

Hace mucho tiempo ya, mientras paseaba por las calles céntricas de Estocolmo, me llamó la atención esta escultura de bronce que, fijada sobre un pedestal de lustroso mármol, luce imponente entre las vidrieras de los edificios comerciales de Hötorget, por donde pasan y repasan los transeúntes, que no siempre se detienen a contemplar este revólver de cañón anudado, que el poeta y artista sueco Carl Fredrik Reuterswärd creó  en 1980, con el nombre de Non Violence  (No a la Violencia), en homenaje a su amigo John Lennon, quien, además de rebelde y músico genial, era un pacifista a carta cabal. No en vano se opuso a la Guerra de Vietnam y compuso sus famosas canciones Imagine y Give Peace a Chance, que pronto se convirtieron en los himnos de los movimientos declarados enemigos de la guerra.

Mas como la vida tiene muchas vueltas y no siempre da buenas sorpresas, el mundo quedó conmocionado al saber que el cantante del amor y la paz murió asesinado en Nueva York, la mañana del 8 de diciembre de 1980. Su asesino, un joven que horas antes le pidió su autógrafo y se declaró su fan, lo esperó en la puerta del edificio donde Lennon tenía un apartamento y, abordándolo por la espalda, le descerrajó cinco tiros por la espalda. La muerte fue casi instantánea. El cadáver fue incinerado y las cenizas esparcidas en Central Park, donde más tarde se creó el monumento conmemorativo Strawberry Fields, en memoria de uno de los íconos más significativos del pacifismo mundial.

Este famoso revólver de calibre 45 y tambor giratorio, que se inauguró en 1988 frente a la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, ocupa en la actualidad un lugar de preferencia en varios países y en varias ciudades de Suecia, y no es casual que una de las réplicas estuviese en Estocolmo desde 1995, quién sabe si para burlarse de la hipócrita y decantada neutralidad de una monarquía parlamentaria que, a tiempo de criticar la política armamentista de las grandes potencias, exporta armas pesadas a las naciones más pobres de este pobre planeta en permanente conflicto bélico.

Debo reconocer que para mí, un apasionado de las armas de fuego, fue un impacto fuerte ver este revólver de semejantes dimensiones, aunque en el fondo pensé que esta escultura, nacida de la impotencia y el ingenio de un escultor pacifista, constituía un canto general a la paz y el amor, y un intento por convocarnos a la reflexión de que la violencia es innecesaria para resolver los conflictos que aquejan al género humano y que las muertes no mutiplican las vidas de quienes mueren en las guerras fratricidas por razones políticas, económicas, sociales, raciales, culturales o religiosas.

Ahora que estamos ante un revólver inhabilitado para disparar, sólo nos queda felicitarle a Carl Fredrik Reuterswärd por haber contribuido a la conciencia colectiva con un poderoso símbolo, como es esta arma de fuego que, siendo tan hermosa y peligrosa a la vez, refleja un cierto sentido de ironía de quien, además de ridiculizar a los pistoleros de todos los tiempos, deja constancia de su aprecio y admiración por John Lennon, cuya voz, junto al nombre de No a la Violencia de esta magistral obra fundida en bronce, se escucha como repiques de campana en los oídos de Oriente y Occidente.

Darse una vuelta por Hötorget, el centro más comercial y emblemático de Estocolmo, es un buen motivo para contemplar no sólo el edificio celeste de Konserthuset (La Sala de los Conciertos), donde anualmente se entregan los Premios Nobel, sino también un excelente pretexto para detenerse un instante ante este revólver de cañón anudado, que está situado en un lugar estratégico, como recordándonos que a unos doscientos metros más allá cayó también Olof Palme asesinado a pistoletazos, la fría noche del 28 de febrero de 1986.

Víctor Montoya junto al revólver de cañón anudado, Estocolmo, octubre, 2011. Foto: Miro Coca Lora.

martes, 11 de octubre de 2011


ESCRITORES UNIDOS PUBLICÓ NOVELA
DE VÍCTOR MONTOYA

En el marco de las actividades del Quinto Foro de Escritores Bolivianos, realizado en el Centro Pedagógico y Cultural Simón I. Patiño de Cochabamba, en julio de 2011, se presentó la novela El laberinto del pecado.

Escritores Unidos tiene la satisfacción de anunciar que su radio de acción en pro de la expansión de la literatura nacional ha llegado hasta las lejanas tierras de  una nación europea: Suecia; un país donde radican muchos compatriotas, entre ellos el muy ponderado escritor boliviano Víctor Montoya, nuestro nuevo asociado.

