viernes, 7 de noviembre de 2014


EL SANGRIENTO GOLPE DE TODOS SANTOS

En la madrugada del 1 de noviembre de 1979, el coronel Alberto Natusch Busch comenzó a escribir uno de los episodios más cruentos de la historia nacional, con cientos de muertos y medio millar de heridos, que pasaron a formar parte de una larga lista de héroes anónimos desde antes y después de la fundación de la república.
 
El sangriento golpe de Estado, destinado a tumbar al gobierno constitucional de Wáter Guevara Arze, fue protagonizado con el apoyo de miembros de las Fuerzas Armadas, correspondientes al sector denominado constitucionalista, donde participaban personajes siniestros como David Padilla, Raúl López Leytón y Gary Prado. Asimismo, el golpe fue respaldo por los militantes del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), como Guillermo Bedregal, José Fellman Velarde, Edil Sandóval y otros.

El golpe de Natusch Busch pretendía ser la tabla de salvación de la mala administración de los recursos naturales y económicos que, durante los gobiernos dictatoriales que le antecedieron, provocó una profunda crisis económica y un descontento popular en todo el país.

No se descarta que otro de los motivos para tramar el golpe de Estado fue evitar, a como dé lugar, el juicio de responsabilidades contra la reciente dictadura de Hugo Banzer Suárez, que había comenzado a fines de agosto de ese mismo año con el Pliego Acusatorio leído en el Congreso por el diputado Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien, durante el golpes militar del 17 de julio de 1980, fue asesinado y desaparecido en un asalto a la sede de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), protagonizado por un piquete de paramilitares al mando del megalómano Luis García Meza y el Malavida Luis Arce Gómez.

El golpe de Estado se realizó horas después de haber finalizado la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), celebrada en la ciudad La Paz, donde Bolivia logró un éxito diplomático en torno al tema marítimo, porque todos los cancilleres -excepto el de Chile- aceptaron que la demanda marítima se discuta multilateralmente; un propósito que quedó trunco, debido a que sobrevino el golpe al día siguiente y las delegaciones diplomáticas tuvieron que abandonar el país, nada menos que custodiadas por tanquetas hasta el aeropuerto de El Alto.

El nuevo régimen golpista, que no contó con el beneplácito del pueblo ni de sus organizaciones representativas, en vano intentó mostrarse ante la opinión pública como un gobierno de izquierda y con un discurso basado en la Doctrina de Seguridad Nacional, que el imperialismo norteamericano impartía a sus mercenarios en la Escuela de las Américas.

Los autores de este nefasto asalto al poder, mientras con una mano firmaban los decretos a favor de las organizaciones sindicales, el respeto al parlamento y la autonomía universitaria, con la otra firmaban las órdenes para imponer el terror institucionalizado, la clausura de los medios de comunicación y el fichaje de los elementos más peligros de la ultra izquierda.

Los días de noviembre se marcaron con sangre en la memoria histórica de un país asolado por las dictaduras, no sólo porque el golpe cívico-militar se produjo en vísperas de Todos Santos (Día de los Muertos), sino también porque se demostró, una vez más, que un pueblo es capaz de ponerse en pie de lucha para defender sus derechos más elementales, enfrentándose sin más armas que el coraje contra las avionetas, los carros blindados y las tropas militares fuertemente pertrechadas.

Desde luego que nadie podía concebir que justo cuando el pueblo se alistaba para recibir a sus difuntos, se precipitaría una nueva asonada del gorilismo en la palestra política. Los difuntos llegaron igual, pero no desde el más allá, convertidos en almas, sino desde las calles de la ciudad y con los cuerpos ensangrentados por las armas fratricidas de quienes creyeron ser desde siempre los dueños del poder y la razón.

Inmediatamente consumado el objetivo de los militares golpistas, las principales arterías de la ciudad de La Paz se llenaron de manifestantes, que organizaron mítines y levantaron barricadas con adoquines sacados de las plazas San Francisco y Pérez Velasco, para resistir a las tropas de los regimientos Tarapacá e Ingavi, que tomaron la Plaza Murillo y calles adyacentes, el frontis del Parlamento y el Palacio de Gobierno.

La Central Obrera Bolivia (COB)  convocó a la huelga general y al bloqueo de caminos. Los mineros entraron en huelga indefinida bajo el lema: ¡Hasta que se vaya Natusch Busch! A la convocatoria se sumaron estudiantes, maestros, vecinos, intelectuales y otros sectores populares, que se congregaron en diversas zonas paceñas, como el Cementerio General, Munaypata, Villa Victoria y en la Zona Ballivián de El Alto.

En inmediaciones de la sede de la COB se congregaron piquetes de obreros y estudiantes, tratando de levantar barricadas para defenderla de cualquier ataque. Apenas las descargas de las ametralladoras zumbaban en el aire, se tiraban al suelo, pero luego se volvían a levantar, con los puños en alto y la mirada encendida, para seguir gritando: ¡Asesinos! ¡A las fronteras!... Todos permanecieron en sus sitios con la firme decisión de morir antes que esclavos vivir.

La resistencia popular, que se organizó espontáneamente, no tenía el objetivo de defender al derrotado presidente constitucional Wálter Guevara Arze -ni al gobierno civil interino inestable, que no duró ni tres meses-, sino la democracia que hacía poco se había recuperado de manos de la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez; es decir, en la memoria colectiva estaban frescas las luchas libradas durante siete años contra la dictadura y el pueblo boliviano no estaba predispuesto a soportar un nuevo zarpazo contra la incipiente democracia que renacía como el Ave Fénix de sus propias cenizas.

Los luchadores sociales, que durante dos semanas se movilizaron en las principales calles de Paz, Cochabamba y centros mineros, pusieron en jaque al efímero gobierno del coronel Natusch Busch, como una muestra de que contra la voluntad de lucha de un pueblo no pueden las tanquetas de guerra, las ráfagas de las avionetas ni las balas de un ejército dispuesto a matar a mansalva.


En algunas imágenes registradas por la prensa se ven a los uniformados portando armas, a los manifestantes atisbando por las esquinas entre el espanto y la zozobra, a jóvenes que se enfrentan a las tanquetas con el pecho descubierto, a heridos que son cargados por sus compañeros y los cuerpos de los caídos en medio del dolor y el llanto.

No faltan las imágenes donde aparecen hombres y mujeres armados con lo que tenían a mano o encontraban a su paso; piedras, palos, cables y otros objetos contundentes, que les pudiera servir para defenderse de los uniformados, quienes tenían la orden terminante de mantenerse en sus posiciones a sangre y fuego.

La huelga general declarada por la COB, que pronto fue secundada por otras organizaciones sociales, se convirtió en un movimiento de masas que, al grito de ¡asesinos!, logró poner fin a los 16 días de gobierno de Natusch Busch, quien, por su actitud sanguinaria, pasó a ser conocido en la historia como el Mariscal de la Muerte.

