sábado, 3 de septiembre de 2016


ENTRE EL LIBRO DE TEXTO Y LA LITERATURA INFANTIL

En la Primera Feria del Libro Infantil y Juvenil realizado en La Paz, en febrero de 2012, una atenta maestra del ciclo primario, que asistió a mi conferencia sobre La violencia en la literatura infantil, me preguntó en tono amable: Qué tipo de literatura se debe aplicar en las escuelas para estimular el habito a la lectura de los niños. Le miré a los ojos y contesté: Todo lo que está al margen de los libros de texto.
 
En efecto, los libros de texto, que se aplican dentro del sistema educativo, no cuentan historias que les interese a los niños, pues son libros que, en primer lugar, tienen una función didáctica y de enseñanza de conocimientos, que los profesores consideran importantes para el futuro desarrollo intelectual y profesional de los niños.

Sin embargo, los libros que prefieren los pequeños lectores son aquellos que les cuentan historias que tienen la magia de transportarlos a otras dimensiones en las alas de la imaginación, que es una de las facultades que caracteriza a los seres humanos; más todavía, los niños, independientemente de su condición social y racial, tienen derecho a ser tratados con respeto y cariño, pero también tienen derecho a tener acceso a las joyas de la literatura infantil que, además de avivar su fantasía y creatividad, les permite desarrollar su capacidad verbal y resolver sus ataduras emocionales.  

Un buen libro de literatura infantil no sólo nutre los conocimientos del niño, sino que también educa su sentido estético, aunque algunos escépticos pongan en duda este precepto avalado desde hace tiempo por escritores, ilustradores, psicólogos y pedagogos.

Los libros infantiles, sin necesidad de caer en el didactismo, cumplen la función de formar a personas que, en su vida futura, tengan instrumentos lógicos, críticos y lingüísticos, que les permita desarrollarse sin muchas dificultades en una sociedad cada vez más competitiva y tecnocrática.

La literatura infantil, como ya lo remarcamos en otras ocasiones, contribuye al enriquecimiento del patrimonio lingüístico del niño, a parte de que estimula su fantasía y capacidad creativa, que es una de las facultades mentales que diferencia a los humanos de los animales primarios. En palabras del lingüista Dámaso Alonso: La literatura infantil contribuye a que el niño penetre en el conocimiento de la lengua, a través del espíritu lúdico de las palabras, las onomatopeyas, el ritmo, la cacofonía, la prosa rítmica y la eufonía (palabras que suenan bien).

Los libros que están escritos a partir de las necesidades emocionales e intelectuales de los niños, serán siempre los que más incidan en su desarrollo integral, en virtud de que los libros infantiles, elaborados con un criterio más lúdico que didáctico, tienen la fuerza de atrapar su atención, estimular su hábito a la lectura, reafirmar su autoestima y moldear su conducta personal.

Ya se sabe que a los niños, por lo general, no les gusta los cuentos y poemas que aparecen en los libros de texto a manera de lecturas extras. Los niños prefieren una literatura que esté exenta de senso-moral (refranes, moralejas y sentencias), libros que les permita zambullirse en su propio mundo cognoscitivo, es decir, libros que expresen sus sentimientos y pensamientos de manera auténtica y recreativa.

Por fortuna, los escritores para jóvenes y niños, en un intento por apartarlos de los libros didácticos y acercarlos al puro placer estético de la recreación literaria, redoblan sus esfuerzos por crear obras que no defrauden a sus lectores, sabiendo que esta literatura no sólo promueve la imaginación y la creatividad, sino que forja el hábito a lectura de quienes serán los futuros grandes lectores de la gran literatura universal.

Los maestros saben, por experiencia propia, que los niños tienen preferencias por los libros que cuentan historias verdaderas, pero que incluyen elementos ficticios, a menudo sobrenaturales; historias contextualizadas en un tiempo y lugar que resultan familiares a los miembros de una comunidad, y que aportan a la narración cierta verosimilitud.

Las leyendas y los cuentos populares que se desarrollan habitualmente en un lugar y tiempo reales, y que los lectores pueden reconocer sin mayores dificultades mientras se internan en las páginas del libro, son siempre los que mejor representan su mundo cognoscitivo, aunque en la trama intervengan personajes y elementos ficticios, a modo de darle un toque de magia a la historia narrada.  


En este caso, los libros que contienen narraciones de la tradición oral, transmitidos de generación en generación, son excelentes recursos cuando se los sabe usar de manera adecuada en la escuela y conforme a las necesidades de los niños. No se debe olvidar que, por ejemplo, los cuentos populares, aparte de transmitir una sabiduría acumulada durante siglos, encierran en sus historias, hechas de realidad y fantasía, una serie de recursos terapéuticos que ayudan a los niños a resolver, mediante una catarsis, sus frustraciones, traumas o deseos no cumplidos.

El niño, independientemente de su edad, se hace cómplice de los personajes, las escenas y situaciones que el autor le transmite por medio de la re-creación literaria. El lenguaje plurisignificativo hace que el niño, con su particular intuición, elabore sus propias imágenes visuales de los personajes y los contextos que aparecen en los cuentos, ya sean éstos reales o ficticios. Esto no niega, de ningún modo, que el discurso literario debe ser claro, sencillo y convincente, sobre todo, si se considera que el receptor directo es el niño, quien se forma un mundo de ilusiones apenas ve un libro con un empastado llamativo y salpicado de imágenes que le despiertan la curiosidad por saber qué historias se esconden entre los renglones de los textos.

Las leyendas y los relatos de nuestra cultura, recogidos en las obras de Antonio Díaz Villamil, Antonio Paredes Candia, Jesús Lara, Rigoberto Paredes, Isabel Mesa y Liliana De la Quintana, por citar algunos, constituyen, por antonomasia, una literatura que no sólo es apta para los adultos, sino también para los niños, quienes gozan con estas historias, cuyos argumentos les abren las puertas hacia un mayor conocimiento de nuestros valores culturales y hacia un mundo lleno de sabiduría popular.

Los cuentos provenientes de la tradición oral y la memoria colectiva, no conocen autores ni épocas. Su presencia entre nosotros, luego de haber transitado de boca en boca, se debe a que forman parte del espíritu del pueblo, en cuyo seno se incubaron como valores humanos universales dignos de ser transmitidos a los miembros de una colectividad.

La mayoría de las narraciones de la tradición oral representan el alma de los pueblos que, para sobrevivir a los avatares del tiempo, necesitaron concentrar sus experiencias y vivencias en los renglones de un relato o en los versos de un poema, que nos hablan del pasado, el presente y el futuro de una comunidad que se resiste a sucumbir en los polvos del olvido.

No hay mejor manera de conocer la historia, costumbres y tradiciones de un pueblo que no sea a través de su literatura, donde se concentran sus grandezas, tragedias y esperanzas. La palabra escrita, utilizada en este sentido, cumple una función por demás fundamental, ya que sin ella sería más difícil registrar la memoria colectiva y dejar un testimonio histórico para las generaciones del futuro. En el caso de la literatura se ha usado la palabra escrita como un instrumento para transmitir ideas y sentimientos cotidianos, pero también como un instrumento para crear, incluso con afanes lúdicos y estéticos, una serie de relatos, mitos, leyendas, fábulas, poemas, canciones y cuentos.

