martes, 27 de septiembre de 2011


ALBERTO GUERRA G. EN UNA PLAZUELA DE ORURO

En el Barrio Jardín zona Norte de la ciudad del Pagador, donde antiguamente los arenales jugaban con el viento, me tomé una fotografía junto al busto de Alberto Guerra Gutiérrez, una tarde fría de agosto y poco antes de que el ocaso empezara a teñirse en el horizonte. La plazuela, de ambiente acogedor y arquitectura ornamentada, luce un puente en la parte central y una fuente que genera cortinas y chorros de agua.

Llegué al lugar en la grata compañía de Carla Faviana Gonzáles Gareca, profesora de literatura en un colegio de Challapata, donde un día sólo fui a degustar de los exquisitos quesos, los charquis y los tostados de haba, pero que, por esas extrañas sorpresas de la vida, acabé dando una conferencia sobre mi vida y obra en presencia de la prensa local y en una aula repleta de estudiantes dispuestos a escuchar mis experiencias Por el mundo - Mis universidades, como diría Máximo Gorki.

Ver el busto de Alberto Guerra Gutiérrez, en un sitio público que hoy lleva su nombre, me causó una insondable alegría, una alegría de esas que pocas veces emergen como torbellino desde el fondo del alma. No era para menos, este poeta yatiri era digno del mejor de los elogios de parte de sus coterráneos. Había que recordarlo de este modo, porque fue uno de los pocos intelectuales orureños que, a través de las filigranas del verso y los ensayos de antropología, dio a conocer el blasón de la ciudad, rescatando del acervo cultural la parte más mágica y tradicional del Carnaval de Oruro, declarado por la Unesco Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad.

Alberto Guerra Gutiérrez fue un hombre que, desde la sencillez y la sabiduría, sabía ganarse el aprecio de los amigos con su amabilidad y sonrisa franca. Lo conocí personalmente en el Primer Encuentro de Poetas y Narradores de Bolivia, celebrado en Estocolmo en septiembre de 1991, donde lo vi oficiar un ritual de ch’alla como todo buen yatiri y donde conversamos, entre trago y trago, de poesía y de folklore, mientras el humo del tabaco negro dibujaba en el aire las siluetas de los amores y desamores en la vida de un poeta acostumbrado a desgranar sus versos entre los corazones violentamente apasionados. 


Años después, cuando supe que cayó fulminado por un ataque cardíaco en plena calle, mientras caminaba rumbo a su casa, lo primero que sentí fue una honda tristeza y luego cruzó por mi mente la idea de que los orureños, junto a los miembros de la Unión Nacional de Poetas y Escritores (UNPE) y las autoridades edilicias, estaban en la obligación de rendirle un justo homenaje, a modo de perpetuar su memoria, dedicándole una calle, una plaza o bautizando alguna de las instituciones culturales con su nombre, para que las futuras generaciones supieran quién fue Alberto Guerra Gutiérrez, ese vate de la poesía social, amigo de los niños mineros y querendón de las tradiciones más auténticas de su pueblo.

Su aporte a la cultura fue enorme: organizó tertulias literarias entre amigos, trabajó en la mina y ejerció la docencia, realizó estudios antropológicos sobre la cultura de los urus y desentrañó los mitos y las leyendas de la meseta andina. Su espíritu de investigador autodidacta y su inquietud por contribuir al ámbito de la literatura, lo impulsó a escribir libros con temática diversa y a fundar El Duende, esa revista de formato pequeño que desde hace años, gracias al impulso del Ing. Luis Urquieta Molleda, se publica como una suerte de suplemento literario del diario La Patria.

El haber estado en la plazuela que lleva su nombre, me colmó de honda satisfacción y el corazón me latió como caballo al galope, no sólo porque vi su busto sobre un pedestal y una placa recordatoria, sino también porque fue un amigo del alma, de esos a quienes basta conocerlos una vez para tomarles cariño y saberlos que siempre estarán ahí, como esos viejos duendes que, sin dejarse encadenar por los caprichos de la muerte y ansiosos por retornar al reino de los vivos, se nos aparecen una y otra vez.