Natusch Busch, ante la presión de un pueblo enardecido, anunció su capitulación y prometió levantar la Ley Marcial y el Toque de Queda, dictados el primer día del golpe de Estado. Sin embargo, antes de alejarse del poder en medio del estado de sitio, pidió al Congreso que eligiera un nuevo presidente a cambio de mantener el Alto Mando nombrado por él y que no se tomaran represalias contra los golpistas ni se devolviera el mando presidencial a Wálter Guevara Arze.

Los congresistas, aunque consideraron ese planteamiento como una manipulación de los golpistas, prosiguieron con la elección del nuevo mandatario constitucional, eligiendo a Lydia Gueiler Tejada como a la primera presidenta de Bolivia, pero se dejó intacta las bases golpistas que, ocho meses después, volverían al ataque; un hecho que hace suponer que el golpe del Mariscal de la Muerte fue sólo un ensayo para consumar el golpe de Estado del 17 de julio de 1980, que llevó al poder a García Meza y Arce Gómez, dos militares financiados por los narco-dólares que, a su paso por el Palacio Quemado, cometieron nuevos crímenes de lesa humanidad.

Durante la Masacre de Todos Santos, en el que se sembró el pánico y el terror institucionalizado durante 16 días, los militares golpistas se mancharon las manos con la sangre del pueblo, pero no pudieron acallar las voces de protesta que se alzaron como símbolos de protesta ni pudieron aplastar la indomable fuerza de resistencia de un pueblo dispuesto a defender a cualquier precio la democracia y la justicia social.

La Masacre de Todos Santos cobró la vida de al menos 300 personas y dejó el saldo de alrededor de 500 heridos, quienes, con la mente y el cuerpo todavía marcados por una contienda desigual, cuentan los horrores que les tocó vivir en carne propia. No es menos escalofriante la suerte que corrieron los desaparecidos. Algunos testimonios aseveran que, durante las dos semanas teñidas de sangre, los militares se dedicaron a hacer desaparecer los cadáveres fondeándolos desde las avionetas al lago Titicaca o arrojándolos en las regiones inhóspitas de los Yungas. Se creía, asimismo, que los desaparecidos fueron enterrados en fosas comunes o cremados en el Cementerio General. No se sabe la verdad a ciencia cierta, salvo que los desaparecidos fueron también víctimas del sangriento golpe militar.

Está claro que la Masacre de Todos Santos, aparte de los traumas psicológicos que afectó a la ciudadanía, dejó también centenares de viudas y huérfanos, que no fueron recompensados por su dolor ni conocen la justicia hasta nuestros días, puesto que los responsables de la masacre permanecen en la más absoluta impunidad. Sobre ellos no ha caído la condena ni todo el peso de la ley.

La sangre derramada por las víctimas no ha sido reparada, como si el Estado boliviano no tuviera la ineludible obligación de determinar responsabilidades por las muertes, desapariciones y traumas de las familias afectadas. Si el Estado, por desidia o falta de voluntad política, no puede cumplir con esta “tarea pendiente”, es natural que las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos exijan la creación de una Comisión Nacional de la Verdad, para recuperar la memoria histórica, esclarecer los hechos que quedaron pendientes debido a varias razones y proceder a sentarlos en el banquillo de los acusados a los autores materiales e intelectuales de la masacre de noviembre de 1979.

Ya se sabe que la justicia, a veces, llega tarde, pero llega. Ahora sólo se espera que en el caso de la Masacre de Todos Santos no llegue demasiado tarde, porque se nos morirán los responsables antes de que sean juzgados, como pasó con el golpista Alberto Natusch Busch, quien murió tranquilo en su casa, en noviembre de 1994.

¿Quién era, en realidad, este personaje con grado de coronel? Era el representante del sector más reaccionario de las Fuerzas Armadas, un militar de carácter temperamental y bebedor empedernido. Alberto Natusch Busch, como ex ministro de Agricultura y Asuntos Campesinos de la dictadura de Hugo Banzer Suárez, fue responsable de la masacre de Tolata y acusado, en repetidas ocasiones, de organizar conatos subversivos contra el gobierno constitucional de Wálter Guevara Arze; acusaciones que él desmentía categóricamente, hasta que en la Masacre de Todos Santos saltó la liebre y dejó al descubierto el verdadero rostro del carnicero de noviembre, del Mariscal de la Muerte.

domingo, 2 de noviembre de 2014


ALICIA EN EL  MUNDO IMAGINARIO
DE LEWIS CARROLL

Alicia en el país de las maravillas, sin lugar a dudas, es una de las obras fantásticas del siglo XIX, no sólo por su brillante prosa análoga a la poesía, sino también porque echó por tierra la literatura didáctica y moralista de su época, para dar paso a la imaginación y la alegría sobre la  base de una lógica que no es una realidad sino un sueño dirigido. En esta obra, como en las historias de brujas, hechiceros, fantasmas o hadas, se ensamblan la realidad y la fantasía con todo el fulgor de su belleza.

Lewis Carroll contó una historia cuyo personaje vive aventuras fantásticas a partir de la realidad. Alicia, la protagonista, es una niña semejante a las niñas reales, pero que en la historia, narrada por el autor, vive situaciones absolutamente fantásticas. Es conocido también que Carroll, cuyo verdadero nombre era Charles Lutwidge Dodgson (Daresbury 1832-Guildford 1898), en el proceso de elaboración de su obra se inspiró en la niña Alicia Pleasarce Liddell, segunda hija del Dr. Henry Liddell, rector del Christ Church College de Oxford, donde Carroll desempeñó la cátedra de matemáticas y lógica.

Cuando los niños comprobaron que el joven profesor tenía una gran sensibilidad humana y un real interés por ellos, acabaron aceptándolo como un compañero más en sus juegos, mientras sus detractores, años más tarde, dirían que Carroll era un domesticador de serpientes y sapos; prestidigitador; editor, siendo niño, de revistas manuscritas para niños; zurdo (según algunos testimonios), tartamudo, bello, sordo de un oído; inventor de cajas de sorpresas, de rompecabezas, de aparatos inútiles; insomne; entusiasta de las bicicletas en su juventud y de los triciclos en su madurez; creador de juegos de palabras incluso en idiomas que no conocía, como cuando dijo ‘I am fond of Children (except boys)’, que en inglés no es un juego de palabras, pero sí en castellano: ‘Me gustan los niños, a excepción de los niños (Deaño, A., 1984, p. 8).

Carroll se dedicó a las tiras cómicas desde muy joven. Colaboró en la revista The Train y The Cómic Times, cuyo redactor sólo publicaba colaboraciones firmadas por el autor. De modo que Charles Lutwidge Dodgson, jugando con las letras de su nombre, llegó a la conclusión de adoptar el seudónimo de Lewis Carroll (Lutwidge = Ludonic = Luuis = Lewis y Charles = Carolus = Carroll), para así evitar que su producción enteramente científica se minimizara con su producción enteramente literaria. 

Este ser solitario, quien jamás se atrevió al amor en serio, se dedicó a los niños desde el día en que le tendieron un cerco en uno de los corredores de la escuela y no lo dejaron pasar, hasta arrancarle una sonrisa y una tierna amistad que perduraría para siempre. A partir de entonces, cuando le solicitaban un cuento, él les complacía mientras trazaba figuras y siluetas sobre un papel.