Ahora bien, el libro de texto y el interés de los niños por la lectura no siempre han formado una buena mancuerna. El libro de texto, desde que se desarrolló la imprenta de Johann Gutenberg, ha tenido tradicionalmente la función de ser un libro estándar para transmitir conocimientos en cualquiera de las ramas del conocimiento humano, desde la enseñanza básica hasta las academias de profesionalización. En cambio la literatura infantil, desde los albores de su desarrollo, estaba destinada a cumplir otra función distinta a la de los libros de texto, debido a que no tenía otro propósito que despertar la fantasía de los lectores, transmitiéndoles historias reales y ficticias o cuentos de encantos y espantos. 

El libro de texto, a diferencia de la literatura infantil, a veces es un obstáculo que se antepone en la interrelación profesor/alumno, y un medio que, en lugar de estimular la actividad creativa del alumno, bloquea los deseos de asimilar nuevos conocimientos. No en vano Beatriz Soria, en su artículo El libro de texto y la educación, nos recuerda: El libro de texto es utilizado como el libro de lectura. El niño es obligado, con la guía del maestro, a leer y releer la lección o responder un cuestionario sobre lo leído. El libro de texto en la escuela primaria lo es todo, y la clase se reduce a la lectura y comentario del libro que, por lo general, es único. Además, incoherente con las aspiraciones, intereses y mundo circundante del niño o el joven. Por otro lado, como si fuera nada, es escrito por los autores -en general- sin criterios definidos; no se valoran las leyes psicológicas del aprendizaje; no está vinculado a la comunidad y sus características lingüísticas, culturales, sociales; ni guarda secuencia en el control del vocabulario para un dominio básico del idioma materno.

La literatura infantil cumple una función mucho más creativa y lúdica, y, por eso mismo, no es casual que los niños ocupan más tiempo en la lectura de estos libros que haciendo los deberes de la escuela. Los libros destinados a los pequeños lectores son una suerte de varitas mágicas que ayudan a superar el tedio de cada día. De ahí que todo escritor e ilustrador, que pretenda llegar a los niños con sus obras de creación, está en el deber de interiorizarse, primero, en el mundo cognoscitivo de los niños y, segundo, está en la obligación de elaborar un material que concite la atención de ellos tanto con la forma como con el contenido.

Si el niño es el receptor principal de los libros infantiles, entonces se sobreentiende que debe comprender la connotación semántica de las palabras y el mensaje que se le quiere transmitir a través de los textos y las ilustraciones. De nada sirve elaborar un mamotreto a nombre de literatura infantil, con letra apretada y menuda, y dibujos de mal gusto, porque a los niños no se les puede engañar como a bobos. Cualquier libro que no sea de su agrado, volará por los aires como ocurre con algunos libros de texto que son engorrosos y pesados como las patas de un muerto.

jueves, 1 de septiembre de 2016


REFLEXIONES

Quien ha vivido desde siempre en una realidad hecha a golpes de injusticias sociales y discriminaciones raciales, sueña con que es posible construir un mundo más humano que el que ofrece el capitalismo salvaje, pero a condición de derribar los muros que separan a los ricos de los pobres, a los blancos de los negros, a los indios de los gringos y a los hombres de las mujeres,

Si se quiere estructurar una sociedad más tolerante y equitativa, como si fuese un nuevo reto en los proyectos de las nuevas generaciones, será necesario abolir las fronteras que separan al Sur del Norte, a Dios del diablo, a los religiosos de los ateos, a los gobernantes de los gobernados; es más, en lugar de levantar muros y trazar fronteras, se deberán construir puentes de comunicación entre las diversas culturas, tradiciones, lenguas, razas y creencias, porque, acéptese o no, todos tenemos las mismas necesidades, los mismos derechos y las mismas responsabilidades, aparte de que todos llevamos dentro de nosotros un poquito de los otros.

Queda por demás claro que me gustaría vivir en un país donde no existan ricos ni pobres, ni gigantes ni enanos como en los países imaginados por Jhonatan Swif en Los viajes de Gulliver. Tampoco me interesa vivir en un país donde existan princesas encantadas como en los cuentos de hadas, ni en el mundo imaginario creado por Lewis Carroll en Alicia en el país de las maravillas. Lo que yo quiero es vivir en un país donde los niños sean felices y se respeten sus derechos, donde los hombres no vulneren los derechos de las mujeres ni las autoridades de la justicia hagan gala de su arrogancia, quitándole la balanza y la venda de los ojos de la señora Justicia.

Detesto toda forma de chauvinismo y censura contra las ideas que cuestionan los desmanes de los poderes de dominación. No comparto la insensatez del fanatismo religioso ni la conducta autoritaria de quienes se atribuyen la representación popular, para imponer sus ideales como verdades únicas y absolutas, aun sabiendo que el humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra y que, además, levanta la piedra y la arroja sobre el techo de vidrio de su propia casa.

Prefiero el pluralismo cultural y racial, la diversidad ideológica y sexual, la libertad de opinión y de crítica, el respeto a los Derechos Humanos, a una vida privada y una muerte digna; todo esto en el marco de las normas comunes de convivencia democrática, que permitan evitar las experiencias históricas de los regímenes totalitarios del siglo XX. Prefiero que todos seamos cabeza de ratón que cola de león y seamos los principales artífices de nuestra propia felicidad en medio de las adversidades que la vida plantea a cada paso, a cada instante.

Respeto a los individuos de buena fe y a los políticos que, en lugar de vivir de la política, viven para la política, como los artistas viven para el arte y no del arte. Respeto a los gobernantes de conducta transparente, incapaces de robarse los bienes del pueblo de las arcas del Estado. Respeto, asimismo, a los empleados públicos que sirven a su pueblo y no se sirven del pueblo para mejorar su estatus social y económico, como los zánganos que engordan a costa de chupar la sangre de otros, sin importarles el daño que causan con su conducta de bichos inmundos.

No creo en las promesas de los demagogos, acostumbrados a hablar hasta por los codos y a borrar con el codo lo que escriben con la mano. En estos casos, prefiero a quienes hacen mucho y hablan poco, porque saben que quien mucho habla, mucho yerra. Tampoco creo en los falsos profetas que me prometen el reino de los cielos a condición de que deje de ser agnóstico. En este caso, prefiero a los apóstoles de las ciencias humanas, en las que primero se debe mostrar, mostrar y demostrar, para luego hablar con convicción y pruebas en la mano.

Sueño en que vivamos en relación con la Madre Tierra, a espaldas de las promesas futuristas de la gran tecnología, porque confío en la armonía del individuo con el ecosistema, donde se respeten el derecho de vivir en armonía con la Pachamama y los astros de la constelación celeste y con la naturaleza que nos ampara, con las piedras que hablan, los ríos que cantan, los árboles que soplan vida, los vientos que silban junto a los animales silvestres y los pájaros que forman un coro de trinos, porque si no somos parte del todo, menos seremos parte de la nada.


