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jueves, 28 de marzo de 2024

HOMENAJE AL YARAWIKU WILLY FLORES

En el marco de la Primera Feria Internacional del Libro en El Alto, realizado entre el 7 y 17 de marzo, en la Terminal Metropolitana de la ciudad, se rindió un merecido homenaje al poeta, declamador, actor y dramaturgo alteño Willy Flores.

El acto central, en el que además se presentó su libro Los caminos del yarawiku, contó con la presencia de numeroso público, los declamadores jóvenes y niños del Centro ALBOR Arte y Cultura, más la participación del poeta aymara Clemente Mamani y el escritor Víctor Montoya, quienes destacaron, tanto en español como en aymara, la vida y obra del yarawiku y amauta Willy Flores (Ilabaya, 1979 – El Alto, 2020); un personaje destacado en el ámbito sociocultural de la ciudad más joven de Bolivia, donde aprendió a hablar el español en la escuela primaria, a declamar poemas en su adolescencia, obteniendo, en varios certámenes, los primeros lugares con sus interpretaciones poéticas. Fue fundador y director del Centro ALBOR Arte y Cultura desde 1997 hasta el día de su llorado fallecimiento, que fue provocado por la sañuda persecución política que se desató en su contra, por el simple hecho de haber sido empleado público del Ministerio de Culturas, después de los fatídicos acontecimientos en noviembre de 2019.

Puso en escena varias piezas de teatro, entre ellas, Las venas abierta de América Latina, basada en la afamada obra del escritor uruguayo Eduardo Galeano, y Bolivia Diez, en la que se refleja la historia de Bolivia y, específicamente, de la ciudad de El Alto, donde se recogen escenas que retratan la Guerra del Gas (octubre de 2003), las diversas convulsiones populares contra las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales, sin omitir las masacres perpetradas por las fuerza de represión contra los obreros, campesinos y pueblo en general.

En palabras de Víctor Montoya, el poeta, actor y dramaturgo Willy Flores desarrolló un teatro de compromiso político. Estaba convencido de que, al mejor estilo de Bertolt Brecht, el arte servía también como un instrumento de transformación social, una nueva forma de hacer teatro revolucionario en tiempos en que la sociedad necesita de la concurrencia militantes de sus artistas para transformar las estructuras del sistema capitalista.

No cabe duda de que Willy Flores estaba ligado a sus raíces aymaras y al sentir de su pueblo cuando escribía sus poemas y sus piezas de teatro, que eran una suerte de gritos de protesta y denuncia contra las injusticias sociales y las discriminaciones raciales, Nunca cesó en su afán de crear conciencia crítica entre los espectadores y actores. Su contribución teatral y poética ha dejado profundas huellas en la población alteña, sobre todo, entre los jóvenes y niños, a quienes les dedicó lo mejor de su tiempo y su talento, como quien siembra un día semillas en las bellas artes de la poesía y el teatro, con la esperanza de que otro día florezcan con conciencia social y sabiduría.

Al finalizar el acto y durante la clausura de la Primera Feria del Libro en la ciudad de El Alto, el Gobierno Autónomo Municipal y las instituciones auspiciadoras de este importante evento cultural, hicieron entrega de un reconocimiento a Willy Flores, en manos de su viuda María Elena Cárdenas, actual directora del Centro ALBOR Arte y Cultura.    

viernes, 21 de abril de 2023

UNA CRÓNICA SOBRE EL MULTIFACÉTICO JAIME MENDOZA

Ya se encuentra en circulación un nuevo folleto del escritor Víctor Montoya, quien aborda, desde una perspectiva muy personal, las curiosas facetas del autor chuquisaqueño, que durante varios años vivió en la población de Uncía, donde trabajó como médico y escribió algunas de las obras más importantes de su producción literaria.

Jaime Mendoza Gonzáles (Sucre, 1874 – 1939). Médico, escritor, docente y político. Ejerció su profesión en los hospitales de Uncía y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, donde conoció de cerca la dramática realidad de los trabajadores mineros, quienes son los protagonistas de su primera novela, En las tierras del Potosí (1911), cuyas páginas reflejan los antagonismos sociales y las paupérrimas condiciones de vida de los indígenas y mestizos proletarizados.

El folleto, intitulado La casa de Jaime Mendoza en Uncía, lleva el sello de Ediciones la Cueva del Tío, que desde el 2022 viene publicando textos relacionados con el rescate de la memoria histórica de los centros mineros del norte de Potosí. Los responsables de la selección de materiales, tanto en verso como en prosa, han manifestado que tienen planificado seguir editando las crónicas y los ensayos del escritor Víctor Montoya, conocido cultor de cuentos y novelas de ambiente minero.

 

miércoles, 18 de enero de 2023

CANCAÑIRI VUELVE A NOSOTROS EN CORAZÓN DE ESTAÑO

Hace un tiempo atrás, por esas raras coincidencias de la vida, tuve la oportunidad de conocer a Jorge Moya Oporto en la Feria Nacional del Libro organizada en la población minera de Llallagua, donde me dedicó su primer libro Cancañiri, una obra escrita con amor y nostalgia en torno a los campamentos mineros ubicados en las laderas del Cerro Azul, donde se encuentra una de las bocaminas emblemáticas de la minería boliviana, que a principios de la pasada centuria pertenecía a la Compañía Estañífera Llallagua, propiedad de un consorcio chileno, y posteriormente al magnate Simón I. Patiño, quien amasó una inconmensurable fortuna a cambio de la miserable vida de los trabajadores, quienes, una vez organizados en sindicatos combativos, impulsaron la nacionalización de la minas tras el triunfo de la revolución nacionalista de 1952.

Tiempo después, el profesor Jorge Moya me sorprendió con la edición de Corazón de estaño, que, a manera de continuación de su primer libro, sigue narrando la historia de los campamentos mineros de Cancañiri, como quien persiste en contar las aventuras y desventuras de una colectividad que tuve su importancia durante el auge de la industria minera dedicada a la exploración, explotación y comercialización del estaño boliviano. En este contexto, el libro Corazón de estaño aporta al rescate de la memoria colectiva y al rescate de una historia que, de otro modo, corre el riesgo de perderse bajo los mantos del olvido.

Ahora bien, sin memoria no puede haber historia; sin imaginación, la historia se convierte en un libro cerrado. Corazón de estaño, del profesor Jorge Moya Oporto, emerge de la necesidad de narrar las realidades y fantasías de su terruño natal. Sus hombres y mujeres –también sus niños– emergen de los campamentos mineros que estuvieron ubicados en los alrededores del oscuro socavón de Canacañiri y la indescriptible luz solar que ilumina las faldas de los cerros del altiplano, donde la belleza agreste e inquietante es acariciada por calurosos días en verano y por penetrantes fríos en invierno.

Las consecuencias de la relocalización

Después de la llamada relocalización, que se inició en 1986, tras el cierre de la minería nacionalizada y la Marcha por la Vida de los trabajadores de la Comibol, de cancañiri, donde había teatro-cine, escuela, pulpería, compresora, maestranza, sede del Club Miners, cancha de básquet, iglesia, botica, estación de trenes y varios campamentos mineros, no ha quedado casi nada, y lo poco que ha quedado, refugiándose entre los pliegues de los cerros escapados y el recuerdo de sus antiguos habitantes, es la desolación, el olvido y la nostalgia. Por lo tanto, desde el Decreto Supremo 21060 de 1985, el cierre de las minas y la forzosa relocalización de sus habitantes, Cancañiri se ha convertido en la región minera más pobre de la pobre capital departamental que es Potosí; una ciudad colonial que, a pesar de su pasado esplendoroso y sus ingentes riquezas naturales, está considerada como una de las más pobres de un país enclaustrado que, a su vez, es una de las más pobres del continente americano.


Sin embargo, a pesar de los pesares, algunos mineros permanecieron allí, sin saber dónde ir ni qué dar de comer a sus hijos, hasta que se reorganizaron en cooperativas para seguir explotando, por cuenta propia y sin seguridad industrial, como en la época de la colonia, las pocas vetas que quedaron en las oquedades de las galerías, donde el Tío de la mina, única deidad telúrica de la mitología minera y la cosmovisión andina, es el único que sobrevive gracias a las ch’allas y los k’arakus, la coca, los cigarrillos y el alcohol, que los mineros le ofrendan cada vez que le piden permiso para horadar las rocas en busca del preciado metal del diablo.