Nadie sabe si su talento de narrador se hubiese plasmado en letras de no haber sido aquella tarde soleada y gloriosa (según los meteorólogos fría y lluviosa), de un 4 de julio de 1862, en que salió a dar un paseo en barca por el río Isis, acompañado de Alicia Liddell y sus hermanas. Fue allí donde nació espontáneamente Alicia en el país de las maravillas, de la libertad de la fantasía que desbordaba toda lógica y de una narración improvisada ante la exigencia de las niñas ávidas de cuentos. Anécdota a la que se refirió en el poema-prólogo del libro:

En la cálida tarde de este día
la barca se desliza lentamente,
y es muy grato dejar vagar la mente
por el reino de la fantasía.
Un cuento que pedís, niños amados,
y os voy a complacer. Quedad callados
y oiréis de mis labios el relato.
Largo será, mas, ¿no es cierto que el rato
en que vagáis por mundos de quimera
es cuando más felices os sentís?
Y yo me vuelvo niño al atenderos
huyendo de la vida verdadera.
Un hermoso país desconocido
os voy a presentar.
Nada de cuanto explico ha sucedido,
pero os hará gozar (Carroll, L., 1978, p. 1).

Muy pronto, el cuento narrado por Carroll en el bote tomó forma de manuscrito, con ilustraciones nacidas de su puño, entre julio de 1862 y febrero de 1865, convencido de que un libro sin diálogos ni imágenes era un mamotreto que pesaba demasiado en las manos de un niño, o como bien dice la protagonista en el primer capítulo: ¿De qué sirve un libro que no tenga diálogos ni grabados?... (Carroll, L., 1978, p. 3)

En noviembre de 1864, el manuscrito llegó a manos de Alicia Liddell, como regalo de Navidad y en memoria al día de verano en que pasearon felices en el bote, surcando las aguas del río Isis. Carroll, por su parte, siguió corrigiendo el manuscrito hasta darle una forma definitiva y publicarlo en 1865, con el título de Alicia Adventurs in Wonderland (Alicia en el país de las maravillas), junto con las ilustraciones de John Tenniel, quien se basó en los dibujos originales de Carroll. A partir de entonces, y sin que lo sospechara el autor, Alicia en el país de las maravillas se perpetuó como una de las obras inmortales de la literatura universal.

Alicia en el país de las maravillas es una puerta abierta a la libertad y la fantasía, cuya importancia estriba en divertir y entretener a los niños. Toda la obra es un acto onírico del cual se vale Carroll para criticar los textos pedagógicos de su época, como lo hizo Rousseau a través de su Emilio. Carroll ironizó a la monarquía y aristocracia, tal vez: Al igual que en el Quijote, Cervantes nos muestra a su inolvidable hidalgo supuestamente loco, lo cual le permite poner en sus palabras y sus acciones grandes verdades que ni la conciencia puritana católica ni la censura de la época podían condenar (Elizagaray, M-O., 1976, p. 79). Claro está, sin que por esto se justifique su desinterés absoluto por los problemas de las clases desposeídas, ya que según su propio criterio: primero era inglés y después conservador.

El cuento se inicia cuando Alicia está a punto de quedarse dormida, sin que consiguiera agradarle el libro que leía, junto a su hermana y debajo de la copa de un árbol. De súbito, oye una voz: ¡Oh!, señor!, voy a llegar tarde! Alicia abre los ojos y ve un conejo blanco llevando un reloj en el chaleco, guantes de cabritilla en una mano y un abanico grande en la otra. Alicia, que jamás había visto a un conejo que habla y viste como los humanos, le sigue hasta su madriguera, donde se hunde tan bruscamente que va a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. Sumergida en aquel mundo subterráneo y alucinante, sólo concebido por el sueño o la fantasía, se dice a sí misma: Cuando yo leía cuentos de hadas, estaba segura de que aquellas cosas no sucedían nunca en la vida real y, por el contrario, aquí estoy, como si fuera la protagonista de un cuento. Cuando sea mayor, yo misma lo escribiré (Carroll, L., 1978, p. 30).

La madriguera estaba hecha de magia, pues mientras Alicia bebía el contenido de una botellita, cuya etiqueta tenía la palabra: bébeme, decrecía tanto que podía desaparecer como la llama de una vela. Cuando comía un pastel, cuya etiqueta tenía la palabra: cómeme, podía crecer hasta alargarse como el mayor telescopio del mundo. Si lloraba se formaba un estanque que llegaba hasta la mitad del salón, y si de pronto se empequeñecía, podía ahogarse en su propio llanto. En ese mundo lleno de animales y naipes dotados de voz humana, cuando Alicia probó un hongo, el hongo le hizo crecer el cuello hasta que una ave, empollando en su nido, la confundió con una víbora.

Carroll descargaba su tensión en el mundo de los sueños y jugaba con las dimensiones de sus figuras, inspirado en sus conocimientos de matemáticas y lógica, lo que no impedía que fuesen una magia para los niños. Otro elemento lúdico manejado con maestría es el lenguaje, un lenguaje que relativiza incluso los aspectos más sólidos de la realidad, escamoteados por medio de sinónimos, homónimos, seudónimos, curiosidades y paradojas científicas; un juego lingüístico que lo sitúa entre los precursores del dadaísmo y el surrealismo.

A pesar de todo, el gran valor de Carroll estriba en que de este cuento no quiso hacer un manual de historia ni zoología, sino, simple y llanamente, un juego para recrear y divertir a los niños. En concreto, quiso construir un mundo imaginario con palabras, donde se confundieran la realidad y la fantasía, y donde se diera un contraste entre la verdad del lector y la de Alicia.


En el segundo cuento, Alicia a través del espejo (1871), Carroll inventó un país imaginario, en el que todo se ve al revés. Después soñó con Alicia Linddell, su pequeña musa y amiga, quien le cautivó el corazón y lo inspiró a crear ese mundo mágico lejos de la lógica y la razón, pero ya no en verano, sino en invierno: Alicia, la niña de sonrisa dulce y mirada inocente, quien jugaba con sus gatas entre madejas de lana, se sumerge súbitamente en un sueño maravilloso, en tanto los copos de nieve caían en una danza monótona y las brasas crepitaban en el fogón. En eso, un problema  imprevisto requiere solución. Ella se incorpora del sillón, salta al patio a través del espejo y se interna en un bosque, donde corre por un senderillo cubierto de flores hasta llegar a un monte, desde cuya cima contempla a sus pies una extensa pampa, cruzada por arroyos que, en el mundo fantástico del cuento, son los escaques de un gigante tablero de ajedrez.