La historia de la humanidad es la historia de la lucha por alcanzar la libertad, una lucha ininterrumpida y continuada por tener la posibilidad de elegir una forma de vida en absoluta libertad. La defensa de la libertad personal es imprescindible para la existencia de una sociedad libre, basada en la democracia participativa, la tolerancia y el respeto a las diferencias culturales, raciales, lingüísticas y religiosas. Incluso la historia de la lucha de clases y las diferencias entre los seres humanos -el fuerte y el débil, el opresor y el oprimido, el rico y el pobre- representan la misma lucha por la libertad individual, porque cada uno sea uno mismo, por sentirse una persona con voluntad propia para decidir su futuro, vivir la propia vida y no la que imponen los demás. En consecuencia, todo individuo es libre de elegir su modo de vida, mientras esta forma de vida no atente contra la libertad del prójimo ni sea un mecanismo de censura y represión.

La libertad, con ideales pragmáticos y también con utopías, es el mayor sueño que atesora el hombre libre, quien, más que nadie, sabe que la libertad no es lo mismo que la libre empresa, que es la libertad de explotar la fuerza de trabajo de los obreros. Tampoco es lo mismo la libertad de prensa, que implica comprar periódicos y periodistas, con el único objeto de crear una opinión pública favorable al sistema capitalista. Hablar de la libertad de un pueblo, aunque sea con la mejor intención y voluntad, es una simple metáfora, a veces peligrosa, si no se tiene en cuenta que la liberación de un pueblo no es nada sin la libertad de cada uno de los individuos que conforman el tejido social. Es decir, no hay libertad social si no hay libertad personal.

Aunque muchas cosas han cambiado en los últimos tiempos, sigo soñando en que es posible construir una sociedad más libre y democrática, donde el valor de las cosas no estén sustentados en el tener sino en el ser y donde todos vivamos en absoluta armonía con la naturaleza y nuestros semejantes. Sigo soñando en que es necesario juntar nuestras manos para construir los puentes que nos conduzcan hacia un mundo mejor, y que la mejor manera de llegar a tiempo hasta allí es andar a paso lento pero seguro.

sábado, 20 de agosto de 2016


MINERISMO E INDIGENISMO

En los últimos decenios se ha incrementado la difusión y producción literaria boliviana fuera de las fronteras nacionales. Son varios los autores que tienen obras circulando en el exterior y varios los escritores que escriben o empezaron a escribir en la diáspora. De modo que los autores nacionales, que escriben en los diferentes géneros literarios, están presentes en las librerías y bibliotecas de Europa, Latinoamérica, Asia y Estados Unidos.

Si bien es cierto que en los últimos tiempos ha cambiado el estereotipo de una Bolivia pintoresca y folclórica, con un fuerte arraigo en el mundo indígena, es cierto también que Bolivia no ha dejado de ser un país con peculiaridades propias, que lo diferencian de otros como Chile, Argentina o Uruguay. De ahí que nuestra identidad cultural, acéptese o no, deja su impronta en las diferentes manifestaciones artísticas y culturales impulsadas tanto dentro como fuera del país.

Bolivia, contemplada desde una perspectiva histórica y socioeconómica, ha sido conocida desde siempre como un país minero y campesino; por eso mismo, uno de los ejes temáticos de su literatura que sigue llamando la atención es aquél que está relacionado con el contexto minero y agrario. Por cuanto no es casual que un literato chino me haya comentado que los dos autores bolivianos conocidos entre los lectores chinos eran Augusto Céspedes, que aborda la temática minera en su novela Metal del Diablo, y  Alcides Arguedas, precursor del indigenismo en la literatura latinoamericana, con su novela Raza de bronce.

La realidad de los indios y los mineros siguen siendo temas actuales a través de autores cuyas obras, tanto en prosa como en verso, dignifican la identidad boliviana desde una perspectiva literaria más elaborada estéticamente que en el llamado realismo social del pasado; más todavía, en nuestra literatura se ha concedido desde siempre un importante espacio a la re-creación de temas afines al minerismo e indigenismo, aunque hoy estemos más conscientes de que Bolivia no sólo es una nación andina, sino también amazónica, multicultural y plurilingüe.

Todo esto nos hace suponer que los especialistas en literatura hispanoamericana, salvo raras excepciones, nos ven como a un país minero y campesino; dos realidades sociales que, desde siempre y contrariamente a lo que muchos piensan, han inspirado una abundante creación literaria en Bolivia.

La literatura boliviana más conocida y estudiada en el extranjero es aquella que nos identifica como a país minero y campesino, independientemente de lo que sostengan los urbanistas en La Paz, Cochabamba o Santa Cruz. No es casual que a uno de los críticos más importante de Suecia, como fue Artur Lundkvist, miembro de número de la Academia Sueca, le haya llamado la atención la novela Hombres sin tierra, de Mario Guzmán Aspiazu, que gira en torno al tema de las luchas campesinas y la reforma agraria de los años 50.

Los estudiosos extranjeros de nuestra literatura saben intuitivamente que el futuro de nuestra literatura está en la contextualización de nuestro pasado y presente. Es decir, la gran literatura boliviana del futuro está todavía anclada en el pasado histórico, por mucho de que algunos críticos nacionales de la literatura minerista e indigenista se empeñen en demostrar que los autores contemporáneos, sobre todo los más jóvenes, están más en sintonía con los procesos de globalización y transculturación; cuando en realidad, aparte de los pocos escritores mediáticos y cuyas obras están promovidas por las editoriales comerciales, lo que sigue identificando a Bolivia en el exterior es la literatura ambientada en el mundo rural y minero.

Los indígenas y los mineros no formaron parte del poder político hasta mediados del siglo XX, pero sintieron, en su condición de clase social y pueblo indígena-originario, los látigos de la opresión violenta y la vulneración de sus derechos humanos por parte del sistema minero-feudal, que tenía el control no sólo del aparato estatal, sino también de las tierras y las minas. De ahí que no es casual que la literatura que nos ocupa haya tenido una fuerte dosis de tesis política, que denunciaba las condiciones deplorables en que vivían los indígenas bajo un sistema de estructura colonial, caracterizado por el menosprecio racial y un trabajo de tipo semifeudal, y la despiadadas explotación de los mineros bajo un sistema de producción capitalista, que estaba caracterizado por las injusticias sociales y la marginación de las esferas gubernamentales donde se tomaban las decisiones de la suerte histórica del país.

Esta práctica de servidumbre y explotación se prolongó hasta la revolución nacionalista de 1952, que decretó la nacionalización de las minas y la reforma agraria, que permitió poner las minas bajo el control de los mineros y devolvió las tierras usurpadas por los hacendados a los indígenas; un proceso revolucionario que hizo aflorar las reivindicaciones populares de Minas al Estado y Tierras al Indio, acuñadas desde principios del siglo XX, entre otros, por el escritor Tristán Marof, fundador del primer Partido Socialista de Bolivia.

