lunes, 26 de agosto de 2013


JOSÉ ESTAY JELDRES,
UN CAMINANTE ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA

El día que lo visité a José Estay Jeldres en su trabajo, me enseñó esta fotografía tomada en el desierto arenoso y pedregoso de Palpa, a cuatrocientos kilómetros de Lima.

–A mí me impactó muchísimo el desierto, donde muchos creen que no existe vida –dijo, y luego prosiguió–: En los caseríos más olvidados del Perú instalé centros sanitarios y levanté escuelas para estos niños que no tienen pan que llevarse a la boca.

Volví la mirada sobre la fotografía y le pregunté:

–¿Qué es lo que más te impresionó en esta niña?

–Los ojos –contestó–. Los ojos son espejos que reflejan la tristeza o la alegría. Los ojos lo dicen todo…

En efecto, esta niña, de pelo desgreñado, descalza y vestida con un camisón que parece hecho de suciedad y de tiempo, tiene una mirada triste que le nace desde el fondo del alma. Sus manos, sus pequeñas y ajadas manos, se abren implorando la ayuda del fotógrafo, quien levanta la cámara para destacar el rostro de la niña y darle un efecto que nos acerque más a la realidad que, en ese instante, percibe con sus cinco sentidos, pues las fotografías de José Estay Jeldres nos hablan en primera persona, con esos aires y gestos retorcidos de lo espontáneo. Algo más, en el ángulo izquierdo de esta fotografía asoma la tímida sombra de un perro, cuya cabeza se proyecta en el suelo pedregoso, rompiendo con el calor sofocante del desierto.

–La fotografía es un arma de denuncia social y la cámara un dispositivo que permite retener el tiempo y testimoniar una realidad –dice, y aclara–: Sin embargo, no estoy recopilando mendicidad, sino una verdad que habla por sí misma, porque en el rostro de esta niña, como en los ojos de una mujer indígena, se puede reconocer América Latina, donde no hace falta buscar los motivos, porque éstos están en todas partes.

Desde luego, las fotografías de estudio no existen en el vocabulario de este artesano de la luz y la sombra, quien, para remarcar su compromiso con los desposeídos y maltratados, sostiene que sus imágenes giran en torno al tema de la mujer y los niños. Y cuando alguien le pregunta:

–¿Por qué?

La respuesta es siempre la misma:

–Porque las mujeres y los niños son los que más sufren…

José Estay Jeldres (1949 - 2012), nació al sur de Chile, en el seno de una familia pobre pero digna, y, aun siendo de ascendencia vasca y alemana, se identificó desde siempre con los mapuches, a quienes los considera sus hermanos y compañeros de lucha.

–Cuando salí de mi casa, tenía 11 años de edad, unos zapatos con agujeros y una maletita de mimbre. Lo hice porque vivía en condiciones precarias y porque mis padres no podían ya sostener una familia con trece hijos. Tomé un tren y me fui rumbo a Santiago. Allí conocí a César Antonio Pacheco, un caminante peruano que llegó de Argentina, con la mochila llena de anécdotas personales y crónicas de viajes, que me fascinaron de inmediato y me volvieron a arrancar de mi vida sedentaria.

Así comenzó su largo recorrido por América Latina en afán de conocer gente, de conocer la vida y conocerse a sí mismo. Cruzó los Andes de sur a norte, de este a oeste, adaptándose a la diversidad y austeridad de sus climas, su topografía y hasta su alimentación. En las alturas ha sufrido el punazo y el soroche. Se ha quedado impresionado con la belleza telúrica del altiplano, con los espectaculares ríos que arrastran abundantes piedras y se precipitan desde las cumbres a lo largo de cañadas o paredes rocosas. Varias veces se reencontró con su Chile natal, ha constatado la miseria en el Perú, la tragedia de los indígenas en el Ecuador y ha contemplado la grandeza precolombina en Bolivia, mientras su cámara seguía registrando la imagen de un continente que bosteza de hambre y clama justicia a los cuatro vientos.