La febril actividad comercial y cívica que se desarrollaban frente a la bocamina, maestranza y pulpería, en la actualidad no son más que recuerdos anclados en la memoria, así como se testimonia en Corazón de estaño, un libro en el cual se rescata la memoria colectiva de los cancañireños que todavía están en vida, con el único afán de rememorar los acontecimientos  históricos y los ajetreos de la vida cotidiana de lo que alguna vez fue Cancañiri; un importante enclave de la producción minera, un conjunto de campamentos donde vivían familias hacinadas en cuartuchos que fueron derruidos por la desidia y el tiempo, como si un implacable ventarrón hubiese arrasado con todo lo que encontró a su paso.

El autor, a través de cuatro turistas franceses interesados en conocer las tierras mineras, tiene la intención de explicar, de manera didáctica, los antecedentes y las consecuencias de la explotación mineralógica del norte de Potosí, para luego declinar hacia el llamado vehemente de los pobladores, quienes deben acudir al llamado de la conciencia para que, unidos en una sola organización social, puedan emprender nuevos proyectos con el propósito de preservar lo mucho o lo poco que queda de Cancañiri, donde hace falta el concurso de todos para evitar que desaparezca del mapa. No en vano, el mismo autor apunta en la dedicatoria del libro: Los años me permitieron volver a verte, luego de haber transcurrido casi tres décadas de ausencia, desde el día en que salí de tu regazo y… te encontré desmantelada y destruida por las inclemencias del tiempo y principalmente por la explotación desmedida del estaño, tanto así que me brotaron lágrimas de dolor, sin que ninguno de nosotros, los cancañireños, oportunamente, hayamos hecho algo por evitar ese deterioro y destrucción, como ahora, cuando solamente nos importa la circunstancia presente, sin pensar en hacer planteamientos serios o proyectos de envergadura y emprendimiento, para que en el futuro podamos decir: ¡Soy ‘llamacancheñ’ (del canchón de llamas) con mucho orgullo!

Se trata de una obra que, de manera sucinta y cronológica, aborda un abanico de temas, desde la época del incario hasta el encuentro anual de los cancañirenos, pasando por el fastuoso Carnaval de Oruro y el nacimiento de la industria minera impulsada por los tres Barones del Estaño (Patiño, Hochschild y Aramayo). Aunque el autor, consciente o inconscientemente, hace hincapié en el destino de los hijos de esta tierra minera, que todavía viven dispersos en las diferentes ciudades de un país que fue bautizado como Bolivia en honor al Libertador de cinco naciones.

El libro contempla una parte de la historia nacional, desde el primer capítulo que, a través de la curiosidad de los turistas franceses, nos introduce en los mitos de creación y las estructuras socioeconómicas de las culturas precolombinas de Bolivia, hasta el último capítulo que, a partir de una experiencia personal, nos narra los encuentros de los cancañireños, que actualmente viven en la diáspora, desperdigados a lo largo y ancho del territorio nacional, abrigando la memoria reflejada en las fotografías de antaño, en esas cartulinas con tonalidad sepia provenientes de diversos álbumes personales, incluidas al final del libro, donde se dibujan los rostros de quienes, en la centuria pasada, dieron vida al centro minero de Cancañiri.


Iniciativas personales y encuentro de cancañireños

El esfuerzo personal de Jorge Moya, por registrar y conservar la memoria histórica de un centro minero, que fue pequeño en demografía y grande en producción estañífera, es encomiable desde todo punto de vista, no solo porque se constituye en un valioso aporte para la historiografía del país, sino porque es un material de consulta para cualquier ciudadano interesado en desentrañar los recovecos de la vida social, política, cultural, deportiva y tradicional de una colectividad compuesta por personas de procedencia diversa, que se dieron cita en las laderas del cerro pedregoso y polvoriento, una vez que se abrió el socavón y la Compañía Estanífera Llallagua requirió de mano de obra barata para explotar, en tres turnos, el yacimiento de estaño, que hizo ricos a los empresarios y pobres a quienes vendieron sus pulmones a cambio de míseros salarios.

En el mes de septiembre de cada año, los cancañireños, que suelen profesar su fe hacia el Cristo de la Exaltación, se reúnen en encuentros a los que asisten para rememorar su pasado hecho de vivencias personales y anécdotas llenas de aventuras, desventuras, alegrías y tristezas, pero también con las esperanzas de que estos encuentros sean un punto de arranque para perpetuar la historia de este distrito a través, por ejemplo, de la creación de un Museo Minero. No en vano el autor, al inicio del libro, cuestiona a sus coterráneos: De pronto surge una interrogante: ¿Qué hemos hecho los cancañireños para evitar su destrucción hasta el grado en que ahora lo vemos o qué hacemos para devolverle, al menos en parte, esos sus Años Mozos? (…) Muy cierto que, los encuentros de carácter nacional de los Residentes Mineros de Cancañiri, 14 de Septiembre, La Revuelta, La Salvadora y Vizcachani, al igual que los reencuentros de cancañireños en Cancañiri, sirven para reunir a los amigos y vecinos de entonces, para evocar los recuerdos, pero… solo hasta ahí llegamos… Creo firmemente que, debemos propiciar otro tipo de encuentros, tener una instancia organizativa que nos aglutine a todos, para planificar y obrar respecto de un futuro mejor para esa tierra minera que nos vio nacer, con el propósito de no dejar que perezca para siempre (…) Las generaciones jóvenes y las que vendrán, deben conocer la realidad de esos Años Mozos de Cancañiri, para mantener viva su memoria y la de nuestros mayores, quienes dieron sus pulmones, horadando los obscuros socavones, en procura de encontrar el preciado mineral: el estaño.

Aunque las partes que corresponden a la labor estrictamente minera y las vivencias de las familias en los campamentos están puestas en boca de una mujer de avanzada edad, como es el caso de la ya difunta Doña Yolita, la heredera de la tradición oral de una cultura en proceso de extinción, no deja de ser más que una estrategia del narrador que quiere contarnos, con desgarradoras palabras y angustiosas frases, el drama de las familias mineras y la marginación social de una colectividad, donde las contradicciones socioeconómicas determinaron la escala que le correspondía a cada cual, dependiendo de las leyes impuestas por el capitalismo salvaje, que amasó fortunas a costa del sacrificio de los más pobres entre los pobres.

Este libro, desde un principio, está narrado con la pasión de quien es capaz de reconstruir el pasado con los retazos de la memoria, un recurso válido en el proceso de creación de una obra que, además de tener un trasfondo histórico, contiene datos de primera mano y un rico mosaico de hechos y personajes, que convierten el testimonio personal y colectivo en un fascinante caleidoscopio, donde los lectores podrán apreciar las acertadas pinceladas de la realidad y la ficción, que el autor explaya en los diez capítulos de este libro que, escrito con sencillez y honestidad, es ya un valioso aporte a la historiografía de un centro minero cuyo destino, desde el Decreto Supremo 21060, promulgado por el gobierno de Víctor Paz Estenssoro, perdió su gloria y esplendor, debido al cierre de las minas nacionalizadas y la relocalización de los trabajadores, quienes se vieron forzados a abandonar los campamentos en busca de nuevos horizontes de vida.

 

lunes, 12 de diciembre de 2022

DOS HISTORIAS DE AMOR EN TATUAJE MAYOR

La novela juvenil de Gaby Vallejo Canedo, Tatuaje mayor, le permite al lector reconocerse en sus páginas, cuya temática se mueve sobre dos andamios que narran las historias de vida y de amor, por una parte, de la difunta abuela y, por otra, de la nieta de diecisiete años de edad, que se yuxtaponen a lo largo de la novela, aunque las historias están contextualizadas en tiempos y espacios diferentes.