Por las razones mencionadas, es lógico pensar que la literatura minerista e indigenista fue la mejor expresión de la realidad nacional, que convirtió a sus escritores, en algunos casos, con vigorosa prosa y fuerza argumental, en portavoces del clamor popular de su época y en paradigmas de una corriente literaria cuyas obras evocaban las miserias y esperanzas de las mayorías nacionales, con un propósito reivindicativo que, desde la perspectiva de los ideales que proclamaban la integración nacional, reclamaban el derecho de los pueblos originarios y los proletarios a formar parte de los organismos del Estado que determinan el destino del país en el ámbito político, económico, social y cultural.

jueves, 18 de agosto de 2016


EL CINTURÓN DE CASTIDAD

En la época feudal, cuando el cinturón de castidad se usaba para controlar la infidelidad y los deslices sexuales de las esposas durante los largos períodos de ausencia de los maridos, un aguerrido caballero, que se marchaba a las Cruzadas para enfrentarse a los enemigos del Rey y el Papa, le pidió al joven cerrajero de la aldea que confeccionara un cinturón de acero para asegurarse de la fidelidad de su esposa, una dama de carácter jovial y conducta coqueta que, siendo de facciones bellas y voluptuosas carnes, corría el riesgo de descarriarse apenas él montara en su caballo para marcharse a la guerra.
  
–Tú sabes que las esposas disfrutan poniéndoles cachos a los maridos –le dijo al joven cerrajero, mientras le entregaba una bolsista llena de monedas–. El cuerpo de la mujer incita al pecado, tiene las frutas prohibidas que desea el prójimo y su vagina es como la boca de un infierno donde quiere meterse el diablo. Además, no quisiera que mi esposa, aprovechándose de mi ausencia, se deleitara con el unicornio de un amante para saciar su sed de amor.

El joven cerrajero, sin levantar la mirada de la ardiente fragua, escuchó en silencio los argumentos del caballero, quien, al parecer, tenía mucha razón y esgrimía argumentos difíciles de contradecir; al fin y al cabo, como enseñaban los más viejos, nadie habla sin experiencia ni piensa en lo que por sí no pasa.
 
El joven cerrajero, mientras meditaba en que ese artefacto metálico se utilizaba para impedir que el cuerpo de la mujer sucumbiera a las tentaciones de la carne, confeccionaba el cinturón con una banda de acero más fina que un muelle de reloj, recubierta de cuero blando, provista de un minúsculo candado que se sujetaba en la juntura del aro. El cinturón pasaría por entre las piernas, se dividiría a la altura del ano y cerraría la vulva mediante una delgada lámina convexa de latón en la que había una pequeña abertura que sólo le permitiría desaguar.
 
El día en que el caballero pasó a recoger el encargo, el joven cerrajero le entregó el cinturón y le explicó que una vez cerrado el candadito y retirada la llave, sería imposible que un hombre pudiera tener acceso carnal con su esposa, debido a la presencia de púas allí donde estaba la boca del infiernito por donde se metía el diablo.

El caballero quedó maravillado ante el objeto reluciente como una joya de orfebrería y pensó que por fin tendría asegurado la fidelidad de su bellísima esposa. El joven cerrajero, a tiempo de despedirse con sumo respeto, le dijo que le deseaba bienaventuranzas en la Cruzada, pero lo que no le dijo es que el cinturón hizo con dos llaves; con una se quedaría el caballero y con la otra se quedaría él. Lo que le permitiría meterse en la alcoba de la dama y abrir el candadito cuando se le pegara la santísima gana.

El caballero, antes de montar en su alazán de alta parada y marcharse a la Cruzada, aseguró el candadito del cinturón y se llevó la llave colgada como un collar, porque la tendría en las batallas como amuleto contra la muerte y la infidelidad, aparte de que le daría la sensación de ser el dueño absoluto de la sexualidad de su esposa, a quien se la imaginaría aguardándolo en la alcoba, tendida sobre la cama con su bendito cuerpo al aire, pero con las partes íntimas custodiadas por el cinturón de castidad.

El joven cerrajero, al saberse dueño de la llave que le daba acceso al santo de los santos de la dama del caballero, se quitó el delantal de cuero curtido, se lavó la cara y el cuerpo. Pegó dos golpes de martillo sobre el yunque y se dirigió a la casa del caballero ausente, donde estaba la dama con ansias de que la despojaran de esa prenda metálica que, más que ser un mecanismo de seguridad, era un doloroso instrumento de tortura.

Una vez que la dama quedó liberada de esa prenda insoportable, que le rozaba la piel de sus zonas sensibles, no sólo hizo sus necesidades fisiológicas con placer, sino que también complació los insaciables deseos del joven cerrajero, quien gozó con los perturbadores encantos de la dama y cuyas visitas se repitieron noche tras noche, hasta que ella quedó embarazada una y otra vez.

Cuando el caballero volvió de la Cruzada, donde había perdido un ojo, un brazo y una pierna, comprobó que su esposa seguía con el cinturón de acero, pero que su familia había crecido como por obra y gracia divina. Entonces el caballero, como todo guerrero acostumbrado a dar la vida a nombre del Rey y el Papa, hizo loas a Dios por haberle concedido una  fiel esposa y aceptó a los niños como una recompensa por la sangre derramada en Tierra Santa.

Sólo el joven cerrajero sabía que el cinturón de castidad no sólo se usaba para reprimir la sexualidad de la mujer, sino también para demostrar la estupidez de un hombre que no aceptaba el sabio proverbio que reza: El hombre es fuego, la mujer estopa; viene el diablo y sopla, o, dicho de otra manera, al hombre no se le puede pedir que no desee a la mujer del prójimo ni a la mujer se le puede encerrar con un ridículo candado y su llavecita.

miércoles, 20 de julio de 2016


PUBLICAN DOS NUEVOS LIBROS DE MONTOYA

El Grupo Editorial Kipus de Cochabamba, como parte de la promoción de la literatura nacional, publicará dos nuevos libros del escritor Víctor Montoya. Se trata de la novela La señora de la conquista y del volumen de Cuentos del más allá, que el narrador boliviano presentó a su casa editorial a principios del 2016.

Las dos obras, que corresponden a géneros literarios diferentes, podrán ser adquiridas en las Ferias de Libros y librerías de todo país. Ésta es una buena oportunidad para reencontrarme con mis lectores y ofrecerles lo que mejor sé hacer, manifestó el autor. Los dos libros fueron escritos con mucha pasión y abordan temáticas de interés general, finalizó.

La señora de la conquista

En cada capítulo de esta novela, estructurada sin más recursos que el arte de la palabra escrita y los datos que proporciona la historia, se reconstruye la vida de una esclava indígena convertida en señora durante la épica empresa de conquista de la esplendorosa civilización azteca.