José Estay Jeldres está resignado a asumir el epíteto de vagabundo. Su camino está ya trazado y no puede cambiar de destino. No necesita riquezas ni jaulas doradas que lo asfixien. Le basta con tener dos cámaras fotográficas, una mochila equipada, un saco de dormir, unas botas de campaña y su férrea voluntad de viajero; esa savia que le ayuda a respirar y sobrevivir en medio de la nostalgia y la soledad. No hay nada que lo ate a Suecia, salvo su familia, trabajo y, por supuesto, las bondades de esta sociedad del consumo, deslumbrante y adormecedora, que le permiten desarrollar su trabajo de solidaridad con los más necesitados de allende los mares.

Por lo demás, este ser aquejado por su corazón tan grande como el amor por el prójimo, no quiere que los amigos le levanten monumentos, sino que, simple y llanamente, pasen por las galerías donde expone sus fotografías, para que se convenzan de que los rostros de esas mujeres y niños, que nos miran desde las paredes con el semblante de tristeza y desesperanza, no son imágenes que destacan la parte estética de una realidad, sino las múltiples caras de un continente, donde José Estay Jeldres halló el mayor motivo de su vida y el mejor tema para documentar su obra hecha de luz y de sombra. 

martes, 13 de agosto de 2013

MARÍA JOSEFA MUJÍA,
LA PRIMERA POETISA DEL ROMANTICISMO BOLIVIANO

María Josefa Mujía (Sucre, 1812-1888), conocida también como la Ciega, escribió versos de dolor y de tristeza en la intimidad de su hogar. Sus biógrafos dicen que perdió la vista de tanto llorar la muerte de su padre a los catorce años de edad. Tenía una formación autodidacta y una inclinación natural a la versificación; único medio que le permitía transmitir con energía y precisión los sentimientos que le nacían desde lo más hondo de su ser.

María Josefa Mujía, considerada la primera poetisa boliviana, alimentó su intelecto y su fantasía de la mano de su hermano Agustín, quien, además de leerle las obras de los clásicos del romanticismo español y francés, le dedicó su tiempo durante veinte años, prácticamente hasta el día en que él falleció en 1854. Desde entonces, y por cerca de treinta cuatro años, la poetisa chuquisaqueña llevó una vida en soledad, privada del amor fraternal y sincero que le unía a su hermano, a quien le dictaba sus versos bajo la recomendación de no revelar jamás este secreto. Sin embargo, conmovido por la temática de los poemas, Agustín faltó a la promesa y se los enseñó confidencialmente a un amigo. Ello bastó para que se divulgase la condición poética de María Josefa Mujía, ya que, poco tiempo después, su poema, La ciega, apareció publicado en el periódico “Eco de la Opinión” de su ciudad natal.

El poema, que se supone dictó hacia 1850 y cuando frisaba aproximadamente los treinta y ocho años de edad, retrata la particular situación existencial de la autora, con un pesimismo que estrangula el corazón y un negativismo que oscurece la razón: Todo es noche, noche oscura,/ Ya no veo la hermosura.../ Ya no es bello el firmamento;/ Ya no tienen lucimiento/ Las estrellas en el cielo,/ Todo cubre un negro velo,/ Ni el día tiene esplendor,/ No hay matices, no hay colores/ Ya no hay plantas, ya no hay flores,/ Ni el campo tiene verdor.../ Lo que en el mundo adorna y viste;/ Todo es noche, noche triste/ De confusión y pavor./ Doquier miro, doquier piso./ Nada encuentro y no diviso/ Más que lobreguez y horror.../ Y en medio de esta desdicha,/ Sólo me queda una dicha/ Y es la dicha de morir.

No cabe duda de que estos versos, cargados de la insondable melancolía de un ser sensitivo y delicado, retratan de cuerpo entero a su autora, revelándonos tanto la naturaleza de un dolor sin consuelo como la soledad de su espíritu, debido a una insuficiencia que la apartó de la vida social y la condenó a asimilar los conocimientos literarios sólo de oídos, pero que, empero, no la impidió componer poemas que despertaron el interés de varios críticos como Gabriel René Moreno y el español Marcelino Menéndez y Pelayo, los mismos que, impactados por la calidad de su poesía y su situación de invidente, le dedicaron comentarios elogiosos en la prensa nacional y extranjera.

