jueves, 29 de julio de 2010


EL SUEÑO DE ATAHUALLPA

El soberano del imperio incaico, antes de que fuese conducido al patíbulo y el torniquete le partiera la nuca, soñó que Túpac Katari acorraló a Nuestra Señora de La Paz y clamó justicia y libertad, hasta el día en que, traicionado como Cristo por uno de los suyos, cayó a merced de sus enemigos.

Soñó que Túpac Katari estaba en un sombrío calabozo, frente a su interrogador, quien lo torturaba y le pedía los nombres de los principales cómplices de la rebelión. El caudillo indio lo miró con desprecio y nada le contestó. Entonces los realistas, tras coronarle con una gorra de espinas y pasearlo por las calles en actitud de escarnio, dictaron su sentencia de muerte por descuartizamiento: lo amarraron de pies y manos a la cincha de cuatro caballos, mientras un gritó retumbaba en los cuatro Suyos: "¡A mí sólo me matan, pero volveré y seré millones, carajo!”.

El sueño de Atahuallpa fue premonitorio. Así como soñó que los restos de Túpac Katari fueron reducidos a cenizas y las cenizas esparcidas al viento, soñó también que el antiguo imperio de los hijos del sol, quienes compartían los lemas de Ama Suwa (no ser ladrón), Ama Llulla (no ser mentiroso) y Ama Qhella (no ser perezoso), volvería a ser como antes: la Pachamama prometida por Manco Cápac y Mama Ocllo.


miércoles, 28 de julio de 2010


BIENVENIDO EL TÍO A ESTOCOLMO

Gracias por estar aquí, en la Thulle de los vikingos, donde te aguardé con insoportable paciencia y el corazón abierto como una puerta. No sé de qué paraje provienes ni quién fue el khoyaloco* que te despachó embalado en un cartón del correo boliviano. Lo único claro es que en tu largo itinerario, primero saliste del interior de la mina, luego atravesaste la codillera andina, cruzaste el ancho mar y, convertido en aire, burlaste el control de la aduana en el aeropuerto de Arlanda.

Ahora que estás conmigo, encerrado en mi escritorio, me siento más íntegro y complacido. Tu presencia me devolvió la alegría, concediéndole a mi existencia más vida de la que tenía. Por otro lado, quienes te tienen en estima, con el respeto y el temor que infunde tu imagen, me han insinuado construirte una capilla o una urna de cristal, no sólo para ch’allarte y rendirte culto y pleitesía, sino también para mantener viva tu tradición arraigada en la cultura andina y el Carnaval de Oruro. Me temo que aquí, en estas lejanas tierras del norte, tu festividad no será tan sonada como en el vientre de la Pachamama, mas despertará un profundo fervor entre quienes conocen y reconocen tus atributos de personaje tutelar.

Empezaremos poquito a poco para que la ch’alla y la festividad vayan creciendo y adquiriendo importancia. Por qué no, si ya son miles los bolivianos que practican sus tradiciones y rituales como si estuviesen en la mismísima llajta, donde las costumbres ancestrales se celebran al ritmo de campanillas, sicus, zampoñas, quenas, tarcas, tambores, bombos y otros instrumentos autóctonos.

A quienes no te conozcan -o te desconozcan-, debemos aclararles que tu estatuilla fue moldeada en barro mineralizado por los mismos mineros, cuyas manos callosas te colocaron en el mejor paraje del interior de la mina, donde se congraciaban contigo mientras pijchaban, fumaban y bebían tragos de aguardiente. Los mineros sabían que en tu condición de Tío, dios y diablo andino, podías ser generoso con los compañeros que te ofrendaban y ser despiadado con los ingratos que te ignoraban o no cumplían sus obligaciones contigo. Así fuiste desde cuando los mitayos, condenados a trabajar en los yacimientos de plata durante la colonia, empezaron a rendirte culto y tributo, conscientes de que eres el dueño absoluto de los minerales y el amo en los tenebrosos socavones. Por eso los mineros, con honda admiración y respeto, te solicitaban protección y riquezas mediante ritos que iban desde el pijcheo, la ch’alla, la wilancha y el qaraku.

Como representante del sincretismo entre las creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores, eres un híbrido entre el Huari y el diablo; luces dos cuernos en la frente, los ojos redondos y saltones, la nariz deforme, la barba rala como la de Atahuallpa y la boca dispuesta a recibir un cigarrillo, que los compas te ofrecen en actitud de amistad y cariño.

Aquí, en el reino de la Moder Svea, no te faltará nada. Ya tienes k’uyunas y quemapechos como el Absolut Vodka. Tienes también serpentinas, confetis y confites. Sólo falta llenar tu ch’uspa con la lejía y las hojas sagradas y purificadoras de la coca. Habrá que esperar un cachito para que tú mismo, con tus poderes mágicos, puedas proporcionarnos un tambor de coca para pijchar en tu honor y en tu presencia; mientras tanto, puedes seguir fumando y chupando... ¡Ah! ¡Tío, pendejo! ¡Tío, alcahuete! ¿Me estás tomando el pelo o estás tomándote solito mi botella de coñac?, ése que compré en el crucero entre Estocolmo y Tallin, poco antes de que llegaras hecho un caballero, a bordo de un avión y no en un trasatlántico.

Lo grave es que ahora no querrás salir del escritorio por miedo a sembrar el pánico y el terror con tu deformidad física. Si asomas el rostro a la puerta, las doñas se arrebatarían, las wawas se asustarían, los incrédulos se reirían y los devotos bien despistados quedarían. Ni modo pues, yo nomás tendré que saludarte y rendirte tributo al entrar y al salir del escritorio, y, una vez al año, sacrificar un gallo blanco o un cordero en tu honor y en honor a la Pachamama, la diosa andina de la Tierra.