Carroll, en el primer cuento, introduce un juego de naipes, donde las figuras principales son la dama, el rey y el peón; mientras en el segundo, la estructura gira en torno a un juego de ajedrez y Alicia es una de las piezas claves. Como dijo Jorge Luis Borges: Alicia sueña con el rey rojo, que está soñándola y alguien le advierte que si el rey se despierta ella se apagará como una vela, porque no es más que un sueño el rey que ella está soñando, los dos sueños de Alicia bordean la pesadilla (...) A primera vista, las aventuras de Alicia parecen irresponsables o casi arbitrarias; luego comprobamos que encierra el secreto rigor del ajedrez y de la baraja, el más inolvidable es el adiós del caballero blanco, quizá el caballo está conmovido, porque no ignora que él también es un sueño de Alicia, como Alicia fue el sueño del rey rojo, que está a punto de esfumarse. El caballero es el propio Carroll que se despierta de los queridos sueños que poblaron su soledad (Borges, J-L., 1986, p. 11).

En ambos libros, el estilo es ágil, breve y exento de redundancia y ripio. Su lenguaje es poético y bello, y como todo buen escritor para niños, coloca al lector rápidamente en contacto con los personajes y las situaciones, hasta que Alicia -su personaje y amiga- despierta de sus sueños que la tienen transportada en el país de las maravillas, creadas por la chispeante imaginación de quien, además de haber escrito el libro más fantástico de la literatura infantil, rompió formalmente con la literatura convencional, con la moraleja de las fábulas y el realismo puro del romanticismo.

Bibliografía

-Borgues, Jorge Luis: El sueño de Lewis Carroll, Ed. El País, Madrid, 19 de febrero 1986.
-Carroll, Lewis: Alicia en el país de las maravillas, Ed. Bruguera, Barcelona, 1978.
-Deaño, Alfredo: Prólogo a Lewis Carroll: El juego de la lógica, Ed. Alianza, Madrid, 1984.
-Elizagaray, Marina Alga: El poder de la literatura infantil para niños y jóvenes, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1976.  

domingo, 19 de octubre de 2014


ARTE Y REVOLUCIÓN EN LAS PINTURAS
DE MIGUEL ALANDIA PANTOJA

La exposición retrospectiva de las magníficas obras de Miguel Alandia Pantoja, en homenaje al centenario de este pintor llallagueño, inaugurado en los pasados días en el Museo Nacional de Arte, es una muestra fehaciente de que el arte y la revolución son las dos caras de una misma moneda, así como lo concibió desde sus inicios este gran muralista boliviano.

No cabe duda de que Miguel Alandia Pantoja, que tuvo una formación autodidacta y una militancia revolucionara, plasmó en sus cuadros y murales lo que le dictaba la conciencia. De ahí que sus paisajes y personajes, que emergen con vehemencia en medio de un torbellino de colores, reflejan la honda sensibilidad del artista, quien supo captar la turbulenta realidad de su época, tanto en el campo como en minas del norte de Potosí, donde se forjaron los ideales socialistas del movimiento obrero boliviano, que protagonizó las luchas anticapitalista y antiimperialista más trascendentales del siglo XX.

Miguel Alandia Pantoja asumió su compromiso político con la izquierda de la izquierda, consciente de que el trabajador de la cultura no puede quedar indiferente ante las injusticias sociales y que, en el mejor de los casos, su arte debía ser un instrumento de concientización y estar al servicio de la liberación nacional; una noble causa que anidó en su corazón desde que se hizo militante del Partido Obrero Revolucionario y que no la abandonó hasta el día de su muerte.

Cualquiera que contemple sus cuadros y murales, ya sea en los museos o edificios públicos, se dará cuenta que este artista, digno representante de la corriente pictórica del llamado realismo social, usó los andamios y brochazos, la paleta y el pincel, para registrar gráficamente la historia de Bolivia y los bolivianos; una historia marcada por los triunfos y las derrotas del movimiento popular.

En sus impactantes murales, pintados sin que nadie lo apremiara y destilando lo mejor de su talento, están retratadas las masacres mineras y campesinas perpetradas por la bota militar, la usurpación de los recursos naturales por parte de la rosca minero-feudal y las conquistas de la revolución del 1952,  como fueron la nacionalización de las minas, la reforma agraria, la reforma educativa y el voto universal.

En sus lienzos pintados de caballete, en los que se muestra el artista de cuerpo entero, trazó con indiscutible maestría sus ideas más sensibles y personales. Ahí tenemos los cuadros de ambiente telúrico y compromiso social, donde los mineros se yerguen como gigantes de las montañas, empujando los carros metaleros hacia el exterior de la mina y protagonizando una realidad dantesca, en la que las luces y sombras tienen un lenguaje épico y trágico a la vez.


No es menos impresionante, al menos para quienes conocemos la historia personal de Miguel Alandia Pantoja, el cuadro que les dedicó a sus camaradas César Lora e Isaac Camacho, donde aparecen las imágenes de los caudillos obreros, como emergiendo de las tinieblas y teniendo a los cerros como único telón de fondo. El cuadro, titulado Testimonio, fue realizado después de que el artista se anotició de que César Lora fue asesinado con un tiro en la frente por los sicarios del dictador René Barrientos Ortuño y por órdenes expresas de la CIA, en la confluencia de los ríos Toracarí y Ventilla de Sacana (San Pedro de Buena Vista), al norte del departamento de Potosí, el 29 de julio de 1965.

Las emblemáticas pinturas de Miguel Alandia Pantoja, lejos de la crítica de sus detractores, son el grito de denuncia y protesta del pueblo, un ejemplo a seguir para las nuevas generaciones de artistas que necesitan de un maestro que los guíe por los senderos del compromiso social, donde se funden con pasión creadora ética y estética, arte y revolución. 

viernes, 10 de octubre de 2014


UN RAMO DE RAZAS

Caminando por las calles de Estocolmo, haga frío o haga calor, veo a personas que no sólo se parecen al muchachito rubio que nos sonríe desde el tubo del Kalles Kaviar, sino a una multitud semejante a las flores que se venden en la plaza de Hötorget. Esta explosión de colores y aspectos me recuerda que estoy en una sociedad multirracial, donde lo rubio es sólo uno más de los colores que conforman la paleta de un pintor.

¡Y qué bueno que así sea! Esta variedad humana me permite considerarme cosmopolita y comprender que todos somos iguales indistintamente del color de la piel, como somos iguales a la hora de la muerte. Las razas se han mezclado desde siempre. Sólo en América, a partir de la colonia, se mezclaron tanto que dieron origen a otras nuevas, así el mestizo es el resultado de india y blanco, el mulato de blanca y negro, el zambo de indio y negra..., aparte de que la realidad luce más bella con todos los colores que nos deparó la naturaleza.

A pesar de estas consideraciones, el racismo latente en algunos suecos nos recuerda a ese cuento cínico que dice: Había una vez un padre blanco que no era racista contra los negros, hasta el día en que su hija llegó a casa con uno de ellos. Hablo de ésos que desconocen su propia historia, de ésos que se ufanan de pertenecer a una raza superior, olvidándose que Suecia, desde la Edad Media, es una nación de inmigrantes.