María Josefa Mujía, en el panorama de la literatura boliviana, corresponde al periodo del romanticismo, que tuvo lugar durante el siglo XIX; una época en la cual destacaron Manuel José Cortés, Mario Ramallo, Daniel Calvo, Néstor Galindo, Adela Zamudio, Ricardo Mujía, Manuel José Tovar y Nataniel Aguirre, entre otros. Se trataba de una generación de escritores que no sólo exaltó un espíritu de individualismo y subjetivismo sentimental, sino que también se movió inspirado por las ideas libertarias y las luchas anticolonialistas gestadas por los movimientos sociales y políticos que se desarrollaban tanto en Europa como en Latinoamérica.

A María Josefa Mujía, de corazón tierno y sensitivo, le tocó vivir la época en que los escritores, oponiéndose a la ilustración, el clasicismo y la revolución industrial, criticaban a las tiranías encaramadas en el poder, mientras se identificaban con las aspiraciones libertarias y se convertían en genuinos portavoces del clamor popular. Claro está que los poetas románicos, cansados de la búsqueda de la verdad y la razón, decidieron abrazar la belleza y la verdad, pero, sobre todo, se preocuparon por darle mayor sentido a los aspectos emocionales del ser y abogaron por el retorno del hombre a la naturaleza. Algunos poetas románticos, que despreciaban abiertamente el materialismo burgués y pregonaban la sencillez, fueron arrinconados por el avance avasallador del sistema capitalista, que los condujo a acabar con su vida mediante el suicidio; una medida extrema que simbolizaba de algún modo el descontento en una época en que los valores materiales parecían sobreponer a los valores humanos.

La poetisa chuquisaqueña, a diferencia de sus colegas varones que eran mitad escritores y mitad políticos, se encerró en su mundo privado y, a pesar de estar alejada de la vida pública, expresó abiertamente su admiración por los padres de la patria, quienes crearon la República por sobre los intereses del colonialismo español. Aquí es donde María Josefa Mujía cumplió con su misión social y moral; primero, porque creía que la belleza era verdad y, segundo, porque rescató los valores más nobles del ser humano. No en vano en su poema Bolívar, escrito en circunstancias hasta hoy desconocidas, le dedicó versos de simpatía y admiración al Libertador de cinco naciones americanas: Aquí reposa el ínclito guerrero:/ Bolivia triste y huérfana‚ en el mundo,/ Llora a su padre con dolor profundo,/Libertador de un hemisferio entero.../ Al resplandor de su invencible acero,/ Cayó el león de Iberia moribundo;/ Nació la libertad, árbol fecundo,/ Al eco de su voz temible y fiero.../ Honra a la historia y enaltece al hombre/ ¡Bolívar! genio de eternal memoria,/ Nombre que dice: ¡Libertad y gloria!

María Josefa Mujía experimentó también las ataduras sociales y morales de una época en que la mujer estaba condenada a vivir recluida entre las cuatro paredes del hogar, dedicada al cuidado de sus atributos femeninos y a los quehaceres domésticos, aparte de estar sometidas a los caprichos del varón, el mismo que, amparado por la cultura patriarcal y la doble moral religiosa, tomaba las decisiones sobre los aspectos concernientes a las superestructuras de la sociedad. Por entonces no era fácil ser mujer y mucho menos una mujer intelectual que, a tiempo de gozar de los mismos derechos que el hombre, influyera en el destino de la nación. Quizás por eso, y en despecho de su entorno social, decidió alejarse de los compromisos convencionales.

Lo curioso de esta romántica boliviana es su rechazo a vivir en pareja con el amor de su vida. No contrajo matrimonio ni formó familia. Su alma se cerró a uno de los sentimientos que más inspiró a los románticos de todos los tiempos; más todavía, en su poema, Al amor, calificó este sentimiento de ídolo falso que el mortal adora, sinónimo de muerte, veneno y amargura. Ella, que se ufanó de haber conservado su corazón ileso y libre del amor, afirmó en otros versos: Si mi mejilla en llanto se humedece/ Y si en el corazón hay amargor,/ Si en la angustia, la dolencia crece,/ No es del acíbar de tu copa, amor.../ ¡No te conozco, y de esto me glorío!/ Tu nombre odioso escucho con horror,/ Y al ver que causas males mil, impío,/ Te dice el labio: ¡Maldición, amor!.../ Sé que el interés te vence, abate, humilla;/ Sé que los celos te dan gran temor;/ Sé que el mortal te inclina la rodilla./ ¡Yo te desprecio y te maldigo, amor!

