jueves, 18 de diciembre de 2014


HOMENAJE A LOS MINEROS DE BOLIVIA

En este nuevo aniversario del Día del Minero Boliviano, instaurado en memoria a los caídos en la masacre de Catavi, el 21 de diciembre de 1942, quiero rendirles un homenaje personal a los hombres y las mujeres que, enfrentándose heroicamente a las tropas militares al servicio de los regímenes anti obreros, ofrendaron su sangre por una causa justa, por reclamar mejores condiciones laborales y de vida; una constante del sindicalismo combativo que ha dado magistrales lecciones de dignidad y de lucha.

Ya lo dije en repetidas ocasiones: los mineros han marcado a fuego mi vida y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia revolucionaria y les estoy eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros que forjaron mis ideales de justicia y ellos me enseñaron que la palabra libertad no es un concepto abstracto, sino un derecho fundamental que se debe conquistar para vivir en una sociedad más armónica y equitativa, donde todos seamos iguales y nadie sea más que nadie.

Los mineros, desde que tengo uso de razón, han estado presentes en mi mundo familiar, en el fondo de mi corazón y han poblado mi mente con sus testimonios personales, con los cuentos vividos y sufridos al fragor de la miseria, con los triunfos y las derrotas inherentes a la lucha de clases, donde los proletarios, armados con los principios ideológicos del socialismo, se constituyeron en la vanguardia de un pueblo decidido a romper con las cadenas de la opresión, impuestas por el imperialismo y sus cipayos nativos.   

En mi infancia, que transcurrió en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, me sentí impactado por el asesinato de mi tío César Lora, acaecido en julio de 1965, y por la desaparición de mi vecino Isaac Camacho, en julio de 1967; dos líderes obreros que fueron víctimas de la CIA y del gobierno dictatorial de René Barrientos Ortuño. El cobarde asesinato de estos luchadores del sindicalismo nacional, me enseñó que el camino hacia la libertad estaba sembrado de peligros y que, a veces, era necesario sacrificar la vida para alcanzar el sueño soñado y abrir las grandes alamedas de la libertad.  

Otro episodio que gravitó en mi vida de manera decisiva, para que asumiera también como mía la lucha de los trabajadores, fue la masacre minera de San Juan, acaecida en la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando yo tenía nueve años de edad; una tragedia que me tocó las fibras más íntimas y me convirtió en uno de sus testigos. Aún conservo en la memoria, como un recuerdo vivo y fulgurante, los incidentes de ese emblemático acontecimiento histórico, que comenzó siendo una fiesta y terminó siendo una tragedia. Las tropas militares hicieron gala de su brutalidad sanguinaria y las familias mineras lloraron a sus muertos entre velos teñidos de sangre.

En mi adolescencia he andado y desandado por la pampa María Barzola, unas veces cuando cruzaba el río por el puente colgante para ir a ver las películas que exhibían en el Teatro Simón I. Patiño, que el magnate minero hizo construir con bloques de piedra labra enfrente del ingenio de procesamiento de minerales de Catavi; y, otras veces, cuando iba a los balnearios de aguas termales, donde las familias mineras se daban cita para ingresar al baño turco, casi siempre reservado para los técnicos de la empresa, o al baño obrero, destinado a los trabajadores de bajo rango en la escala laboral.   

En el ciclo intermedio Junín, cuyo edificio estaba construido cerca de una enorme cruz plantada en un pedestal de cemento, donde había una lápida en cuyo epitafio se recordaba a los caídos en la masacre minera de 1942, cursé el séptimo grado escolar y aprendí a declamar los versos de El pájaro revolucionario, del eximio poeta tarijeño Óscar Alfaro. Años más tarde comprendí que mi maestra de lenguaje, que puso en nuestras manos las poesías de compromiso social del poeta de los niños bolivianos por excelencia, estaba también comprometida con la causa de los desposeídos y que su labor pedagógica, basada en los preceptos educativos de Paulo Freire, tenía la función de concientizar a los estudiantes por medio de la palabra escrita, cuya máxima expresión está en los versos capaces de sintetizar los pensamientos y sentimientos de un pueblo que, entre los flujos y reflujos de los acontecimientos sociales, lucha por conquistar la libertad y enarbolar las banderas de la justicia social.

Cuando me hice dirigente de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, no dudé un instante en que uno de nuestros deberes era apoyar la lucha de los trabajadores mineros, que en su gran mayoría eran nuestros padres, y actuar mancomunadamente junto a las valerosas amas de casa, que en su gran mayoría eran nuestras madres. Así aprendí que el sindicalismo revolucionario era la savia que mantenía viva las esperanzas de construir un mundo diferente al que nos ofrecía el capitalismo salvaje. Aprendí también mucho de las amas de casa, quienes, además de cumplir con las tareas del hogar, se daban tiempo para participar en la vida sindical junto a sus hijos y maridos.

A mediados de los años 70, en plena dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, compartí la resistencia organizada junto a los dirigentes mineros del sindicato de Siglo XX, quienes me enseñaron en la práctica -con su moral de lucha, su convicción ideológica  y su estoicismo inquebrantable ante las adversidades- que no se debe claudicar antes de haber librado la batalla.

Con doña Domitila Barrios de Chungara coincidí en las asambleas convocadas en la Plaza del Minero, en el Congreso de Corocoro, en mayo de 1976; en el interior de la mina, donde nos refugiamos durante la intervención militar; y algunos años más tarde, ya en la diáspora del exilio, volvimos a reencontrarnos en la ciudad de Estocolmo, donde organizamos una marcha de protesta contra el sangriento golpe militar que, en julio de 1980, protagonizaron Luis García Meza y Luis Arce Gómez, financiados por los narco-dólares y secundados por un grupo de paramilitares que tenían órdenes de liquidar físicamente a los agitadores de la izquierda, como lo hicieron con Marcelo Quiroga Santa Cruz y otros mártires del movimiento obrero y popular. 

No cabe duda de que en las aulas del ciclo intermedio Junín, ubicado en la pampa donde cayó María Barzola envuelta en una bandera tricolor y bajo una lluvia de balas, y donde se firmó la ley de nacionalización de las minas el 31 de octubre de 1952, nació mi interés por cultivar la literatura de ámbito minero, convencido de que la literatura tenía la fuerza de reflejar, con mayores o menores aciertos, la realidad social y el realismo fantástico de un mundo lleno de socavones y topos humanos, donde las epopeyas de las luchas sociales se amalgamaban con los mitos y las leyendas de la tradición oral.  

Las consejas mineras que escuché desde niño, unas veces con temor y otras veces con regocijo, estimularon mi fantasía y mi interés por narrar historias en torno a la imagen mitológica del Tío, que representa el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre las creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores. El Tío, tanto en el imaginario popular como en mis textos literarios, es el amo de los mineros y el guardián protector de las riquezas minerales. Es dios y diablo en la cosmovisión andina, una auténtica deidad en la que depositan sus esperanzas los trabajadores del subsuelo, quienes le temen con cariño y le rinden pleitesía ofrendándole cigarrillos, hojas de coca y botellas de aguardiente.

Por todo lo mencionado, y en conmemoración a la masacre perpetrada en la pampa María Barzola en diciembre de 1942, rindo mi más ferviente homenaje a los mineros bolivianos y espero que mi modesta obra literaria sea el mejor tributo a su memoria histórica. Por eso escribo sobre la temática obrera y sus asuntos, con un deseo y sentimiento que nacen desde lo más hondo de mi corazón, pues todo lo que sé, como ya se los manifesté, se los debo a los trabajadores mineros de Bolivia.  

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