Cuando llegué a Estocolmo, a finales de los años ‘70, había un solo idioma predominante y dos canales de televisión. Después, con la presencia cada vez mayor de inmigrantes y refugiados, se fueron multiplicando los idiomas y los canales de televisión. De modo que este país exótico dejó de ser una nación monolítica y en su seno aprendieron a convivir culturas cuya diversidad ha modificado no sólo la fisonomía de su población, sino también algunos valores que se consideraban inmutables.

La historia contemporánea de Suecia es irreversible, por mucho que los enemigos de la integración se nieguen a aceptarlo; más todavía, estamos en la obligación de recordarles que la inmigración, lejos de ser una carga económica para el país, es un recurso positivo desde todo punto de vista, aparte de que la diversidad cultural nos enriquece a todos, siempre y cuando resguardemos los principios elementales de la democracia y la convivencia ciudadana, conscientes de que tolerancia es el mejor antídoto contra la discriminación, la segregación social y la xenofobia contra el extranjero.

Los políticos conservadores, desde un principio, exigieron que los inmigrantes se asimilen a la sociedad sueca, antes de gozar de los mismos derechos que les corresponde a los ciudadanos nativos; en tanto los políticos más tolerantes pidieron que los inmigrantes se integren al nuevo país, conscientes de que la diversidad cultural es como un recipiente de ensalada en el cual se mezclan las verduras, pero sin que ninguna pierda sus peculiaridades.

Queda claro que nadie tiene el porqué asimilarse a una nueva sociedad a costa de perder los valores culturales que le pertenecen desde la cuna hasta la tumba; nadie tiene el porqué teñirse el pelo de color rubio ni usar lentes de contacto de color azul para hacerse el gringo siendo indio, como tampoco nadie tiene el porqué cambiarse el nombre para conseguir un mejor empleo ni hacerse el sueco para dejar de ser svartskalle (cabeza negra).

Nadie tiene el porqué parecerse a mí ni yo tengo el porqué parecerme a nadie. Así como respeto la cultura del país que me acoge, exijo también que éste respete el bagaje cultural que llegó conmigo desde mi país de origen, porque mi cultura forma parte de mi identidad, de mi pasado, presente y futuro, y porque no estoy dispuesto a perderla ni por todo el oro del mundo.

Con la política de integración se permite que el chileno siga comiendo empanadas con vino tinto, el argentino siga bailando tango y el boliviano siga rindiéndole culto a la Pachamama. No se trata de olvidarnos de nuestros ancestros ni del cargamento cultural que llevamos a cuestas, sino de estar dispuesto a integrarnos en el nuevo país que, a su vez, tiene mucho que aprender y compartir con nosotros.

En algunas zonas de Estocolmo, donde los inmigrantes hacen de esta ciudad anfibia algo más que una simple tarjeta postal aislada en el techo del mundo, se ven a mujeres que visten con los indumentos típicos de sus países de origen, a niños que juegan sin importarles la religión ni la raza del amigo, a hombres que se comunican con las manos y los gestos. En ninguna parte como en la zona de Tensta, por citar un ejemplo, se ve tanta maravilla concentrada en una misma plaza; no al menos a esas hermosas mujeres que andan barriendo el aire con la cadencia de sus caderas, como las bailarinas que aprendieron a usar el cuerpo al compás de la música.

Estocolmo es -y será- un enorme mosaico multicultural, cuyos habitantes de origen extranjero, más que constituir una simple decoración exótica en calles y plazas, son un valioso recurso para el progreso socioeconómico de esta ciudad que, definitivamente y desde hace tiempo, dejó de ser una pequeña provincia para convertirse en una metrópoli digna de ser comparada con cualquier capital europea.

Por otro lado, el invandrare (inmigrante) no sólo es aquél que habla el sueco con una fonética extranjera o es pelinegro, sino también aquél que, a pesar de haber nacido en Suecia y pronunciar el idioma sueco con fluidez, tiene padres de origen extranjero, aunque éstos no tengan necesariamente la cabeza negra ni las costumbres de una cultura extraña. Entonces surge la pregunta: ¿Quién es más extranjero entre los extranjeros y quién es más sueco entre los suecos? La respuesta, por su propia naturaleza, es motivo de controversias y nos remite al análisis de las relaciones genéticas o consanguíneas entre los individuos que conviven en un mismo territorio.

La combinación de orígenes étnicos es cada vez más frecuente y evidente. No es raro encontrar a familias en cuyo seno confluyen todas las razas y culturas, lejos de los prejuicios y los conceptos preconcebidos. La Suecia multirracial es una realidad inminente, por mucho de que los enemigos de la inmigración e integración se nieguen a aceptarla, aduciendo que debe conservarse Suecia para los suecos.

Lo que yo quiero, como la inmensa mayoría de los ciudadanos, es que este país exótico, donde encontré la solidaridad y la tolerancia, siga siendo un paradigma de la convivencia social, con hombres que tienen el espíritu inclinado hacía el respeto por la naturaleza y con mujeres que durante el invierno se cierran como capullos y durante el verano se abren como flores. Y, sobre todo, quiero que sea una nación donde todos podamos conformar un hermoso ramo de razas.

martes, 7 de octubre de 2014


EL COLONIALISMO EN TINTÍN

La edición de Tintín en el Congo es un excelente motivo para abordar el tema del racismo en los llamados cómics, donde los negros representan el subdesarrollo y los blancos la expansión imperialista, una imagen que nos persigue como fantasma en el subconsciente colectivo. Si anudamos los cabos sueltos de la historia universal, advertiremos que el racismo tiene sus primeros antecedentes en el pasado colonial de las culturas no occidentales, donde los conquistadores europeos, a diferencia de los asiáticos, negros o indios, impusieron su voluntad a sangre y fuego.

En este contexto, la serie creada por Georges Rémy, quien usó el seudónimo de Hergé desde 1929, cuenta la versión oficial de los vencedores, con una fuerte dosis de racismo y una visión retorcida de la realidad del llamado Tercer Mundo. Y, sin embargo, su personaje principal, aparecido por primera vez en el suplemento juvenil de un periódico belga, es una de las figuras más aclamadas por los lectores desprevenidos y el personaje de ficción más cotizado en el reino de los cómics.

Los periplos de Tintín, traducido a medio centenar de idiomas, se han publicado en más de 100 países y el número de ejemplares vendidos ha superado los 150 millones en todo el mundo; lo suficiente como para difundir masivamente una ideología que atenta contra las razas y culturas, que hace tiempo ya se independizaron de los colonizadores europeos.

Desde su primera aventura, Tintín en el país de los soviets, hasta la muerte de su creador, en 1983, este periodista intrépido y curioso, de inamovible tupé y acompañado por su fiel fox terrier Milú, ha llegado a la Luna y ha recorrido un largo itinerario en la Tierra, desde Rusia hasta África colonial. Tintín es el Superman belga, pues ha cruzado los mares para pelear con los indios en las praderas norteamericanas, ha escalado las cimas de los Andes y el Himalaya, ha luchado contra las fieras salvajes de la jungla en la India y Suramérica, y, al mejor estilo de Indiana Jones, ha presenciado los acontecimientos de la historia contemporánea, como fue la guerra chino-japonesa, la revolución bolchevique y los diversos golpes de Estado en las más exóticas repúblicas bananeras, cuyos habitantes son sinónimos de incivilización y barbarie. 