Si en su famoso poema La ciega revela la sombra de su vista y su alma, en un afán de encontrar la luz y la paz sólo en los brazos de la dama sombría que es la muerte; en su poema Al amor destila la amargura, la desilusión y el sentimiento de quien se sabe encerrada en un horrible cautiverio, donde no se siente la presencia de Dios sino de la desesperanza y el dolor. Aun así, su poesía resalta la conciencia del Yo como entidad autónoma y crea un universo propio de acuerdo a las circunstancias y necesidades que rodearon su situación existencial, compuesta de escenarios lúgubres y sentimientos de honda melancolía, como quien cumple al pie de la letra las aspiraciones profundas de los poetas más románticos de su época.

jueves, 1 de agosto de 2013


FRANZ TAMAYO, EL INSIGNE POETA BOLIVIANO

Escribir una apretada síntesis sobre una de las figuras más descollantes de la literatura boliviana parece fácil, pero resulta una tarea difícil, debido a su personalidad polifacética y a la complejidad de su prolífica obra que, hasta el día de hoy, sigue siendo motivo de interpretaciones y controversias.

Sobre la vida y la obra de Franz Tamayo se han escrito sendos libros, pero ninguno logra atraparlo en su verdadera dimensión, que es la de un genio alzándose como una cumbre en medio de la planicie intelectual de su medio, donde algunos lo consideran un simple mortal de carne y hueso, con virtudes y defectos; en tanto otros lo mantienen en un pedestal, convirtiéndolo en un mito y hasta en un tabú.

A tiempo de dedicarle esta líneas, quiero dejar constancia de que la obra de Tamayo es una de las joyas mejor pulidas en el cofre literario de un país que, a pesar de la desidia y los cercos de silencio que soportó durante siglos, aprendió a distinguir las luces de la genialidad en medio de las tinieblas. Asimismo, por razones didácticas y sentido común, he optado por dividir su trayectoria en tres facetas: la familia, el político y el poeta.

La familia

Franz Tamayo nació en la ciudad de La Paz el 28 de febrero de 1879 -en pleno conflicto internacional con Chile-, y murió en la misma ciudad el 29 de julio de 1956. Fue el primogénito del abogado, político y diplomático Isaac Tamayo Sanjinés, quien, después del desastre de la Guerra del Pacífico, partió rumbo a Europa con sus propios recursos, como lo haría años más tarde, estableciéndose en París con su familia durante la revolución federalista de 1899.

Según sus biógrafos, Isaac Tamayo Sanjinés sirvió al gobierno de Hilarión Daza y llegó a ser Prefecto de La Paz y Ministro de Hacienda del presidente conservador Aniceto Arce. Aunque fue un estudioso entroncado en el gamonalismo, tuvo certeros atisbos sobre el problema del indio, al que consideraba, a pesar de las corrientes racistas y anti-indigenistas profesadas por las clases dominantes de la época, el núcleo fundamental de la nación boliviana. Su obra sociológica “Habla Melgarejo” (1914), firmado con el seudónimo Thajmara, explaya la tesis fundamental de que el tirano fue el producto de la sociedad boliviana, de todos sus vicios y no un hecho accidental.

Franz Tamayo asimiló desde su infancia las ideas y experiencias de su padre, el mismo que, consciente de la aguda inteligencia y la enorme capacidad asimilativa de su primogénito, le procuró una educación privada de humanidades, con asignaturas que incluían lecciones de piano, alemán, inglés y francés.

De su madre, doña Felicidad Solares, se sabe poco y lo poco que se sabe es que fue una mujer de sangre indígena y dedicada íntegramente a la crianza de sus siete hijos. Mas por el amor y la admiración con que Franz Tamayo se refiere a ella, se deduce que, a través de sus sentimientos maternales y hablándole en la dulce lengua de sus antepasados, le transmitió la sensibilidad para captar las vibraciones de la naturaleza, la belleza del paisaje altiplánico, la nobleza de una raza injustamente menospreciada por los colonialistas; pero, ante todo, con ella aprendió a sentir orgullo por su abolengo aymara y a no tener desdén por los valores culturales de sus ancestros. No en vano, en un furibundo documento de respuesta a Fernando Diez de Medina, apuntó: “Por la línea materna en mi raza y en mi sangre no hay birlochaje -muchacha proveniente del cruce de la chola y el criollo, y que ya cambió la pollera por el vestido occidental- (...) En mi madre por ningún lado aparece el mestizo, el híbrido ni la mula (...) En mis venas y gracias a mi madre, no hay una gota de birlochaje putrefacto” (Baptista Gumucio, M., 1983: 40).  