Como los llajtamasis en Suecia no pueden pedirte las riquezas minerales, abandonadas allende los mares, pienso que lo correcto será pedirte protección y bienaventuranza en un país tan diferente al nuestro. Te pedirán, por ejemplo, acabar con el racismo y la discriminación contra el inmigrante. Si no sabes de qué estoy hablando es porque estás recién llegadito. Tienes que vivir un tiempo más para advertir los problemas y constatar que en estas tierras existen también devotos de la Virgen del Socavón, la Virgen de Copacabana y la Virgen de Urkupiña, y que todos los años las sacan en procesión por las calles de Estocolmo, Gotemburgo y Uppsala, suplicándoles deseos y milagros al ritmo de diabladas y morenadas. No es para menos, pues, algunos de los pasantes, como por mandato divino, distribuyen incluso colitas, banderines y bandas recordatorias “made in Bolivia”, convencidos de que si alcanzaron ciertas metas en su vida familiar y profesional es porque las “mamitas” intercedieron ante Dios para concederles sus ruegos y deseos.

Aunque no admites la presencia de las mujeres en tu reino, por la superstición de que la menstruación hace desaparecer los filones de estaño, considero que ahora tienes la oportunidad de disfrazarte con tu traje de Lucifer y bailar la danza de los diablos para las virgencitas, quienes de seguro son las réplicas de la escultura creada por el indio Tito Yupanqui a orillas del lago sagrado de los Incas.

Así están las cosas, Tiíto dadivoso y vengativo. En Estocolmo podrás bailar la diablada ataviado con tu traje de luces y tus ornamentos de reptiles y batracios. Estás arreglado, pues los devotos de las vírgenes morenas hacen correr por las mesas comidas y bebidas en abundancia, justo como a ti te gusta que sean las jaranas, en las cuales se canta y baila hasta quedar indio en tierra. Más todavía, si en medio de la jarana no encuentras a tu tentadora chinasupay, al menos encontrarás a una hermosa china morena. Tenlo por seguro, te lo digo por experiencia propia y porque, aparte de ser tu compañero de ruta, soy tu amigo del alma.

Gracias, una vez más, por haber llegado a Estocolmo, Tiíto de las minas bolivianas.

Glosario

-Ch’alla: Ceremonia de ofrenda o sacrificio a los dioses. Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con aguardiente.
-Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.
-Ch’uspa: Bolsa pequeña en la que se lleva coca, tabaco o lo necesario para coquear.
-Huari: Deidad mitológica de los urus, protector de los auquénidos y personaje simbolizado por el Tío de la mina.
-Khoyaloco: Loco de la mina. Minero.
-K’uyuna: Cigarrillo de envoltura rústica.
-Llajta: Ciudad, pueblo, país.
-Llajtamasi: Conciudadano, coterráneo.
-Pijchar: Mascar coca.
-Qaraku: Mesa o banquete que se prepara en honor al Tío, en el que no faltan abundante comida, alcohol, coca, cigarrillos, confites y carne de llama sacrificada.
-Wawa: Niño o niña de pecho.
-Wilancha: Sacrificio de sangre de animales o sullus (fetos), en honor a los seres tutelares del cielo, la tierra y el subsuelo.

domingo, 25 de julio de 2010


SILLA MARILYN MONROE

La mañana en que el arquitecto Arata Isozaki despertó de un sueño húmedo, concibió la idea de diseñar una silla que reprodujera antropomórficamente la silueta perfecta de la pierna de Marilyn Monroe.

El arquitecto, de ojos sesgados y tez macilenta, sabía de antemano que la silla sería no sólo una mercancía rentable, sino también célebre como la musa que lo inspiró. Cuando el producto apareció en los escaparates más lujosos, entre reflectores iluminando la armonía de sus formas, los admiradores nostálgicos de Marilyn adquirieron la silla, impulsados por el deseo de sentarse en las faldas de ese objeto sin alma ni cerebro.

Marilyn sufrió y vivió al filo de la muerte. Su madre, obrera de la industria del cine, quiso abortarla y no pudo. Su abuela, la demente Della Monroe, quiso ahogarla en la cuna y no pudo. El azar del destino le salvó la vida, hasta que pasó a compartir su infancia en orfelinatos y hogares adoptivos. A los nueve años fue violada por uno de sus padrastros y quedó tartamuda el día en que acribillaron a su perro Tippy. Años más tarde, acosada por la locura y el espanto, soñó que estaba desnuda en el púlpito de la iglesia, lampiña como los santos que la contemplaban desde el altar y ruborizada como los ángeles que se cubrían los ojos con las alas. Pero como la Casa de Dios no era la 20th Century-Fox, ni una cueva de ratas y serpientes, se le cerraron las puertas del Paraíso.

No obstante, su vida dejó de ser un infierno a los once años. “El mundo que hasta entonces estaba cerrado para mí empezó, de pronto, a abrirme sus puertas –manifestó en cierta ocasión–. Tenía que caminar dos millas y media para ir al colegio, y otras dos millas y media para volver a casa, y ese paseo empezó a ser algo completamente placentero. Todos los hombres tocaban el claxon, me gritaban, me miraban. Y yo les respondía”. Otro día, la niña de ojos tristes, que a veces sonreía y rompía en carcajadas, soñó que era una estrella de cine, su sueño fue premonitorio y en tecnicolor.

A los dieciséis, mientras trabajaba en una empresa de material militar, un fotógrafo, que realizaba un reportaje entre los almacenes, advirtió su fulgurante belleza y la invitó a los Estudios de Hollywood, que la decapitó para comercializar su cuerpo. “Es como si todos quisieran un trozo mío. Como si quisieran una presa mía”, le confesó a un periodista poco antes de su muerte. En efecto, Marilyn pasó a ser, de simple empleada, la víctima perfecta de una sociedad sin escrúpulos, capaz de despresarla como gallina y ofrecerla al mejor postor. Los señores de Hollywood hicieron de ella, de su cara de niña y su cuerpo de mujer, un símbolo sexual embotellado para el consumo de masas.



