lunes, 23 de febrero de 2015


EN EL TEMPLO DEL SOCAVÓN

–¡Abran cancha, carajos! ¡Aquí viene Lucifer! –Vociferó el Tío, abriéndose paso entre los danzarines de la fraternidad de los diablos–. Soy el dueño de las riquezas minerales y el amo de los mineros, quienes se entregan a la danza y borrachera en cada Carnaval. Así olvidan por unos días la dureza del medio en el que viven y la precariedad de un trabajo que apenas sí les da para subsistir con dignidad... 

Los danzarines, apenas lo vieron entrar en el Templo del Socavón, se hicieron a un lado dejándole el paso libre, mientras la Virgen de la Candelaria, patrona de los mineros, no le perdía de vista desde el retablo principal, donde estaba el fresco representando su inmaculada imagen y por donde pasaban, una y otra vez, los promesantes en los días del Carnaval.

El Tío, batiendo su capa de luces como el capote de un torero, avanzó de manera resuelta hacia ella, se dejó caer de rodillas y dijo:

–Vengo a bailártelo mi diablada con fe y devoción, y, si no es un agravio contra la fe, vengo también a divertirme con las Chinasupay, quienes tienen los deseos más ardientes que las llamas del infierno, queriéndose tragar a los hombres como a leñas del monte.

La Virgen, con su pequeño hijo en el brazo izquierdo, la candela en la mano derecha  y luciéndose con sus mejores atuendos y alhajas,  lo miró desde arriba, escrutándole el traje de deslumbrantes reptiles y batracios, que en las hombreras de su capa lucían como animales hechos de querubines, zafiros y esmeraldas.

La Virgen sabía que el Tío era el indiscutible promotor y protagonista central del Carnaval de Oruro, donde bailaba a sus anchas, borracho y enamorado, con el látigo de vergajo en una mano y el cetro de mando en la otra, a modo de advertir a todos que jamás habrá fuerza humana ni divina que ponga frenos a la danza de los diablos, capaces de arrancarle chispas al empedrado con sus tacones más claveteados que las herraduras del caballo.
El Tío, de semblante feroz y cuernos puntiagudos como para rasgar la franela del reino celestial, recorrió hasta los pies de la Mamita K’achamosa, levantó la cabeza y, dirigiéndole una mirada encendida por luces infernales, le dijo:

–Vengo desde la eterna noche de mi reino, lleno de fervor y hondo pesar, esperando poder confesarte mis pecados de pendenciero, mujeriego y bebedor.

La Virgen, como si estuviese sorda, no escuchó los pedidos de quien suplicaba bendiciones para abrir las puertas de su corazón; por el contario, le clavó una mirada severa, parecida a la saeta de un cazador de bestias, y le reprochó:

Eres el ángel caído por haberte rebelado contra la palabra de Dios, eres el príncipe de las tinieblas y tentador del género humano. Te pareces al reptil que se deja amilanar por Satanás como por la flauta de un encantador de serpientes. Así que no vengas con que aquí lo puse y no aparece, pobre diablo...

El Tío levantó las manos, se cubrió la cara y pensó: ¡Oh, mierdas! La Mamita conoce mis debilidades como si me hubiese parido. ¡Ah, pobre de mí!

La Virgen, al verlo con los hombros encogidos como un pájaro alicaído, se inclinó ligeramente hacia él y, rozándole los cuernos con la punta de los dedos, le advirtió:

–Deja ya de blasfemar en la casa del Señor, criatura inmunda. De nada sirve que vengas de rodillas y seas tan ligero de mente como de lengua, porque sé que detrás de tu mano se esconde la zarpa de Satanás. Y, por si lo has olvidado, te recuerdo que se puede luchar contra todo y todos en este mundo, pero nunca contra la santísima Iglesia ni contra el infinito poder de Dios.

–Lo único que quiero es confesarte mis pecados y bailártelo mi diablada, Mamita del Socavón –suplicó el Tío, con una voz parecida el lamento de las zampoñas….

–No me supliques nada que nada puedo hacer por ti –dijo la protectora de los mineros–. Y, por último, ¡vete al demonio con tus diabladas!...

El Tío, sintiéndose atravesado por la misma sensación de quien entrega su alma al diablo antes de ser excomulgado de la santa Iglesia, se puso de pie, miró de un lado a otro, de arriba a abajo y, como todo aquel que no quiere llevar en la conciencia el inconmensurable peso de traición contra el supremo Creador, se metió a rezar en voz baja, apenas perceptible: 

Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo…

Bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre… –se escuchó un coro de voces en la nave mayor; eran los danzarines de la fraternidad de la diablada, quienes, postrados, zalameros, y sujetando su feroz máscara en las manos, rezaban con fervor y profunda fe en los milagros de la patrona de los mineros.

El Tío dejó de rezar y salió del Templo, cubriéndose el rostro con su capa de pedrería y abriéndose paso entre los danzarines hacinados en la casa del Señor.

Mientras los devotos volvían a persignarse, pronunciando a coro: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…, el Tío se alejó del Santuario de la Virgen del Socavón entre tamboreros, platilleros y soplalatas que, haciendo vibrar la Plaza del Folklore, interpretaban la música de la diablada al compás binario de dos por cuatro y ritmo marcial.

Así fue como el Tío, disfrazado con su traje de Lucifer, retornó a las entrañas de la Pachamama, convencido de que cuando se cierran las puertas del cielo, se abren las del infierno, donde uno cae, ¡zas!, así nomás, luego de ser empujado por un soplo divino hacia las crepitantes llamas del antro dominado por Satanás y sus siervos.

–Ésta no fue la primera ni la última vez que me reprochó la Mamita del Socavón –se dijo el Tío, sentándose en su trono de rocas minerales–, pero fue la primera vez que me recordó mis orígenes y me echó en cara las verdaderas intenciones de mi condición de pecador, la primera vez que bailé a medias mi diablada, la primera vez que dejé de aplacar el fuego de mis deseos con las caricias de las Chinasupay y, como si fuera poco, la primera vez que estalló mi voz estruendosa en el fondo de la mina, maldiciendo a la desconocida madre que me parió, con esta espantosa fealdad que, acepte o no la Mamita K’achamosa, adquiere la belleza de un Lucifer sólo en los días del Carnaval.

Está claro que el Tío, desde aquella vez en que sus súplicas de confesión fueron negadas por la Virgen del Socavón, se sintió como un pobre desgraciado en medio de sus riquezas minerales, exactamente igual que los mineros que, a pesar de bailárselo con alegría y devoción año tras año, siguen siendo pobres, y mientras más pobres, más devotos y fiestacuetillos.

De todas maneras el Tío, a diferencia de los mineros, tenía la capacidad de superar los sinsabores de este mundo y reírse de las trampas que le tendía la vida procurándole su estrepitosa caída. No en vano era el soberano de los mineros y el Lucifer más respetado del Carnaval de Oruro, y si no me creen, que me lo desmientan los directivos de la Asociación de Conjuntos del Folklore… ¡Qué carachos! 

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