La infancia de Franz Tamayo, que transcurrió entre la casa solariega de la ciudad y las propiedades rurales de su padre, estaba marcada por el amor de sus progenitores y la grata compañía de sus hermanos, con quienes compartía los juegos y las fantasías propias de su edad. En su adolescencia entró en contacto con las culturas, las lenguas y los escritores del Viejo Mundo. Uno de los que mejor supo tocar sus fibras íntimas fue Víctor Hugo, cuyas obras leía en francés y con pasión inusitada.

Franz Tamayo retornó a Bolivia en 1904, pero se ausentó nuevamente gracias al sostén económico de su padre, quien lo mandó a estudiar en La Sorbona de París. En Londres conoció a la joven francesa Blanca Bouyon, con la que contrajo matrimonio sin el previo consentimiento paterno. Tras vivir un tiempo en Europa, la pareja se trasladó a Bolivia, donde convivió algunos años más, combinando el ambiente urbano con el rural, hasta que la unión se rompió de manera inevitable, debido, en parte, a desavenencias culturales. Las dos hijas del matrimonio, Blanca y Anita, fallecieron a temprana edad. El amor que Tamayo sentía por la francesa, según algunos, inspiró el célebre poema Balada de Claribel, una auténtica joya de la lírica hispanoamericana.

Tiempo después, al cumplir los treinta años de edad, Tamayo conoció a Luisa Galindo, una mujer de singular belleza y carácter afable, que le cautivó el corazón y le alivió el dolor sentimental de su matrimonio anterior. Y, a pesar de la oposición de su madre y sus hermanos, Tamayo, en una actitud que denotaba su rebeldía juvenil, formalizó su relación con Galindo, sin necesidad de acudir al registro civil ni a la iglesia católica. Así, y por varias décadas, empezaron a compartir los instantes más felices junto a sus hijos, pero también las adversidades que la actividad pública le deparó al insigne poeta y pensador fecundo, quien acabó siendo admirado por unos y criticado por otros, sobre todo, por quienes en los corredores del poder político se declaraban sus adversarios ideológicos. Vivió en una casona de La Paz y en su hacienda de Yaurichambi -situada cerca del majestuoso Illampu y el lago Titicaca-, que adquirió en 1910 y donde creó gran parte de su producción literaria.


El político

De Franz Tamayo, personaje de tendencias liberales en la cultura y la política, se sabe que terminó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional Ayacucho de La Paz, que obtuvo su título de abogado en un examen de excepción rendido en la Universidad Mayor de San Andrés y que durante su estadía en Europa cursó estudios de filosofía, literatura y ciencias políticas, aparte de que aprendió el griego y el latín.

A partir de 1910, compaginó su vocación literaria con su participación activa en la política. Fundó, junto con otros jóvenes intelectuales, el Partido Radical en 1911, que tuvo existencia efímera por la falta de experiencia y solidez organizativa. Su pasión por los problemas nacionales y sus deseos de terminar con el bandidismo gubernativo, lo llevaron a desempeñar numerosas tareas en la administración pública: Presidente de la Cámara de Diputado, Delegado de Bolivia ante la Liga de las Naciones para presentar y debatir los reclamos marítimos, Asesor Jurídico del Ministro de Relaciones Exteriores y Canciller de la República.

Tanto sus simpatizantes como sus adversarios lo recordaban siempre protagonizando memorables discusiones con el también poeta Ricardo Jaimes Freyre en el parlamento y con otros representantes del Partido Republicano de Saavedra. Sus poses y su retórica, capaces de deleitar, persuadir y conmover, lo destacaban como a un orador consumado y polemista temible. Claro que detrás de la actitud del político estaban los conocimientos y la inteligencia de un hombre que supo ganarse el respeto a fuerza de medir sus argumentos con la mediocridad de sus contrincantes.

Franz Tamayo desarrolló una amplia labor como periodista. Fue fundador de El Fígaro (1913), El Hombre Libre (1917) y director del matutino El Diario. Asimismo, ejerció la cátedra de sociología en la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz y colaboró con varias publicaciones nacionales y con el “Amauta” del peruano José Carlos Mariátegui, entre otras.