Víctor Montoya, sin lugar a duda, es alguien de los que, no obstante de vivir tan distante de la patria, ha realizado una  enorme labor de difusión en los ámbitos educativos y literarios, llevando las letras del país y las suyas propias a diversos puntos geográficos. Utilizando la tecnología de estos últimos tiempos, también ha llegado a los rincones de todo el mundo a través del Internet con sus notas, artículos y comentarios en los diversos ámbitos del saber humano. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Es autor de más de una decena de libros entre novelas, cuentos, ensayos y crónicas. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías nacionales e internacionales.

Escritores Unidos presenta en esta vigésima octava entrega de sus publicaciones El laberinto del pecado, segunda edición; la  primera fue editada en Estocolmo, en 1993, con circulación agotada entre los hispanoamericanos de Suecia. Su autor, Víctor Montoya, ha querido que su obra también sea leída en su tierra, deseo compartido por ESUN.

La novela discurre en un ambiente minero, pero desde una perspectiva diferente a las precedentes de este subgénero, a cuyos personajes los hace actuar en diferentes planos y con el uso de  técnicas literarias que no contempla la novelística minera conocida en la que sobresalen las luchas políticas en busca de sus reivindicaciones económicas y sociales, sin tomar en cuenta los problemas íntimos, subjetivos y emocionales que sufre cada habitante en esos rincones de viento, páramos grises y  sombras soterradas en las profundidades de las montañas.

Otras aspectos distintivos son el manejo del lenguaje y el enfoque de la realidad, antes no tocada, de la condición humana desde las penurias personales hasta la homosexualidad y lo erótico aunque a vuelo rasante.

Su personaje principal no es el típico minero que surge de las bocaminas, sino un  ser de los estratos medios de la gente que mora en esos parajes de paisajes y campamentos grisáceos-térreos donde suceden tragedias y luchas obreras.

Escritores Unidos se enorgullece de contar en sus filas con un escritor de la talla de Víctor Montoya y de editar su novela “El laberinto del pecado”, que en Bolivia aún no se la conocía, y que con seguridad tendrá un éxito tanto en la crítica como en el mundo lector nacional y del extranjero.

César Verduguez Gómez

domingo, 9 de octubre de 2011


RECUERDOS DE UN AMIGO DIBUJANTE

A Mats Andersson lo conocí en el verano de 1983, por intermedio de la amistad de Larry Lempert, el anarcosindicalista con quien tuve la suerte de trabajar en una biblioteca de Tyresö, donde un día, mientras leía un libro sobre el maravilloso mundo de la literatura infantil, se apareció el amigo dibujante, agarrado de una bolsita repleta de medicamentos recetados por el médico. Me han prohibido tomar vino, comentó con un dejo de resignación. Me quedé callado, pero sin dejar de mirarlo de punta a punta. Me llamó la atención su sonrisa franca, su contextura robusta, su melena y barba alborotadas y, sobre todo, su sencillez y preocupación por la problemática de los países del llamado Tercer Mundo.

Mats Andersson (Estocolmo, 1938 – 86), como la mayoría de los militantes de la izquierda sueca, abrazó la causa de los oprimidos y se identificó plenamente con los movimientos de liberación en Latinoamérica, Asia y África. Sus contribuciones, en su condición de dibujante profesional, se encuentran dispersas en diversas publicaciones alternativas de los años 60 y 70, aunque sus mejores creaciones están en los libros destinados a los jóvenes y niños, que él ilustró con pasión y sentido crítico. No existe niño sueco que no haya gozado con el valor estética de sus ilustraciones ni lectores adultos que no se hayan tropezado con sus dibujos satíricos contra los amos del poder.

Mats Andersson era parco en las palabras y cuidadoso en sus juicios. En cierta ocasión, mientras le enseñaba el manuscrito de un libro, animándolo a ilustrar sin más recompensas que la gratitud, le dije que sus dibujos reflejaban una suerte de picardía infantil y un espíritu de artista joven. Él se sonrió y contestó: Ya soy viejo, pero en mi vida no he hecho otra cosa que ilustrar libros infantiles y juveniles. En efecto, cuando leí un comentario sobre su cuantiosa producción artística en el libro “De tecknar för barn” (Ellos dibujan para niños), pude constatar que detrás de ese hombre afable y sencillo se escondía un currículum y una trayectoria sorprendentes.