Malintzin, doña Marina o Malinche, la intérprete, consejera y amante de Hernán Cortés, es la figura emblemática de una epopeya en la que pasó a ser un instrumento más poderoso que la pólvora y el caballo. Sirvió de puente entre dos culturas, fue intérprete del prisionero Moctezuma II en el palacio de Axayácatl, se salvó milagrosamente en la batalla de la Noche Triste, en la que los guerreros mexicas expulsaron de la ciudad de Tenochtitlán a los conquistadores antes de que ésta fuera finalmente sometida en agosto de 1521.


Luego del dramático episodio, que culminó con la captura y el martirio de Cuauhtémoc, el capitán general de la armada y Malintzin se paseaban por templos, plazas y calzadas, contemplando el nacimiento de una nueva urbe en medio de la desolación y la muerte. Sobre la ciudad destruida se edificaba otra ciudad distinta, sobre las ruinas de los antiguos templos se construían otros templos y sobre las antiguas creencias se imponía un nuevo proceso de evangelización para extirpar la idolatría.

Los amantes, que a lo largo de la conquista lucharon codo a codo, en las buenas y en las malas, bajo el sol y bajo la lluvia, se fundieron como el anverso y reverso de una misma moneda, dispuestos a iniciar el traumático mestizaje en las tierras de la Nueva España, que emergió del violento encuentro entre vencedores y vencidos.

La señora de la conquista, como toda novela histórica que ofrece emociones, personajes y conocimientos, se funde en un haz de composiciones narrativas, que confirman la destreza lingüística, el vigor estilístico y la capacidad creativa del autor, quien expone todo el fulgor de su talento en esta obra llena de pasiones, traiciones, matanzas y saqueos.

Cuentos del más allá

Este espeluznante volumen de cuentos, escritos con elegancia, fluidez y verosimilitud, intentan convencer a los lectores de que es posible lo imposible, a través de cincuenta historias protagonizadas por criaturas fabulosas y seres que, después de muertos, retornan al reino de los vivos en forma de fantasmas o espíritus, produciendo sonidos, aromas y desplazando objetos en el mismo lugar donde habitaron o enfrentaron una violenta muerte, que los condenó a vagar sin poder encontrar la paz eterna en el más allá.

Los relatos de terror y fenómenos paranormales, que existen desde la más remota antigüedad en el imaginario popular, están estructurados sobre la base de explicaciones empíricas de la realidad, supersticiones y pensamientos mágicos que, hilvanándose como telarañas en un tenebroso contexto, transgreden los límites de la lógica y la razón, y cuyos personajes, dotados de la facultad de morir y revivir, de aparecer y desaparecer, nos acompañan desde la cuna hasta la tumba.


Los Cuentos del más allá, además de tocar la sensibilidad emocional de los lectores, transmiten una sensación de miedo, horror y suspenso, con un lenguaje elíptico y una fuerza imaginativa que inducen hacia un universo de espanto y aparecidos, donde se complementan lo real y lo ficticio, como una forma de despejar las dudas concernientes a los fenómenos físicos de la naturaleza, los instintos de la condición humana, los misterios de la muerte y, consiguientemente, la existencia de otras formas de vida en el más allá.

Víctor Montoya, autor de novelas, cuentos, ensayos y crónicas, pone en manos de los lectores una obra concebida en el género fantástico, con un alto valor estético y un eje temático que, tanto por su forma como por su contenido, le permiten explayar los diversos recursos técnicos de la moderna narrativa latinoamericana, sin trastocar su cautivante estilo personal ni deslucir su peculiar manera de convertir en literatura los elementos de la realidad y la fantasía.

martes, 19 de julio de 2016


CLAUDINA, UNA OBRA RESCATADA DEL OLVIDO

Cuando me enteré de la existencia de la primera novela boliviana, titulada Claudina, lo primero que me llamó la atención fue el hecho de que este libro de autor desconocido se hubiese encontrado, como único ejemplar e impreso en agosto de 1855, en el repositorio de la biblioteca del Banco Central de Bolivia.

El segundo aspecto que despertó mi interés fue saber que se reeditó con las mismas características de la primera edición. Es decir, no se modificó la sintaxis ni la ortografía, incluso las comas estaban separadas de las palabras precedentes y las páginas tenían un diseño parecido a los pergaminos.

El día en que los responsables de la publicación presentaron el libro, que circuló a través del diario La Razón en octubre de 2012, se dijo que se trataba de la primera novela boliviana ignorada en los anales de la literatura nacional y que esta reedición sería un valioso aporte a la memoria del patrimonio histórico de las primeras décadas de la vida republicana.

Claudina está escrita por José Simón de Oteiza, cuyos antecedentes biográficos son en extremo descocidos como desconocidos son los datos sobre la existencia de otras obras de su autoría. El novelín -por llamarlo de alguna manera- está dividido en 12 capítulos y el narrador hace gala de un estilo literario ponderable, es rico en metáforas y expresiones figuradas; detalles que traslucen las aficiones poéticas del autor, quien se empeñó en embellecer los diálogos, las descripciones del clima, los paisajes y las sensaciones del alma, a pesar de que, según él mismo confesó en el breve preámbulo, su intención no fue escribir un libro sino simplemente narrar y salvar del olvido un suceso real acaecido a mediados del siglo XIX.


En efecto, en la obra se aborda un tema que, aun estando contextualizado en un ámbito local, alcanza dimensiones universales como pocos temas concernientes a los sentimientos humanos, como es el caso de los amores imposibles que, por su propia naturaleza, están condenados a tener un desenlace fatal. José Simón de Oteiza narra la trágica historia de amor entre Julián, un joven oficial de infantería, y Claudina, una quinceañera de origen humilde, quien, huyendo de su casa en Tarija, se junta con su amado en los valles de La Paz.

El autor, que asevera no haber modificado la realidad, salvo los nombres de los principales protagonistas, nos revela la mojigatería de una época en la que las relaciones amorosas entre personas de distintas condiciones sociales no estaban libres de críticas y controversias. Aun así, los protagonistas deciden proseguir con su romance, hasta que Julián, en vísperas de una posible guerra con el Perú, debe unirse al ejército en su condición de sargento; un desafortunado acontecimiento que le impide casarse con Claudina antes de marcharse a la contienda, pero como ella está embarazada y profundamente enamorada, sufre una irreparable desilusión y decide suicidarse despeñándose desde una quebrada de Hurmiri, ubicada al sud del majestuoso Illimani.

Muerta Claudina, Julián pierde la razón e intenta también acabar con su vida precipitándose desde la misma roca hacia el fondo del abismo, pero sus camaradas se lo impiden a tiempo, aunque los recuerdos de Claudina permanecerán en su mente y su corazón por el resto de sus días.

La tragedia estaba consumada, pero el autor no da pistas sobre la ascendencia de Julián, probablemente, por no mellar la dignidad de una respetable familia entroncada en una época llena de prejuicios sociales, raciales y morales, en la que las relaciones informales, sin previo matrimonio civil y religioso, estaban mal vistas tanto en las familias de alto abolengo como en las familias de humilde cuna.