Ahí tenemos el caso de Tintín en el Congo, donde el protagonista blanco, sentado en una litera, es llevado a cuestas por cuatro figuras grotescas, que tienen los ojos saltones, los labios desproporcionados y la piel negra como el ébano. La imagen parece inspirada en la clasificación racial hecha por el naturalista sueco Carl von Linné (1707-78), quien caracterizó a los africanos en los siguientes términos: negro, flemático, de cabellos negros y crespos, laxo, nariz roma, labios abultados, astuto, negligente, perezoso, y se rige por el arbitrio. En cambio el de raza aria es: blanco, musculoso, sanguíneo, ojos azules, cabellos rubios y ondulados, agudo, industrioso, versátil, y se rige por leyes.


Esta imagen, enraizada en la mentalidad colonialista de Occidente, induce a pensar que los angoleños son una suerte de esclavos postrados ante los pies del hombre blanco, al cual adoran y convierten en jefe supremo de sus tribus, dando lugar, de este modo, al sentido de dominación de un pueblo sobre otro, de una cultura sobre otra, de una raza sobre otra.

No se debe olvidar que este país del oeste  africano, que primero fue colonia portuguesa y después belga, sufrió el desprecio y la expoliación de Occidente. Así, entre el siglo XVI y XIX, fue uno de los centros principales del comercio de esclavos, quienes fueron vendidos y transportados al continente americano, mientras en el siglo XX, a consecuencia de la expansión y el saqueo imperialista, las empresas transnacionales intensificaron la explotación de sus recursos naturales, que hizo florecer el comercio de diamantes, cobre, oro, plata, cinc y otros.

Tintín, visto desde esta perspectiva, es el representante de una cultura y, por lo tanto, de una mentalidad que, desde la época del colonialismo europeo, ha intentado perpetuar la supremacía del hombre blanco. En las series basadas en las teorías del social-darwinismo, que legitiman la existencia de razas superiores y razas inferiores, los negros, asiáticos e indios, representan a los malhechores oscuros de la sociedad, en tanto los blancos, buenos, bellos e inteligentes, son los héroes de las historietas, donde se cumplen los sueños de quienes defienden la supremacía del hombre blanco, así el racismo sea una utopía como la especulación del social-darwinismo. Basta revisar la historia de las diversas culturas para comprobar que las razas y los pueblos se han turnado en la vanguardia de la civilización, siendo así que pueblos que conocieron antes un deslumbrante esplendor, aparecen en la actualidad postergados en relación a otros que sufrieron un vertiginoso desarrollo en los últimos tiempos.

Las aventuras de Tintín, al menos en su viaje al Congo (ahora República de Zaire), tienen una clara intención racista, que es preciso aclarar para que no se siga creyendo en el mito de que el negro nació para ser esclavo y el blanco para dominarlo por mandato divino.

domingo, 28 de septiembre de 2014


 GUILLERMO LORA,
IDEÓLOGO DEL PROLETARIADO BOLIVIANO

No lo conocí en mi infancia, a pesar del vínculo familiar que nos une. Sin embargo, por los elogiosos comentarios que escuché sobre su vida y obra, siempre lo imaginé como a un hombre excepcional, quizás porque inspiraba un profundo respeto entre los suyos o, quizás, porque entonces era ya un personaje que formaba parte de la historia nacional y universal; destacó como una de las mentes más lúcidas de la intelectualidad latinoamericana y como el líder indiscutible de una de las organizaciones políticas más influyentes en el seno del movimiento obrero del siglo XX.

A mediados de 1975, tras la escisión del Partido Obrero Revolucionario (P.O.R.) y en vísperas de la realización del XXIII Congreso en la ciudad de La Paz, me enfrenté por primera vez a ese personaje legendario, cuyo nombre me pesaba en la mente y que de sólo mirarlo a los ojos me provocó una sensación de inferioridad, a tal extremo que, ante su mirada fija y penetrante, se me desordenaron las ideas y las palabras. Estaba sugestionado por su personalidad que se imponía de manera natural y no salía de mi asombro luego de haberle estrechado la mano y habernos fundido en un abrazo silencioso pero afectivo.

Clausurado el Congreso, aquella frígida mañana de junio, aguardamos el alba para ganar la calle y desaparecer de la vigilancia policial. Todos tomaron su rumbo y yo el rumbo que tomó Guillermo. Mientras recorrimos por las calles empinadas de la ciudad, hacia la casa donde estaba clandestino, no volví a mirarle a los ojos, me limité a escuchar su voz que desprendía vahos al salir de su boca. No recuerdo con exactitud lo que me dijo, pero sí el instante en que un peso descomunal se me instaló en el cuerpo y descendió vertiginosamente hacia mis pies, como si por primera vez estuviese experimentando la ley de la gravedad.

Desde ese momento, que para mí se hizo eterno, caminé con pies de plomo, no por el cansancio ni el desvelo, sino porque estaba al lado de un hombre en el que uno podía hallar toda la seguridad del mundo; esa seguridad que viene acompañada por las convicciones ideológicas, los avatares de la vida y la experiencia de quien aprendió a foguearse en los períodos más álgidos de los regímenes dictatoriales y la represión política.

Cuando llegamos a la casa, luego de trepar por una calle angosta desde donde se podía dominar una parte de la ciudad, ascendimos por unas gradas hacia un patio en el que había un cuartucho del tamaño de una celda, y por cuya puerta, de algo más de un metro de alto, se deslizó Guillermo agachando la cabeza. En el interior no había más que lo indispensable: una cama, una máquina de escribir y una caja sobre la cual estaba la estufa para cocinar. No podían faltar los libros, folletos, periódicos y, debajo de la cama, un orificio donde se escondía el mimeógrafo cubierto por un cartón camuflado con una capa de tierra escarbada del mismo piso. 

En ese cuartucho donde apenas cabíamos los dos, pero que en mi imaginación se tornaba en un maravilloso castillo de sólo pensar que estaba al lado de una biblioteca viva y un analista político de primera línea, aprendí a conocer el mundo fascinante del panfletista. Allí pasé varios días como en estado de levitación y dormí varias noches acurrucado a los pies de Guillermo, observando de soslayo todo lo que hacía y escuchando con atención todo lo que decía. Tanto sus acciones como sus palabras dignificaban una vida dedicada a la investigación, la polémica y la crítica implacable contra los gobiernos oligárquicos, nacionalistas, dictatoriales, neoliberales y pro-imperialistas. 

No es exagerado afirmar que su persona, desde la alborada hasta el ocaso, encarnaba una disciplina admirable y era un ejemplo del revolucionario que no escatima esfuerzos en el cumplimiento de su deber, a pesar de las privaciones impuestas por la dura vida clandestina. Escribía desde las primeras horas de la mañana y leía hasta muy entrada la noche, casi siempre con un bolígrafo al alcance de la mano.