Así permanecerá el poeta yatiri entre los milagros de la Candelaria y los danzarines del Carnaval, entre las dunas de arena y el lago de los urus, entre los cerros donde mora la víbora y los socavones donde los mineros horadan el vientre de la Pachamama, entre la roca que representa al cóndor y la roca que representa al sapo, porque como bien afirma la creencia popular: Alberto Guerra Gutiérrez no se fue complemente con la muerte, por eso siempre estará entre nosotros convertido en viejo duende.

Al cabo de tomarme la foto, como un entrañable recuerdo de mi paso por la zona norte de Oruro, me agarré del brazo de Carla Faviana Gonzáles Gareca y me metí en el taxi de su amigo Gerson Yugar, quien, siendo profesor de Ciencias Naturales y egresado de la Escuela Normal Superior de Maestros Ángel Mendoza Justiniano, se ganaba la vida, como tantos otros profesionales bolivianos, conduciendo un taxi por las frías y polvorientas calles de la Capital Folklórica de Bolivia.

Imágenes:

1. Víctor Montoya junto al busto de Alberto Guerra Gutiérrez. Foto, Carla Faviana Gonzáles Gareca. Oruro, agosto, 2011.
2. Víctor Montoya y Alberto Guerrra Gutiérrez. Foto, Homero Carvalho. Estocolmo, septiembre, 1991.

lunes, 26 de septiembre de 2011



El presente vídeoclip, realizado en Berlín por la Asociación para la Cultura de la Memoria, Crisis y Conflictos, MEMOS, forma parte de un proyecto que tiende a rescatar, de primera mano y sin voces prestadas, la memoria histórica en torno a las torturas y los crímenes de lesa humanidad. El testimonio de Víctor Montoya, en este contexto, no sólo forma parte de una biografía personal, sino que constituye un documento vivo, que debe ser registrado y archivado para la posteridad (Berlín, noviembre, 2010).

martes, 20 de septiembre de 2011


UNA VISIÓN INSÓLITA DE LA TORTURA

En una exposición fotográfica realizada en el Museo de la Edad Media en Estocolmo sobre el tema del castigo y la tortura medieval, me impactó la imagen de una mujer desnuda, quien, las manos y los pies atados debajo de las rodillas, yacía en posición fetal en el fondo de un recipiente de cristal, donde el agua parecía moverse como en un nivel, mientras ella sostenía el último atisbo de vida, los ojos y los labios apretados de pavor.

La imagen, que tenía el aspecto de una piltrafa humana conservada en formalina, representaba a una mujer acusada por el Santo Oficio de sostener pactos con el demonio y practicar actos de brujería, y, por eso mismo, condenada a una muerte lenta y atroz.

La Inquisición, cuyas bases fueron sentadas en el concilio de Verona en 1183, representó no sólo la concreción de una mentalidad retrógrada que impregnó la historia medieval, sino también a una maquinaria que hizo posible la proliferación de torturas y quemas de supuestos herejes, como todas las ejecuciones que seguían a los autos de fe, con sus hogueras y sus víctimas ataviadas con sambenitos.

Las mujeres, acusadas de brujería, eran conducidas a las cámaras de tormento, donde los verdugos doblegaban la voluntad más firme. Se las mandaba a poner en potro, se les ligaba los brazos, las piernas y el cuerpo. Las torturaban hasta el suplicio y las hacían arder como antorchas en la hoguera.

Algunas sufrieron el dolor del empalamiento, que era todo un arte de tortura durante la Inquisición. Consistía en atravesarlas con una estaca por la boca, el pecho o el ano. La estaca debía ser lo suficiente sólida para sostener el peso del cuerpo. Primero se redondeaba la punta y luego se la untaba con aceite, con el fin de procurar la muerte lenta de la víctima. Cuando se había introducido la estaca en el ano, la infortunada era levantada para que se hundiera gradualmente hasta quedar ensartada.