Con ella se rodaron películas inolvidables, pero la mayor gloria de esta estrella, hecha de nácar y de fuego, no estribaba en su capacidad de interpretar el “script”, sino en sus tentadoras curvas, que hoy forman parte del respaldo de una silla.

Cuando Marilyn alcanzó la fama, como la silla de Arata Isozaki, se echó desnuda en la cama, sin faldas vaporosas ni blusas escotadas, aguardando a los príncipes que admiraban sus prodigiosas nalgas, la plenitud de sus hombros, el naciente de sus senos coronados de aureolas rosadas, la protuberancia de sus caderas y la prolongación de sus piernas que terminaban en unas uñas laqueadas de color escarlata.

Muchos príncipes treparon por su cuerpo que provocaba una inmediatez erótica, muchas lenguas lamieron su piel de color vainilla y muchos dedos se enredaron en sus pelos que superaban el rubio platinado. Todos se aprovecharon de su juventud y belleza, desde el dramaturgo Arthur Miller, hasta los hermanos Kennedy, mas ninguno de ellos dio por ella, como todo buen caballero, su capa, copa y sombrero. Todo fue pasajero con Marilyn, tan pasajero que, al despuntar el alba, tenían que abandonarla tendida en el lecho, dormida o despierta, eso no importaba.

Así transcurrió su vida entre todos y ninguno, hasta que la madrugada del 5 de agosto de 1962, los detectives encontraron su cadáver en el dormitorio de su casa. Para unos se trataba de un suicidio y para otros de una muerte accidental por incompatibilidad de dos fármacos que le recetaron dos médicos, y que ella se los introdujo al intestino por vía rectal.

En el instante de su muerte tenía una sobredosis de barbitúrico y el auricular del teléfono en la mano. Nadie sabe a quién iba a llamar. Las luces se encendieron y la película que rodó tuvo un triste final. Ahora sólo queda que Ernesto Cardenal repita los últimos versos de su Oración por Marilyn Monroe: “Señor:/ quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar/ y no llamó (y tal vez no era nadie/ o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de los Ángeles)/ ¡contesta Tú al teléfono!”.

La muerte de Marilyn Monroe es un misterio, pero los hombres que no lograron ver el círculo perfecto de su ombligo ni el triángulo áureo de su pubis, hoy tienen la oportunidad de sentarse en la silla bautizada con su nombre y entregarse a merced de la fantasía, donde reina Norma Jeane Mortensen con el falso maquillaje de Marilyn Monroe.


sábado, 24 de julio de 2010


VÍCTOR MONTOYA EN WASHINGTON

En enero de 2007, el amigo cubano Luis Rumbaut, que por entonces fungía como editor del periódico Metrópolis, me cursó la invitación para dictar una serie de conferencias en Washigton y, de pasadita, conocer algunos de los recovecos de la “Capital del Mundo”. Luis Rumbaut, quien preparó meticulosamente mi itinerario, me anticipó, por correo electrónico, que sería presentado en el prestigioso National Press Club, en una reunión dirigida a escritores y periodistas, aparte de que sería el principal exponente en la XXII Peña Cultural y Literaria organizada por el colectivo del PELP (ParaEsoLaPalabra), que se realiza mensualmente en un salón del Haskell Center de la Folger Shakespeare Library.


Asimismo, se tenía prevista una charla sobre mi obra en el círculo de lectores de la librería Politics and Prose y un ciclo de conferencias en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y entre los estudiantes de la facultad de lenguas romances de la Universidad Americana del Distrito de Columbia. Así de apretada se veía mi agenda.


Las conferencias, auspiciadas y coordinadas por el periódico Metrópolis, del cual yo era uno de sus columnistas permanentes, estaba respaldada por la Embajada de Bolivia y por el grupo Bolivia Sol. Se me informó también que mis actividades incluían charlas informales con organizaciones latinoamericanos residentes en el área metropolitana.


Sin embargo, a pesar del ajetreo entre una actividad y otra, le robé tiempo al tiempo para degustar de la comida boliviana, junto al periodista Armando Morales, en un restaurante de Maryland, y, como no podía ser de otra manera, visité los sitios más emblemáticos de Washington, al menos los que más me interesaban en ese momento, como el Capitolio Nacional y la Casa Blanca, que en otrora fue construida por manos negras y manos blancas, el edificio del Pentágono y el monumento en memoria a los soldados caídos en la Guerra de Vietnam.


En este viaje, que implicaba cruzar el “charco” de un continente a otro, no podía faltar la visita obligada a algunos de los museos más prestigiosos de la ciudad, entre otros, a la grandiosa Galería Nacional de Arte, creada en 1937 por una resolución del Congreso, donde tuve la satisfacción de contemplar, en una misma sala, las pinturas originales de Gauguin y Van Gogh.


No era menos sorprendente ver una balsa de totora expuesta en el pabellón central del Museo Nacional de los Indios Americanos, como ver la máscara de un diablo del Carnaval de Oruro, que lucía, con todo su poder de sugerencia, empotrada en la pared de un pasadizo de acceso al Banco Interamericano de Desarrollo (BID).