De aquello días que pasé con ese hombre que hizo de la pasión revolucionaria el eje de su vida y obra, recuerdo dos anécdotas: la primera, la tarde en que olvidé comprárselo el periódico, sin sospechar que para él era como el pan de cada día y, la segunda, aquella mañana en que, sentado en el borde de la cama y con la máquina de escribir sobre las rodillas, redactaba un artículo directamente en el esténcil mientras conversaba conmigo.

A tiempo de despedirnos, me prometí a mí mismo que, de repetirse la experiencia de pasar unos días junto al máximo exponente del marxismo boliviano, se lo compraría el periódico sin falta y no volvería a incurrir en el error de discutirle con argumentos propios de la estupidez humana.

Dos años más tarde, a principios de junio de 1977, cuando ya me encontraba en el exilio, nos vimos en una conferencia organizada por el CORCI en París, donde asistí con la firme decisión de plantearle mi retorno a Bolivia; más todavía, quería retornar junto con él, quien tenía pensado ingresar clandestinamente por la frontera del Perú. Mi sueño no se concretizó; por el contrario, un cruce de palabras y un malentendido nos distanció de una manera por demás extraña.

Desde entonces no volví a conversar a solas con Guillermo, pero su imagen, de hombre pulcro e inteligente, permaneció viva e intacta en mi memoria. Cuando me llegó la fatal noticia de su deceso, sentí que se nos fue el mejor bolchevique boliviano. No obstante, así sus enemigos batan palmas y se regocijen por su partida, tengo la certeza de que su obra, reunida en casi setenta volúmenes, le sobrevivirá en el tiempo y el espacio, debido a que constituye un invalorable legado en manos de los revolucionarios y estudiosos de la historia del movimiento obrero boliviano. 

A mí me tocará leer y releer sus escritos relacionados con el arte y la literatura; una temática que conocía a fondo y a la cual dedicó buena parte de su talento y energía, consciente de que la realidad social se refleja en las distintas facetas de la creación humana; una tesis que no dudó en sostener a lo largo de su vida, desde cuando fue cautivado en su juventud por el libro “Literatura y revolución”, de León Trotsky.

No sé si algún día, siguiendo al pie de la letra sus consejos, me anime a escribir eso que él denominaba la gran novela minera, pero de una cosa sí estoy seguro: jamás aprenderé a escribir mientras converso, porque esa destreza natural de hablar y escribir al mismo tiempo, era un don que sólo tenía Guillermo, un hombre que definió su conciencia y vocación revolucionaria desde el día en que su padre, que ocasionalmente se encontraba en Oruro, le enseñó una fotografía en el taller de peluquería de Gumercindo Rivera, sobreviviente de la masacre de Uncía.

Allí -recuerda Guillermo-, su padre, don Enrique Lora, puso la fotografía ante sus ojos azorados y preguntó: ¿Dónde estoy? Ahí, casi al centro, estaba Enrique Lora, lleno de carnes, de mediana estatura, en plena juventud y ostentando espesos bigotes y sombrero embarquillado; es más, en la fotografía “se veía el suelo cubierto de toscas frazadas tejidas por manos indias, que cubrían varios cadáveres, rodeados por un grupo de personas de aire desafiante, aunque melancólico y que sostenían un estandarte que llevaba la inscripción de 'Federación Obrera.' La escena trasudaba tragedia.

Las palabras citadas, que forman parte del prólogo de La historia del movimiento obrero, su obra cumbre recogida en varios tomos, nos dan la pauta para entender mejor el porqué Guillermo Lora se hizo revolucionario profesional y dedicó su vida a la causa de la dirección política del proletariado; una causa sustentada por sólidos principios ideológicos que no abandonó hasta la hora de su muerte, acaecida en la ciudad de La Paz, el 17 de mayo de 2009.

miércoles, 24 de septiembre de 2014


EL FANTASMA DE LA CHINA MORENA

Se dice que cuando la China Morena se dirigía hacia el prostíbulo donde trabajaba, satisfaciendo los deseos sexuales de sus clientes, un hombre de contextura robusta y rostro desconocido la interceptó en la oscuridad de la calle, la intimidó con un puñal y la arrastró hacia el pasadizo angosto de unas viviendas, donde le sustrajo el dinero que llevaba en la cartera.

No conforme con esto, le cortó las orejas y la cosió a puñaladas, antes de abandonarla desangrándose en el suelo y sin que nadie se percatara del horrendo crimen que, por la crueldad con que actuó el asesino, conmocionó a la población entera apenas la prensa publicó la noticia junto a una fotografía que la mostraba ataviada con traje de China Morena en la apoteósica entrada de la Virgen del Carmen.

Bastaba ver la fotografía, para imaginarse que se trataba de una mujer de facciones finas y proporciones perfectas; pechos abultados y caderas amplias que suspendían las polleras a la altura de los muslos, sus trenzas largas y gruesas, tendidas hacia adelante, se le precipitaban hasta su escultural cintura, donde llevaba una ch’uspa sujeta al cinto, aparentemente llena de monedas de plata, de ésas que se acuñaban en la Casa Imperial de la Moneda en Potosí.

Desde el día en que empezó a ejercer el oficio de meretriz, recién cumplidos los veinte años de edad, nadie sabía dónde vivía, ni quiénes eran sus progenitores, salvo que entre sus compañeras y clientes asiduos era conocida como Consuelo, un nombre de pila que se lo ganó a pulso, no sólo porque era capaz de consolar al semental más insaciable, sino también porque los clientes más desdichados en el amor encontraban un verdadero consuelo entre sus brazos.

Llamaba la atención por su trato amable, su sonrisa sensual y su imponente figura, aunque en el fondo de su alma escondía las vejaciones a las que a veces era sometida por algunos de los borrachos inescrupulosos que solicitaban sus servicios. Con todo, según las mismas trabajadoras sexuales, era la única que complacía los caprichos más exigentes de los jóvenes clientes y la única que, con la destreza en su oficio y el ardor de su cuerpo, les devolvía la virilidad perdida a los más viejos.

Desde la noche en que le segaron la vida y fue enterrada como difunta NN en una fosa común, tras una autopsia que le practicaron los peritos en la morgue, el fantasma de la China Morena se aparecía en la Ceja de El Alto, vestida con polleras de color púrpura y escarlata, con joyas de oro y piedras preciosas en las orejas, los dedos y el cuello; unos botines de cabritilla, una manta chalón sujeta al hombro derecho con topo de plata, un sombrero borsalino coronado con una alhaja en el lado derecho y una blusa escotada que dejaba entrever el naciente de sus senos parecidos a dos melones maduros, suaves y jugosos.

No había hombre que resistiera la tentación de sus carnes ni mujer que envidiara los encantos de su belleza; era una hembra que atrapaba la mirada de todos y provocaba revuelos allí donde se aparecía contoneando las caderas en su garbo caminar; es más, quienes se cruzaron en su camino, afirmaban que la China Morena llevaba una lata de cerveza en una mano y una matraca de quirquincho en la otra.