En Claudina, aparte de narrarse una historia de amor que, de un modo consciente o inconsciente, sigue siendo una temática actual en sociedades jerárquicas y conservadoras, el autor no sólo logra rescatar una tragedia humana que pudo haber sucumbido entre las brumas del olvido, sino que, asimismo, deja constancia de que las relaciones entre personas de diferentes condiciones sociales son tan atractivas como dramáticas.

Me parece excelente todo lo que se hizo por poner al alcance de los lectores el libro de José Simón de Oteiza y, como parte inherente de la promoción, todo lo que se dijo en torno a la trama y los personajes. En lo que no estoy muy de acuerdo es en que la obra haya sido definida como novela; cuando en realidad, debido a su extensión -apenas 51 páginas-, podía haber sido clasificada dentro de otro género literario.

Si bien es cierto que en español no se dispone de una denominación concreta para este tipo de narraciones, como ocurre en el francés (nouvelle) o el inglés (short-story), es cierto también que la obra Claudina, tanto por su estructura como sus recursos narrativos, merecía ser definida como novela corta o novela breve, pero no como una novela a secas.

La novela, por lo general,  es una narración extensa, que aprovecha todos los recursos narrativos para desarrollar los temas  y se extiende en exhaustivas caracterizaciones físicas y psicológicas de los personajes. La novela, a diferencia del cuento o el relato, resulta ser una suerte de campo abierto que le permite al escritor moverse con mayor soltura y libertad, sin subordinarse demasiado a los límites de tiempo y espacio. Además, suele redundar en largas digresiones y descripciones de acciones, escenarios y circunstancias, aparte de que, en el mejor de los casos, está integrada por varios personajes, múltiples historias cruzadas o subordinadas unas a otras, sin descartar la posibilidad de insertar en los capítulos, a modo de intercontextualidades, otros elementos literarios como los textos epistolares o los documentos relacionados con la temática central de la novela.

Por los factores arriba mencionados, podemos deducir que Claudina, de José Simón de Oteiza, no fue concebida como una novela propiamente dicha, sino como una prosa nacida de la necesidad de relatar un trágico suceso, pero sin predefinir la extensión que debía tener la obra, la misma que no presenta las características propias de una novela de largo aliento, en cuanto al desarrollo de los personajes y la trama, ni la economía de palabras y recursos condensados propios del cuento; razones por las que nos atrevemos a definirla no como un cuento largo, sino como una novela corta o novela breve.

EL CHICHERO Y LA CARNICERA

Cierto día, en medio de la algarabía de unas niñas que jugaban en la calle, escuché el fragmento de una ronda tradicional boliviana, cuyo contenido de espanto y desafuero me llamó la atención, y me dejó pensando en que el feminicidio se reproduce también en el mundo lúdico de las niñas, pues una cosa es cantar Arroz con leche… y otra muy distinta Botón colorado/ mató a su mujer,/ con un cuchillito/ de punta alfiler,/ vendo, vendo,/ tripitas de mala mujer,/ que uno,/ que dos,/ que tres...

Poco después caí en la cuenta de que esta ronda infantil, como muchas otras inspiradas en la realidad social y la violencia contra las mujeres, tenía alguna relación con un crimen conyugal acaecido en una población del norte de Potosí; un trágico suceso del que se habló por mucho tiempo y cuyo principal móvil se fue modificando a medida que se transmitía de boca en boca.

Nunca se conoció la versión oficial, salvo que el dueño de una chichería, un hombre de aspecto rechoncho, cara colorada, barriga prominente y redonda como un botón, acabó con la vida de su esposa, quien trabajaba como carnicera en el mercado de la población que, por ser un pueblo chico, era un infierno grande.

La esposa del chichero, oriunda de los valles de Cochabamba, era una magnífica chola en su gusto y porte; regentaba un puesto en el mercado durante el día y atendía la chichería por las noches, hasta que trancaba la puerta tras el último parroquiano.

Muchos de los clientes frecuentaban la chichería sólo por el placer de ser atendidos por la mujer más hermosa entre todas las mujeres y, a veces, aprovechándose de la confianza dispensada, no perdían la ocasión para echarle un ramo de piropos con lisonjas y galanterías.

La pareja no tenía hijos, pero sí un montón de dinero que les permitía darse los gustitos habidos y por haber. Vivían felizmente casados desde hace muchísimos años, hasta que un mulato llegado de las tierras paradisiacas del Caribe, que estaba de paso rumbo a la ciudad de Potosí, se le atravesó en su camino, haciéndole perder los estribos del corazón.

La carnicera, atraída por los ojos de color carbón, el pelo rizado y la impresionante musculatura de ese cuerpo de ébano, se dejó seducir sin considerar que estaba casada y que los chismes no tardarían en llegar hasta los oídos de su marido.

Cuando el mulato desapareció de la noche a la mañana, como alma que lleva el diablo, la carnicera se hundió en una profunda decepción y perdió las ganas de seguir disfrutando de los bienes que le deparó la vida. Empezó a beber con los parroquianos, quienes asistían a la chichería más por deleitarse con los atributos de su belleza que por consumir bebidas alcohólicas.

No faltó la noche en que, pasada de copas y en presencia de su marido, reveló su amor por el mulato, quien le removió los sentimientos más recónditos de su alma, acariciándole la piel y libándole el néctar que ella guardaba debajo la bombacha ajustada a sus voluptuosas nalgas.
 
El chichero, aunque estaba impactado por la confesión de su esposa y por ser el último en enterarse de la infidelidad del que todos sabían algo, simuló no haber escuchado nada y siguió atendiendo el pedido de los clientes, hasta que llegó la hora de cerrar el local.

La carnicera había bebido tanto que, al promediar la medianoche, apenas podía pronunciar palabras y mantenerse de pie. Ésa fue la oportunidad que su marido aprovechó para conducirla hacia el patio interior de la vivienda, donde procedió a despojarle de las ropas y tenderla sobre la mesa de macizas maderas, donde se troceaban los huesos y las carnes antes de transportarlos al mercado.

El chichero se dirigió al depósito de cuchillos y herramientas de carnicería, levantó la hacha de acero mejor afilada y volvió al patio, donde estaba el desnudo cuerpo de su esposa, quien yacía de espaldas, la cabeza ladeada y las extremidades abiertas bajo los reflejos menguantes de la luna.

La bañó con la mirada, como la primera vez que la tuvo en el lecho nupcial, pero su rencor era tan grande que, sin pena ni asco, le asestó el primer hachazo causándole una profunda herida a la altura del tórax, lo que provocó que ella despertara, gritara y pidiera ayuda.

El chichero, en un desesperado intento por evitar los gritos y quejidos, esgrimió varias veces la hacha en el aire, dejándola caer sobre el cuerpo de la carnicera, que se retorcía como la cola de una lagartija cuarteada; al final, jadeante como galgo azuzado, le asestó el último hachazo en el cuello, de donde brotó la sangre a raudales, mientras la cabeza rodaba por el piso empedrado hasta detenerse cerca del tubo de desagüe.