La tecnología norteamericana, con sus misiles y naves que surcaron el espacio a lo largo del siglo XX, refleja el espíritu de aventuras y las ansias de progreso de la humanidad desde mucho antes de que se creara la NASA, que puso en jaque a la Unión Soviética durante la llamada Guerra Fría. En el Museo Nacional del Aire y el Espacio -donde destaca el primer avión de la historia, construido en 1902 por los hermanos Wright, y el módulo Apolo XI, con el que los primeros hombres llegaron a la Luna-, me llamó la atención, como a un niño pasmado ante un juguete sorpresa, el “Spirit of Saint Louis”, con el que Charles Lindberg se convirtió en 1927 en el primer aviador en cruzar el Atlántico. La avioneta pende del techo como un pájaro de metal. El sólo hecho de mirarla me provocó un vértigo indescriptible y me transmitió la entraña sensación de que las fantasías de Leonardo da Vinci y Julio Verne, lejos de todo pronóstico de su época, se convirtieron en realidades modernas y fascinantes.


Un viaje de esta naturaleza, con ribetes de desmesura y programado con meses de antelación, es siempre la mejor manera de conocer los recovecos de una ciudad que, debido al rol histórico que le tocó asumir contra viento y marea, sigue siendo la protagonista principal de los acontecimientos que sacuden a los países menos afortunados en el ámbito político, económico y cultural, aunque algunos opinemos que esta bestia, llamada también imperialismo, se quiera morfar al mundo con cuchillo y tenedor.

Fotos:

1. Delante del Capitolio Nacional
2. En el National Press Club, con Armando Morales y Santiago Tavara
3. En la librería Politics and Prose, con estudiosos de la literatura hispanoamericana
4. En un restaurante boliviano en Maryland
5. Ante el monumento en momoria de los soldados caídos en la Guerra de Vietnam, con Luis Rumbaut
6. En la Galería Nacional de Arte
7. Balsa de Totora en el Museo Nacional de los Indios Americanos
8. Máscara de diablo en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID)
9. El “Spirit of Saint Louis” en el Museo Nacional del Aire y el Espacio

martes, 20 de julio de 2010


LA VELETA DEL DIABLO

La veleta que había en la torre de la iglesia, ubicada frente a mi casa, tenía un caballito al trote sobre la flecha herrumbrosa. Los curas decían que apareció como por milagro, no sólo para indicar el cambio del clima y la dirección del viento, sino también para ahuyentar a los espíritus malignos que, en las noches sin luna ni estrellas, se robaban a las mujeres jóvenes y a los niños desobedientes.

Quizás por eso, toda vez que los vientos corrían aullando como lobos lastimeros, no podía conciliar el sueño. Me levantaba de la cama, con el corazón agitado por el miedo, y me asomaba a la ventana desde donde podía divisar la veleta recortada contra el cielo.

Cuando los vientos del sur cruzaban por el pueblo, arrojando arena contra las puertas y haciendo silbar el fallo de los techos, el caballito de la veleta, como picado por las espuelas del diablo, parecía galopar a rienda suelta con las crines tendidas al viento.

Esa visión insólita, la única que aún recuerdo con cierto temor, me acompañó durante la infancia, hasta que un día, al fijarme en la torre por casualidad, no vi la veleta en su lugar. Los curas dijeron que desapareció como por ensalmo. Nadie sabía lo qué pasó, salvo un devoto que, poniéndose de pie entre los feligreses y atribuyéndose el rol de testigo ocular del caso, confesó que la veleta se llevó el diablo, quien, montado a horcajadas en el caballito, que de pronto adquirió dimensiones naturales, avanzó a galope tendido contra el viento que azotaba su rostro. Y, a modo de dar mayor aplomo a sus palabras, añadió que el diablo iba vestido con traje oscuro, botas charoladas, sombrero alón y capa de tres cuartas.

Desde entonces, en el pueblo nadie más sabía en qué dirección soplaban los vientos, hasta que otro día, cansados de vivir en la incertidumbre, colocaron otra veleta en la torre de la iglesia, pero esta vez con un crucifijo de aluminio para evitar la presencia del diablo, aunque yo, con la intuición de todo niño precoz, siempre sospeché que la primera veleta habida en la torre de la iglesia, a lo largo de muchos años y enfrente de la ventana de mi cuarto, no era una veleta que apareció como por milagro para medir la dirección del viento y ahuyentar a los espíritus malignos, sino la veleta que puso el diablo para orientarse en su paso rumbo a los dominios del infierno.


UN POETA MURIÓ EN LA HORCA

Benjamín Moloise nació en el gueto de Alexandra, al otro lado de las lujosas zonas blancas de Johannesburgo. Trabajaba como carpintero en la población negra de Soweto y simpatizaba con el Congreso Nacional Africano (ANC), el entonces prohibido movimiento de oposición contra el sistema racial sudafricano.

Su verdadera historia comenzó en diciembre de 1982, cuando el policía Fhilipus Selepe cayó acribillado, con una carabina automática de fabricación rusa, en las afueras de Pretoria.

Siete meses más tarde, ese joven carpintero, que cargaba en su interior a un poeta taciturno, fue detenido por las fuerzas represivas del Estado, acusado de ser el autor del crimen y condenado a morir en el patíbulo, como ese prisionero hindú, de cabeza rapada y bigotes gruesos, retratado en uno de los primeros relatos de George Orwell.

Benjamín Moloise, poco antes de ser ahorcado, recibió la visita de su madre en la cárcel, donde hablaron sólo veinte minutos, separados por un muro de cristal, como si fuesen la vida y la muerte. Se miraron de cerca, comunicándose más con los ojos que con palabras, ya que sus voces, deformadas por los micrófonos, caían en el fondo del alma como caen las piedras formando anillos en el agua. Al despedirse, Benjamín Moloise pidió que su muerte fuera aceptada con dignidad y sin lágrimas, consciente de que no era el primero ni el último en ofrendar su vida a la causa libertaria. También pensó enfrentar la muerte entonando la canción dedicada a Oliver Tambo y le suplicó a su madre cantar “La lucha continúa...”, ni bien sus verdugos le pusieran la soga al cuello.