En otra ocasión, nos encontramos por casualidad en la parada del autobús rumbo a Tyresö, donde él integraba un colectivo de personas que, durante los años dorados de la emancipación sexual y las ideas progresistas, decidieron comprar una casa cerca del hermoso castillo de la zona. Él venía de una tertulia de amigos y llevaba un bloc de dibujos en la mano. Nos sentamos en la parte central del autobús, cuando, de súbito, estalló una voz a nuestras espaldas. Nos volvimos y, mirándonos de reojo, nos enfrentamos a una mujer que gritaba: ¡No queremos cabezas negras en este país! A lo que Mats Andersson, alzando la voz como si el improperio le hubiese tocado a él, replicó enérgico: ¡Aquí no hay cabezas negras! ¡Aquí todos somos iguales! Una actitud solidaria que me permitió hinchar el pecho y comprobar que los amigos verdaderos son amigos incluso en las peores circunstancias.


Después nos seguimos viendo, unidos por el proyecto de publicar el libro de cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos. Me encargué de reunir el material en los talleres de escritura organizados por dos bibliotecas y Mats Andersson se encargó de ilustrar los textos. Así surgió el libro de texto Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia (Estocolmo, 1985), que todavía hoy se usa como material de apoyo en la enseñanza del idioma materno.

Un año después de esta inolvidable experiencia, que me permitió conocer al artista y a la persona en Mats Andersson, me llegó la infausta noticia de su muerte. Una enfermedad incurable le arrebató la vida. Sentí una punzada muy adentro y pensé que los inmigrantes perdimos a un valioso compañero, quien supo defender nuestros derechos con la misma convicción con que defendió la causa de Cuba, Zimbabwe o Vietnam.

Desde entonces volví la mirada, una y otra vez, sobre este dibujo que ilustra uno de los cuentos del mencionado libro. Este dibujo, como lo quiso su autor, expresa una inquietud por el creciente racismo y la xenofobia que sacude los cimientos de la democracia, solidaridad y tolerancia.


Mats Andersson, como una ironía del destino, se murió antes de que apareciera el Laserman, antes del asesinato del inmigrante africano en Klippan y, por supuesto, mucho antes de que los cabezas rapadas y las fuerzas de derecha ganaran espacios en la palestra pública, ostentando una actitud hostil, que él, de seguir vivo, la hubiese rechazado con todo el furor de su conciencia.

Aunque sé que Mats Andersson era uno de esos hombres que no mueren, porque sus vidas se prolongan a través de sus obras, debo reconocer que ha dejado un enorme vacío entre quienes aprendimos a estimarlo por su sencillez y humanismo. No sé cuándo fue la última vez que nos vimos, pero le agradezco por sus ilustraciones publicadas en Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia, cuyos originales los conservo todavía en el baúl de los recuerdos.

Imágenes:

1. Mats Andersson, ilustración de Olof Sandah
2. Portada de Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia 
3. Una ilustración de Mats Andersson


martes, 4 de octubre de 2011



Amor en La Higuera recrea uno de los episodios menos conocidos de las últimas horas en vida del legendario guerrillero. Esta versión inglesa del relato, traducido por Elizabeth Gamble Miller y producido por Miro Coca Lora, es una muestra clara de que la fuerza narrativa de Víctor Montoya no conoce fronteras.

lunes, 3 de octubre de 2011


LA IMAGEN INMORTAL DEL CHE

Recordado comandante:

El 8 de octubre de 1967, después de librar tu último combate en el cañadón del Churo y caer a merced de tus enemigos, la pierna herida por un tiro y la garganta desgarrada por el asma, tu diario de campaña y otros documentos escritos con tu puño y letra, quedaron en poder de las Fuerzas Armadas. Es decir, pasaron de tu mochila de cuero a una caja de zapatos, que fue depositado como secreto de Estado en el Alto Mando Militar Boliviano; tu reloj Rolex, que te quitó un soldado a poco de tu captura, pasó a la muñeca del coronel Andrés Selich; tu fusil, ese fusil que hubiera querido heredar para cargarlo al hombro como tú lo cargaste a lo largo de la lucha, intentando encender la chispa de la revolución latinoamericana, pasó a manos del coronel Centeno Anaya, quien lo tomó sin sentir la misma emoción de felicidad que sintió el Inti cuando te conoció en la Casa de Calamina, en Ñancahuazú, donde tú le estrechaste la mano de compañero, mientras otro le entregaba su carabina M-2; tu pipa, en la cual degustaste la última bocanada de humo, como quien está dispuesto a esperar con serenidad la hora de la muerte, se la regalaste al sargento Bernardino Huanca, quien se comportó amable contigo. Pero el capitán Mario Terán se adelantó y gritó: ¡La quiero yo! ¡La quiero yo! Entonces tú, mirándolo con infinito desprecio, encogiste el brazo y le dijiste: No, a vos no.