Toda la novela comienza el día en que Ylonka entra en el cuarto de su abuela, donde encuentra una caja que contenía un fajo de papeles escritos a pulso, con pluma y tinta morada, metidos en un extraño álbum de cuero. Los papeles son una suerte de diario que su abuela escribió en su adolescencia, registrando la relación romántica, recatada e inocente que sostuvo con Antonio Eguez, un muchacho de familia humilde, a quien ella llamó Lucero misterioso. Se trata de una relación amorosa distinta a la que mantiene su nieta Ylonka con Andrés, quien prefiere mantener en secreto sus señas de identidad y los antecedentes de su vida familiar.

Según la confesión que dejó la abuela, es fácil deducir que el romance entre un hombre y una mujer era más sentimental y recatada a mediados del siglo XX, en la que un beso era un acto premeditado y hasta una demostración de amor envuelto en un halo de misticismo y hasta de cierto temor. En cambio, la relación amorosa de las muchachas del presente, donde las relaciones humanas y los conflictos sociales son algo distintos, es más espontánea, relajada y directa, con menos temores y prejuicios que en la pasada centuria.

Ambas historias tienen sus propias particularidades, marcadas por el contexto sociocultural, la época y las costumbres que caracterizan a dos mentalidades y comportamientos diferentes, pero son similares cuando se trata de desnudar los sentimientos universales como el amor y el desamor. En este contexto, los sentimientos de la abuela y de la nieta son similares, porque corresponden a instintos naturales que son universales. Por lo tanto, la autora nos da a entender que el amor no conoce límites ni está determinado por condiciones socioeconómicas o, dicho de otro modo, cuando llega el amor, llega sin avisar y mientras menos se lo espera.

La nieta lee los papeles de la abuela, página tras página, y se comunica imaginariamente con ella, como si todavía estuviese viva, como si sus almas, experiencias y vidas formaran parte de un mismo puente. Ylonka está empeñada en descubrir las emociones de alegría y las dificultades que le planteaba su relación con un muchacho de una condición social modesta, sin muchas oportunidades de estudio ni prosperidad, hasta el día en que el Lucero misterioso realiza un viaje a Santa Cruz para no retornar más, haciendo que la distancia y el olvido conviertan el apasionado amor en un dulce engaño, con promesas e ilusiones rotas por el destino.

Desde un principio se advierte que la relación amorosa de la nieta es distinta a la que mantuvo la abuela, porque en una sociedad moderna y globalizada, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, aparecen fenómenos sociales, como son las tribus urbanas, que determinan el pensamiento y la conducta de los jóvenes y adolescentes.

Esta novela juvenil demuestra que su autora, conocida por sus novelas destinadas a los lectores adultos, es capaz de sorprendernos con obras infantiles y juveniles, que están elaboradas a partir de un amplio conocimiento pedagógico, cuyos instrumentos educativos sirven para transmitir enseñanzas de vida a los jóvenes lectores que necesitan de escritores/as que cuenten historias que les toquen las fibras más íntimas y los convoquen a una reflexión individual y colectiva.

Gaby Vallejo Canedo nos entrega, con la misma entereza y convicción de siempre, una obra que vale la pena ser leída por su temática y su fuerza literaria, pero también por el mensaje aleccionador de humanismo, luchas y esperanzas. A los lectores solo les queda disfrutar de su escritura que, sin didactismos ni moralejas, permite aprender de su experiencia personal y su manera de contar historias dignas de ser promovidas dentro del sistema educativo, como si estas formaran parte de nuestras propias vidas, ya que los relatos amorosos tanto de la abuela como de la nieta reflejan los sentimientos más profundos que experimentan las personas en su adolescencia, cuando asoma por primera vez el amor, con sus luces y sus sombras, dejando sus tatuajes en la mente y el corazón.

El libro tiene varias facetas que pueden ser aprovechadas por los educadores para entablar discusiones sobre temas que conciernen a los alumnos de educación media. No pocos de ellos se identificarán con las emociones, los secretos y la problemática de los protagonistas, que son seres arrancados de una realidad social conocida por quienes viven en urbanizaciones cosmopolitas como Cochabamba, donde las pandillas, cuya presencia no pasa desapercibida en las calles céntricas de la ciudad, buscan distinguirse del orden social dominante y desafiar los códigos culturales como un mecanismo de descontento y rebelión.

El libro, a través del relato de la nieta, que conversa con su abuela, ya fallecida, a partir de un diario que ella escribió en su adolescencia, retrata los amores entre adolescentes , que se inicia de manera ingenua e incondicional, pero también la historia de una familia de clase media y socialmente disfuncional de la que proviene el enamorado de la nieta, Andrés Pereira Cuba, con una madre alcohólica y un padre ausente en su vida; una existencia con vacíos emocionales que lo empujan a buscar refugio, respeto y reconocimiento en una pandilla dedicada a actividades ilícitas en el underground (subterráneo), donde no interesan los apellidos familiares ni las condiciones sociales, salvo que el nuevo miembro esté interesado en integrarse a la pandilla, porque cuando un adolescente se une a un grupo es porque, de manera consciente o inconsciente, se identifica tanto con el pensamiento de sus miembros como con sus símbolos.

Al lector le queda claro que el enamorado de Ylonka, un muchacho que se dedica a tatuar signos e imágenes en la piel de los clientes, como a ella le tatuó en una zona sensible de su cuerpo, es miembro de una agrupación marginal, cuyos integrantes se resisten a las normativas de la sociedad tradicional, pero que, al mismo tiempo, emprenden un modelo de subcultura, propia del capitalismo en su fase de crisis y descomposición, donde no faltan los seres insensatos involucrados en el acoso sexual, la violación grupal y el tráfico de órganos humanos.

Las tribus urbanas son, en esencia, agrupaciones de adolescentes en la sociedad contemporánea, organizadas en pandillas o bandas citadinas que comparten un universo de intereses comunes contrarios a los valores socioculturales de la sociedad normalizada, mediante códigos y conductas subyacente a la cultura oficial o hegemónica, con identidades compartidas de manera grupal y expresadas a través de ciertos hábitos y comportamientos que los diferencia del resto por su estilo de vida, que se exteriorizan por medio de la ropa, gusto musical, lenguaje, maquillaje, danza y símbolos tatuados en la piel, incluidos el consumo de drogas y alcohol.

La lectura de Tatuaje mayor, con toda la carga psicosocial implícita en el modus vivendi de los personajes, ayuda no solo a desentrañar el complejo mundo de ciertas familias que, a veces, está oculto entre las cuatro paredes del hogar, sino también a comprender mejor el oscuro mundo de los pandilleros.

A pesar del desenlace trágico del enamorado de Ylonka, quien es asesinado en una reyerta de pandillas, la autora nos deja el mensaje de que la vida sigue su curso y que las esperanzas no se pierden jamás. Aquí es donde la voz de la abuela, que Ylonka parece escuchar como cada vez que estaba triste, le dice: Resiste. Los sufrimientos solo sirven cuando van a construir algo. De modo que al final, a la protagonista principal de la novela no le queda otra alternativa que abrazarse a su guitarra, como si fuese un instrumento que ayuda a superar las penas y la pérdida de los seres queridos, para acceder a canciones poéticas interpretadas por voces privilegiadas como la de Andrea Bocelli.

Este libro es un buen ejemplo de que la literatura juvenil puede cumplir una función terapéutica para los adolescentes que buscan una luz de esperanza en un túnel oscuro que se presentan en algún momento de sus vidas. Las historias narradas, con sus ilusiones, dificultades, dramatismos y esperanzas, son elementos que ayudan a respirar aires que, después de las desilusiones y la muerte, recuerdan que la vida sigue su marcha y que uno no tiene el porqué desmayar ante las vicisitudes que, una y otra vez, se manifiestan como tatuajes plasmados en la mente, la piel y el corazón.

 

sábado, 12 de noviembre de 2022

LA ESCRITURA VERSÁTIL DE GLADYS DÁVALOS ARZE

Alguna vez en su vida, ella misma, refiriéndose en tercera persona, se describió así: Escritora y poetisa boliviana nacida en las entrañas del Cerro de Itos, al son de revolucionarios dinamitazos de mineros orureños corajudos y valientes. Es ahí donde aprende a no tenerle miedo al miedo. Crece con la silicosis rozándole la piel y los gritos de miseria y pobreza en los socavones horadando su corazón.          