Cuando Maninka Pauline abandonó la cárcel, y dijo: “Estoy orgullosa de mi hijo, quien va a morir como un guerrero valiente”, estalló en mi mente la imagen de aquella mujer estoica retratada en “La madre” de Máximo Gorki.

La madre de Benjamín Moloise, requerida por los periodistas, añadió sin titubeos: “A pesar de estar tan cerca de la muerte, no mostró remordimiento ni compasión por sí mismo (...) Estaba agradecido a las personas y organizaciones internacionales que intentaron salvar su vida (...) Y su último mensaje fue: la liberad está a mano y tenemos que continuar hacia delante. ¡Adelante!”.

La noche en que el poeta escribió un reportaje al pie de la horca, como lo hizo Julius Fuck antes de morir en manos de la Gestapo, un tumulto se concentró en Soweto para celebrar una misa en su memoria. Al despuntar el alba, y en medio de disturbios callejeros, sus padres se dirigieron a la cárcel de Pretoria, con la intención de abrazarlo y despedirlo, pero los guardias, por órdenes superiores, les prohibieron el ingreso. De modo que permanecieron arrimados a los muros de color ladrillo, acosados por los perros que husmeaban asidos a las manos de sus amos.

A las siete de la mañana, cuando Benjamín Moloise fue conducido al patíbulo entre dos guardias, una ola de puños se alzó en el aire y un himno sonoro estalló en los labios. La soga corrediza, sujeta del travesaño, estranguló al poeta que escribió antes de enfrentarse a la muerte: “Estoy orgulloso de ser lo que soy,/ estoy orgulloso de haber hecho lo que hice./ A la tormenta de la represión/ seguirá el torrente de mi sangre./ Estoy orgulloso de dar mi vida,/ mi única y solitaria vida...”.

Veinte minutos después, la madre de Benjamín Moloise ingresó a la prisión de máxima seguridad de Pretoria. No alcanzó a contemplar el cadáver de su hijo, salvo a besar y abrazar el ataúd de maderas negras, donde yacía el condenado No. 87. Su madre quiso enterrarlo con los ritos tradicionales de su pueblo, pero le negaron aduciendo que los restos de un ajusticiado son propiedad del Estado. Un grupo de policías blancos lo sepultó en el cementerio de la prisión y, al cabo de una semana, dieron a conocer el número de la tumba donde descansaba el poeta negro, con los puños apretados y el cuello desgarrado por la soga.

Cuando su madre ganó los muros de la cárcel, con las esperanzas puestas en Nelson Mandela y un odio que le nació desde el fondo de sus entrañas, manifestó a la prensa: “¡Este gobierno es cruel, cruel, cruel!”. Ese mismo día, varios jefes de Estado aplicaron sanciones económicas contra el gobierno racista de Willem Pieter Botha y declararon el sistema del apartheid como un flagrante atentado contra los Derechos Humanos, mientras en Johannesburgo, el centro comercial más importante del país, la violencia volvió a las calles y los manifestantes peleaban no sólo por conquistar el voto universal y la libertad de Nelson Mandela, sino también para vengar la muerte del poeta negro, quien vivirá para siempre en el corazón de su pueblo.

Benjamín Moloise murió con dignidad y sin temer a sus verdugos. Tampoco vertió lágrimas cuando estaba al pie de la horca ni cuando escribió sus últimos versos: “Quien del polvo viene,/ un día al polvo vuelve...”.


LA LIBERTAD

En el territorio de los inmortales se cruzaron dos hombres. El primero, montado a caballo, lucía espada al cinto y vestía uniforme de militar, casaca bordada y charreteras de general. El segundo, de barba y melena rebeldes, estaba enfundado en un uniforme de campaña; llevaba mochila, fusil al hombro, pipa encendida y boina con una estrellita roja en la frente.

Al hacer un alto en el camino, no se hablaron ni se miraron, hasta que el segundo, la voz asmática y el cuerpo acribillado a tiros, le preguntó al primero el porqué estaba allí.

–Estoy aquí –contestó agotado tras un largo viaje–, porque juré liberar a las naciones americanas del imperio colonial. Fundé cinco repúblicas, pero la traición y la enfermedad acabaron con mi vida a los 47 años de edad. ¿Y tú?

–Porque quise liberar a esas mismas naciones de otro imperio más poderoso. Intenté encender la chispa de la revolución continental, pero la muerte, fuera de combate y a los 39 años de edad, se me anticipó a la victoria final.

–La libertad no conoce espadas ni balas que la maten –le recordó–. Y nuestros ideales de forjar una Patria Grande, donde todos vivan hermanados por la libertad, hoy se hacen realidad.

–A todo esto –dijo el que estaba de pie, haciendo humear la pipa–, ya sé quien eres, mi general; pero me gustaría que lo dijeras tú mismo.

El jinete tendió la mirada en el horizonte, sujetó las riendas del caballo y prosiguió su camino hacia la eternidad.

lunes, 19 de julio de 2010


EL MUNDO AGOBIANTE DE KAFKA

Franz kafka, sin duda alguna, es uno de los escritores más trascendentales del siglo XX. Nació en un suburbio de Praga, el 3 de julio de 1883, asediado por tres grupos humanos que eran incompatibles entre sí: los judíos y su ghetto medieval, los checos y su situación trágica, y la aristocracia austro-alemana con dominio político-cultural. De modo que Kafka, hasta los 18 años de edad, vivió -sobrevivió- con una duda de identidad. ¿Era alemán, Checoslovaco o judío? ¿Escribiría sus libros en checo o en alemán, en una época en la cual no era frecuente la traducción de libros en lenguas opuestas? Él mismo, refiriéndose a esta realidad caótica, escribió: “Viví entre tres imposibilidades: la imposibilidad de no escribir, la de escribir en alemán, la de escribir en otro idioma, la de escribir. Era pues una literatura imposible por todos sus costados”. Sin embargo, con la mirada puesta en el cosmopolitismo berlinés y lejos del provincianismo barroco de Praga, decidió escribir en alemán y en un ámbito mayoritariamente checo.