Los parroquianos, a poco de salir de su borrachera, comentaban haber visto el fantasma de la China Morena en los predios de la Alcaldía Quemada, como si aguardara la llegada de alguno de sus clientes, o bien la veían paseando por la Plaza del Lustrabotas, donde se aparecía para lamentar su dolorosa muerte y vengarse de los hombres que le causaron daños y traumas en su vida.

Su fama de prostituta profesional se perpetuó en la mente de sus clientes y sus historias de terror andaban en todas las bocas. No había una sola persona que no conociera algo sobre las maldades que encarnaba el fantasma de la China Morena. Y, aunque presentaba un aspecto de mujer inofensiva, era cruel con los borrachos, adúlteros y aficionados a los juegos de azar.

Para las prostitutas, que fueron sus leales compañeras, incluso para quienes le retiraron la palabra y la mirada por envidia y celo profesional, no cabía la menor duda de que el fantasma de la China Morena aparecía en la ciudad para cobrarse de muerta lo que le negaron en vida, para propinarles un castigo ejemplar a los hombres de mala fe y mala conciencia; pero ante todo, para reencontrarse cara a cara con su asesino, a quien le prometió, antes de desplomarse ensangrentada y moribunda, volver un día para arrancarle los testículos y dárselos a los perros.

No pocos dicen que poseía poderes sobrenaturales y que, de un momento a otro, hipnotizaba a los hombres que salían de los antros y, desorientados por los efectos del alcohol, deambulaban solos en las zonas periféricas de la ciudad, para luego llevárselos a rastras hasta los muladares, donde los abandonaba al nacer el día,  luego de bajarles los pantalones y aplacar sus impulsos sexuales.

Sus víctimas, al despertar desconcertados y tiritando de frío, se cubrían las vergüenzas y se retiraban a sus casas, con la certeza de que fueron poseídos por el fantasma de la China Morena, la misma que, en actitud de venganza y a modo de sentar el precedente de que son las mujeres quienes mandan sobre los varones domados, les dejaba, como advertencia y testimonio de su presencia entre los vivos, un chupón en el cuello y una cruz tatuada en el pecho.

Esta leyenda urbana, que se cuenta de boca en boca y en todos los ámbitos de la ciudad de El Alto, se ha extendido con el transcurso de los años, a tal extremo que no hay un solo cliente de los prostíbulos de la Zona 12 de Octubre, que no haya oído hablar algo sobre las destrezas sexuales de la China Morena ni nadie que haya quedado indiferente ante el atraco que le causó la muerte, nada menos que una arma blanca que le abrió el vientre y le destrozó las vísceras.

Algunos aseveran que no se irá tranquila de la ciudad y que su fantasma seguirá  rondando por las inmediaciones de la Ceja, mientras no dé con el paradero del hombre que le asestó las puñaladas aquella noche en que cerró los ojos por última vez, pero con la promesa de retornar otro día desde el más allá, dispuesta a vengarse de los hombres infieles y maltratadores, que no comprenden que una meretriz, por mucho de que se gane el sustento de la vida entregando su cuerpo como un objeto de placer, tiene también dignidad y merece todo el respeto de todos.

viernes, 19 de septiembre de 2014


EL TEATRO EN ROSA FERNÁNDEZ DE CARRASCO

Rosa Fernández de Carrasco nació en Cochabamba el 30 de agosto de 1918 y falleció el 20 de julio del 2000. Profesora, poeta y autora de literatura infantil. Estudió la primaria en el Instituto Americano y la secundaria en el Liceo Adela Zamudio de Cochabamba. Posteriormente prosiguió estudios en el magisterio de La Paz, donde egresó como educadora del parvulario, trabajo que ejerció a lo largo de treinta años.

Cuentan que desde niña se destacó por su talento para la literatura y el teatro, por eso mismo participó en las horas cívicas de la escuela y el liceo declamando poemas y protagonizando obras de teatro infantil. Se cuenta también que escribió su primera poesía a los ocho años de edad y que en la secundaria ganó el Primer Premio de Poesía en un certamen convocado en homenaje al Día de la Madre.

Contrajo matrimonio con el profesor Carlos Carrasco Ávila, junto a quien se fue a vivir en la ciudad de La Paz, donde ingresó al magisterio con el propósito de titularse como educadora del ciclo pre-escolar. Ejerció la docencia durante 30 años, 24 años como maestra y seis años como directora.

Rosa Fernández de Carrasco, en su condición de pionera de la literatura infantil y juvenil boliviana, tuvo una intensa actividad cultural. Fundó el Departamento de Teatro Infantil del Ministerio de Educación, que durante veintiocho años realizó presentaciones en las escuelas del país. Fue miembro del Comité Nacional de Literatura Infantil, de la Unión de Escritores de Bolivia, del grupo Fuego de la Poesía, del Ateneo Femenino y de otras instituciones socio-culturales. Está reconocida como una de las fundadoras del Comité Central de Literatura Infantil y Juvenil.

En reconocimiento a su exitosa labor en el ámbito de la poesía, el cuento y el teatro dedicado a los niños, fue galardonada en varias ocasiones. Obtuvo el Primer Premio para Autores Nóveles con su libro Teatro Infantil, en 1956. Asimismo, ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil convocado por el Ministerio de Educación, con una colección de cinco libros, en 1963. Recibió merecidamente la Gran Orden Boliviana de la Educación, en el grado de Oficial, en 1976.

Aparte de sus libros de cuentos para niños Ticotín, Caracol y Malvalushka, escribió, con gran sentido del humor y fina ironía, una serie de piezas de teatro que revelan a una autora que supo acercarse a los niños con talento artístico y sensibilidad de educadora interesada en transmitir sus conocimientos y experiencias en el mundo teatral.  Por lo tanto, no cabe duda de que Rosa Fernández de Carrasco, cuyos libros transmiten valores de paz, solidad y comprensión, fue toda su vida como una niña que quería jugar con los personajes de su imaginación y consigo misma.

Toda su energía estaba avocada a crear, tanto en verso como en prosa, un abanico de obras teatrales que despertaran la atención y el interés de los niños; de modo que con esta intención, por ejemplo, escribió El ratón Pérez se cayó en la olla, una comedia en verso y dividida en tres actos, basada en el cuento clásico La ratita presumida, que invita a los más pequeños a iniciarse en el campo de las artes escénicas.


No está por demás subrayar que sus piezas de teatro logran reflejar un mundo real e imaginario, compuesto por animales y humanos, para ser representados en el escenario de los teatros escolares y, por qué no, en los tablados de los teatros donde se dan cita los grandes dramaturgos, esperanzados en representar sus obras y ganarse el corazón y los aplausos de un público emocionado por la magia del teatro, que empieza y termina detrás de los telones.

Apuntes bibliográficos

Poesía: Celajes de alba y crepúsculo (1981). Cuento: Ticotín (1983); Malvalushka (1983); Caracol (1991). Teatro: Teatro infantil (2 v., 1958-1963); Teatro infantil (comedias en prosa y verso, 1987); Teatro infantil TIN (1992); El ratón Pérez se cayó en la olla (2007).