La escritora orureña, en los tiempos felices de su infancia, paseó con otros niños por los Cerros San Felipe y Pie de Gallo, cazando lagartijas y buscando alacranes. No podía resistirse a las aventuras de caminar por los arenales, donde los niños perdían sus calzados, mientras ella se imaginaba que las pequeñas dunas que rodean a su ciudad natal eran el Sahara y ella era la Odalisca de Las mil y una noches.

En la adolescencia se torna difícil no ver ‘de verdad’ lo que estaba sucediendo a su alrededor, y su mundo ‘de mentiritas’ se viene abajo. Ni ‘Los tres mosqueteros’, ni ‘Ivanhoe’, ni ‘Don Quijote’, ni ‘La vuelta al mundo en 80 días’ la convencen de que las penurias de los mineros no existen, ni tampoco que la pobreza es simple espartanismo.

En la universidad cree más en la utopía que en la poesía y, entre libros y más libros, piensa cambiar el mundo, mientras se entregaba al estudio de la lingüística, como quien cree que la gramática es igual de fascinante que las matemáticas.

Se casó con el ingeniero industrial, lingüista y matemático Iván Guzmán de Rojas, hijo del malogrado pintor potosino Cecilio Guzmán de Rojas y creador del sistema de traducción multilingüe Atamiri-MT System, con quien tuvo a dos preciosas musas: Gabriela y Cecilia.

Su incursión en la literatura

Me imagino que un día cualquiera, impulsada por la fuerza creativa de su mente y su corazón latiendo al ritmo del corazón de los niños y niñas, decidió escribir cuentos, poemas y novelas infantojuveniles, valiéndose de los recursos propios de la ficción y la realidad. Entonces las palabras comenzaron a brotarle como cascada rabiosa, una cascada que, poco a poco, se fue tornando más apacible hasta convertirse en irreverentes poemas y fantásticos cuentos para niños. Así se convirtió en una exquisita autora de literatura infantil, donde exploraba un mundo imaginario, con temas salpicados de la flora y fauna nacionales, la sabiduría de las culturas ancestrales y los aportes de la cultura occidental, que a los lectores les permitiera conocer otras culturas e incursionar en la geografía de otras latitudes.

Sus textos, tanto en verso como en prosa, están escritos con un estilo depurado y una sintaxis sencilla y coherente, propia de una lingüista y políglota como era ella. Sus obras literarias, dedicadas a los pequeños pero grandes lectores, se siguen leyendo en escuelas y colegios, debido a que están llenas de fantasías, aventuras y reflexiones que penetran en el alma de la infancia boliviana. No cabe duda de que su filosofía literaria consistía en entretener a los niños, quienes, durante el proceso de la lectura, debían tener la sensación de estar viendo una buena película, divertida, entretenida y colorida, y lejos de los temas moralizantes, las explicaciones didácticas y las enseñanzas pedagógicas.

Para Gladys Dávalos Arze estaba claro que la literatura infantil y juvenil no era lo mismo que los libros de texto, y que las novelas, cuentos y poesías debían ofrecer un espacio para la imaginación y estimular la fantasía de los niños y niñas, quienes, siempre que participan en las horas cívicas u otras actividades escolares, no dejan de recitar sus poesías como la Cholita, Niño viejo o Mi perrito, junto a otros poemas en los que usa interferencias de los idiomas nativos, como en sus novelas juveniles usó palabras del coba (jerga del hampa boliviano); una cualidad lexical que le permitía reivindicar la identidad más pura y profunda de la cultura nacional. 

Por otro lado, debe considerarse que la poetisa y narradora orureña, con solvencia y amor por la literatura, supo moverse con fluidez en la creación de obras destinadas a los lectores de todas las edades, sin olvidarse que había una frontera que separaba a la literatura infantil, llena de magia y fantasía, de la literatura destinada a los jóvenes o a los lectores adultos, como los cuentos de carácter erótico que escribió en los espacios más íntimos y sensuales de su quehacer literario.

Su escritura era versátil, no solo por los temas que abordaba con soltura y sabiduría, sino también por el manejo de una estructura diversa e innovadora en los distintos géneros literarios, tanto así que sus obras, nacidas desde el fondo de su alma, son apreciadas por los lectores de todas las condiciones sociales, culturales, sexuales y religiosas.

Una relación epistolar

Durante el mes de octubre de 2001, antes de conocerla en persona diez años después en la ciudad de La Paz, mantuve una relación epistolar con ella, con motivo de la preparación de una antología del cuento minero boliviano que tenía en marcha. La contacté por correo electrónico y, sabiendo que era orureña, le pregunté si tenía algún cuento de ambiente minero. Ella me contestó que tenía uno, pero que no estaba segura si, desde el punto de vista lingüístico, estaban bien algunos vocablos que insertó en el texto y que provenían del quechua, aymara y del lenguaje minero, como, por ejemplo, akullico (masticación de hojas de coca), k’uyunas (cigarrillos de envoltura rústica), palliri (mujer que, a golpes de martillo, tritura y escoge los trozos de roca mineralizada en los desmontes), quemapecho (aguardiente con alto grado de alcohol), Tío (deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas).

Su mayor duda fue cuando escribió, en principio, el término pipilo para referirse al pene del Tío de la mina. De modo que, para despejar su duda, me envió un mensaje electrónico preguntándome, quizás con cierto rubor, ¿cuál era la palabra que los mineros usaban para referirse al órgano genital masculino?

Yo leí su mensaje con desbordante sonrisa, sin malicias ni prejuicios, y no demoré en contestarle lo siguiente: La palabra coloquial en el lenguaje minero, equivalente a verga, pene, pico, pájaro, pipilo y otros, es ‘ullu’ (vocablo quechua); es más, los mineros, cuando se refieren al Tío, le dicen: ‘yana ullu’ (verga negra).

Tiempo después, recibí su cuento El velorio, que recrea las impresiones de una joven palliri, quien asiste, junto a su marido, al velorio de tres de sus compañeros que murieron aplastados por un derrumbe de rocas en el interior de la mina. De repente, en el lúgubre recinto del velorio, se le aparece, parado detrás de uno de los tres ataúdes y cerca de las viudas que lloraban sin consuelo, la impactante imagen del Tío, con todos sus atributos de deidad fálica, mitad dios y mitad demonio. La palliri queda petrificada entre la maravilla y el espanto, sobre todo, cuando el soberano de los oscuros socavones, guardián de las riquezas minerales y amo de los mineros, le enseña su robusto miembro, que bien grande siempre era, induciéndola a la infidelidad para ahuyentar los peligros y poner a salvo la vida de su marido.

No cabe duda de que la realidad minera estuvo metida en sus venas y que algunos de sus cuentos y poemas tuvieran como eje temático la trágica realidad de las familias mineras; contexto en el cual nació su cuento El velorio, que incluí en la antología La narrativa minera peruano-boliviana, donde su nombre resplandece entre las pocas escritoras que dedicaron su talento a escribir sobre el mundo mágico de los socavones de estaño.

La antología, cuya elaboración inicié a principios del siglo XXI, se publicó recién el año 2021; de modo que ella no llegó a conocer el libro ni a leer, pero en la que participa, con inconfundible destreza escritural y legítimo derecho, con su fabuloso cuento inspirado en el Tío, personaje central de la mitología minera y la cosmovisión andina.

Gladys Dávalos Arze, a diez años de su partida, es una luz que no se apaga y sus destellos siguen iluminando los senderos de la literatura infantil y juvenil boliviana, en tanto sus obras dirigidas a los lectores adultos, entre las que se encuentra El velorio, son una suerte de joyas metidas en un cofre literario, a la espera de ser descubiertas por un publicó cada vez más amplio y exigente, como todas las buenas obras que deben ser exhibidas y no escondidas bajo las sombras de la mojigatería y la doble moral.