El 11 de noviembre de 1934, en plena Guerra del Chaco, fue elegido Presidente de Bolivia por imposición de Daniel Salamanca. Y si no asumió el cargo, a punto de ser investido, fue debido a un golpe militar que anuló la elección considerándola ilegítima. De todos modos, aquí surgen las preguntas obligadas: ¿Qué hubiera hecho el poeta desde la silla presidencial? ¿Hubiera acabado con la oligarquía minero-feudal, que por entonces ostentaba el poder político y económico del país? ¿Hubiera proclamado la justicia social para los desposeídos? La incógnita de esa historia no se llegará a saber nunca, aunque por todos es conocido que Tamayo no fue pobre sino un señor. Un gran señor feudal, dueño de haciendas y de indios, como irónicamente lo definió Tristán Marof. Más Todavía: Tamayo fue un burgués liberal (...) Un señor de sombrero de copa, un conservador de los privilegios de su casta y de su país (Marof, T., 1961: 161).

Franz Tamayo, a pesar de las críticas insensatas y los comentarios malintencionados, ha sido uno de los propulsores del nacionalismo boliviano que, años más tarde, se vio reflejado en la revolución de 1952; un proceso que impulsó la nacionalización de las minas, el voto universal y la reforma agraria, pero sin resolver plenamente las tareas democráticas burguesas pendientes.
 
El político en Tamayo se frustró mucho antes de que empezaran las reformas de la revolución nacionalista presidida por Víctor Paz Estenssoro. Nadie sabe exactamente cuáles fueron las causas que motivaron su alejamiento de la vida pública. Probablemente se debió a la desilusión que sintió por los políticos de turno o al fracasó en su intento por forjar un país con una visión que se extendía más allá de la mente chata de sus contemporáneos, quienes tenían la impresión de que Tamayo, acostumbrado a sentir el dolor metafísico ante los enigmas del mundo y sus asuntos, contemplaba la realidad montado sobre las nubes, como todo genio que no siempre encuentra la compresión entre el resto de los mortales.

La prueba de su genialidad aparece citada en el Diccionario de la Literatura Boliviana, donde se refiere la siguiente anécdota: En 1954, el Departamento ‘This I’ Belive’, de una empresa norteamericana de revista y radio, invitó a un grupo selecto de intelectuales y científicos, entre ellos a Einstein y Tamayo, para explicar en forma sintética su pensamiento filosófico. Así, a comienzos de 1955, ‘El Diario’ de La Paz registró en sus páginas este acontecimiento, relievando la participación de Tamayo. Frente a los hechos de entonces, exponía una concepción vitalista, manifestando que la inteligencia y la acción del hombre se perdían ‘en un mar de síntomas y detalles, en el fondo secundarios, pero por otra parte indispensables para la polémica conducción de la vida. Pocos se abstenían del vértigo de la luna’ -decía-, ‘porque abstenerse del todo es también imposible (el APEKHOU griego). Pocos tienen la fuerza de alcanzar un plano superior al plano superficial en que todos vivimos y luchamos, y alcanzar un plano superior de mejor verdad y mayor realidad (una cosa triste: hasta en la verdad hay gradaciones) Cáceres Romero, A., 1997: 235).

Apartado del compromiso político, y ante la necesidad de seguir transmitiendo su erudición a través de los versos, se recluyó en su casa vetusta y colonial de la calle Loayza y, como su padre, se entregó a la soledad, rechazando los compromisos sociales y el trato con la gente. Se cuenta que en las postrimerías de su vida, pasaba los días sólo en compañía de sus seres más allegados, dedicado a la meditación filosófica, a su quehacer literario y a tocar las notas de Chopin en el piano; un instrumento que amó desde niño y a través del cual aprendió a amar la música clásica.

Franz Tamayo, por mucho que haya muerto en la soledad, quedó para siempre en el corazón palpitante de un pueblo que, en honor a la verdad, sabe reconocer y defender a los hombres cuyas mentes iluminadas son el mayor orgullo de una nación en busca de su propio destino. Tamayo fue el poeta más grande de Bolivia, un defensor de la raza aymara, un estadista honesto y un ejemplo para las generaciones de ayer y de siempre. Su incursión en la política, casi en desmedro de su creación literaria, no impidió que su gran legado de intelectual trascendiera como una luz brillante en la tierra que tanto ocupó su tiempo y su talento.