A las madres solteras las despeñaban de una montaña o las fondeaban en el lago, entretanto a las adúlteras, encadenadas de pies y manos, las paseaban por las calles y las desvestían en público, delante de los verdugos que hacían chasquear el látigo contra la piel.

La tortura más cruel, sin lugar a dudas, era la prueba del agua, que consistía en sumergir a la acusada en un recipiente, como en esa fotografía que me despertó los recuerdos del pasado, pues quien haya sufrido el tormento en carne propia, sabe que ese acto inhumano y despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido. Me refiero al submarino, a ese método de tortura al que fui sometido durante la dictadura militar de Hugo Banzer, y que consiste en sumergir al preso, colgado de los pies, encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente de aguas servidas.

¿Qué hizo tan temible a la Inquisición? Pienso que ese despotismo draconiano cuyos métodos se repitieron durante el nazismo y la Operación Cóndor: la represión sistemática, la censura y las torturas, que tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida y llevar el martirio al límite de las pesadillas. En este contexto, los latinoamericanos fuimos perseguidos y torturados por el simple delito de haber simpatizado con las ideas libertarias y habernos opuesto a la brutalidad de las dictaduras militares, del mismo modo como les ocurrió a quienes cuestionaron la función arbitraria de la Iglesia Católica durante la Inquisición, que desató una ola de persecución contra miles de llamados herejes, quienes acabaron sus días en la prisión, la tortura y la hoguera.

La Inquisición fue abolida en 1834, pero la tortura y la mentalidad que la alentó supo sobrevivirla. De ahí que en América Latina, por citar un caso de esta historia letal, sobran los dedos para contar las naciones cuyos gobiernos se abstuvieron de aplicar la tortura como instrumento de escarmiento y humillación.

Por otro lado, en medio de la violencia provocada por el terrorismo de Estado, han sido miles, quizás millones, quienes fueron sometidos al suplicio. En Uruguay, en tiempos de la dictadura, había un preso por cada 500 habitantes, en Paraguay se echaba en prisión al primero que opinaba en contra del régimen de Strossner, en Chile la palabra tortura pasó a ser parte del lenguaje coloquial y en Argentina, donde innumerables presos desaparecieron en las mazmorras, todos los sectores de la sociedad resultaron afectados por la brutalidad de los aparatos represivos que pretendían combatir la subversión por medio de la tortura y el terror institucionalizado.    

Es suficiente pensar que la tortura, esta práctica atroz vigente en todo el mundo, sigue siendo el instrumento más eficaz para lograr la información requerida, para amordazar conciencias y sembrar el pánico entre quienes rompen las normas establecidas por los sistemas de dominación. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, es ejecutada por individuos que asumen la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran una bestia o un asesino potencial.

En todo caso, para cualquiera que haya sufrido las secuelas de la tortura, contemplar la imagen de una mujer asida y sumergida en el agua, no sólo es un golpe a la razón, sino también una suerte de radiografía de uno mismo, al menos cuando la fotografía tiene la fuerza de reproducir ese trauma personal que habita en el pozo de la memoria.   

lunes, 12 de septiembre de 2011


DISPUTAS CON EL TÍO

El día que llegué a casa antes de lo acostumbrado, me enfrente a una realidad que no le desearía ni a mi peor enemigo. Lo sorprendí al Tío mirando a mi mujer a través de las paredes, relamiéndose los labios y presto a hacerla suya de un zarpazo. Mientras mi mujer, como afectada por un mal de zambito, bailaba en la cocina al ritmo de salsa, haciendo piruetas sobre la punta de los pies y arrojando las ollas por los aires. La música marcaba el compás y ella agitaba los senos, los hombros y las caderas. A ratos, acaso sin percatarse de las miradas lujuriosas del Tío, cimbreaba la cintura y movía la colita con toda su gracia.