En la Higuera permaneciste varias horas con vida. Te negaste a discutir con tus captores y tuviste el coraje de escupirles a la cara. Mas los mercenarios, dispuestos a cumplir las instrucciones de la CIA, decidieron eliminarte en el acto, para luego inventar la versión de que caíste en el combate del cañadón del Churo, y no que fuiste capturado vivo y ejecutado entre las cuatro paredes de la escuela de La Higuera. Tu asesino fue el mismo suboficial que quiso apoderarse de tu pipa, quien, borracho y asaltado por el miedo, entró en el aula y ejecutó la orden de eliminarte. Pero fue tan grande la impresión que le causaste, que, requerido por la prensa, confesó: Ese fue el peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: ‘Usted ha venido a matarme’. Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces me preguntó: ‘¿Qué han dicho los otros’ (refiriéndose a los guerrilleros Willy y Chino). Le respondí que no habían dicho nada, y él contestó: ‘¡Eran unos valientes!’. Yo no me atreví a disparar, En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podía quitarme el arma. ‘¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!’. Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto.

Después te trasladaron amarrado al helicóptero, desde la escuela de La Higuera hasta el hospital de Vallegrande. Te inyectaron formalina en las venas y te presentaron ante las cámaras de la prensa sobre una mesa de tablas, donde yacías como Cristo, el Nazareno, con el aspecto más de vivo que de muerto; tenías el torso desnudo, los pantalones ajados, los pies descalzos, la barba crecida hasta el pecho y la cabellera precipitándose en cascadas. Aunque tu mirada estaba ausente, tus ojos irradiaban una extraña inocencia, acentuada por tus labios entreabiertos, casi sonrientes en el rictus de la muerte. Ese día, quienes contemplaron tu hermoso rostro de combatiente, cuentan que, incluso después de ser acribillado, tu cadáver rezumaba una aureola que inspiraba admiración y respeto, quizá porque supiste someter tus ideales a las pruebas del fuego, porque hacían lo que decías, porque vivías como pensabas y pensabas como vivías.

En esta última fotografía, donde los curiosos se agolpan a tu alrededor, la mirada fija y el aliento sostenido, parecen no salir de su asombro al constatar que ese hombre tendido en la camilla es el guerrillero que quiso crear dos, tres... muchos Vietnam en América Latina, mientras tus captores, señalando las heridas de tu cuerpo, te exponen como un trofeo de guerra, aunque no te mataron en combate sino de un modo cobarde.


Sin embargo, ésta no es tu fotografía más conocida, sino aquella otra de 1960, cuando el fotógrafo Alberto Korda, al recoger imágenes para la prensa en La Habana, tras el incendio del barco francés que transportaba un cargamento de armas y municiones para la defensa de la revolución, fijó tu rostro en el visor de la cámara y, atraído por la fuerza y el dramatismo de tu mirada tendida en la bahía, te tomó una fotografía que, una vez revelada en la cámara oscura, dio la vuelta al mundo y se trocó en un aluvión de afiches, banderas, camisetas, chapas, carteles, gorros y estampas; más todavía, tu rostro se pintó en las paredes y se grabó en la mente de quienes te mutilaron las manos y te desaparecieron, intentando acallar tu voz, soterrar tus ideales y destruir tu imagen, que, hoy como siempre, está presente entre nosotros, incitándonos a repetir aquellas frases de la carta de despedida que les escribiste a tus padres: Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante; vuelvo al camino con la adarga al brazo... Muchos me dirán aventurero, y lo soy; sólo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades...

Así te recordamos, comandante, con la estrella en la boina y el porvenir en la mirada.

sábado, 1 de octubre de 2011


EL CASCO DEL MINERO

El monumento al guardatojo del minero es ya un emblema que comenzó el año 2002 y culminó el 2003, como un homenaje a los trabajadores del subsuelo en una ciudad inundada de mitos, ritos y leyendas, y en cuyos cerros, que a la distancia parecen una recua de llamas en reposo, se explotaron primero los yacimientos de plata y luego los filones de estaño desde las sombrías épocas de la colonia.