Antes de que lo sorprendiera el crepúsculo del amanecer, y sin saber dónde esconder el cadáver, se dio prisa en amputar los pies y las manos. Después, con un cuchillo para filetear, cercenó los senos, desmembró las extremidades, extrajo los órganos internos y, entre tajo y tajo, el cuerpo fue reducido a un montón de huesos y carnes.

El chichero terminó agotado y con el sudor goteándole por la frente, pero antes de retirarse a dormir, limpió la mesa de madera, baldeó el piso del patio y quemó en el horno sus ropas empapadas de sangre, para así no despertar sospechas ni dejar vestigios de su cruel delito.
 
Al final, metió la cabeza, las manos y los pies en una bolsa de plástico, que guardó en el refrigerador, hasta que al día siguiente, al anochecer, la arrojó en la corriente del río, que cruzaba por un basural, a escasas dos cuadras de su vivienda.

Las comerciantes del mercado, al notar la ausencia de la carnicera, que no acudió a su puesto de venta, se acercaron a su marido para preguntarle qué había pasado con ella, que siempre era la más puntual entre todas y que hacía un par de días no daba señales de vida. El chichero, mirándolas una por una y sin perder la calma, les dijo que su esposa viajó a Cochabamba, donde sus parientes la necesitaban con urgencia.

Así transcurrió una semana, hasta que una anciana, mientras hacía sus necesidades en la ladera del río, vio en un recodo de aguas estancadas algo parecido a la cabeza de un cerdo, se acercó intrigada para despejar sus dudas y, a poco de remover el objeto con un palo, se tragó un susto escalofriante que la dejó con los pelos de punta, pues lo que estaba allí no era la cabeza de un cerdo, como pensó en un principio, sino la cabeza de una mujer con trenzas y dentadura forrada de oro.

La policía del Departamento de Investigación Criminal (DIC), informada del macabro hallazgo, hizo el levantamiento legal de la cabeza, las manos y los pies, y no tardó en identificar a la víctima, como tampoco tardó en detener al chichero, quien, ante las evidencias que le imputaban, se declaró culpable del asesinato perpetrado contra su esposa.

Cuando los policías le preguntaron por qué lo hizo. Él contestó que la decapitó y descuartizó por cuestiones de honor y porque era una mala mujer, que merecía algo más que la muerte como castigo por su vil traición. Y cuando le preguntaron qué hizo con el resto del cuerpo, él contestó, sin mostrar una pisca de remordimiento, que lo cortó en pedazos y que, mezclándolos con las carnes de otros animales, los vendió en el mismo mercado donde ella regentaba un puesto de carnicería. Asimismo, para poner punto final a su espantoso relato, confesó también que vendió su corazón, su hígado, su estómago, sus riñones y sus tripas, como si fuesen las menudencias de un cordero recién carneado.

Así es como ese crimen conyugal, que por mucho tiempo fue motivo de comentarios del más diverso calibre, pudo haber inspirado la ronda que las niñas, mientras juegan agarradas de las manos y dando vueltas alrededor de un círculo imaginario, corean con voces angelicales: Botón colorado/ mató a su mujer,/ con un cuchillito/ de punta alfiler,/ vendo, vendo,/ tripitas de mala mujer,/ que uno,/ que dos,/ que tres…

sábado, 25 de junio de 2016


PALABRAS DE UN FICTICIANO ENCANTADO

La publicación de mi libro Fugas y socavones, lanzada por la editorial mexicana Ficticia, como el décimo volumen de la Colección Biblioteca de Cuento Anís del Mono, ha sido una buena ocasión para enlazar amistad con algunos amigos y reencontrarme con un México que, desde mi primera visita en 1984, no dejó de sorprenderme ni maravillarme.

La presentación del mencionado libro, tanto en el Centro Cultural El Nigromante en San Miguel de Allende como en la Casa del Libro de la UNAM, me permitió compartir opiniones y emociones con varios escritores que, aparte de su cordialidad y entusiasmo desmedido por el arte de la palabra escrita, tenían un vivo interés por la literatura de quien, a pesar de vivir en Suecia desde hace más de dos décadas, insiste en re-crear historias ambientadas en el altiplano boliviano.

Por eso mismo, estando ya de retorno en Estocolmo y en medio del frígido invierno, siento la necesidad de manifestarles mis agradecimientos, para que las palabras no se me escapen de la memoria y para evitar que mi hondo sentido de gratitud no se esfume en las penumbras del tiempo.

No era mucho lo que pensaba decirles, salvo lo sustancial como para quedarme con la conciencia tranquila y el regusto de saber que mi puño obedeció al dictado del corazón, como cada vez que me siento impulsado a manifestar las ideas que brotan desde lo más hondo de mi ser. 

He aquí, pues, las confesiones de un ficticiano encantado que, debido a las premuras del tiempo y los imprevistos de las circunstancias, no llegó a pronunciar las siguientes palabras:

La primera vez que escuché hablar de una ciudad virtual llamada Ficticia, no pensé dos veces en aventurarme en ella y, hechizado por sus fascinantes historias, me sujeté al timón de mi nave literaria y zarpé desde la Thulle de los vikingos. Navegué por la Red rumbo a la ciudad que ofrecía más riquezas que El Dorado, hasta que desembarqué en el Puerto Libre, con más ilusiones que las llevadas por Colón en sus carabelas y por Cortés en las alforjas de su caballo. La travesía, fraguada por las aventuras de la imaginación, se tornó en una verdadera odisea, pues llegué atado al mástil como Ulises, rehuyendo las voces encantadoras de las sirenas poéticas, quienes quisieron desviar mi rumbo, quizás, para evitar que compartiera con ustedes mi amistad y mis cuentos templados en los yunques de la realidad y la fantasía.


Como todo visitante, llegado de allende los mares, encontré en esta urbe moderna, secular y cosmopolita, una serie de niveles, zonas y recintos habitados por los fantasmas de la inventiva, y cuyas columnas y ventanas, expuestas a cielo abierto como las calzadas de la grandiosa Tenochtitlan, conducían al visitante de link en link, cautivándolo con el esplendor de su grandeza y su belleza, y con algunos cuentos que, una vez transmitidos por medios electrónicos, constituían motivos de asombro y maravilla.

Estando con ustedes constaté que no nos reuníamos como nuestros antepasados, alrededor del fuego ni en la boca de las cavernas, sino en una tertulia inolvidable, con bebidas espirituosas que, sabiendo tan exquisitas como el anís del mono, nos otorgaban la gracia de entrar en el reino de Dionisos, con la misma levedad con que Alicia ingresó al país encantando a través del espejo.