En eso nomás, atrapado en un torbellino de celos, lo aborde por la espalda, le puse la mano sobre el hombro y, con el corazón latiéndome salvajemente, le increpé con aplomo:

–¡Qué estás mirando, Tío pendejo!

Él volteó la cabeza, me miró con increíble ingenuidad y nada me contestó.

Yo no sabía por dónde empezar. Estaba atufado y una espiral de furia crecía en mi interior devorándome las entrañas. Aunque tenía ganas de ajustarle un puntapié entre las piernas, me detuve justo en el instante en que pensé que meterse en peleas con el Tío era meterse con la muerte, no sólo porque es más fuerte que un toro, sino también porque no tiene escrúpulos a la hora de castigar a su rival, como quien está acostumbrado a hacer mal por amor al mal. No obstante, impulsado por mis celos, que me estrujaban el corazón y me perturbaban la mente, obré desatinadamente, lanzándole sapos y culebras por la boca.

El Tío, no acostumbrado a aguantar moscas y mucho menos cuando está malhumorado, se tragó por primera vez mis injurias y no dijo nada.

Entonces, aprovechándome de la situación, decidí vaciar todo cuanto acumulé por mucho tiempo en mis adentros:

–¡Ya te estás pasando de la raya! –le grité encendido por la cólera–. Tienes la mirada puesta en mi mujer y, ante la falta de hojas de coca, has empezado a usar el snus* de mi hijo. Además, por mucho que seas mi huésped, acogido en mi casa por el respeto y el cariño que te tengo, tengo también todo el derecho de reprochar tu conducta cuando tus deseos ardientes van contra mis intereses, como cuando miras a mi mujer queriendo tragártela entera. No soporto que nadie me meta cuernos en mi propia casa ni en propia cama, ya que el adulterio es la rebelión de nuestros instintos bajos contra el espíritu y una transgresión de la ley divina. Así advierte uno de los Diez Mandamientos: No desear a la mujer del prójimo, pues quien mira a una mujer deseándola, comete adulterio con ella en su corazón y su mente. El adulterio, como los malos placeres, es nocivo para el alma y para el cuerpo; por eso, el fuerte se hace débil, el sano enfermo, el ligero pesado, el hermoso deforme y...

–¡No me vengas con cuentos! –replicó el Tío–. Los humanos se han puesto cuernos desde la noche de los tiempos. Al macho, cuya esencia es ser polígamo por naturaleza, no hay nada que le guste más que la fruta prohibida aloja entre las piernas de una hembra. Ahí tienes a Adán y Eva, quienes, contraviniendo la voluntad de su Creador, demostraron que por un lado van las leyes divinas y por el otro los deseos carnales.

No satisfecho con su explicación, y con los nervios todavía de punta, lo miré fijamente a los ojos y, sin perder más tiempo, le eché en cara: 

–Deja de ser embustero. Dime que sientes más celos que yo por ella, que la deseas y que todas las tardes esperas que vuelva del trabajo a la misma hora. Miras las agujas del reloj, inquieto, preguntándome cuándo va a llegar, como si fuera tu mujer y no la mía. Lo peor es que cualquier de estos días, de tanto controlar la hora, romperás el vidrio del reloj con la mirada.

–¡Eso no es cierto!

–¡Sí, que lo es! –afirmé acalorado, como quien aprendió en la vida a no confiar ni en su propia sombra. Luego añadí–: Por eso la otra noche, cuando llegué de una tertulia literaria, cansado y subido en tragos, te encontré transformado en un hombre bello y gastándote una pinta de galán enamorado; lucías sombrero de jipijapa, camisa almidonada, botas charoladas y cachimba en los labios...

–¡¿Cuándo?! –exclamó, las manos y los hombros suspendidos.