Kafka se valió de la literatura para liberarse del laberinto de su “ciudad maldita” y del ambiente familiar que lo asfixiaba. En el arte de la palabra escrita volcó su personalidad y talento. Por ejemplo, cuando aún era estudiante de leyes, escribió clandestinamente relatos que, a través de símbolos e imágenes, canalizaban su fuero interno; quizás por eso, “la ficción de Kafka es tan cruda que es demasiado fiel para ser real y demasiado real para ser verídica”.

El tema central de su narrativa refleja su mundo onírico y la quiebra de la figura humana, muchas veces, arrastrada al límite de las pesadillas y el fatalismo inexorable. Es decir, Kafka es el protagonista de sus novelas y relatos. Nadie como él se adelantó tanto a la filosofía existencialista de Sartre, y a descubrir la angustia del hombre moderno ante el poder omnipotente, ni siquiera George Orwell en su maravillosos libro “1984”.

En “La Metamorfosis”, que marca el punto de arranque de su vocación literaria, nos relata la inquietante historia de Gregorio Samsa, quien, convertido en un monstruoso insecto, camina por las paredes y el techo, hasta que se convence que está por demás entre los suyos y decide autoeliminarse; en “América”, su héroe es un adolescente pobre y raquítico, que discurre por un mundo atestado de millonarios y marineros; en “El proceso”, otra obra esencial del autor, cuestiona la sociedad burguesa y la sumisión de las clases bajas a la burocracia sobornable del Estado capitalista; y en “El castillo” erige un monumento literario a una ciudad imaginaria de mujeres, en la cual, empero, no revela sus visitas a las prostitutas de Praga y sus relaciones íntimas con una camarera, “por cuyo cuerpo cabalgaron cientos de hombres”. Además, entre su vasta producción literaria, huelga mencionar su famosa “Carta al padre”, redactada un lustro antes de su muerte.

Kafka vivió desde siempre en el mundo de los adultos, acogido en el miedo, la melancolía y el silencio. Nunca hubo armonía entre él y su universo familiar, presidido por su padre jupiteriano, cuyo autoritarismo le hacía sentir ganas de diluirse o esfumarse. En la “Carta al padre” se puede leer: “... me sentía anonadado ante la simple presencia de tu cuerpo... El mío es escuálido, canijo, enclenque; el tuyo, vigoroso, corpulento, bien formado...”. Su padre representaba la ley, sentado en una suerte de trono inamovible, mientras él representaba al espíritu sensible. “...Soy persona retraída, callada, insociable y descontenta...”, confiesa en otro de los párrafos.

Detestó la escuela con tanta fuerza como detestó la tiranía de su padre, puesto que ambos intentaron transformarlo violentamente en otro individuo diferente al que era. No obstante, Kafka se educó en los centros docentes más prestigiosos de Praga. En 1906 obtuvo el título de Doctor en Derecho y en octubre de 1907 ingresó a trabajar en la compañía de seguros Assicurazioni Generali, y, unos meses más tarde, en la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo, en la que permaneció hasta su jubilación anticipada y voluntaria, ocurrida en julio de 1922, dos años antes de su muerte. De ahí que la vida de Kafka fue similar a la de cualquier otro funcionario público, sometido a la irracionalidad de los horarios y a las sofocantes sinuosidades de la burocracia austro-húngara.

Este escritor taciturno y humano, conmovido por los desastres de la Primera Guerra Mundial, es considerado el padre de la novela moderna, no sólo porque influyó en los escritores de los últimos cincuenta años, sino también porque tuvo la capacidad de fundir lo real con lo irreal. “La imaginación adormecida de la novela del siglo XIX fue despertada súbitamente por Franz kafka -escribió Milán Kundera-, que consiguió que los superrealistas le reclamaran sin éxito. La fusión del sueño y de lo real. En efecto, ésta es una antigua ambición estética de la novela, representada ya por Novalis, pero que exige el arte de una alquimia que sólo Kafka ha descubierto”.

Kafka nunca llegó a ser sionista. Se convirtió al socialismo cuando aún era joven. Simpatizó con la revolución rusa y participó activamente en los aniversarios y mítines de los anarquistas. Conoció a varios dirigentes del entonces Partido Comunista, entre ellos a Stanislav Neumann, director de la revista “Kmen”, quien publicó su primer relato traducido al checo.

Por otro lado, la vida de este genio de Praga tenía un extraño paralelismo con la de Karl Marx: los dos eran judíos y estudiaron Derecho, los dos se educaron en la tónica de la escuela alemana y manifestaron su intelecto a través de la literatura, los dos tuvieron conflictos con sus padres y escribieron epístolas que, con el transcurso del tiempo, se trocaron en indiscutibles documentos para la reconstrucción de sus vidas.

Tras la Segunda Guerra Mundial y el surgimiento de “democracias populares” en Europa Central, la ex Unión Soviética introdujo en Checoslovaquia, de manera rígida y dogmática, los principios del “realismo social”, que transformó la literatura en una especie de cámara fotográfica. Y, como era de suponer, el establecimiento de estas nuevas normas de creación artística, por medio de censuras y decretos, condenó al olvido a varios escritores, entre ellos a Franz Kafka, cuyas obras fueron tildadas de “pesimistas y antirrealistas”, y él de escritor “decadente y burgués”. Por lo tanto, su nombre se mantuvo en silencio hasta la desaparición de la Era estalinista y el posterior proceso de democratización iniciado por la “perestroika”. Mas estos cambios no fueron suficientes para reivindicarlo plenamente, puesto que en Eslovaquia, hasta mucho después, se lo siguió ignorando so pretexto de que escribió en alemán y que, por lo tanto, su literatura, al no ser checa ni eslovaca, no merecía sino sólo unas cuantas líneas en los libros de texto.