El poeta

El modernismo en la poesía boliviana irrumpió con figuras como Manuel María Pinto, Ricardo Jaimes Freyre (con su ya famosa Castalia Bárbara), Gregorio Reynolds y, el mayor de todos, Franz Tamayo; una verdadera revelación que sacudió los cimientos de la versificación castellana junto a casos geniales como Rubén Darío y Leopoldo Lugones.

Los críticos aseveran que algunas de sus obras, aun perteneciendo al género dramático, se han analizado siempre como piezas líricas, debido a su gran carga poética tanto en la forma como en el contenido. De ahí que La Prometheida (1917), al lado de Scherzos (1932), Scopas (1939) y Epigramas griegos (1945), es una de las creaciones donde más resplandece el talento poético de Tamayo, no sólo porque representa una grandiosa tragedia humana, con personajes de la mitología greco-romana, sino también porque constituye una sinfonía lírica en la cual la musicalidad del idioma encuentra su más alta expresión, unida a una sinestesia, cuya imagen o sensación subjetiva, propia de un sentido, está determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente, como una suerte de disco cromático en el cual las palabras expresan la diversidad de los colores. Tamayo pretende hablar con los sonidos de las palabras que emplea, y en ello estriba buena parte de su originalidad. Por ejemplo, el canto de Melifrón es de una armonía imitativa de tan certeros efectos que demuestra cómo se puede expresar, con el sonido de las palabras antes que con el sentido de éstas, largamente, la melancólica voz de un ruiseñor en el preciso momento en que va a producirse la muerte de la protagonista (Castañón Barrientos, C., 1990: 105).

Así como su poesía destaca por la cadencia de las palabras y la armonía musical, destaca también por las transgresiones literarias y su deslumbrante dominio del idioma que le permite, además de desnudar su alma de manera sabia y profunda, ensayar nuevos giros idiomáticos y técnicas literarias sin precedentes.

Como todo hombre universal, con un vasto bagaje cultural y una hipersensibilidad a toda prueba, cultivó la mayoría de los géneros y en todos ellos fue innovador y creativo. Sus libros, escritos en verso y en prosa, abordan temas con un alto valor ético y estético. En ellos revela la fuerza de su inteligencia, su amplio conocimiento de las ciencias filosóficas y las artes en general. Algunos lo consideran el poeta boliviano por excelencia, mientras otros lo tratan como al vate iberoamericano digno de ser conocido, leído y difundido más allá de sus fronteras nacionales. Nadie pone en duda que fue supremo artífice del arte de versificar con la precisión de un orfebre.

El crítico literario Nicolás Fernández Naranjo, con respeto y admiración ante una obra y un autor de proyecciones universales, afirma en su comentario: Tamayo es un poeta de extraordinaria dimensión artística. Su conocimiento de la lengua castellana asombra; nos deja atónitos su maestría y culto de la perfección. Formado en la escuela de Goethe, habría ‘preferido una revolución a un desorden’; no se hallan ripios, lugares comunes ni ‘rellenos’, ni tampoco prosaísmos en su obra poética (...) Los metros favoritos de Tamayo fueron el endecasílabo y el heptasílabo. Sus rimas son ricas, magistrales. Sensorialmente, era colorista: hay en sus versos derroche de sensaciones de color. Sentía atractivo y cultivaba a la perfección las figuras: las aliteraciones, las ‘derivaciones’, las onomatopeyas; en el retruécano no tiene rival; sus metáforas son igualmente ricas, inesperadas, asombrosas (…) Leyendo sus versos, se nota el trabajo de síntesis: sentía predilección por las fórmulas lapidarías, los pensamientos más densos expresados en pocas palabras (Fernández Naranjo, N. - Gómez de Fernández, D., 1973: 80).

Por otra parte, es preciso señalar que el poeta andino, aunque empapado de una sabiduría greco-latina, no dejó de rendirle homenaje a su ascendencia escribiendo, a veces con un dejo de melancolía y pesimismo, versos que reflejan el espíritu de los habitantes del Kollasuyo y la geografía física de una nación enclavada entre las cumbres nevadas de la cordillera andina, sin acceso al litoral, rodeado de llanuras y de selvas.

