lunes, 5 de septiembre de 2016


LAS DOS ETAPAS DE LA LITERATURA MINERA

La literatura boliviana, que durante mucho tiempo se mantuvo a la saga de la literatura hispanoamericana, estaba marcada por determinados acontecimientos históricos, como las rebeliones anticoloniales o la Guerra del Chaco, por un lado; y por una realidad sociopolítica vinculada a la tragedia indígena y minera, por el otro. Aunque la temática tratada por la narrativa boliviana tiene múltiples facetas, aquí nos limitaremos a definir, sin consideraciones exhaustivas ni pretensiones académicas, las dos etapas que caracterizan a la literatura de ambiente minero.

Cuando Simón I. Patiño descubrió la veta más rica de estaño en la población de Uncía, ubicada al norte del departamento de Potosí, se convirtió en el magnate minero más afortunado de todos los tiempos y entró en contacto con las empresas transnacionales, tanto inglesas como norteamericanas, para explotar el mineral que los indígenas proletarizados extraían del vientre de la montaña.

Se cuenta que las veta hallada por Patiño era tan pura y rica, que las rocas, sin necesidad de pasar por un proceso de previa concentración, podían ser transportadas directamente desde los socavones hasta el puerto de Antofagasta, en Chile, y desde allí en trasatlánticos hasta los hornos de fundición de la William Harvey, en Inglaterra.

Los mineros, que pasaron a formar parte del sistema de producción capitalista, constituyeron la clase social antagónica de la naciente burguesía nacional, conformada fundamentalmente por la oligarquía minero-feudal. En los centros mineros tuvo su origen el sindicalismo revolucionario y en las galerías se formaron los líderes obreros más influyentes de la nación. Los centros mineros, como Uncía, Catavi, Siglo XX, Huanuni, Potosí y Milluni, entre otros, fueron escenarios donde se cometieron masacres de lesa humanidad desde las primeras décadas del siglo XX.

Los mineros lucharon en las calles, fusil y dinamita en mano, contra los guardianes de la oligarquía minero-feudal y ellos decidieron la suerte histórica de la nacional oprimida. Sin embargo, a pesar de haber sido ellos quienes protagonizaron la revolución de 1952, fueron los partidos ajenos a sus intereses de clase, como el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), los que se aprovecharon de los triunfos alcanzados en las contiendas sostenidas contra los guardianes la oligarquía minero-feudal.

El sector minero, convertido en la columna vertebral de la economía nacional, influyó decisivamente en la literatura boliviana, cuya vasta producción está conformada por novelas, cuentos y poemas. Asimismo, la realidad minera fue un manantial del que bebieron no sólo los poetas y narradores, sino también los artistas plásticos, quienes retrataron la vida  miserable y dantesca de las familias mineras, que poblaron los campamentos construidos alrededor de las bocaminas abiertas en las montañas como el bostezo de monstruos petrificados.   

Los escritores de noveles y cuentos mineros, en un afán por reflejar la miserable vida de los habitantes del altiplano y las inhumanas condiciones de trabajo de los trabajadores del subsuelo, tomaron partido por la causa de los mineros e hicieron eco de las reivindicaciones socioeconómicas planteadas por sus legítimas organizaciones sindicales, que nacieron de la necesidad de defender los derechos laborales de los obreros, que asumieron una conciencia de clase en torno a corrientes ideológicas que planteaban la abolición de la gran propiedad privada de las minas, que por entonces se encontraba en manos de los barones del estaño (Patiño, Hoschild y Aramayo), y la estructuración de una sociedad socialista que, bajo la conducción de los obreros y campesinos, consolidaría la justicia social y la liberación de los consorcios imperialistas, que no tenían otro interés que saquear los recursos naturales con el beneplácito de los gobiernos de la rosca minero-feudal.

En el ciclo de la literatura de ambiente minero, desde los albores de la estructuración de la industria estañífera, se distinguen inevitablemente dos etapas fundamentales: La primera estaba inspirada por el llamado realismo social, que fue acuñada por el arte y la literatura rusa tras la revolución bolchevique de 1917; es decir, la primera etapa de la literatura minera, escrita desde una perspectiva realista, tenía el afán de denunciar la despiadada explotación de los trabajadores. La segunda etapa, empero, se caracteriza por el manejo de las modernas técnicas narrativas y se circunscribe en la corriente literaria del llamado realismo fantástico que, además de rescatar las costumbres ancestrales y los ritos pagano-religiosos de los mineros, se ocupa de reflejar los sueños, tragedias y esperanzas de los trabajadores del subsuelo; es decir, la literatura minera, que empezó denunciando la explotación de los mineros, terminó rescatando los mitos, leyendas, consejas y tradiciones ancestrales de las culturas andinas.

Las dos vertientes, que ocuparon el tiempo y la dedicación de los estudiosos de la literatura nacional, no están separadas la una de la otra, sino que, simple y llanamente, son dos ramas de un mismo tronco, cuya única diferencia radica en el modo de tratamiento de una misma temática que, como es natural, tiene diversas aristas y planos, que se prestan a diversas interpretaciones, dependiendo de la perspectiva desde la cual se lo contemple y del modo como se lo trate en una obra literaria. Por lo tanto, no es lo mismo una descripción realista de un contexto social determinado que la descripción de ese mismo contexto con una combinación de elementos que fluctúan entre lo real y lo ficticio.