Hace mucho tiempo, cuando lo vi por primera vez en una fotografía digital, me quedé pasmado ante la magnífica creación del artista que lo diseñó y plasmó con maestría y talento. Lo contemplé por un rato sin salir de mi asombro y, como quien se identifica desde siempre con el destino de los mineros, me cruzó por la mente la idea de que si alguna vez pisaba la tierra de los urus, me tomaría una fotografía sin falta, al menos para dejar constancia de mi amor desmedido por la Villa Real de San Felipe de Austria.

El Casco del Minero, de aproximadamente seis metros de diámetro, está hecho de hojalata y metal bruñido; por eso en su copa y su ala destellan los rayos del sol y su magnífica estructura ornamental da la bienvenida a los visitantes que ingresan a la ciudad por la zona norte. Ocupa la parte central de una rotonda de césped, cactus, piedras y cemento, y está flanqueado por las figuras que representan a las cuatro plagas de la leyenda de los urus, cuyo relato apasionante cuenta la historia de que la víbora, el sapo, el lagarto y las hormigas fueron enviados como castigo por el dios Huari, para exterminar a los apacibles habitantes del lago Uru-Uru, quienes le dieron las espaldas para adorar a otro dios más poderoso y luminoso que era el Inti (Sol). No obstante, como suele suceder en la mayoría de  los relatos de la tradicional oral, los urus fueron salvados por los poderes mágicos de una Ñusta, la misma que se apareció flameando en el cielo diáfano del altiplano, y con cuya espada, que lanzaba rayos mortíferos, logró petrificar a las cuatro plagas, que hoy forman parte del ornamento de una ciudad que, año tras año, ofrece un espectáculo folklórico hecho de luces y de sueños.

Si se observa con detenimiento, el Casco del Minero, allí donde debía estar la lámpara frontal, lleva la imagen de la Virgen del Socavón, patrona de los mineros y mamita de quienes, en sumisa veneración, le rinden culto celebrando una fiesta que, durante varios días y varias noches, refleja la tradición ancestral de una urbe que parece vivir a ritmo de platillos, bombos, trompetas y matracas.

Tomarme una foto al pie del guardatojo no sólo fue un hecho obligatorio, por ser hijo de entrañas mineras, sino también un buen pretexto para tener una imagen en la rotonda, donde yace los animales más representativos de la tradición milenaria de un pueblo que, así como supo sobrellevar con dignidad las etapas más sufridas de su historia, sabe engalanarse con sus mejores atuendos a la hora de embelesar al visitante que llega desde lejos, dispuesto a dejarse atrapar por la magia de la cosmovisión andina, como un hombre se deja atrapar por los encantos de una hermosa chinamorena.
  
No cabe duda de que la esencia minera se apoderó de la ciudad. Es cuestión de extender la mirada y dejarla pasear en derredor, para comprender que esta tierra, que durante siglos dio de mamar sus riquezas al mundo a cambio de pobreza, se alza estoica en medio de la altipampa, donde los vientos silban, chillan y levantan polvareda como zampoñeros en comparsa.

En las zonas aledañas a los socavones, donde el olor de la copagira se mezcla con el olor de la alcantarilla, se siente la presencia del mitológico Tío; dueño absoluto de las riquezas minerales, amo de los mineros y generador principal del Carnaval orureño, en cuya fraternidad de los diablos baila con su traje de Lucifer, desafiándole al arcángel San Miguel y suplicándoles a las chinasupay que aplaquen con su lujuria las llamas encendidas de su corazón.

Este monumental Casco del Minero, forjado entre la luz y el aire, no es la obra de un escultor orureño, como podrían imaginarse los visitantes nacionales y extranjeros, sino la creación del cochabambino Fernando Crespo, un artista que, a fuerza de imaginación y trabajo forzado, logró dotarle a la ciudad minera uno de sus emblemas más característicos. La obra, que llama la atención del caminante desde cualquier ángulo que se la contemple, fue colocada en plena vía que conecta a Oruro con los departamentos situados al norte del país.

Por lo demás, querido lector, sólo cabe aclararte que esta crónica es la expresión más genuina del sentir de un escritor, que un día concibió la idea de retratarse al pie de este guardatojo de hojalata y que otro día cumplió con su promesa, gracias a que detrás de la cámara estaba Carla Faviana Gonzáles Gareca, lista para presionar el disparador e inmortalizar este instante de emociones desatadas, justo cuando las laderas de los cerros empezaban a teñirse con el rosado resplandor del ocaso.