Datos sobre la autora

Gladys Dávalos Arze (Oruro, 1950 – La Paz, 2012). Escritora, pedagoga y lingüista. Licenciada en anglística y germanística. Fue co-editora del Boletín de la Asociación Boliviana para el Avance de la Ciencia. Su obra mereció distinciones nacionales e internacionales. Ejerció la docencia universitaria, fue miembro de la Academia Boliviana de la Lengua, Presidenta del P.E.N.-Club en La Paz y Vicepresidenta de la Asociación Boliviana de Traductores. Ha publicado: Corazones de arroz (1989), Helado de chocolate (1990), La muela del diablo (1990), Piel de Bruma (1996), Los pozos del lobo (s.f.), Ururi y los sin chapa (1998), El rincón del tigre azul (2003), El paraíso de los Qala Pago (2003) y Qatari y Asiru (2003). Tiene cuentos traducidos y publicados en antologías. Fue pionera en el campo de la Ingeniería del Lenguaje (lingüística informática) en Bolivia, habiendo colaborado en el desarrollo de un traductor automático multilingüe que usa el aymara como metalenguaje.

 

viernes, 4 de noviembre de 2022

EL MONUMENTO DE PIEDRA DE DON ANTONIO PAREDES CANDIA

Un buen día, de paseo por El Mirador de ciudad satélite en El Alto, me quedé sorprendido al ver el gigantesco monumento del escritor Antonio Paredes Candia, cuya figura se alzaba como un coloso contra el infinito sideral, entre las vertiginosas pendientes de Llojeta, los edificios de ladrillos y un parque precipitándose hacia la hoyada de La Paz.

¡Qué carachos!, me dije, mientras lo seguía mirando bajo el sol que reverberaba en el manto añil del cielo. Me acerqué para verlo de cerca, muy de cerca; así fue como lo contemplé desde el pétreo pedestal, con la humildad y curiosidad de creador palabrero, para confirmar su grandiosidad como escritor del pueblo.

Grande fue mi sorpresa al constatar que el artista encargado de tallar fue, nada más ni nada menos, que el mismísimo escultor corocoreño Gonzalo Jacinto Condarco Carpio, quien, cincel y martillo en mano, esculpió el monumento del escritor en piedra basalto, una magnífica obra que fue instalada en la Avenida Panorámica, justo en el tramo de ingreso hacia la zona sur de la ciudad de La Paz, en febrero de 2007.

Desde entonces es una de los bloques de piedra que, representando una efigie humana con una fuerte expresión artística, los peatones miran desde diferentes ángulos, mientras los conductores, que circulan de ida y venida por la carretera de doble vía, no dejan de observar el monumento que parece avanzar a pasos agigantados, como si el escritor –con la mirada puesta en el horizonte, las patillas y los mostachos característicos, la cabellera y la chaqueta tendidas al viento, el paraguas como bastón en la mano izquierda y un libro abierto en la mano derecha– marchara hacia un territorio libre de analfabetismo y sembrando libros en la ciudad de El Alto, la urbe que amó con todas las fuerzas de su corazón.

El autor del monumento, que fue alumno de ese otro gran escultor que fue el Indio Víctor Zapana, respira arte por todos los poros de la piel, como si tuviera carne y huesos de piedra, un espíritu de piedra, un gran ímpetu para realizar tallados y esculturas en un elemento sólido, asido a la sensación de que la piedra le permite expresarse con mayor libertad y autenticidad artística. Está claro que Gonzalo Jacinto Condarco Carpio, a la hora de tallar el monumento de don Antonio Paredes Candia, se inspiró en la singular personalidad del escritor, quien daba sus paseos por las calles y plazas de la ciudad, casi siempre llevando un libro en una mano y un paraguas en forma de bastón en la otra.

Ahora bien, sin considerar a quién le guste o no le guste, el monumento está plantado donde debe estar y, lo más importante, es un objeto que despierta sentimientos de celo profesional en aquellos que todavía creen que se merecen un monumento por ser los mejores, aun cuando los lectores les vuelven las espaldas y no los reconoce como a sus verdaderos autores, convencidos de que los doctores de la literatura pueden fallar allá donde jamás fallan los lectores.

Don Antonio Paredes Candia, como en esta estatua de piedra, se levanta con toda dignidad y con todas las de la ley, permitiéndole ser un paradigma de las letras populares de la nación boliviana, un digno representante de los que vienen desde abajo para cantarles sus verdades a los de arriba.

El escritor vivía como uno de los personajes que él mismo rescató de la tradición oral y tenía una genuina pasión por los libros, tanto así que creó su propia casa editorial para publicar sus libros y los libros de otros autores, que acudían a su amable personalidad para formar parte de Ediciones Isla, un sello conocido tanto dentro como fuera del territorio nacional.

Este monumento erigido en homenaje al escritor, editor y librero paceño, es una prueba de que los seres queridos y admirados, quienes contribuyeron con honestidad a la cultura de un pueblo, con lo que mejor sabían hacer, no mueren nunca porque sobreviven al tiempo y a las adversidades, al menos en la memoria de una colectividad que alimentó sus conocimientos y su fantasía con las obras de quienes supieron entregarse con abnegación a su quehacer cultural y literario. Don Antonio Paredes Candia correspondía a esa categoría de escritores, no en vano bautizaron con su nombre un museo en la ciudad de El Alto, varias unidades educativas y ferias de libros impulsadas por editores y escritores independientes del país.

Tampoco es poca cosa que los lectores lo conozcan y reconozcan como a uno de los escritores más requeridos por sus obras dedicadas a las tradiciones folklóricas bolivianas, incluidas las leyendas, fábulas, mitos y narraciones de la tradición oral, que don Antonio Paredes Candia supo atesorar como un indiscutible investigador de lo más profundo de la identidad nacional, haciendo siempre su trabajo bien sin mirar a quien.

Este escritor, editor y difusor de libros, era una biblioteca viva y una institución andante. Escribió con tesón en varios géneros literarios, y cuya producción supera el centenar de obras que son leídas por niños, jóvenes y adultos. Algunos lo recuerdan caminando por las calles y plazas de las ciudades y provincias, donde lo veían cargando libros como un k’epiri (cargador), con el único propósito de llevar los conocimientos hasta los hogares más humildes de su infortunada patria.

No conozco a un solo escritor boliviano cuya imagen haya sido inmortalizada en varios monumentos como en el caso de don Antonio Paredes Candia. Cuando esto ocurre, es lógico pensar que los lectores lo tienen como a uno de sus escritores favoritos, pues, a diferencia de los otros escritores que se sienten importantes, imprescindibles y laureados, don Antonio Paredes Candia fue un escritor popular, así sus obras no hayan sido consideradas en antologías literarias ni en la colección del bicentenario, elaborada por los especialistas contratados por la Vicepresidencia del Estado Plurinacional.

Este monumento de piedra basalto, que contemplé en la Avenida Panorámica de la ciudad de El Alto, me llevó a pensar que los escritores amados por su pueblo no siempre son los escritores elegidos por los críticos literarios, como si el pueblo tuviese sus propios escritores, leídos y estudiados en escuelas y colegios, escritores que son rescatados y perpetuados en las pinturas y esculturas de los artistas plásticos, como se constata en este monumento de piedra, donde el escritor paceño luce con todo el fulgor de su divulgada y excéntrica personalidad.

Don Antonio Paredes Candia asumía su grandiosidad como escritor popular, como aquel que no necesita los reconocimientos oficiales de los de arriba, consciente de que contaba con la venia y el respaldo de los de abajo, que son la inmensa mayoría en un país donde algunos suelen idolatrar a los letrados de las academias y no a los verdaderos narradores que tienen mucho que contar desde sus ancestros, desde su entrañable necesidad de expresarse en absoluta libertad de pensamiento y creación, aunque sus obras, alimentadas con el aliento de una nación que es dueña de una larga tradición folklórica y cultural, sean ninguneadas por quienes se dedican, desde el punto de vista científico, a estudiar solo las obras de relevancia literaria y no a leer libros de los escribanos populares, así estos tengan mucho que aportar al acervo cultural de un país multilingüe y plurinacional.