Estaba convencido de que había una profundidad y grandeza en el espíritu aymara y en los enigmas telúricos del altiplano. Por eso mismo, con una dicción impecable y una intuición natural para el manejo del lenguaje figurativo, en su poesía elevó un canto sinfónico a las virtudes y costumbres de su raza, a las imponentes montañas, a las pampas yermas y, por último, a la belleza de un país mágico y secreto, que Tamayo supo interpretar por medio de su inteligencia innata y sus metáforas, como quien posee una personalidad prodigiosa que deja estelas por doquier.

Si bien es cierto que su búsqueda de un lenguaje efectivo, basado en las lenguas clásicas y modernas, lo convirtió en un innovador del arte poético, es cierto también que el manejo excesivo de un vocabulario rebuscado, lleno de neologismos y voces extrañas, lo convirtió en un poeta casi impenetrable para la mayoría de los lectores, pues, paradójicamente, siendo uno de los poetas bolivianos más renombrados, es uno de los menos leídos.

El hermetismo de Tamayo, de manera consciente o inconsciente, ha contribuido a que su poesía sea poco conocida en el continente americano y casi desconocida internacionalmente. Sus obras no han circulado debidamente, ni siquiera en las bibliotecas públicas ni académicas. Y, claro está, menos entre los lectores que por razones económicas no tienen acceso a la literatura en general, y menos aún a los libros de poesía; un género apreciado apenas por un reducido círculo de lectores acostumbrados a pasarse los libros de mano en mano, de reunión en reunión, de tertulia en tertulia.

Sin embargo, valga reconocer que la limitada difusión de la poesía de Tamayo obedece, por otro lado, a factores socioeconómicos, históricos e incluso geográficos. Según Mariano Baptista Gumucio, por citar un caso, el desconocimiento de Tamayo tiene que ver con el encierro físico y espiritual en que se halla Bolivia y con el menosprecio que los poderes públicos y los empresarios del nuevo riquismo vacunado sólidamente contra cualquier expresión del espíritu, manifiestan hacia la cultura. Para las gentes obnubiladas con el nuevo becerro de oro del desarrollo bien poco importa que la obra de autores como Tamayo, sea divulgada en el exterior. Si no hay una sola reedición de sus libros de poemas y hasta ahora no se ha recopilado sus ensayos y artículos dispersos en diarios y revistas, ¿cómo podemos imaginar que se le conozca fuera del país? (Baptista Gumucio, M., 1983: 21-22).

De sus trabajos en prosa es necesario citar Horacio y el arte lírico (1915), Proverbios sobre la vida, el arte y la ciencia (2 vols. 1905-1924) y, como no podía faltar, su polémica Creación de la pedagogía nacional (1910), conformada por una serie de 55 editoriales publicadas en El Diario de La Paz, y que, contrariamente a lo planteado por Alcides Arguedas en Pueblo enfermo, aborda con lucidez aspectos de la educación boliviana desde una perspectiva indigenista y nacional; se trata de un auténtico ensayo filosófico que, por su trascendencia y por el impacto que tuvo -y sigue teniendo-, merece un análisis profundo y una nota aparte.

Bibliografía

-Baptista Gumucio, Mariano: “Yo fui el orgullo. Vida y pensamiento de Franz Tamayo”, Ed. Los Amigos del Libro, La Paz-Cochabamba, 1983, p. 470.

-Cáceres Romero, Adolfo: “Diccionario de la Literatura Boliviana”, Ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba-La Paz, 1997, p. 270.

-Castañón Barrientos, Carlos: “Literatura de Bolivia”, Ediciones Signo, La Paz, 1990, p. 255.

-Fernández Naranjo, Nicolás – Gómez de Fernández, Dora: “Los géneros literarios”, Ed. Juventud, La Paz, 1973, p. 166.

-Marof, Tristán: “Ensayos y críticas”, Ed. Juventud, La Paz, 1961, p. 193.

Imágenes:

1. El poeta cuando era niño
2. Franz Tamayo, al centro, con Félix Avelino Aramayo y Florián Zambrana, los tres representantes bolivianos ante la Liga de las Naciones en 1920
3. El poeta en su madurez