Kafka permaneció en Praga hasta 1917. Cuando viajó al exterior se sintió como un gorrión liberado de una jaula, porque antes no había disfrutado de otros aires y paisajes diferentes a los de su ciudad natal. Tiempo después, la tuberculosis, cuyos primeros síntomas se manifestaron en el vértice de sus pulmones, le provocó la muerte en un sanatorio de Kierling, próximo a Viena, el 3 de junio de 1924. En síntesis, en Franz kafka se cumplió el conocido proverbio que reza: “Nadie es profeta en su propia tierra”...

domingo, 18 de julio de 2010


CORTÁZAR PASÓ POR MI CELDA

Cierto día, estando aún recostado en la celda húmeda y maloliente, cayó un libro desde el mirador por donde se filtraba la luz del día y recibía el plato de comida. Mi sorpresa fue tan grande que me incorporé de inmediato y lo cogí entre las manos cual una paloma mensajera; tenía las esquinas plegadas y el lomo estropeado.

Cuando leí el título: “Rayuela”, lo primero que destelló en mi mente fue aquel juego que solía jugar de niño, saltando sobre un pie y empujando el tejo con la punta del zapato. En efecto, “Rayuela” era un libro armado como un rompecabezas; un juego de palabras, símbolos, imágenes y otros recursos literarios, que traspasaban las fronteras levantadas por los doctores de la literatura entre la realidad y la fantasía, ya que para su propio autor, “la noción de frontera era una noción tan artificial como la línea ecuatorial”.

En el reverso del libro se veía la imagen de un hombre que tenía el rostro de niño gigante, a pesar de llevar una hermosa barba y una melena leonina. Y, delante de él, la hebra de un cigarrillo humeante entre los dedos.

Apenas abrí el libro, no sabía si empezar a leer según el orden que estaba impreso o según el orden señalado por el autor. Permanecí perplejo por algún tiempo, pero luego de elegir la segunda alternativa advertí que la estructura de la novela no era similar a la de los libros tradicionales. Sin embargo, a pesar de ser la novela más voluminosa y compleja llegada a mis manos, la leí apasionadamente entre el sueño y la vigilia, sin sospechar que más tarde yo mismo viviría como Oliveira; mejor dicho, como Cortázar, con un pie en Bolivia y otro en Suecia.

Por entonces desconocía que ese libro, que dormía y despertaba conmigo cada día, era la obra clásica de Cortázar, que el llamado “boom” de la literatura latinoamericana se impuso en el mundo y que Julio Cortázar era uno de los pocos autores leídos internacionalmente.

La lectura de “Rayuela” me deslumbró por su estilo. Y cada vez que me perdía en el laberinto de sus páginas, imaginaba a su autor viviendo lejos, bajo un cielo azul que se hundía en el horizonte, en una ciudad inundada de luces y en un cuarto que tenía más discos que libros. A ratos, lo imaginaba escuchando jazz o tango como músico frustrado, derribando en cada “round” a sus adversarios y tecleando una máquina de escribir como si tocara un piano mágico del cual, en vez de nacer música, nacía un castillo de palabras donde se hospedaban las criaturas de la imaginación.

Al cerrar el libro, volví a clavar la mirada en sus ojos y a recorrer detalladamente el mapa de su rostro, mientras mi mente asociaba la imagen del Che Guevara con la suya, quizá, porque ambos eran argentinos y defendían la misma causa, o, quizá, porque se enfrentaron armados contra los opresores del mundo: el uno con un fusil y el otro con una pluma.

Cuando terminé de leer “Rayuela”, bajo la luz casi mortecina de una bombilla pendida sobre la cabecera, quedé cavilando en una y mil cosas, probablemente, porque consideré que nunca más volvería a leer otro libro con tanto cariño.

“Rayuela” fue un estímulo para mí y su autor un leal compañero, quien, sin saberlo, me alentó a escribir mi primer libro, cuyas páginas se deslizaron por los mismos barrotes por donde él entró en la celda, burlando la vigilancia de los torturadores. Desde entonces, parece no haber transcurrido el tiempo, pues al leer su “Nicaragua tan violentamente dulce”, experimenté la misma sensación como cuando leí “Rayuela” en un rincón de la celda; claro está, con la diferencia de que su autor, lejos de todo patriotismo vocinglero, dedicó la última etapa de su vida a escribir artículos contra los atropellos a la dignidad humana y a reafirmar su compromiso con los movimientos revolucionarios, aunque jamás militó en ningún partido político.

Julio Cortázar, como el resto de los escritores latinoamericanos -salvo contadas excepciones-, unió su talento literario a la lucha infatigable por la soberanía de los pueblos, consciente de que la literatura y la revolución eran hermanas gemelas en tiempos de injusticia.

A muchos años de haberse despedido de todo y de todos, no quiero imaginarlo muerto ni sepultado. Prefiero seguir pensando que está vivo, luego de haber dado “la vuelta al día en ochenta mundos”.

¡Cortázar no ha muerto! Vive en el corazón de los hombres enamorados de la libertad. Anda por ahí con la estatura de la gente normal, tal vez por ese país de volcanes que él definió con certeza: “Nicaragua tan violentamente dulce como sus bruscos atardeceres cuando del rosa y del naranja se vira a un terciopelo verde y la noche cae llena de ojos de tigre, oliente y espesa”. Sí, Cortázar vive en la memoria de los “nicas”, donde lo vio Sergio Ramírez, desplazándose de la ciudad al campo y del campo a la ciudad, entre hombres y mujeres que trabajaban y estudiaban con el fusil al hombro, y donde lo vio García Márquez “sin más armas que su voz hermosa”, leyendo textos salpicados de lunfardo en medio de un estrépito de aplausos.