Ya se sabe que Ficticia, según refieren los mitos y leyendas, era un pájaro que concedía inmortalidad y procuraba dotes de narrador a quien lograba atraparlo en el sueño o en la realidad. Se cuenta que esa rara avis, que los aztecas comparaban con sus deidades ancestrales, lucía un plumaje de encendidos colores y una voz que, templando los violines del corazón, embelesaba también a los más diestros cuenteros, quienes enmudecían alrededor del fuego, donde se daban cita, noche tras noche, algunos seres ávida de escuchar cuentos de encantos y espantos.

Ahora, convertido en ciudadano honorable de Ficticia, me siento feliz de formar parte del concilio, de ese selecto grupo de ficticianos a la cabeza del cuentista y taurómaco Marcial Fernández, la fotógrafa Mónica Villa, el mago en cibernética Raúl José Santos y el cartógrafo y futbolista fanático Diego García del Gállego. Me siento feliz porque sé que Ficticia, gobernada por el dios lector, es una ciudad construida con más precisión que la mítica Babilonia y con tantos cuentos como los que conservó entre sus ruinas la biblioteca de Alejandría. Pero algo más, Ficticia, como toda ciudad virtual, exenta de cortinas de hierro, muros de Berlín y murallas chinas, tiene la virtud  de agruparnos a los ficticianos del más aquí y del más allá, con el único propósito de compartir lo que vimos y oímos, lo que pensamos y sentimos, lejos de la absurda noción de fronteras y del vocinglero chauvinismo, pues en esta comunidad literaria, a diferencia de lo establecido por el imperio de la globalización, se respeta la diversidad de voces, razas, credos y culturas.

En Ficticia se formó un rico mosaico multicultural y se erigió un templo mayor, donde actualmente se conjugan intereses comunes y donde todos, o casi todos, nos miramos la imagen en el espejo del otro; más todavía, Ficticia, como bien reza en su acta de fundación, no tiene afanes de lucro, salvo poner a salvo uno de las joyas más preciadas de la narrativa como es el cuento, una verdadera pieza de orfebrería cuando el artesano palabrero sabe trabajarla con la maestría de un joyero. No cabe duda, el cuento es -y será- el diamante labrado entre las piedras preciosas del cofre literario.

Por lo demás, ahora que pertenezco legítimamente a la comunidad de Ficticia, debo agradecerles por haberme acogido con los brazos abiertos, puesto que al retornar a la tierra de los vikingos, con el corazón agitado como un caballo al galope, me traje el recuerdo de un sueño convertido en realidad, un hermoso libro editado en la colección Biblioteca de Cuentos Anís del Mono y, algo que es fundamental en la vida, la sincera promesa de unos amigos que están dispuestos a conservar la amistad a pesar del tiempo y la distancia, poniendo en jaque a la indiferencia y procurando, una vez más, que la realidad supere a la fantasía.

Foto: De Izq. a der. Armando González, Víctor Montoya, Marcial Fernández y Leo Eduardo Mendoza.

viernes, 24 de junio de 2016


LAS FOGATAS DE SAN JUAN

Una ama de casa en el distrito minero de Siglo XX, que perdió a su marido en la masacre de San Juan, deseó, todos los días y todas las noches, la muerte del general René Barrientos Ortuño, hasta que una tarde, al escuchar el informativo en radio La Voz del Minero, se anotició del trágico fallecimiento del dictador tarateño. Entonces su alegría no conoció límites y saltó en el aire como una niña. Se quitó el delantal y corrió hacia la calle, donde levantó las manos al cielo y, con lágrimas de felicidad estallándole en los ojos, gritó a pulmón lleno:

–¡Ha muerto el dictador! ¡Ha muerto el dictador!...

La gente no tardó en aglomerarse alrededor de ella, quien no cesaba de gritar, con la mayor emoción de su alma, que el dictador había muerto como ella lo deseó desde la madrugada en que acribillaron a su marido.

–¡¡¡Ha muerto el dictador!!! –exclamaron los presentes, abrazándose con efusiva algarabía, como cuando se gana el mayor premio de la lotería.

En efecto, aquel domingo 27 de abril de 1969, cuando el helicóptero del dictador levantaba vuelo en la quebrada de Arque, donde arengó contra los Castro-comunistas y defendió el pacto militar-campesino, la hélice se enredó en el cable del telégrafo y el helicóptero, luego de dar giros como un moscardón herido, cayó envuelto en llamas. Así acabó el dictador, calcinado en la misma nave que le obsequiaron sus asesores del Norte.

Ese mismo día, en que la noticia generó desmesuradas especulaciones, no faltaron las amas de casa que, como en una fiesta de comadres, hicieron correr la voz de que el general René Barrientos Ortuño murió como ellas lo desearon: devorado por el fuego de las fogatas de San Juan, como si se hubiese cumplido un sueño premonitorio, que todas incubaron en lo más profundo de su corazón.

–Barrientos ha muerto en su ley –dijo una voz en medio del tumulto–, viajando por el aire como todo militar de aviación.

–¡Cierra el pico, carajo! –se impuso otra voz–. No ha muerto en su ley, sino en un horno crematorio, como deben morir los enemigos del pueblo.

Para las amas de casa, que perdieron a sus seres queridos en la masacre de San Juan, el dictador no era el “General del Pueblo”, sino el “General de la Muerte”; el mismo milico que ordenó a sus subalternos, armados hasta los dientes, meter bala a sangre fría en Llallagua y Siglo XX.

Así fue como en la madrugada del 24 de junio de 1967, los uniformados del Ejército, deslizándose como perros de caza por las laderas del cerro, cercaron los campamentos mineros, donde se suponía que estaban los extremistas de izquierda, listos para encender la chispa de la lucha armada y sumarse a la guerrilla de los barbudos en Ñancahuazú.

El general René Barrientos Ortuño, decidido a  gobernar el país con mano de hierro, sabía que la mejor manera de liquidar a los subversivos era con el lenguaje de las armas. Por eso sus escuadrones de la muerte, amparados por la oscuridad y aprovechándose de la festividad de San Juan, abrieron fuego desde todos los frentes, mientras hombres, mujeres y niños caían como muñecos ensangrentados sobre el rescoldo de las fogatas de San Juan.

Eso sí, lo que no sabía el dictador, que tenía más muertos en su conciencia que galones en su uniforme militar, era que todas las fechorías se pagan en la vida, como él pagó sus crímenes el día en que su helicóptero se precipitó como una flameante antorcha, al mismo tiempo que una misteriosa voz le repetía: ¡Quien a fuego mata, a fuego muere!  

–¡El dictador ha muerto! –repitieron todos al unísono, sumándose al coro de gritos, que empezó con un solo grito, el grito de una ama de casa, quien escuchó la noticia por radio La Voz del Minero, sin sospechar que su grito de júbilo, al cabo de un tiempo, se transformaría en una marea de gritos apoderándose de Llallagua y Siglo XX.

La alegría era tan grande que, en el seno de las familias mineras, la luz de la esperanza volvió a filtrarse en sus vidas y los sueños de libertad volvieron a florecer en sus corazones, con la misma intensidad con que las amas de casa, en actitud de venganza por la masacre, le desearon la peor muerte al dictador: arder como los troncos arden en las fogatas de San Juan.