Reflexiones más, reflexiones menos, lo único cierto es que el pueblo es tan competente que sabe a qué escritores se deben rescatar para la posteridad, independientemente de los juicios valorativos que ostentan los doctores de la literatura, quienes creen que los escritores que valen la pena ser leídos no son los mismos que prefiere el pueblo, aun sabiendo que los únicos jueces que determinan el destino que tendrá una obra literaria son los ciudadanos de a pie, los lectores que deciden quién se queda y quién no se queda en la memoria y el corazón del pueblo que, después de todo, es el único sabio entre los sabios.


 

martes, 30 de agosto de 2022

APUNTES SOBRE LITERATURA INDIGENISTA

Durante la época colonial no se conoció una literatura con temática indigenista y mucho menos con personajes de las naciones y pueblos indígena-originarios; empero, se encuentran descripciones sobre la realidad de los indios, de un modo general, en las obras de los cronistas del siglo XVI, como fray Bartolomé de las Casas, conocido como el primer protector de los indios, quien escribió la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), un alegato a favor de los indígenas, ya que en sus páginas denunció las atrocidades cometidas por los conquistadores contra las civilizaciones del llamado Nuevo Mundo, intentando convencer a la corona española de que adoptara una política más humana de colonización y que no se los tratara a los indios como esclavos.

Otro tanto hizo el cronista amerindio de ascendencia incaica Felipe Guamán Poma de Ayala en su Primer nueva corónica y buen gobierno, que presuntamente escribió entre 1600 y 1615. Se trata de una ampulosa obra en la que el autor describe las injusticias del régimen colonial y las condiciones infrahumanas en las cuales vivían los indígenas del mundo andino en el Virreinato del Perú.

No faltan obras que abordan temáticas relacionadas a las luchas de resistencia de los indígenas contra los conquistadores ibéricos, como la escrita en versos por el poeta y soldado español Alonso de Ercilla y Zúñiga, quien escribió sobre la conquista de Chile, la sublevación de los araucanos contra los conquistadores y la muerte de Caupolicán en su célebre poema épico La Araucana (1569-89). Episodios similares se encuentran narrados en las crónicas del Inca Garcilaso de la Vega y las obras del ecuatoriano Juan León Mera, la cubana Gertrudis Gómez de Abellanada, el venezolano José Ramón Yepes y el dominicano Manuel de Jesús Galván.

La literatura indigenista, particularmente en el género de la narrativa, tiene distintas tendencias desde su aparición. Según algunas investigaciones de carácter etnológico y antropológico, la literatura indígena del siglo XIX honda sus raíces en historias orales, mitos y leyendas de las culturas ancestrales, con una fuerte dosis de romantización e idealización de las civilizaciones precolombinas.

Aunque la corriente indigenista del siglo XX cuenta con precedentes y buenos exponentes, es necesario precisar que esta literatura, en la que se retrata la realidad del indio y se lo defiende ante las discriminaciones sociales y raciales, tiene su punto de arranque en la novela Aves sin nido (1889) de la peruana Clorinda Matto de Turner; una novela controversial para su época, debido a que en sus páginas se revela la injusticia, opresión y maltrato contra la población indígena andina por parte de la Iglesia.

Como es natural, la realidad de un continente colonizado inspiró algunas de las obras más emblemáticas, como Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides Arguedas, pues desde que irrumpió en el ámbito de la literatura hispanoamericana, fue considerado como uno de los principales representantes de la literatura indigenista; por lo tanto, no es casual que este autor sea uno de los escritores bolivianos más conocidos y reconocidos en la constelación de la literatura continental.

La obra de Alcides Arguedas es una suerte de apología del indio y de su civilización, no solo porque describe a la sociedad boliviana con todas sus luces y sombras, sino también porque de manera consciente asumió una postura crítica contra el imperante sistema semi-feudal y semi-colonial, que sometió a los indígenas al poder de sus patrones blancos y mestizos.

Raza de bronce es una novela que gira en torno a la realidad social de una comunidad aymara próxima al Lago Titica, donde los indígenas sufren atropellos por parte de los patrones blancoides, por el simple hecho de ser indígenas, sometidos a trabajos de esclavitud y condenados a vivir en condiciones deplorables.

Cabe aclarar que Raza de bronce es una versión más elaborada de su primera novela, Wata-Wara (1904), que no tuvo la misma resonancia cuando se publicó, aunque es una novela que contempla las relaciones socioeconómicas entre criollos, indígenas y mestizos, cuyas características conforman las tres piezas básicas de un mismo mosaico, donde cada uno de ellas ponen de manifiesto sus peculiaridades sociales, culturales, lingüísticas y religiosas, como en cualquier territorio multilingüe y pluricultural.

Alcides Arguedas se caracterizó por su voluntad realista de describir la situación de los indígenas dominados por los grandes terratenientes y gamonales, quienes, valiéndose de su condición de amos de los sistemas de poder, se apropiaron de tierras ajenas desde el establecimiento del régimen colonial. No en vano el latifundismo ha sido uno de los temas fundamentales de la narrativa indigenista, toda vez que los autores se ocuparon de denunciar no solo las leyes puestas al servicio de los poderosos, sino también la explotación y servidumbre de los indígenas convertidos en peones o pongos, sobre los cuales los señores tenían el derecho de propiedad como si fuesen objetos o animales domésticos.

El discurso narrativo de la literatura indigenista establece una tesis sociopolítica sobre el indígena y su relación con el mundo urbano, donde están las instituciones del Estado, que resuelven la suerte y el destino de los habitantes del campo, cuyas opiniones no son tomadas en cuenta por los poderes de dominación, conformado por una selecta estructura social criolla y mestiza, las cuales manejaban los preceptos de inferioridad racial del indio, que era sometido a la autoridad y supremacía del hombre blanco, y una política que tendía a perpetuar la exclusión de las mayorías indígenas de la vida económica, social y cultural; dicho en pocas palabras, los indios debían tener obligaciones, pero no derechos.

José Carlos Mariátegui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), planteó que el indigenismo era un movimiento de reivindicación y de lucha contra la discriminación social, política, económica y cultural por parte de las clases dominantes en los diferentes países latinoamericanos. Sus escritos permitieron que el problema de los indígenas se relacionara con la posesión de la tierra y sirvieron como fuentes de inspiración para varios autores que escribieron obras relacionadas a la temática de la usurpación de las tierras indígenas por empresas nacionales y extranjeras, como ocurre en la novela Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza, cuya temática alude a la industria maderera y la explotación de las masas indias por una aristocracia brutal que, a su vez, estaba dominada por consorcios transnacionales.

El indigenismo, como movimiento literario y artístico, se intensificó entre los años 1930 y 1960. Uno de sus mayores exponentes es el peruano José María Arguedas, quien, en Los ríos profundos (1958), retrata la problemática del indio desde su propia experiencia vivencial. En esta novela, considerada por la crítica especializada la mejor de su producción literaria, narra el proceso de maduración de Ernesto, un muchacho de 14 años, enfrentado a las injusticias del mundo adulto, pero también a las injusticias sociales y raciales, sobre todo, contra los comuneros o indígenas del mundo andino, donde impera la violencia racial, social y sexual, y una suerte de división del país entre dos mundos que conviven a pesar de sus diferencias: la indígena y la occidental, el de los hacendados explotadores y el de los indios sojuzgados por un sistema despiadado, discriminador y patriarcal.

La protesta indigenista alcanza su cúspide en El mundo es ancho y ajeno (1941) del también peruano Ciro Alegría. Esta obra voluminosa y densa se ocupa de la lucha tenaz, obstinada y valiente de la comunidad india de Rumi en contra de los avasallamientos de un hacendado vecino, quien, amparado por jueces corruptos y testigos falsos, quiere arrebatarles sus tierras para expandir su ya inmensa propiedad y convertir a los comuneros en peones de sus minas y cocales. La dureza de las escenas, con indios levantados en armas y la brutal represión por parte de la guardia civil, se compaginan con un análisis de las estructuras políticas que hacen de los personajes, por su condición social y extracción racial, elementos integrados en clases sociales antagónicas, nada menos que en un país donde los blancos y mestizos son los patrones, a diferencia de los indios que constituyen la vasta capa de peones y pongos.