–Aquella noche en que, apenas la viste salir del dormitorio en paños menores, la recorriste con la mirada por los cuatro lados, mientras tu lujuría de macho insaciable, reflejándose en tu sonrisa diabólica, hicieron destellar tus ojos y tus dientes.

–Eso no es cierto –repitió. Después, acomodándose en su trono, refunfuñó–: ¡No permito que me hablas en ese tono, carajo!

Me eché para atrás, como empujado por su aliento, pero atiné a decir a regañadientes:

–No ves cómo me duelen los celos. Tengo envidia de sólo pensar que ella, al ver tu quinta pata de burro, pueda decirte con admiración y cariño lo mismo que una gitana le dijo a José Arcadio en la novela de García Márquez: Que Dios te la conserve...

El Tío no supo disimular su sonrisa, carraspeó como cuando estaba alegre e hinchó el pecho con orgullo. Mas al ver que bajé la mirada avergonzado, como un niño que espera que su padre le devuelva la autoestima, me habló con todo el peso de su autoridad:

–Déjate de complejos y asume tu condición de hombre. Recuerda que algunos, teniendo apenas un botón entre las piernas, son capaces de hacerlas navegar entre las estrellas del cielo...

No me bastaron sus palabras para menguar mi inquietud. Así que, mirándole su respetable anatomía viril, insistí:

–¿Entonces no estás enamorado de mi mujer?

El Tío se hizo el sueco, pero al percibir que yo estaba más celoso que Otelo en el drama de Shakespeare, intentó devolverme la calma con otra explicación:

–Lo que pasa es que los humanos padecen de la debilidad del alma. Son vulnerables a los celos y se atormentan ante la traición de quien más aman. A propósito, debo confesarte que esos sentimientos insondables, que a veces conducen a la locura y la muerte, compartimos los demonios con los humanos. Lo pude comprobar  en uno de los carnavales de Oruro, cuando la chinasupay, mujer hermosa y perversa, quiso volver sus ojos hacia el arcángel San Miguel, abandonándome a mi suerte y dispuesta a ponerme más cuernos de los que ya tengo, no por cornudo sino por Tío. Su actitud me dolió en el alma y, acechado por los pensamientos más sombríos, de un modo repentino e indomable, sentí una explosión de celos y una furia diabólica que, a ratos, me dio ganas de hundirle mis pezuñas en su pecho y arrancarle el corazón para luego, dejándola caer al suelo bañada en sangre, reírme a carcajadas de su traición, como un demente que ha perdido la razón y los estribos. Pero como la amo más que a mi vida, me resigné a aceptar sus coqueteos con mi peor enemigo y a repetirme en voz baja a mí mismo: ¡Oh, desdichado de mí! ¡Ah, mujer zorra, perversa y traicionera!...

Como comprenderás, amigo lector, a mí no me importaban un pito sus disputas del Tío con la chinasupay, sino sus coqueteos con mi mujer, a quien la miraba deseándola en mi propia casa, imaginándola desnuda en mi propia cama. De modo que, en procura de frenar su verborrea, con la cual podía envolver y desenvolver a cualquiera, le lancé otra vez la pregunta obligada:

–Entonces no andas detrás de mi mujer, ¿verdad?

El Tío, que de adulterio sabía más que ninguno en este mundo, esbozó una sonrisa afable, me echó la mano sobre el hombro y, a manera de despejar mis dudas, dijo:

–No te preocupes. Tienes una mujer más fiel que un perro caniche y no creo que te ponga cuernos con el primero que se cruce en su camino. Y, aunque nació en la tierra de los quirquinchos, donde los diablos bailan, ¡Arrr, Arrr!, en el Carnaval, es menos tentadora que la chinasupay, quizás porque sus fantasías eróticas se le van en la poesía; de lo contrario, éste sería el instante en que estarías clamando a Dios para que te la devuelvan antes de perderte en la borrachera o entregarte a los brazos de la muerte. Más todavía, como eres mi socio y tuviste el coraje de traerme a Suecia, no estoy dispuesto a hacerle el favor a tu doña así me lo pidiera ella. No puedo negar que me gusta, tanto por fuera como por dentro, pero tendré nomás que conformarme leyendo su poesía. Qué te parecen, por ejemplo, estos versos: ...Dolor matador de fuegos/ Tentador de vinos/ Quita tus manos/ De mi cuerpo/ Sin cuerpo/ Quita tus sueños/ De mis sueños/ Sin sueño/ Quita tus males/ Que devoran mi cerebro...  De seguro que estos versos no están dedicados a ti, que eres un simple mortal y un escritor que se ríe de sí mismo, sino a mí que soy el Tío de mina, no sólo un matador de fuegos y tentador de vinos, sino también alguien que, aparte de haberle iluminado la mente y haberle ayudado a poner, como anillo al dedo, el alo de la inspiración en cada verso, soy el Lucifer de las tinieblas, el dueño de las riquezas minerales y el amo de los mineros.

No me lo podía creer que el Tío hubiese aprendido a declamar los versos de mi mujer, más aún cuando me dijo que quitarle a ella su amor por la poesía era como quitarle a Neruda sus Veinte poemas de amor y dejarlo jodido sólo con La canción desesperada. Fue entonces cuando comprendí que el Tío no estaba enamorado de mi mujer, sino de sus versos.

Al término de nuestra disputa, apeló a sus poderes mágicos y cambió el dial de la radio de cercanía. De pronto calló la salsa y mi mujer dejó de mover la colita. Pero ahí no terminó todo, puesto que ella, tarareando todavía el son del Caribe, asomó la cabeza a la puerta y, dirigiéndose al Tío con voz manantial, dijo:

–Por qué eres así, Tiíto. Justo cuando mi esqueleto empezó a moverse al ritmo de la música cambiaste el dial de la radio.

Él la bañó con su mirada de fuego y quedó mudo; en tanto yo, medio sonrojado por ese trato cariñoso entre los dos, pensé que si hasta ahora no me pusieron los cuernos es porque Dios, grande en su misericordia, no lo ha permitido.

Acto seguido, mi mujer, delantal limpio y cuchillo en mano, se volvió y trancó la puerta de un golpe.  

–Nos ha encerrado a los dos –dije.

–No, sólo a uno –repuso el Tío y apareció al otro lado de la puerta. 

* Snus: Tabaco sueco semihúmedo que se coloca debajo del labio superior. No se fuma ni mastica. Se consume suelto o en sobrecitos.

viernes, 9 de septiembre de 2011



UN GRABADO DE GUSTAVE DORÉ 

La imagen de Caperucita y el lobo, metidos en una misma cama como una pareja incompatible, siempre me ha provocado un extraño morbo por su carácter insólito y porque permite fantasear un erotismo perverso que, de un modo consciente o inconsciente, está implícito en la trama de este cuento clásico de la literatura infantil.

Si bien es cierto que se conocen varias versiones de la Caperucita Roja, no deja de ser menos cierto que las más conocidas, al menos las que lograron vencer al tiempo para llegar hasta nosotros con la misma frescura y espontaneidad con que fueron narradas, corresponden a los Hermanos Grimm y a Charles Perrault, quien, tras haber escrito loas al rey de Francia hasta los 55 años edad, tuvo la brillante iniciativa de rescatar las consejas de la tradición oral para después publicarlas, tras modificar o censurar la crudeza de las versiones originales, en su libro Los cuentos de la mamá Gansa (1697), en el cual destacan: La Bella Durmiente, La Cenicienta, Piel de asno, Pulgarcito, Barba Azul, El gato con botas y Caperucita Roja, que alcanzó una fama inusitada junto a las ilustraciones realizadas por un joven Gustave Doré para una edición de mediados del siglo XIX.