Julio Cortázar -o Yulió Cortasar, como le decían los franceses- vive aún en cualquier lugar. Y si no fuese así, desdichado de mí por no haberlo conocido en vida. Pero quizá sea mejor, porque entonces ese gran escritor, que un día pasó por mi celda, será una llama perpetua en mi memoria. No importa que no le haya estrechado la mano ni abrazado como a un hermano. Me basta con haber oído su voz con los ojos y haber leído sus obras con el corazón.

martes, 13 de julio de 2010


EL RAPTO DE LAS MUJERES

En mi adolescencia, por demás turbulenta y fogosa, pensé muchas veces en raptar a mi novia, hasta que un día, metido entre libros de antropología social, me enteré que la historia de la humanidad no sólo era la historia de la lucha de clases, sino también la historia del rapto de las mujeres. Es decir, desde los tiempos primitivos, en que la ley de sobrevivencia revestía formas salvajes y las mujeres pertenecían a los hombres como los rebaños, el rapto de las doncellas constituía el botín más preciado en las guerras.


Leyendo las obras de Friedrich Engels supe que, en el tránsito de la familia sindiásmica a la monogamia, el rapto de las mujeres era una acción habitual entre los pueblos pastores, y que, tras la implantación de la propiedad privada sobre los medios de producción, el matrimonio por la fuerza condujo a que los guerreros renunciaran al botín de ovejas, vacas y caballos, a cambio de poseer a las mujeres raptadas en la batalla.

Federico García Lorca exaltó el rapto en su célebre “Bodas de sangre”, cuando la novia, montada sobre el caballo, huye a galope tendido junto a su amado, antes de que dejara de ser doncella para convertirse en señora. El drama, semejante al amor imposible entre Romeo y Julieta, es el vivo testimonio de que el rapto, una vez superada toda atadura moral y social, es una realidad posible, así el desenlace culmine en un crimen pasional.

El rapto de las sabinas, sin embargo, es el más espectacular de cuantos se tiene memoria, y que Rubens lo inmortalizó en una de sus pinturas, donde las mujeres, de cuerpos desnudos y cabelleras tendidas en el vacío, son raptadas entre nubes de polvo y relinchos de caballo.

El mito romano sobre el rapto de las sabinas fue consumado cuando Rómulo decidió poblar la ciudad de Roma, a la cual acudían gentes provenientes del más diverso linaje, desde una turba de esclavos huidos de sus amos hasta una caravana de aventureros y forajidos, salvo las mujeres que no querían relación alguna con los romanos. Entonces Rómulo, fundador de una ciudad escasa de niños y mujeres, se propuso organizar una fiesta en honor al dios Conso, con la intención de atraer a las mujeres de los pueblos vecinos y desposarlas con los suyos.



El día de la fiesta, Roma se convirtió en un hervidero de gentes dispuestas a disfrutar la visita. Los sabinos, que por entonces eran los más poderosos vecinos de Roma, llevaron consigo a sus mujeres e hijas, sin sospechar que la intención de Rómulo era raptarlas en medio del espectáculo, donde todos gozaban de la sobreabundancia ofrecida. Llegado el instante del rapto, Rómulo se levantó de su trono y dio la señal de embestida. Las cuadrillas de jinetes se metieron entre la muchedumbre, apoderándose de cuanta mujer joven encontraban a su paso. Las sabinas, llenas de espanto y presas del pánico, intentaron huir entre la cabriola de los caballos. Los romanos las levantaron en vilo, mientras ellas flotaban en el vacío, los cuerpos desnudos, marmóreos, y los gritos de auxilio.


Con el transcurso del tiempo, en las sabinas menguó la ira, mientras a sus padres y esposos les hervía la sangre de furia, pues entendían que una cosa era raptar a las mujeres como botín de guerra y otra muy distinta raptarlas en una fiesta. Así, al amparo de la noche, decidieron atacar la fortaleza romana, donde ambas tropas se trenzaron en un feroz combate. Los caballos, encabritados por el estruendo de las espadas y lanzas, galoparon con su jinete a lomos, sembrando el horror y la muerte.

Las sabinas, conscientes de que ambas tropas se disputaban por ellas, se echaron a correr hacia el campo de batalla, con sus hijos en los brazos, las ropas infladas por el viento y esquivando las lanzas y espadas. Pasado un tiempo, consiguieron ponerse en medio del combate y el tropel de los caballos. Y, teniendo a sus padres en un lado y a sus esposos en el otro, exclamaron al unísono: “¡No luchen por nosotras, que no estamos dispuestas a ser huérfanas ni viudas!”. De súbito cundió el silencio y nadie se movió de su sitio. Los jefes arrojaron las armas y los bandos en pugna se estrecharon la mano en señal de concordia. Desde ese día, las sabinas, quienes fueron raptadas en una fiesta, se convirtieron en las mujeres más apreciadas en el reino de los romanos.

En consecuencia, yo no era el único enamorado que por las noches pergeñaba cómo raptar a mi novia, sino uno más del montón, pues los héroes de la mitología antigua, como los secuestradores modernos, raptaban a las mujeres de noche o de día, por las buenas o por las malas, con tal de amarlas en el lecho nupcial y seducirlas a fuerza de encantos. Las raptaban así sus padres las encerraran en recámaras seguras, con ángeles de la guarda y cinturones de castidad, puesto que los corazones violentamente apasionados no resisten a la tentación del rapto.