Los autores de la corriente indigenista abogan a favor de los indios, asumiendo una posición política que los identifica con las naciones indígena-originarias. Algunos resaltan los temas sobre la explotación, marginación, pobreza y el choque entre la cultura hispana y la indígena. En el caso de los autores bolivianos, el eje argumental de sus obras gira en torno a la servidumbre de los indígenas a través del pongueaje, como en Surumi (1943) o Yanakuna (1952) del cochabambino Jesús Lara, quien tiene a los campesinos vallegrandinos como protagonistas centrales de sus novelas que, tanto por el contenido como por el tratamiento del tema, son obras de protesta y denuncia social.

Su novela Yanakuna, vinculada a la problemática social del indígena, pone de manifiesto el sufrimiento de los indios que son discriminados, tratados como esclavos y abusados sexualmente por los patrones. Asimismo, expresa las ansias de liberación del campesino quechua que buscan defender sus derechos y su dignidad humanas, frente a los terratenientes que se aprovechaban de la fuerza de trabajo para la producción agrícola, trabajando en tierras que les fueron arrebatadas a lo largo de la historia; una temática recurrente en varios autores nacionales, sobre todo, si se considera que en Bolivia, hasta mediados de siglo XX, se contaba con un sistema agrario latifundista caracterizado por una desigual tenencia de la tierra y condiciones de trabajo de tipo semi-feudal. Aproximadamente el 4% de la población era propietaria del 70% de la tierra productiva. Los indios no tenían más que una pequeña parcela, asignada por el hacendado, para el cultivo y la supervivencia, a cambio de una diaria prestación laboral en la hacienda, donde debían ofrecer servicios personales remanentes de la época colonial a la familia del hacendado.

De otro lado, cabe señalar que los autores de la corriente indigenista no pertenecían a las culturas originarias, aunque actuaban como portavoces de las culturas oprimidas que no podían levantar la voz, salvo José María Arguedas, quien, a pesar de haber sido mestizo de nacimiento, convivió con los sirvientes indios de la hacienda, donde modeló su personalidad y asimiló el quechua como su lengua materna; factores que le permitieron penetrar en el alma de los indígenas, expresando de manera poética la realidad, folklore, tradición y cosmovisión del mundo andino.

La literatura en lenguas indígenas-originarias apareció recién en las últimas décadas. Los escritores han accedido a la escritura en sus lenguas autóctonas y han producido diversos textos tanto en verso como en prosa. Esta literatura, sin lugar a dudas, refleja no solo el pensamiento y sentimiento de cada creador, sino que está impregnada de la sabiduría de las culturas originarias, de la tradición oral, la filosofía de los ancianos y el imaginario ancestral hecho con la armonía y la belleza que posee cada cultura. Sin embargo, se espera que en el presente y el futuro surjan nuevas voces, desde el seno mismo de las culturas originarias, para narrar con elementos estilísticos y patrones culturales de las naciones y pueblos indígena-originarios. 

domingo, 6 de marzo de 2022

A VÍCTOR MONTOYA 

Grover Cabrera García (*)

Mientras el Tata Inti, dios andino, festejaba su solsticio de invierno,

el Tío de la Mina, desde los socavones mineralizados de su averno,

esperaba el nacimiento de su fiel servidor y escribano,

de su devoto narrador, elegido por el taciturno arcano.

 

Así fue. Un veintiuno de junio de hace más de cinco décadas

nació Víctor, bendecido por el Illimani y sus astas nevadas,

que en perpetua relación rocosa fue presentado

a la montaña Llallagua, como su mimado.

 

Desde niño fue atrapado por los postulados de la dialéctica

marxista, por el dolor del pueblo y por la magia ecléctica

del Tío de la Mina, que le permitieron pensar diferente

y desarrollar el arte de escribir a favor de su gente.

 

La opresión y represión de sus cancerberos, los militares,

que con su Plan Cóndor, le permitieron volar por los altares

majestuosos de la creatividad y de la imaginación,

revelando la caída del capitalismo y su degeneración.

 

LA SEGUNDITA PARA VÍCTOR 

Fue acunado por el níveo poncho del Illimani,

revestido por el ropaje

del dolor, sangre y luto del pueblo trabajador.

Adoctrinado por las páginas

revolucionarias del socialismo marxista.

 

Fue encarcelado por las hordas represivas

del capitalismo criollo.

Donde los barrotes de acero, si bien apresaron

su cuerpo físico,

jamás laceraron su mente, ni su corazón.

 

Entre cuentos, novelas y relatos vivenciales

denunció a los cuatro vientos

el dolor y sufrimiento del pueblo trabajador

que jamás se sintió rendido

ante la vil arremetida de los lacayos del imperio.

 

Con el grito de liberación nacional,

encajado en su pluma creativa

y con el Tío de la Mina a cuestas, Víctor pasea

por el mundo nuestra cultura

milenaria, ancestral y plurinacional. 

(Llallagua, 27/9/2016) 

*Poeta y narrador llallagueño.


viernes, 28 de enero de 2022

HÉCTOR BORDA LEAÑO, EL POETA SOCIAL DE BOLIVIA

Héctor Borda Leaño, autor de los libros premiados El sapo y la serpiente (1965), La Challa (1967)  y Con rabiosa alegría (1970), era un indiscutible defensor de la justicia social y los recursos naturales, y, aunque en su juventud militó en la Falange Socialista Boliviana (FSB) de Óscar Únzaga de la Vega, en su edad madura asumió como suyos los ideales del socialismo marxista. No en vano, después de haber sufrido varias veces la persecución y el exilio, pasó a militar en las filas del Partido Socialista Uno (PS-1), fundado por Marcelo Quiroga Santa Cruz en mayo de 1971.

La poesía social boliviana

Su larga trayectoria como político y poeta está avalada por quienes lo conocieron desde sus años mozos en Oruro, la ciudad donde nació y se proyectó como una de las figuras señeras de la poesía social de Bolivia, junto a Alcira Cardona Torrico, Alberto Guerra Gutiérrez y Jorge Calvimontes y Calvimontes. A mediados de los años 1940, se integró a la segunda generación del movimiento literario Gesta Bárbara, constituido por escritores e intelectuales inspirados por el simbolismo brutal y el compromiso social en el ámbito literario.

Amistad con Marcelo Quiroga Santa Cruz

Nunca olvidó su estrecha relación con el líder socialista, a quien admiraba y respetaba como a nadie en el panorama latinoamericano, no sólo porque lo impresionó, desde la primera vez que lo conoció, con su aguda inteligencia y su impecable retórica, sino también porque le impactó, en una casual tertulia de amigos, con sus versados conocimientos en poesía nacional e internacional. Todo esto me lo contó el mismo Borda Leaño, mirándome a través de sus lentes con el brillo de sus enormes ojos, apenas abordamos la vida política y el quehacer literario de Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien fuera una de las figuras emblemáticas en la recuperación de la democracia secuestrada por las dictaduras militares y una de las mentes más brillante de la intelectualidad boliviana.

Durante el periodo de la recuperación de la democracia y cuando el Partido Socialista Uno (PS-1) perdió a su histórico líder, quien fue asesinado y desaparecido en el golpe militar del 17 de julio de 1980, Héctor Borda Leaño, que por entonces se encontraba en Suecia, acudió a la convocatoria del PS-1 para ejercer como Senador de la república entre 1982 y 1985, aunque ya una década antes se había desempeñado como Diputado en la cámara baja del parlamento.

Encuentro de escritores en Estocolmo

Lo traté de cerca durante la realización del Primer Encuentro de Poetas y Narradores Bolivianos en Suecia, que se realizó en Estocolmo, a mediados de septiembre de 1991; ocasión que permitió conocernos mejor, conversar sobre temas de interés común y, sobre todo, ahondar en una entrañable amistad, que mantuvimos desde entonces por correo y llamadas telefónicas.

Recuerdo que la tarde que visitamos las instalaciones de la Sociedad de Escritores Suecos, nos detuvimos en el patio de la entrada y, decididos a aprovechar el sol que caía con todo su esplendor, nos acomodamos en un sitio para beber unas cervezas enlatadas y conversar a mandíbula suelta. Héctor Borda Leaño y Alberto Guerra Gutiérrez, que fueron contertulios desde la juventud, recordaron las veces en que, durante los gobierno de Víctor Paz Estenssoro y René Barrientos Ortuño, leían poesías subversivas en locales clandestinos, donde algunos mineros, con fusiles al hombro, hacían de centinelas en la puerta.