Está claro que Gustave Doré, que ilustró con maestría y genialidad obras como la Biblia y el Quijote, supo plasmar el hondo contenido social y moral de Caperucita Roja, sin más recursos que la fuerza de la imaginación y el dominio impresionante de las técnicas del grabado, cuyas posibilidades gráficas lo tenían fascinado desde los 15 años de edad.

Supongo que cuando Doré leyó el cuento de Perrault, lo primero que acudió a su mente fue la idea de cómo captar el instante en que Caperucita se mete en la cama donde está aguardándola el lobo feroz, con la mirada encendida, las garras afiladas y el hocico babeante. Supongo también que, una vez concebida la idea, como en un trance de alucinación, no le quedó más remedio que trazar líneas, con instrumentos punzantes y cortantes, sobre la superficie de una plancha metálica, en cuyas huellas se alojaría la tinta para luego ser transferida por presión sobre la hoja de papel, donde este grabado quedaría inmortalizado para siempre, tanto para el gusto como para el disgusto de millones de lectores alrededor del mundo.

Durante la Edad Media, conforme a las normas éticas y morales establecidas por la Iglesia, se usó la moraleja de Caperucita Roja para controlar la conducta sexual de las niñas en el umbral de la pubertad, tomando en cuenta que la caperuza, uno de los mayores atributos de la protagonista, simboliza la primera menstruación según los psicoanalistas como Bruno Bettelheim y otros estudiosos de los cuentos de hadas. Por lo tanto, las niñas en la edad de la pubertad tenían la necesidad de cuidarse de las malas intenciones de los desconocidos que, con el mismo libido y la misma astucia encarnados por el lobo, merodeaban a las muchachas desprevenidas en el bosque, incitándolas a incurrir en el pecado de la carne.

Aunque este cuento, lleno de sabiduría popular y encanto, es una de las joyas favoritas de la literatura infantil, no deja indiferente a los lectores adultos que, a diferencia de los niños y las niñas, le buscan y rebuscan otros trasfondos que desbaraten el final feliz y la simple moraleja planteada por Charles Perrault, quien quiso prevenir a las jovencitas que entablaban relaciones con desconocidos.

No es para menos, recordemos que Caperucita se encontró con el lobo en un bosque. Él le preguntó hacia dónde iba y ella le contestó que a casa de su abuelita, que estaba enferma y esperando su merienda. Entonces el lobo, en su afán por hacerla suya, se valió de sus artimañas para engañarla. Tomó el camino más corto y llegó antes a la casa de la abuelita. La anciana, al escuchar los golpes en la puerta, preguntó: ¿Quién es? El lobo fingió la voz y se hizo pasar por Caperucita. Una vez dentro de la casa, se comió a la abuelita de un solo bocado y esperó a Capercita acostado en la cama, donde la niña no tardó en meterse en busca de calor y cariño.

Este magnífico grabado de Gustave Doré, que retrata a una Caperucita de rostro angelical y a un lobo disfrazado de abuelita, no sólo recrea el mejor episodio del cuento, sino que despierta un universo de fantasías, que van desde las más ingénuas hasta las más perversas. Más todavía, tengo la certeza de que cualquiera que contemple esta ilustración, despojado de todo prejuicio y atadura moral, sentirá la tentación de modificar el desenlace del cuento, como el que propongo a continuación:

El lobo feroz, acostado en la cama de la abuelita, preguntó con voz temblorosa:

–Caperucita, ¿para qué tengo los ojos tan grandes?
–Para mirarme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo la lengua tan larga?
–Para lamerme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo las garras tan fuertes?
–Para agarrarme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo los dientes tan afilados?
–Para comerme mejor, señor lobo.
El lobo feroz, al darse por descubierto, se puso nervioso y balbuceó:
–¿Y para qué tengo la cola tan larga, Caperucita?
–¡Para estrangularte mejor a la hora de comerme, bestia peluda!
El lobo saltó de la cama y, sin quitarse el camisón de la abuelita, salió en estampida rumbo al bosque.