La literatura minera de la primera etapa, de un modo general, estaba marcada por el realismo social y cuya principal función era de protesta, reivindicación y denuncia del dolor humano de los desposeídos. De modo que, siendo una escritura de tesis, muy propio del panfleto literario, abordó la temática que nos ocupa más desde una perspectiva ética que estética.

Las obras literarias correspondientes a esta etapa marran la realidad minera de manera dura y descarnada. No es para menos, a principios del siglo XX, los mineros estaban sometidos a trabajos insalubres, con mísera paga, sin seguridad laboral ni ninguna de las ventajas de las que gozaron después de la nacionalización de las minas decretada en octubre de 1952.

Los escritores de la primera etapa de la literatura minera, que en su generalidad fueron intelectuales de clase media, pensaban que lo fundamental consistía en expresar a través de la literatura las necesidades socioeconómicas, políticas y culturales del proletariado como clase social. En consecuencia, el libro debía ser una suerte de instrumento político al servicio de los intereses del proletariado y debía cumplir la función de crear conciencia en torno a la explotación y la miseria de los mineros.


Entre las novelas destacadas del llamado realismo social, que abordan la temática minera desde el exterior de la mina, se encuentran En las tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza; Aluvión de fuego (1935), de Óscar Cerruto; Metal del diablo (1946), de Augusto Céspedes; Socavones de angustia (1947), de Fernando Ramírez Velarde; Mina (1953), de Alfredo Guillén Pinto; El precio del Estaño (1960), de Néstor Taboada Terán; Los Andes no creen en Dios (1973), de Adolfo Costa du Rels, entre otros. 

La segunda etapa está caracterizada por la reconquista de algo tan vital como los mitos, leyendas y costumbres ancestrales de los mineros. En este caso, los mineros no sólo son los sujetos de la lucha social, sino también los seres humanos que tienen sentimientos, sueños, pesadillas, tragedias, esperanzas, fantasías y supersticiones, habida cuenta que, además de ser los combatientes que luchan por conquistar sus reivindicaciones políticas, económicas y sociales, son individuos que comparten las mismas necesidades fisiológicas y emocionales con el resto de sus semejantes.

La ruptura con las influencias del realismo social se establece a partir los años 70 del siglo pasado, con escritores que no sólo hablan de la trágica situación de los mineros, sino también de sus mitos y creencias, aparte de que en esta segunda etapa empieza a trabajarse con más precisión tanto en el aspecto ético como estético de la obra; más todavía, las técnicas narrativas, desde las tradicionales hasta las experimentales, están mejor elaboradas y presentan la destreza propia de los autores de la moderna literatura boliviana. 

Algunos de los escritores como René Poppe, a diferencia de los intelectuales que ejercían como médicos, periodistas o profesores, incluso ingresan a trabajar en la Empresa Minera Catavi para escribir sus obras desde el interior de mina, desde la perspectiva de cómo es sufrir en carne propia la explotación a la que se refieren de manera superficial Ramírez Velarde en Socavones de angustia o Céspedes en Metal del diablo; es más, en la literatura minera de la segunda etapa se describe el medio natural del interior de la mina con mayor amplitud y se recrea la jerga coloquial de los mineros, con interferencias idiomáticas del quechua y el aymara, como se puede constatar en las novelas y el volumen de cuentos El koya loco (1973), de René Poppe. 

Otro aspecto esencial de esta segunda etapa es el rescate y la recreación del mundo mágico y mítico de las minas, cuyo personaje central constituye el Tío (dios y diablo en la mitología minera), ya que ninguno de los escritores que corresponden a la primera etapa, con obras enmarcadas en el contexto del realismo social, trataron el aspecto fantástico del ámbito minero; por ejemplo, el Tío no aparece retratado en Mina, de Guillén Pinto, ni en El precio del estaño, de Taboada Terán, ni En las tierras del Potosí, de Jaime Mendoza.

El Tío de la mina, que cobra vida en mi novela El Laberinto del pecado (1993), en Cuentos de la mina (2000) y Conversaciones con el Tío de Potosí (2013), es un personaje central en la cosmovisión andina y el eje fundamental en la mitología minera desde mucho antes de que se empezaran a explotar los yacimientos de estaño en Oruro y Potosí. El Tío de la mina está considerado como el ser protector de las familias mineras y su estatuilla es motivo de reverencias en las tenebrosas galerías, donde los trabajadores le rinden tributo y  pleitesía como una forma de preservar una de las tradiciones ancestrales más arraigadas en el imaginario de los mineros bolivianos, quienes conviven en simbiosis con las culturas ancestrales y la cultura occidental impuesta por los conquistadores. En la segunda etapa de la literatura minera, el mito y la realidad se funden en una suerte de historia que supera a la fantasía, ya que las costumbres, ritos y creencias ancestrales, con sus leyendas y sus mitos paganos, son tan dominantes como las costumbres del catolicismo occidental.

En síntesis, en la literatura de ambiente minero se distinguen dos etapas fundamentales; la primera marcada por el realismo social, cuya función era de denuncia y reivindicación; y, la segunda, marcada por el llamado realismo fantástico que, además de rescatar las costumbres ancestrales y los ritos pagano-religiosos de los mineros, se ocupa de reflejar sus sueños y pesadillas, sus tragedias y esperanzas. Por lo tanto, si bien en la literatura minera se empieza denunciando la explotación de los trabajadores mineros, se termina rescatando los mitos, leyendas y tradiciones. Entre esos mitos y leyendas se encuentra el Tío (Huari o Supay), quien, según la tradición minera, es el dios protector en los socavones y el dueño absoluto de las riquezas subterráneas. 

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