La poesía como arma de rebelión

Héctor Borda Leaño, alisándose los mostachos y arreglándose la visera de su gorra, afirmaba que las poesías no conocen barrotes que la encierren ni balas que la maten, porque son como las aves que vuelan más mientras más se las quiere atrapar. Alberto Guerra Gutiérrez, a tiempo de encender un Astoria que se llevó en una cigarrera desde Oruro, asentía con la cabeza, como coincidiendo con las palabras de su dilecto amigo y, mientras echaba bocanadas de humo, añadía que la poesía servía también como arma de rebelión en tiempos de dictadura; una definición que ponía de manifiesto el compromiso social asumido por estos dos poetas identificados con las luchas y aspiraciones de su pueblo.

Su retorno a Bolivia

Después supe que él, tras la muerte de su esposa, acaecida en la ciudad sureña de Malmoe, retornó a Bolivia, con las cenizas de su eterna y amada compañera, quien, desde el día en que decidieron formar una familia, lo acompañó en las buenas y en las malas, en los periplos del exilio y hasta en los momentos en que juntaban sus almas enamoradas al son de la música y las palabras, porque mientras Héctor Borda Leaño leía sus versos, luciéndose con su templada voz de presentador radial, su esposa le acompañaba con una música de fondo, arrancándole a la zampoña sus mejores melodías.

Este importante vate de la poesía social boliviana, que escribió hermosos versos dedicados a los mineros, los mitos, las leyendas y las tradiciones ancestrales, no dejó de cultivar una poesía sentimental y romántica, como la que plasmó en Poemas para una mujer de noviembre que, sin lugar a dudas, revela las virtudes, el amor y coraje de su señora esposa, quien no alcanzó a conocer la edición de esta obra, que fue publicada recién en 2013.

La prensa nacional, leída casi siempre en su versión digital y a través de la Red de Internet, me dio una grata noticia el día en que el Estado boliviano,  en reconocimiento a su larga y meritoria trayectoria, le otorgó la Medalla al Mérito Cultural Marina Núñez del Prado en 2010, junto al escritor Jesús Urzagasti y el poeta Antonio Terán Cabero, puesto que se  trataba de una distinción merecida para cualquier trabajador de la cultura, sea éste cultor de las artes, la música o las letras.    

La publicación de sus obras

Mayor fue mi alegría cuando supe que sus creaciones, reunidas en Poemas desbandados (1997) y Las claves del comandante (1998), fueron publicadas en Bolivia; dos poemarios que, en su gran mayoría, fueron escritos durante su estadía en Argentina y Suecia; dos poemarios que, como todos sus libros, demoraron en elaborarse en su mente, en salir de su tintero y en llegar a manos de los lectores, puesto que Héctor Borda Leaño correspondía a esa categoría de autores que escriben con paciencia, dedicación y gran sentido autocrítico, convencidos de que escribir buenos versos no es lo mismo que fabricar chorizos; por cuanto el poeta, sobre todo el verdadero poeta, hecho de hipersensibilidades e intuiciones lingüísticas, es capaz de trabajar con el lenguaje coloquial, pero también con el lenguaje que juega con las metáforas, las figuras de dicción y la prosodia de las palabras; recursos propios del género más exigente de la literatura, donde la belleza del poema depende de la sensibilidad y experiencia escritural del artista de la palabra escrita.

Otra vez rumbo a Suecia

Tiempo antes de que yo retornara a Bolivia, Héctor Borda Leaño hizo maletas y, apoyándose en el bastón que adquirió en La Paz, abordó un avión con destino a Suecia, probablemente porque este país escandinavo, que lo recibió con los brazos abiertos y solidarios cuando se asiló en 1977, y donde disfrutaba del cariño de amigos y conocidos, lo atrajo otra vez con sus encantos, su buena atención médica, su seguridad social y, claro está, porque en esas tierras de Odín, a cuyas sagas mitológicas Ricardo Jaimes Freyre le dedicó todo un libro en versos libres, residían sus hijos y nietos, junto a quienes exhaló el último suspiro de su vida; una vida que Héctor Borda Leaño la vivió con la pasión, la sabiduría y la intensidad propia de los grandes poetas.

Una entrevista inconclusa

Cierto día recibí una llamada telefónica del desaparecido político y poeta boliviano Héctor Borda Leaño (Oruro, 1927 – Malmoe, Suecia 2022); quien, luego de haber leído en Presencia Literaria una entrevista que le hice al poeta Pedro Shimose, en septiembre de 1991, me pidió entrevistarlo porque -según me manifestó con voz firme y lucidez intelectual-, tenía muchas cosas que decir respecto a la Celebración de los 500 años del llamado descubrimiento de América y, sobre todo, en torno a las verdades y mentiras de la literaria boliviana.

Yo accedí al pedido y, sin darle más vueltas al asunto, preparé un glosario de preguntas, no sé si buenas o malas, y se las envié por correo, puesto que yo no disponía de tiempo para visitarlo en su casa, ubicada en la sureña ciudad de Malmoe, y menos para entrevistarlo en directo. De modo que, desde entonces, me quedé esperando sus respuestas, con la ilusión de que sus ideas y sus experiencias echaran algunas luces sobre las tinieblas de la literatura boliviana.

Ahora que la prensa me trajo la escueta pero infausta noticia de su receso, acaecida en ese país portátil, poético e imaginario, que él cargaba en el bolsillo por donde iba, no tengo otro consuelo que quedarme con una entrevista inconclusa, cuyas preguntas eran las siguientes:

Los orígenes

1. ¿Dónde y en qué circunstancias transcurrió su infancia y su juventud?

2. ¿Cómo recuerda sus años de estudiante?

3. ¿Qué experiencias positivas puede rescatar del trabajo que desempeñó en los centros mineros, donde trabajó en el interior mina y, a la vez, como locutor de radio?

Actividad política y exilio

4. ¿Cómo explica su incursión en las filas de Falange Socialista Boliviana y su posterior transición hacia al Partido Socialista Uno, organización de la que fue uno de los co-fundadores junto a Marcelo Quiroga Santa Cruz?

5. ¿Cuántas veces y en qué países vivió exiliado?

6. ¿Qué nos puede contar de sus años como Senador de la República de Bolivia?

7. ¿Cuál es la opinión que le merece la personalidad política y literaria de Marcelo Quiroga?

Itinerario poético

8. ¿Cuáles son las causas que le motivaron a cultivar la poesía?

9. ¿Considera que es correcto decir que Ud. es uno de los poetas sociales más visibles en Bolivia, después de Alcira Cardona? De no ser así, ¿qué opinión le merece esta afirmación?

10. ¿Cree que es necesario que el escritor esté comprometido con los acontecimientos socio-políticos de su tiempo. Es decir, que el escritor sea un portavoz de una corriente política determinada?

11. ¿Es correcto que la crítica literaria en Bolivia lo ubique dentro de la segunda generación de Gesta Bárbara? En cualquier caso, ¿qué opina de los poetas de dicha generación?

 12. ¿Es justo decir en su caso que el político mató al poeta; por una parte, debido a que la actividad política le resto tiempo en la escritura y, por otra, debido a que son ya varios años que no ha vuelto a publicar una nueva obra?

13. ¿Qué proyectos tiene en materia literaria para el futuro. Sé que tiene inédito un diccionario quechua-inglés y varios poemarios?

14. Por último, ¿Cuáles son sus tres tesis fundamentales respecto a la celebración del llamado V Centenario del Descubrimiento de América?

Imágenes:

1. Héctor Borda Leaño.

2. Movimiento Cultural Prisma. Héctor Borda Leaño (sentado, der.).

3. Encuentro de escritores bolivianos en Estocolmo, 1991. Héctor Borda de pie, derecha.

4. Víctor Montoya, Héctor Borda Leaño y Alberto Guerra.

5. Héctor Borda Leaño, uno de los poetas sociales de Bolivia.

6- La challa, uno de los primeros poemarios de Héctor Borda Leaño.