viernes, 13 de febrero de 2015


CABEZA DE TURCO


En el apartamento del amigo Jorge Cuenca, boliviano de cepa y de gran corazón, encontré un libro que deslumbró mi interés apenas leí el título: Cabeza de turco. Acto seguido, mientras Jorge se deshacía en atenciones, le pregunté si acaso el título tenía algo que ver con esa expresión popular que convierte al turco en el blanco de las inculpaciones.

–No –contestó–. El libro trata sobre la situación de los inmigrantes turcos en Alemania y sobre el desprecio con que se trata al extranjero.

–¡Ah! –dije, acercándome al estante–. Entonces éste es el libro de Günter Wallraff, el Robin Hood urbano, quien pone en peligro a los fuertes y defiende a los débiles, y se disfraza de inmigrante para demostrar la xenofobia contra los turcos...

En efecto, el libro denuncia el maltrato y la explotación de los trabajadores ilegales, quienes, contratados por los traficantes de carne humana, son introducidos en trabajos eventuales como esclavos modernos.

A medida que leía la introducción, escrita por Rosa Montero, me imaginaba a Günter Wallraff transformado en turco, con finas lentillas de contacto, de color muy oscuro, una peluca negra encasquetada sobre su rala cabellera y chapurreando el idioma alemán.

La lectura del libro, por otro lado, me recordó al turco Alí, el amigo cargado de mucho oro en las manos y el cuello, que estudiaba sueco por las mañanas y trabajaba haciendo la limpieza por las noches.

Recuerdo que el turco Alí, quien venía a clases con los ojos colorados y vencidos por el sueño, me invitaba a comer kebab y tomar Fanta, porque en el Restaurante Jerusalén no servían cerveza por culpa del Corán y del puritanismo musulmán. Como fuere, con el turco Alí frecuenté las kebaberías de Estocolmo, hasta que la policía lo descubrió desprovisto de documentación legal y acabó por expulsarlo del país.

El libro de Günter Wallraff es un buen alegato del periodista audaz, dispuesto a ser el otro, el inmigrante, para someterse a las pruebas de fuego y denunciar, desde el lugar de los hechos, las injusticias que los empresarios cometen contra los trabajadores extranjeros, pues son pocos los periodistas capaces de introducirse como topos en el submundo de los inmigrantes ilegales que, debido a la discriminación estructural del sistema, habitan en zonas urbanas parecidas a los guetos, sin fregadero, ducha ni baño higiénico, y trabajando varias horas por día en condiciones inhumanas, sin máscara antigás, casco de protección ni seguridad social.

Günter Wallraff describe no sólo el mundo dantesco de los trabajadores ilegales en Alemania, sino también el desprecio con que se trata al extranjero en las calles y los bares. No en vano en una de las páginas se lee cómo un hombre, clavando una navaja en el mostrador del bar, le increpa a un inmigrante: ¡Cerdo turco de mierda, lárgate de una vez!  

Estas palabras, como muchas otras, las reconocía en mi propia experiencia. Así, cuando estudiaba en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, escuché en boca de uno de los catedráticos el siguiente comentario: En este instituto –dijo– los latinoamericanos comen en la mesa, los griegos la limpian y los turcos friegan los platos. Lo miré pasmado. No podía creer que un académico tuviera la mente tan estrecha que, en lugar de inspirar respeto, provocaba lástima y repulsión.

Durante mi práctica, en una escuela del barrio cosmopolita de Rinkeby, escuché en boca de varios niños la palabra turco, como apelativo aplicado a cualquier alumno cuyo comportamiento era reprochado tanto en la clase como en el recreo. Es decir, los niños aprendieron a buscar al cabeza de turco para echarle la culpa de todos los males.

Luego de prestarme el libro de Günter Wallraff y despedirme de Jorge Cuenca, me senté en el autobús junto a un muchacho de mostachos al estilo Emiliano Zapata y un collar enorme sobre el pecho. Me dijo que era chileno y, al ver el libro en mis manos, me pidió enseñarle el título. Se lo puse cerca de los ojos y, mientras él leía con el ceño fruncido, como si una llama se le hubiese encendido en su interior, le comenté que el protagonista del libro era un periodista alemán que se hacía pasar por turco y que, cada día al volver a su casa, constataba que el asiento contiguo estaba siempre vacío, así el autobús estuviese repleto de pasajeros.

–A mí también me pasa lo mismo –dijo esbozando una sonrisa que pronto se le enfrió en el rostro–. Hay días en que nadie se sienta a mi lado, quizá, porque tengo el aspecto de turco o, quizá, porque estos concha su madre creen que tengo un fuerte aliento a ajo y un cuchillo en la mano.

–No te preocupes por eso –le repliqué a punto de apearme del autobús–. A veces más vale ser cabeza de turco que cabeza de chorlito...

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